Discursos 2010 5

5 Con estos sentimientos, con afecto y benevolencia imparto la bendición apostólica, que extiendo de corazón a vuestras familias y a cuantos viven y trabajan en Roma, en su provincia y en todo el Lacio.








A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE A FE

Sala Clementina

Viernes 15 de enero de 2010



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos fieles colaboradores:

Es para mí motivo de gran alegría encontrarme con vosotros con ocasión de la sesión plenaria y manifestaros los sentimientos de profundo agradecimiento y de cordial aprecio por el trabajo que lleváis a cabo al servicio del Sucesor de Pedro en su ministerio de confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc 22,32).

Agradezco al señor cardenal William Joseph Levada sus palabras de saludo, en las que ha recordado los temas de los que se ocupa actualmente la Congregación, así como las nuevas responsabilidades que el motu proprio "Ecclesiae Unitatem" le ha confiado, uniendo de modo estrecho al dicasterio la Comisión pontificia Ecclesia Dei.

Quisiera ahora detenerme brevemente en algunos aspectos que usted, señor cardenal, ha expuesto.
Ante todo, deseo subrayar que vuestra Congregación participa del ministerio de unidad, confiado de modo especial al Romano Pontífice, mediante su compromiso por la fidelidad doctrinal. De hecho, la unidad es en primer lugar unidad de fe, sostenida por el sagrado depósito, cuyo primer custodio y defensor es el Sucesor de Pedro. Confirmar a los hermanos en la fe, manteniéndolos unidos en la confesión de Cristo crucificado y resucitado, constituye para quien se sienta en la Cátedra de Pedro el deber primero y fundamental que Jesús le ha conferido. Es un servicio inderogable, del que depende la eficacia de la acción evangelizadora de la Iglesia hasta el final de los siglos.

El Obispo de Roma, de cuya potestas docendi participa vuestra Congregación, debe proclamar constantemente: "Dominus Iesus", "Jesús es el Señor". La potestas docendi conlleva la obediencia a la fe, para que la Verdad, que es Cristo, siga resplandeciendo en su grandeza y resonando para todos los hombres en su integridad y pureza, de modo que haya un solo rebaño, reunido en torno al único Pastor.

6 Alcanzar el testimonio común de fe de todos los cristianos constituye, por tanto, la prioridad de la Iglesia de todos los tiempos, con el fin de llevar a todos los hombres al encuentro con Dios. Con este espíritu confío de modo especial en el compromiso del dicasterio para que se superen los problemas doctrinales que aún persisten, a fin de alcanzar la plena comunión con la Iglesia, por parte de la Fraternidad San Pío x.

Deseo, además, congratularme por el compromiso en favor de la plena integración en la vida de la Iglesia católica de personas y grupos de fieles, que antes pertenecían al anglicanismo, según cuanto se establece en la constitución apostólica Anglicanorum coetibus. La fiel adhesión de estos grupos a la verdad recibida de Cristo y propuesta por el Magisterio de la Iglesia no es, en modo alguno, contraria al movimiento ecuménico, sino que muestra su objetivo último, que consiste en alcanzar la comunión plena y visible de los discípulos del Señor.

En el valioso servicio que prestáis al Vicario de Cristo, quiero recordar también que la Congregación para la doctrina de la fe, en septiembre de 2008, publicó la Instrucción Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética. Después de la encíclica Evangelium vitae del siervo de Dios Juan Pablo II en marzo de 1995, este documento doctrinal, centrado en el tema de la dignidad de la persona, creada en Cristo y por Cristo, representa un nuevo punto firme en el anuncio del Evangelio, en plena continuidad con la Instrucción Donum vitae, publicada por este dicasterio en febrero de 1987.

