Discursos 2009 138

A LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA

Sala del Sínodo

Jueves 28 de mayo de 2009



Queridos hermanos obispos italianos:

Me alegra encontrarme una vez más con todos vosotros juntos, con ocasión de esta significativa cita anual, en la que os reunís en asamblea para compartir las preocupaciones y las alegrías de vuestro ministerio en las diócesis de la amada nación italiana. De hecho, vuestra asamblea expresa visiblemente y promueve la comunión de la que vive la Iglesia, y que se realiza también en la concordia de las iniciativas y de la acción pastoral.

Con mi presencia vengo a confirmar la comunión eclesial que he visto crecer y fortalecerse constantemente. Doy las gracias, en particular, al cardenal presidente, que en nombre de todos ha confirmado la adhesión fraterna y la comunión cordial con el magisterio y el servicio pastoral del Sucesor de Pedro, reafirmando así la singular unidad que vincula a la Iglesia de Italia con la Sede apostólica. Durante estos meses he recibido muchos testimonios conmovedores de esta adhesión. Os digo de todo corazón: ¡gracias! En este clima de comunión el pueblo cristiano, que experimenta la profunda inserción en el territorio, el vivo sentido de la fe y la sincera pertenencia a la comunidad eclesial —todo ello gracias a vuestra guía pastoral, al servicio generoso de tantos presbíteros y diáconos, y de religiosos y fieles laicos que, con su entrega constante, sostienen el entramado eclesial y la vida diaria de las numerosas parroquias esparcidas por todos los rincones del país—, se puede alimentar provechosamente de la Palabra de Dios y de la gracia de los sacramentos.

No ignoramos las dificultades que las parroquias encuentran al llevar a sus miembros a una plena adhesión a la fe cristiana en nuestro tiempo. No es casualidad que muchos pidan una renovación marcada por una colaboración cada vez mayor de los laicos y de su corresponsabilidad misionera.
Por estas razones, en la acción pastoral oportunamente habéis querido profundizar el compromiso misionero que ha caracterizado el camino de la Iglesia en Italia después del Concilio, poniendo en el centro de la reflexión de vuestra asamblea la tarea fundamental de la educación. Como he reafirmado en varias ocasiones, se trata de una exigencia constitutiva y permanente de la vida de la Iglesia, que hoy tiende a asumir carácter de urgencia e incluso de emergencia.

139 Durante estos días habéis tenido ocasión de escuchar, reflexionar y debatir sobre la necesidad de preparar una especie de proyecto educativo, que brote de una visión coherente y completa del hombre, como puede surgir únicamente de la imagen y realización perfecta que tenemos en Jesucristo. Él es el Maestro en cuya escuela se ha de redescubrir la tarea educativa como una altísima vocación a la que, con diversas modalidades, están llamados todos los fieles. En este tiempo, en el que es fuerte la fascinación de concepciones relativistas y nihilistas de la vida y en el que se pone en tela de juicio la legitimidad misma de la educación, la primera contribución que podemos dar es la de testimoniar nuestra confianza en la vida y en el hombre, en su razón y en su capacidad de amar.

Esta confianza no es fruto de un optimismo ingenuo, sino que nos viene de la "esperanza fiable" (Spe salvi ) que se nos da mediante la fe en la redención realizada por Jesucristo. Con referencia a este fundado acto de amor al hombre, puede surgir una alianza educativa entre todos los que tienen responsabilidades en este delicado ámbito de la vida social y eclesial.

La conclusión, el domingo próximo, del trienio del Ágora de los jóvenes italianos, en el que vuestra Conferencia ha llevado a cabo un itinerario articulado de animación de la pastoral juvenil, constituye una invitación a verificar el camino educativo que se está realizando y a emprender nuevos proyectos destinados a una franja de destinatarios, la de las nuevas generaciones, sumamente amplia y significativa para las responsabilidades educativas de nuestras comunidades eclesiales y de toda la sociedad.

Por último, la obra formativa se extiende también a la edad adulta, que no queda excluida de una verdadera responsabilidad de educación permanente. Nadie queda excluido de la tarea de ocuparse del crecimiento propio y del ajeno hasta "la medida de la plenitud de Cristo" (
Ep 4,13).

