Discursos 2010 34

A LOS OBISPOS DE SUDÁN EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sábado 13 de marzo de 2010



Eminencia;
35 queridos hermanos en el episcopado:

Es una gran alegría para mí saludaros, obispos de Sudán, con ocasión de vuestra visita quinquenal a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Agradezco al obispo Deng Majak las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Con el espíritu de comunión en el Señor que nos une como sucesores de los Apóstoles, me uno a vosotros en la acción de gracias por el "don más excelso" (cf.
1Co 12,31) de la caridad cristiana, que es evidente en vuestra vida y en el generoso servicio de los sacerdotes, los religiosos y religiosas, y los fieles laicos de Sudán. Vuestra fidelidad al Señor y los frutos de vuestros esfuerzos en medio de las dificultades y los sufrimientos dan un testimonio elocuente de la fuerza de la cruz que brilla a través de nuestras debilidades y nuestras limitaciones humanas (cf. 1Co 1,23-24).

Sé cuanto anheláis la paz, tanto vosotros como los fieles de vuestro país, y con cuánta paciencia estáis trabajando para restablecerla. Os deseo que, anclados en vuestra fe y esperanza en Cristo, el Príncipe de la paz, encontréis siempre en el Evangelio los principios necesarios para plasmar vuestra predicación y vuestra enseñanza, vuestros juicios y vuestras acciones. Inspirándoos en esos principios, y respondiendo a las justas aspiraciones de toda la comunidad católica, habéis hablado con una sola voz, rechazando "cualquier vuelta a la guerra" y solicitando el restablecimiento de la paz en todos los ámbitos de la vida nacional (cf. Declaración de los obispos de Sudán, Por una paz justa y duradera, 4).

La paz significa echar raíces profundas; por eso, es preciso realizar esfuerzos concretos para disminuir los factores que alimentan los conflictos, especialmente la corrupción, las tensiones entre etnias, la indiferencia y el egoísmo. Las iniciativas en este sentido seguramente serán provechosas si se basan en la integridad, en un sentimiento de fraternidad universal y en las virtudes de la justicia, la responsabilidad y la caridad. Los tratados y otros acuerdos, elementos indispensables en el proceso de paz, sólo darán fruto si se inspiran y van acompañados del ejercicio de una guía madura y moralmente recta.

Os exhorto a tomar fuerzas de vuestra reciente experiencia en la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, mientras seguís predicando la reconciliación y el perdón. Se necesitarán años para curar los efectos de la violencia, pero es preciso implorar desde ahora como don de la gracia de Dios el cambio del corazón, que es la condición indispensable para una paz justa y duradera. Como heraldos del Evangelio, habéis tratado de infundir en vuestro pueblo y en la sociedad un sentido de responsabilidad hacia las generaciones actuales y futuras, alentando el perdón, la aceptación mutua y el respeto por los compromisos asumidos. Asimismo, os habéis esforzado por promover los derechos humanos fundamentales mediante el estado de derecho y habéis exhortado a la aplicación de un modelo integral de desarrollo económico y humano. Aprecio todo lo que está haciendo la Iglesia en vuestro país para ayudar a los pobres a vivir con dignidad y a respetarse a sí mismos, a encontrar un trabajo a largo plazo y a ser capaces de dar su propia contribución a la sociedad.

Como signo e instrumento de una humanidad restablecida y reconciliada, la Iglesia experimenta, incluso ahora, la paz del Reino mediante su comunión en el Señor. Que vuestra predicación y vuestra actividad pastoral se sigan inspirando en una espiritualidad de comunión que une las mentes y los corazones en la obediencia al Evangelio, en la participación en la vida sacramental de la Iglesia, y en la fidelidad a vuestra autoridad episcopal. El ejercicio de esa autoridad nunca debería ser considerado "como algo impersonal o burocrático, precisamente porque es una autoridad que nace del testimonio" (cf. Pastores gregis ). Por este motivo, vosotros mismos debéis ser los primeros maestros y testigos de nuestra comunión en la fe y en el amor de Cristo, compartiendo iniciativas comunes, escuchando a vuestros colaboradores, ayudando a los sacerdotes, los religiosos y los laicos a aceptarse y sostenerse mutuamente como hermanos y hermanas, sin distinción de raza o grupo étnico, en un generoso intercambio de dones.

