Discursos 2009 130

CEREMONIA DE DESPEDIDA

Aeropuerto Internacional Ben Gurión de Tel Aviv

Viernes 15 de mayo de 2009



Señor presidente;
señor primer ministro;
excelencias;
131 señoras y señores:

Al disponerme a regresar a Roma, quiero compartir con vosotros algunas de las fuertes impresiones que me ha dejado mi peregrinación a Tierra Santa. He mantenido fecundas conversaciones con las autoridades civiles tanto en Israel como en los Territorios palestinos, y he sido testigo de los grandes esfuerzos que ambos gobiernos están haciendo para asegurar el bienestar de las personas. He mantenido encuentros con los líderes de la Iglesia católica en Tierra Santa, y me alegra ver la manera en que están colaborando en su solicitud por el rebaño del Señor. Además, he tenido la oportunidad de encontrarme con los líderes de varias Iglesias cristianas y comunidades eclesiales, así como con los líderes de otras religiones en Tierra Santa. Esta tierra es realmente un terreno fértil para el ecumenismo y el diálogo interreligioso, y rezo para que la gran variedad de testigos religiosos en la región traiga como fruto un creciente entendimiento y respeto mutuo.

Señor presidente, usted y yo plantamos un olivo en su residencia el día que llegué a Israel. El olivo, como usted sabe, es una imagen que utiliza san Pablo para describir las relaciones muy estrechas entre los cristianos y los judíos. En su carta a los Romanos, san Pablo describe cómo la Iglesia de los gentiles es como un brote de olivo silvestre, injertado en el olivo cultivado, que es el pueblo de la Alianza (cf.
Rm 11,17-24). Nos alimentan las mismas raíces espirituales. Nos encontramos como hermanos, hermanos que en algunos momentos de nuestra historia han tenido relaciones tensas, pero que ahora están firmemente comprometidos en la construcción de puentes de amistad duradera.

A la ceremonia en el palacio presidencial le siguió uno de los momentos más solemnes de mi estancia en Israel: mi visita al Memorial de Yad Vashem, para rendir homenaje a las víctimas del Holocausto. Allí también me encontré con algunos de los supervivientes. Esos encuentros, profundamente conmovedores, me recordaron mi visita de hace tres años al campo de exterminio de Auschwitz, donde muchos judíos —madres y padres, esposos y esposas, hijos e hijas, hermanos y hermanas, amigos— fueron brutalmente exterminados bajo un régimen sin Dios que propagaba una ideología de antisemitismo y odio. Nunca se debe olvidar o negar ese espantoso capítulo de la historia. Por el contrario, aquellos oscuros recuerdos deberían reforzar nuestra determinación de acercarnos aún más los unos a los otros, como ramas del mismo olivo, alimentados por las mismas raíces y unidos por el amor fraterno.

Señor presidente, le doy las gracias por su cordial hospitalidad, que aprecio mucho, y deseo que quede constancia de que vine a visitar este país como amigo de los israelíes, así como soy amigo del pueblo palestino. A los amigos les gusta pasar tiempo en compañía recíproca y se afligen profundamente al ver que el otro sufre. Ningún amigo de los israelíes y de los palestinos puede dejar de entristecerse por la tensión continua entre vuestros dos pueblos. Ningún amigo puede dejar de llorar por el sufrimiento y la pérdida de vidas humanas que ambos pueblos han sufrido en las últimas seis décadas.

Permítame hacer este llamamiento a todas las personas de estas tierras: ¡Nunca más derramamiento de sangre! ¡Nunca más enfrentamientos! ¡Nunca más terrorismo! ¡Nunca más guerra! Por el contrario, rompamos el círculo vicioso de la violencia. Que se establezca una paz duradera basada en la justicia; que haya una verdadera reconciliación y curación. Que se reconozca universalmente que el Estado de Israel tiene derecho a existir y a gozar de paz y seguridad en el interior de sus fronteras internacionalmente admitidas. Que se reconozca también que el pueblo palestino tiene derecho a una patria independiente y soberana, a vivir con dignidad y viajar libremente. Que la solución de dos Estados se convierta en realidad y no se quede en un sueño. Y que la paz se difunda desde estas tierras; que sean "luz para las naciones" (Is 42,6), llevando esperanza a muchas otras regiones afectadas por conflictos.

Una de las imágenes más tristes que he visto durante mi visita a estas tierras ha sido el muro. Al pasar a su lado, recé por un futuro en el que los pueblos de Tierra Santa puedan convivir en paz y armonía, sin necesidad de esos instrumentos de seguridad y de separación, sino más bien respetándose y confiando mutuamente, y renunciando a toda forma de violencia y agresión.

Señor presidente, sé lo difícil que será alcanzar ese objetivo. Sé lo difícil que es su tarea, y la de la Autoridad palestina. Pero le aseguro que mis oraciones y las oraciones de los católicos de todo el mundo le acompañan siempre, mientras continúa sus esfuerzos por edificar una paz justa y duradera en esta región.

