Discursos 2010 73

73 Señor embajador, aprovecho esta ocasión para asegurarle el deseo de los ciudadanos católicos de Mongolia de contribuir al bien común participando plenamente en la vida de la nación. La misión primordial de la Iglesia es predicar el Evangelio de Jesucristo. Fiel al mensaje liberador de la Buena Nueva, trata de contribuir al progreso de toda la comunidad. Esto inspira los esfuerzos de la comunidad católica por cooperar con el Gobierno y con las personas de buena voluntad en la tarea de superar todo tipo de problemas sociales. La Iglesia también está interesada en desempeñar su propio papel en la formación intelectual y humana, sobre todo en la educación de los jóvenes en los valores de respeto, solidaridad y solicitud por los más desfavorecidos. De este modo, se esfuerza por servir a su Señor mostrando solicitud caritativa por las personas necesitadas y por el bien de toda la familia humana.

Señor embajador, le expreso mis mejores deseos para su misión, y le aseguro la disponibilidad de los dicasterios de la Santa Sede para colaborar con usted en el cumplimiento de sus altas responsabilidades. Estoy seguro de que su representación ayudará a fortalecer las buenas relaciones existentes entre la Santa Sede y Mongolia. Sobre usted y sobre su familia, así como sobre todos los habitantes de su nación, invoco de corazón abundantes bendiciones divinas.


CONCIERTO CON OCASIÓN DE LAS JORNADAS

DE CULTURA Y ESPIRITUALIDAD RUSA EN EL VATICANO,

PROMOVIDAS POR SU SANTIDAD KIRILL I,

PATRIARCA DE MOSCÚ Y DE TODAS LAS RUSIAS

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala Pablo VI

Jueves 20 de mayo de 2010



«Alabad el nombre del Señor;
alabadlo, siervos del Señor.
Alabad al Señor, porque es bueno;
tañed por su nombre, porque es amable.
Señor, tu nombre es eterno;
Señor, tu recuerdo de generación en generación. Aleluya».

74 Venerables hermanos;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

Acabamos de escuchar, en una sublime melodía, las palabras del salmo 135, que interpretan bien nuestros sentimientos de alabanza y gratitud al Señor, así como nuestra intensa alegría interior por este momento de encuentro y amistad con los queridos hermanos del Patriarcado de Moscú. Con ocasión de mi cumpleaños y del v aniversario de mi elección como Sucesor de Pedro, Su Santidad Kiril I, Patriarca de Moscú y de todas las Rusias, ha querido ofrecerme, junto a las gratísimas palabras de su mensaje, este extraordinario momento musical, presentado por el metropolita Hilarión de Volokolamsk, presidente del Departamento de relaciones exteriores del Patriarcado de Moscú, y autor de la sinfonía que se acaba de ejecutar. Por tanto, mi profunda gratitud va ante todo a Su Santidad el Patriarca Kiril. A él dirijo mi saludo más fraterno y cordial, expresando vivamente el deseo de que la alabanza al Señor y el compromiso por el progreso de la paz y la concordia entre los pueblos nos unan cada vez más y nos hagan crecer en la sintonía de las intenciones y en la armonía de las acciones. Por eso, agradezco de todo corazón al metropolita Hilarión el saludo que tan amablemente ha querido dirigirme y su compromiso ecuménico constante, congratulándome con él por su creatividad artística, que hemos tenido ocasión de apreciar. Asimismo, saludo con viva simpatía a la delegación del Patriarcado de Moscú y a los ilustres representantes del Gobierno de la Federación Rusa. Dirijo mi cordial saludo a los señores cardenales y a los obispos aquí presentes, en particular al cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y a monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio de la cultura, que han organizado, con sus dicasterios y en estrecha colaboración con los representantes del Patriarcado, las «Jornadas de la cultura y de la espiritualidad rusa en el Vaticano». Saludo también a los ilustres embajadores, a las distinguidas autoridades y a todos vosotros, queridos amigos, hermanos y hermanas, de modo particular a las comunidades rusas presentes en Roma y en Italia, que participan en este momento de alegría y de fiesta.

