Discursos 2009 124

124 En esta fiesta de Nuestra Señora de Fátima, quiero concluir invocando la intercesión de María, mientras imparto la bendición apostólica a los niños y a todos vosotros. Oremos:

María, Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, Madre del Redentor, nos unimos a las numerosas generaciones que te han llamado "Bendita". Escucha a tus hijos mientras invocamos tu nombre. Tú prometiste a los tres niños de Fátima: "Al final, mi Corazón inmaculado triunfará". Que así suceda. Que el amor triunfe sobre el odio, la solidaridad sobre la división, y la paz sobre toda forma de violencia. Que el amor que tuviste a tu Hijo nos enseñe a amar a Dios con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas y con toda nuestra alma. Que el Todopoderoso nos muestre su misericordia, nos fortalezca con su poder, y nos colme de todo bien (cf.
Lc 1,46-56). Pedimos a tu Hijo Jesús que bendiga a estos niños y a todos los niños que sufren en el mundo. Que reciban la salud del cuerpo, la fuerza de la mente y la paz del alma. Pero, sobre todo, que sepan que son amados con un amor que no conoce confines ni límites: el amor de Cristo, que supera todo conocimiento (cf. Ep 3,19). Amén.



VISITA AL CAMPO DE REFUGIADOS AIDA

Belén

Miércoles 13 de mayo de 2009



Señor presidente;
queridos amigos:

Mi visita de esta tarde al campo de refugiados de Aida me brinda la grata oportunidad de expresar mi solidaridad a todos los palestinos que no tienen vivienda, y anhelan poder volver a sus lugares de origen o vivir permanentemente en una patria propia. Gracias, señor presidente, por su amable saludo. También le doy las gracias a usted, señora Abu Zayd, y a los demás portavoces. A todos los oficiales de la Agencia de las Naciones Unidas para la asistencia y el apoyo, que cuidan de los refugiados, les manifiesto el aprecio que sienten innumerables hombres y mujeres de todo el mundo por la labor que se realiza aquí y en otros campos de la región.

Extiendo mi saludo en particular a los niños y a los profesores de la escuela. Con vuestro compromiso en la educación expresáis esperanza en el futuro. A todos los jóvenes aquí presentes les digo: renovad vuestros esfuerzos a fin de prepararos para el tiempo en que seáis responsables de los asuntos del pueblo palestino en los próximos años. Los padres de familia desempeñan aquí un papel muy importante. A todas las familias presentes en este campo les digo: no dejéis de sostener a vuestros hijos en sus estudios y en el cultivo de sus dones, de forma que no haya escasez de personal bien formado para ocupar en el futuro puestos de responsabilidad en la comunidad palestina.

Sé que muchas de vuestras familias están divididas —a causa del encarcelamiento de miembros de la familia o de restricciones a la libertad de movimiento— y que muchos de vosotros habéis experimentado pérdidas durante las hostilidades. Mi corazón acompaña a todos los que sufren por esa razón. Tened la seguridad de que recuerdo constantemente en mis oraciones a todos los prófugos palestinos en el mundo, especialmente a los que han perdido su casa o a personas queridas durante el reciente conflicto de Gaza.

Me complace constatar el excelente trabajo que han realizado muchas agencias de la Iglesia al cuidar de los refugiados aquí y en otras partes de los Territorios palestinos. La Misión pontificia para Palestina, fundada hace aproximadamente sesenta años para coordinar la asistencia humanitaria católica a los refugiados, prosigue su obra tan necesaria en colaboración con otras organizaciones similares. En este campo la presencia de las religiosas Franciscanas Misioneras del Corazón Inmaculado de María recuerda la figura carismática de san Francisco, el gran apóstol de paz y de reconciliación. A este respecto, quiero expresar mi aprecio en particular por la inmensa contribución que han dado diversos miembros de la familia franciscana cuidando de la gente de estas tierras, convirtiéndose en "instrumentos de paz", según la conocida expresión atribuida al santo de Asís.