En temas tan delicados y actuales, como los que se refieren a la procreación y a las nuevas propuestas terapéuticas que conllevan la manipulación del embrión y del patrimonio genético humano, la Instrucción ha recordado que "el valor ético de la ciencia biomédica se mide tanto con referencia al respeto incondicional debido a cada ser humano, en todos los momentos de su existencia, como a la tutela de la especificidad de los actos personales que transmiten la vida" (Dignitas personae, n. 10). De este modo el Magisterio de la Iglesia pretende dar su contribución a la formación de la conciencia, no sólo de los creyentes, sino de cuantos buscan la verdad y aceptan argumentaciones que proceden de la fe, pero también de la propia razón. La Iglesia, al proponer valoraciones morales para la investigación biomédica sobre la vida humana, se vale de la luz tanto de la razón como de la fe (cf. ib., n. 3), pues tiene la convicción de que "la fe no sólo acoge y respeta lo que es humano, sino que también lo purifica, lo eleva y lo perfecciona" (ib., n. 7).

En este contexto se da también una respuesta a la mentalidad generalizada según la cual la fe se presenta como obstáculo a la libertad y a la investigación científica, porque estaría constituida por un conjunto de prejuicios que viciarían la comprensión objetiva de la realidad. Frente a esta postura, que tiende a sustituir la verdad con el consenso, frágil y fácilmente manipulable, la fe cristiana da en cambio una contribución verdadera también en el ámbito ético-filosófico, no proporcionando soluciones ya preparadas a problemas concretos, como la investigación y la experimentación biomédica, sino proponiendo perspectivas morales fiables dentro de las cuales la razón humana puede buscar y encontrar soluciones válidas.

Hay, de hecho, determinados contenidos de la revelación cristiana que arrojan luz sobre las cuestiones bioéticas: el valor de la vida humana, la dimensión relacional y social de la persona, la conexión entre los aspectos unitivo y procreativo de la sexualidad, la centralidad de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer. Estos contenidos, inscritos en el corazón del hombre, también son comprensibles racionalmente como elementos de la ley moral natural y pueden hallar acogida también entre quienes no se reconocen en la fe cristiana.

La ley moral natural no es exclusiva o predominantemente confesional, aunque la Revelación cristiana y la realización del hombre en el misterio de Cristo ilumine y desarrolle en plenitud su doctrina. Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica, la ley moral natural "indica los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral" (
CEC 1955). Fundada en la naturaleza humana misma y accesible a toda criatura racional, constituye así la base para entrar en diálogo con todos los hombres que buscan la verdad y, más en general, con la sociedad civil y secular. Esta ley, inscrita en el corazón de cada hombre, toca uno de los nudos esenciales de la reflexión misma sobre el derecho e interpela igualmente la conciencia y la responsabilidad de los legisladores.

A la vez que os animo a proseguir vuestro comprometedor e importante servicio, deseo expresaros también en esta circunstancia mi cercanía espiritual, impartiéndoos de corazón a todos, como prenda de afecto y gratitud, la bendición apostólica.








CON OCASIÓN DE LA CONCESIÓN DE LA CIUDADANÍA DE HONOR DE FREISING

Sala Clementina

Sábado 16 de enero de 2010

Señor alcalde;
7 querido señor cardenal;
querido señor arzobispo;
querido señor obispo auxiliar;
queridos ciudadanos y ciudadanas de Freising;
queridos amigos:

Para mí es un momento de conmoción convertirme, ahora también jurídicamente, en ciudadano de Freising y pertenecer así de un modo nuevo, muy amplio y profundo, a esta ciudad, de la que siento íntimamente que formo parte. Por esto, sólo puedo decir de corazón: "Vergelt's Gott" (Dios os lo pague). Es una alegría que ahora me acompaña y permanecerá en mí. En la biografía de mi vida —en la biografía de mi corazón, si puedo decir así— la ciudad de Freising desempeña un papel muy especial. En ella recibí la formación que desde entonces caracteriza mi vida. Así, de alguna manera esta ciudad se encuentra siempre presente en mí y yo en ella. Y el hecho de que —como ha observado usted, señor alcalde— yo haya incluido en mi escudo al moro y al oso de Freising muestra a todo el mundo hasta qué punto pertenezco a ella. Y como coronación ahora soy ciudadano de Freising, también desde el punto de vista legal; lo cual me alegra profundamente.

