Discursos 2010 20

VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR - «LECTIO DIVINA»

Viernes 12 de febrero de 2010

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Capilla de la Virgen de la Confianza



Eminencia, excelencias,
queridos amigos:

Cada año es para mí una gran alegría estar con los seminaristas de la diócesis de Roma, con los jóvenes que se preparan para responder a la llamada del Señor y ser trabajadores en su viña, sacerdotes de su misterio. Esta es la alegría de ver que la Iglesia vive, que el futuro de la Iglesia está presente también en nuestras tierras, también en Roma.

En este Año sacerdotal, queremos estar especialmente atentos a las palabras del Señor concernientes a nuestro servicio. El pasaje del Evangelio que acabamos de leer habla indirecta, pero profundamente, de nuestro Sacramento, de nuestra llamada a estar en la viña del Señor, a ser servidores de su misterio.

En este breve pasaje, encontramos algunas palabras clave que dan la indicación del anuncio que el Señor quiere hacer con este texto. "Permanecer": en este breve pasaje, encontramos diez veces la palabra "permanecer"; luego, el mandamiento nuevo: "Que os améis los unos a los otros como yo os he amado", "no os llamo ya siervos, a vosotros os he llamado amigos", "para que vayáis y deis fruto"; y, por último: "Pedid lo que queráis y lo conseguiréis, se os concederá el gozo". Oremos al Señor para que nos ayude a entrar en el sentido de sus palabras, para que estas palabras penetren en nuestro corazón y, así, sean camino y vida en nosotros, con nosotros y a través nuestro.

La primera palabra es: "Permaneced en mí, en mi amor". Permanecer en el Señor es fundamental como primer tema de este pasaje. Permanecer: ¿dónde? En el amor, en el amor de Cristo, en el ser amados y en el amar al Señor. Todo el capítulo 15 concreta el lugar donde permanecer, porque los primeros ocho versículos exponen y presentan la parábola de la vid: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos". La vid es una imagen veterotestamentaria que encontramos tanto en los profetas como en los salmos, y tiene dos significados: es una parábola para el pueblo de Dios, que es su viña. ¿Con qué intención ha plantado una vid en este mundo, ha cultivado esta vid, ha cultivado su viña, ha protegido su viña? Naturalmente con la intención de encontrar fruto, de encontrar el don precioso de la uva, del buen vino.

Así aparece el segundo significado: el vino es símbolo, es expresión de la alegría del amor. El Señor ha creado su pueblo para encontrar la respuesta de su amor y así esta imagen de la vid, de la viña, tiene un significado esponsal, es expresión del hecho de que Dios busca el amor de su criatura, quiere entrar en una relación de amor, en una relación esponsal con el mundo mediante el pueblo que él ha elegido.

Pero luego la historia concreta es una historia de infidelidad: en lugar de uva preciosa, se producen sólo pequeñas "cosas incomestibles", no llega la respuesta de este gran amor, no nace esta unidad, esta unión sin condiciones entre el hombre y Dios, en la comunión del amor. El hombre se retira en sí mismo, se quiere tener a sí mismo sólo para sí, quiere tener a Dios para sí, quiere tener el mundo para sí. Y así, la viña es devastada, vienen el jabalí del bosque y todos los enemigos, y la viña se convierte en un desierto.

Pero Dios no se rinde: Dios encuentra un modo nuevo para llegar a un amor libre, irrevocable, al fruto de ese amor, a la uva verdadera. Dios se hace hombre y así él mismo se convierte en la raíz de la vid, se convierte él mismo en vid, y así la vid llega a ser indestructible. Este pueblo de Dios no puede ser destruido, porque Dios mismo ha entrado en él, se ha implantado en esta tierra. El nuevo pueblo de Dios está realmente fundado en Dios mismo, que se hace hombre y así nos llama a ser en él la nueva vid y nos llama a estar, a permanecer en él.