Instrumentos de paz. ¡Cuánto anhelan la paz las personas de este campo, de estos Territorios y de toda la región! En estos días ese deseo asume una intensidad particular al recordar los sucesos de mayo de 1948 y los años de conflicto, aún sin resolver, que siguieron a esos acontecimientos. Vosotros ahora vivís en condiciones precarias y difíciles, con escasas oportunidades de empleo. Es comprensible que a menudo sintáis frustración. Vuestras legítimas aspiraciones a una patria permanente, a un Estado palestino independiente, siguen sin hacerse realidad. Y vosotros, al contrario, os sentís atrapados, como muchos en esta región y en el mundo, en una espiral de violencia, de ataques y contraataques, de represalias y de destrucción continua. Todo el mundo desea fuertemente que se rompa esa espiral, anhela que la paz ponga fin a las hostilidades perennes. Mientras nos encontramos aquí reunidos esta tarde, se yergue sobre nosotros un duro testimonio del punto muerto en el que parecen hallarse los contactos entre israelíes y palestinos: el muro.

125 En un mundo en que se van abriendo cada vez más las fronteras —para el comercio, para viajar, para la movilidad de la gente, para intercambios culturales— es trágico ver que todavía se siguen construyendo muros. ¡Cuánto aspiramos a ver los frutos de la tarea, mucho más difícil, de edificar la paz! ¡Cuán ardientemente oramos para que cesen las hostilidades que han causado la erección de este muro!

A los dos lados del muro se necesita una gran valentía para superar el miedo y la desconfianza, para superar el deseo de venganza por pérdidas o heridas. Hace falta magnanimidad para buscar la reconciliación después de años de enfrentamientos armados. Y, sin embargo, la historia nos enseña que la paz llega solamente cuando las partes en conflicto están dispuestas a ir más allá de las recriminaciones y a colaborar para fines comunes, tomando en serio los intereses y las preocupaciones de los demás y tratando de crear un clima de confianza. Debe haber voluntad de poner en marcha iniciativas fuertes y creativas para la reconciliación: si cada uno insiste en concesiones preliminares por parte del otro, el resultado será sólo el estancamiento de las negociaciones.

La ayuda humanitaria, como la que se presta en este campo, desempeña un papel esencial, pero la solución a largo plazo a un conflicto como este sólo puede ser política. Nadie espera que los pueblos palestino e israelí lleguen a ella por sí solos. Es vital el apoyo de la comunidad internacional. Por eso, renuevo mi llamamiento a todas las partes implicadas para que ejerzan su influencia en favor de una solución justa y duradera, respetando las legítimas exigencias de todas las partes y reconociendo su derecho a vivir en paz y con dignidad, según el derecho internacional.

Con todo, al mismo tiempo, los esfuerzos diplomáticos sólo podrán tener éxito si los mismos palestinos e israelíes están dispuestos a romper con el ciclo de las agresiones. Me vienen a la mente estas otras espléndidas palabras atribuidas a san Francisco: "Que donde hay odio, ponga yo amor; que donde hay ofensa, ponga yo perdón...; que donde hay tinieblas, ponga vuestra luz; que donde hay tristeza, ponga yo alegría".

A cada uno de vosotros renuevo la invitación a un profundo compromiso de cultivar la paz y la no violencia, siguiendo el ejemplo de san Francisco y de otros grandes constructores de paz. La paz debe comenzar en el propio hogar, en la propia familia, en el propio corazón. Sigo rezando para que todas las partes en conflicto en esta tierra tengan la valentía y la imaginación de avanzar por el camino exigente pero indispensable de la reconciliación. Que la paz florezca una vez más en estas tierras. Que Dios bendiga a su pueblo con la paz.