Sólo me queda dar gracias de todo corazón a todos los que han colaborado de tantas maneras en mi visita. Me siento profundamente agradecido al Gobierno, a los organizadores, a los voluntarios, a los medios de comunicación y a todos los que me han brindado hospitalidad a mí y a los que me han acompañado. Podéis estar seguros de que os recordaré con afecto en mis oraciones. A todos os digo: ¡Gracias y que Dios esté con vosotros! ¡Shalom!



A LOS OBISPOS DE PERÚ EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Sala del Consistorio

Lunes 18 de mayo de 2009



Señor Cardenal,
132 Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Con el corazón lleno de la alegría pascual, don del Señor Resucitado, y como Sucesor de Pedro, os expreso mi cordial bienvenida, a la vez que “en mi acción de gracias a Dios os tengo siempre presentes” (
1Co 1,4). Agradezco a Monseñor Héctor Miguel Cabrejos Vidarte, Arzobispo de Trujillo y Presidente de la Conferencia Episcopal Peruana, las deferentes palabras que me ha dirigido en nombre de todos. En ellas reconozco la caridad y dedicación con que apacentáis vuestras Iglesias particulares.

2. La visita ad limina apostolorum es una ocasión significativa para fortalecer los lazos de comunión con el Romano Pontífice y entre vosotros mismos, sabiendo que en vuestros desvelos pastorales ha de estar siempre presente la unidad de toda la Iglesia, para que vuestras comunidades, como piedras vivas, contribuyan a la edificación de todo el Pueblo de Dios (cf. 1P 2,4-5). En efecto, “los Obispos, como legítimos sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio episcopal, han de ser siempre conscientes de que están unidos entre sí y mostrar su solicitud por todas las Iglesias” (Christus Dominus CD 6). La experiencia nos dice, sin embargo, que esta unidad nunca se ve definitivamente lograda y que se debe construir y perfeccionar incesantemente, sin rendirse ante las dificultades objetivas y subjetivas, con el propósito de mostrar el verdadero rostro de la Iglesia católica, una y única.

También hoy, como a lo largo de toda la historia de la Iglesia, es imprescindible cultivar el espíritu de comunión, valorando las cualidades de cada uno de los hermanos que la divina Providencia ha querido poner a nuestro lado. De esta manera, los distintos miembros del Cuerpo de Cristo logran ayudarse mutuamente para llevar a cabo el quehacer cotidiano (cf 1Co 12,24-26 Ph 2,1-4 Ga 6,2-3). Por eso, es preciso que los Obispos sientan la constante necesidad de mantener vivo y traducir concretamente en la práctica el afecto colegial, puesto que es “una ayuda inapreciable para leer con atención los signos de los tiempos y discernir con claridad lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Pastores gregis ).

3. La unidad auténtica en la Iglesia es siempre fuente inagotable de espíritu evangelizador. En este sentido, sé que estáis acogiendo, en vuestros programas pastorales, el impulso misionero promovido por la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, y especialmente la “Misión continental”, con vistas a que cada fiel aspire a la santidad tratando personalmente con el Señor Jesús, amándolo con perseverancia y conformando la propia vida con los criterios evangélicos, de modo que se creen comunidades eclesiales de intensa vida cristiana. Ciertamente, una Iglesia en misión relativiza sus problemas internos y mira con esperanza e ilusión al porvenir. Se trata de relanzar el espíritu misionero, no por temor al futuro, sino porque la Iglesia es una realidad dinámica y el verdadero discípulo de Jesucristo goza transmitiendo gratuitamente a otros su divina Palabra y compartiendo con ellos el amor que brota de su costado abierto en la cruz (cf. Mt 10,8 Jn 13,34-35 Jn 19,33-34 1Co 9,16). En efecto, cuando la belleza y la verdad de Cristo conquistan nuestros corazones, experimentamos la alegría de ser sus discípulos y asumimos de modo convencido la misión de proclamar su mensaje redentor. A este respecto, os exhorto a convocar a todas las fuerzas vivas de vuestras Diócesis, para que caminen desde Cristo irradiando siempre la luz de su rostro, en particular a los hermanos que, tal vez por sentirse poco valorados o no suficientemente atendidos en sus necesidades espirituales y materiales, buscan en otras experiencias religiosas respuestas a sus inquietudes.

4. Vosotros mismos, queridos Hermanos en el Episcopado, siguiendo el preclaro ejemplo de Santo Toribio de Mogrovejo y de tantos otros Santos Pastores, estáis llamados igualmente a vivir como audaces discípulos y misioneros del Señor. La asidua visita pastoral a las comunidades eclesiales —también a las más alejadas y humildes—, la oración prolongada, la esmerada preparación de la predicación, vuestra paterna atención a los sacerdotes, a las familias, a los jóvenes, a los catequistas y demás agentes de pastoral, son la mejor forma de sembrar en todos el ardiente deseo de ser mensajeros de la Buena Noticia de la salvación, abriéndoos al mismo tiempo las puertas del corazón de aquellos que os rodean, sobre todo de los enfermos y los más necesitados.