Además, tengamos presente que en el capítulo 6 del Evangelio de san Juan, encontramos el discurso sobre el pan, que es el gran discurso sobre el misterio eucarístico. En este capítulo 15 tenemos el discurso sobre el vino: el Señor no habla explícitamente de la Eucaristía, pero naturalmente tras el misterio del vino está la realidad de que él se ha hecho fruto y vino por nosotros, de que su sangre es el fruto del amor que nace de la tierra para siempre y, en la Eucaristía, su sangre se convierte en nuestra sangre, nos renueva, recibimos una nueva identidad, porque la sangre de Cristo se convierte en nuestra sangre. Así estamos emparentados con Dios en el Hijo y en la Eucaristía se hace realidad esta gran realidad de la vid en la cual nosotros somos los sarmientos unidos con el Hijo y así unidos con el amor eterno.

"Permaneced": permanecer en este gran misterio, permanecer en este don nuevo del Señor, que nos ha hecho pueblo en sí mismo, en su cuerpo y con su sangre. Creo que debemos meditar mucho este misterio, es decir, que Dios mismo se hace cuerpo, se hace uno con nosotros; sangre, uno con nosotros; que podemos permanecer —permaneciendo en este misterio— en comunión con Dios mismo, en esta gran historia de amor, que es la historia de la verdadera felicidad. Meditando este don —Dios se ha hecho uno con todos nosotros y, al mismo tiempo, nos hace uno a todos, una vid— también debemos comenzar a rezar a fin de que este misterio penetre cada vez más en nuestra mente, en nuestro corazón, y seamos cada vez más capaces de ver y de vivir la grandeza del misterio, y comenzar así a realizar este imperativo: "Permaneced".

22 Si seguimos leyendo atentamente este pasaje del Evangelio de san Juan, encontramos también otro imperativo: "Permaneced" y "guardad mis mandamientos". "Guardad" es sólo el segundo nivel; el primero es el de "permanecer", el nivel ontológico, es decir, que estamos unidos a él, que nos ha dado su persona anticipadamente, ya nos ha dado su amor, el fruto. No somos nosotros quienes debemos producir el gran fruto; el cristianismo no es un moralismo, no somos nosotros quienes debemos hacer todo lo que Dios se espera del mundo, sino que ante todo debemos entrar en este misterio ontológico: Dios se da a sí mismo. Su ser, su amor, precede a nuestro actuar y, en el contexto de su cuerpo, en el contexto del estar en él, identificados con él, ennoblecidos con su sangre, también nosotros podemos actuar con Cristo.

La ética es consecuencia del ser: primero el Señor nos da un nuevo ser, este es el gran don; el ser precede al actuar y a este ser sigue luego el actuar, como una realidad orgánica, para que lo que somos podamos serlo también en nuestra actividad. Por lo tanto, demos gracias al Señor porque nos ha sacado del puro moralismo; no podemos obedecer a una ley que está frente a nosotros, pero debemos sólo actuar según nuestra nueva identidad. Por consiguiente, ya no es una obediencia, algo exterior, sino una realización del don del nuevo ser.

Lo digo una vez más: demos gracias al Señor porque él nos precede, nos da todo lo que debemos darle nosotros, y nosotros podemos ser después, en la verdad y en la fuerza de nuestro nuevo ser, agentes de su realidad. Permanecer y guardar: guardar es el signo del permanecer y el permanecer es el don que él nos da, pero que debe ser renovado cada día en nuestra vida.

Sigue luego este mandamiento nuevo: "Amaos como yo os he amado". Ningún amor es más grande que "dar la vida por los amigos". ¿Qué significa? Tampoco aquí se trata de un moralismo. Se podría decir: "No es un mandamiento nuevo; el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo ya existe en el Antiguo Testamento". Algunos afirman: "Es preciso radicalizar todavía más este amor; este amor al otro debe imitar a Cristo, que se ha entregado por nosotros; debe ser un amor heroico, hasta el don de sí mismos". Pero en este caso el cristianismo sería un moralismo heroico. Es verdad que debemos alcanzar esta radicalidad del amor, que Cristo nos ha mostrado y donado, pero también aquí la verdadera novedad no es lo que hacemos nosotros, la verdadera novedad es lo que hace él: el Señor nos ha donado su persona, y el Señor nos ha dado la verdadera novedad de ser miembros suyos en su cuerpo, de ser sarmientos de la vid que es él. Por lo tanto, la novedad es el don, el gran don, y al don, a la novedad del don, sigue también, como he dicho, el actuar nuevo.