CEREMONIA DE DESPEDIDA DE LOS TERRITORIOS PALESTINOS

Patio del Palacio Presidencial - Belén

Miércoles 13 de mayo de 2009



Señor presidente;
queridos amigos:

Os agradezco la gran cordialidad que me habéis mostrado en este día que he pasado en vuestra compañía aquí en los Territorios palestinos. Doy las gracias al presidente, señor Mahmoud Abbas, por su hospitalidad y sus amables palabras. Me conmovió profundamente escuchar los testimonios de los residentes que nos han hablado de las condiciones de vida aquí en la zona oeste y en Gaza. Os aseguro a todos que os llevo en mi corazón y anhelo ver la paz y la reconciliación en estas tierras atormentadas.

Ha sido realmente un día muy memorable. Desde que llegué a Belén esta mañana, tuve la alegría de celebrar la misa con una gran multitud de fieles en el lugar donde nació Jesucristo, luz de las naciones y esperanza del mundo. Constaté la solicitud con que se atiende a los niños de hoy en el Hospital infantil de Cáritas. Con angustia vi la situación de los refugiados que, como la Sagrada Familia, se han visto obligados a abandonar sus hogares. Y vi el muro que, bordeando el campo y ocultando gran parte de Belén, se introduce en vuestros territorios, separando a los vecinos y dividiendo a las familias.

126 Los muros se pueden construir fácilmente; pero todos sabemos que no duran para siempre. Pueden ser derribados. Sin embargo, ante todo es necesario remover los muros que construimos en torno a nuestro corazón, las barreras que levantamos contra nuestro prójimo. Precisamente por eso, en mis palabras conclusivas, quiero hacer un nuevo llamamiento a la apertura y a la generosidad de espíritu, para que se ponga fin a la intolerancia y a la exclusión. Por más intratable y profundamente arraigado que pueda parecer un conflicto, siempre hay motivos para esperar que pueda resolverse, que al final den fruto los esfuerzos pacientes y perseverantes de los que trabajan por la paz y la reconciliación. Mi vivo deseo para vosotros, pueblo de Palestina, es que eso suceda pronto, y que finalmente podáis gozar de la paz, la libertad y la estabilidad que os ha faltado durante tanto tiempo.

Os aseguro que seguiré aprovechando toda oportunidad para exhortar a los que están implicados en las negociaciones de paz a buscar una solución justa que respete las legítimas aspiraciones de israelíes y palestinos. Como paso importante en esta dirección, la Santa Sede desea establecer pronto, en unión con la Autoridad palestina, la Comisión bilateral de trabajo permanente, que se programó en el Acuerdo de base, firmado en el Vaticano el 15 de febrero de 2000 (cf. Acuerdo de base entre la Santa Sede y la Organización para la liberación de Palestina, art. 9).

Señor presidente; queridos amigos, una vez más os doy las gracias y os encomiendo a todos a la protección del Todopoderoso. Que Dios ponga su mirada de amor sobre cada uno de vosotros, sobre vuestras familias y sobre todos vuestros seres queridos; y que bendiga al pueblo palestino con la paz.



SALUDO A LOS LÍDERES RELIGIOSOS DE GALILEA

Auditorio del Santuario de la Anunciación - Nazaret

Jueves 14 de mayo de 2009



Queridos amigos:

A la vez que agradezco las palabras de bienvenida del obispo Giacinto-Boulos Marcuzzo y su afectuosa acogida, saludo cordialmente a los líderes de las diversas comunidades presentes: cristianos, musulmanes, judíos, drusos y otras comunidades religiosas.

Considero una particular bendición el poder visitar esta ciudad, venerada por los cristianos como el lugar donde el ángel anunció a la Virgen María que concebiría por obra del Espíritu Santo. Aquí también José, su prometido, vio ensueños al ángel, el cual le indicó que pusiera al niño por nombre "Jesús". Después de los maravillosos acontecimientos que rodearon su nacimiento, el niño fue traído a esta ciudad por José y María, y aquí "creció y se fortaleció, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba en él" (Lc 2,40).

La convicción de que el mundo es un don de Dios y que Dios ha entrado en las vicisitudes y en los acontecimientos de la historia humana, es la perspectiva desde la cual los cristianos ven que la creación tiene una razón y un fin. Lejos de ser el resultado de una ciega casualidad, el mundo ha sido querido por Dios, y revela su glorioso esplendor.