5. La Iglesia en vuestra Nación ha contado desde sus inicios con la benéfica presencia de abnegados miembros de la Vida Consagrada. Es de gran importancia que sigáis acompañando y animando fraternalmente a los religiosos y religiosas presentes en vuestras Iglesias particulares, para que, viviendo con fidelidad los consejos evangélicos según el propio carisma, continúen dando un vigoroso testimonio de amor a Dios, de adhesión inquebrantable al Magisterio de la Iglesia y de colaboración solícita con los planes pastorales diocesanos.

6. Pienso ahora, sobre todo, en los peruanos que carecen de trabajo y de adecuadas prestaciones educativas y sanitarias, o en los que viven en los suburbios de las grandes ciudades y en zonas recónditas. Pienso, asimismo, en aquellos que han caído en manos de la drogadicción o la violencia. No podemos desentendernos de estos hermanos nuestros más débiles y queridos por Dios, teniendo siempre presente que la caridad de Cristo nos apremia (cf 2Co 5,14 Rm 12,9 Rm 13,8 Rm 15,1-3).

7. Al concluir este entrañable encuentro, pido al Señor Jesús que os ilumine en vuestro servicio pastoral al Pueblo de Dios. A veces os asaltará el desaliento, pero aquella palabra de Cristo a san Pablo os debe confortar en el ejercicio de vuestra responsabilidad: “Te basta mi gracia. La fuerza se realiza en la debilidad” (2Co 12,9).

Con esta viva esperanza, os ruego que transmitáis mi afectuoso saludo a los Obispos eméritos, a los sacerdotes, diáconos y seminaristas, a las comunidades religiosas y a los fieles del Perú.

Que María Santísima, Nuestra Señora de la Evangelización, os proteja siempre con su amor de Madre. A la vez que invoco su intercesión, y la de todos los santos y santas venerados especialmente entre vosotros, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.


AL SEÑOR GEORGI PARVANOV, PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DE BULGARIA

133

Viernes 22 de mayo de 2009



Señor presidente;
señoras y señores miembros de la delegación gubernamental;
venerados representantes de la Iglesia ortodoxa y de la Iglesia católica:

Me alegra particularmente dirigiros a cada uno mi más cordial saludo en este encuentro que tiene lugar con ocasión de la fiesta anual de san Cirilo y san Metodio. En esta feliz circunstancia deseo renovar mis sentimientos de amistad hacia el amado pueblo búlgaro, cuyas raíces espirituales —como lo atestigua una vez más vuestra visita— se hunden en la predicación de los santos copatronos de Europa. Os saludo a cada uno con deferencia y extiendo estos sentimientos a las autoridades y a todo el pueblo búlgaro, así como a los responsables y a los fieles de la Iglesia ortodoxa y de la Iglesia católica presentes en vuestra amada tierra.

Este encuentro nos brinda la oportunidad de pensar una vez más en la obra evangélica y social realizada por estos dos insignes testigos del Evangelio que fueron san Cirilo y san Metodio. Su herencia espiritual ha marcado la vida de los pueblos eslavos; su ejemplo ha sostenido el testimonio y la fidelidad de innumerables cristianos que, a lo largo de los siglos, han consagrado su existencia a difundir el mensaje de salvación, trabajando al mismo tiempo en la construcción de una sociedad justa y solidaria.

Que su testimonio espiritual siga vivo en vuestra nación, para que también Bulgaria, bebiendo de esta fuente de luz y de esperanza, contribuya eficazmente a construir una Europa que permanezca fiel a sus raíces cristianas. Los valores de solidaridad y justicia, libertad y paz, hoy constantemente reafirmados, adquieren aún más fuerza y solidez en la enseñanza eterna de Cristo, traducida en la vida de sus discípulos de todos los tiempos.

Estos son los sentimientos que deseo expresar a cada uno de vosotros, asegurándoos mi estima y mi cercanía espiritual. Tened también la seguridad de que la Santa Sede no deja de seguir con simpatía el camino de vuestra nación y el compromiso de todos los que trabajan por su bien. De todo corazón invoco la abundancia de las bendiciones divinas sobre cada uno de vosotros.


AL SEÑOR GJEORGE IVANOV,


PRESIDENTE DE LA EX REPÚBLICA YUGOSLAVA DE MACEDONIA

Viernes 22 de mayo de 2009



Señor presidente;
honorables miembros de la delegación;
134 venerados hermanos de la Iglesia ortodoxa y de la Iglesia católica:

También este año me alegra recibiros con ocasión de la fiesta litúrgica de san Cirilo y san Metodio. Me complace que durante vuestra visita para rendir homenaje a los copatronos de Europa hayáis expresado el deseo de encontraros conmigo, una audiencia que ya se ha hecho tradición. Os agradezco este gesto cortés y extiendo a cada uno de vosotros mi sincera bienvenida y mi aprecio por los sentimientos que manifestáis en esta ocasión.

