Discursos 2009 87


VISITA A LAS ZONAS AFECTADAS POR EL TERREMOTO DE LOS ABRUZOS


PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS DAMNIFICADOS POR EL TERREMOTO,

EN EL CAMPAMENTO DE ONNA

Martes 29 de abril de 2009



Queridos amigos:

88 He venido en persona a vuestra tierra espléndida y herida, que está viviendo días de gran dolor y precariedad, para expresaros del modo más directo mi cordial cercanía. He estado junto a vosotros desde el primer momento, desde que tuve noticia del fuerte terremoto que, en la noche del pasado 6 de abril, provocó casi trescientas víctimas, numerosos heridos e ingentes daños materiales a vuestras casas.

He seguido con conmoción las noticias, compartiendo vuestra consternación y vuestras lágrimas por los difuntos, así como vuestras angustiosas preocupaciones por lo que habéis perdido en un instante. Ahora estoy aquí entre vosotros: quisiera abrazaros con afecto a cada uno. La Iglesia entera está aquí conmigo, junto a vuestros sufrimientos, compartiendo vuestro dolor por la pérdida de familiares y amigos, deseosa de ayudaros a reconstruir las casas, las iglesias, los establecimientos comerciales que se desplomaron o quedaron gravemente dañados por el seísmo. He admirado el valor, la dignidad y la fe con la que habéis afrontado también esta dura prueba, manifestando una gran voluntad de no ceder ante las adversidades. De hecho, no es el primer terremoto que sufre vuestra región, y ahora, como en el pasado, no os habéis rendido, no os habéis desalentado. Hay en vosotros una fuerza de ánimo que suscita esperanza. Es muy significativo al respecto un dicho que suelen repetir vuestros ancianos: "Quedan todavía muchos días detrás del Gran Sasso".

Al llegar aquí, a Onna, uno de los centros que ha pagado un alto precio en vidas humanas, puedo imaginar toda la tristeza y el sufrimiento que habéis soportado durante estas semanas. Si hubiera sido posible, habría deseado ir a cada pueblo y a cada barrio, a todos los campamentos y encontrarme con todos. Me doy perfecta cuenta de que, a pesar del compromiso de solidaridad manifestado desde todas partes, son muchas las molestias que comporta cada día vivir fuera de casa, en los automóviles o en las tiendas, sobre todo a causa del frío y de la lluvia. Pienso también en los numerosos jóvenes obligados bruscamente a afrontar una realidad dura, en los muchachos que han tenido que interrumpir la escuela con sus amistades, y en los ancianos que han tenido que renunciar a sus costumbres.

Se podría decir, queridos amigos, que os encontráis, en cierto modo, en el estado de ánimo de los dos discípulos de Emaús, de los que habla el evangelista san Lucas. Después del trágico acontecimiento de la cruz, volvían a casa decepcionados y amargados, por la muerte de Jesús. Parecía que ya no había esperanza, que Dios se había escondido y ya no estaba presente en el mundo. Pero, a lo largo del camino, él se les acercó y se puso a conversar con ellos. Aunque no lo reconocieron con los ojos, algo se despertó en su corazón: las palabras de aquel "Desconocido" volvieron a encender en ellos el ardor y la confianza que la experiencia del Calvario había apagado.

Queridos amigos, mi pobre presencia entre vosotros quiere ser un signo tangible del hecho de que el Señor crucificado vive, que está con nosotros, que realmente ha resucitado y no nos olvida; no os abandona; escuchará vuestros interrogantes sobre el futuro; no está sordo al grito preocupado de tantas familias que lo han perdido todo: casas, ahorros, trabajo y a veces también vidas humanas. Ciertamente, su respuesta concreta pasa a través de nuestra solidaridad, que no puede limitarse a la emergencia inicial, sino que debe convertirse en un proyecto estable y concreto en el tiempo. Animo a todos, instituciones y empresas, para que esta ciudad y esta tierra vuelvan a levantarse.

El Papa está aquí, hoy, entre vosotros para deciros también una palabra de consuelo sobre vuestros muertos: están vivos en Dios y esperan de vosotros un testimonio de valor y de esperanza. Esperan ver renacer esta tierra suya, que debe volver a adornarse de casas y de iglesias, bellas y sólidas. Y precisamente en nombre de estos hermanos y hermanas es preciso comprometerse nuevamente a vivir recurriendo a lo que no muere y que el terremoto no ha destruido y no puede destruir: el amor. El amor permanece también más allá del confín de esta precaria existencia terrena nuestra, porque el Amor verdadero es Dios. Quien ama vence, en Dios, a la muerte y sabe que no pierde a aquellos a los que ha amado.

