Discursos 2010 116

CELEBRACIÓN ECUMÉNICA

PALABRAS INTRODUCTORIAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI EN EL REZO DE VÍSPERAS

Abadía de Westminster - City of Westminster

Viernes 17 de septiembre de 2010

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Vuestra Gracia,
Señor Decano,
Queridos amigos en Cristo

Os agradezco vuestra amable acogida. Este noble edificio evoca la larga historia de Inglaterra, tan profundamente impregnada de la predicación del Evangelio y la cultura cristiana que este alumbró. Vengo hoy aquí desde Roma como peregrino, para rezar ante la tumba de San Eduardo, confesor, y unirme a vosotros para implorar el don de la unidad de los cristianos. Que estos momentos de oración y amistad nos confirmen en el amor a Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, y en el testimonio común de la constante capacidad del Evangelio para iluminar el futuro de esta gran Nación.

SALUDOS DEL SANTO PADRE AL FINAL DE LAS VÍSPERAS




Queridos amigos en Cristo

Doy gracias al Señor por esta oportunidad de unirme a vosotros, representantes de las confesiones cristianas presentes en Gran Bretaña, en esta magnífica iglesia de la abadía de San Pedro, cuya arquitectura e historia hablan de manera tan elocuente de nuestra herencia común de fe. No podemos dejar de recordar aquí en qué gran medida la fe cristiana configuró la unidad y la cultura de Europa y el corazón y el espíritu del pueblo inglés. Aquí también se nos recuerda necesariamente que lo que nos une a Cristo es más que lo que aún nos separa.

Agradezco a Su Gracia el Arzobispo de Canterbury su amable saludo, y al Deán y al Cabildo de esta venerable Abadía su cordial bienvenida. Doy gracias al Señor por permitirme, como Sucesor de San Pedro en la Sede de Roma, realizar esta peregrinación a la tumba de San Eduardo, el Confesor. Eduardo, rey de Inglaterra, sigue siendo un modelo de testimonio cristiano y un ejemplo de la verdadera grandeza a la que el Señor llama a sus discípulos, tal y como acabamos de escuchar en la Escritura: la grandeza de una humildad y obediencia fundadas en el propio ejemplo de Cristo (cf.
Ph 2,6-8), la grandeza de una fidelidad que no duda en abrazar el misterio de la cruz por amor eterno al divino Maestro y la inquebrantable esperanza en sus promesas (cf. Mc 10,43-44).

Como sabéis, este año se cumple el centenario del movimiento ecuménico moderno, que comenzó con el llamamiento de la Conferencia de Edimburgo a la unidad cristiana como condición previa para un testimonio creíble y convincente del Evangelio en nuestro tiempo. Al conmemorar este aniversario, debemos dar gracias por los notables progresos realizados en este noble objetivo a través de los esfuerzos de cristianos comprometidos de todas las confesiones. Al mismo tiempo, sin embargo, somos conscientes de lo mucho que todavía queda por hacer. En un mundo caracterizado por una creciente interdependencia y solidaridad, tenemos el desafío de proclamar con renovada convicción la realidad de nuestra reconciliación y liberación en Cristo, y proponer la verdad del Evangelio como la clave de un desarrollo humano auténtico e integral. En una sociedad cada vez más indiferente o incluso hostil al mensaje cristiano, todos estamos obligados a dar una explicación convincente de la alegría y la esperanza que hay en nosotros (cf. 1P 3,15), y a presentar al Señor Resucitado como respuesta a los interrogantes más profundos y las aspiraciones espirituales de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.

En la procesión al presbiterio, al comienzo de esta celebración, el coro ha cantado que Cristo es nuestro "seguro fundamento". Él es el Hijo eterno de Dios, de la misma naturaleza del Padre, que se encarnó, como dice el Credo, "por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación". Sólo Él tiene palabras de vida eterna. Como enseña el Apóstol, «todo se mantiene en él» ... «porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,17 Col 1,19).