En esta ocasión aflora a mi mente un horizonte lleno de imágenes y recuerdos. Usted ha citado varios, querido señor alcalde. Quiero retomar algunos ejemplos. Ante todo, el 3 de enero de 1946. Después de una larga espera, por fin había llegado el momento para el seminario de Freising de abrir sus puertas a cuantos regresaban. De hecho, todavía era un lazareto para ex prisioneros de guerra, pero ya podíamos comenzar. Ese momento representaba un viraje en la vida: estar en el camino al que nos sentíamos llamados. Viéndolo desde la perspectiva de hoy, vivíamos de modo muy "anticuado" y privado de comodidades: estábamos en dormitorios, en salas de estudio, etc., pero éramos felices, no sólo porque habíamos escapado por fin a las miserias y las amenazas de la guerra y del dominio nazi, sino también porque éramos libres y, sobre todo, porque estábamos en el camino al que nos sentíamos llamados. Sabíamos que Cristo era más fuerte que la tiranía, que el poder de la ideología nazi y de sus mecanismos de opresión. Sabíamos que el tiempo y el futuro pertenecen a Cristo, y sabíamos que él nos había llamado y nos necesitaba, que tenía necesidad de nosotros. Sabíamos que la gente de aquellos tiempos cambiados nos esperaba, esperaba sacerdotes que llegaran con un nuevo impulso de fe para construir la casa viva de Dios.

En esta ocasión debo elevar un pequeño himno de alabanza también al viejo ateneo, del que formé parte, primero como estudiante y después como profesor. Había estudiosos muy serios, algunos incluso de fama internacional, pero lo más importante —a mi parecer— es que no eran sólo estudiosos, sino también maestros, personas que no ofrecían solamente las primicias de su especialización, sino personas a las que interesaba dar a los estudiantes lo esencial, el pan sano que necesitaban para recibir la fe desde dentro. Y era importante que nosotros —si ahora puedo decir nosotros— no nos sentíamos expertos individualmente, sino como parte de un conjunto; que cada uno de nosotros trabajaba en el conjunto de la teología; que con nuestra labor debía hacerse visible la lógica de la fe como unidad, y, de ese modo, crecer la capacidad de dar razón de nuestra fe, como dice san Pedro (
1P 3,15), de transmitirla en un tiempo nuevo, en un contexto de nuevos desafíos.

La segunda imagen que quiero retomar es el día de la ordenación sacerdotal. La catedral siempre fue el centro de nuestra vida, al igual que en el seminario éramos una familia y fue el padre Höck quien hizo de nosotros una verdadera familia. La catedral era el centro y en el día inolvidable de la ordenación sacerdotal se convirtió en el centro para toda la vida. Son tres los momentos que me quedaron especialmente grabados. El primero, estar postrados en el suelo durante las letanías de los santos. Al estar así postrados, se toma una vez más conciencia de toda nuestra pobreza y uno se pregunta: ¿soy realmente capaz? Y al mismo tiempo resuenan los nombres de todos los santos de la historia y la imploración de los fieles: "Escúchanos; ayúdalos". Así crece la conciencia: sí, soy débil e inadecuado, pero no estoy solo, hay otros conmigo, toda la comunidad de los santos está conmigo, me acompañan y, por lo tanto, puedo recorrer este camino y convertirme en compañero y guía para los demás.