Como parte importante de este testimonio, os aliento a dedicar vuestras energías a reforzar la educación católica, para preparar así especialmente a los fieles laicos a dar un testimonio convincente de Cristo en todos los ámbitos de la vida familiar, social y política. En esta tarea la universidad de Santa María de Juba y los movimientos eclesiales pueden dar una contribución significativa. Después de los padres, los catequistas son el primer eslabón de la cadena de transmisión del valioso tesoro de la fe. Os exhorto a velar por su formación y sus necesidades.

Por último, quiero expresar mi aprecio por vuestros esfuerzos encaminados a mantener buenas relaciones con los seguidores del Islam. Mientras trabajáis para promover la cooperación en iniciativas prácticas, os aliento a subrayar los valores que los cristianos comparten con los musulmanes, como base para el "diálogo de vida", que es un primer paso esencial hacia el respeto y la comprensión interreligiosos auténticos. Es preciso mostrar la misma apertura y el mismo amor hacia quienes pertenecen a las religiones tradicionales.

Queridos hermanos obispos, a través de vosotros envío mi afectuoso saludo a los sacerdotes y a los religiosos de vuestro país, a las familias y, particularmente, a los niños. Con gran afecto os encomiendo a las oraciones de santa Bakhita y de san Daniel Comboni, y a la protección de María, Madre de la Iglesia. A todos imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de sabiduría, alegría y fuerza en el Señor.




VISITA A LA IGLESIA EVANGÉLICA LUTERANA DE ROMA

Domingo 14 de marzo de 2010


36 Queridas hermanas y queridos hermanos:

Quiero dar las gracias de corazón a toda la comunidad, a vuestros responsables, y en particular al párroco Kruse, por haberme invitado a celebrar con vosotros este domingo Laetare, este día en que el elemento determinante es la esperanza, que mira a la luz que irrumpe de la resurrección de Cristo en las tinieblas de nuestra cotidianidad, en las cuestiones no resueltas de nuestra vida. Usted, querido párroco Kruse, nos ha expuesto el mensaje de esperanza de san Pablo. El Evangelio, tomado del capítulo 12 de san Juan, que trataré de explicar, es también un Evangelio de esperanza y, al mismo tiempo, es un Evangelio de la cruz. Estas dos dimensiones van siempre juntas: dado que el Evangelio se refiere a la cruz, habla de la esperanza y, dado que da esperanza, debe hablar de la cruz.

Narra san Juan que Jesús subió a Jerusalén para celebrar la Pascua; luego dice: "Había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta" (
Jn 12,20). Seguramente eran miembros del grupo de los phoboumenoi ton Theon, los "temerosos de Dios" (cf. Ac 10,2) que, más allá del politeísmo de su mundo, buscaban al Dios auténtico, que es verdaderamente Dios; buscaban al único Dios, al que pertenece el mundo entero y que es el Dios de todos los hombres. Y habían encontrado a aquel Dios por el que preguntaban, al que buscaban, al que todo hombre anhela en silencio, en la Biblia de Israel, reconociendo en él al Dios que creó el mundo. Él es el Dios de todos los hombres y, al mismo tiempo, eligió un pueblo concreto y un lugar para estar presente desde allí entre nosotros. Son buscadores de Dios, y han llegado a Jerusalén para adorar al único Dios, para saber algo de su misterio. Además, el evangelista nos narra que estas personas oyen hablar de Jesús, acuden a Felipe, el apóstol procedente de Betsaida, en la que la mitad de la gente hablaba en griego, y le dicen: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21). Su deseo de conocer a Dios los impulsa a querer ver a Jesús y a través de él a conocer más de cerca a Dios. "Queremos ver a Jesús": una expresión que nos conmueve, porque todos quisiéramos verlo y conocerlo verdaderamente cada vez más.