Saludo en particular a las autoridades y a toda la población de la ex República yugoslava de Macedonia. También envío saludos particulares a los fieles y a cuantos tienen responsabilidades pastorales en vuestro país. Aprovecho la ocasión para expresar los sentimientos de estima y amistad que unen a la Santa Sede con el amado pueblo de Macedonia.

La celebración anual de la fiesta de san Cirilo y san Metodio, maestros de la fe y apóstoles de los pueblos eslavos, nos invita a todos los que estamos unidos por la única fe en Jesucristo a contemplar su heroico testimonio evangélico. Al mismo tiempo, tenemos el desafío de preservar el patrimonio de ideales y valores que transmitieron con sus palabras y sus obras. Esta es, de hecho, la contribución más valiosa que los cristianos pueden dar a la construcción de una Europa del tercer milenio, que aspira a un futuro de progreso, justicia y paz para todos.

Vuestra amada patria, marcada por el influjo de estos dos grandes santos, trata de ser cada vez más un lugar de encuentro pacífico y de diálogo entre las numerosas esferas sociales y religiosas del país. Mi esperanza, que renuevo hoy de todo corazón, es que sigáis avanzando por este camino. A la vez que invoco la protección divina sobre las autoridades de vuestra nación, a la que renuevo la cercanía de la Sede apostólica, deseo aseguraros mi estima personal y mi amistad.

Una vez más, extiendo mis mejores y más cordiales deseos a cada uno de vosotros en este día de fiesta y ofrezco fervientes oraciones al Señor tanto por vosotros aquí presentes hoy como por todo el pueblo de Macedonia.



A LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA

Sala de los Papas del palacio apostólico vaticano

Sábado 23 de mayo de 2009



Excelencia;
queridos hermanos sacerdotes:

Para mí es una alegría renovada acogeros y saludaros a todos vosotros, que también este año habéis venido a manifestar al Sucesor de Pedro el testimonio de vuestro afecto y vuestra fidelidad. Saludo al presidente de la Academia eclesiástica pontificia, monseñor Beniamino Stella, y le agradezco las palabras que ha tenido la amabilidad de dirigirme, así como el servicio que realiza con gran esmero. Saludo a sus colaboradores, a las religiosas Franciscanas Misioneras del Niño Jesús, y a todos vosotros, que en estos años de vuestra juventud sacerdotal os estáis preparando para servir a la Iglesia y a su Pastor universal, en un ministerio singular como es precisamente el que se lleva a cabo en las Representaciones pontificias.

135 El servicio en las nunciaturas apostólicas se puede considerar, de alguna manera, como una vocación sacerdotal específica, un ministerio pastoral que conlleva una inserción particular en el mundo y en sus problemáticas a menudo demasiado complejas, de carácter social y político. Por eso, es importante que aprendáis a descifrarlas, sabiendo que el "código", por decirlo así, de análisis y de comprensión de estas dinámicas no puede menos de ser el Evangelio y el Magisterio perenne de la Iglesia.

Es necesario que os forméis en la lectura atenta de las realidades humanas y sociales, a partir de cierta sensibilidad personal, que todo servidor de la Santa Sede debe poseer, y contando con una experiencia específica que es preciso adquirir durante estos años. Además, la capacidad de diálogo con la modernidad que se os pide, así como el contacto con las personas y las instituciones que representan, exigen una robusta estructura interior y una solidez espiritual que permitan salvaguardar, más aún, poner cada vez más de manifiesto vuestra identidad cristiana y sacerdotal. Sólo así podréis evitar que os afecten los efectos negativos de la mentalidad mundana, y no os dejaréis atraer ni contaminar por lógicas demasiado terrenas.

Dado que es el Señor mismo quien os pide que llevéis a cabo en la Iglesia esa misión, a través de la llamada de vuestro obispo que os señala y os pone a disposición de la Santa Sede, es al Señor mismo a quien debéis hacer referencia siempre y sobre todo. En los momentos de oscuridad y de dificultad interior, dirigid vuestra mirada hacia Cristo, que un día os miró con amor y os llamó a estar con él y a ocuparos de su reino, siguiéndolo a él.

Recordad siempre que para el ministerio sacerdotal, cualquiera que sea el modo como se ejerza, es esencial y fundamental mantener una relación personal con Jesús. Él quiere que seamos sus "amigos", amigos que busquen su intimidad, que sigan sus enseñanzas y se comprometan a hacer que todos lo conozcan y lo amen. El Señor quiere que seamos santos, es decir, totalmente "suyos", sin preocuparnos de construirnos una carrera humanamente interesante o cómoda, sin buscar el aplauso y la aprobación de la gente, sino completamente entregados al bien de las almas, dispuestos a cumplir a fondo nuestro deber, conscientes de que somos "siervos inútiles", y alegres de poder dar nuestra pobre aportación a la difusión del Evangelio.