Nuestro compromiso por la unidad de los cristianos nace nada menos que de nuestra fe en Cristo, en este Cristo, resucitado de entre los muertos y sentado a la derecha del Padre, que de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos. Es la realidad de la persona de Cristo, su obra de salvación y sobre todo el hecho histórico de su resurrección, lo que configura el contenido del kerigma apostólico y las fórmulas del credo que, a partir del Nuevo Testamento mismo, han garantizado la integridad de su transmisión. En una palabra, la unidad de la Iglesia jamás puede ser otra cosa que la unidad en la fe apostólica, en la fe confiada a cada nuevo miembro del Cuerpo de Cristo durante el rito del Bautismo. Ésta es la fe que nos une al Señor, que nos hace partícipes de su Espíritu Santo, y por lo tanto, incluso ahora, partícipes de la vida de la Santísima Trinidad, el modelo de la koinonía de la Iglesia en este mundo.

Queridos amigos, todos somos conscientes de los retos, las bendiciones, las decepciones y los signos de esperanza que han marcado nuestro camino ecuménico. Esta noche, encomendamos todo esto al Señor, confiando en su providencia y el poder de su gracia. Sabemos que la amistad que hemos forjado, el diálogo que hemos iniciado y la esperanza que nos guía nos dará fuerza y orientación, para que perseveramos en nuestro camino común. Al mismo tiempo, con realismo evangélico, también debemos reconocer los retos a que nos enfrentamos, no sólo en el camino de la unidad de los cristianos, sino también en nuestra tarea de anunciar a Cristo en nuestros días. La fidelidad a la palabra de Dios, precisamente porque es una palabra verdadera, nos exige una obediencia que nos lleve juntos a una comprensión más profunda de la voluntad del Señor, una obediencia que debe estar libre de conformismo intelectual o acomodación fácil a las modas del momento. Ésta es la palabra de aliento que deseo dejaros esta noche, y lo hago con fidelidad a mi ministerio de Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro, encargado de cuidar especialmente de la unidad del rebaño de Cristo.

Reunidos en esta antigua iglesia monástica, recordamos el ejemplo de un gran inglés y hombre de Iglesia, a quien honramos en común: San Beda el Venerable. En los albores de una nueva era para la sociedad y la Iglesia, Beda comprendió tanto la importancia de ser fiel a la palabra de Dios transmitida por la tradición apostólica, como la necesidad de apertura creativa a los nuevos desarrollos y exigencias de una adecuación correcta del Evangelio al lenguaje contemporáneo y a la cultura.

Esta nación, y la Europa que Beda y sus contemporáneos ayudaron a construir, una vez más se sitúa en el umbral de una nueva etapa. Que el ejemplo de San Beda inspire a los cristianos de estas tierras a redescubrir su herencia común, a reforzar lo que tienen en común y a proseguir en el esfuerzo de crecer en la amistad. Que el Señor Resucitado dé vigor a nuestros esfuerzos para reparar las rupturas del pasado y afrontar los retos del presente con esperanza en el futuro que, en su providencia, depara a nosotros y nuestro mundo. Amén.




VISITA A LOS ANCIANOS EN LA RESIDENCIA SAN PEDRO

London Borough of Lambeth

Sábado 18 de septiembre de 2010

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Mis queridos hermanos y hermanas

Me alegra mucho estar entre vosotros, los residentes de San Pedro, y agradezco a la Hermana Marie Claire y a la Señora Fasky sus amables palabras de bienvenida de parte vuestra. Me complace saludar también al Arzobispo Smith de Southwark, así como a las Hermanitas de los Pobres y al personal y voluntarios que os atienden.

Puesto que los avances médicos y otros factores permiten una mayor longevidad, es importante reconocer la presencia de un número creciente de ancianos como una bendición para la sociedad. Cada generación puede aprender de la experiencia y la sabiduría de la generación que la precedió. En efecto, la prestación de asistencia a los ancianos se debería considerar no tanto un acto de generosidad, cuanto la satisfacción de una deuda de gratitud.

Por su parte, la Iglesia ha tenido siempre un gran respeto por los ancianos. El cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre, como el Señor tu Dios te ha mandado» (
Dt 5,16), está unido a la promesa, «que se prolonguen tus días y seas feliz en la tierra que el Señor tu Dios te da» (Ibid). Esta obra de la Iglesia por los ancianos y enfermos no sólo les brinda amor y cuidado, sino que también Dios la recompensa con las bendiciones que promete a la tierra donde se observa este mandamiento. Dios quiere un verdadero respeto por la dignidad y el valor, la salud y el bienestar de las personas mayores y, a través de sus instituciones caritativas en el Reino Unido y otras partes, la Iglesia desea cumplir el mandato del Señor de respetar la vida, independientemente de su edad o circunstancias.