En el corazón de toda tradición religiosa se encuentra la convicción de que la paz misma es un don de Dios, aunque no se pueda alcanzar sin esfuerzo humano. Una paz duradera proviene del reconocimiento de que el mundo, en definitiva, no es propiedad nuestra, sino más bien el horizonte en el cual hemos sido invitados a participar del amor de Dios y a cooperar para guiar el mundo y la historia bajo su inspiración. No podemos hacer con el mundo lo que nos place; por el contrario, estamos llamados a conformar nuestras decisiones con las sutiles pero perceptibles leyes escritas por el Creador en el universo, y a modelar nuestras acciones según la bondad divina que penetra el reino de lo creado.

En Galilea, tierra conocida por su heterogeneidad étnica y religiosa, habita un pueblo que conoce bien los esfuerzos necesarios para vivir en convivencia armónica. Nuestras diferentes tradiciones religiosas encierran un potencial notable para promover una cultura de paz, especialmente a través de la enseñanza y la predicación de los valores espirituales más profundos de nuestra humanidad común. Moldeando los corazones de los jóvenes, forjamos el futuro de la humanidad. De buen grado los cristianos se unen a los judíos, a los musulmanes, a los drusos y a las personas de otras religiones con el deseo de salvaguardar a los niños del fanatismo y de la violencia, preparándolos a ser los constructores de un mundo mejor.

127 Queridos amigos míos, sé que acogéis con alegría y con el saludo de la paz a los numerosos peregrinos que llegan a Galilea. Os invito a seguir practicando el respeto recíproco, mientras os esforzáis por aliviar las tensiones concernientes a los lugares de culto, garantizando así un ambiente sereno para la oración y la meditación, aquí y en toda Galilea. Al representar a diferentes tradiciones religiosas, compartís el deseo de contribuir a mejorar la sociedad y a testimoniar así los valores religiosos y espirituales que ayuden a sustentar la vida pública. Os aseguro que la Iglesia católica también está comprometida en esta noble empresa. Cooperando con hombres y mujeres de buena voluntad, buscará asegurar que la luz de la verdad, la paz y la bondad siga resplandeciendo desde Galilea, y guíe a las personas del mundo entero a buscar todo lo que promueva la unidad de la familia humana. Que Dios os bendiga a todos.



ENCUENTRO ECUMÉNICO

Sala del Trono de la Sede del Patriarcado Greco-Ortodoxo, Jerusalén

Viernes 15 de mayo de 2009



Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Con profunda gratitud y alegría realizo esta visita al Patriarcado greco-ortodoxo de Jerusalén, un momento que anhelaba desde hace mucho tiempo. Agradezco a Su Beatitud el Patriarca Teófilo iii sus amables palabras de saludo fraterno, a las que correspondo con afecto. Os expreso a todos mi viva gratitud por haberme brindado esta oportunidad de encontrarme una vez más con los numerosos líderes de Iglesias y comunidades eclesiales presentes.

Esta mañana mi pensamiento va a los históricos encuentros que tuvieron lugar aquí, en Jerusalén, entre mi predecesor el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras I, y entre el Papa Juan Pablo II y Su Beatitud el Patriarca Diodoros. Estos encuentros, incluyendo esta visita mía, son de gran significado simbólico. Recuerdan que la luz de Oriente (cf. Is 60,1 Ap 21,10) ha iluminado el mundo entero desde el momento mismo en que un "sol que surge" vino a visitarnos (Lc 1,78) y nos recuerdan también que desde aquí el Evangelio se predicó a todas las naciones.