Quiero concluir estas palabras dirigiendo al Señor una oración particular por las víctimas del terremoto.

Te encomendamos
nuestros seres queridos a ti Señor,
sabiendo que a tus fieles
tú no les quitas la vida
89 sino que la transformas,
y en el mismo momento
en que se destruye
la morada de este exilio nuestro
en la tierra,
te preocupas de preparar
una eterna e inmortal en el paraíso.

Padre Santo,
Señor del cielo y de la tierra,
escucha el grito de dolor
y de esperanza,
90 que eleva a ti esta comunidad
duramente probada por el terremoto.

Es el grito silencioso
de la sangre de madres,
de padres, de jóvenes
y también de niños inocentes
que se alza de esta tierra.

Han sido arrancados
del afecto de sus seres queridos:
acógelos a todos en tu paz,
Señor, que eres el Dios-con-nosotros,
91 el Amor capaz de dar la vida sin fin.

Tenemos necesidad de ti
y de tu fuerza,
porque nos sentimos pequeños
y frágiles ante la muerte.

Te rogamos, ayúdanos,
porque solamente con tu apoyo
podremos volver a levantarnos
y a reanudar juntos
el camino de la vida,
cogiéndonos de la mano
92 unos a otros con confianza.

Te lo pedimos por Jesucristo,
nuestro Salvador,
en el que brilla la esperanza
de la feliz resurrección.
Amén.

Oremos ahora con la plegaria que el Señor nos enseñó: "Padre nuestro...".

Seguidamente el Papa impartió la bendición y añadió:

Mi oración está con vosotros. Estemos unidos y el Señor nos ayudará. Gracias por vuestra valentía, vuestra fe y vuestra esperanza.


A LA POBLACIÓN DE L'AQUILA EN LA PLAZA DE COPPITO

Martes 29 de abril de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

93 Gracias por vuestra acogida, que me conmueve profundamente. Os abrazo a todos con afecto en nombre de Cristo, nuestra firme esperanza. Saludo a vuestro arzobispo, el querido monseñor Giuseppe Molinari, que como pastor ha compartido y está compartiendo con vosotros esta dura prueba. Le agradezco las cordiales palabras, llenas de fe y confianza evangélica, con que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos.

Saludo al alcalde de L'Aquila, honorable Massimo Cialente, que con gran empeño está impulsando el renacimiento de esta ciudad; así como al presidente de la Región, honorable Gianni Chiodi. A ambos les agradezco sus profundas palabras. Saludo a la Guardia de Finanza, que nos acoge en este lugar. Saludo a los párrocos, a los demás sacerdotes y a las religiosas. Saludo a los alcaldes de las poblaciones afectadas por esta catástrofe, así como a todas las autoridades civiles y militares: a la Protección civil, a los bomberos, a la Cruz Roja, a los equipos de socorro y a los numerosos voluntarios de muchas y diversas asociaciones. Sería difícil nombrarlos a todos; sin embargo, a cada uno quisiera dirigir una palabra de aprecio especial.

Gracias por lo que habéis hecho y sobre todo por el amor con que lo habéis hecho. Gracias por el ejemplo que habéis dado. Proseguid vuestra labor unidos y bien coordinados, a fin de que se puedan aplicar cuanto antes soluciones eficaces para las personas que viven actualmente en los campamentos. Lo deseo de corazón y rezo por esta intención.

He comenzado esta visita por Onna, población fuertemente azotada por el seísmo, pensando también en las demás poblaciones damnificadas. Llevo en mi corazón a todas las víctimas de esta catástrofe: niños, jóvenes, adultos, ancianos, tanto de los Abruzos como de otras regiones de Italia, e incluso de diversas naciones.