Creo que esos griegos nos interesan por dos motivos: por una parte, su situación es también la nuestra, pues también nosotros somos peregrinos que nos preguntamos sobre Dios, que buscamos a Dios. También nosotros quisiéramos conocer a Jesús más de cerca, verlo de verdad. Sin embargo, también es verdad que, como Felipe y Andrés, deberíamos ser amigos de Jesús, amigos que lo conocen y pueden abrir a los demás el camino que lleva a él. Por eso, creo que ahora deberíamos orar así: Señor, ayúdanos a ser hombres en camino hacia ti. Señor, concédenos que podamos verte cada vez más. Ayúdanos a ser tus amigos, que abren a los demás la puerta hacia ti.
San Juan no nos dice si esto llevó efectivamente a un encuentro entre Jesús y esos griegos. La respuesta de Jesús, que él nos refiere, va mucho más allá de ese momento contingente. Se trata de una doble respuesta: habla de la glorificación de Jesús, que comenzaba entonces: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre" (Jn 12,23). El Señor explica este concepto de la glorificación con la parábola del grano de trigo: "En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24). De hecho, el grano de trigo debe morir, en cierto modo romperse en la tierra, para absorber en sí las fuerzas de la tierra y así llegar a ser tallo y fruto.

Por lo que concierne al Señor, esta es la parábola de su propio misterio. Él mismo es el grano de trigo venido de Dios, el grano de trigo divino, que se deja caer en tierra, que se deja romper en la muerte y, precisamente de esta forma, se abre y puede dar fruto en todo el mundo. Ya no se trata sólo de un encuentro con esta o aquella persona por un momento. Ahora, en cuanto resucitado, es "nuevo" y rebasa los límites espaciales y temporales. Ahora llega de verdad a los griegos. Ahora se les muestra y habla con ellos, y ellos hablan con él; así nace la fe, crece la Iglesia a partir de todos los pueblos, la comunidad de Jesucristo resucitado, que se convertirá en su cuerpo vivo, fruto del grano de trigo. En esta parábola encontramos también una referencia al misterio de la Eucaristía: él, que es el grano de trigo, cae en tierra y muere.

Así nace la santa multiplicación del pan en la Eucaristía, en la que él se convierte en pan para los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares.

Lo que aquí, en esta parábola cristológica, el Señor dice de sí mismo, lo aplica a nosotros en otros dos versículos: "El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna" (Jn 12,25). Creo que, cuando escuchamos esto, en un primer momento no nos agrada. Quisiéramos decir al Señor: "Pero, ¿qué dices, Señor? ¿Debemos odiar nuestra vida, odiarnos a nosotros mismos? ¿Nuestra vida no es un don de Dios? ¿No hemos sido creados a tu imagen? ¿No deberíamos estar agradecidos y alegres porque nos has dado la vida?". Pero la palabra de Jesús tiene otro significado. Naturalmente, el Señor nos ha dado la vida, y por ello le estamos agradecidos. Gratitud y alegría son actitudes fundamentales de la existencia cristiana. Sí, podemos estar alegres porque sabemos que mi vida procede de Dios. No es una casualidad sin sentido. Soy querido y soy amado. Cuando Jesús dice que deberíamos odiar nuestra propia vida, quiere decir algo muy diferente. Piensa en dos actitudes fundamentales. La primera es la de quien quiere tener para sí mismo su propia vida, de quien considera su vida casi como una propiedad suya, de quien se considera a sí mismo como una propiedad suya, por lo cual quiere disfrutar al máximo de esta vida, vivirla intensamente sólo para sí mismo. Quien actúa así, quien vive para sí mismo, y sólo piensa y se quiere a sí mismo, no se encuentra, se pierde. Y es precisamente lo contrario: no tomar la vida, sino darla. Esto es lo que nos dice el Señor. Y no es que tomando la vida para nosotros, la recibamos, sino dándola, yendo más allá de nosotros mismos, no mirándonos a nosotros mismos, sino entregándonos al otro en la humildad del amor, dándole nuestra vida a él y a los demás. Así nos enriquecemos alejándonos de nosotros mismos, liberándonos de nosotros mismos. Entregando la vida, y no tomándola, recibimos de verdad la vida.