Santo Tomás de Aquino lo dice de modo muy preciso cuando escribe: "La nueva ley es la gracia del Espíritu Santo" (Summa theologiae,
I-II 106,1). La nueva ley no es otro mandamiento más difícil que los demás: la nueva ley es un don, la nueva ley es la presencia del Espíritu Santo que se nos da en el sacramento del Bautismo, en la Confirmación, y cada día en la santísima Eucaristía. Aquí los Padres han distinguido "sacramentum" y "exemplum". "Sacramentum" es el don del nuevo ser, y este don también se convierte en ejemplo para nuestro actuar, pero el "sacramentum" precede, y nosotros vivimos del sacramento. Aquí vemos la centralidad del sacramento, que es centralidad del don.

Procedamos en nuestra reflexión. El Señor dice: "No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer". Ya no siervos, que obedecen al mandamiento, sino amigos que conocen, que están unidos en la misma voluntad, en el mismo amor. La novedad, por lo tanto, es que Dios se ha dado a conocer, que Dios se ha mostrado, que Dios ya no es el Dios ignoto, buscado pero no encontrado o sólo adivinado de lejos. Dios se ha dejado ver: en el rostro de Cristo vemos a Dios, Dios se ha hecho "conocido", y así nos ha hecho amigos. Pensemos como en la historia de la humanidad, en todas las religiones arcaicas, se sabe que existe un Dios. Este es un conocimiento inmerso en el corazón del hombre, que Dios es uno, los dioses no son "el" Dios. Pero este Dios queda muy lejos, parece que no se da a conocer, no se hace amar, no es amigo, sino que está lejos. Por eso, las religiones se ocupan poco de este Dios; la vida concreta se ocupa de los espíritus, de las realidades concretas que encontramos cada día y con las cuales debemos echar cuentas diariamente. Dios permanece lejano.

Después vemos el gran movimiento de la filosofía: pensemos en Platón, Aristóteles, que comienzan a intuir que este Dios es el agathòn, la bondad misma, es el eros que mueve el mundo y, sin embargo, este sigue siendo un pensamiento humano, es una idea de Dios que se acerca a la verdad, pero es una idea nuestra y Dios sigue siendo el Dios escondido.

Hace poco me escribió un profesor de Ratisbona, un profesor de física, que había leído con gran retraso mi discurso en la Universidad de Ratisbona, para decirme que no podía estar de acuerdo con mi lógica o podía estarlo sólo en parte. Dijo: "Ciertamente me convence la idea de que la estructura racional del mundo exija una razón creadora, la cual ha hecho esta racionalidad que no se explica por sí misma". Y proseguía: "Pero si bien existe un demiurgo —se expresa así—, un demiurgo me parece seguro por lo que usted dice, no veo que exista un Dios amor, bueno, justo y misericordioso. Puedo ver que existe una razón que precede a la racionalidad del cosmos, pero lo demás no". Y de este modo Dios permanece escondido. Es una razón que precede a nuestras razones, nuestra racionalidad, la racionalidad del ser, pero no existe un amor eterno, no existe la gran misericordia que nos da para vivir.

