Discursos 2010 57

57 venerables hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
señores y señoras:

Una vez más el presidente de la República italiana, Giorgio Napolitano, con un gesto de exquisita cortesía, ha querido ofrecernos a todos la posibilidad de escuchar excelente música con ocasión del aniversario del inicio de mi pontificado. Señor presidente, lo saludo con deferencia a usted y a su distinguida esposa, y deseo expresarle mi vivo agradecimiento por el homenaje verdaderamente grato de este concierto y por las amables palabras que me ha dirigido. En este acto de atención veo también un signo más del afecto que el pueblo italiano alberga por el Papa, afecto que fue tan ferviente en santa Catalina de Siena, patrona de Italia, cuya fiesta celebramos hoy. Me complace saludar a las demás autoridades del Estado italiano, a los señores embajadores, a las distintas personalidades y a todos los que habéis participado en este momento de alto valor cultural y musical.

Deseo dar las gracias a todos los que han cooperado generosamente en la realización de este evento, en particular a los dirigentes de la Fundación Escuela de música de Fiésole, de la que forma parte significativa la Orquesta juvenil italiana, y que dirige hábilmente el maestro Nicola Paszkowski. Con la seguridad de interpretar los sentimientos de todos los presentes, expreso sincero aprecio a los miembros de la orquesta, que han ejecutado con habilidad y eficacia complejas piezas del compositor milanés Giovanni Battista Sammartini, de Wolfgang Amadeus Mozart y de Ludwig van Beethoven.

En esta velada hemos tenido la alegría de escuchar a jóvenes concertistas alumnos de la Escuela musical de Fiésole, fundada por Piero Farulli, que a lo largo de los años se ha afirmado como excelente centro nacional de formación orquestal, dando la posibilidad a numerosos niños, adolescentes, jóvenes y adultos, de realizar un cualificado itinerario formativo de preparación para ser músicos de las mejores orquestas italianas y europeas. El estudio de la música reviste un alto valor en el proceso educativo de la persona, puesto que produce efectos positivos sobre el desarrollo del individuo, favoreciendo su crecimiento humano y espiritual armónico. Sabemos que el valor formativo de la música se reconoce habitualmente por sus implicaciones de índole expresiva, creativa, relacional, social y cultural.

Por lo tanto, la experiencia de más de treinta años de la Escuela de música de Fiésole asume especial relieve frente a la realidad cotidiana que nos dice que educar no es fácil. De hecho, parece que en el contexto social actual cualquier obra de educación resulta cada vez más ardua y problemática: a menudo entre padres y educadores se habla de las dificultades que se encuentran a la hora de transmitir a las nuevas generaciones los valores básicos de la existencia y de un comportamiento correcto. Dicha situación problemática afecta tanto a la escuela como a la familia, y a las diversas instituciones que realizan una labor en el campo formativo.

Las condiciones actuales de la sociedad requieren un compromiso educativo extraordinario en favor de las nuevas generaciones. Los jóvenes, aunque viven en contextos distintos, tienen en común la sensibilidad a los grandes ideales de la vida, pero encuentran muchas dificultades para vivirlos. No podemos ignorar sus necesidades ni sus expectativas, y tampoco los obstáculos y las amenazas que encuentran. Sienten la exigencia de acercarse a los valores auténticos como la centralidad de la persona, la dignidad humana, la paz y la justicia, la tolerancia y la solidaridad. También buscan, a veces de modo confuso y contradictorio, la espiritualidad y la trascendencia, para encontrar equilibrio y armonía. A este propósito, me complace señalar que precisamente la música puede abrir las mentes y los corazones a la dimensión del espíritu y lleva a las personas a levantar la mirada hacia lo Alto, a abrirse al Bien y a la Belleza absolutos, que tienen en Dios su fuente última. El aire festivo del canto y de la música son también una invitación constante para los creyentes y para todos los hombres de buena voluntad a comprometerse a fin de dar a la humanidad un futuro rico de esperanza. Además, la experiencia de tocar en una orquesta añade la dimensión colectiva: los ensayos continuos llevados a cabo con paciencia; el ejercicio de escuchar a los demás músicos; el compromiso de no tocar «solos», sino de procurar que los distintos «colores orquestales» —si bien manteniendo sus propias características— se fundan en unidad; la búsqueda común de la mejor expresión, todo esto constituye un magnífico «entrenamiento», no sólo en el plano artístico y profesional, sino también bajo el perfil humano global.