El segundo, la imposición de las manos por parte del anciano y venerable cardenal Faulhaber —que me impuso las manos a mí, y a todos, de modo profundo e intenso— y la conciencia de que es el Señor quien impone sus manos sobre mí y dice: me perteneces, no te perteneces simplemente a ti mismo, te quiero, estás a mi servicio; pero también la conciencia de que esta imposición de las manos es una gracia, que no crea sólo obligaciones, sino que por encima de todo es un don, que él está conmigo y que su amor me protege y me acompaña. Después seguía el viejo rito, en el que el poder de perdonar los pecados se confería en un momento aparte, que comenzaba cuando el obispo decía, con las palabras del Señor: "Ya no os llamo siervos; a vosotros os llamo amigos". Y yo sabía —nosotros sabíamos— que no es sólo una cita de Juan 15, sino una palabra actual que el Señor me está dirigiendo ahora. Él me acepta como amigo; estoy en esta relación de amistad; él me ha otorgado su confianza, y en esta amistad puedo actuar y hacer que otros lleguen a ser amigos de Cristo.

A la tercera imagen usted, señor alcalde, ya ha hecho alusión: pude pasar otros tres años y medio inolvidables con mis padres en el Lerchenfeldhof y, por lo tanto, sentirme de nuevo plenamente en casa. Estos últimos tres años y medio con mis padres fueron para mí un don inmenso e hicieron de Freising realmente mi casa. Pienso en las fiestas, en cómo celebrábamos juntos la Navidad, la Pascua, Pentecostés; en los paseos que dábamos juntos por los prados; en nuestras salidas al bosque para recoger ramas de abeto y musgo para el belén, y en nuestras excursiones a los campos a orillas del río Isar. Así Freising se convirtió para nosotros en una verdadera patria, y como patria la conservo en mi corazón.

8 Hoy a las puertas de Freising se encuentra el aeropuerto de Munich. Quien aterriza o despega ve las torres de la catedral de Freising, ve el mons doctus, y quizá puede intuir un poco de su historia y de su presente. Freising siempre ha tenido una amplia panorámica sobre la cadena de los Alpes; con el aeropuerto ha llegado a ser, en cierto sentido, también mundial y abierta al mundo. Y, sin embargo, quiero subrayar que la catedral con sus torres indica una altura que es muy superior y distinta respecto a la que alcanzamos con los aviones, es la verdadera altura, la altura de Dios, de la que proviene el amor que nos da la auténtica humanidad. Pero la catedral no sólo indica la altura de Dios, que nos forma y nos señala el camino, sino que indica también la amplitud, y esto no sólo porque la catedral encierra siglos de fe y de oración, pues en ella está presente, por decirlo así, toda la comunidad de los santos, de todos aquellos que han creído, rezado, sufrido, gozado antes de nosotros. En general, indica la gran amplitud de los creyentes de todas las épocas, mostrando también de ese modo una inmensidad que va más allá de la globalización, porque en la diversidad, incluso en el contraste de las culturas y los orígenes, da la fuerza de la unidad interior, da lo que puede unirnos: la fuerza unificadora del ser amados por Dios. Así, para mí Freising también es la indicación de un camino.

Para concluir quiero dar las gracias una vez más por el gran honor que me hacéis; también a la banda musical, que hace presente aquí la cultura verdaderamente bávara. Mi deseo —mi oración— es que el Señor siga bendiciendo a esta ciudad y que Nuestra Señora de la catedral de Freising la proteja, a fin de que sea, también en el futuro, un lugar de vida humana de fe y de alegría. Muchas gracias.





VISITA A LA COMUNIDAD JUDÍA DE ROMA

Sinagoga de Roma

Domingo 17 de enero de 2010



«El Señor ha estado grande con ellos".

El Señor ha estado grande con nosotros,

y estamos alegres» (Ps 126)

«Ved: qué dulzura, qué delicia

convivir los hermanos unidos» (Ps 133)






Señor rabino jefe de la comunidad judía de Roma,
9 señor presidente de la Unión de las comunidades judías de Italia,
señor presidente de la Comunidad judía de Roma,
señores rabinos,
distinguidas autoridades,
queridos amigos y hermanos:

