Discursos 2009 199

VISITA A LA PARROQUIA DE SAN ANTONINO, DONDE FUE BAUTIZADO GIOVANNI BATTISTA MONTINI

Concesio

Domingo 8 de noviembre de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Con este encuentro termina la visita pastoral a Brescia, tierra natal de mi venerado predecesor Pablo VI. Y para mí es un verdadero placer concluirla precisamente aquí, en Concesio, donde nació y comenzó su larga y rica aventura humana y espiritual. Más significativo aún —y más emocionante— es estar en esta iglesia vuestra que fue también su iglesia. Aquí, el 30 de septiembre de 1897, recibió el Bautismo y quién sabe cuántas veces volvió a ella para orar; probablemente aquí comprendió mejor la voz del divino Maestro que lo llamó a seguirlo y lo llevó, a través de varias etapas, hasta ser su Vicario en la tierra. Aquí resuenan también las inspiradas palabras que, ya siendo cardenal, Giovanni Battista Montini pronunció hace cincuenta años, el 16 de agosto de 1959, cuando volvió a su pila bautismal. "Aquí llegué a ser cristiano —dijo—; llegué a ser hijo de Dios y recibí el don de la fe" (G. B. Montini, Discorsi e Scritti Milanesi, II, p. 3010). Al recordarlo, me complace saludaros con afecto a todos vosotros, sus paisanos, a vuestro párroco y al alcalde, así como al pastor de la diócesis, monseñor Luciano Monari, y a todos los que han querido estar presentes en este breve pero intenso momento de intimidad espiritual.

"Aquí llegué a ser cristiano..., recibí el don de la fe". Queridos amigos, permitidme aprovechar esta ocasión para recordar, partiendo precisamente de la afirmación del Papa Montini y refiriéndome a otras intervenciones suyas, la importancia del Bautismo en la vida de todo cristiano. El Bautismo —afirma— puede definirse "la primera y fundamental relación vital y sobrenatural entre la Pascua del Señor y nuestra Pascua" (Insegnamenti IV, [1966], 742); es el sacramento mediante el cual tiene lugar "la transfusión del misterio de la muerte y resurrección de Cristo a sus seguidores" (Insegnamenti XIV, [1976], 407); es el sacramento que introduce en la relación de comunión con Cristo. "Por el bautismo —como dice san Pablo— fuimos sepultados con él en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos (...), así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rm 6,4). A Pablo VI le gustaba subrayar la dimensión cristocéntrica del Bautismo, con el que nos hemos revestido de Cristo, con el que entramos en comunión vital con él y le pertenecemos a él.

200 En tiempos de grandes cambios en el seno de la Iglesia y en el mundo, ¡cuántas veces Pablo VI insistió en esta necesidad de permanecer firmes en la comunión vital con Cristo! De hecho, sólo así llegamos a ser miembros de su familia, que es la Iglesia. El Bautismo —afirmaba— es la "puerta por la que los hombres entran en la Iglesia" (Insegnamenti XII, [1974], 422); es el sacramento con el que se llega a ser "hermanos de Cristo y miembros de aquella humanidad, destinada a formar parte de su Cuerpo místico y universal, que se llama la Iglesia" (Insegnamenti XIII, [1975], 308). Al hombre regenerado por el Bautismo Dios lo hace partícipe de su vida misma, y "el bautizado puede tender eficazmente a Dios-Trinidad, su fin último, al que está ordenado, con la finalidad de participar en su vida y en su amor infinito" (Insegnamenti XI, [1973], 850).

Queridos hermanos y hermanas, quisiera volver idealmente a la visita que realizó hace cincuenta años a esta iglesia parroquial el entonces arzobispo de Milán. Recordando su Bautismo, se preguntó cómo había conservado y vivido este gran don del Señor y, aun reconociendo que no lo había comprendido ni secundado suficientemente, confesó: "Os quiero decir que la fe que recibí en esta iglesia con el sacramento del santo Bautismo fue para mí la luz de la vida..., la lámpara de mi vida" (Op. cit., pp. 3010. 3011). Haciéndonos eco de sus palabras, podríamos preguntarnos: "¿Cómo vivo mi Bautismo? ¿Cómo hago experiencia del camino de vida nueva del que habla san Pablo?". En el mundo en que vivimos —para usar también una expresión del arzobispo Montini— a menudo hay "una nube que nos quita la alegría de ver con serenidad el cielo divino...; sentimos la tentación de creer que la fe es un vínculo, una cadena de la que es preciso liberarse; que es algo antiguo, por no decir pasado de moda, algo que no sirve" (ib., p. 3012), por lo cual el hombre piensa que basta "la vida económica y social para dar una respuesta a todas las aspiraciones del corazón humano" (ib.). Al respecto, ¡qué elocuente es, en cambio, la expresión de san Agustín, quien escribe en las Confesiones que nuestro corazón no tiene paz hasta que descansa en Dios (cf. I, 1). El ser humano sólo es verdaderamente feliz si encuentra la luz que lo ilumina y le da plenitud de significado. Esta luz es la fe en Cristo, don que se recibe en el Bautismo y que es preciso redescubrir constantemente para poder transmitirlo a los demás.