La dificultad de formar cristianos auténticos se mezcla, hasta confundirse, con la dificultad de hacer que crezcan hombres y mujeres responsables y maduros, en los que la conciencia de la verdad y del bien, y la adhesión libre a ellos, estén en el centro del proyecto educativo, capaz de dar forma a un itinerario de crecimiento global debidamente preparado y acompañado. Por esto, junto con un adecuado proyecto que indique la finalidad de la educación a la luz del modelo acabado que se quiere seguir, hacen falta educadores autorizados a los que las nuevas generaciones puedan mirar con confianza.

En este Año paulino, que hemos vivido con la profundización de la palabra y del ejemplo del gran Apóstol de los gentiles, y que de diversos modos habéis celebrado en vuestras diócesis y precisamente ayer todos juntos en la basílica de San Pablo extramuros, resuena con singular eficacia su invitación: "Sed imitadores míos" (1Co 11,1). Son palabras valientes, pero un verdadero educador pone en juego en primer lugar su persona y sabe unir autoridad y ejemplaridad en la tarea de educar a los que le han sido encomendados. De ello somos conscientes nosotros mismos, que hemos sido constituidos guías en medio del pueblo de Dios, a los que el apóstol san Pedro dirige, a su vez, la invitación a apacentar la grey de Dios "siendo modelos de la grey" (1P 5,3). También sobre estas palabras nos conviene meditar.

Así pues, resulta singularmente feliz esta circunstancia: después del año dedicado al Apóstol de los gentiles, nos disponemos a celebrar un Año sacerdotal. Juntamente con nuestros sacerdotes, estamos llamados a redescubrir la gracia y la tarea del ministerio presbiteral. Este ministerio es un servicio a la Iglesia y al pueblo cristiano, que exige una espiritualidad profunda. En respuesta a la vocación divina, esa espiritualidad debe alimentarse de la oración y de una intensa unión personal con el Señor, para poder servirle en los hermanos mediante la predicación, los sacramentos, una vida de comunidad ordenada y la ayuda a los pobres. En todo el ministerio sacerdotal resalta, de este modo, la importancia de la tarea educativa, para que crezcan personas libres, verdaderamente libres, es decir, responsables, cristianos maduros y conscientes.

No cabe duda de que del espíritu cristiano recibe vitalidad siempre renovada el sentido de solidaridad, que está profundamente arraigado en el corazón de los italianos y encuentra la manera de expresarse con particular intensidad en algunas circunstancias dramáticas de la vida del país, la última de las cuales ha sido el devastador terremoto que asoló algunas áreas de Los Abruzos. Como dijo ya vuestro presidente, durante mi visita a esa tierra trágicamente herida pude darme cuenta personalmente de los lutos, el dolor y los desastres producidos por ese terrible seísmo, pero también he constatado —y esto me ha impresionado enormemente— la fortaleza de espíritu de esas poblaciones, así como el movimiento de solidaridad que se activó inmediatamente en todas las partes de Italia. Nuestras comunidades han respondido con gran generosidad a la petición de ayuda que procedía de aquella región sosteniendo las iniciativas promovidas por la Conferencia episcopal a través de las Cáritas. Deseo renovar a los obispos de Los Abruzos, y a través de ellos a las comunidades locales, la seguridad de mi oración constante y de mi continua cercanía afectuosa.

Desde hace meses estamos constatando los efectos de una crisis financiera y económica que ha sacudido duramente al mundo entero y ha afectado en diversa medida a todos los países. A pesar de las medidas tomadas en varios niveles, se siguen sintiendo los efectos sociales de la crisis, e incluso duramente, de modo especial sobre las franjas más débiles de la sociedad y sobre las familias. Por eso, deseo expresaros mi aprecio y mi aliento por la iniciativa del fondo de solidaridad denominado "Préstamo de la esperanza", que precisamente el domingo próximo tendrá un momento de participación coral en la colecta nacional, que constituye la base del fondo mismo. Esta renovada petición de generosidad, que se añade a las numerosas iniciativas puestas en marcha por muchas diócesis, evocando el gesto de la colecta impulsada por el apóstol san Pablo en favor de la Iglesia de Jerusalén, es un testimonio elocuente de que unos comparten el peso de los otros. En este momento de dificultad, que afecta de modo especial a los que han perdido el empleo, eso es un verdadero acto de culto que brota de la caridad suscitada por el Espíritu del Resucitado en el corazón de los creyentes. Es un anuncio elocuente de la conversión interior generada por el Evangelio y una manifestación conmovedora de comunión eclesial.