Queridos amigos, espero que la grandeza y la belleza de las piezas musicales magistralmente ejecutadas esta tarde den a todos nueva y continua inspiración para tender hacia metas cada vez más altas en la vida personal y social. Renuevo al señor presidente de la República italiana, a los organizadores y a todos los presentes la expresión de mi sincera gratitud por este apreciado homenaje. Recordadme en vuestras oraciones, para que al iniciar el sexto año de mi pontificado cumpla siempre mi ministerio como quiere el Señor. Él, que es nuestra fuerza y nuestra paz, os bendiga a todos vosotros y a vuestras familias.






A LOS PARTICIPANTES EN LA XVI SESIÓN PLENARIA DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS SOCIALES

Sala del Consistorio

Viernes 30 de abril de 2010



Queridos miembros de la Academia:

58 Me complace saludaros al inicio de vuestra decimosexta sesión plenaria, dedicada a un análisis de la crisis económica mundial a la luz de los principios éticos consagrados por la doctrina social de la Iglesia. Agradezco a su presidenta, la profesora Mary Ann Glendon, sus amables palabras de saludo, y os expreso mis mejores deseos de que vuestras deliberaciones sean fructíferas.

El colapso financiero en todo el mundo, como sabemos, ha demostrado la fragilidad del sistema económico actual y de las instituciones relacionadas con él. También ha demostrado el error de la hipótesis según la cual el mercado es capaz de autorregularse, independientemente de la intervención pública y del apoyo de las criterios morales interiorizados. Esta hipótesis se basa en una noción empobrecida de la vida económica, como una especie de mecanismo de auto-calibración impulsado por el interés propio y la búsqueda de beneficios. Como tal, pasa por alto el carácter esencialmente ético de la economía, como una actividad de y para los seres humanos. Más que una espiral de producción y consumo en función de unas necesidades humanas definidas de un modo limitado, la vida económica debería ser un ejercicio de responsabilidad humana, intrínsecamente orientada hacia la promoción de la dignidad de la persona, la búsqueda del bien común y el desarrollo integral —político, cultural y espiritual— de individuos, familias y sociedades. Una apreciación de esta dimensión humana más plena exige, a su vez, precisamente el tipo de investigación y reflexión interdisciplinar que esta sesión de la Academia ha emprendido.

En la encíclica Caritas in veritate observé que «la crisis actual nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso» (n. ). Ciertamente, volver a planificar el camino supone también buscar criterios generales y objetivos según los cuales juzgar las estructuras, las instituciones y las decisiones concretas que orientan y dirigen la vida económica. La Iglesia, basándose en su fe en Dios Creador, afirma la existencia de una ley natural universal que es la fuente última de estos criterios (cf. ib., ). Sin embargo, también está convencida de que los principios de este orden ético, inscrito en la creación misma, son accesibles a la razón humana y, como tal, deben ser adoptados como base para las decisiones prácticas. Como parte de la gran herencia de la sabiduría humana, la ley moral natural, que la Iglesia ha asumido, purificado y desarrollado a la luz de la Revelación cristiana, es un faro que orienta los esfuerzos de individuos y comunidades a buscar el bien y evitar el mal, a la vez que dirige su compromiso de construir una sociedad auténticamente justa y humana.

Entre los principios indispensables que constituyen este enfoque ético integral de la vida económica debe encontrarse la promoción del bien común, basada en el respeto de la dignidad de la persona humana y reconocida como principal objetivo de los sistemas de producción y de comercio, de las instituciones políticas y del bienestar social. En nuestros días, la preocupación por el bien común ha adquirido una dimensión global más marcada. También es cada vez más evidente que el bien común implica la responsabilidad respecto a las futuras generaciones. En consecuencia, la solidaridad entre generaciones se debe reconocer como criterio ético fundamental para juzgar cualquier sistema social. Estas realidades ponen de relieve la urgencia de reforzar los procedimientos de gobierno de la economía mundial, aunque con el debido respeto al principio de la subsidiariedad. Al final, sin embargo, todas las decisiones económicas y políticas deben estar encaminadas a «la caridad en la verdad», ya que la verdad preserva y canaliza la fuerza liberadora de la caridad en medio de las vicisitudes y las estructuras humanas, siempre contingentes. Pues «sin verdad, sin confianza y amor por lo que es verdadero, no hay conciencia social y responsabilidad, y la acción social termina sirviendo a los intereses privados y a las lógicas de poder, dando lugar a la fragmentación social» (Caritas in veritate ).