Queridos sacerdotes, sed, en primer lugar, hombres de intensa oración, cultivando una comunión de amor y de vida con el Señor. Sin esta sólida base espiritual, ¿cómo podríais perseverar en vuestro ministerio? Quien trabaja así en la viña del Señor, sabe que lo que se realiza con esmero, con sacrificio y con amor, nunca se pierde. Y si a veces nos toca saborear el cáliz de la soledad, la incomprensión y el sufrimiento; si el servicio en ocasiones nos resulta pesado y la cruz a veces dura de llevar, nos ha de sostener y confortar la certeza de que Dios sabe hacer fecundo todo.

Sabemos que la dimensión de la cruz, bien simbolizada en la parábola del grano de trigo que, sepultado en la tierra, muere para dar fruto —imagen que usó Jesús poco antes de su pasión—, es parte esencial de la vida de todo hombre y de toda misión apostólica. En cualquier situación debemos dar el testimonio gozoso de nuestra adhesión al Evangelio, aceptando la invitación del apóstol san Pablo a gloriarnos únicamente de la cruz de Cristo, con la única ambición de completar en nosotros mismos lo que falta a la pasión del Señor, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf.
Col 1,24).

Una ocasión muy propicia para renovar y reforzar vuestra respuesta generosa a la llamada del Señor, para intensificar vuestra relación con él, es el Año sacerdotal, que comenzará el próximo día 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada de santificación sacerdotal. Aprovechad al máximo esta oportunidad para ser sacerdotes según el Corazón de Cristo, como san Juan María Vianney, el santo cura de Ars, de cuya muerte nos disponemos a celebrar el 150° aniversario. A su intercesión y a la de san Antonio Abad, patrono de la Academia, encomiendo estos deseos y auspicios.

Que vele maternal sobre vosotros y os proteja María, Madre de la Iglesia. Por lo que a mí respecta, a la vez que os agradezco vuestra visita, os aseguro mi recuerdo especial en la oración, e imparto de corazón la bendición apostólica a cada uno de vosotros, a las reverendas religiosas, al personal de la casa y a todos vuestros seres queridos.



DURANTE LA INAUGURACIÓN DE LA ASAMBLEA ECLESIAL DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Basílica papal de San Juan de Letrán

Martes 26 de mayo de 2009



Señor cardenal;
136 venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos religiosos y religiosas;
queridos hermanos y hermanas:

Siguiendo una costumbre ya arraigada, me alegra inaugurar también este año la Asamblea diocesana pastoral. A cada uno de vosotros, que aquí representáis a toda la comunidad diocesana, dirijo con afecto mi saludo y expreso mi viva gratitud por el trabajo pastoral que realizáis. A través de vosotros, extiendo a todas las parroquias mi saludo cordial con las palabras del apóstol san Pablo: "A todos los amados de Dios que estáis en Roma, santos por vocación, a vosotros gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (
Rm 1,7). Agradezco de corazón al cardenal vicario las estimulantes palabras que me ha dirigido, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos, y la ayuda que, juntamente con los obispos auxiliares, me presta en el servicio apostólico diario al que el Señor me ha llamado como Obispo de Roma.

Nos acaban de recordar que, a lo largo del decenio pasado, la atención de la diócesis se concentró inicialmente, durante tres años, en la familia; después, durante el trienio sucesivo, en la educación de las nuevas generaciones en la fe, tratando de responder a la "emergencia educativa", que para todos es un desafío difícil; y, por último, también con referencia a la educación, estimulados por la carta encíclica Spe salvi, habéis tomado en consideración el tema de educar en la esperanza. A la vez que doy gracias con vosotros al Señor por el gran bien que nos ha concedido realizar —pienso, en particular, en los párrocos y en los sacerdotes que no escatiman esfuerzos en la guía de las comunidades que les han sido encomendadas—, deseo expresar mi aprecio por la opción pastoral de dedicar tiempo a una verificación del camino recorrido, con la finalidad de examinar, a la luz de la experiencia vivida, algunos ámbitos fundamentales de la pastoral ordinaria, para precisarlos mejor y permitir una mayor participación.

El fundamento de este compromiso, al que ya os estáis dedicando desde hace algunos meses en todas las parroquias y en las demás realidades eclesiales, debe ser una renovada toma de conciencia de nuestro ser Iglesia y de la corresponsabilidad pastoral que, en nombre de Cristo, todos estamos llamados a asumir. Y precisamente de este aspecto quisiera tratar ahora.

El concilio Vaticano II, queriendo transmitir pura e íntegra la doctrina sobre la Iglesia desarrollada a lo largo de dos mil años, dio de ella una "definición más meditada", ilustrando, ante todo, su naturaleza mistérica, es decir, su "realidad penetrada por la presencia divina y, por esto, siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones" (Pablo VI, Discurso de inauguración de la segunda sesión, 29 de septiembre de 1963). Ahora bien, la Iglesia, que tiene su origen en el Dios trinitario, es un misterio de comunión. En cuanto comunión, la Iglesia no es una realidad solamente espiritual, sino que vive en la historia, por decirlo así, en carne y hueso. El concilio Vaticano II la describe "como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium LG 1). Y la esencia del sacramento es precisamente que en lo visible se palpa lo invisible, que lo visible palpable abre la puerta a Dios mismo.