Queridos hermanos y hermanas, no olvidemos el inmenso don que recibimos el día en que fuimos bautizados. En ese momento Cristo nos unió a sí para siempre, pero, por nuestra parte, ¿seguimos permaneciendo unidos a él con opciones coherentes con el Evangelio? No es fácil ser cristianos. Hace falta valentía y tenacidad para no conformarse a la mentalidad del mundo, para no dejarse seducir por los señuelos a veces poderosos del hedonismo y el consumismo, para afrontar, si fuera necesario, incluso incomprensiones y a veces hasta verdaderas persecuciones. Vivir el Bautismo implica permanecer firmemente unidos a la Iglesia, también cuando vemos en su rostro alguna sombra y alguna mancha. Es ella la que nos ha engendrado para la vida divina y nos acompaña en todo nuestro camino:¡Amémosla, amémosla como a nuestra Madre! Amémosla y sirvámosla con un amor fiel, que se traduzca en gestos concretos en el seno de nuestras comunidades, sin caer en la tentación del individualismo y del prejuicio, y superando toda rivalidad y división. Así seremos verdaderos discípulos de Cristo. Que nos ayude desde el cielo María, Madre de Cristo y de la Iglesia, a quien el siervo de Dios Pablo VI amó y honró con gran devoción. Queridos hermanos y hermanas, os agradezco una vez más vuestra acogida, tan cordial y afectuosa; y, a la vez que os aseguro mi recuerdo en la oración, imparto a todos de corazón una bendición especial.




A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO MUNDIAL SOBRE LA PASTORAL DE LOS EMIGRANTES Y LOS REFUGIADOS

Lunes 9 de noviembre de 2009



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra recibiros al comienzo del Congreso mundial sobre la pastoral de los emigrantes y los refugiados. Saludo en primer lugar al presidente de vuestro Consejo pontificio, monseñor Antonio Maria Vegliò, y le agradezco las cordiales palabras con las que ha introducido este encuentro. Saludo al secretario, a los miembros, a los consultores y a los oficiales del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes. Dirijo un cordial saludo al honorable Renato Schifani, presidente del Senado de la República. Saludo a todos los presentes. A cada uno expreso mi aprecio por el compromiso y la solicitud con que trabajáis en un ámbito social hoy día tan complejo y delicado, ofreciendo apoyo a quien, por libre elección o por necesidad, deja su país de origen y emigra a otras naciones.

El tema del Congreso —"Una respuesta al fenómeno migratorio en la era de la globalización"— pone de relieve el contexto especial en el que se sitúan las migraciones en nuestra época. En efecto, aunque el fenómeno migratorio es tan antiguo como la historia de la humanidad, nunca había tenido una importancia tan grande por consistencia y por complejidad de problemáticas como en nuestros tiempos. Afecta a casi todos los países del mundo y se inserta en el vasto proceso de la globalización. Millones de mujeres, hombres, niños, jóvenes y ancianos afrontan los dramas de la emigración a veces para sobrevivir, más que para buscar mejores condiciones de vida para ellos y para sus familiares. Va creciendo cada vez más la brecha económica entre los países pobres y los industrializados. La crisis económica mundial, con el enorme incremento del desempleo, reduce las posibilidades de empleo y aumenta el número de los que no logran encontrar ni siquiera un trabajo del todo precario. Por este motivo, muchos se ven forzados a abandonar su propia tierra y sus comunidades de origen; están dispuestos a aceptar trabajos en condiciones para nada conformes a la dignidad humana y su inserción en las sociedades que los acogen es difícil a causa de la diversidad de lengua, de cultura y de ordenamientos sociales.