Con estas consideraciones, queridos amigos, expreso una vez más mi confianza en que esta sesión plenaria contribuya a un discernimiento más profundo de los graves desafíos sociales y económicos que afronta nuestro mundo, y ayude a señalar el camino para afrontar esos desafíos con espíritu de sabiduría, justicia y auténtica humanidad. Os aseguro una vez más mis oraciones por vuestro importante trabajo e invoco sobre vosotros y sobre vuestros seres queridos las bendiciones divinas de alegría y paz.





Mayo de 2010



VISITA PASTORAL A TURÍN


ENCUENTRO CON LOS JÓVENES

Plaza «San Carlo»

Domingo 2 de mayo de 2010



Queridos jóvenes de Turín;
queridos jóvenes que venís de Piamonte y de las regiones cercanas:

59 Me alegra verdaderamente estar con vosotros, en esta visita mía a Turín para venerar la Sábana Santa. Os saludo a todos con gran afecto y os agradezco la acogida y el entusiasmo de vuestra fe. A través de vosotros saludo a toda la juventud de Turín y de las diócesis de Piamonte, con una oración especial por los jóvenes que viven situaciones de sufrimiento, de dificultad y de extravío. Un pensamiento particular y un fuerte aliento dirijo a cuantos entre vosotros están recorriendo el camino hacia el sacerdocio, la vida consagrada, o también hacia opciones generosas de servicio a los últimos. Agradezco a vuestro pastor, el cardenal Severino Poletto, las cordiales palabras que me ha dirigido y doy las gracias a vuestros representantes, que me han manifestado los propósitos, los problemas y las expectativas de la juventud de esta ciudad y de esta región.

Hace veinticinco años, con ocasión del Año internacional de la juventud, el venerable y amado Juan Pablo II dirigió una Carta apostólica a los jóvenes y a las jóvenes del mundo, centrada en el encuentro de Jesús con el joven rico del que nos habla el Evangelio (Carta a los jóvenes, 31 de marzo de 1985). Partiendo precisamente de esta página (cf.
Mc 10,17-22 Mt 19,16-22), que ha sido también objeto de reflexión en mi Mensaje de este año para la Jornada mundial de la juventud, quiero ofreceros algunos pensamientos que espero os ayuden en vuestro crecimiento espiritual y en vuestra misión dentro de la Iglesia y en el mundo.

El joven del Evangelio, como sabemos, pregunta a Jesús: «¿Qué tengo que hacer para tener la vida eterna?». Hoy no es fácil hablar de vida eterna y de realidades eternas, porque la mentalidad de nuestro tiempo nos dice que no existe nada definitivo: todo cambia e incluso muy rápidamente. «Cambiar» se ha convertido, en muchos casos, en la contraseña, en el ejercicio más exaltante de la libertad, y de esta forma también vosotros, los jóvenes, tendéis muchas veces a pensar que es imposible realizar elecciones definitivas, que comprometan toda la vida. Pero ¿es esta la forma correcta de usar la libertad? ¿Es realmente cierto que para ser felices debemos contentarnos con pequeñas y fugaces alegrías momentáneas, las cuales, una vez terminadas, dejan amargura en el corazón? Queridos jóvenes, esta no es la verdadera libertad; la felicidad no se alcanza así. Cada uno de nosotros no ha sido creado para realizar elecciones provisionales y revocables, sino elecciones definitivas e irrevocables, que dan sentido pleno a la existencia. Lo vemos en nuestra vida: quisiéramos que toda experiencia bella, que nos llena de felicidad, no terminara nunca. Dios nos ha creado con vistas al «para siempre»; ha puesto en el corazón de cada uno de nosotros la semilla de una vida que realice algo bello y grande. Tened a valentía de hacer elecciones definitivas y de vivirlas con fidelidad. El Señor podrá llamaros al matrimonio, al sacerdocio, a la vida consagrada, a una entrega particular de vosotros mismos: respondedle con generosidad.