Mi visita a la basílica de Collemaggio, para venerar las reliquias del santo Papa Celestino V, me ha permitido palpar el corazón herido de esta ciudad. Así he querido rendir homenaje a la historia y a la fe de vuestra tierra, y a todos vosotros, que os identificáis con este santo. Sobre su urna, como ha recordado usted, señor alcalde, he dejado como signo de mi participación espiritual el palio que me impusieron en el día del inicio de mi pontificado. Además, para mí ha sido muy conmovedor orar ante la Casa del estudiante, donde la violencia del terremoto segó varias vidas jóvenes. Al atravesar la ciudad, he tomado mayor conciencia de las graves consecuencias del terremoto.

Me encuentro ahora en esta plaza, situada frente a la escuela de la Guardia de Finanza, que prácticamente desde el primer momento funciona como cuartel general de toda la labor de socorro. Este lugar, consagrado por la oración y el llanto por las víctimas, constituye en cierto modo el símbolo de vuestra tenaz voluntad de no caer en el desaliento. "Nec recisa recedit": el lema del cuerpo de la Guardia de Finanza, que podemos admirar en la fachada del edificio, parece expresar muy bien la que el alcalde ha definido firme intención de reconstruir la ciudad con la constancia que os caracteriza a vosotros, los habitantes de los Abruzos.

En esta amplia plaza, que acogió los féretros de numerosas víctimas para la celebración del funeral presidido por el cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, se han dado cita hoy las fuerzas comprometidas a ayudar a las poblaciones de L'Aquila y los Abruzos a volverse a levantar pronto de las ruinas del terremoto.

Como ha recordado el arzobispo, mi visita a vosotros, que desde el primer momento deseaba realizar, quiere ser signo de mi cercanía a cada uno de vosotros y de la solidaridad fraterna de toda la Iglesia. En efecto, como comunidad cristiana, formamos un solo cuerpo espiritual; y, si una parte sufre, todas las demás partes sufren con ella; y si una parte se esfuerza por levantarse, todas participan en su esfuerzo. Quiero deciros que desde todas las partes del mundo me han llegado para vosotros manifestaciones de solidaridad. Muchas altas personalidades de las Iglesias ortodoxas me han escrito para asegurar su oración y su cercanía espiritual, enviando también ayudas económicas.

Deseo subrayar el valor y la importancia de la solidaridad que, aunque se manifieste de modo especial en momentos de crisis, es como un fuego escondido bajo la ceniza. La solidaridad es un sentimiento muy cívico y cristiano, y pone de manifiesto la madurez de una sociedad. En la práctica se expresa en la obra de socorro, pero no es sólo una maquina de organización eficiente: hay un alma, hay una pasión, que deriva precisamente de la gran historia civil y cristiana de nuestro pueblo, tanto si se realiza en las formas institucionales como a través del voluntariado. Y también quiero congratularme hoy por esto.

El trágico acontecimiento del terremoto invita a la comunidad civil y a la Iglesia a una profunda reflexión. Como cristianos debemos interrogarnos: "¿Qué quiere decirnos el Señor a través de este triste acontecimiento?". Hemos vivido la Pascua afrontando esta tragedia, interrogando la Palabra de Dios y recibiendo nueva luz de la crucifixión y la resurrección del Señor. Hemos celebrado la muerte y la resurrección de Cristo, llevando en la mente y en el corazón vuestro dolor, orando para que no fallara en las personas afectadas la confianza en Dios y la esperanza. Pero también como comunidad civil es preciso hacer un serio examen de conciencia, para que se mantenga en todo momento el nivel de las responsabilidades. Con esta condición, L'Aquila, aunque esté herida, podrá volver a volar.

Ahora, queridos hermanos y hermanas, os invito a dirigir la mirada a la estatua de la Virgen de Roio, venerada en un santuario muy amado por vosotros, para encomendarle a ella, Nuestra Señora de la Cruz, la ciudad y todos los demás pueblos azotados por el terremoto. A ella, la Virgen de Roio, le dejo una rosa de oro, como signo de mi oración por vosotros, a la vez que encomiendo a su protección materna y celestial todas las localidades afectadas.

Y ahora oremos:

Oh María,
94 Madre nuestra amadísima,
tú que estás junto a nuestras cruces
como permaneciste
junto a la de Jesús,
sostén nuestra fe,
para que, aunque estemos
inmersos en el dolor,
mantengamos la mirada fija
en el rostro de Cristo,
en el que, durante
el sufrimiento extremo de la cruz,
95 se manifestó el amor inmenso
y puro de Dios.