Para sellar esta ocasión de modo realmente excepcional y sugestivo se ha apelado a la música, la música de la Rusia de ayer y de hoy, que nos han propuesto con gran maestría la Orquesta nacional rusa, dirigida por el maestro Carlo Ponti; el Coro sinodal de Moscú y la Capilla de los cornos de San Petersburgo. Doy vivamente las gracias a todos los artistas por el talento, el empeño y la pasión con la que proponen a la atención de todo el mundo las obras maestras de la tradición musical rusa. En estas obras, de las que hoy hemos escuchado una muestra significativa, está presente de modo profundo el alma del pueblo ruso y con ella la fe cristiana, que encuentran una expresión extraordinaria precisamente en la Divina Liturgia y en el canto litúrgico que siempre la acompaña. De hecho, existe un vínculo estrecho y originario entre la música rusa y el canto litúrgico: en cierto modo, en la liturgia nace y de la liturgia surge gran parte de la creatividad artística de los músicos rusos, para dar vida a obras maestras que merecerían ser más conocidas en el mundo occidental. Hoy hemos tenido la alegría de escuchar piezas de grandes artistas rusos de los siglos XIX y XX, como Musorgski y Rimski-Korsakov, Tchaikovski y Rachmaninov. Estos compositores, y especialmente este último, han sabido aprovechar el rico patrimonio musical litúrgico de la tradición rusa, reelaborándolo y armonizándolo con motivos y experiencias musicales de Occidente y más cercanos a la modernidad. Creo que la obra del metropolita Hilarión hay que situarla en esta línea.

En la música, por tanto, ya se anticipa de algún modo y se realiza la confrontación, el diálogo, la sinergia entre Oriente y Occidente, al igual que entre tradición y modernidad. Precisamente en una análoga visión unitaria y armónica de Europa pensaba el venerable Juan Pablo II, cuando, al proponer de nuevo la imagen sugerida por Vjaceslav Ivanovic Ivanov, de los «dos pulmones» con los que es preciso volver a respirar, deseaba una nueva conciencia de las profundas raíces culturales y religiosas comunes del continente europeo, sin las cuales la Europa actual estaría de algún modo privada de un alma y, en cualquier caso, marcada por una visión limitada y parcial. Precisamente para reflexionar ulteriormente sobre estas problemáticas tuvo lugar ayer el simposio, organizado por el Patriarcado de Moscú, por el Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos y por el de la cultura, sobre el tema: «Ortodoxos y católicos en Europa hoy. Las raíces cristianas y el patrimonio cultural común de Oriente y Occidente».

Como he afirmado en más de una ocasión, la cultura contemporánea, y especialmente la europea, corre el riesgo de la amnesia, del olvido y por tanto del abandono del extraordinario patrimonio suscitado e inspirado por la fe cristiana, que constituye el esqueleto esencial de la cultura europea, y no sólo de ella. En efecto, las raíces cristianas de Europa están constituidas, no sólo por la vida religiosa y el testimonio de numerosas generaciones de creyentes, sino también por el inestimable patrimonio cultural y artístico, gloria y recurso precioso de los pueblos y de los países en los que la fe cristiana, en sus diversas expresiones, ha dialogado con las culturas y las artes, y las ha animado e inspirado, favoreciendo y promoviendo como nunca la creatividad y el genio humano. También hoy estas raíces siguen vivas y fecundas, en Oriente y en Occidente, y pueden —más aún, deben— inspirar un nuevo humanismo, una nueva era de auténtico progreso humano, para responder eficazmente a los numerosos y a veces cruciales desafíos que nuestras comunidades cristianas y nuestras sociedades deben afrontar, la primera de todas la de la secularización, que no sólo impulsa a prescindir de Dios y de su proyecto, sino que acaba por negar incluso la dignidad humana, en aras de una sociedad regulada sólo por intereses egoístas.

Hagamos que Europa vuelva a respirar con sus dos pulmones; volvamos a dar un alma no sólo a los creyentes, sino también a todos los pueblos del continente, a promover la confianza y la esperanza, enraizándolas en la milenaria experiencia de fe cristiana. En este momento no puede faltar el testimonio coherente, generoso y valiente de los creyentes, para que podamos mirar juntos al futuro común como a un porvenir en el que se reconozca la libertad y la dignidad de cada hombre y de cada mujer como valor fundamental y se considere la apertura a lo trascendente y la experiencia de fe como dimensión constitutiva de la persona.