En el diálogo con el joven que poseía muchas riquezas, Jesús indica cuál es la riqueza más importante y más grande de la vida: el amor. Amar a Dios y amar a los demás con todo su ser. La palabra amor, como sabemos, se presta a varias interpretaciones y tiene distintos significados: nosotros necesitamos un Maestro, Cristo, que nos indique su sentido más auténtico y más profundo, que nos guíe a la fuente del amor y de la vida. Amor es el nombre propio de Dios. El apóstol san Juan nos lo recuerda: «Dios es amor», y añade que «no hemos sido nosotros quienes hemos amado a Dios, sino que él es quien nos amó y nos envió a su Hijo». Y «si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1Jn 4,8 1Jn 4,10 1Jn 4,11). En el encuentro con Cristo y en el amor mutuo experimentamos en nosotros la vida misma de Dios, que permanece en nosotros con su amor perfecto, total, eterno (cf. 1Jn 4,12). Así pues, no hay nada más grande para el hombre, ser mortal y limitado, que participar en la vida de amor de Dios. Hoy vivimos en un contexto cultural que no favorece relaciones humanas profundas y desinteresadas, sino, al contrario, induce a menudo a cerrarse en sí mismos, al individualismo, a dejar que prevalezca el egoísmo que hay en el hombre. Pero el corazón de un joven por naturaleza es sensible al amor verdadero. Por ello me dirijo con gran confianza a cada uno de vosotros y os digo: no es fácil hacer de vuestra vida algo bello y grande; es arduo, pero con Cristo todo es posible.

En la mirada de Jesús que —como dice el Evangelio— contempla al joven con amor, percibimos todo el deseo de Dios de estar con nosotros, de estar cerca de nosotros; Dios desea nuestro sí, nuestro amor. Sí, queridos jóvenes, Jesús quiere ser vuestro amigo, vuestro hermano en la vida, el maestro que os indica el camino a recorrer para alcanzar la felicidad. Él os ama por lo que sois, con vuestra fragilidad y debilidad, para que, tocados por su amor, podáis ser transformados. Vivid este encuentro con el amor de Cristo en una fuerte relación personal con él; vividlo en la Iglesia, ante todo en los sacramentos. Vividlo en la Eucaristía, en la que se hace presente su sacrificio: él realmente entrega su Cuerpo y su Sangre por nosotros, para redimir los pecados de la humanidad, para que lleguemos a ser uno con él, para que aprendamos también nosotros la lógica del entregarse. Vividlo en la Confesión, donde, ofreciéndonos su perdón, Jesús nos acoge con todas nuestras limitaciones para darnos un corazón nuevo, capaz de amar como él. Aprended a tener familiaridad con la Palabra de Dios, a meditarla, especialmente en la lectio divina, la lectura espiritual de la Biblia. Por último, sabed encontrar el amor de Cristo en el testimonio de caridad de la Iglesia. Turín os ofrece, en su historia, espléndidos ejemplos: seguidlos, viviendo concretamente la gratuidad del servicio. En la comunidad eclesial todo debe estar dirigido a hacer que los hombres palpen la infinita caridad de Dios.

Queridos amigos, el amor de Cristo al joven del Evangelio es el mismo que tiene a cada uno de nosotros. No es un amor confinado en el pasado, no es un espejismo, no está reservado a pocos. Encontraréis este amor y experimentaréis toda su fecundidad si buscáis con sinceridad y vivís con empeño vuestra participación en la vida de la comunidad cristiana. Que cada uno se sienta «parte viva» de la Iglesia, implicado en la tarea de la evangelización, sin miedo, con un espíritu de sincera armonía con los hermanos en la fe y en comunión con los pastores, saliendo de una tendencia individualista también al vivir la fe, para respirar a pleno pulmón la belleza de formar parte del gran mosaico de la Iglesia de Cristo.