Madre de nuestra esperanza,
danos tus ojos para ver,
más allá del sufrimiento
y de la muerte,
la luz de la resurrección.

Danos tu corazón
para seguir amando y sirviendo,
también en medio de la prueba.

¡Oh María, Virgen de Roio,
96 Nuestra Señora de la Cruz,
ruega por nosotros!



AL TERCER GRUPO DE OBISPOS ARGENTINOS EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sala del Consistorio

Jueves 30 de abril de 2009



Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Es para mí un motivo de gran alegría reunirme con este grupo de Pastores de la Iglesia en Argentina, con el cual concluye su visita ad limina. Os saludo con todo afecto y os deseo que este encuentro fraterno con el Sucesor de Pedro os ayude a sentir el latido de la Iglesia universal y a consolidar los vínculos de fe, comunión y disciplina que unen vuestras Iglesias particulares a esta Sede Apostólica. Al mismo tiempo, doy gracias al Señor por esta nueva ocasión de confirmar a mis hermanos en la fe (cf. Lc 22,32), y participar en sus alegrías y preocupaciones, en sus logros y dificultades.

Agradezco de todo corazón las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido Mons. Luis Héctor Villalba, Arzobispo de Tucumán y Vicepresidente de la Conferencia Episcopal Argentina, y en las que ha manifestado vuestros sentimientos de afecto y adhesión, así como los de los sacerdotes, religiosos y fieles laicos de vuestras comunidades.

2. Queridos Hermanos, el Señor Jesús nos ha confiado un ministerio de altísimo valor y dignidad: llevar su mensaje de paz y reconciliación a todas las gentes, cuidar con amor paternal al Pueblo santo de Dios y conducirlo por la vía de la salvación. Ésta es una tarea que supera con creces nuestros méritos personales y nuestra pobre capacidad humana, pero a la que nos entregamos con sencillez y esperanza, apoyándonos en las palabras de Cristo, «no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). Jesús, el Maestro, mirándoos con amor de hermano y amigo, os ha llamado a entrar en su intimidad, y consagrándoos con el óleo sagrado de la unción sacerdotal ha puesto en vuestras manos el poder redentor de su sangre, para que, con la seguridad de actuar siempre in persona Christi capitis, seáis en medio del Pueblo que se os ha confiado «un signo vivo del Señor Jesús, Pastor y Esposo, Maestro y Pontífice de la Iglesia» (Juan Pablo II, Pastores gregis ).

En el ejercicio de su ministerio episcopal, el Obispo debe comportarse siempre entre sus fieles como quien sirve (cf. Lumen gentium LG 27), inspirándose constantemente en el ejemplo de Aquel que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos (cf. Mc 10,45). Realmente, ser Obispo es un título de honor cuando se vive con este espíritu de servicio a los demás y como participación humilde y desinteresada en la misión de Cristo. La contemplación frecuente de la imagen del Buen Pastor os servirá de modelo y aliento en vuestros esfuerzos por anunciar y difundir el Evangelio, os impulsará a cuidar de los fieles con ternura y misericordia, a defender a los débiles y a gastar la vida en una constante y generosa dedicación al Pueblo de Dios (cf. Pastores gregis ).

3. Como parte esencial de vuestro ministerio episcopal en la Iglesia, verdadero amoris officium (cf. S. Agustín, In Io. Ev. 123,5), deseo exhortaros vivamente a fomentar en vuestras comunidades diocesanas el ejercicio de la caridad, de modo especial para con los más necesitados. Con vuestra cercanía y vuestra palabra, con la ayuda material y la oración, con el llamado al diálogo y al espíritu de entendimiento que busca siempre el bien común del pueblo, y con la luz que viene del Evangelio, queréis dar un testimonio concreto y visible del amor de Cristo entre los hombres, para construir continuamente la Iglesia como familia de Dios, siempre acogedora y misericordiosa con los más pobres, de tal manera que en todas las diócesis reine la caridad, en cumplimiento del mandamiento de Jesucristo (cf. Christus Dominus CD 16). Junto a eso, quisiera insistir también en la importancia de la oración frente al activismo o a una visión secularizada del servicio caritativo de los cristianos (cf. Deus caritas est ). Ese contacto asiduo con Cristo en la plegaria trasforma el corazón de los creyentes, abriéndolo a las necesidades de los demás, sin inspirarse, por tanto, en «esquemas que pretenden mejorar el mundo siguiendo una ideología, sino dejándose guiar por la fe que actúa por el amor» (ibíd., ).

