Discursos 2011 129


AL SR. ALMIR FRANCO DE SÁ BARBUDA,


NUEVO EMBAJADOR DE BRASIL ANTE LA SANTA SEDE


Lunes 31 de octubre de 2011




Señor embajador:

Al recibir las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República federativa de Brasil ante la Santa Sede, le expreso mis respetuosos votos de bienvenida y le agradezco las significativas palabras que me ha dirigido, manifestando en ellas los sentimientos que alberga en su alma al iniciar esta nueva misión. He visto con gran satisfacción los saludos que me ha transmitido de parte de su excelencia la señora presidenta de la República, Dilma Rousseff, y le pido, señor embajador, que tenga la amabilidad de hacerle llegar mi gratitud por ellos y que le asegure mis mejores deseos de éxito en el desempeño de su alta misión, así como mis oraciones por la prosperidad y el bienestar de todos los brasileños, cuyo cariño, experimentado en mi visita pastoral de 2007 permanece indeleble en mis recuerdos. Constato con vivo aprecio y profunda gratitud la disponibilidad manifestada por las diversas esferas gubernativas de la nación, así como de su representación diplomática ante la Santa Sede, para apoyar la XXVIII Jornada mundial de la juventud, que se celebrará, Dios mediante, en 2013 en Río de Janeiro.

Como usted, señor embajador, ha recordado, Brasil, poco después de obtener su independencia como nación, estableció relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Eso no fue más que el culmen de la fecunda historia común de Brasil con la Iglesia católica, que comenzó con aquella primera misa celebrada el 26 de abril de 1500 y que ha dejado testimonios en numerosas ciudades bautizadas con el nombre de santos de la tradición cristiana y en innumerables monumentos religiosos, algunos de ellos elevados a símbolo de identificación mundial del país, como la estatua del Cristo Redentor con sus brazos abiertos, en un gesto de bendición a toda la nación. Sin embargo, más allá de los edificios materiales, la Iglesia ha contribuido a forjar el espíritu brasileño caracterizado por la generosidad, la laboriosidad, el aprecio por los valores familiares y la defensa de la vida humana en todas sus fases.

130 Un capítulo importante en esta fecunda historia común se escribió con el Acuerdo firmado entre la Santa Sede y el Gobierno brasileño en 2008. Ese Acuerdo, lejos de ser una fuente de privilegios para la Iglesia o suponer una afrenta a la laicidad del Estado, quiere sólo dar un carácter oficial y jurídicamente reconocido a la independencia y a la colaboración entre estas dos realidades. Inspirándose en las palabras de su divino Fundador, que ordenó dar «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21), la Iglesia expresó así su posición en el concilio Vaticano II: «La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres» (Gaudium et spes GS 76). La Iglesia espera que el Estado, a su vez, reconozca que una sana laicidad no debe considerar la religión como un simple sentimiento individual que se puede relegar al ámbito privado, sino como una realidad que, al estar también organizada en estructuras visibles, necesita que se reconozca su presencia comunitaria pública.

Por eso, corresponde al Estado garantizar la posibilidad del libre ejercicio de culto de cada confesión religiosa, así como sus actividades culturales, educativas y caritativas, siempre que ello no esté en contraste con el orden moral y público. Ahora bien, la contribución de la Iglesia no se limita a iniciativas asistenciales, humanitarias y educativas concretas, sino que incluye, sobre todo, el crecimiento ético de la sociedad, impulsado por las múltiples manifestaciones de apertura a lo trascendente y por medio de la formación de conciencias sensibles al cumplimiento de los deberes de solidaridad. Por lo tanto, el Acuerdo firmado entre Brasil y la Santa Sede es la garantía que permite a la comunidad eclesial desarrollar todas sus potencialidades en beneficio de cada persona humana y de toda la sociedad brasileña.