En la pieza de Musorgski, titulada El ángel proclamó, hemos escuchado las palabras que el ángel dirige a María y, por tanto, también a nosotros: «Alegraos». El motivo de la alegría está claro: Cristo ha resucitado del sepulcro «y ha resucitado de entre los muertos». Queridos hermanos y hermanas, la alegría de Cristo resucitado nos anima, nos alienta y nos sostiene en nuestro camino de fe y de testimonio cristiano para ofrecer verdadera alegría y sólida esperanza al mundo, para dar motivos válidos de confianza a la humanidad, a los pueblos de Europa, a los que de buen grado encomiendo a la materna y poderosa intercesión de la Virgen María.

Renuevo mi agradecimiento al Patriarca Kiril, al metropolita Hilarión, a los representantes rusos, a la orquesta, a los coros, a los organizadores y a todos los presentes. Sobre todos vosotros y sobre vuestros seres queridos desciendan abundantes bendiciones del Señor.


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS PARTICIPANTES EN LA 24ª ASAMBLEA PLENARIA

DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS

Sala del Consistorio
75

Viernes 21 de mayo de 2010



Os acojo con alegría a todos vosotros, miembros y consultores, participantes en la XXIV asamblea plenaria del Consejo pontificio para los laicos. Dirijo un cordial saludo al presidente, cardenal Stanislaw Rylko, agradeciéndole las amables palabras que me ha dirigido; al secretario, monseñor Josef Clemens; y a todos los presentes. La composición misma de vuestro dicasterio, donde, junto a los pastores, trabaja una mayoría de fieles laicos procedentes de todo el mundo y de las más diferentes situaciones y experiencias, ofrece una imagen significativa de la comunidad orgánica que es la Iglesia, cuyo sacerdocio común, propio de los fieles bautizados, y el sacerdocio ordenado, hunden sus raíces en el único sacerdocio de Cristo, según modalidades esencialmente diversas, pero ordenadas la una a la otra. Habiendo llegado casi a la conclusión del Año sacerdotal, nos sentimos aún más testigos agradecidos de la sorprendente y generosa entrega y dedicación de tantos hombres «conquistados» por Cristo y configurados a él en el sacerdocio ordenado. Día tras día, acompañan el camino de los christifideles laici, proclamando la Palabra de Dios, comunicando su perdón y la reconciliación con él, invitando a la oración y ofreciendo como alimento el Cuerpo y la Sangre del Señor. De este misterio de comunión los fieles laicos sacan la energía profunda para ser testigos de Cristo en su vida diaria, en todas sus actividades y ambientes.

El tema de vuestra asamblea —«Testigos de Cristo en la comunidad política»— reviste particular importancia. Ciertamente, no forma parte de la misión de la Iglesia la formación técnica de los políticos. De hecho, hay varias instituciones que cumplen esa función. Su misión es, sin embargo, «emitir un juicio moral también sobre las cosas que afectan al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos, según la diversidad de tiempos y condiciones» (Gaudium et spes GS 76). La Iglesia se concentra de modo especial en educar a los discípulos de Cristo, para que sean cada vez más testigos de su presencia en todas partes. Toca a los fieles laicos mostrar concretamente en la vida personal y familiar, en la vida social, cultural y política, que la fe permite leer de una forma nueva y profunda la realidad y transformarla; que la esperanza cristiana ensancha el horizonte limitado del hombre y lo proyecta hacia la verdadera altura de su ser, hacia Dios; que la caridad en la verdad es la fuerza más eficaz capaz de cambiar el mundo; que el Evangelio es garantía de libertad y mensaje de liberación; que los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, como la dignidad de la persona humana, la subsidiariedad y la solidaridad, son de gran actualidad y valor para la promoción de nuevas vías de desarrollo al servicio de todo el hombre y de todos los hombres. Compete también a los fieles laicos participar activamente en la vida política de modo siempre coherente con las enseñanzas de la Iglesia, compartiendo razones bien fundadas y grandes ideales en la dialéctica democrática y en la búsqueda de un amplio consenso con todos aquellos a quienes importa la defensa de la vida y de la libertad, la custodia de la verdad y del bien de la familia, la solidaridad con los necesitados y la búsqueda necesaria del bien común. Los cristianos no buscan la hegemonía política o cultural, sino, dondequiera que se comprometen, les mueve la certeza de que Cristo es la piedra angular de toda construcción humana (cf. Congregación para la doctrina de la fe, Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 24 de noviembre de 2002).