La condición de los emigrantes, y en mayor medida la de los refugiados, recuerda en cierto modo las vicisitudes del antiguo pueblo bíblico que, al huir de la esclavitud de Egipto llevando en el corazón el sueño de la tierra prometida, atravesó el Mar Rojo y, en lugar de llegar enseguida a la meta deseada, tuvo que afrontar las dificultades del desierto. Hoy muchos emigrantes abandonan su país para huir de unas condiciones de vida humanamente inaceptables, pero sin encontrar en otras partes la acogida que esperaban. Frente a situaciones tan complejas, ¿cómo no detenerse a reflexionar sobre las consecuencias de una sociedad basada fundamentalmente en el mero desarrollo material? En la encíclica Caritas in veritate expliqué que el verdadero desarrollo es sólo el que es integral, es decir, el que abarca a todos los hombres y a todo el hombre.

El desarrollo auténtico siempre tiene un carácter solidario. En una sociedad en vías de globalización, el bien común y el compromiso por conseguirlo —afirmé también en la Caritas in veritate— deben asumir las dimensiones de toda la familia humana, es decir, de la comunidad de los pueblos y de las naciones (cf. n. ). Más aún, incluso el proceso de globalización, como subrayó oportunamente el siervo de Dios Juan Pablo II, puede ser una ocasión propicia para promover el desarrollo integral, pero solamente "si las diferencias culturales se acogen como ocasión de encuentro y diálogo, y si la repartición desigual de los recursos mundiales provoca una nueva conciencia de la necesaria solidaridad que debe unir a la familia humana" (Mensaje con motivo de la Jornada mundial del emigrante de 1999, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de diciembre de 1999, p. 11). En consecuencia, hay que dar respuestas adecuadas a los grandes cambios sociales actuales, teniendo claro que no se producirá un desarrollo efectivo si no se favorece el encuentro entre los pueblos, el diálogo entre las culturas y el respeto de las legítimas diferencias.

201 Desde esta perspectiva, ¿por qué no considerar el actual fenómeno mundial migratorio como una condición favorable para la comprensión entre los pueblos y para la construcción de la paz y de un desarrollo que abarque a toda nación? Esto es precisamente lo que quise recordar en el Mensaje para la Jornada mundial del emigrante y del refugiado en el Año jubilar paulino: las migraciones nos invitan a poner de relieve la unidad de la familia humana y el valor de la acogida, de la hospitalidad y del amor al prójimo. Pero esto debe traducirse en gestos diarios de comunión, de participación y de solicitud por los demás, especialmente por los necesitados. Para ser acogedores los unos para con los otros —enseña san Pablo— los cristianos saben que deben estar dispuestos a escuchar la Palabra de Dios, que nos llama a imitar a Cristo y a permanecer unidos a él. Sólo de este modo se muestran solícitos por los demás y no ceden nunca a la tentación de despreciar y rechazar a quien es diferente. A todo hombre y toda mujer, configurados con Cristo, se los ve como hermanos y hermanas, hijos del mismo Padre. Este tesoro de fraternidad los hace "diligentes en la hospitalidad", "que es hija primogénita del agapé" (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de octubre de 2008, p. 7).

Queridos hermanos y hermanas, cada comunidad cristiana, fiel a las enseñanzas de Jesús, no puede menos de respetar y prestar atención a todos los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios y redimidos por la sangre de Cristo, más aún cuando pasan dificultades. Por esta razón la Iglesia invita a los fieles a abrir el corazón a los emigrantes y a sus familias, sabiendo que no son sólo un "problema", sino que constituyen un "recurso" que hay que saber valorar oportunamente para el camino de la humanidad y para su auténtico desarrollo. Os agradezco de nuevo a cada uno el servicio que prestáis a la Iglesia y a la sociedad, e invoco la materna protección de María sobra cada acción vuestra en favor de los emigrantes y los refugiados. Por mi parte, os aseguro la oración, y con mucho gusto os bendigo a vosotros y a los que forman parte de la gran familia de los emigrantes y los refugiados.