Esta tarde no puedo menos de señalaros como modelo a un joven de vuestra ciudad, el beato Pier Giorgio Frassati, de cuya beatificación este año se cumple el vigésimo aniversario. Su existencia se vio envuelta totalmente por la gracia y por el amor de Dios, y se consumió, con serenidad y alegría, en el servicio apasionado a Cristo y a los hermanos. Joven como vosotros, vivió con gran empeño su formación cristiana y dio su testimonio de fe, sencillo y eficaz. Un muchacho fascinado por la belleza del Evangelio de las Bienaventuranzas, que experimentó toda la alegría de ser amigo de Cristo, de seguirlo, de sentirse de modo vivo parte de la Iglesia. Queridos jóvenes, tened el valor de elegir lo que es esencial en la vida. «Vivir y no ir tirando», repetía el beato Pier Giorgio Frassati. Como él, descubrid que vale la pena comprometerse por Dios y con Dios, responder a su llamada en las opciones fundamentales y en las cotidianas, incluso cuando cuesta.

El itinerario espiritual del beato Pier Giorgio Frassati recuerda que el camino de los discípulos de Cristo requiere el valor de salir de sí mismos, para seguir la senda del Evangelio. Este camino exigente del espíritu lo vivís en las parroquias y en las demás realidades eclesiales; lo vivís también en la peregrinación de las Jornadas mundiales de la juventud, cita siempre esperada. Sé que os estáis preparando para el próximo gran encuentro, que tendrá lugar en Madrid en agosto de 2011. Deseo de corazón que este extraordinario acontecimiento, en el que espero que participéis en gran número, contribuya a hacer crecer en cada uno el entusiasmo y la fidelidad al seguir a Cristo y al acoger con alegría su mensaje, fuente de vida nueva.

Jóvenes de Turín y de Piamonte, sed testigos de Cristo en nuestro tiempo. Que la Sábana Santa sea de un modo muy particular para vosotros una invitación a imprimir en vuestro espíritu el rostro del amor de Dios, para que vosotros mismos seáis, en vuestros ambientes, con vuestros coetáneos, una expresión creíble del rostro de Cristo. Que María, a la que veneráis en vuestros santuarios marianos, y san Juan Bosco, patrono de la juventud, os ayuden a seguir a Cristo sin cansaros nunca. Y que os acompañen siempre mi oración y mi bendición, que os imparto con gran afecto. Gracias por vuestra atención.



VENERACIÓN DE LA SÁBANA SANTA - MEDITACIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Domingo 2 de mayo de 2010



Queridos amigos:

60 Este es un momento muy esperado para mí. En otras varias ocasiones he estado ante la Sábana Santa, pero ahora vivo esta peregrinación y este momento con particular intensidad: quizá porque el paso de los años me hace todavía más sensible al mensaje de este extraordinario icono; quizá, y diría sobre todo, porque estoy aquí como Sucesor de Pedro y traigo en mi corazón a toda la Iglesia, más aún, a toda la humanidad. Doy gracias a Dios por el don de esta peregrinación y también por la oportunidad de compartir con vosotros una breve meditación, que me ha sugerido el subtítulo de esta solemne ostensión: «El misterio del Sábado Santo».

Se puede decir que la Sábana Santa es el icono de este misterio, icono del Sábado Santo. De hecho, es una tela sepulcral, que envolvió el cadáver de un hombre crucificado y que corresponde en todo a lo que nos dicen los Evangelios sobre Jesús, quien, crucificado hacia mediodía, expiró sobre las tres de la tarde. Al caer la noche, dado que era la Parasceve, es decir, la víspera del sábado solemne de Pascua, José de Arimatea, un rico y autorizado miembro del Sanedrín, pidió valientemente a Poncio Pilato que le permitiera sepultar a Jesús en su sepulcro nuevo, que había mandado excavar en la roca a poca distancia del Gólgota. Obtenido el permiso, compró una sábana y, después de bajar el cuerpo de Jesús de la cruz, lo envolvió con aquel lienzo y lo depuso en aquella tumba (cf.
Mc 15,42-46). Así lo refiere el Evangelio de san Marcos y con él concuerdan los demás evangelistas. Desde ese momento, Jesús permaneció en el sepulcro hasta el alba del día después del sábado, y la Sábana Santa de Turín nos ofrece la imagen de cómo era su cuerpo depositado en el sepulcro durante ese tiempo, que cronológicamente fue breve (alrededor de día y medio), pero inmenso, infinito en su valor y significado.