Retomando la expresión de mis predecesores, puedo afirmar yo también que la política es un ámbito muy importante del ejercicio de la caridad. Esta pide a los cristianos un fuerte compromiso en favor de la ciudadanía, para la construcción de una vida buena en las naciones, como también para una presencia eficaz en las sedes y en los programas de la comunidad internacional. Se necesitan políticos auténticamente cristianos, pero antes aún fieles laicos que sean testigos de Cristo y del Evangelio en la comunidad civil y política. Esta exigencia debe estar bien presente en los itinerarios educativos de las comunidades eclesiales y requiere nuevas formas de acompañamiento y de apoyo por parte de los pastores. La pertenencia de los cristianos a las asociaciones de fieles, a los movimientos eclesiales y a las nuevas comunidades puede ser una buena escuela para estos discípulos y testigos, sostenidos por la riqueza carismática, comunitaria, educativa y misionera propia de estas realidades.

Se trata de un desafío exigente. Los tiempos que estamos viviendo nos sitúan ante problemas grandes y complejos, y la cuestión social se ha convertido, al mismo tiempo, en cuestión antropológica. Se han derrumbado los paradigmas ideológicos que, en un pasado reciente, pretendían ser una respuesta «científica» a esta cuestión. La difusión de un confuso relativismo cultural y de un individualismo utilitarista y hedonista debilita la democracia y favorece el dominio de los poderes fuertes. Hay que recuperar y vigorizar de nuevo una auténtica sabiduría política; ser exigentes en lo que se refiere a la propia competencia; servirse críticamente de las investigaciones de las ciencias humanas; afrontar la realidad en todos sus aspectos, yendo más allá de cualquier reduccionismo ideológico o pretensión utópica; mostrarse abiertos a todo verdadero diálogo y colaboración, teniendo presente que la política es también un complejo arte de equilibrio entre ideales e intereses, pero sin olvidar nunca que la contribución de los cristianos sólo es decisiva si la inteligencia de la fe se convierte en inteligencia de la realidad, clave de juicio y de transformación. Hace falta una verdadera «revolución del amor». Las nuevas generaciones tienen delante de sí grandes exigencias y desafíos en su vida personal y social. Vuestro dicasterio las sigue con particular atención, sobre todo a través de las Jornadas mundiales de la juventud, que desde hace 25 años producen ricos frutos apostólicos entre los jóvenes. Entre estos se cuenta también el del compromiso social y político, un compromiso no fundado en ideologías o intereses de parte, sino en la elección de servir al hombre y al bien común, a la luz del Evangelio.

Queridos amigos, a la vez que invoco del Señor abundantes frutos para los trabajos de vuestra asamblea y para vuestra actividad diaria, os encomiendo a cada uno de vosotros, así como a vuestras familias y comunidades a la intercesión de la santísima Virgen María, Estrella de la nueva evangelización, y de corazón os imparto la bendición apostólica.



A LA ASAMBLEA ORDINARIA DEL CONSEJO SUPERIOR DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS

Sala Clementina

Viernes 21 de mayo de 2010



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

76 Sed bienvenidos. Dirijo mi cordial saludo al cardenal Ivan Dias, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, a quien agradezco sus cordiales palabras; al secretario, monseñor Robert Sarah; al secretario adjunto, monseñor Piergiuseppe Vacchelli, presidente de las Obras misionales pontificias; a todos los colaboradores del dicasterio; y de modo particular a los directores nacionales de las Obras misionales pontificias, llegados a Roma desde todas las Iglesias para la asamblea ordinaria anual del Consejo superior.