Las Iglesias en Italia también están fuertemente comprometidas en una forma esencial de caridad: la caridad intelectual. Un ejemplo significativo es el compromiso en favor de la promoción de una mentalidad generalizada en favor de la vida, en todos sus aspectos y momentos, con una atención particular a la que se encuentra en condiciones de gran fragilidad y precariedad. Testimonia muy bien ese compromiso el manifiesto "Libres para vivir. Amar la vida hasta el final", por el que el laicado católico se empeña de forma unánime en trabajar para que no falte en el país la conciencia de la verdad plena sobre el hombre y la promoción del auténtico bien de las personas y de la sociedad. El "sí" y el "no" que se expresan en ese manifiesto definen los contornos de una auténtica acción educativa y son expresión de un amor fuerte y concreto por cada persona. Por eso, el pensamiento vuelve al tema central de vuestra asamblea —la tarea urgente de la educación— que exige el arraigo en la Palabra de Dios y el discernimiento espiritual, los proyectos culturales y sociales, el testimonio de la unidad y de la gratuidad.

Queridos hermanos en el episcopado, faltan ya pocos días para la solemnidad de Pentecostés, en la que celebraremos el don del Espíritu, que derriba las fronteras y abre a la comprensión de la verdad completa. Invoquemos al Consolador, que no abandona a quienes se dirigen a él, encomendándole el camino de la Iglesia en Italia y a toda persona que vive en este amadísimo país. Que venga sobre todos nosotros el Espíritu de vida y encienda nuestro corazón con el fuego de su amor infinito.

140 De corazón os bendigo a vosotros y a vuestras comunidades.


A OCHO NUEVOS EMBAJADORES ANTE LA SANTA SEDE

Sala Clementina

Viernes 29 de mayo de 2009



Excelencias:

Me alegra recibiros esta mañana con ocasión de la presentación de las cartas que os acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de vuestros países ante la Santa Sede: Mongolia, India, Benín, Nueva Zelanda, República Sudafricana, Burkina Faso, Namibia y Noruega. Os doy las gracias por haberme transmitido las amables palabras de vuestros respectivos jefes de Estado. Os pido que les hagáis llegar mi cordial saludo y mis mejores deseos para sus personas y para su elevada misión al servicio de sus países y pueblos.

Me permito saludar, por medio de vosotros, a todas las autoridades civiles y religiosas de vuestras naciones, así como a vuestros compatriotas. Mis oraciones y mis pensamientos se dirigen en particular a las comunidades católicas presentes en vuestros países. Podéis estar seguros de que desean colaborar fraternalmente en la edificación nacional aportando, de la mejor manera que les sea posible, su propia contribución fundada en el Evangelio.

Señora y señores embajadores, el compromiso al servicio de la paz y el afianzamiento de las relaciones fraternas entre las naciones constituye el centro de vuestra misión diplomática. Hoy, en la crisis social y económica que vive el mundo, es urgente tomar de nuevo conciencia de que hay que luchar de manera eficaz para instaurar una paz auténtica con vistas a la construcción de un mundo más justo y próspero para todos. En efecto, las injusticias, a menudo escandalosas, entre las naciones o en su seno, al igual que todos los procesos que contribuyen a suscitar divisiones entre los pueblos o a marginarlos, son peligrosos atentados contra la paz y crean graves riesgos de conflictos.

Por tanto, todos estamos llamados a dar nuestra contribución al bien común y a la paz, cada uno según sus propias responsabilidades. Como escribí en mi Mensaje para la Jornada mundial de la paz, el 1 de enero pasado, "uno de los caminos reales para construir la paz es una globalización que tienda a los intereses de la gran familia humana. Sin embargo, para guiar la globalización se necesita una fuerte solidaridad global tanto entre países ricos y países pobres, como dentro de cada país, aunque sea rico" (n. 8: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 2008, p. 9). La paz sólo puede construirse tratando valientemente de eliminar las desigualdades engendradas por sistemas injustos, para garantizar a todos un nivel de vida que permita una existencia digna y próspera.