1. Al inicio del encuentro en el Templo mayor de los judíos de Roma, los Salmos que hemos escuchado nos sugieren la actitud espiritual más auténtica para vivir este particular y feliz momento de gracia: la alabanza al Señor, que ha estado grande con nosotros, nos ha reunido aquí con su Hèsed, el amor misericordioso, y el agradecimiento por habernos dado el don de encontrarnos juntos para hacer más firmes los vínculos que nos unen y seguir recorriendo el camino de la reconciliación y de la fraternidad. Deseo expresarle viva gratitud ante todo a usted, rabino jefe, doctor Riccardo Di Segni, por su invitación y por las significativas palabras que me ha dirigido. Agradezco también a los presidentes de la Unión de las comunidades judías de Italia, abogado Renzo Gattegna, y de la Comunidad judía de Roma, señor Riccardo Pacifici, las corteses palabras que han querido dirigirme. Me dirijo también a las autoridades y a todos los presentes, así como, de modo particular, a la comunidad judía romana y a cuantos han colaborado para hacer posible el momento de encuentro y de amistad que estamos viviendo.

Al venir entre vosotros por primera vez como cristiano y como Papa, mi venerado predecesor Juan Pablo II, hace casi veinticuatro años, quiso dar una decidida contribución a la consolidación de las buenas relaciones entre nuestras comunidades, para superar toda incomprensión y prejuicio. Mi visita se inserta en el camino trazado, para confirmarlo y reforzarlo. Con sentimientos de viva cordialidad me encuentro en medio de vosotros para manifestaros la estima y el afecto que el Obispo y la Iglesia de Roma, como también toda la Iglesia católica, albergan hacia esta comunidad y hacia las comunidades judías esparcidas por el mundo.

2. La doctrina del concilio Vaticano II ha representado para los católicos un punto firme al que referirse constantemente en la actitud y en las relaciones con el pueblo judío, marcando una etapa nueva y significativa. El acontecimiento conciliar dio un impulso decisivo al compromiso de recorrer un camino irrevocable de diálogo, de fraternidad y de amistad, camino que se ha profundizado y desarrollado en estos cuarenta años con pasos y gestos importantes y significativos, entre los cuales deseo mencionar nuevamente la histórica visita de mi venerable predecesor a este lugar, el 13 de abril de 1986; los numerosos encuentros que mantuvo con personalidades judías, también durante los viajes apostólicos internacionales; la peregrinación jubilar a Tierra Santa en el año 2000; los documentos de la Santa Sede que, tras la declaración Nostra aetate, han ofrecido valiosas orientaciones para un desarrollo positivo en las relaciones entre católicos y judíos. También yo, en estos años de pontificado, he querido mostrar mi cercanía y mi afecto hacia el pueblo de la Alianza. Conservo muy vivos en mi corazón todos los momentos de la peregrinación a Tierra Santa que tuve la alegría de realizar en mayo del año pasado, como también los numerosos encuentros con comunidades y organizaciones judías, de modo especial en las sinagogas de Colonia y Nueva York.

Además, la Iglesia no ha dejado de deplorar las faltas de sus hijos e hijas, pidiendo perdón por todo aquello que ha podido favorecer de algún modo las heridas del antisemitismo y del antijudaísmo (cf. Comisión para las relaciones religiosas con el judaísmo, Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah, 16 de marzo de 1998). Que estas heridas se cicatricen para siempre. Vuelve a la mente la apremiante oración del Papa Juan Pablo II ante el Muro del Templo, en Jerusalén, el 26 de marzo de 2000, que resuena verdadera y sincera en lo profundo de nuestro corazón: "Dios de nuestros padres, tú has elegido a Abraham y a su descendencia para que tu Nombre fuera dado a conocer a las naciones: nos duele profundamente el comportamiento de cuantos, en el curso de la historia, han hecho sufrir a estos hijos tuyos y, a la vez que te pedimos perdón, queremos comprometernos en una auténtica fraternidad con el pueblo de la Alianza".