Como dije al inicio de mi pontificado: «Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario» (Homilía en el solemne inicio del Ministerio Petrino del Obispo de Roma, 24 de abril 2005). La vida es un don único, en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, y Dios es el único para darla y exigirla. Puede que se disfrute de buena salud en la vejez; aun así, los cristianos no deben tener miedo de compartir el sufrimiento de Cristo, si Dios quiere que luchemos con la enfermedad. Mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, sufrió de forma muy notoria en los últimos años de su vida. Todos teníamos claro que lo hizo en unión con los sufrimientos de nuestro Salvador. Su buen humor y paciencia cuando afrontó sus últimos días fueron un ejemplo extraordinario y conmovedor para todos los que debemos cargar con el peso de la avanzada edad.

En este sentido, estoy entre vosotros no sólo como un padre, sino también como un hermano que conoce bien las alegrías y fatigas que llegan con la edad. Nuestros largos años de vida nos ofrecen la oportunidad de apreciar, tanto la belleza del mayor don que Dios nos ha dado, el don de la vida, como la fragilidad del espíritu humano. A quienes tenemos muchos años se nos ha dado la maravillosa oportunidad de profundizar en nuestro conocimiento del misterio de Cristo, que se humilló para compartir nuestra humanidad.

A medida que el curso normal de nuestra vida crece, con frecuencia nuestra capacidad física disminuye; con todo, estos momentos bien pueden contarse entre los años espiritualmente más fructíferos de nuestras vidas. Estos años constituyen una oportunidad de recordar en la oración afectuosa a cuantos hemos querido en esta vida, y de poner lo que hemos sido y hecho ante la misericordia y la ternura de Dios. Ciertamente esto será un gran consuelo espiritual y nos permitirá descubrir nuevamente su amor y bondad en todos los días de nuestra vida.

Con estos sentimientos, queridos hermanos y hermanas, me complace aseguraros mi oración por todos vosotros, y pido vuestras oraciones por mí. Que Nuestra Señora y su esposo San José intercedan por nuestra felicidad en esta vida y nos obtengan la bendición de un tránsito tranquilo a la venidera.

¡Que Dios os bendiga a todos!


Saludo del Santo Padre a un grupo de responsables de la protección de los niños

Queridos amigos


119 Me alegra tener la oportunidad de saludaros como representantes de tantos profesionales y voluntarios responsables de la protección de los niños en ámbitos eclesiales. La Iglesia tiene una larga tradición de cuidar a los niños desde su más temprana edad hasta la madurez, siguiendo el ejemplo del afecto de Cristo, que bendijo a los niños que le presentaban, y que enseñó a sus discípulos que, de quienes son como aquellos, es el Reino de los Cielos (cf. Mc 10,13-16).

Vuestro trabajo, realizado en el marco de las recomendaciones formuladas en primer lugar por el Informe Nolan y sucesivamente por la Comisión Cumberlege, ha brindado una contribución vital a la promoción de ambientes seguros para los jóvenes. Esto ayuda a garantizar que las medidas de prevención adoptadas sean eficaces, que se mantengan con atención, y que todas las denuncias de abuso se traten con rapidez y justicia. En nombre de los muchos niños a quienes servís y de sus padres, permitidme que os dé las gracias por el buen trabajo que habéis realizado y que seguís realizando en este campo.

Es deplorable que, en neta contradicción con la larga tradición de la Iglesia de cuidar a los niños, éstos hayan sufrido abusos y malos tratos por parte de algunos sacerdotes y religiosos. Todos nos hemos concienciado mucho más de la necesidad de proteger a los niños, y vosotros sois una parte importante de la respuesta de amplio alcance que la Iglesia está dando a este problema. Aunque nunca podremos estar satisfechos del todo, el crédito se debe dar cuando es merecido: hay que reconocer los esfuerzos de la Iglesia en este país y en otros lugares, especialmente en los últimos diez años, para garantizar la seguridad de niños y jóvenes y para mostrarles respeto a medida que se encaminan a la madurez. Rezo para que vuestro generoso servicio ayude a reforzar un clima de confianza y renovado compromiso con el bienestar de los niños, que son un don preciosísimo de Dios.

Que Dios haga fecunda vuestra labor y derrame sus bendiciones sobre vosotros.