Y en Cristo, Dios se ha mostrado en su verdad total, ha mostrado que es razón y amor, que la razón eterna es amor y así crea. Lamentablemente, también hoy muchos viven alejados de Cristo, no conocen su rostro y, así, la eterna tentación del dualismo, que se esconde también en la carta de este profesor, se renueva siempre, es decir, que quizá no existe sólo un principio bueno, sino también un principio malo, un principio del mal; que el mundo está dividido y son dos realidades igualmente fuertes: el Dios bueno es sólo una parte de la realidad. También en la teología, incluida la católica, se difunde actualmente esta tesis: Dios no sería omnipotente. De este modo se busca una apología de Dios, que así no sería responsable del mal que encontramos ampliamente en el mundo. Pero ¡qué apología tan pobre! ¡Un Dios no omnipotente! ¡El mal no está en sus manos! ¿Cómo podríamos encomendarnos a este Dios? ¿Cómo podríamos estar seguros de su amor si este amor acaba donde comienza el poder del mal?

Pero Dios ya no es desconocido: en el rostro de Cristo crucificado vemos a Dios y vemos la verdadera omnipotencia, no el mito de la omnipotencia. Para nosotros, los hombres, la potencia, el poder siempre se identifica con la capacidad de destruir, de hacer el mal. Pero el verdadero concepto de omnipotencia que se manifiesta en Cristo es precisamente lo contrario: en él la verdadera omnipotencia es amar hasta tal punto que Dios puede sufrir: aquí se muestra su verdadera omnipotencia, que puede llegar hasta el punto de un amor que sufre por nosotros. Y así vemos que él es el verdadero Dios y el verdadero Dios, que es amor, es poder: el poder del amor. Y nosotros podemos encomendarnos a su amor omnipotente y vivir en él, con este amor omnipotente.

Pienso que debemos meditar de nuevo esta realidad, siempre, agradecer a Dios que se haya manifestado, porque conocemos su rostro, le conocemos cara a cara; ya no es como Moisés que podía ver sólo la espalda del Señor. También esta es una idea bonita, de la cual san Gregorio de Niza dice: "Ver sólo la espalda significa que debemos ir siempre detrás de Cristo". Pero, al mismo tiempo, con Cristo Dios ha mostrado su cara, su rostro. El velo del templo está rasgado, está abierto, el misterio de Dios es visible. El primer mandamiento, que excluye imágenes de Dios, porque sólo disminuirían la realidad, ha cambiado, se ha renovado, tiene otra forma. Ahora podemos, en el hombre Cristo, ver el rostro de Dios, podemos tener iconos de Cristo y ver así quién es Dios.

23 Pienso que quien ha entendido esto, quien se ha dejado tocar por este misterio, que Dios se ha desvelado, ha rasgado el velo del templo, mostrado su rostro, encuentra una fuente de alegría permanente. Sólo podemos decir: "Gracias. Sí, ahora sabemos quién eres, quién es Dios y cómo responder a él". Y pienso que esta alegría de conocer a Dios que se ha manifestado, revelado hasta lo íntimo de su ser, implica también la alegría del comunicar: quien ha entendido esto, vive tocado por esta realidad, tiene que hacer como hicieron los primeros discípulos que fueron a decir a sus amigos y hermanos: "Hemos encontrado a aquel de quien hablan los profetas. Ahora está presente". La misión no es algo añadido exteriormente a la fe, sino la dinámica misma de la fe. Quien ha visto, quien ha encontrado a Jesús, tiene que ir a decir a sus amigos: "Lo hemos encontrado, es Jesús, crucificado por nosotros".

Prosiguiendo, el texto dice: "Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca". Con esto volvemos al inicio, a la imagen, a la parábola de la vid: ha sido creada para dar fruto. ¿Y cuál es el fruto? Como hemos dicho, el fruto es el amor. En el Antiguo Testamento, con la Torá como primera etapa de la autorrevelación de Dios, el fruto se comprendía como justicia, es decir, vivir según la Palabra de Dios, vivir en la voluntad de Dios, y así vivir bien.