Entre estos campos de colaboración recíproca, me complace subrayar aquí, señor embajador, el de la educación, al que la Iglesia ha contribuido con innumerables instituciones educativas, cuyo prestigio es reconocido por toda la sociedad. De hecho, el papel de la educación no se puede reducir a una mera transmisión de conocimientos y habilidades que miran a la formación de un profesional, sino que debe abarcar todos los aspectos de la persona, desde su faceta social hasta su anhelo de trascendencia. Por este motivo, es conveniente reafirmar que la enseñanza religiosa confesional en las escuelas públicas, tal como quedó confirmada en el citado Acuerdo de 2008, lejos de significar que el Estado asume o impone un credo religioso determinado, indica el reconocimiento de la religión como un valor necesario para la formación integral de la persona. Y esa enseñanza no se puede reducir a una genérica sociología de las religiones, pues no existe una religión genérica, aconfesional. Así, la enseñanza religiosa confesional en las escuelas públicas, además de no herir la laicidad del Estado, garantiza el derecho de los padres a escoger la educación de sus hijos, contribuyendo de ese modo a la promoción del bien común.

Por último, en el campo de la justicia social, el Gobierno brasileño sabe que puede contar con la Iglesia como una colaboradora privilegiada en todas sus iniciativas orientadas a erradicar el hambre y la miseria. La Iglesia «no puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia» (Deus caritas est ), por lo cual siempre se mostrará feliz de contribuir a la asistencia a los más necesitados, ayudándoles a librarse de su situación de indigencia, pobreza y exclusión.

Señor embajador, al concluir este encuentro, le renuevo mis votos de éxito en su misión. En el desempeño de la misma, estarán siempre a su disposición los diversos dicasterios que forman la Curia romana. De Dios omnipotente, por intercesión de Nuestra Señora Aparecida, invoco las mayores bendiciones para usted, para sus seres queridos y para la República federativa de Brasil, que usted, excelencia, a partir de ahora tiene el honor de representar ante la Santa Sede.



DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI


AL SEÑOR REINHARD SCHWEPPE,


NUEVO EMBAJADOR DE ALEMANIA ANTE AL SANTA SEDE


Lunes 7 de noviembre de 2011




Excelencia, ilustre señor embajador:

Me alegra darle la bienvenida con ocasión de la entrega de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República federal de Alemania ante la Santa Sede. Le agradezco sus cordiales palabras y le pido, excelencia, que transmita al presidente federal, a la canciller federal y a los miembros del Gobierno federal, mi sincera gratitud. Al mismo tiempo, deseo asegurar a todos mis compatriotas alemanes mi profundo afecto y mi benevolencia. Tenemos aún vivas ante nuestros ojos las alegres imágenes de mi viaje a Alemania el pasado mes de septiembre. Las múltiples manifestaciones de simpatía y estima que me reservaron en las diversas etapas de mi visita, en Berlíno, en Erfurt, en Etzelbach, al igual que en Friburgo, superaron ampliamente las expectativas. Por doquier pude comprobar que las personas anhelan la verdad. Los cristianos debemos testimoniar la verdad, para darle forma en la vida personal, familiar y social.