Hemos dicho que la Iglesia es una comunión, una comunión de personas que, por la acción del Espíritu Santo, forman el pueblo de Dios, que es al mismo tiempo el Cuerpo de Cristo. Reflexionemos un poco sobre estas dos palabras clave. El concepto de "pueblo de Dios" nació y se desarrolló en el Antiguo Testamento: para entrar en la realidad de la historia humana, Dios eligió a un pueblo determinado, el pueblo de Israel, para que fuera su pueblo. La intención de esta elección particular es llegar a muchos a través de pocos, y desde muchos a todos. Con otras palabras, la intención de la elección particular es la universalidad. A través de este pueblo Dios entra realmente, de modo concreto, en la historia. Y esta apertura a la universalidad se realizó en la cruz y en la resurrección de Cristo. En la cruz —así dice san Pablo—, Cristo derribó el muro de separación. Dándonos su Cuerpo, nos reúne en su Cuerpo para hacer de nosotros uno. En la comunión del "Cuerpo de Cristo" todos llegamos a ser un solo pueblo, el pueblo de Dios, donde —por citar de nuevo a san Pablo— todos somos uno y ya no hay distinción, diferencia, entre griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y hebreo, sino que Cristo es todo en todos. Él derribó el muro de separación entre los pueblos, las razas y las culturas: todos estamos unidos en Cristo.

Así, vemos que los dos conceptos —"pueblo de Dios" y "Cuerpo de Cristo"— se completan y forman juntos el concepto neotestamentario de Iglesia. Y mientras "pueblo de Dios" expresa la continuidad de la historia de la Iglesia, "Cuerpo de Cristo" manifiesta la universalidad inaugurada en la cruz y en la resurrección del Señor. Por tanto, para nosotros, los cristianos, "Cuerpo de Cristo" no sólo es una imagen, sino también un verdadero concepto, porque Cristo nos entrega su Cuerpo real, no sólo una imagen. Resucitado, Cristo nos une a todos en el Sacramento para convertirnos en un único cuerpo. Por eso los conceptos de "pueblo de Dios" y "Cuerpo de Cristo" se completan: en Cristo llegamos a ser realmente el pueblo de Dios. Y en consecuencia "pueblo de Dios" significa "todos": desde el Papa hasta el último niño bautizado. La primera plegaria eucarística, el llamado Canon romano, escrito en el siglo iv, distingue entre "tus siervos" y "plebs tua sancta"; por tanto, si se quiere distinguir, se habla de "siervos" y plebs sancta, mientras que el término "pueblo de Dios" expresa a todos juntos en su ser común la Iglesia.

Después del concilio Vaticano II esta doctrina eclesiológica ha tenido amplia acogida y, gracias a Dios, en la comunidad cristiana han madurado muchos frutos buenos. Sin embargo, debemos recordar también que la recepción de esta doctrina en la práctica y su consiguiente asimilación en el entramado de la conciencia eclesial, no se han realizado siempre y en todas partes sin dificultad y según una correcta interpretación. Como aclaré en el discurso a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005, una corriente de interpretación, apelando a un presunto "espíritu del Concilio", ha intentado establecer una discontinuidad, e incluso una contraposición, entre la Iglesia anterior y la Iglesia posterior al Concilio, superando a veces los mismos confines que existen objetivamente entre el ministerio jerárquico y las responsabilidades de los laicos en la Iglesia.

La noción de "pueblo de Dios", en particular, fue interpretada por algunos según una visión puramente sociológica, desde una perspectiva casi exclusivamente horizontal, que excluía la referencia vertical a Dios. Esta posición contrasta totalmente con la letra y el espíritu del Concilio, que no quiso una ruptura, otra Iglesia, sino una verdadera y profunda renovación, en la continuidad del único sujeto Iglesia, que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre idéntico, único sujeto del pueblo de Dios en peregrinación.

137 En segundo lugar, es preciso reconocer que el despertar de energías espirituales y pastorales durante estos años no ha producido siempre el incremento y el desarrollo deseados. Debemos constatar que en algunas comunidades eclesiales, después de un período de fervor e iniciativas, se ha sucedido un tiempo de debilitamiento del compromiso, una situación de cansancio, a veces casi de estancamiento, incluso de resistencia y contradicción entre la doctrina conciliar y diversos conceptos formulados en nombre del Concilio, pero en realidad opuestos a su espíritu y a su letra. También por esta razón, al tema de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo se dedicó la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos de 1987.