Estas desigualdades se han hecho todavía más escandalosas a causa de la crisis financiera y económica actual, que se difunde a través de diferentes canales en los países de escaso rédito. Me limito a mencionar algunos: el reflujo de las inversiones extranjeras, la caída de la demanda de materias primas y la tendencia a la disminución de la ayuda internacional. A esto se añade la reducción de las remesas enviadas a las familias que se quedaron en su país por los trabajadores emigrantes, víctimas de la recesión que afecta también a los países que los acogen.

Esta crisis puede transformarse en catástrofe humana para los habitantes de los países más débiles. Los que ya vivían en una pobreza extrema son los primeros afectados, pues son los más vulnerables. Esta crisis hace caer en la pobreza también a personas que antes vivían de manera decorosa, aunque no fueran acomodadas. La pobreza aumenta y tiene consecuencias graves, a veces irreversibles. Así la recesión engendrada por la crisis económica puede llegar a ser una amenaza para la existencia misma de innumerables individuos. Los niños son las primeras víctimas inocentes; y es preciso protegerlos a ellos con prioridad.

La crisis económica tiene otro efecto. La desesperación que provoca lleva a algunas personas a la búsqueda angustiosa de una solución que les permita sobrevivir diariamente. Por desgracia, esta búsqueda a menudo va acompañada de actos individuales o colectivos de violencia, que pueden desembocar en conflictos internos, corriendo el riesgo de desestabilizar aún más a las sociedades ya debilitadas.

141 Para afrontar la actual situación de crisis y encontrar una solución, algunos países han decidido no disminuir su ayuda a los países más amenazados, proponiéndose por el contrario aumentarla. Convendría que otros países desarrollados siguieran su ejemplo para que los países necesitados puedan sostener su economía y consolidar las medidas sociales destinadas a proteger a las poblaciones más necesitadas. Hago un llamamiento a una fraternidad y solidaridad mayores, y a una generosidad global realmente vivida. Esto requiere que los países desarrollados reencuentren el sentido de la medida y de la sobriedad en la economía y en su estilo de vida.

Señora y señores embajadores, no ignoráis que en estos últimos años se han manifestado nuevas formas de violencia, que por desgracia se apoyan en el nombre de Dios para justificar actos peligrosos. Dios, que conoce la fragilidad del hombre, ¿no le reveló en el Sinaí estas palabras: "No tomarás en falso el nombre del Señor, tu Dios; porque el Señor no dejará sin castigo a quien toma su nombre en falso"? (
Ex 20,7). Esos excesos han llevado en ocasiones a considerar las religiones como una amenaza para las sociedades. A las religiones se las ataca y desacredita, afirmando que no son factores de paz. Los líderes religiosos tienen el deber de acompañar a los creyentes y de iluminarlos para que progresen en santidad e interpreten las palabras divinas a la luz de la verdad.

Es necesario favorecer el resurgimiento de un mundo en el que las religiones y las sociedades se abran unas a otras, gracias a la apertura que practican en su seno y entre ellas. Así se daría un testimonio auténtico de vida. Así se crearía un espacio que favorecería un diálogo positivo y necesario. Dando al mundo su contribución propia, la Iglesia católica quiere testimoniar una visión positiva del porvenir de la humanidad. Estoy convencido "de la función insustituible de la religión para la formación de las conciencias, y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad" (Discurso en el Elíseo, París, 12 de septiembre de 2008: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de septiembre de 2008, p. 5).

Vuestra misión ante la Santa Sede, señora y señores embajadores, acaba de comenzar. En mis colaboradores encontraréis el apoyo necesario para realizarla adecuadamente. Os expreso de nuevo mis mejores deseos de éxito en vuestra delicada función. Que el Todopoderoso os sostenga y os acompañe a vosotros, a vuestros seres queridos, a vuestros colaboradores y a todos vuestros compatriotas. Que Dios os colme de la abundancia de sus bendiciones.