El Señor prosigue, afirmando en un segundo versículo: "Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre lo honrará" (Jn 12,26). Este entregarse, que en realidad es la esencia del amor, es idéntico a la cruz. En efecto, la cruz no es más que esta ley fundamental del grano de trigo que muere, la ley fundamental del amor: que nosotros sólo llegamos a ser nosotros mismos cuando nos entregamos. Sin embargo, el Señor añade que este entregarse, este aceptar la cruz, este alejarse de sí mismos, es estar con él, pues nosotros, yendo en pos de él y siguiendo el camino del grano de trigo, encontramos el camino del amor, que en un primer momento parece un camino de tribulación y de sufrimiento, pero precisamente por eso es el camino de la salvación.

El seguimiento, el estar con él, que es el camino, la verdad y la vida, forma parte del camino de la cruz, que es el camino del amor, del perderse y del entregarse. Este concepto incluye también el hecho de que este seguimiento se realiza en el "nosotros", que ninguno de nosotros tiene su propio Cristo, su propio Jesús, sino que sólo lo podemos seguir si caminamos todos juntos con él, entrando en este "nosotros" y aprendiendo con él su amor que entrega. El seguimiento se realiza en este "nosotros". El "ser nosotros" en la comunidad de sus discípulos forma parte del ser cristianos. Y esto nos plantea la cuestión del ecumenismo: la tristeza por haber roto este "nosotros", por haber subdividido el único camino en muchos caminos, pues así se ofusca el testimonio que deberíamos dar, y el amor no puede encontrar su expresión plena.

¿Qué deberíamos decir al respecto? Hoy escuchamos muchas quejas por el hecho de que el ecumenismo habría llegado a una situación de estancamiento, acusaciones mutuas. A pesar de ello, yo creo que ante todo deberíamos estar agradecidos por la gran unidad que ya existe. Es hermoso que hoy, domingo Laetare, podamos orar juntos, entonar los mismos himnos, escuchar la misma Palabra de Dios, explicarla y tratar de comprenderla juntos; que miremos al único Cristo que vemos y al que queremos pertenecer, y que de este modo ya demos testimonio de que él es el único, el que nos ha llamado a todos, y al que, en lo más profundo, todos pertenecemos. Creo que sobre todo deberíamos mostrar al mundo esto: no contiendas y conflictos de todo tipo, sino alegría y gratitud por el hecho de que el Señor nos da esto y porque existe una unidad real, que puede llegar a ser cada vez más profunda y que debe ser cada vez más un testimonio de la Palabra de Cristo, del camino de Cristo en este mundo.

37 Naturalmente, no debemos contentarnos con esto, aunque debemos estar llenos de gratitud por estar juntos. Sin embargo, el hecho de que en cosas esenciales, en la celebración de la santa Eucaristía no podemos beber del mismo cáliz, no podemos estar en torno al mismo altar, nos debe llenar de tristeza porque llevamos esta culpa, porque ofuscamos este testimonio. Nos debe dejar intranquilos interiormente, en el camino hacia una mayor unidad, conscientes de que, en el fondo, sólo el Señor puede dárnosla, porque una unidad concordada por nosotros sería obra humana y, por tanto, frágil, como todo lo que realizan los hombres. Nosotros nos entregamos a él, tratamos de conocerlo y amarlo cada vez más, de verlo, y dejamos que él nos lleve así verdaderamente a la unidad plena, por la cual oramos a él con todo apremio en este momento.

Queridos amigos, una vez más deseo expresaros mi agradecimiento por esta invitación, que me habéis hecho; por la cordialidad con la que me habéis acogido —y también por sus palabras, señora Esch—. Demos gracias por haber podido orar y cantar juntos. Oremos los unos por los otros. Oremos juntos para que el Señor nos conceda la unidad y ayude al mundo para que crea. Amén.






A LOS MIEMBROS DE LA UNIÓN DE INDUSTRIALES DE ROMA

Sala Clementina

Jueves 18 marzo de 2010



Estimado presidente;
ilustres señores y señoras:

Me alegra daros una cordial bienvenida a cada uno de vosotros, en la víspera de la fiesta de san José, que es un ejemplo para todos aquellos que actúan en el mundo del trabajo. Dirijo mi deferente saludo al presidente de la Unión de industriales y empresas de Roma, Aurelio Regina, agradeciéndole las amables palabras que me ha dirigido. Saludo también a la Junta y al Consejo directivo de la agrupación.