La visita oficial de un Papa a Alemania puede ser ocasión para reflexionar sobre qué servicio pueden ofrecer la Iglesia católica y la Santa Sede en una sociedad pluralista, como es la de nuestra patria. Muchos contemporáneos consideran que el influjo del cristianismo, así como de otras religiones, consiste en forjar una determinada cultura y un determinado estilo de vida en la sociedad. Un grupo de creyentes marca, con su comportamiento, ciertas formas de vida social, que son adoptadas por otras personas, imprimiendo así a la sociedad un carácter específico. Esta idea no es errónea, pero no agota la visión que la Iglesia católica tiene de sí misma. Sin duda, la Iglesia es también una comunidad cultural y de este modo influye en las sociedades donde se halla presente. Sin embargo, está convencida de que no sólo ha creado aspectos culturales comunes de diversas formas en los distintos países, y de que a su vez ha sido plasmada por sus tradiciones. La Iglesia católica también es consciente de que, a través de su fe, conoce la verdad sobre el hombre y de que, por consiguiente, tiene el deber de intervenir en favor de los valores válidos para el hombre en cuanto tal, independientemente de las diferentes culturas. Distingue entre la especificidad de su fe y las verdades de la razón, a las que la fe abre los ojos y a las que el hombre en cuanto hombre puede acceder incluso prescindiendo de esta fe. Afortunadamente, un patrimonio fundamental de todos los valores humanos universales se convirtió en derecho positivo en nuestra Constitución de 1949 y en las declaraciones sobre los derechos humanos después de la segunda guerra mundial, porque las personas, después de los horrores de la dictadura, reconocieron su validez universal, que se basa en su verdad antropológica, y la tradujeron en derecho vigente. Hoy se vuelve a discutir de valores fundamentales del ser humano, en los que se trata de la dignidad del hombre en cuanto tal. Aquí la Iglesia, más allá del ámbito de su fe, considera que tiene el deber de defender, en la totalidad de nuestra sociedad, las verdades y los valores en los que está en juego la dignidad del hombre en cuanto tal. Así pues, por citar un punto particularmente importante, no tenemos derecho a juzgar si un individuo «ya es persona» o si «aún es persona», y menos todavía nos corresponde manipular al hombre y, por decirlo así, querer hacerlo. Una sociedad sólo es verdaderamente humana cuando protege sin reservas y respeta la dignidad de cada persona desde su concepción hasta el momento de su muerte natural. Sin embargo, si decidiera «descartar» a sus miembros más necesitados de protección, excluir a hombres de ser hombres, se comportaría de un modo profundamente inhumano y también de un modo no verdadero respecto de la igualdad —evidente para toda persona de buena voluntad— de la dignidad de todas las personas, en todas las fases de la vida. Si la Santa Sede interviene en el campo legislativo respecto a las cuestiones fundamentales de la dignidad humana, que se plantean hoy en numerosos ámbitos de la existencia prenatal del hombre, no lo hace para imponer la fe a otros de modo indirecto, sino para defender valores que son fundamentalmente inteligibles para todos como verdades de la existencia, aunque intereses de otra índole tratan de ofuscar de varias maneras esta consideración.

En este punto, quiero afrontar otro aspecto preocupante que, al parecer, se difunde a través de tendencias materialistas y hedonistas sobre todo en los países del llamado mundo occidental, o sea, la discriminación sexual de las mujeres. Toda persona, tanto hombre como mujer, está destinada a ser para los demás. Una relación que no respete el hecho de que el hombre y la mujer tienen la misma dignidad, constituye un crimen grave contra la humanidad. Ya es hora de detener de modo enérgico la prostitución, así como la amplia difusión de material de contenido erótico o pornográfico, también en Internet. La Santa Sede procurará que el compromiso contra estos males por parte de la Iglesia católica en Alemania prosiga de modo más decidido y claro.

Por lo que atañe a los numerosos años de relaciones cordiales entre la República federal de Alemania y la Santa Sede, podemos constatar en conjunto muchos buenos resultados. Es un bien que la Iglesia católica en Alemania tenga excepcionales posibilidades de acción, que pueda anunciar el Evangelio libremente y pueda ayudar a las personas en el ámbito de numerosas instituciones caritativas y sociales. Agradezco verdaderamente el apoyo concreto que dan a esta obra las instituciones federales, regionales y municipales. Entre los numerosos aspectos de una colaboración positiva y apreciable entre el Estado y la Iglesia católica, deseo citar por ejemplo la tutela del derecho eclesiástico al trabajo por parte del derecho estatal, así como el apoyo ofrecido a las escuelas católicas y a las instituciones católicas en ámbito caritativo, cuya obra contribuye, en definitiva, al bien de todos los ciudadanos.