4. Deseo encomendaros de un modo especial a los presbíteros, vuestros colaboradores más cercanos. Que el abrazo de paz, con el que los acogisteis en el día de su ordenación sacerdotal, sea una realidad viva cada día, que contribuya a estrechar cada vez más los lazos de afecto, respeto y confianza que os unen a ellos en virtud del sacramento del Orden. Reconociendo la abnegación y entrega al ministerio de vuestros sacerdotes, deseo invitarlos también a que se identifiquen cada vez más con el Señor, siendo verdaderos modelos de la grey por sus virtudes y buen ejemplo, y apacentando con amor el rebaño de Dios (cf. 1P 5,2-3).

97 5. La vocación específica de los fieles laicos los lleva a intentar configurar rectamente la vida social y a iluminar las realidades terrenas con la luz del Evangelio. Que los seglares, conscientes de sus compromisos bautismales, y animados por la caridad de Cristo, participen activamente en la misión de la Iglesia así como en la vida social, política, económica y cultural de su País. En este sentido, los católicos deberán destacar entre sus conciudadanos por el cumplimiento ejemplar de sus deberes cívicos, así como por el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas que contribuyen a mejorar las relaciones personales, sociales y laborales. Su compromiso los llevará también a promover de modo especial aquellos valores que son esenciales al bien común de la sociedad, como la paz, la justicia, la solidaridad, el bien de la familia fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer, la tutela de la vida humana desde la concepción hasta su muerte natural, y el derecho y obligación de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones morales y religiosas.

Deseo concluir pidiéndoos que llevéis mi saludo afectuoso a todos los miembros de vuestras Iglesias diocesanas. A los Obispos eméritos, sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas, y a todos los fieles laicos, decidles que el Papa les agradece sus trabajos por el Señor y la causa del Evangelio; que espera y confía en su fidelidad a la Iglesia. A vosotros, queridos Obispos de Argentina, os agradezco vuestra solicitud pastoral y os aseguro mi cercanía espiritual y mi plegaria constante. Os encomiendo de corazón a la protección de Nuestra Señora de Luján y os imparto una especial Bendición Apostólica.



AL FINAL DE UN CONCIERTO OFRECIDO EN SU HONOR POR EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA ITALIANA

Sala Pablo VI

Jueves 30 de abril de 2009



Señor presidente de la República;
señores cardenales;
venerados hermanos;
amables señores y señoras:

Al dirigir a todos mi cordial saludo, expreso mi más profunda gratitud al presidente de la República italiana, honorable Giorgio Napolitano, que, con ocasión del cuarto aniversario del inicio de mi pontificado, ha querido ofrecerme este excelente homenaje musical. Gracias, señor presidente, también por las corteses palabras que me acaba de dirigir, y saludo cordialmente a su amable señora. Me alegra saludar a los ministros y a las demás autoridades del Estado italiano, así como a los señores embajadores y a las diversas personalidades que nos honran con su presencia.

Me ha complacido el regreso de la orquesta y del coro "Giuseppe Verdi" de Milán, que ya apreciamos mucho hace un año. Por eso, a la vez que expreso mi agradecimiento a la Fundación homónima y a todos los que han colaborado de diversas maneras en la organización, renuevo mi congratulación a todos los miembros de la orquesta y del coro, y en particular a su directora, la señorita Xian Zhang, a la maestra del coro, señora Erina Gambarini, y a las tres solistas.

La maestría y el entusiasmo de cada uno ha contribuido a una ejecución que ha dado nueva vida a las piezas ejecutadas, obra de tres autores destacados:Vivaldi, Haydn y Mozart. La elección de las composiciones me ha parecido muy adecuada al tiempo litúrgico que estamos viviendo: el tiempo de Pascua. La Sinfonía 95 de Haydn, que escuchamos al inicio, parece contener en sí un itinerario que podríamos definir "pascual". En efecto, comienza en tono de Do menor, y a través de un recorrido siempre perfectamente equilibrado, aunque impregnado de dramatismo, llega a su conclusión en Do mayor. Esto lleva a pensar en el itinerario del alma, representada de modo particular por el violoncelo, hacia la paz y la serenidad.