VIGILIA DE ORACIÓN POR LA BEATIFICACIÓN DEL CARDENAL JOHN HENRY NEWMAN

Sábado 18 de septiembre de 2010


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SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Hyde Park - Londres




Hermanos y hermanas en Cristo:

Ésta es una noche de alegría, de gozo espiritual inmenso para todos nosotros. Nos hemos reunido aquí en esta vigilia de oración para preparar la Misa de mañana, durante la que un gran hijo de esta nación, el cardenal John Henry Newman, será declarado beato. Cuántas personas han anhelado este momento, en Inglaterra y en todo el mundo. También es una gran alegría para mí, personalmente, compartir con vosotros esta experiencia. Como sabéis, durante mucho tiempo, Newman ha ejercido una importante influencia en mi vida y pensamiento, como también en otras muchas personas más allá de estas islas. El drama de la vida de Newman nos invita a examinar nuestras vidas, para verlas en el amplio horizonte del plan de Dios y crecer en comunión con la Iglesia de todo tiempo y lugar: la Iglesia de los apóstoles, la Iglesia de los mártires, la Iglesia de los santos, la Iglesia que Newman amaba y a cuya misión dedicó toda su vida.

Agradezco al Arzobispo Peter Smith sus amables palabras de bienvenida en vuestro nombre, y me complace vivamente ver a tantos jóvenes presentes en esta vigilia. Esta tarde, en el contexto de nuestra oración común, me gustaría reflexionar con vosotros sobre algunos aspectos de la vida de Newman, que considero muy relevantes para nuestra vida como creyentes y para la vida de la Iglesia de hoy.

Permitidme empezar recordando que Newman, por su propia cuenta, trazó el curso de toda su vida a la luz de una poderosa experiencia de conversión que tuvo siendo joven. Fue una experiencia inmediata de la verdad de la Palabra de Dios, de la realidad objetiva de la revelación cristiana tal y como se recibió en la Iglesia. Esta experiencia, a la vez religiosa e intelectual, inspiraría su vocación a ser ministro del Evangelio, su discernimiento de la fuente de la enseñanza autorizada en la Iglesia de Dios y su celo por la renovación de la vida eclesial en fidelidad a la tradición apostólica. Al final de su vida, Newman describe el trabajo de su vida como una lucha contra la creciente tendencia a percibir la religión como un asunto puramente privado y subjetivo, una cuestión de opinión personal. He aquí la primera lección que podemos aprender de su vida: en nuestros días, cuando un relativismo intelectual y moral amenaza con minar la base misma de nuestra sociedad, Newman nos recuerda que, como hombres y mujeres a imagen y semejanza de Dios, fuimos creados para conocer la verdad, y encontrar en esta verdad nuestra libertad última y el cumplimiento de nuestras aspiraciones humanas más profundas. En una palabra, estamos destinados a conocer a Cristo, que es "el camino, y la verdad, y la vida" (
Jn 14,6).

La vida de Newman nos enseña también que la pasión por la verdad, la honestidad intelectual y la auténtica conversión son costosas. No podemos guardar para nosotros mismos la verdad que nos hace libres; hay que dar testimonio de ella, que pide ser escuchada, y al final su poder de convicción proviene de sí misma y no de la elocuencia humana o de los argumentos que la expongan. No lejos de aquí, en Tyburn, un gran número de hermanos y hermanas nuestros murieron por la fe. Su testimonio de fidelidad hasta el final fue más poderoso que las palabras inspiradas que muchos de ellos pronunciaron antes de entregar todo al Señor. En nuestro tiempo, el precio que hay que pagar por la fidelidad al Evangelio ya no es ser ahorcado, descoyuntado y descuartizado, pero a menudo implica ser excluido, ridiculizado o parodiado. Y, sin embargo, la Iglesia no puede sustraerse a la misión de anunciar a Cristo y su Evangelio como verdad salvadora, fuente de nuestra felicidad definitiva como individuos y fundamento de una sociedad justa y humana.