El Sábado Santo es el día del ocultamiento de Dios, como se lee en una antigua homilía: «¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad, porque el Rey duerme (...). Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción a los infiernos» (Homilía sobre el Sábado Santo: PG 43,439). En el Credo profesamos que Jesucristo «padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos».

Queridos hermanos y hermanas, en nuestro tiempo, especialmente después de atravesar el siglo pasado, la humanidad se ha hecho particularmente sensible al misterio del Sábado Santo. El escondimiento de Dios forma parte de la espiritualidad del hombre contemporáneo, de manera existencial, casi inconsciente, como un vacío en el corazón que ha ido haciéndose cada vez mayor. Al final del siglo XIX, Nietzsche escribió: «¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!». Esta famosa expresión, si se analiza bien, está tomada casi al pie de la letra de la tradición cristiana; con frecuencia la repetimos en el vía crucis, quizá sin darnos plenamente cuenta de lo que decimos. Después de las dos guerras mundiales, de los lagers y de los gulags, de Hiroshima y Nagasaki, nuestra época se ha convertido cada vez más en un Sábado Santo: la oscuridad de este día interpela a todos los que se interrogan sobre la vida; y de manera especial nos interpela a los creyentes. También nosotros tenemos que afrontar esta oscuridad.

Y, sin embargo, la muerte del Hijo de Dios, de Jesús de Nazaret, tiene un aspecto opuesto, totalmente positivo, fuente de consuelo y de esperanza. Y esto me hace pensar en el hecho de que la Sábana Santa se comporta como un documento «fotográfico», dotado de un «positivo» y de un «negativo». Y, en efecto, es precisamente así: el misterio más oscuro de la fe es al mismo tiempo el signo más luminoso de una esperanza que no tiene confines. El Sábado Santo es la «tierra de nadie» entre la muerte y la resurrección, pero en esta «tierra de nadie» ha entrado Uno, el Único que la ha recorrido con los signos de su Pasión por el hombre: «Passio Christi. Passio hominis». Y la Sábana Santa nos habla exactamente de ese momento, es testigo precisamente de ese intervalo único e irrepetible en la historia de la humanidad y del universo, en el que Dios, en Jesucristo, compartió no sólo nuestro morir, sino también nuestra permanencia en la muerte. La solidaridad más radical.

En ese «tiempo más allá del tiempo», Jesucristo «descendió a los infiernos». ¿Qué significa esta expresión? Quiere decir que Dios, hecho hombre, llegó hasta el punto de entrar en la soledad máxima y absoluta del hombre, a donde no llega ningún rayo de amor, donde reina el abandono total sin ninguna palabra de consuelo: «los infiernos». Jesucristo, permaneciendo en la muerte, cruzó la puerta de esta soledad última para guiarnos también a nosotros a atravesarla con él. Todos hemos experimentado alguna vez una sensación espantosa de abandono, y lo que más miedo nos da de la muerte es precisamente esto, como de niños tenemos miedo a estar solos en la oscuridad y sólo la presencia de una persona que nos ama nos puede tranquilizar. Esto es precisamente lo que sucedió en el Sábado Santo: en el reino de la muerte resonó la voz de Dios. Sucedió lo impensable: es decir, el Amor penetró «en los infiernos»; incluso en la oscuridad máxima de la soledad humana más absoluta podemos escuchar una voz que nos llama y encontrar una mano que nos toma y nos saca afuera. El ser humano vive por el hecho de que es amado y puede amar; y si el amor ha penetrado incluso en el espacio de la muerte, entonces hasta allí ha llegado la vida. En la hora de la máxima soledad nunca estaremos solos: «Passio Christi. Passio hominis».