Esto queda, pero al mismo tiempo se ve excedido: la verdadera justicia no consiste en una obediencia a algunas normas, sino que es amor, amor creativo, que encuentra por sí solo la riqueza, la abundancia del bien. Abundancia es una de las palabras clave del Nuevo Testamento, Dios mismo da siempre con abundancia. Para crear al hombre, crea esta abundancia de un cosmos inmenso; para redimir al hombre se da a sí mismo, en la Eucaristía se da a sí mismo. Y quien está unido a Cristo, quien es sarmiento en la vid, vive de esta ley, no pregunta: "¿Todavía puedo o no puedo hacer esto?", "¿debo o no debo hacer esto?", sino que vive en el entusiasmo del amor que no pregunta: "esto todavía es necesario o está prohibido", sino que, simplemente, en la creatividad del amor, quiere vivir con Cristo y para Cristo y entregarse totalmente a sí mismo por él y así entrar en la alegría del dar fruto. Recordemos también que el Señor dice: "Os he destinado para que vayáis": es el dinamismo que vive en el amor de Cristo; ir, es decir, no quedarme sólo para mí, ver mi perfección, garantizarme la felicidad eterna, sino olvidarme de mí mismo, ir como Cristo fue, ir como Dios fue desde su inmensa majestad hasta nuestra pobreza, para encontrar fruto, para ayudarnos, para darnos la posibilidad de llevar el verdadero fruto del amor. Cuanto más llenos estemos de esta alegría de haber descubierto el rostro de Dios, tanto más el entusiasmo del amor será real en nosotros y dará fruto.

Y, para concluir, llegamos a la última palabra de este pasaje: "Os digo: "todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá"". Una breve catequesis sobre la oración, que siempre nos sorprende de nuevo. Dos veces en este capítulo 15 el Señor dice "lo que pidáis os doy" y otra vez en el capítulo 16. Y nosotros querríamos decir: "No, Señor, no es verdad". Cuántas oraciones buenas y profundas de madres que rezan por el hijo que está muriendo y no son escuchadas, cuántas oraciones para que suceda alguna cosa buena y el Señor no escucha. ¿Qué significa esta promesa? En el capítulo 16 el Señor nos da la clave para comprender: nos dice cuánto nos da, qué es este todo, la charà, la alegría: si uno ha encontrado la alegría ha encontrado todo y ve todo en la luz del amor divino. Como san Francisco, que compuso la gran poesía sobre la creación en una situación desolada y, sin embargo, precisamente allí, cerca del Señor sufriente, redescubrió la belleza del ser, la bondad de Dios, y compuso esta gran poesía.

Es útil recordar, al mismo tiempo, algunos versículos del Evangelio de san Lucas, donde el Señor, en una parábola, habla de la oración diciendo: "Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan". El Espíritu Santo —en el Evangelio de san Lucas— es alegría, en el Evangelio de san Juan es la misma realidad: la alegría es el Espíritu Santo y el Espíritu Santo es la alegría, o, en otras palabras, de Dios no pedimos algo pequeño o grande, de Dios invocamos el don divino, Dios mismo; este es el gran don que Dios nos da: Dios mismo. En este sentido debemos aprender a rezar, rezar por la gran realidad, por la realidad divina, para que él nos dé su persona, nos dé su Espíritu y de este modo podamos responder a las exigencias de la vida y ayudar a los demás en sus sufrimientos. Naturalmente, el Padre Nuestro nos lo enseña. Podemos rezar por muchas cosas, en todas nuestras necesidades podemos pedir: "¡Ayúdame!". Esto es muy humano y Dios es humano, como hemos visto; por lo tanto, es justo pedir a Dios también por las pequeñas cosas de nuestra vida de todos los días.

Pero, al mismo tiempo, rezar es un camino, diría una escalera: debemos aprender cada vez más por qué podemos rezar y por qué no podemos rezar, porque son expresiones de mi egoísmo. No puedo rezar por cosas que son dañinas para los demás, no puedo rezar por cosas que favorecen mi egoísmo, mi soberbia. Así rezar, ante los ojos de Dios, se convierte en un proceso de purificación de nuestros pensamientos, de nuestros deseos. Como dice el Señor en la parábola de la vid: debemos ser podados, purificados, cada día; vivir con Cristo, en Cristo, permanecer en Cristo, es un proceso de purificación, y sólo en este proceso de lenta purificación, de liberación de nosotros mismos y de la voluntad de tener sólo nosotros, está el camino verdadero de la vida, se abre el camino de la alegría.