A LOS PROFESORES Y ALUMNOS DE LA LIBRE UNIVERSIDAD MARÍA ASUNTA (LUMSA)

Sala Pablo VI

Jueves 12 de noviembre de 2009



Señores cardenales;
señor presidente del Senado e ilustres autoridades;
rector magnífico y distinguidos profesores;
queridas Misioneras de la Escuela;
queridos estudiantes y amigos:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión del 70° aniversario de la fundación de la Libre Universidad María Santísima Asunta (LUMSA). Saludo cordialmente al rector de vuestra universidad, el profesor Giuseppe Dalla Torre, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido. Me complace saludar al presidente del Senado, el honorable Renato Schifani, y a las demás autoridades civiles y militares italianas, así como a las numerosas personalidades, a los rectores y a los directores administrativos presentes. A todos los que formáis la gran familia de la LUMSA os doy mi cordial bienvenida.

Vuestro ateneo, nacido en 1939 por iniciativa de la sierva de Dios madre Luigia Tincani, fundadora de la Unión Santa Catalina de Siena de las Misioneras de la Escuela, y del cardenal Giuseppe Pizzardo, entonces prefecto de la Congregación de los seminarios y de las universidades de los estudios, con el objetivo de promover una adecuada formación universitaria para las religiosas destinadas a la enseñanza en las escuelas católicas, comenzó su actividad en el clima de compromiso educativo del mundo católico suscitado por la encíclica de Pío XI Divini illius Magistri. Vuestra universidad, por lo tanto, nació con una identidad católica muy precisa, contando también con el impulso de la Santa Sede, con la que conserva un vínculo estrecho. A lo largo de estos setenta años la LUMSA ha preparado a generaciones de educadores y se ha desarrollado considerablemente, sobre todo después de transformarse en libre universidad, en 1989, y de la consiguiente creación de nuevas facultades con la ampliación del alumnado. Sé que hoy cuenta con cerca de nueve mil estudiantes en las cuatro sedes del territorio nacional y representa una referencia importante en el campo educativo. Mientras en Italia y en Europa la situación cultural y legislativa evolucionaba profundamente, la LUMSA ha sabido crecer prestando atención a dos factores: permanecer fiel a la intuición originaria de la madre Tincani y, al mismo tiempo, responder a los nuevos desafíos de la sociedad.

202 Efectivamente, el contexto actual se caracteriza por una preocupante emergencia educativa —sobre la que me he detenido a reflexionar en varias ocasiones— en la que la tarea de quienes están llamados a la enseñanza asume un relieve muy especial. Se trata ante todo del papel de los profesores universitarios, pero también del itinerario formativo de los estudiantes que se preparan para desempeñar la profesión de docentes en los diversos órdenes y grados de la escuela, o de profesionales en los distintos ámbitos de la sociedad. Cada profesión es una ocasión para testimoniar y traducir en la práctica los valores interiorizados personalmente durante el periodo académico.

La profunda crisis económica, generalizada en todo el mundo, y las causas que la han provocado han puesto de manifiesto la exigencia de una inversión más firme y valiente en el campo del saber y de la educación, como modo de responder a los numerosos desafíos planteados y preparar a las generaciones jóvenes para construir un futuro mejor (cf. Caritas in veritate ). Por este motivo se siente la necesidad de crear en el ámbito educativo vínculos de pensamiento, de enseñar a colaborar entre las diferentes disciplinas y de aprender unos de otros. Frente a los profundos cambios que afectan a nuestra sociedad es cada vez más urgente la necesidad de recurrir a los valores fundamentales que debemos transmitir a las generaciones jóvenes como patrimonio indispensable y, por lo tanto, de preguntarse cuáles son esos valores. Así, las instituciones académicas se encuentran ante apremiantes cuestiones de carácter ético.

En este contexto, las universidades católicas tienen un papel importante que desempeñar, manteniendo la fidelidad a su identidad específica y esforzándose por prestar un servicio cualificado en la Iglesia y en la sociedad. En este sentido, siguen revistiendo gran actualidad las indicaciones ofrecidas por mi venerado predecesor Juan Pablo II en la constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, en la que invitaba a la universidad católica a garantizar institucionalmente una presencia cristiana en el mundo académico. En la compleja realidad social y cultural, la universidad católica está llamada a actuar con la inspiración cristiana de los individuos y de la comunidad universitaria como tal; con la incesante reflexión sapiencial, iluminada por la fe, y la investigación científica; con la fidelidad al mensaje cristiano tal como lo presenta la Iglesia; y con el compromiso institucional al servicio del pueblo de Dios y de la familia humana, en su camino hacia la meta final (cf. n. 13).