3. El paso del tiempo nos permite reconocer que el siglo XX fue una época verdaderamente trágica para la humanidad: guerras sangrientas que sembraron más destrucción, muerte y dolor que nunca; ideologías terribles que hundían sus raíces en la idolatría del hombre, de la raza, del Estado, y que llevaron una vez más al hermano a matar al hermano. El drama singular y desconcertante del Holocausto representa, de algún modo, el culmen de un camino de odio que nace cuando el hombre olvida a su Creador y se pone a sí mismo en el centro del universo. Como dije en la visita del 28 de mayo de 2006 en el campo de concentración de Auschwitz, que sigue profundamente grabada en mi memoria, "los potentados del Tercer Reich querían aplastar al pueblo judío en su totalidad" y, en el fondo, "con la aniquilación de este pueblo (...), querían matar a aquel Dios que llamó a Abraham, que hablando en el Sinaí estableció los criterios para orientar a la humanidad, criterios que son válidos para siempre" (Discurso en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de junio de 2006, p. 15).

En este lugar, ¿cómo no recordar a los judíos romanos que fueron arrancados de estas casas, ante estas paredes, y con horrenda saña fueron asesinados en Auschwitz? ¿Cómo es posible olvidar sus rostros, sus nombres, las lágrimas, la desesperación de hombres, mujeres y niños? El exterminio del pueblo de la Alianza de Moisés, primero anunciado y después sistemáticamente programado y realizado en la Europa dominada por los nazis, aquel día también alcanzó trágicamente a Roma. Por desgracia, muchos permanecieron indiferentes; pero muchos, también entre los católicos italianos, sostenidos por la fe y por la enseñanza cristiana, reaccionaron con valor, abriendo sus brazos para socorrer a los judíos perseguidos y fugitivos, a menudo arriesgando su propia vida, y merecen una gratitud perenne. También la Sede Apostólica llevó a cabo una acción de socorro, a menudo oculta y discreta.

10 La memoria de estos acontecimientos debe impulsarnos a reforzar los vínculos que nos unen para que crezcan cada vez más la comprensión, el respeto y la acogida.

4. Nuestra cercanía y fraternidad espirituales tienen en la Sagrada Biblia —en hebreo Sifre Qodesh o "Libros de Santidad"— el fundamento más sólido y perenne, sobre cuya base nos hallamos constantemente ante nuestras raíces comunes, ante la historia y el rico patrimonio espiritual que compartimos. Escrutando su misterio, la Iglesia, pueblo de Dios de la Nueva Alianza, descubre su propio vínculo profundo con los judíos, elegidos por el Señor los primeros entre todos para acoger su palabra (cf. Catecismo de la Iglesia católica,
CEC 839). "A diferencia de las otras religiones no cristianas, la fe judía ya es una respuesta a la revelación de Dios en la Antigua Alianza. Pertenecen al pueblo judío "la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los patriarcas; de todo lo cual procede Cristo según la carne" (Rm 9,4-5) porque "los dones y la vocación de Dios son irrevocables" (Rm 11,29)" (ib.).

5. Numerosas pueden ser las implicaciones que se derivan de la herencia común tomada de la Ley y de los Profetas. Quisiera recordar algunas: ante todo, la solidaridad que une a la Iglesia y al pueblo judío "a nivel de su misma identidad" espiritual, y que ofrece a los cristianos la oportunidad de promover "un renovado respeto por la interpretación judía del Antiguo Testamento" (cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, 2001, pp. 12 y 55); la centralidad del Decálogo como mensaje ético común de valor perenne para Israel, la Iglesia, los no creyentes y la humanidad entera; el compromiso por preparar o realizar el reino del Altísimo en el "cuidado de la creación" confiada por Dios al hombre para que la cultive y la custodie responsablemente (cf. Gn 2,15).