Por último, Newman nos enseña que si hemos aceptado la verdad de Cristo y nos hemos comprometido con él, no puede haber separación entre lo que creemos y lo que vivimos. Cada uno de nuestros pensamientos, palabras y obras deben buscar la gloria de Dios y la extensión de su Reino. Newman comprendió esto, y fue el gran valedor de la misión profética de los laicos cristianos. Vio claramente que lo que hacemos no es tanto aceptar la verdad en un acto puramente intelectual, sino abrazarla en una dinámica espiritual que penetra hasta la esencia de nuestro ser. Verdad que se transmite no sólo por la enseñanza formal, por importante que ésta sea, sino también por el testimonio de una vida íntegra, fiel y santa; y los que viven en y por la verdad instintivamente reconocen lo que es falso y, precisamente como falso, perjudicial para la belleza y la bondad que acompañan el esplendor de la verdad, veritatis splendor.

La primera lectura de esta noche es la magnífica oración en la que San Pablo pide que comprendamos "lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano" (Ep 3,14-21). El apóstol desea que Cristo habite en nuestros corazones por la fe (cf. Ep 3,17) y que podamos comprender con todos los santos “lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo" de ese amor. Por la fe, llegamos a ver la palabra de Dios como lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro sendero (cf. Ps 119,105). Newman, igual que innumerables santos que le precedieron en el camino del discipulado cristiano, enseñó que la "bondadosa luz” de la fe nos lleva a comprender la verdad sobre nosotros mismos, nuestra dignidad como hijos de Dios y el destino sublime que nos espera en el cielo. Al permitir que brille la luz de la fe en nuestros corazones, y permaneciendo en esa luz a través de nuestra unión cotidiana con el Señor en la oración y la participación en la vida que brota de los sacramentos de la Iglesia, llegamos a ser luz para los que nos rodean; ejercemos nuestra "misión profética"; con frecuencia, sin saberlo si quiera, atraemos a la gente un poco más cerca del Señor y su verdad. Sin la vida de oración, sin la transformación interior que se lleva a cabo a través de la gracia de los sacramentos, no podemos, en palabras de Newman, "irradiar a Cristo"; nos convertimos en otros “platillos que aturden” (1Co 13,1) en un mundo lleno de creciente ruido y confusión, lleno de falsos caminos que sólo conducen a angustias y espejismos.

En una de las meditaciones más queridas del Cardenal se dice: "Dios me ha creado para una misión concreta. Me ha confiado una tarea que no ha encomendado a otro" (Meditaciones sobre la doctrina cristiana). Aquí vemos el agudo realismo cristiano de Newman, el punto en que fe y vida inevitablemente se cruzan. La fe busca dar frutos en la transformación de nuestro mundo a través del poder del Espíritu Santo, que actúa en la vida y obra de los creyentes. Nadie que contemple con realismo nuestro mundo de hoy podría pensar que los cristianos pueden permitirse el lujo de continuar como si no pasara nada, haciendo caso omiso de la profunda crisis de fe que impregna nuestra sociedad, o confiando sencillamente en que el patrimonio de valores transmitido durante siglos de cristianismo seguirá inspirando y configurando el futuro de nuestra sociedad. Sabemos que en tiempos de crisis y turbación Dios ha suscitado grandes santos y profetas para la renovación de la Iglesia y la sociedad cristiana; confiamos en su providencia y pedimos que nos guíe constantemente. Pero cada uno de nosotros, de acuerdo con su estado de vida, está llamado a trabajar por el progreso del Reino de Dios, infundiendo en la vida temporal los valores del Evangelio. Cada uno de nosotros tiene una misión, cada uno de nosotros está llamado a cambiar el mundo, a trabajar por una cultura de la vida, una cultura forjada por el amor y el respeto a la dignidad de cada persona humana. Como el Señor nos dice en el Evangelio que acabamos de escuchar, nuestra luz debe alumbrar a todos, para que, viendo nuestras buenas obras, den gloria a nuestro Padre, que está en el cielo (cf. Mt 5,16).