Queridos amigos, la LUMSA es una universidad católica, que tiene como elemento específico de su identidad esta inspiración cristiana. Como se lee en su Charta magna, se propone realizar un trabajo científico orientado a la búsqueda de la verdad, en un diálogo entre fe y razón, en una tensión ideal hacia la integración de los conocimientos y de los valores. Al mismo tiempo quiere llevar a cabo una actividad formativa con una constante atención ética, elaborando síntesis positivas entre fe y cultura, y entre ciencia y sabiduría, para el desarrollo pleno y armónico de la persona humana. Este enfoque es para vosotros, queridos docentes, estimulante y exigente. De hecho, trabajáis para estar cada vez mejor cualificados para la enseñanza y la investigación, a la vez que os proponéis cultivar la misión educativa. Hoy, como en el pasado, la universidad necesita verdaderos maestros, que transmitan, junto a los contenidos y al saber científico, un método riguroso de investigación y valores y motivaciones profundas.

Queridos estudiantes, aunque estéis inmersos en una sociedad fragmentada y relativista, mantened la mente y el corazón siempre abiertos a la verdad. Dedicaos a adquirir, de modo profundo, los conocimientos que contribuyen a la formación integral de vuestra personalidad, a afinar la capacidad de búsqueda de la verdad y del bien durante toda la vida, a prepararos profesionalmente para llegar a ser constructores de una sociedad más justa y solidaria. Que el ejemplo de la madre Tincani fomente en todos el compromiso de acompañar el riguroso trabajo académico con una intensa vida interior, sostenida por la oración.

Que la Virgen María, Sedes Sapientiae, guíe este camino con la verdadera sabiduría, que viene de Dios. Os agradezco este agradable encuentro y os bendigo de corazón a cada uno de vosotros y vuestro trabajo.


A LOS PARTICIPANTES EN LA 28ª ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO «COR UNUM»

Sala del Consistorio

Viernes 13 de noviembre de 2009



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

203 Me complace saludaros a cada uno de vosotros, miembros, consultores y oficiales del Consejo pontificio "Cor unum", reunidos aquí para la asamblea plenaria, en la que tratáis el tema: "Itinerarios formativos para los agentes de la caridad". Saludo al cardenal Paul Josef Cordes, presidente del dicasterio, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido, también en vuestro nombre. Expreso a todos mi reconocimiento por el valioso servicio que prestáis a la actividad caritativa de la Iglesia. Mi pensamiento se dirige especialmente a los numerosos fieles que, por diversas razones y en todas partes del mundo, donan con generosidad y entrega su tiempo y sus energías para testimoniar el amor de Cristo, buen samaritano, que se inclina sobre los necesitados en el cuerpo y en el espíritu. Puesto que, como subrayé en la encíclica Deus caritas est, "la naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia)" (n. ), la caridad pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia.

Al actuar en este ámbito de la vida eclesial, cumplís una misión que se sitúa en una tensión constante entre dos polos: el anuncio del Evangelio y la atención al corazón del hombre y al ambiente en el que vive. Este año dos acontecimientos eclesiales especiales han puesto de relieve este aspecto: la publicación de la encíclica Caritas in veritate y la celebración de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos sobre la reconciliación, la justicia y la paz. Desde perspectivas distintas pero convergentes, han puesto de manifiesto que la Iglesia, en su anuncio salvífico, no puede prescindir de las condiciones concretas de vida de los hombres a los que es enviada. Contribuir a mejorarlas forma parte de su vida y de su misión, puesto que la salvación de Cristo es integral y atañe al hombre en todas sus dimensiones: física, espiritual, social y cultural, terrena y celestial. Justamente de esta conciencia nacieron a lo largo de los siglos muchas obras e instituciones eclesiales destinadas a la promoción de las personas y de los pueblos, que han dado y siguen dando una contribución insustituible al crecimiento, al desarrollo armónico e integral del ser humano. Como reafirmé en la encíclica Caritas in veritate, "el testimonio de la caridad de Cristo mediante obras de justicia, paz y desarrollo forma parte de la evangelización, porque a Jesucristo, que nos ama, le interesa todo el hombre" (n. ).