6. En particular, el Decálogo —las "Diez Palabras" o Diez Mandamientos (cf. Ex 20,1-17 Dt 5,1-21)—, que procede de la Torá de Moisés, constituye la antorcha de la ética, de la esperanza y del diálogo, estrella polar de la fe y de la moral del pueblo de Dios, e ilumina y guía también el camino de los cristianos. Constituye un faro y una norma de vida en la justicia y en el amor, un "gran código" ético para toda la humanidad. Las "Diez Palabras" iluminan el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, según los criterios de la conciencia recta de toda persona humana. Jesús mismo lo repitió en varias ocasiones, subrayando que es necesario un compromiso concreto siguiendo el camino de los Mandamientos: "Si quieres entrar en la vida, guarda los Mandamientos" (Mt 19,17). Desde esta perspectiva, hay varios campos de colaboración y testimonio. Quisiera recordar tres particularmente importantes para nuestro tiempo.

Las "Diez Palabras" exigen reconocer al único Señor, superando la tentación de construirse otros ídolos, de hacerse becerros de oro. En nuestro mundo, muchos no conocen a Dios o lo consideran superfluo, sin relevancia para la vida; así, se han fabricado otros dioses nuevos ante los que se postra el hombre. Despertar en nuestra sociedad la apertura a la dimensión trascendente, dar testimonio del único Dios es un servicio precioso que judíos y cristianos pueden y deben prestar juntos.

Las "Diez Palabras" exigen respeto, protección de la vida contra toda injusticia y abuso, reconociendo el valor de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios. ¡Cuántas veces, en todas las partes de la tierra, cercanas o lejanas, se sigue pisoteando la dignidad, la libertad y los derechos del ser humano! Testimoniar juntos el valor supremo de la vida contra todo egoísmo es dar una aportación importante para un mundo en el que reine la justicia y la paz, el "shalom" deseado por los legisladores, los profetas y los sabios de Israel.

Las "Diez Palabras" exigen conservar y promover la santidad de la familia, en la cual el "sí" personal y recíproco, fiel y definitivo, del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno, y se abre, al mismo tiempo, al don de una nueva vida. Testimoniar que la familia sigue siendo la célula esencial de la sociedad y el contexto básico en el que se aprenden y practican las virtudes humanas es un servicio precioso que se ha de prestar para la construcción de un mundo de rostro más humano.

7. Como enseña Moisés en el Shemá (cf. Dt 6,5 Lv 19,34), y como afirma Jesús en el Evangelio (cf. Mc 12,29-31), todos los mandamientos se resumen en el amor a Dios y en la misericordia hacia el prójimo. Esta regla compromete a judíos y cristianos a practicar en nuestro tiempo una generosidad especial con los pobres, las mujeres, los niños, los extranjeros, los enfermos, los débiles, los necesitados. En la tradición judía hay un admirable dicho de los padres de Israel: "Simón el Justo solía decir: "El mundo se funda en tres cosas: la Torá, el culto y los actos de misericordia"" (Aboth 1, 2). Con la práctica de la justicia y de la misericordia, judíos y cristianos están llamados a anunciar y a dar testimonio del reino del Altísimo que viene, y por el que rezamos y trabajamos cada día en la esperanza.

8. En esta dirección podemos dar pasos juntos, conscientes de las diferencias que existen entre nosotros, pero también de que, si logramos unir nuestros corazones y nuestras manos para responder a la llamada del Señor, su luz se hará más cercana para iluminar a todos los pueblos de la tierra. Los pasos dados en estos cuarenta años por el Comité internacional conjunto católico-judío y, en años más recientes, por la Comisión mixta de la Santa Sede y del Gran Rabinado de Israel, son un signo de la voluntad común de continuar un diálogo abierto y sincero. Precisamente mañana, la Comisión mixta celebrará aquí, en Roma, su noveno encuentro sobre "La enseñanza católica y judía sobre la creación y el medio ambiente". Les deseamos un diálogo fecundo sobre un tema tan importante y actual.