Como ya hemos apuntado, todas estas palabras del Señor tienen un fondo sacramental. El fondo fundamental de la parábola de la vid es el Bautismo: estamos implantados en Cristo; y la Eucaristía: somos un pan, un cuerpo, una sangre, una vida con Cristo. Y así también este proceso de purificación tiene un fondo sacramental: el sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación en el cual aceptamos esta pedagogía divina que día a día, a lo largo de toda la vida, nos purifica y nos hace miembros cada vez más verdaderos de su cuerpo. De este modo podemos aprender que Dios responde a nuestras oraciones, a menudo con su bondad responde también a las oraciones pequeñas, pero con frecuencia también las corrige, las transforma y las guía para que seamos finalmente y realmente sarmientos de su Hijo, de la vid verdadera, miembros de su cuerpo.

Agradezcamos a Dios la grandeza de su amor, recemos para que nos ayude a crecer en su amor, a permanecer realmente en su amor.






A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA

Sábado 13 de febrero de 2010

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Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres miembros de la Pontificia Academia Pro Vita,
estimadas señoras y señores:

Me alegra acogeros y saludaros cordialmente con ocasión de la asamblea general de la Academia pontificia para la vida, llamada a reflexionar sobre temas concernientes a la relación entre bioética y ley moral y natural, que se presentan cada vez con mayor relevancia en el contexto actual dados los constantes desarrollos en ese ámbito científico. Dirijo un especial saludo a monseñor Rino Fisichella, presidente de esta Academia, agradeciéndole las amables palabras que ha querido dirigirme en nombre de los presentes. Deseo igualmente extender mi gratitud personal a cada uno de vosotros por vuestro precioso e insustituible compromiso a favor de la vida, en los diversos contextos de procedencia.

Las problemáticas relativos al tema de la bioética permiten verificar hasta qué punto las cuestiones que abarca sitúan en primer plano la cuestión antropológica. Como afirmo en mi última carta encíclica Caritas in veritate: "En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Éste es un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia" (n. ). Ante semejantes cuestiones, que afectan de manera tan decisiva a la vida humana en su perenne tensión entre inmanencia y trascendencia, y que tienen gran relevancia para la cultura de las futuras generaciones, es necesario hacer realidad un proyecto pedagógico integral que permita afrontar estas temáticas en una visión positiva, equilibrada y constructiva, sobre todo en la relación entre la fe y la razón.

Las cuestiones de bioética frecuentemente sitúan en primer plano la referencia a la dignidad de la persona, un principio fundamental que la fe en Jesucristo crucificado y resucitado ha defendido desde siempre, sobre todo cuando no se respeta en relación a los sujetos más sencillos e indefensos: Dios ama a cada ser humano de manera única y profunda. También la bioética, como toda disciplina, necesita de una referencia capaz de garantizar una lectura coherente de las cuestiones éticas que, inevitablemente, surgen frente a posibles conflictos interpretativos. En tal espacio se abre la remisión normativa a la ley moral natural. El reconocimiento de la dignidad humana, en efecto, como derecho inalienable halla su fundamento primero en esa ley no escrita por mano de hombre, sino inscrita por Dios Creador en el corazón del hombre, que cada ordenamiento jurídico está llamado a reconocer como inviolable y cada persona debe respetar y promover (cf. Catecismo de la Iglesia católica
CEC 1954-1960). Sin el principio fundador de la dignidad humana sería arduo hallar una fuente para los derechos de la persona e imposible alcanzar un juicio ético respecto a las conquistas de la ciencia que intervienen directamente en la vida humana. Es necesario, por lo tanto, repetir con firmeza que no existe una comprensión de la dignidad humana ligada sólo a elementos externos como el progreso de la ciencia, la gradualidad en la formación de la vida humana o el pietismo fácil ante situaciones límite. Cuando se invoca el respeto por la dignidad de la persona es fundamental que sea pleno, total y sin sujeciones, excepto las de reconocer que se está siempre ante una vida humana. Cierto: la vida humana conoce un desarrollo propio y el horizonte de investigación de la ciencia y de la bioética está abierto, pero es necesario subrayar que cuando se trata de ámbitos relativos al ser humano, los científicos jamás pueden pensar que tienen entre manos sólo materia inanimada y manipulable. De hecho, desde el primer instante, la vida del hombre se caracteriza por ser vida humana y por esto siempre portadora de dignidad, en todo lugar y a pesar de todo (cf. Congregación para la doctrina de la fe, instrucción Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética, n. 5). De otra forma, estaríamos siempre en presencia del peligro de un uso instrumental de la ciencia, con la inevitable consecuencia de caer fácilmente en el arbitrio, en la discriminación y en el interés económico del más fuerte.