98 Inmediatamente después, la Sinfonía 35 de Mozart llegó casi a amplificar y coronar la afirmación de la vida sobre la muerte, de la alegría sobre la tristeza, pues en ella prevalece decididamente el sentido de fiesta. El desarrollo es muy dinámico y al final incluso arrebatador: aquí nuestra excelente orquesta nos ha hecho sentir cómo la fuerza puede armonizarse con la gracia. Es lo que sucede en grado máximo, si se me permite esta comparación, en el amor de Dios, en el que la potencia y la gracia coinciden.

A continuación entraron en escena, por decirlo así, las voces humanas, el coro, como para dar palabra a lo que la música ya había querido expresar. Y no por casualidad la primera palabra fue "Magníficat". Esta palabra, que brotó del corazón de María, predilecta de Dios por su humildad, se ha convertido en el canto diario de la Iglesia, precisamente en esta hora de vísperas, la hora que invita a la meditación sobre el sentido de la vida y de la historia. Claramente el Magníficat presupone la Resurrección, es decir, la victoria de Cristo. En él Dios realizó sus promesas, y su misericordia se reveló en todo su paradójico poder.

Hasta aquí la "palabra". ¿Y la música de Vivaldi? Ante todo, conviene advertir que las arias cantadas por las solistas las compuso expresamente para algunas cantantes alumnas suyas acogidas en el Hospicio veneciano de la Piedad: cinco huérfanas dotadas de extraordinarias cualidades para el canto. ¿Cómo no pensar en la humildad de la joven María, en la que Dios hizo "maravillas"? Así, estos cinco "solos" representan en cierto modo la voz de la Virgen, mientras que las partes cantadas por el coro expresan a la Iglesia-comunidad. Ambas, María y la Iglesia, están unidas en el único cántico de alabanza al "Santo", al Dios que, con el poder de su amor, realiza en la historia su designio de justicia.

Y, por último, el coro dio voz a la sublime obra maestra que es el Ave verum Corpus de Mozart. Aquí la meditación cede el lugar a la contemplación: la mirada del alma se fija en el Santísimo Sacramento, para reconocer en él el Corpus Domini, el Cuerpo inmolado verdaderamente en la cruz, del que brotó el manantial de la salvación universal. Mozart compuso este motete poco antes de su muerte, y se puede decir que en él la música se transforma verdaderamente en oración, en abandono del corazón en Dios, con un sentido profundo de paz.

Señor presidente, su cortés y generoso homenaje no sólo ha logrado ampliamente gratificar el sentido estético, sino también alimentar nuestro espíritu; por eso, le estoy doblemente agradecido. Formulo mis mejores augurios para la continuación de su elevada misión y, de buen grado, los extiendo a todas las autoridades presentes. Queridos amigos, gracias por haber venido. Recordadme en vuestras oraciones, para que pueda cumplir siempre mi ministerio como quiere el Señor. Él, que es nuestra paz y nuestra vida, os bendiga a todos vosotros y a vuestras familias. Buenas tardes a todos
Mayo 2009



A LOS MIEMBROS DE LA FUNDACIÓN PAPAL

Sala Clementina

Sábado 2 de mayo de 2009



Querido cardenal Keeler;
queridos hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas en Cristo:

99 Para mí es un gran placer tener la oportunidad de saludaros una vez más a vosotros, miembros de la Fundación Papal, con ocasión de vuestra visita anual a Roma. En este Año paulino os acojo con las palabras del Apóstol de los gentiles: "A vosotros gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Rm 1,7).

San Pablo nos recuerda que toda la humanidad anhela la gracia de la paz de Dios. El mundo actual tiene realmente necesidad de su paz, especialmente mientras afronta las tragedias de la guerra, la división, la pobreza y la desesperación. Dentro de pocos días tendré el privilegio de visitar Tierra Santa. Iré como peregrino de paz. Como sabéis bien, durante más de sesenta años esa región —la tierra donde tuvo lugar el nacimiento, la muerte y la resurrección de nuestro Señor, un lugar sagrado para las tres grandes religiones monoteístas del mundo— se ha visto atormentada por la violencia y la injusticia. Eso ha llevado a un clima general de desconfianza, incertidumbre y miedo, a menudo enfrentando vecinos contra vecinos, hermanos contra hermanos. Mientras me preparo para este significativo viaje, os pido de modo especial que os unáis a mí en la oración por todos los pueblos de Tierra Santa y de la región, a fin de que reciban los dones de la reconciliación, la esperanza y la paz.