A LOS MUCHACHOS DE LA OBRA MISIONAL PONTIFICIA DE LA INFANCIA MISIONERA

Sala Pablo VI

Sábado 30 de mayo de 2009



Me llamo Anna Filippone, tengo doce años, soy monaguilla, vengo de Calabria, de la diócesis de Oppido Mamertina-Palmi. Papa Benedicto, el papá de mi amigo Giovanni es italiano y su mamá, ecuatoriana; y él es muy feliz. ¿Crees que las diferentes culturas podrán vivir un día sin pelearse en el nombre de Jesús?

Entiendo que queréis saber cómo nosotros nos ayudábamos unos a otros cuando éramos niños. Os puedo decir que viví los años de la escuela primaria en un pequeño pueblo de 400 habitantes, muy lejos de los grandes centros. Por tanto, éramos algo ingenuos; en ese pueblo, había unos agricultores muy ricos y otros menos ricos pero acomodados; y también había empleados pobres, artesanos. Poco antes de que yo comenzara la escuela primaria, nuestra familia había llegado a ese pueblo procedente de otro; por eso, éramos casi extranjeros para ellos; incluso el dialecto era diferente. Por tanto, en esa escuela se reflejaban situaciones sociales muy diversas. Sin embargo, reinaba gran comunión entre nosotros. Me enseñaron su dialecto, pues yo todavía no lo conocía. La colaboración era buena, y debo reconocer que, como es natural, en alguna ocasión también nos peleábamos, pero después nos reconciliábamos y olvidábamos lo que había sucedido.

Esto me parece importante. A veces, en la vida humana parece inevitable pelearse; pero, en cualquier caso, lo importante es el arte de reconciliarse, el perdón, volver a comenzar de nuevo y no dejar amargura en el alma. Recuerdo con gratitud cómo colaborábamos todos: uno ayudaba al otro y seguíamos juntos nuestro camino. Todos éramos católicos, y naturalmente esto era una gran ayuda. Así aprendimos juntos a conocer la Biblia, desde la creación hasta el sacrificio de Jesús en la cruz y los inicios de la Iglesia. Juntos aprendimos el catecismo, aprendimos a rezar juntos, nos preparamos juntos para la primera confesión, para la primera Comunión, que fue un día espléndido. Comprendimos que Jesús mismo viene a nosotros y que no es un Dios lejano: entra en nuestra vida, en nuestra alma. Y, si Jesús mismo entra en cada uno de nosotros, nosotros somos hermanos, hermanas, amigos y, por tanto, debemos comportarnos como tales.

Para nosotros esta preparación para la primera confesión como purificación de nuestra conciencia, de nuestra vida, y después también para la primera Comunión como encuentro concreto con Jesús, que viene a mí, que viene a todos nosotros, fueron factores que contribuyeron a formar nuestra comunidad. Nos ayudaron a avanzar juntos, a aprender juntos a reconciliarnos, cuando era necesario. Hacíamos también pequeños espectáculos: es importante también colaborar, prestar atención a los demás.

A los ocho o nueve años me hice monaguillo. En aquel tiempo no había todavía monaguillas, pero las muchachas leían mejor que nosotros. Por eso, ellas leían las lecturas de la liturgia, mientras que nosotros éramos monaguillos. En aquel tiempo, todavía había muchos textos en latín que había que aprender; así, cada uno tenía que hacer su parte de esfuerzo. Como he dicho, no éramos santos: nos peleábamos, pero había gran comunión, en la que no contaban las distinciones entre ricos y pobres, inteligentes y menos inteligentes. Contaba la comunión con Jesús en el camino de la fe común y en la responsabilidad común, en los juegos, en el trabajo común. Éramos capaces de vivir juntos, de ser amigos; y aunque desde 1937, es decir, desde hace más de setenta años, no he vuelto a ese pueblo, seguimos siendo amigos. Aprendimos a aceptarnos unos a otros, a soportarnos unos a otros.

142 Esto me parece importante: a pesar de nuestras debilidades, nos aceptamos; y con Jesucristo, con la Iglesia, encontramos juntos el camino de la paz y aprendemos a vivir bien.