La realidad empresarial romana, formada en gran parte por pequeñas y medianas empresas, es una de las más importantes asociaciones territoriales pertenecientes a la Confindustria, que hoy actúa —como otras entidades— en un contexto caracterizado por la globalización, por los efectos negativos de la reciente crisis financiera, y por la llamada "financiarización" de la economía y de las propias empresas. Se trata de una situación compleja, porque la crisis actual ha puesto a dura prueba los sistemas económicos y productivos de los distintos países. Sin embargo, es preciso vivirla con confianza, porque se puede considerar una oportunidad desde el punto de vista de la revisión de los modelos de desarrollo y de una nueva organización del mundo de las finanzas, un "tiempo nuevo" —como se ha dicho— de profunda reflexión.

En la encíclica social, Caritas in veritate, observé que venimos de una fase de desarrollo en la que se ha privilegiado lo que es material y técnico respecto a lo que es ético y espiritual, y animé a poner en el centro de la economía y de las finanzas a la persona (cf. n. ), que Cristo revela en su dignidad más profunda. Proponiendo, además, que la política no esté subordinada a los mecanismos financieros, solicité la reforma y la creación de ordenamientos jurídicos y políticos internacionales (cf. n. ), proporcionados a las estructuras globales de la economía y de las finanzas, para conseguir más eficazmente el bien común de la familia humana. Siguiendo los pasos de mis predecesores, subrayé que el aumento del desempleo, especialmente juvenil, el empobrecimiento económico de muchos trabajadores y la aparición de nuevas formas de esclavitud, exigen como objetivo prioritario el acceso a un trabajo digno para todos (cf. nn. ). Lo que guía a la Iglesia al hacerse promotora de semejante meta es el convencimiento de que el trabajo es un bien para el hombre, para la familia y para la sociedad, y es fuente de libertad y de responsabilidad. Para alcanzar estos objetivos, obviamente han de involucrarse, junto con otros sujetos sociales, los empresarios, a los que es preciso alentar particularmente en su compromiso al servicio de la sociedad y del bien común.

Nadie ignora cuántos sacrificios hay que afrontar para abrir o mantener la propia empresa en el mercado, como "comunidad de personas" que produce bienes y servicios y que, por tanto, no tiene como único objetivo el lucro, aunque sea necesario. En particular las pequeñas y medianas empresas necesitan cada vez más financiación, mientras que el crédito parece menos accesible y es muy fuerte la competencia en los mercados globalizados, especialmente por parte de aquellos países donde no existen —o son mínimos— los sistemas de protección social para los trabajadores. Como consecuencia, el elevado coste del trabajo conlleva una pérdida de competitividad en los productos y servicios, y se requieren grandes sacrificios para no despedir a los propios empleados y permitirles la actualización profesional.

En ese contexto, es importante saber vencer la mentalidad individualista y materialista que sugiere desviar las inversiones de la economía real para privilegiar el uso de los propios capitales en mercados financieros, con vistas a rendimientos más fáciles y rápidos. Me permito recordar que, en cambio, los caminos más seguros para contrastar la decadencia del sistema empresarial del propio territorio consisten en entrar en red con otras realidades sociales, invertir en investigación e innovación, no practicar una competencia injusta entre empresas, no olvidar los propios deberes sociales e incentivar una productividad de calidad para responder a las necesidades reales de la gente. Existen varias evidencias de que la vida de una empresa depende de su atención a todos los sujetos con los que entabla relaciones, del carácter ético de su proyecto y de su actividad. La misma crisis financiera ha mostrado que dentro de un mercado sacudido por quiebras en cadena, han resistido los sujetos económicos capaces de atenerse a comportamientos morales y atentos a las necesidades del propio territorio. El éxito del empresariado italiano, especialmente en algunas regiones, siempre se ha caracterizado por la importancia asignada a la red de relaciones que ha sabido tejer con los trabajadores y con las demás realidades empresariales, mediante relaciones de colaboración y confianza recíproca. La empresa puede ser vital y producir "riqueza social" si tanto los empresarios como los gerentes tienen una mirada previsora, que prefiere la inversión a largo plazo a los beneficios especulativos y que promueve la innovación en lugar de pensar en acumular riqueza sólo para sí mismos.