Este hecho nos dice que las luminosas páginas que el Concilio dedicó al laicado aún no habían sido traducidas y realizadas suficientemente en la conciencia de los católicos y en la práctica pastoral. Por una parte, existe todavía la tendencia a identificar unilateralmente la Iglesia con la jerarquía, olvidando la responsabilidad común, la misión común del pueblo de Dios, que somos todos nosotros en Cristo. Por otra, persiste también la tendencia a concebir el pueblo de Dios, como ya he dicho, según una idea puramente sociológica o política, olvidando la novedad y la especificidad de ese pueblo, que sólo se convierte en pueblo en la comunión con Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, ahora tenemos que preguntarnos: ¿En qué situación se encuentra nuestra diócesis de Roma? ¿En qué medida se reconoce y favorece la responsabilidad pastoral de todos, en particular la de los laicos? Durante los siglos pasados, gracias al generoso testimonio de muchos bautizados que han dedicado su vida a educar en la fe a las nuevas generaciones, a cuidar a los enfermos y socorrer a los pobres, la comunidad cristiana ha anunciado el Evangelio a los habitantes de Roma.

Esta misma misión se nos confía a nosotros hoy, en situaciones diversas, en una ciudad donde muchos bautizados han perdido el camino de la Iglesia, y los que no son cristianos no conocen la belleza de nuestra fe. El Sínodo diocesano, promovido por mi amado predecesor Juan Pablo II, fue una receptio efectiva de la doctrina conciliar, y el Libro del Sínodo comprometió a la diócesis a ser cada vez más Iglesia viva y activa en el corazón de la ciudad, a través de la acción coordinada y responsable de todos sus componentes.

La Misión ciudadana, que siguió en preparación al gran jubileo del año 2000, permitió a nuestra comunidad eclesial tomar conciencia de que el mandato de evangelizar no implica sólo a algunos bautizados, sino a todos. Fue una experiencia positiva que contribuyó a hacer madurar en las parroquias, en las comunidades religiosas, en las asociaciones y en los movimientos, la conciencia de pertenecer al único pueblo de Dios que, según las palabras del apóstol san Pedro, "Dios se ha adquirido para anunciar sus maravillas" (cf.
1P 2,9). Por eso queremos dar gracias esta tarde.

Aún queda mucho camino por recorrer. Demasiados bautizados no se sienten parte de la comunidad eclesial y viven al margen de ella, dirigiéndose a las parroquias sólo en algunas circunstancias para recibir servicios religiosos. En proporción al número de habitantes de cada parroquia, todavía son pocos los laicos que, aun declarándose católicos, están dispuestos a trabajar en los diversos campos apostólicos. Ciertamente, no faltan dificultades de orden cultural y social, pero, fieles al mandato del Señor, no podemos resignarnos a conservar lo que tenemos. Confiando en la gracia del Espíritu, que Cristo resucitado nos ha garantizado, debemos reanudar el camino con renovado impulso.

¿Qué caminos podemos recorrer? En primer lugar, es preciso renovar el esfuerzo en favor de una formación más atenta y conforme a la visión de Iglesia de la que he hablado, tanto por parte de los sacerdotes como de los religiosos y laicos. Comprender cada vez mejor qué es esta Iglesia, este pueblo de Dios en el Cuerpo de Cristo. Al mismo tiempo, es necesario mejorar los planes pastorales para que, respetando las vocaciones y las funciones de los consagrados y de los laicos, se promueva gradualmente la corresponsabilidad de todos los miembros del pueblo de Dios. Esto exige un cambio de mentalidad, en particular por lo que respecta a los laicos, pasando de considerarlos "colaboradores" del clero a reconocerlos realmente como "corresponsables" del ser y actuar de la Iglesia, favoreciendo la consolidación de un laicado maduro y comprometido.

Esta conciencia de ser Iglesia, común a todos los bautizados, no disminuye la responsabilidad de los párrocos. Precisamente a vosotros, queridos párrocos, os corresponde promover el crecimiento espiritual y apostólico de quienes ya son asiduos y están comprometidos en las parroquias: ellos son el núcleo de la comunidad que se convertirá en fermento para los demás. Para que dichas comunidades, aunque a veces sean pequeñas numéricamente, no pierdan su identidad y su vigor, es necesario educarlas en la escucha orante de la Palabra de Dios, a través de la práctica de la lectio divina, recomendada fervientemente por el reciente Sínodo de los obispos.

Alimentémonos realmente de la escucha, de la meditación de la Palabra de Dios. Nuestras comunidades deben tener siempre clara conciencia de que son "Iglesia", porque Cristo, Palabra eterna del Padre, las convoca y las convierte en su pueblo. La fe, por una parte, es una relación profundamente personal con Dios, pero, por otra, posee un componente comunitario esencial, y ambas dimensiones son inseparables. Así, también los jóvenes, que están más expuestos al creciente individualismo de la cultura contemporánea, la cual conlleva como consecuencias inevitables el debilitamiento de los vínculos interpersonales y la disminución del sentido de pertenencia, podrán experimentar la belleza y la alegría de ser y sentirse Iglesia. Por la fe en Dios estamos unidos en el Cuerpo de Cristo; todos somos uno en el mismo Cuerpo; así, precisamente creyendo de modo profundo, podemos vivir también la comunión entre nosotros y superar la soledad del individualismo.