Conjugar bioética y ley moral natural permite verificar de la mejor manera la referencia necesaria e insuprimible a la dignidad que la vida humana posee intrínsecamente desde su primer instante hasta su fin natural. En cambio, en el contexto actual, aun emergiendo cada vez con mayor insistencia la justa llamada a los derechos que garantizan la dignidad de la persona, se percibe que no siempre se reconocen esos derechos a la vida humana en su desarrollo natural y en los momentos de mayor debilidad. Una contradicción así evidencia el compromiso que hay que asumir en los diversos ámbitos de la sociedad y de la cultura para que la vida humana sea reconocida siempre como sujeto inalienable de derecho y nunca como objeto sometido al arbitrio del más fuerte. La historia ha demostrado cuán peligroso y deletéreo puede ser un Estado que proceda a legislar sobre cuestiones que afectan a la persona y a la sociedad pretendiendo ser él mismo fuente y principio de la ética. Sin principios universales que permitan verificar un denominador común para toda la humanidad, no hay que subestimar en absoluto el riesgo de una deriva relativista a nivel legislativo (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1959). La ley moral natural, fuerte en su propio carácter universal, permite evitar tal peligro y sobre todo ofrece al legislador la garantía de un auténtico respeto tanto de la persona como de todo el orden creado. Aquella se sitúa como fuente catalizadora de consenso entre personas de culturas y religiones distintas y permite avanzar más allá de las diferencias, porque afirma la existencia de un orden impreso en la naturaleza por el Creador y reconocido como instancia de verdadero juicio ético racional para perseguir el bien y evitar el mal. La ley moral natural "pertenece al gran patrimonio de la sabiduría humana, que la Revelación, con su luz, ha contribuido a purificar y a desarrollar ulteriormente" (cf. Juan Pablo II, Discurso a la plenaria de la Congregación para la doctrina de la fe, 6 de febrero de 2004).

Ilustres miembros de la Academia pontificia para la vida, en el contexto actual vuestro compromiso se presenta cada vez más delicado y difícil, pero la creciente sensibilidad ante la vida humana anima a proseguir con impulso cada vez mayor y con valentía en este importante servicio a la vida y a la educación en los valores evangélicos de las futuras generaciones. Os deseo a todos que continuéis en el estudio y la investigación, a fin de que la obra de promoción y de defensa de la vida sea cada vez más eficaz y fecunda. Os acompaño con la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a cuantos comparten con vosotros este compromiso cotidiano.