38 El empresario atento al bien común está llamado a ver siempre su actividad en el marco de un todo plural. Ese enfoque genera, mediante la dedicación personal y la fraternidad vivida concretamente en las opciones económicas y financieras, un mercado más competitivo y a la vez más civil, animado por el espíritu de servicio. Está claro que una lógica de empresa de este tipo presupone ciertas motivaciones, una cierta visión del hombre y de la vida; es decir, un humanismo que nazca de la conciencia de estar llamados como individuos y como comunidad a formar parte de la única familia de Dios, que nos ha creado a su imagen y semejanza y nos ha redimido en Cristo; un humanismo que avive la caridad y se deje guiar por la verdad; un humanismo abierto a Dios y precisamente por eso abierto al hombre y a una vida entendida como tarea solidaria y alegre (cf. n. ). El desarrollo, en cualquier sector de la existencia humana, implica también la apertura a lo trascendente, a la dimensión espiritual de la vida, a la confianza en Dios, al amor, a la fraternidad, a la acogida, a la justicia, a la paz (cf. n. ). Me complace subrayar todo esto durante el tiempo de Cuaresma, un tiempo propicio para la revisión de las propias actitudes profundas y para preguntarse sobre la coherencia entre los fines a los que tendemos y los medios que utilizamos.

Estimados señores y señoras, os dejo estas reflexiones. Os agradezco vuestra visita y os deseo todo bien para la actividad económica, al igual que para la asociativa; y de buen grado os imparto mi bendición a vosotros y a vuestros seres queridos.




CONCIERTO EN HONOR DE BENEDICTO XVI CON OCASIÓN DE SU ONOMÁSTICO

Sala Clementina

Viernes 19 de marzo de 2010



Queridos amigos:

Al término de una escucha tan intensa y espiritualmente profunda, lo mejor sería guardar silencio y prolongar la meditación. Con todo, me alegra dirigiros un saludo y agradeceros a cada uno vuestra presencia en el día de mi fiesta onomástica, de modo particular a cuantos me han ofrecido este gratísimo regalo. Expreso mi cordial agradecimiento al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, por las hermosas palabras que me ha dirigido. Saludo con afecto a los demás cardenales, al cardenal decano Sodano, así como a los obispos y prelados presentes. Manifiesto mi gratitud en especial a los músicos, empezando por el maestro José Peris Lacasa, compositor estrechamente vinculado a la Casa Real española. Tiene el mérito de haber elaborado una versión de Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz de Franz Joseph Haydn, que retoma la versión para cuarteto de cuerda y la realizada en forma de oratorio, escritas todas por el propio Haydn. Me congratulo también con el Cuarteto Henschel por la notable ejecución, y con la señora Susanne Kelling, que ha puesto su extraordinaria voz al servicio de las palabras santas del Señor Jesús.

La elección de esta obra ha sido realmente acertada. De hecho, si por una parte su austera belleza es digna de la solemnidad de san José —cuyo nombre llevaba también el insigne compositor—; por otra, su contenido es muy adecuado al tiempo cuaresmal; más aún, nos debe predisponer a vivir el Misterio central de la fe cristiana. Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz es, de hecho, uno de los ejemplos más sublimes, en el campo musical, de cómo se pueden unir el arte y la fe. La invención del músico está plenamente inspirada y casi "dirigida" por los textos evangélicos, que culminan en las palabras pronunciadas por Jesús crucificado, antes de exhalar el último suspiro. Pero, más que del texto, el compositor estaba sujeto también a las condiciones precisas exigidas por quienes le encargaron la obra, dictadas para el tipo particular de celebración en el que la música sería ejecutada. Y precisamente a partir de estos condicionamientos tan estrechos el genio creativo pudo manifestarse en toda su excelencia: teniendo que imaginar siete sonatas de carácter dramático y meditativo, Haydn se centra en la intensidad, como escribió él mismo en una carta de la época, donde dice: "Cada sonata, o cada texto, está expresado únicamente con los medios de la música instrumental, de forma tal que suscitará necesariamente la impresión más profunda en el alma del oyente, incluso del menos atento" (Carta a W. Forster, 8 de abril de 1787).