Deseo ahora dirigir una palabra especial a los numerosos jóvenes presentes. Queridos jóvenes amigos: sólo Jesús conoce la "misión concreta" que piensa para vosotros. Dejad que su voz resuene en lo más profundo de vuestro corazón: incluso ahora mismo, su corazón está hablando a vuestro corazón. Cristo necesita familias para recordar al mundo la dignidad del amor humano y la belleza de la vida familiar. Necesita hombres y mujeres que dediquen su vida a la noble labor de educar, atendiendo a los jóvenes y formándolos en el camino del Evangelio. Necesita a quienes consagrarán su vida a la búsqueda de la caridad perfecta, siguiéndole en castidad, pobreza y obediencia y sirviéndole en sus hermanos y hermanas más pequeños. Necesita el gran amor de la vida religiosa contemplativa, que sostiene el testimonio y la actividad de la Iglesia con su oración constante. Y necesita sacerdotes, buenos y santos sacerdotes, hombres dispuestos a dar su vida por sus ovejas. Preguntadle al Señor lo que desea de vosotros. Pedidle la generosidad de decir sí. No tengáis miedo a entregaros completamente a Jesús. Él os dará la gracia que necesitáis para acoger su llamada. Permitidme terminar estas pocas palabras invitándoos vivamente a acompañarme el próximo año en Madrid en la Jornada Mundial de la Juventud. Siempre es una magnífica ocasión para crecer en el amor a Cristo y animaros a una gozosa vida de fe junto a miles de jóvenes. Espero ver a muchos de vosotros allí.

Y ahora, queridos amigos, sigamos con nuestra vigilia de oración para preparar nuestro encuentro con Cristo, presente entre nosotros en el Santísimo Sacramento del Altar. Juntos, en el silencio de nuestra adoración en común, abramos nuestras mentes y corazones a su presencia, a su amor y al poder convincente de su verdad. Démosle gracias especialmente por el testimonio perenne de la verdad, ofrecido por el Cardenal John Henry Newman. Confiando en sus oraciones, pidamos al Señor que ilumine nuestro camino y el camino de toda la sociedad británica, con la luz amable de su verdad, su amor y su paz. Amén.



ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE INGLATERRA, GALES Y ESCOCIA

Domingo 19 de septiembre de 2010

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Capilla del Francis Martin House del Oscott College - Birmingham



Mis queridos Hermanos en el Episcopado

Éste ha sido un día de gran alegría para la comunidad católica en estas islas. El Beato John Henry Newman, como ya podemos llamarle, ha sido elevado a los altares como un ejemplo de fidelidad heroica al Evangelio y un intercesor para la Iglesia en esta tierra a la que tanto amó y sirvió. Aquí, en esta misma capilla, en 1852, dio su voz a la nueva confianza y vitalidad de la comunidad católica en Inglaterra y Gales después de la restauración de la jerarquía, y sus palabras podrían aplicarse por igual a Escocia un cuarto de siglo más tarde. Su beatificación nos recuerda hoy la acción permanente del Espíritu Santo, convocando con sus dones al pueblo de Gran Bretaña a la santidad, para que, de este a oeste y de norte a sur, se ofrezca un sacrificio perfecto de alabanza y acción de gracias para gloria del nombre de Dios.

Agradezco al Cardenal O'Brien y al Arzobispo Nichols sus palabras, y al hacerlo así, recuerdo cómo hace poco tuve la oportunidad de saludaros a todos en Roma, con motivo de las visitas ad Limina de vuestras respectivas Conferencias Episcopales. Hablamos entonces de algunos de los retos que afrontáis al apacentar a vuestros fieles, en particular la necesidad urgente de anunciar nuevamente el Evangelio en un ambiente muy secularizado. Durante mi visita, he percibido con claridad la sed profunda que el pueblo británico tiene de la Buena Noticia de Jesucristo. Dios os ha escogido para ofrecerle el agua viva del Evangelio, animándolo a poner su esperanza, no en las vanas seducciones de este mundo, sino en las firmes promesas del mundo venidero. Al anunciar la venida del Reino, con su promesa de esperanza para los pobres y necesitados, los enfermos y ancianos, los no nacidos y los desamparados, aseguraos de presentar en su plenitud el mensaje del Evangelio que da vida, incluso aquellos elementos que ponen en tela de juicio las opiniones corrientes de la cultura actual. Como sabéis, he creado recientemente el Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización de los países de antigua tradición cristiana, y os animo a hacer uso de sus servicios al acometer vuestras tareas. Además, muchos de los nuevos movimientos eclesiales tienen un carisma especial para la evangelización, y sé que continuaréis estudiando los medios apropiados y eficaces para que participen en la misión de la Iglesia.