Estoy particularmente agradecido a esta Congregación, a la que el concilio ecuménico Vaticano II, en línea con el acto constitutivo con el que fue fundada en 1622, confirmó su tarea de «regular y coordinar, en todo el mundo, tanto la obra misionera como la cooperación misionera» (Ad gentes
AGD 29). Es inmensa la misión de la evangelización, especialmente en nuestro tiempo, en el que la humanidad sufre cierta falta de pensamiento reflexivo y sapiencial (cf. Caritas in veritate ) y se difunde un humanismo que excluye a Dios (cf. ib. ). Por esto, es aún más urgente y necesario iluminar los nuevos problemas que surgen con la luz del Evangelio que no cambia. De hecho, estamos convencidos de que el Señor Jesucristo, testigo fiel del amor del Padre, «con su muerte y su resurrección, es la principal fuerza propulsora para el verdadero desarrollo de toda persona humana y de la humanidad entera» (ib. ). Al inicio de mi ministerio como Sucesor del Apóstol Pedro afirmé con fuerza: «Nosotros existimos para mostrar a Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. (...) Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos por el Evangelio, por Cristo. Nada hay más bello que conocerlo y comunicar a los otros la amistad con él (Homilía en la misa de inicio del ministerio petrino, 24 de abril de 2005: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 2005, p. 7). La predicación del Evangelio es un inestimable servicio que la Iglesia puede ofrecer a la humanidad entera que camina en la historia. Procedentes de las diócesis de todo el mundo, vosotros sois un signo elocuente y vivo de la catolicidad de la Iglesia, que se concreta en la dimensión universal de la misión apostólica, «hasta los últimos confines de la tierra» (Ac 1,8), «hasta el fin del mundo» (Mt 28,20), para que ningún pueblo o ambiente se vea privado de la luz y de la gracia de Cristo. Este es el sentido, la trayectoria histórica, la misión y la esperanza de la Iglesia.

La misión de anunciar el Evangelio a todas las naciones es juicio crítico sobre las transformaciones planetarias que están cambiando sustancialmente la cultura de la humanidad. La Iglesia, presente y operante en las fronteras geográficas y antropológicas, es portadora de un mensaje que penetra en la historia, donde proclama los valores inalienables de la persona, con el anuncio y el testimonio del plan salvífico de Dios, hecho visible y operante en Cristo. La predicación del Evangelio es la llamada a la libertad de los hijos de Dios, también para la construcción de una sociedad más justa y solidaria y para prepararnos a la vida eterna. Quien participa en la misión de Cristo, inevitablemente debe afrontar tribulaciones, rechazos y sufrimientos, porque choca con las resistencias y los poderes de este mundo. Y nosotros, como el apóstol san Pablo, no tenemos más armas que la palabra de Cristo y su cruz (cf. 1Co 1,22-25). La misión ad gentes requiere a la Iglesia y a los misioneros que acepten las consecuencias de su ministerio: la pobreza evangélica, que les confiere la libertad de predicar el Evangelio con valentía y franqueza; la no violencia, por la que responden al mal con el bien (cf. Mt 5,38-42 Rm 12,17-21); y la disponibilidad a dar la propia vida por el nombre de Cristo y por amor a los hombres.

Como el apóstol san Pablo demostraba la autenticidad de su apostolado con las persecuciones, las heridas y los tormentos sufridos (cf. 2Co 6-7), así la persecución es prueba también de la autenticidad de nuestra misión apostólica. Pero es importante recordar que el Evangelio «toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la historia sólo con el poder del Espíritu Santo» (cf. Juan Pablo II, Dominum et vivificantem DEV 64) y la Iglesia y los misioneros han sido hechos idóneos por él para cumplir la misión que se les ha encomendado (cf. ib. DEV 25). Es el Espíritu Santo (cf. 1Co 14) el que une y preserva a la Iglesia, dándole la fuerza para expandirse, colmando a los discípulos de Cristo con una riqueza desbordante de carismas. Es del Espíritu Santo de quien la Iglesia recibe la autoridad del anuncio y del ministerio apostólico. Por ello deseo reafirmar con fuerza lo que ya dije a propósito del desarrollo (cf. Caritas in veritate ), es decir, que la evangelización necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en el gesto de la oración, cristianos movidos por la convicción de que la conversión del mundo a Cristo no la producimos nosotros, sino que nos es dada. La celebración del Año sacerdotal, en verdad, nos ha ayudado a tomar mayor conciencia de que la obra misionera requiere una unión cada vez más profunda con Aquel que es el Enviado de Dios Padre para la salvación de todos; requiere compartir el «nuevo estilo de vida» que inauguró el Señor Jesús y que hicieron suyo los Apóstoles (cf. Discurso a los participantes en la plenaria de la Congregación para el clero, 16 de marzo de 2009).