Me llamo Letizia y te quería hacer una pregunta. Querido Papa Benedicto XVI, cuando eras pequeño, ¿qué quería decir para ti el lema: "Los niños ayudan a los niños"? ¿Pensaste alguna vez que llegarías a ser Papa?

A decir verdad, nunca pensé que llegaría a ser Papa, pues, como ya he dicho, era un muchacho bastante ingenuo, en un pequeño pueblo muy alejado de las ciudades, en una provincia olvidada. Éramos felices de vivir en esa provincia y no pensábamos en otras cosas. Naturalmente conocíamos, venerábamos y amábamos al Papa —era Pío XI—, pero para nosotros estaba a una altura inalcanzable, casi otro mundo; era nuestro padre, pero una realidad muy superior a todos nosotros. Y tengo que decir que todavía hoy me cuesta comprender cómo el Señor pudo pensar en mí, destinándome a este ministerio. Pero lo acepto de sus manos, aunque es algo sorprendente y me parece que supera con mucho mis fuerzas. Sin embargo, el Señor me ayuda.

Querido Papa Benedicto, soy Alessandro. Quiero preguntarte a ti que eres el primer misionero: nosotros, los muchachos, ¿cómo podemos ayudarte a anunciar el Evangelio?

Una primera manera es colaborar con la Obra pontificia de la Infancia Misionera. Así formáis parte de una gran familia, que lleva el Evangelio al mundo. Así pertenecéis a una gran red. Aquí se ve representada la familia de los diferentes pueblos. Vosotros estáis en esta gran familia: cada uno hace lo que está de su parte y juntos sois misioneros, promotores de la obra misionera de la Iglesia. Tenéis un hermoso programa, indicado por vuestra portavoz: escuchar, rezar, conocer, compartir, ser solidarios. Estos son los elementos esenciales que constituyen realmente una forma de ser misionero, de hacer que crezca la Iglesia y la presencia del Evangelio en el mundo. Quiero subrayar algunos de estos puntos.

Ante todo, rezar. La oración es una realidad: Dios nos escucha y, cuando rezamos, Dios entra en nuestra vida, se hace presente entre nosotros, y actúa. Rezar es algo muy importante, que puede cambiar el mundo, pues hace presente la fuerza de Dios. Y es importante ayudarse para rezar: rezamos juntos en la liturgia, rezamos juntos en la familia. Es importante comenzar el día con una pequeña oración y también acabar el día con una pequeña oración: recordar a vuestros padres en la oración. Rezar antes de la comida, antes de la cena, y con motivo de la celebración común del domingo. Un domingo sin misa, la gran oración común de la Iglesia, no es un verdadero domingo: le falta el corazón del domingo, y la luz para la semana. Podéis también ayudar a los demás, especialmente cuando no se reza en casa, cuando no se conoce la oración, enseñándoles a rezar: al rezar con ellos se introduce a los demás en la comunión con Dios.

Luego hay que escuchar, es decir, aprender realmente lo que nos dice Jesús. Además, hay que conocer la Sagrada Escritura, la Biblia. En la historia de Jesús —como ha dicho el cardenal— descubrimos el rostro de Dios, aprendemos cómo es Dios. Es importante conocer a Jesús de forma profunda y personal. Así entra en nuestra vida y, a través de nuestra vida, entra en el mundo.

También hay que compartir, no querer las cosas sólo para uno mismo, sino para todos; compartir con los demás. Y si vemos que otro tiene necesidad, que tiene menos cualidades, debemos ayudarle, para hacer presente el amor de Dios sin grandes palabras en nuestro pequeño mundo personal, que forma parte del gran mundo. Así, juntos nos convertimos en una familia, en la que uno respeta al otro: soporta al otro en su alteridad, acepta incluso a los antipáticos, no deja que uno quede marginado, sino que lo ayuda a integrarse en la comunidad.

Todo esto quiere decir simplemente vivir en esta gran familia de la Iglesia, en esta gran familia misionera. Vivir los puntos esenciales como el compartir, el conocimiento de Jesús, la oración, la escucha recíproca y la solidaridad es una obra misionera, pues ayuda a que el Evangelio se haga realidad en nuestro mundo.