Desde vuestra visita a Roma, los cambios políticos en el Reino Unido han centrado la atención en las consecuencias de la crisis financiera, que ha causado tantas dificultades a innumerables personas y familias. El espectro del desempleo proyecta su sombra sobre las vidas de muchas personas, y el coste a largo plazo de las prácticas de inversión imprudente de los últimos tiempos está siendo muy evidente. En estas circunstancias, será necesario apelar nuevamente a la característica generosidad de los católicos británicos, y sé que vais a tomar la iniciativa de urgir la solidaridad con los menesterosos. La voz profética de los cristianos ha jugado un papel importante al poner de relieve las necesidades de los pobres e indigentes, a quienes muy fácilmente se descuida en la asignación de unos recursos limitados. En su instrucción Elegir el bien común, los Obispos de Inglaterra y Gales han subrayado la importancia de practicar la virtud en la vida pública. Las actuales circunstancias ofrecen una buena oportunidad para reforzar ese mensaje, y también para alentar a todos a aspirar a unos valores morales superiores en todos los ámbitos de sus vidas, en oposición a un contexto de creciente escepticismo incluso sobre la posibilidad misma de una vida virtuosa.

Otro asunto que ha llamado mucho la atención en los últimos meses, y que socava gravemente la credibilidad moral de los Pastores de la Iglesia, es el vergonzoso abuso de niños y jóvenes por parte de sacerdotes y religiosos. He hablado en muchas ocasiones de las profundas heridas que causa dicho comportamiento, en primer lugar en las víctimas, pero también en las relaciones de confianza que deben existir entre los sacerdotes y el pueblo, entre los sacerdotes y sus obispos, y entre las autoridades de la Iglesia y la gente en general. Sé que habéis adoptado serias medidas para poner remedio a esta situación, para asegurar que los niños estén eficazmente protegidos contra los daños y para hacer frente de forma adecuada y transparente a las denuncias que se presenten. Habéis reconocido públicamente vuestro profundo pesar por lo ocurrido, y las formas, a menudo insuficientes, con que esto se abordó en el pasado. Vuestra creciente toma de conciencia del alcance del abuso de menores en la sociedad, sus efectos devastadores, y la necesidad de proporcionar un correcto apoyo a las víctimas debería servir de incentivo para compartir las lecciones que habéis aprendido con la comunidad en general. En efecto, ¿qué mejor manera podría haber de reparar estos pecados que acercarse, con un espíritu humilde de compasión, a los niños que siguen sufriendo abusos en otros lugares? Nuestro deber de cuidar a los jóvenes no exige menos.

Al reflexionar sobre la fragilidad humana que estos trágicos sucesos tan crudamente han puesto de manifiesto, hemos de recordar que, si queremos ser Pastores cristianos eficaces, debemos llevar una vida con la mayor integridad, humildad y santidad. Como escribió el Beato John Henry Newman en cierta ocasión: «¡Oh Dios, concede a los sacerdotes sentir su debilidad como hombres pecadores, y al pueblo compadecerse de ellos, y amarles y orar por el aumento en ellos de los dones de la gracia» (Sermón, 22 de marzo de 1829). Rezo para que, entre las gracias de esta visita, se dé una renovada dedicación en los Pastores cristianos a la vocación profética que han recibido, y para que haya un nuevo aprecio en el pueblo del gran don del ministerio ordenado. La oración por las vocaciones brotará entonces de manera espontánea, y podemos estar seguros de que el Señor responderá con el envío de obreros a recoger la cosecha abundante que ha preparado en todo el Reino Unido (cf.
Mt 9,37-38). A este respecto, me alegro del encuentro que tendré próximamente con los seminaristas de Inglaterra, Escocia y Gales. Les aseguro mis oraciones mientras se preparan para tomar parte en esta cosecha.