Queridos amigos, de nuevo os expreso mi agradecimiento a todos vosotros de las Obras misionales pontificias, que de diversos modos os estáis esforzando por mantener despierta la conciencia misionera de las Iglesias particulares, impulsándolas a una participación más activa en la missio ad gentes, con la formación y el envío de misioneros y misioneras y la ayuda solidaria a las Iglesias jóvenes. Un vivo agradecimiento también por la acogida y la formación de presbíteros, religiosas, seminaristas y laicos en los colegios pontificios de la Congregación. A la vez que encomiendo vuestro servicio eclesial a la protección de María santísima, Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles, os bendigo a todos de corazón.





A LA 61ª ASAMBLEA GENERAL DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA

Aula del Sínodo

Jueves 27 de mayo de 2010



Venerados y queridos hermanos:

En el Evangelio proclamado el domingo pasado, solemnidad de Pentecostés, Jesús nos prometió: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). El Espíritu Santo guía a la Iglesia en el mundo y en la historia. Gracias a este don del Resucitado, el Señor está presente en el curso de los acontecimientos; en el Espíritu podemos reconocer en Cristo el sentido de las vicisitudes humanas. El Espíritu Santo nos hace Iglesia, comunión y comunidad incesantemente convocada, renovada y relanzada hacia el cumplimiento del reino de Dios. En la comunión eclesial se encuentra la raíz y la razón fundamental de vuestra reunión y de mi presencia una vez más entre vosotros, con alegría, con ocasión de esta cita anual; es la perspectiva con la cual os exhorto a afrontar los temas de vuestro trabajo, en el cual estáis llamados a reflexionar sobre la vida y la renovación de la acción pastoral de la Iglesia en Italia. Agradezco al cardenal Angelo Bagnasco las amables e intensas palabras que me ha dirigido, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos: el Papa sabe que puede contar siempre con los obispos italianos. A través de vosotros saludo a las comunidades diocesanas encomendadas a vuestra solicitud, a la vez que extiendo mi saludo y mi cercanía espiritual a todo el pueblo italiano.

Corroborados por el Espíritu, en continuidad con el camino indicado por el concilio Vaticano II, y en particular con las orientaciones pastorales del decenio que acaba de concluir, habéis decidido escoger la educación como tema fundamental para los próximos diez años. Ese horizonte temporal es proporcional a la radicalidad y a la amplitud de la demanda educativa. Y me parece necesario ir a las raíces profundas de esta emergencia para encontrar también las respuestas adecuadas a este desafío. Yo veo sobre todo dos. Una raíz esencial consiste, a mi parecer, en un falso concepto de autonomía del hombre: el hombre debería desarrollarse sólo por sí mismo, sin imposiciones de otros, los cuales podrían asistir a su autodesarrollo, pero no entrar en este desarrollo. En realidad, para la persona humana es esencial el hecho de que llega a ser ella misma sólo a partir del otro, el «yo» llega a ser él mismo sólo a partir del «tú» y del «vosotros»; está creado para el diálogo, para la comunión sincrónica y diacrónica. Y sólo el encuentro con el «tú» y con el «nosotros» abre el «yo» a sí mismo. Por eso, la denominada educación anti-autoritaria no es educación, sino renuncia a la educación: así no se da lo que deberíamos dar a los demás, es decir, este «tú» y «nosotros» en el cual el «yo» se abre a sí mismo. Por tanto, me parece que un primer punto es superar esta falsa idea de autonomía del hombre, como un «yo» completo en sí mismo, mientras que llega a ser «yo» en el encuentro colectivo con el «tú» y con el «nosotros».