Este es el misterio del Sábado Santo. Precisamente desde allí, desde la oscuridad de la muerte del Hijo de Dios, ha surgido la luz de una nueva esperanza: la luz de la Resurrección. Me parece que al contemplar este sagrado lienzo con los ojos de la fe se percibe algo de esta luz. La Sábana Santa ha quedado sumergida en esa oscuridad profunda, pero es al mismo tiempo luminosa; y yo pienso que si miles y miles de personas vienen a venerarla, sin contar a quienes la contemplan a través de las imágenes, es porque en ella no ven sólo la oscuridad, sino también la luz; más que la derrota de la vida y del amor, ven la victoria, la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio; ciertamente ven la muerte de Jesús, pero entrevén su resurrección; en el seno de la muerte ahora palpita la vida, pues en ella habita el amor. Este es el poder de la Sábana Santa: del rostro de este «Varón de dolores», que carga sobre sí la pasión del hombre de todos los tiempos y lugares, incluso nuestras pasiones, nuestros sufrimientos, nuestras dificultades, nuestros pecados —«Passio Christi. Passio hominis»—, emana una solemne majestad, un señorío paradójico. Este rostro, estas manos y estos pies, este costado, todo este cuerpo habla, es en sí mismo una palabra que podemos escuchar en silencio ¿Cómo habla la Sábana Santa? Habla con la sangre, y la sangre es la vida. La Sábana Santa es un icono escrito con sangre; sangre de un hombre flagelado, coronado de espinas, crucificado y herido en el costado derecho. La imagen impresa en la Sábana Santa es la de un muerto, pero la sangre habla de su vida. Cada traza de sangre habla de amor y de vida. Especialmente la gran mancha cercana al costado, hecha de la sangre y del agua que brotaron copiosamente de una gran herida provocada por un golpe de lanza romana, esa sangre y esa agua hablan de vida. Es como un manantial que susurra en el silencio y nosotros podemos oírlo, podemos escucharlo en el silencio del Sábado Santo.

Queridos amigos, alabemos siempre al Señor por su amor fiel y misericordioso. Al salir de este lugar santo, llevamos en los ojos la imagen de la Sábana Santa, llevamos en el corazón esta palabra de amor, y alabamos a Dios con una vida llena de fe, de esperanza y de caridad. Gracias.


ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS

Iglesia de la Pequeña Casa de la Divina Providencia-Cottolengo

Domingo 2 de mayo de 2010



61 Señores cardenales;
queridos hermanos y hermanas:

Deseo expresaros a todos mi alegría y mi agradecimiento al Señor, que me ha traído hasta vosotros, a este lugar, donde de tantos modos y según un carisma particular se manifiestan la caridad y la Providencia del Padre celestial. Nuestro encuentro sintoniza muy bien con mi peregrinación a la Sábana Santa, en la que podemos leer todo el drama del sufrimiento, pero también, a la luz de la resurrección de Cristo, el pleno significado que asume para la redención del mundo. Agradezco a don Aldo Sarotto las significativas palabras que me ha dirigido: a través de él mi agradecimiento se extiende a quienes trabajan en este lugar, la Pequeña Casa de la Divina Providencia, como quiso llamarla san José Benito Cottolengo. Saludo con reconocimiento a las tres familias religiosas nacidas del corazón de Cottolengo y de la «creatividad» del Espíritu Santo. Gracias a todos vosotros, queridos enfermos, que sois el tesoro precioso de esta casa y de esta Obra.

Como quizá sabéis, durante la audiencia general del pasado miércoles, junto a la figura de san Leonardo Murialdo presenté también el carisma y la obra de vuestro fundador. Sí, él fue un verdadero paladín de la caridad, cuyas iniciativas, como árboles frondosos, están ante nuestros ojos y bajo la mirada del mundo. Releyendo los testimonios de la época, vemos que no fue fácil para Cottolengo comenzar su empresa. Las numerosas actividades de asistencia presentes en el territorio a favor de los más necesitados no bastaban para sanar la plaga de la pobreza que afligía la ciudad de Turín. San Cottolengo intentó dar una respuesta a esta situación, acogiendo a las personas con dificultades y privilegiando a quienes otros no acogían ni cuidaban. El primer núcleo de la Casa de la Divina Providencia no tuvo una vida fácil y no duró mucho tiempo. En 1832, en el barrio de Valdocco, vio la luz una nueva estructura, también con la ayuda de algunas familias religiosas.