Estando en este santo lugar, al lado de la Iglesia del Santo Sepulcro, que es el sitio donde nuestro Señor crucificado resucitó de entre los muertos por la humanidad entera, y cerca del Cenáculo, donde el día de Pentecostés "se encontraban todos juntos en el mismo lugar" (Ac 2,1), ¿cómo no sentirnos impulsados a poner toda nuestra buena voluntad, nuestra sana doctrina y nuestro deseo espiritual en nuestro compromiso ecuménico? Elevo mi oración para que este encuentro dé nuevo impulso a los trabajos de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, añadiéndose a los recientes frutos de documentos de estudio y otras iniciativas conjuntas.

Una alegría particular para nuestras Iglesias fue la participación del Patriarca ecuménico de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, en el reciente Sínodo de los obispos en Roma dedicado al tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". La cordial acogida que recibió y su conmovedora intervención fueron expresiones sinceras de la profunda alegría espiritual que brota de la constatación de la amplitud con que la comunión está ya presente entre nuestras Iglesias. Esa experiencia ecuménica testimonia claramente el vínculo entre la unidad de la Iglesia y su misión.

Al extender sus brazos en la cruz, Jesús reveló la plenitud de su deseo de atraer a todos a sí, reuniéndolos en uno (cf. Jn 12,32). Derramando su Espíritu sobre nosotros, reveló su poder de capacitarnos para participar en su misión de reconciliación (cf. Jn 19,30 Jn 20,22-23). En ese soplo, mediante la redención que une, está nuestra misión. Por eso, no debe sorprender que sea precisamente en nuestro ardiente deseo de llevar a Cristo a los demás, de dar a conocer su mensaje de reconciliación (cf. 2Co 5,19), como experimentamos la vergüenza de nuestra división. Sin embargo, enviados al mundo (cf. Jn 20,21), robustecidos con la fuerza unificadora del Espíritu Santo (cf. Jn 20,22), anunciando la reconciliación que lleva a todos a creer que Jesús es el Hijo de Dios (cf. Jn 20,31), debemos encontrar la fuerza para redoblar nuestros esfuerzos a fin de perfeccionar nuestra comunión, hacerla completa, y dar un testimonio común del amor del Padre, que envía a su Hijo para que el mundo conozca el amor que nos tiene (cf. Jn 17,23).

Hace cerca de dos mil años, por estos mismos caminos, un grupo de griegos pidió a Felipe: "Señor, queremos ver a Jesús" (Jn 12,21). Es una petición que se nos hace a nosotros hoy de nuevo, aquí en Jerusalén, en Tierra Santa, en esta región y en todo el mundo. ¿Cómo debemos responder? ¿Nuestra respuesta es escuchada? San Pablo nos advierte de la importancia de nuestra respuesta, de nuestra misión de enseñar y predicar. Dice: "La fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo" (Rm 10,17). Por eso, es urgente que los líderes cristianos y sus comunidades den un fuerte testimonio de lo que proclama nuestra fe: la Palabra eterna, que entró en el espacio y en el tiempo en esta tierra, Jesús de Nazaret, que caminó por estos caminos, llama mediante sus palabras y sus actos a personas de toda edad a su vida de verdad y de amor.

Queridos amigos, a la vez que os aliento a proclamar con alegría al Señor resucitado, deseo reconocer la labor que han realizado con este fin los líderes de las comunidades cristianas, que se reúnen regularmente en esta ciudad. Me parece que el mayor servicio que pueden prestar los cristianos de Jerusalén a sus propios ciudadanos es criar y educar a una nueva generación de cristianos bien formados y comprometidos, que tengan un deseo ardiente de contribuir generosamente a la vida religiosa y civil de esta ciudad única y santa.

128 La prioridad fundamental de todo líder cristiano es alimentar la fe de las personas y de las familias encomendadas a su solicitud pastoral. Esta preocupación pastoral común hará que vuestros encuentros regulares estén marcados por la sabiduría y la caridad fraterna necesarias para sosteneros mutuamente y para afrontar tanto las alegrías como las dificultades particulares que marcan la vida de vuestro pueblo.