La segunda raíz de la emergencia educativa yo la veo en el escepticismo y en el relativismo o, con palabras más sencillas y claras, en la exclusión de las dos fuentes que orientan el camino humano. La primera fuente debería ser la naturaleza; la segunda, la Revelación. Pero la naturaleza se considera hoy como una realidad puramente mecánica y, por tanto, que no contiene en sí ningún imperativo moral, ninguna orientación de valores: es algo puramente mecánico y, por consiguiente, el ser en sí mismo no da ninguna orientación. La Revelación se considera o como un momento del desarrollo histórico y, en consecuencia, relativo como todo el desarrollo histórico y cultural; o —se dice? quizá existe Revelación, pero no incluye contenidos, sino sólo motivaciones. Y si callan estas dos fuentes, la naturaleza y la Revelación, también la tercera fuente, la historia, deja de hablar, porque también la historia se convierte sólo en un aglomerado de decisiones culturales, ocasionales, arbitrarias, que no valen para el presente y para el futuro. Por esto es fundamental encontrar un concepto verdadero de la naturaleza como creación de Dios que nos habla a nosotros; el Creador, mediante el libro de la creación, nos habla y nos muestra los valores verdaderos. Así recuperar también la Revelación: reconocer que el libro de la creación, en el cual Dios nos da las orientaciones fundamentales, es descifrado en la Revelación; se aplica y hace propio en la historia cultural y religiosa, no sin errores, pero de una manera sustancialmente válida, que siempre hay que volver a desarrollar y purificar. Por tanto, en este «concierto» —por decirlo así— entre creación descifrada en la Revelación, concretada en la historia cultural que va siempre hacia adelante y en la cual hallamos cada vez más el lenguaje de Dios, se abren también las indicaciones para una educación que no es imposición, sino realmente apertura del «yo» al «tú», al «nosotros» y al «Tú» de Dios.

77 Por tanto, son grandes las dificultades: redescubrir las fuentes, el lenguaje de las fuentes; pero, aun conscientes del peso de estas dificultades, no podemos caer en la desconfianza y la resignación. Educar nunca ha sido fácil, pero no debemos rendirnos: faltaríamos al mandato que el Señor mismo nos ha confiado al llamarnos a apacentar con amor su rebaño. Más bien, despertemos en nuestras comunidades el celo por la educación, que es un celo del «yo» por el «tú», por el «nosotros», por Dios, y que no se limita a una didáctica, a un conjunto de técnicas y tampoco a la trasmisión de principios áridos. Educar es formar a las nuevas generaciones para que sepan entrar en relación con el mundo, apoyadas en una memoria significativa que no es sólo ocasional, sino que se incrementa con el lenguaje de Dios que encontramos en la naturaleza y en la Revelación, con un patrimonio interior compartido, con la verdadera sabiduría que, a la vez que reconoce el fin trascendente de la vida, orienta el pensamiento, los afectos y el juicio.

Los jóvenes albergan una sed en su corazón, y esta sed es una búsqueda de significado y de relaciones humanas auténticas, que ayuden a no sentirse solos ante los desafíos de la vida. Es deseo de un futuro menos incierto gracias a una compañía segura y fiable, que se acerca a cada persona con delicadeza y respeto, proponiendo valores sólidos a partir de los cuales crecer hacia metas altas, pero alcanzables. Nuestra respuesta es el anuncio del Dios amigo del hombre, que en Jesús se hizo prójimo de cada uno de nosotros. La transmisión de la fe es parte irrenunciable de la formación integral de la persona, porque en Jesucristo se cumple el proyecto de una vida realizada: como enseña el concilio Vaticano ii, «el que sigue a Cristo, hombre perfecto, también se hace él mismo más hombre» (Gaudium et spes
GS 41). El encuentro personal con Jesús es la clave para intuir la relevancia de Dios en la existencia cotidiana, el secreto para vivirla en la caridad fraterna, la condición para levantarse siempre después de las caídas y moverse a constante conversión.

La tarea educativa, que habéis asumido como prioritaria, valoriza signos y tradiciones, de los cuales Italia es tan rica. Necesita lugares creíbles: ante todo, la familia, con su papel peculiar e irrenunciable; la escuela, horizonte común más allá de las opciones ideológicas; la parroquia, «fuente de la aldea», lugar y experiencia que introduce en la fe dentro del tejido de las relaciones cotidianas. En cada uno de estos ámbitos es decisiva la calidad del testimonio, camino privilegiado de la misión eclesial. En efecto, la acogida de la propuesta cristiana pasa a través de relaciones de cercanía, lealtad y confianza. En un tiempo en el que la gran tradición del pasado corre el riesgo de quedarse en letra muerta, debemos estar al lado de cada persona con disponibilidad siempre nueva, acompañándola en el camino de descubrimiento y asimilación personal de la verdad. Y al hacer esto también nosotros podemos redescubrir de modo nuevo las realidades fundamentales.