Hay aquí algo parecido a la labor del escultor, que debe modelar constantemente la materia sobre la que trabaja —pensemos en el mármol de la Piedad de Miguel Ángel—, y con todo consigue que esa materia hable, que surja una síntesis singular e irrepetible de pensamiento y de emoción, una expresión artística absolutamente original, pero que, al mismo tiempo, está totalmente al servicio de ese preciso contenido de fe, está como dominada por el acontecimiento que representa, en nuestro caso por las siete palabras y por su contexto.

Aquí se esconde una ley universal de la expresión artística: saber comunicar una belleza, que es también un bien y una verdad, a través de un medio sensible: una pintura, una música, una escultura, un texto escrito, una danza, etc. Bien mirado, es la misma ley que siguió Dios para comunicarse a sí mismo a nosotros y para comunicarnos su amor: se encarnó en nuestra carne humana y realizó la mayor obra de arte de toda la creación: "el único mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús", como escribe san Pablo (1Tm 2,5). Cuanto más "dura" es la materia, tanto más estrechos son los vínculos de la expresión y más resalta el genio del artista. Así, en la "dura" cruz Dios pronunció en Cristo la Palabra de amor más bella y más verdadera, que es Jesús en su entrega plena y definitiva: él es la última Palabra de Dios, no en sentido cronológico, sino cualitativo. Es la Palabra universal, absoluta, pero fue pronunciada en ese hombre concreto, en ese tiempo y en ese lugar, en esa "hora", dice el Evangelio de san Juan. Esta vinculación a la historia, a la carne, es signo por excelencia de fidelidad, de un amor tan libre que no tiene miedo de vincularse para siempre, de expresar el infinito en lo finito, el todo en el fragmento. Esta ley, que es la ley del amor, es también la ley del arte en sus expresiones más altas.

Queridos amigos, quizás he ido demasiado lejos con esta reflexión, pero la culpa —o tal vez el mérito— es de Franz Joseph Haydn. Demos gracias al Señor por estos grandes genios artísticos, que han sabido y querido medirse con su Palabra, Jesucristo, y con sus palabras, las Sagradas Escrituras. Renuevo mi agradecimiento a cuantos han ideado y preparado este homenaje: que el Señor recompense abundantemente a cada uno.

(En alemán)

39 Expreso una vez más mi agradecimiento a todos aquellos que han hecho posible esta velada; en particular, al Cuarteto Henschell y a la mezzosoprano, la señora Susanne Kelling, que con su expresiva exhibición nos ha acercado de forma musical a las palabras del Salvador en la cruz. Muchas gracias.

(En español)

Saludo muy cordialmente al maestro José Peris Lacasa, autor de una lograda reelaboración de las Siete últimas palabras de Cristo en la cruz, de Haydn, y que hoy hemos tenido el gusto de escuchar. Saludo también a los que han venido de España para esta ocasión. Muchas gracias.
A todos os renuevo un cordial saludo con el deseo de que sigáis a Cristo de cerca, como la Virgen María, para vivir en profundidad la Semana santa, y celebrar en verdad la Pascua ya cercana. Con esta intención, os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos mi bendición.






A LOS OBISPOS DE BURKINA FASO Y NÍGER


EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sábado 20 de marzo de 2010



Queridos hermanos en el episcopado:

Os acojo con gran alegría a vosotros, a quienes se ha encomendado la responsabilidad pastoral de la Iglesia que peregrina en Burkina Faso y en Níger. Saludo en particular al presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor Séraphin Rouamba, arzobispo de Koupéla, y le agradezco sus amables palabras. A vuestros diocesanos y a todos los habitantes de vuestros países, especialmente a los enfermos y a las personas que pasan por un momento de prueba, llevad el aliento y el saludo afectuoso del Papa. Vuestra visita ad limina es un signo concreto de comunión entre vuestras Iglesias particulares y la Iglesia universal, que se manifiesta de manera significativa en vuestro vínculo con el Sucesor de Pedro. Espero que el reforzamiento de esta unidad entre vosotros y en el seno de la Iglesia fortifique vuestro ministerio y aumente la credibilidad del testimonio de los discípulos de Cristo.