Pido a Dios que se comprenda que las aspiraciones de los cristianos de Jerusalén están en sintonía con las aspiraciones de todos sus habitantes, cualquiera que sea su religión: una vida de libertad religiosa y convivencia pacífica y —en particular para las generaciones jóvenes— libre acceso a la educación y al empleo, la perspectiva de una vivienda conveniente y de una residencia familiar, y la posibilidad de beneficiarse de una situación de estabilidad económica y de contribuir a ella.

Beatitud, le agradezco una vez más su amabilidad al haberme invitado aquí, juntamente con los demás huéspedes. Sobre cada uno de vosotros y sobre las comunidades que representáis invoco la abundancia de las bendiciones divinas de fortaleza y sabiduría. Que a todos os conforte la esperanza de Cristo, que no defrauda.


VISITA AL SANTO SEPULCRO

Jerusalén

Viernes 15 de mayo de 2009



Queridos amigos en Cristo:

El himno de alabanza que acabamos de cantar nos une a los ejércitos de los ángeles y a la Iglesia de todo tiempo y lugar —"el glorioso coro de los apóstoles, la multitud admirable de los profetas y el blanco ejército de los mártires"— mientras damos gloria a Dios por la obra de nuestra redención, realizada en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ante este Santo Sepulcro, donde el Señor "venció el aguijón de la muerte, abriendo a los creyentes el reino de los cielos", os saludo a todos en el gozo del tiempo pascual. Agradezco al patriarca Fouad Twal y al custodio, padre Pierbattista Pizzaballa, sus amables palabras de bienvenida. Asimismo, deseo expresar mi aprecio por la acogida que me han dispensado los jerarcas de la Iglesia ortodoxa griega y de la Iglesia armenia apostólica. Agradezco la presencia de representantes de las otras comunidades cristianas de Tierra Santa. Saludo al cardenal John Foley, gran maestre de la Orden ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén y también a los caballeros y las damas de la Orden aquí presentes, agradeciendo su constante compromiso de sostener la misión de la Iglesia en estas tierras santificadas por la presencia terrena del Señor.

El evangelio de san Juan nos ha presentado una sugerente narración de la visita de Pedro y del discípulo amado a la tumba vacía la mañana de Pascua. Hoy, a distancia de casi veinte siglos, el Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, se encuentra frente a la misma tumba vacía y contempla el misterio de la Resurrección. Siguiendo las huellas del Apóstol, deseo proclamar una vez más, ante los hombres y mujeres de nuestro tiempo, la firme fe de la Iglesia en que Jesucristo "fue crucificado, murió y fue sepultado", y en que "al tercer día resucitó de entre los muertos". Exaltado a la derecha del Padre, nos envió su Espíritu para el perdón de los pecados. Fuera de él, a quien Dios constituyó Señor y Cristo, "no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Ac 4,12).

Al encontrarnos en este santo lugar y considerando ese asombroso acontecimiento, no podemos menos de sentirnos con el "corazón conmovido" (Ac 2,37) como los primeros que escucharon la predicación de Pedro en el día de Pentecostés. Aquí Cristo murió y resucitó, para no morir nunca más. Aquí la historia de la humanidad cambió definitivamente. El largo dominio del pecado y de la muerte fue destruido por el triunfo de la obediencia y de la vida; el madero de la cruz revela la verdad sobre el bien y el mal; el juicio de Dios sobre este mundo se pronunció y la gracia del Espíritu Santo se derramó sobre toda la humanidad. Aquí Cristo, el nuevo Adán, nos enseñó que el mal nunca tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro, y el futuro de la humanidad, está en las manos de un Dios providente y fiel.

La tumba vacía nos habla de esperanza, una esperanza que no defrauda porque es don del Espíritu que da vida (cf. Rm 5,5). Este es el mensaje que hoy deseo dejaros, al concluir mi peregrinación a Tierra Santa. Que la esperanza resurja nuevamente, por la gracia de Dios, en el corazón de cada persona que vive en estas tierras. Que arraigue en vuestro corazón, permanezca en vuestras familias y comunidades, e inspire a cada uno de vosotros un testimonio cada vez más fiel del Príncipe de la paz.