AL FINAL DEL REZO DEL ROSARIO COMO CONCLUSIÓN DEL MES DE MAYO

Jardines Vaticanos

Sábado 30 de mayo de 2009

143 Venerados hermanos;
queridos hermanos y hermanas:

Os saludo a todos con afecto al final de la tradicional velada mariana con la que se concluye el mes de mayo en el Vaticano. Este año ha adquirido un valor muy especial, pues coincide con la vigilia de Pentecostés. Al reuniros aquí, congregados espiritualmente en torno a la Virgen María y contemplando los misterios del santo rosario, habéis revivido la experiencia de los primeros discípulos, reunidos en el Cenáculo con "la madre de Jesús", "perseverando todos en la oración con un mismo espíritu" a la espera de la venida del Espíritu Santo (cf.
Ac 1,14). También nosotros, en esta penúltima tarde de mayo, desde la colina del Vaticano invocamos la efusión del Espíritu Paráclito sobre nosotros, sobre la Iglesia que está en Roma y sobre todo el pueblo cristiano.

La gran fiesta de Pentecostés nos invita a meditar en la relación entre el Espíritu Santo y María, una relación muy íntima, privilegiada e indisoluble. La Virgen de Nazaret fue elegida para convertirse en la Madre del Redentor por obra del Espíritu Santo: en su humildad halló gracia a los ojos de Dios (cf. Lc 1,30). De hecho, en el Nuevo Testamento vemos que la fe de María, por decirlo así, "atrajo" el don del Espíritu Santo. Ante todo en la concepción del Hijo de Dios, misterio que el mismo arcángel Gabriel explicó así: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1,35). Inmediatamente después María fue a ayudar a Isabel, y cuando llegó a su casa y la saludó, el Espíritu Santo hizo que el niño saltara de gozo en el seno de su anciana prima (cf. Lc 1,44); y todo el diálogo entre las dos madres fue inspirado por el Espíritu de Dios, sobre todo el cántico de alabanza con el que María expresó sus sentimientos profundos, el Magníficat. Todos los acontecimientos relacionados con el nacimiento de Jesús y con sus primeros años de vida estuvieron dirigidos de manera casi palpable por el Espíritu Santo, aunque no siempre se le nombre. El corazón de María, en perfecta sintonía con su Hijo divino, es templo del Espíritu de verdad, donde cada palabra y cada acontecimiento son conservados en la fe, en la esperanza y en la caridad (cf. Lc 2,19 Lc 2,51).

Así podemos tener la certeza de que el corazón santísimo de Jesús en todo el arco de su vida oculta en Nazaret encontró en el corazón inmaculado de su Madre un "hogar" siempre encendido de oración y de atención constante a la voz del Espíritu. Un testimonio de esta singular sintonía entre la Madre y el Hijo, buscando la voluntad de Dios, es lo que aconteció en las bodas de Caná. En una situación llena de símbolos de la alianza, como es el banquete nupcial, la Virgen Madre intercede y provoca, por decirlo así, un signo de gracia sobreabundante: el "vino bueno" que hace referencia al misterio de la Sangre de Cristo.

Esto nos remite directamente al Calvario, donde María está al pie de la cruz junto con las demás mujeres y con el apóstol san Juan. La Madre y el discípulo recogen espiritualmente el testamento de Jesús: sus últimas palabras y su último aliento, en el que comienza a derramar el Espíritu; y recogen el grito silencioso de su Sangre, derramada totalmente por nosotros (cf. Jn 19,25-34). María sabía de dónde venía esa sangre, pues se había formado en ella por obra del Espíritu Santo, y sabía que ese mismo "poder" creador resucitaría a Jesús, como él mismo había prometido.

Así, la fe de María sostuvo la de los discípulos hasta el encuentro con el Señor resucitado, y siguió acompañándolos incluso después de su Ascensión al cielo, a la espera del "bautismo en el Espíritu Santo" (cf. Ac 1,5). En Pentecostés, la Virgen Madre aparece de nuevo como Esposa del Espíritu, para una maternidad universal con respecto a todos los que son engendrados por Dios mediante la fe en Cristo. Precisamente por eso María es para todas las generaciones imagen y modelo de la Iglesia, que juntamente con el Espíritu camina en el tiempo invocando la vuelta gloriosa de Cristo: "¡Ven, Señor Jesús!" (cf. Ap 22,17 Ap 22,20).