VISITA AL ALBERGUE DE CÁRITAS EN LA ESTACIÓN TERMINI DE ROMA

Domingo 14 de febrero de 2010



Queridos amigos:

He aceptado con alegría la invitación a visitar este albergue dedicado a "Don Luigi Di Liegro", primer director de la Cáritas diocesana de Roma, nacida hace más de treinta años. Agradezco de corazón al cardenal vicario Agostino Vallini y al administrador delegado de los Ferrocarriles del Estado, el ingeniero Mauro Moretti, las palabras que me han dirigido cortésmente. Con particular afecto os expreso mi gratitud a todos los que acudís a este albergue y que, a través de la señora Giovanna Cataldo, habéis querido dirigirme un cordial saludo, acompañado del valioso regalo del Crucifijo de Onna, signo luminoso de esperanza. Saludo a monseñor Giuseppe Merisi, presidente de la Cáritas italiana; al obispo auxiliar, monseñor Guerino Di Tora; y al director de la Cáritas de Roma, monseñor Enrico Feroci. Me alegra saludar a las autoridades presentes, en particular al ministro de Infraestructuras y Transportes, Altero Matteoli; al alcalde de Roma, Gianni Alemanno, a quien agradezco la ayuda constante y concreta ofrecida por el Ayuntamiento de Roma a las actividades del albergue. Saludo a los voluntarios y a todos los presentes. ¡Gracias por vuestra acogida!

Han transcurrido ya veintitrés años desde el día en que esta estructura, realizada con la colaboración de los Ferrocarriles del Estado, que generosamente pusieron a disposición los locales, y con el apoyo económico del Ayuntamiento de Roma, comenzó a acoger a los primeros huéspedes. En el transcurso de los años, al ofrecimiento de un cobijo para quienes no tenían donde dormir, se añadieron otros servicios, como el poliambulatorio y el comedor social, y a los primeros donantes se unieron otros como el ENEL, la Fundación Roma, el ingeniero Agostini Maggini, la Fundación Telecom y el Ministerio de Bienes Culturales-Arcis spa, dando testimonio de la fuerza unificadora del amor. De esta forma el albergue se ha convertido en un lugar donde, gracias al generoso servicio de numerosos agentes y voluntarios, se hacen realidad cada día las palabras de Jesús: "Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis" (Mt 25,35-36).

Queridos hermanos y amigos que encontráis aquí acogida, sabed que la Iglesia os ama profundamente y no os abandona, porque reconoce en el rostro de cada uno de vosotros el rostro de Cristo. Él quiso identificarse de forma totalmente particular con aquellos que se encuentran en la pobreza y en la indigencia. El testimonio de la caridad, que se hace especialmente concreto en este lugar, pertenece a la misión de la Iglesia junto con el anuncio de la verdad del Evangelio. El hombre no sólo tiene necesidad de alimento material o de ayuda para superar los momentos de dificultad; también necesita saber quién es y conocer la verdad sobre sí mismo, sobre su dignidad. Como recordé en la encíclica Caritas in veritate, "sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente" (n. ).

Por eso, la Iglesia, con su servicio en favor de los pobres, está comprometida a anunciar a todos la verdad sobre el hombre, que es amado por Dios, ha sido creado a su imagen, redimido por Cristo y llamado a la comunión eterna con él. Así muchas personas han podido redescubrir, y siguen redescubriendo, su propia dignidad, perdida a veces por acontecimientos trágicos, y recuperan la confianza en sí mismos y la esperanza para el futuro. A través de los gestos, las miradas y las palabras de cuantos prestan su servicio aquí, numerosos hombres y mujeres constatan que su vida está custodiada por el Amor, que es Dios, y que gracias a él tienen sentido e importancia (cf. Spe salvi ). Esta certeza profunda genera en el corazón del hombre una esperanza fuerte, sólida, luminosa, una esperanza que infunde valor para proseguir en el camino de la vida a pesar de los fracasos, las dificultades y las pruebas que la acompañan. Queridos hermanos y hermanas que trabajáis en este lugar, tened siempre ante vuestros ojos y en vuestro corazón el ejemplo de Jesús, que por amor se hizo nuestro servidor y nos amó "hasta el extremo" (cf. Jn 13,1), hasta la cruz. Por tanto, sed testigos gozosos de la infinita caridad de Dios e, imitando el ejemplo del diácono san Lorenzo, considerad a estos amigos vuestros como uno de los tesoros más preciosos de vuestra vida.


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