La Iglesia en Tierra Santa, que con tanta frecuencia ha experimentado el oscuro misterio del Gólgota, nunca debe dejar de ser un heraldo intrépido del luminoso mensaje de esperanza que proclama esta tumba vacía. El Evangelio nos asegura que Dios puede hacer nuevas todas las cosas, que la historia no se repite necesariamente, que se puede purificar la memoria, que se pueden superar los frutos amargos de la recriminación y la hostilidad, y que un futuro de justicia, paz, prosperidad y colaboración puede surgir para cada hombre y mujer, para toda la familia humana, y de manera especial para el pueblo que vive en esta tierra, tan amada por el corazón del Salvador.

129 Este antiguo Memorial de la Anástasis es un testigo mudo tanto del peso de nuestro pasado, con sus fallos, incomprensiones y conflictos, como de la promesa gloriosa que sigue irradiando desde la tumba vacía de Cristo. Este lugar santo, donde el poder de Dios se reveló en la debilidad, y los sufrimientos humanos fueron transfigurados por la gloria divina, nos invita a mirar una vez más con los ojos de la fe el rostro del Señor crucificado y resucitado. Al contemplar su carne glorificada, completamente transfigurada por el Espíritu, llegamos a comprender más plenamente que también ahora, mediante el Bautismo, llevamos "siempre en nuestro cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2Co 4,10-11).

También ahora la gracia de la Resurrección está actuando en nosotros. Que la contemplación de este misterio estimule nuestros esfuerzos, como individuos y como miembros de la comunidad eclesial, por crecer en la vida del Espíritu mediante la conversión, la penitencia y la oración. Que nos ayude a superar, con la fuerza de ese mismo Espíritu, todo conflicto y tensión nacidos de la carne, y a remover todo obstáculo, por dentro y por fuera, que impida nuestro testimonio común de Cristo y la fuerza reconciliadora de su amor.

Con estas palabras de aliento, queridos amigos, concluyo mi peregrinación a los santos lugares de nuestra redención y renacimiento en Cristo. Rezo para que la Iglesia en Tierra Santa obtenga siempre nueva fuerza de la contemplación de la tumba vacía del Redentor. En esta tumba está llamada a sepultar todas sus ansiedades y temores, para resurgir nuevamente cada día y proseguir su viaje por los caminos de Jerusalén, de Galilea y más allá, proclamando el triunfo del perdón de Cristo y la promesa de vida nueva. Como cristianos, sabemos que la paz que anhela esta tierra lacerada por los conflictos tiene un nombre: Jesucristo. "Él es nuestra paz", que nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo mediante la cruz, poniendo fin a la enemistad (cf. Ep 2,14). Así pues, pongamos en sus manos toda nuestra esperanza en el futuro, como él en la hora de las tinieblas puso su espíritu en las manos del Padre.

Permitidme concluir con unas palabras de aliento fraterno en particular a mis hermanos obispos y sacerdotes, así como a los religiosos y a las religiosas que están al servicio de la amada Iglesia en Tierra Santa. Aquí, ante la tumba vacía, en el corazón mismo de la Iglesia, os invito a renovar el entusiasmo de vuestra consagración a Cristo y vuestro compromiso en el amoroso servicio a su Cuerpo místico. Tenéis el inmenso privilegio de dar testimonio de Cristo en esta tierra, que él ha santificado con su presencia terrena y su ministerio. Con caridad pastoral ayudáis a vuestros hermanos y hermanas, y a todos los habitantes de esta tierra, a sentir la presencia del Resucitado que sana y su amor que reconcilia.