Por último, me gustaría hablar con vosotros acerca de dos cuestiones específicas que afectan a vuestro ministerio episcopal en este momento. Una de ellas es la inminente publicación de la nueva traducción del Misal Romano. Quiero aprovechar esta oportunidad para agradeceros a todos la contribución que habéis realizado, con mucho esmero, revisando y aprobando colegialmente los textos. Esto servirá de gran ayuda a los católicos de todo el mundo de habla inglesa. Os animo ahora a aprovechar la oportunidad que ofrece la nueva traducción para una catequesis más profunda sobre la Eucaristía y una renovada devoción en la forma de su celebración. «Cuanto más viva es la fe eucarística en el Pueblo de Dios, tanto más profunda es su participación en la vida eclesial a través de la adhesión consciente a la misión que Cristo ha confiado a sus discípulos» (Sacramentum caritatis, 6). El otro asunto lo abordé en febrero con los Obispos de Inglaterra y Gales, cuando los invité a ser generosos en la aplicación de la Constitución Apostólica Anglicanorum Coetibus. Esto debería contemplarse como un gesto profético que puede contribuir positivamente al desarrollo de las relaciones entre anglicanos y católicos. Nos ayuda a fijar nuestra atención en el objetivo último de toda actividad ecuménica: la restauración de la plena comunión eclesial en un contexto en el que el intercambio recíproco de dones de nuestros respectivos patrimonios espirituales nos enriquezca a todos. Sigamos rezando y trabajando sin cesar con el fin de acelerar el gozoso día en que ese objetivo se pueda lograr.

Con estos sentimientos, os doy las gracias de corazón por vuestra hospitalidad durante los últimos cuatro días. A la vez que os confío a vosotros y al pueblo que servís a la intercesión de San Andrés, San David y San Jorge, os imparto complacido mi Bendición Apostólica, que extiendo al clero, a los religiosos y fieles de Inglaterra, Escocia y Gales.



CEREMONIA DE DESPEDIDA

Domingo 19 de septiembre de 2010

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Aeropuerto internacional de Birmingham



Señor Primer Ministro:

Le agradezco sus cordiales palabras de despedida en nombre del Gobierno de Su Majestad y del pueblo del Reino Unido. Estoy muy agradecido por el intenso trabajo de preparación, tanto del Gobierno actual como del precedente, del servicio civil, de las autoridades locales y la policía, y de los numerosos voluntarios que pacientemente han ayudado a preparar los eventos de estos cuatro días. Gracias por vuestra calurosa acogida y por la hospitalidad que me habéis dispensado.

En el tiempo que he estado con vosotros, he encontrado a representantes de muchas comunidades, culturas, lenguas y religiones que componen la sociedad Británica. La gran diversidad de la moderna Gran Bretaña es un desafío para su Gobierno y su pueblo, pero también representa una gran oportunidad de mayor diálogo intercultural e interreligioso que enriquecerá a toda la comunidad.

En estos días, he agradecido la oportunidad de encontrarme con Su Majestad la Reina, así como con usted y otros líderes políticos, y hablar sobre cuestiones de mutuo interés, tanto internas como externas. Me he sentido particularmente honrado al recibir la invitación para dirigirme a las dos Cámaras del Parlamento en el histórico recinto de Westminster Hall. Deseo sinceramente que estos encuentros contribuyan a confirmar y fortalecer las excelentes relaciones entre la Santa Sede y el Reino Unido, especialmente en la cooperación para el desarrollo internacional, el cuidado del medio ambiente y la construcción de una sociedad civil con un renovado sentido de valores compartidos y metas comunes.

Fue asimismo una satisfacción visitar a Su Gracia, el Arzobispo de Canterbury, y a los Obispos de la Iglesia de Inglaterra, orando posteriormente con ellos y nuestros hermanos cristianos en los sugerentes alrededores de la Abadía de Westminster, un lugar que habla con mucha elocuencia de las tradiciones y cultura que compartimos. Puesto que Gran Bretaña acoge a muchas tradiciones religiosas, he agradecido la oportunidad de encontrar a sus representantes y compartir con ellos algunas ideas acerca de la contribución que las religiones pueden ofrecer al desarrollo de una sana sociedad plural.

Naturalmente, mi visita ha estado dirigida de un modo especial a los católicos del Reino Unido. Aprecio muchísimo el tiempo que he pasado con los Obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, y con los profesores, alumnos y personas mayores. Ha sido especialmente conmovedor celebrar con ellos, aquí en Birmingham, la beatificación de un gran hijo de Inglaterra, el Cardenal John Henry Newman. Estoy convencido de que, con su vasto legado de escritos académicos y espirituales, tiene todavía mucho que enseñarnos sobre la vida y el testimonio cristiano en medio de los desafíos del mundo actual, desafíos que él previó con sorprendente claridad.

Al despedirme de vosotros, os aseguro una vez más mis mejores deseos y oraciones por la paz y prosperidad de Gran Bretaña. Muchísimas gracias y que Dios os bendiga a todos.






Discursos 2010 116