Desde esta perspectiva se ha de ver el compromiso de la Iglesia para el desarrollo de una sociedad más justa, en la que se reconozcan y respeten todos los derechos de los individuos y de los pueblos (cf. ib., ). En este sentido muchos fieles laicos llevan a cabo una provechosa acción en el campo económico, social, legislativo y cultural, y promueven el bien común. Dan testimonio del Evangelio, contribuyendo a construir un orden justo en la sociedad y participando en primera persona en la vida pública (cf. Deus caritas est ). Ciertamente, no es competencia de la Iglesia intervenir directamente en la política de los Estados o en la construcción de estructuras políticas adecuadas (cf. Caritas in veritate, ). La Iglesia con el anuncio del Evangelio abre el corazón a Dios y al prójimo, y despierta las conciencias. Con la fuerza de su anuncio defiende los derechos humanos verdaderos y se compromete por la justicia.

La fe es una fuerza espiritual que purifica a la razón en la búsqueda de un orden justo, liberándola del riesgo siempre presente de dejarse "deslumbrar" por el egoísmo, el interés y el poder. En realidad, como demuestra la experiencia, incluso en las sociedades más desarrolladas desde el punto de vista social, la caritas sigue siendo necesaria: el servicio del amor nunca es superfluo, no sólo porque el alma humana necesita siempre, además de las cosas materiales, el amor, sino también porque persisten situaciones de sufrimiento, de soledad, de necesidad, que requieren entrega personal y ayudas concretas.

Al prestar una atención amorosa al hombre, la Iglesia siente latir dentro de sí la plenitud de amor suscitada por el Espíritu Santo, el cual ayuda al hombre a liberarse de las opresiones materiales, a la vez que asegura consuelo y apoyo al alma, liberándola de los males que la afligen. La fuente de este amor es Dios mismo, misericordia infinita y amor eterno. Por lo tanto, cualquier persona que presta su servicio en los organismos eclesiales que gestionan iniciativas y obras de caridad, no puede menos de tener este objetivo principal: dar a conocer y experimentar el rostro misericordioso del Padre celestial, puesto que en el corazón de Dios Amor está la respuesta verdadera a las expectativas más íntimas de todo corazón humano.

¡Cuán necesario es para los cristianos mantener la mirada fija en el rostro de Cristo! ¡Sólo en él, plenamente Dios y plenamente hombre, podemos contemplar al Padre (cf.
Jn 14,9) y experimentar su infinita misericordia! Los cristianos saben que están llamados a servir y a amar al mundo, aun sin ser "del mundo" (cf. Jn 15,19); a llevar una Palabra de salvación integral del hombre, que no se puede encerrar en el horizonte terreno; a permanecer, como Cristo, totalmente fieles a la voluntad del Padre hasta el don supremo de sí mismos, para que sea más fácil percibir la necesidad de amor verdadero que todo corazón alberga. Este es el camino que debe recorrer quienquiera que desee testimoniar la caridad de Cristo, si quiere seguir la lógica del Evangelio.

Queridos amigos, es importante que la Iglesia, insertada en las vicisitudes de la historia y de la vida de los hombres, se convierta en un canal de la bondad y del amor de Dios. Que así sea para vosotros y para cuantos trabajan en el vasto ámbito del que se ocupa vuestro Consejo pontificio. Con este deseo, invoco la intercesión materna de María sobre vuestros trabajos y, renovando mi agradecimiento por vuestra presencia y por la obra que realizáis, os imparto con gusto a cada uno de vosotros y a vuestras familias mi bendición apostólica.


A LOS OBISPOS BRASILEÑOS DE LA REGIÓN SUR 1 EN VISITA "AD LIMINA"

Sala del Consistorio

Sábado 14 de noviembre de 2009



Señor cardenal;
queridos arzobispos y obispos de Brasil:

204 En el curso de la visita que estáis realizando ad limina Apostolorum, os habéis reunido hoy para subir a la Casa del Sucesor de Pedro, que con los brazos abiertos os acoge a todos vosotros, amados pastores de la región Sur 1, en el Estado de São Paulo. Allí se encuentra el importante centro de acogida y evangelización que es el santuario de Nuestra Señora Aparecida, donde tuve la alegría de estar en mayo de 2007 para la inauguración de la V Conferencia del Episcopado latinoamericano y del Caribe. Hago votos para que la semilla entonces lanzada dé frutos buenos para el bien espiritual y también social de las poblaciones de ese prometedor continente, de la querida nación brasileña y de vuestro Estado federal. Esas poblaciones "tienen derecho a una vida plena, propia de los hijos de Dios, con unas condiciones más humanas: libres de las amenazas del hambre y de toda forma de violencia" (Discurso inaugural, 13 de mayo de 2007, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 2007, p. 10). Una vez más, deseo agradecer todo lo que se realizó con tan gran generosidad y renovaros mi cordial saludo a vosotros y a vuestras diócesis, recordando de modo especial a los sacerdotes, a los consagrados y las consagradas, y a los fieles laicos que os ayudan en la obra de evangelización y animación cristiana de la sociedad.