Jesús nos pide a cada uno que seamos testigos de unidad y paz para todos aquellos que viven en esta ciudad de la paz. Como nuevo Adán, Cristo es la fuente de la unidad a la que está llamada toda la familia humana, la unidad de la que la Iglesia es signo y sacramento. Como Cordero de Dios, él es la fuente de la reconciliación, que es al mismo tiempo don de Dios y deber sagrado que se nos ha confiado. Como Príncipe de la paz, él es el manantial de esa paz que supera todo entendimiento, la paz de la nueva Jerusalén. Que él os sostenga en vuestras pruebas, os consuele en vuestras aflicciones y os confirme en vuestros esfuerzos por anunciar y extender su reino.

A todos vosotros y a las personas a cuyo servicio estáis, imparto cordialmente mi bendición apostólica, como prenda del gozo y de la paz de la Pascua.


VISITA A LA IGLESIA PATRIARCAL ARMENIO-APOSTÓLICA DE SANTIAGO

Jerusalén

Viernes 15 de mayo de 2009



Beatitud:

Lo saludo con afecto fraterno en el Señor, y le aseguro mis mejores deseos, y mi oración, por su salud y por su ministerio. Me alegra tener la oportunidad de visitar esta iglesia catedral de Santiago en el corazón del antiguo barrio armenio de Jerusalén, y de encontrarme con el distinguido clero del Patriarcado, así como con los miembros de la comunidad armenia de la ciudad santa.

Nuestro encuentro de hoy, caracterizado por un clima de cordialidad y amistad, es un paso más en el camino hacia la unidad que el Señor desea para todos sus discípulos. En los últimos decenios hemos experimentado, por gracia de Dios, un progreso significativo en las relaciones entre la Iglesia católica y la Iglesia apostólica armenia. Considero una gran bendición haberme encontrado el año pasado con el Patriarca supremo y Catholicós de todos los armenios Karekin II y con el Catholicós de Cilicia Aram I. La visita de ambos a la Santa Sede, y los momentos de oración que compartimos, nos fortalecieron en la amistad y confirmaron nuestro compromiso por la santa causa de la promoción de la unidad de los cristianos.

130 Con espíritu de gratitud al Señor, también deseo expresar mi aprecio por el decidido compromiso de la Iglesia apostólica armenia de proseguir el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales. Este diálogo, sostenido por la oración, ha hecho progresos al superar el peso de malentendidos pasados, y ofrece muchas promesas con vistas al futuro.

Un signo particular de esperanza es el documento reciente sobre la naturaleza y la misión de la Iglesia, preparado por la Comisión mixta y presentado a las Iglesias para que lo estudien y valoren. Encomendemos juntos una vez más el trabajo de la Comisión mixta al Espíritu de sabiduría y verdad, para que dé frutos abundantes con vistas al crecimiento de la unidad de los cristianos y para que avance la difusión del Evangelio entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Ya desde los primeros siglos cristianos, la comunidad armenia de Jerusalén ha tenido una ilustre historia, marcada entre otras cosas por un florecimiento extraordinario de vida y cultura monástica unida a los santos lugares y a las tradiciones litúrgicas que se desarrollaron en torno a ellos. Esta venerable iglesia catedral, juntamente con el patriarcado y las diversas instituciones educativas y culturales vinculadas a él, testifica esa larga y distinguida historia.

Rezo para que vuestra comunidad saque constantemente nueva vida de estas ricas tradiciones y se confirme en su testimonio fiel de Jesucristo y en el poder de su resurrección (cf.
Ph 3,10) en esta ciudad santa. Asimismo, aseguro a las familias presentes, y en particular a los niños y a los jóvenes, un recuerdo especial en mis oraciones.

Queridos amigos, por mi parte, os pido que oréis conmigo para que todos los cristianos de Tierra Santa colaboren con generosidad y celo en el anuncio del Evangelio de nuestra reconciliación en Cristo, y la llegada de su reino de santidad, justicia y paz.

Beatitud, le agradezco una vez más su amable bienvenida e invoco cordialmente abundantes bendiciones de Dios sobre usted y sobre todos los sacerdotes y los fieles de la Iglesia apostólica armenia en Tierra Santa. Que la alegría y la paz de Cristo resucitado estén siempre con vosotros.



Discursos 2009 124