9. Cristianos y judíos tienen en común gran parte de su patrimonio espiritual, rezan al mismo Señor, tienen las mismas raíces, pero con frecuencia se desconocen mutuamente. Nos corresponde a nosotros, respondiendo a la llamada de Dios, trabajar para que quede siempre abierto el espacio del diálogo, del respeto recíproco, del crecimiento en la amistad, del testimonio común ante los desafíos de nuestro tiempo, que nos invitan a colaborar por el bien de la humanidad en este mundo creado por Dios, el Omnipotente y el Misericordioso.

10. Por último, un pensamiento particular a nuestra ciudad de Roma, donde, desde hace cerca de dos mil años, conviven, como dijo el Papa Juan Pablo II, la comunidad católica con su Obispo y la comunidad judía con su rabino jefe. Que esta convivencia sea animada por un creciente amor fraterno, que se exprese también en una cooperación cada vez más estrecha para dar una contribución eficaz a la solución de los problemas y de las dificultades que se han de afrontar.

11 Invoco del Señor el don precioso de la paz en el mundo entero, sobre todo en Tierra Santa. Durante mi peregrinación de mayo del año pasado, en Jerusalén, ante el Muro del Templo, pedí a Aquel que todo lo puede: "Derrama tu paz sobre Tierra Santa, sobre Oriente Medio, sobre toda la familia humana; despierta el corazón de todos los que invocan tu nombre, para caminar humildemente por la senda de la justicia y la compasión" (Oración en el Muro de las LM de Jerusalén, 12 de mayo de 2009).

Nuevamente elevo a él la acción de gracias y la alabanza por este encuentro, pidiéndole que refuerce nuestra fraternidad y haga más firme nuestro entendimiento.

[«Alabad al Señor, todas las naciones,

aclamadlo, todos los pueblos.
Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre.
Aleluya» (
Ps 117).]







A UNA DELEGACIÓN ECUMÉNICA DE FINLANDIA

Lunes 18 de enero de 20101



Distinguidos amigos:

Os saludo con afecto a todos vosotros, miembros de la delegación ecuménica, que habéis venido a Roma para la celebración de la fiesta de san Enrique. Esta ocasión coincide con el vigésimo quinto aniversario de vuestras visitas anuales a Roma. Por eso, recuerdo con gratitud que estos encuentros han contribuido de manera significativa al fortalecimiento de las relaciones entre los cristianos en vuestro país.

El concilio Vaticano II comprometió a la Iglesia católica «de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica, poniéndose a la escucha del Espíritu del Señor, que enseña a leer atentamente los "signos de los tiempos"» (Ut unum sint UUS 3). Este es el camino que la Iglesia católica ha emprendido decididamente desde entonces. Las Iglesias de Oriente y de Occidente, cuyas tradiciones se hallan presentes en vuestro país, comparten una auténtica comunión, aunque aún imperfecta. Esto constituye un motivo para lamentar los problemas del pasado, pero seguramente también es un motivo que nos impulsa a esfuerzos cada vez mayores de comprensión y reconciliación, a fin de que nuestra amistad fraterna y nuestro diálogo puedan desembocar en una unidad visible y perfecta en Jesucristo.

12 En su discurso, usted ha mencionado la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, firmada hace diez años, que es un signo concreto de la fraternidad redescubierta entre luteranos y católicos. En este contexto me complace observar la obra reciente del diálogo nórdico luterano-católico en Finlandia y Suecia sobre cuestiones relativas a la Declaración conjunta. Es de desear que el texto que resulte del diálogo contribuya positivamente al camino que lleva al restablecimiento de nuestra unidad perdida.

Una vez más me alegra expresar mi gratitud por vuestra perseverancia en estos veinticinco años de peregrinación común. Demuestran vuestro respeto por el Sucesor de Pedro, así como vuestra buena fe y el deseo de unidad mediante el diálogo fraterno. Oro fervientemente a Dios para que las distintas Iglesias cristianas y comunidades eclesiales que representáis se basen en este sentido de fraternidad, mientras perseveramos en nuestra peregrinación común. Sobre vosotros y sobre cuantos han sido encomendados a vuestra solicitud pastoral me complace invocar las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.











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