Este año, nuestro encuentro tiene lugar en un tiempo en que el mundo entero atraviesa una situación económica muy preocupante. En momentos como estos es fuerte la tentación de ignorar a los que no tienen voz y pensar sólo en nuestras propias dificultades. Sin embargo, como cristianos somos conscientes de que, especialmente cuando los tiempos son difíciles, debemos esforzarnos más para asegurar que se escuche el mensaje consolador de nuestro Señor.

En vez de encerrarnos en nosotros mismos, debemos seguir siendo faros de esperanza, fortaleza y apoyo para los demás, especialmente para los que no tienen a nadie que se ocupe de ellos o que les ayude. Por eso, me alegra que estéis aquí hoy. Vosotros sois ejemplos de buenos cristianos, hombres y mujeres, que siguen afrontando con valentía y confianza los desafíos que se nos plantean. En efecto, la Fundación Papal misma, a través de la gran generosidad de numerosas personas, permite prestar una valiosa ayuda en nombre de Cristo y de su Iglesia. Os agradezco mucho vuestro sacrificio y vuestra dedicación: con vuestro apoyo, el mensaje pascual de alegría, esperanza, reconciliación y paz se proclama con mayor amplitud.

Encomendándoos a todos a la amorosa intercesión de la santísima Virgen María, que está siempre entre nosotros como nuestra Madre, la Madre de la esperanza (cf. Spe salvi ), de corazón os imparto mi bendición apostólica a vosotros y a vuestras familias como prenda de alegría y paz en el Salvador resucitado.


A LOS MIEMBROS DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS SOCIALES

Sala del Consistorio

Lunes 4 de mayo de 2009



Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
distinguidos señores y señoras:

Mientras os halláis reunidos en la decimoquinta sesión plenaria de la Academia pontificia de ciencias sociales, me alegra tener esta ocasión para encontrarme con vosotros y alentaros en vuestra misión de exponer y promover la doctrina social de la Iglesia en las áreas del derecho, la economía, la política y las demás ciencias sociales. Agradeciendo a la profesora Mary Ann Glendon sus amables palabras de saludo, os aseguro mis oraciones para que el fruto de vuestras deliberaciones siga atestiguando la validez duradera de la doctrina social católica en un mundo que cambia rápidamente.

Después de estudiar el trabajo, la democracia, la globalización, la solidaridad y la subsidiariedad en relación con la doctrina social de la Iglesia, vuestra Academia ha decidido volver a la cuestión central de la dignidad de la persona humana y de los derechos humanos, un punto de encuentro entre la doctrina de la Iglesia y la sociedad contemporánea.

100 Las grandes religiones y filosofías del mundo han iluminado diversos aspectos de estos derechos humanos, que están expresados concisamente en "la regla de oro" que encontramos en el Evangelio: "Lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos" (Lc 6,31 cf. Mt 7,12). La Iglesia ha afirmado siempre que los derechos fundamentales, más allá de las diferentes formas en que han sido formulados y de los diferentes grados de importancia que hayan tenido en los diversos contextos culturales, deben ser sostenidos y reconocidos universalmente porque son inherentes a la naturaleza misma del hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.

Si todos los seres humanos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, en consecuencia comparten una naturaleza común que los une y que exige respeto universal. La Iglesia, asimilando la doctrina de Cristo, considera a la persona "lo más digno de la naturaleza" (santo Tomás de Aquino, De potentia, 9, 3) y enseña que el orden ético y político que regula las relaciones entre las personas tiene su origen en la estructura misma del ser humano. El descubrimiento de América y el consiguiente debate antropológico en la Europa de los siglos XVI y XVII llevaron a una mayor conciencia de los derechos humanos en cuanto tales y de su universalidad (ius gentium).

La época moderna ayudó a forjar la idea de que el mensaje de Cristo, al proclamar que Dios ama a todo hombre y a toda mujer, y que todo ser humano está llamado a amar a Dios libremente, demuestra que cada uno, independientemente de su condición social y cultural, por naturaleza merece libertad. Al mismo tiempo, debemos recordar siempre que "la libertad necesita ser liberada. Cristo es su libertador" (Veritatis splendor VS 86).