San Cottolengo, aunque en su vida pasó por momentos dramáticos, mantuvo siempre una serena confianza frente a los acontecimientos; atento a captar los signos de la paternidad de Dios, reconoció en todas las situaciones su presencia y su misericordia y, en los pobres, la imagen más amable de su grandeza. Lo impulsaba una convicción profunda: «Los pobres son Jesús —decía—; no son una imagen suya. Son Jesús en persona y como tales hay que servirlos. Todos los pobres son nuestros dueños, pero estos que son tan repugnantes al ojo material son nuestros máximos dueños, son nuestras verdaderas perlas. Si no los tratamos bien, nos echan de la Pequeña Casa. Ellos son Jesús». San José Benito Cottolengo sintió el impulso de comprometerse por Dios y por el hombre, movido en lo profundo del corazón por la palabra del apóstol san Pablo: «La caridad de Cristo nos apremia» (
2Co 5,14). Quiso traducirla en entrega total al servicio de los más pequeños y olvidados. Principio fundamental de su obra fue, desde el inicio, el ejercicio de la caridad cristiana con todos, que le permitía reconocer en cada hombre, aunque estuviera al margen de la sociedad, una gran dignidad. Había comprendido que quien sufre y padece rechazo tiende a encerrarse, a aislarse y a manifestar desconfianza hacia la vida misma. Por eso, hacerse cargo de tantos sufrimientos humanos significaba, para nuestro santo, crear relaciones de cercanía afectiva, familiar y espontánea, dando vida a estructuras que pudieran favorecer esta cercanía, con el estilo de familia que sigue existiendo todavía hoy.

Para san José Benito Cottolengo recuperar la dignidad personal quería decir restablecer y valorar todo lo humano: las necesidades fundamentales psico-sociales, morales y espirituales, así como la rehabilitación de las funciones físicas y la búsqueda de un sentido para la vida, llevando a la persona a sentirse todavía parte viva de la comunidad eclesial y del tejido social. Estamos agradecidos a este gran apóstol de la caridad porque, visitando estos lugares, encontrando el sufrimiento diario en los rostros y en los miembros de tantos hermanos y hermanas nuestros acogidos aquí como en su casa, experimentamos el valor y el significado más profundo del sufrimiento y del dolor.

Queridos enfermos, vosotros realizáis una obra importante: viviendo vuestros sufrimientos en unión con Cristo crucificado y resucitado, participáis en el misterio de su sufrimiento para la salvación del mundo. Ofreciendo nuestro dolor a Dios por medio de Cristo, podemos colaborar en la victoria del bien sobre el mal, porque Dios hace fecundo nuestro ofrecimiento, nuestro acto de amor. Queridos hermanos y hermanas, todos los que estáis aquí, cada uno según lo que le corresponde: no os sintáis extraños al destino del mundo; más bien sentíos teselas preciosas de un hermosísimo mosaico que Dios, gran artista, va formando día tras día, también mediante nuestra contribución. Cristo, que murió en la cruz para salvarnos, se dejó clavar en aquel madero para que de ese signo de muerte floreciera la vida en todo su esplendor. Esta Casa es uno de los frutos maduros nacidos de la cruz y de la resurrección de Cristo, y manifiesta que el sufrimiento, el mal, la muerte no tienen la última palabra, porque de la muerte y del sufrimiento puede resurgir la vida. Lo ha testimoniado de modo ejemplar uno de vosotros, a quien quiero recordar: el venerable fray Luigi Bordino, estupenda figura de religioso enfermero.

Así pues, en este lugar comprendemos mejor que, si Cristo en su Pasión asumió la pasión del hombre, nada se perderá. El mensaje de esta solemne ostensión de la Sábana Santa: «Passio Christi, Passio hominis», se comprende aquí de modo particular. Pidamos al Señor crucificado y resucitado que ilumine nuestra peregrinación cotidiana con la luz de su Rostro; que ilumine nuestra vida, el presente y el futuro, el dolor y la alegría, las fatigas y las esperanzas de toda la humanidad. Invocando la intercesión de María Virgen y de san José Benito Cottolengo, os imparto de corazón a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, mi bendición: que os conforte y os consuele en las pruebas y os obtenga toda gracia que viene de Dios, autor y dador de todo don perfecto. Gracias.


Discursos 2010 57