Vuestro pueblo abriga en el corazón un gran sentimiento religioso y nobles tradiciones, arraigadas en el cristianismo, que se expresan en sentidas y genuinas manifestaciones religiosas y civiles. Se trata de un patrimonio rico en valores que vosotros —como muestran vuestras relaciones, y como monseñor Nelson refería en el amable saludo que me acaba de dirigir en vuestro nombre— procuráis mantener, defender, extender, profundizar y vivificar. A la vez que me alegro mucho por todo esto, os exhorto a proseguir esta obra de constante y metódica evangelización, conscientes de que la formación verdaderamente cristiana de la conciencia es decisiva para una profunda vida de fe y también para la madurez social y el verdadero y equilibrado bienestar de la comunidad humana.
De hecho, para merecer el título de comunidad, un grupo humano debe corresponder, en su organización y en sus objetivos, a las aspiraciones fundamentales del ser humano. Por eso no es exagerado afirmar que una vida social auténtica comienza en la conciencia de cada uno. Dado que la conciencia bien formada lleva a realizar el verdadero bien del hombre, la Iglesia, especificando cuál es este bien, ilumina al hombre y, a través de toda la vida cristiana, procura educar su conciencia.

La enseñanza de la Iglesia, debido a su origen —Dios—, a su contenido —la verdad— y a su punto de apoyo —la conciencia— encuentra un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente o no creyente. En concreto, "el tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspire a la verdad y esté atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. (...) El "pueblo de la vida" se alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el "pueblo para la vida", y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer, para el verdadero bien de la ciudad de los hombres" (Evangelium vitae, 25 de marzo de 1995, n.
EV 101).

Venerables hermanos, hablad al corazón de vuestro pueblo, despertad las conciencias, reunid las voluntades en un esfuerzo conjunto contra la creciente ola de violencia y menosprecio por el ser humano. Este, de don de Dios acogido en la intimidad amorosa del matrimonio entre un hombre y una mujer, ha pasado a ser considerado como mero producto humano. "En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Este es un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia" (Caritas in veritate, 29 de junio de 2009, n. ).

Job, de modo provocativo, invita a los seres irracionales a dar su propio testimonio: "Interroga a las bestias, que te instruyan; a las aves del cielo, que te informen. Te instruirán los reptiles de la tierra; te enseñarán los peces del mar. Pues entre todos ellos, ¿quién ignora que la mano de Dios ha hecho esto? Él, que tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre" (Jb 12,7-10). La convicción de la recta razón y la certeza de la fe de que la vida del ser humano, desde la concepción hasta la muerte natural, pertenece a Dios y no a los hombres, le confiere ese carácter sagrado y esa dignidad personal que suscita la única actitud legal y moral correcta, esto es, un profundo respeto. Porque el Señor de la vida dijo: "A todos y a cada uno reclamaré el alma humana (...) porque a imagen de Dios hizo él al hombre" (Gn 9,5 Gn 9,6).

Mis queridos y venerables hermanos, nunca podemos desanimarnos en nuestra llamada a la conciencia. No seríamos seguidores fieles de nuestro divino Maestro si no supiéramos llevar nuestra esperanza "contra toda esperanza" (Rm 4,18) en todas las situaciones, incluso en las más arduas. Seguid trabajando por el triunfo de la causa de Dios, no con el ánimo triste de quien sólo advierte carencias y peligros, sino con la firme confianza de quien sabe que puede contar con la victoria de Cristo.

María, plenamente conforme a su Hijo, vencedor del pecado y de la muerte, está unida al Señor de modo inefable. Por la intercesión de Nuestra Señora Aparecida, imploro de Dios luz, consuelo, fuerza, intensidad de propósitos y logros para vosotros y para vuestros más directos colaboradores, al mismo tiempo que de corazón os imparto una bendición apostólica especial, que extiendo a todos los fieles de cada comunidad diocesana.



Discursos 2009 199