Si la Palabra convoca a la comunidad, la Eucaristía la transforma en un cuerpo: "Porque aun siendo muchos —escribe san Pablo—, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1Co 10,17). Por tanto, la Iglesia no es el resultado de una suma de individuos, sino una unidad entre quienes se alimentan de la única Palabra de Dios y del único Pan de vida. La comunión y la unidad de la Iglesia, que nacen de la Eucaristía, son una realidad de la que debemos tener cada vez mayor conciencia, también cuando recibimos la sagrada Comunión; debemos ser cada vez más conscientes de que entramos en unidad con Cristo, y así llegamos a ser uno entre nosotros. Debemos aprender siempre de nuevo a conservar esta unidad y defenderla de rivalidades, controversias y celos, que pueden nacer dentro de las comunidades eclesiales y entre ellas.

En particular, quiero pedir a los movimientos y a las comunidades surgidos después del Vaticano II, que también en nuestra diócesis son un don valioso que debemos agradecer siempre al Señor, quiero pedir a estos movimientos que, repito, son un don, que se preocupen siempre de que sus itinerarios formativos lleven a sus miembros a madurar un verdadero sentido de pertenencia a la comunidad parroquial. El centro de la vida de la parroquia, como he dicho, es la Eucaristía, y en particular la celebración dominical. Si la unidad de la Iglesia nace del encuentro con el Señor, no es secundario que se cuide mucho la adoración y la celebración de la Eucaristía, permitiendo que los que participan en ellas experimenten la belleza del misterio de Cristo. Dado que la belleza de la liturgia "no es mero esteticismo sino el modo en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo" (Sacramentum caritatis, 35), es importante que la celebración eucarística manifieste, comunique, a través de los signos sacramentales, la vida divina y revele a los hombres y a las mujeres de esta ciudad el verdadero rostro de la Iglesia.

138 El crecimiento espiritual y apostólico de la comunidad lleva, además, a promover su ampliación mediante una convencida acción misionera. Por tanto, esforzaos por revitalizar en todas las parroquias, como en el tiempo de la Misión ciudadana, los pequeños grupos o centros de escucha de fieles que anuncian a Cristo y su Palabra, lugares donde sea posible experimentar la fe, practicar la caridad y organizar la esperanza. Esta articulación de las grandes parroquias urbanas a través de la multiplicación de pequeñas comunidades permite una actividad misionera más vasta, que tiene en cuenta la densidad de la población, su fisonomía social y cultural, a menudo notablemente diversa. Sería importante que este método pastoral tuviera una aplicación eficaz también en los lugares de trabajo, que hoy se deben evangelizar con una pastoral de ambiente bien pensada, pues por la notable movilidad social la población pasa en ellos gran parte de su jornada.

Por último, no hay que olvidar el testimonio de la caridad, que une los corazones y abre a la pertenencia eclesial. A la pregunta de cómo se explica el éxito del cristianismo de los primeros siglos, la elevación de una presunta secta judía al rango de religión del Imperio, los historiadores responden que fue sobre todo la experiencia de la caridad de los cristianos lo que convenció al mundo. Vivir la caridad es la forma primaria de la actividad misionera. La Palabra anunciada y vivida resulta creíble si se encarna en comportamientos de solidaridad, de compartir, en gestos que muestran a Cristo como verdadero Amigo del hombre.

Ojalá que el testimonio silencioso y diario de caridad que dan las parroquias gracias al compromiso de numerosos fieles laicos siga extendiéndose cada vez más, para que quienes viven en el sufrimiento sientan cercana a la Iglesia y experimenten el amor del Padre, rico en misericordia. Por tanto, sed "buenos samaritanos", dispuestos a curar las heridas materiales y espirituales de vuestros hermanos. Los diáconos, conformados mediante la ordenación a Cristo siervo, podrán prestar un servicio útil en la promoción de una renovada atención a las antiguas y nuevas formas de pobreza. Pienso, además, en los jóvenes. Queridos jóvenes, os invito a poner al servicio de Cristo y del Evangelio vuestro entusiasmo y vuestra creatividad, convirtiéndoos en apóstoles de vuestros coetáneos, dispuestos a responder generosamente al Señor si os llama a seguirlo más de cerca en el sacerdocio o en la vida consagrada.

Queridos hermanos y hermanas, el futuro del cristianismo y de la Iglesia en Roma también depende del compromiso y del testimonio de cada uno de nosotros. Por esto invoco la intercesión materna de la Virgen María, venerada desde hace siglos en la basílica de Santa María la Mayor como Salus populi romani. Que, como hizo con los Apóstoles en el Cenáculo en espera de Pentecostés, nos acompañe también a nosotros y nos impulse a mirar con confianza al futuro. Con estos sentimientos, a la vez que os agradezco vuestro continuo trabajo, os imparto de corazón a todos una bendición apostólica especial.



Discursos 2009 130