A mediados del siglo pasado, tras el gran sufrimiento causado por las dos terribles guerras mundiales y por los indecibles crímenes perpetrados por las ideologías totalitarias, la comunidad internacional adoptó un nuevo sistema de derecho internacional basado en los derechos humanos. En esto, parece haber actuado en conformidad con el mensaje de mi predecesor Benedicto XV que invitó a los beligerantes de la primera guerra mundial a "transformar la fuerza material de las armas en la fuerza moral de la ley" ("Exhortación a los gobernantes de las naciones en guerra", 1 de agosto de 1917).

Los derechos humanos se han convertido en punto de referencia de un ethos universal compartido, al menos a nivel de aspiración, por la mayor parte de la humanidad. Estos derechos han sido ratificados prácticamente por todos los Estados del mundo. El concilio Vaticano II, en la declaración Dignitatis humanae, así como mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, reafirmaron con vigor que el derecho a la vida y el derecho a la libertad de conciencia y de religión han de ocupar el centro de los derechos que brotan de la naturaleza humana misma.

Estrictamente hablando, estos derechos humanos no son verdades de fe, aunque pueden descubrirse, y de hecho adquieren plena luz, en el mensaje de Cristo que "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre" (Gaudium et spes GS 22). Estos derechos reciben una confirmación ulterior desde la fe. Con todo, es evidente que los hombres y las mujeres, viviendo y actuando en el mundo físico como seres espirituales, perciben la presencia penetrante de un logos que les permite distinguir no sólo entre lo verdadero y lo falso, sino también entre el bien y el mal, entre lo mejor y lo peor, entre la justicia y la injusticia.

Esta capacidad de discernir, esta actuación radical, permite a toda persona descubrir la "ley natural", que no es sino una participación en la ley eterna: "unde... lex naturalis nihil aliud est quam participatio legis aeternae in rationali creatura" (santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II 91,2). La ley natural es una guía universal que todos pueden reconocer y sobre esta base todos pueden comprenderse y amarse recíprocamente. Por tanto, los derechos humanos, en última instancia, están enraizados en una participación de Dios, que ha creado a toda persona humana con inteligencia y libertad. Si se ignora esta sólida base ética y política, los derechos humanos se debilitan, pues quedan privados de su fundamento.

La acción de la Iglesia en la promoción de los derechos humanos se apoya, por consiguiente, en la reflexión racional, de modo que estos derechos se pueden presentar a toda persona de buena voluntad, independientemente de su afiliación religiosa. Sin embargo, como he observado en mis encíclicas, por una parte, la razón humana debe ser constantemente purificada por la fe, porque corre siempre el peligro de cierta ceguera ética causada por las pasiones desordenadas y por el pecado; y, por otra, dado que cada generación y cada persona debe volver a apropiarse de los derechos humanos y la libertad humana —que procede por elecciones libres— siempre es frágil, la persona humana necesita la esperanza incondicional y el amor, que sólo pueden encontrarse en Dios y que llevan a participar en la justicia y la generosidad de Dios a los demás (cf. Deus caritas est , y Spe salvi ).

Esta perspectiva dirige la atención hacia uno de los problemas sociales más graves de las últimas décadas, como es la conciencia creciente —que ha surgido en parte con la globalización y con la actual crisis económica— de un flagrante contraste entre la atribución equitativa de derechos y el acceso desigual a los medios para lograr esos derechos. Para los cristianos que pedimos regularmente a Dios: "Danos hoy nuestro pan de cada día", es una tragedia vergonzosa que la quinta parte de la humanidad pase aún hambre. Para garantizar un adecuado abastecimiento de alimentos y la protección de recursos vitales como el agua y la energía, todos los líderes internacionales deben colaborar, mostrándose disponibles a trabajar de buena fe, respetando la ley natural y promoviendo la solidaridad y la subsidiariedad con las regiones y los pueblos más necesitados del planeta, como la estrategia más eficaz para eliminar las desigualdades sociales entre países y sociedades, y para aumentar la seguridad global.

Queridos amigos, queridos académicos, a la vez que os exhorto a que en vuestras investigaciones y deliberaciones seáis testigos creíbles y coherentes de la defensa y de la promoción de estos derechos humanos no negociables que se fundan en la ley divina, os imparto de corazón mi bendición apostólica.



Discursos 2009 87