Queridos amigos, siguiendo el ejemplo de María, aprendamos también nosotros a reconocer la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, a escuchar sus inspiraciones y a seguirlo dócilmente. Él nos hace crecer según la plenitud de Cristo, según los frutos buenos que el apóstol san Pablo enumera en la carta a los Gálatas: "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5,22).

Os deseo que seáis colmados de estos dones y que caminéis siempre con María según el Espíritu y, a la vez que os agradezco y os felicito por vuestra participación en esta celebración vespertina, os imparto de corazón a todos vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica.


Junio de 2009



A LOS PROFESORES Y ALUMNOS DEL PONTIFICIO SEMINARIO FRANCÉS DE ROMA

Sala Clementina
144

Sábado 6 de junio de 2009



Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado;
señor rector;
queridos sacerdotes y seminaristas:

Con gran alegría os recibo con ocasión de las celebraciones que en estos días marcan un momento importante de la historia del Pontificio Seminario Francés de Roma. La Congregación del Espíritu Santo, que desde su fundación asumió su gestión, la entrega ahora, después de un siglo y medio de fiel servicio, a la Conferencia episcopal de Francia.

Debemos dar gracias al Señor por la labor realizada en esta institución, en la que, desde su apertura, cerca de cinco mil seminaristas o sacerdotes jóvenes se han preparado para su futura vocación. A la vez que manifiesto mi aprecio por el trabajo de los miembros de la Congregación del Espíritu Santo, padres y hermanos, deseo encomendar de modo particular al Señor los apostolados que la Congregación fundada por el venerable padre Liberman conserva y desarrolla en todo el mundo, especialmente en África, a partir de su carisma, que no ha perdido nada de su fuerza y de su especificidad. Que el Señor bendiga a la Congregación y sus misiones.

La tarea de formar sacerdotes es una misión delicada. La formación propuesta en el seminario es exigente, pues a la solicitud pastoral de los futuros sacerdotes se encomendará una porción del pueblo de Dios, que Cristo salvó y por el que dio su vida. Conviene que los seminaristas recuerden que si la Iglesia se muestra exigente con ellos es porque deberán cuidar de quienes Cristo adquirió a un precio tan elevado.

Son muchas las aptitudes que se exigen a los futuros sacerdotes: la madurez humana, las cualidades espirituales, el celo apostólico, el rigor intelectual... Para conseguir estas virtudes, los candidatos al sacerdocio no sólo deben poder ser sus testigos entre sus formadores; más aún, deben poder ser los primeros beneficiarios de estas cualidades vividas y dispensadas por quienes tienen la tarea de hacerlos crecer. Es ley de nuestra humanidad y de nuestra fe que, con mucha frecuencia, sólo somos capaces de dar lo que hemos recibido antes de Dios a través de las mediaciones eclesiales y humanas que él ha instituido. Quien recibe la tarea del discernimiento y de la formación debe recordar que la esperanza que tiene para los demás es en primer lugar un deber para sí mismo.

Este paso de testigo coincide con el inicio del Año sacerdotal. Es una gracia para el nuevo grupo de sacerdotes formadores reunidos por la Conferencia episcopal de Francia. Mientras recibe sumisión, se le da, como a toda la Iglesia, la posibilidad de escrutar más profundamente la identidad del sacerdote, misterio de gracia y de misericordia.

Me complace citar aquí al cardenal Suhard, personalidad eminente, el cual dijo a propósito de los ministros de Cristo: «Eterna paradoja del sacerdote. Lleva en sí realidades contrarias. Concilia, al precio de su vida, la fidelidad a Dios y la fidelidad al hombre. Parece pobre y sin fuerza... No cuenta con medios políticos, ni con recursos financieros, ni con la fuerza de las armas, de los que otros se valen para conquistar la tierra. Su fuerza consiste en estar desarmado y en que "todo lo puede en Aquel que lo conforta"» (Ecclesia n. 141, p. 21, diciembre de 1960).


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