131 A usted, estimado embajador, le deseo un buen inicio de su misión y gran éxito en esta tarea. Al mismo tiempo, le aseguro la ayuda y la disponibilidad de los representantes de la Curia romana en el desempeño de su servicio. De corazón invoco para usted, para su esposa, así como para los colaboradores de la embajada de la República federal de Alemania ante la Santa Sede, la protección constante de Dios y sus abundantes bendiciones.





DISCURSO DEL SANTO PADRE BENDICTO XVI


A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO RELIGIOSO ISRAELÍ


Sala de los Papas

Jueves 10 de noviembre de 2011




Beatitud,
excelencias,
queridos amigos:

Es un gran placer para mí daros la bienvenida, miembros del Consejo religioso israelí, que representáis a las comunidades religiosas presentes en Tierra Santa, y os doy las gracias por las amables palabras que me han dirigido en nombre de todos los presentes.

En nuestros tiempos agitados, el diálogo entre las diferentes religiones se está convirtiendo en algo cada vez más importante para instaurar un clima de comprensión mutua y de respeto que puede llevar a la amistad y a una firme confianza recíproca. Esto es urgente para los líderes religiosos de Tierra Santa que, aun viviendo en un lugar lleno de recuerdos sagrados para nuestras tradiciones, sufren diariamente por las dificultades de vivir juntos en armonía.

Como puse de relieve en mi reciente encuentro con los líderes religiosos en Asís, hoy nos encontramos ante dos tipos de violencia: por una parte, el uso de la violencia en nombre de la religión y, por otra, la violencia que es consecuencia de la negación de Dios, que a menudo caracteriza la vida en la sociedad moderna. En esta situación, como líderes religiosos, estamos llamados a reafirmar que la relación del hombre con Dios, vivida correctamente, es una fuerza de paz. Esta es una verdad que debe llegar a ser cada vez más visible en el modo como vivimos con los demás en la cotidianidad. Por esta razón, deseo animaros a fomentar un clima de confianza y de diálogo entre los líderes y miembros de todas las tradiciones religiosas presentes en Tierra Santa.

Compartimos la grave responsabilidad de educar a los miembros de nuestras respectivas comunidades religiosas, con vistas a fomentar un entendimiento mutuo más profundo y desarrollar una apertura hacia la cooperación con personas de tradiciones religiosas distintas de la nuestra. Desgraciadamente, la realidad de nuestro mundo a menudo es fragmentaria y defectuosa, incluso en Tierra Santa. Todos nosotros estamos llamados a comprometernos de nuevo en la promoción de una mayor justicia y dignidad, para enriquecer nuestro mundo y darle una dimensión humana plena. La justicia, junto con la verdad, el amor y la libertad, es un requisito fundamental para una paz duradera y segura en el mundo. El movimiento hacia la reconciliación exige valentía y clarividencia, así como la confianza en que Dios mismo nos mostrará el camino. No podemos conseguir nuestros objetivos si Dios no nos da la fuerza para hacerlo.

Cuando visité Jerusalén, en mayo de 2009, me detuve ante el Muro Occidental y, en la oración escrita que coloqué entre las piedras del Muro, pedí a Dios por la paz en Tierra Santa. Escribí: «Dios de todos los tiempos, en mi visita a Jerusalén, la “ciudad de la paz”, casa espiritual para judíos, cristianos y musulmanes, te presento las alegrías, las esperanzas y las aspiraciones, las pruebas, losl sufrimientos y las penas de tu pueblo esparcido por el mundo. Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, escucha el grito de los afligidos, los atemorizados y los despojados; derrama tu paz sobre esta Tierra Santa, sobre Oriente Medio, sobre toda la familia humana; despierta el corazón de todos los que invocan tu nombre, para caminar humildemente por la senda de la justicia y la compasión. “Bueno es el Señor con el que en él espera, con el alma que lo busca” (Lm 3,25)» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de mayo de 2009, p. 11).