Después de más de un siglo, la evangelización ya ha dado frutos abundantes, visibles a través de numerosos signos de la vitalidad de la Iglesia-familia de Dios en vuestros países. Que un nuevo impulso misionero anime vuestras comunidades, a fin de que se acoja plenamente y se viva fielmente el mensaje evangélico. La fe siempre necesita consolidar sus raíces para no volver a prácticas antiguas o incompatibles con el seguimiento de Cristo y para resistir a las llamadas de un mundo a veces hostil al ideal evangélico. Me congratulo por los esfuerzos que estáis realizando desde hace muchos años para una sana inculturación de la fe. Velad para que continúen gracias a la labor de personas competentes, respetando las normas y haciendo referencia a las estructuras apropiadas. Por otra parte, os aliento a proseguir el gran esfuerzo misionero de solidaridad que habéis emprendido con generosidad respecto a las Iglesias hermanas de vuestro continente.

La reciente Asamblea sinodal para África invitó a las comunidades cristianas a afrontar los desafíos de la reconciliación, la justicia y la paz. Me alegra saber que en vuestras diócesis, la Iglesia sigue luchando, de distintas formas, contra los males que impiden a las poblaciones alcanzar un desarrollo auténtico. Así, las graves inundaciones de septiembre del año pasado fueron la ocasión para promover la solidaridad con todos y especialmente con los más necesitados. Esta solidaridad, arraigada en el amor de Dios, debe ser un compromiso permanente de la comunidad eclesial: vuestros fieles la han practicado generosamente también respecto de las víctimas del reciente seísmo de Haití, pese a las grandes necesidades que tienen ellos mismos. Se lo agradezco vivamente. Por último, quiero congratularme especialmente aquí por la obra que realiza la Fundación Juan Pablo II para el Sahel, que el año pasado celebró en Uagadugú su vigésimo quinto aniversario.

Queridos hermanos en el episcopado, el Año sacerdotal contribuye a poner de relieve la grandeza del sacerdocio y a promover una renovación interior en la vida de los presbíteros, a fin de que su ministerio sea cada vez más intenso y fecundo. El sacerdote es ante todo un hombre de Dios, que intenta responder cada vez con mayor coherencia a su vocación y a su misión al servicio del pueblo que le ha sido encomendado y que debe guiar hacia Dios. Por eso es necesario asegurarle una formación sólida, no sólo durante la preparación a la ordenación, sino a lo largo de todo su ministerio. En efecto, es indispensable que el sacerdote pueda dedicar tiempo a profundizar su vida sacerdotal para evitar caer en el activismo. Que el ejemplo de san Juan María Vianney despierte en el corazón de vuestros sacerdotes, a los que felicito por su valiente compromiso misionero, una conciencia renovada de su entrega total a Cristo y a la Iglesia, alimentada por una ferviente vida de oración y por el amor apasionado al Señor Jesús. ¡Que su ejemplo suscite numerosas vocaciones sacerdotales!

Los catequistas son los colaboradores indispensables de los sacerdotes en el anuncio del Evangelio. Tienen un papel esencial no sólo en la primera evangelización y para el catecumenado, sino también en la animación y el sostén de vuestras comunidades, junto a los demás agentes pastorales. A través de vosotros, quiero saludarlos afectuosamente y alentarlos en su tarea de evangelizadores de sus hermanos. Vuestras diócesis están realizando esfuerzos importantes para garantizar su formación humana, intelectual, espiritual y pastoral, permitiéndoles de este modo asegurar su servicio con fe y competencia; me alegro de ello y os aliento a seguir adelante, saliendo también al paso de sus necesidades materiales para que puedan llevar una vida digna.


Discursos 2010 34