La voluntad de promover un nuevo tiempo de evangelización no esconde las heridas que han marcado a la comunidad eclesial, por la debilidad y el pecado de algunos de sus miembros. Pero esta humilde y dolorosa admisión no debe hacer olvidar el servicio gratuito y apasionado de tantos creyentes, comenzando por los sacerdotes. El año especial dedicado a ellos ha querido constituir una oportunidad para promover la renovación interior como condición para un compromiso evangélico y ministerial más incisivo. Al mismo tiempo, también nos ayuda reconocer el testimonio de santidad de cuantos —siguiendo el ejemplo del cura de Ars— se entregan sin reservas para educar en la esperanza, en la fe y en la caridad. A esta luz, lo que es motivo de escándalo, debe traducirse para nosotros en llamada a una «profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, por una parte, el perdón, pero también la necesidad de la justicia» (Benedicto XVI, Encuentro con la prensa durante el vuelo a Portugal, 11 de mayo de 2010: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de mayo de 2010, p. 14).

Queridos hermanos, os aliento a recorrer sin vacilaciones el camino del compromiso educativo. Que el Espíritu Santo os ayude a no perder nunca la confianza en los jóvenes, os impulse a salir a su encuentro y os lleve a frecuentar sus ambientes de vida, incluido el que constituyen las nuevas tecnologías de comunicación, que actualmente impregnan la cultura en todas sus expresiones. No se trata de adecuar el Evangelio al mundo, sino de sacar del Evangelio la perenne novedad que permite encontrar en cada tiempo las formas adecuadas para anunciar la Palabra que no pasa, fecundando y sirviendo a la existencia humana. Volvamos, pues, a proponer a los jóvenes la medida alta y trascendente de la vida, entendida como vocación: que llamados a la vida consagrada, al sacerdocio, al matrimonio, sepan responder con generosidad a la llamada del Señor, porque sólo así podrán captar lo que es esencial para cada uno. La frontera educativa constituye el lugar para una amplia convergencia de objetivos: en efecto, la formación de las nuevas generaciones no puede menos de interesar a todos los hombres de buena voluntad, interpelando la capacidad de toda la sociedad de asegurar referencias fiables para el desarrollo armónico de las personas.

También en Italia el tiempo actual está marcado por una incertidumbre sobre los valores, evidente en la dificultad de numerosos adultos a la hora de cumplir los compromisos asumidos: esto es índice de una crisis cultural y espiritual tan grave como la económica. Sería ilusorio —esto quiero subrayarlo— pensar en contrastar una ignorando la otra. Por esta razón, a la vez que renuevo la llamada a los responsables del sector público y a los empresarios a hacer todo lo que esté dentro de sus posibilidades para mitigar los efectos de la crisis de empleo, exhorto a todos a reflexionar sobre los presupuestos de una vida buena y significativa, que fundan la única autoridad que educa y regresa a las verdaderas fuentes de los valores. De hecho, la Iglesia se preocupa por el bien común, que nos compromete a compartir recursos económicos e intelectuales, morales y espirituales, aprendiendo a afrontar juntos, en un contexto de reciprocidad, los problemas y los desafíos del país. Esta perspectiva, ampliamente desarrollada en vuestro reciente documento sobre Iglesia y sur de Italia, encontrará mayor profundización en la próxima Semana social de los católicos italianos, prevista para octubre en Reggio Calabria, donde, junto a las mejores fuerzas del laicado católico, os comprometeréis a declinar una agenda de esperanza para Italia, para que «las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables» (Deus caritas est ). Vuestro ministerio, queridos hermanos, y la vitalidad de las comunidades diocesanas bajo vuestra dirección, son la mayor garantía de que la Iglesia seguirá dando con responsabilidad su contribución al crecimiento social y moral de Italia.

Llamado por gracia a ser Pastor de la Iglesia universal y de la espléndida ciudad de Roma, llevo constantemente en mi corazón vuestras preocupaciones y vuestros anhelos, que en los días pasados puse —junto con los de toda la humanidad— a los pies de la Virgen de Fátima. A ella se eleva nuestra oración: «Virgen Madre de Dios y querida Madre nuestra, que tu presencia haga reverdecer el desierto de nuestras soledades y brillar el sol en nuestras tinieblas, y haga que vuelva la calma después de la tempestad, para que todo hombre vea la salvación del Señor, que tiene el nombre y el rostro de Jesús, reflejado en nuestros corazones, unidos para siempre al tuyo. Así sea» (Fátima, 12 de mayo de 2010: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de mayo de 2010, p. 15). Os doy las gracias de corazón y os bendigo.






Discursos 2010 73