132 Que el Señor escuche hoy mi oración por Jerusalén y colme vuestro corazón de alegría durante vuestra visita a Roma. Que escuche la oración de todos los hombres y mujeres que le piden por la paz en Jerusalén. Ciertamente, no dejemos nunca de rezar por la paz en Tierra Santa, con confianza en Dios, que es nuestra paz y nuestro consuelo. Encomendándoos a vosotros y a los que representáis al cuidado misericordioso del Omnipotente, de buen grado invoco sobre todos vosotros bendiciones divinas de alegría y paz.




A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO PROMOVIDO


POR EL CONSEJO PONTIFICIO «COR UNUM»


Sala Clementina

Viernes, 11 de noviembre de 2011


Eminencias,
queridos hermanos en el Episcopado,
queridos amigos:

Agradezco tener la oportunidad de saludaros durante vuestro encuentro, promovido por el Consejo Pontificio Cor Unum en este Año Europeo del Voluntariado.

Deseo comenzar agradeciendo al Cardenal Robert Sarah las cordiales palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. También quiero expresaros mi profunda gratitud, tanto a vosotros como a los millones de voluntarios católicos que contribuyen, con regularidad y generosidad, a la misión caritativa de la Iglesia en el mundo. En el momento actual, caracterizado por la crisis y la incertidumbre, vuestro compromiso es un motivo de confianza, porque muestra que la bondad existe y está creciendo entre nosotros. Ciertamente, la fe de todos los católicos se ve fortalecida al ver todo el bien que se hace en nombre de Cristo (cf. Flm Phm 6).

Para los cristianos, el voluntariado no es sólo una expresión de buena voluntad. Se funda en la experiencia personal de Cristo. Él fue el primero en servir a la humanidad, entregó libremente su vida por el bien de todos. Ese don no se basaba en nuestros méritos. De aquí aprendemos que Dios se entrega a sí mismo, se entrega a nosotros. Además, Deus caritas est: Dios es amor, por citar una frase de la Primera carta del apóstol San Juan (4, 8) que elegí como título de mi primera Carta encíclica. La experiencia del amor generoso de Dios nos desafía y nos libera, para que adoptemos esta misma actitud hacia nuestros hermanos y hermanas: «Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10,8). Lo experimentamos, en particular, en la Eucaristía, cuando el Hijo de Dios, al partir el pan, une la dimensión vertical de su don divino con la horizontal de nuestro servicio a los hermanos y hermanas.

La gracia de Cristo nos ayuda a descubrir dentro de nosotros un anhelo humano de solidaridad y una vocación fundamental al amor. Su gracia perfecciona, fortalece y eleva la vocación y nos permite servir a los demás sin esperar una recompensa, una satisfacción o compensación alguna. Aquí vislumbramos la grandeza de la vocación humana de servir a los demás con la misma libertad y generosidad que caracterizan a Dios. Asimismo, nos convertimos en instrumentos visibles de su amor en un mundo que todavía anhela profundamente ese amor en medio de la pobreza, la soledad, la marginación y la ignorancia que vemos alrededor nuestro.

Ciertamente, el trabajo de los voluntarios católicos no puede responder a todas estas necesidades, pero esto no nos desalienta. Ni deberíamos dejarnos seducir por ideologías que quieren cambiar el mundo según una visión puramente humana. Lo poco que podemos lograr hacer para aliviar las necesidades humanas se puede considerar como la buena semilla que brotará y dará mucho fruto. Es un signo de la presencia y del amor de Cristo que, como el árbol del Evangelio, crece para dar abrigo, protección y fuerza a todos aquellos que lo necesiten.

133 Esta es la naturaleza del testimonio que vosotros, con toda humildad y convicción, dais a la sociedad civil. Aunque sea un deber de la autoridad pública reconocer y apreciar esta contribución sin tergiversarla, vuestro papel de cristianos consiste en participar activamente en la vida de la sociedad, tratando de hacerla cada vez más humana, caracterizada cada vez más por la libertad, la justicia y la solidaridad auténticas.

Celebramos nuestro encuentro de hoy en el día de la fiesta litúrgica de san Martín de Tours. Martín, representado con frecuencia en el momento en que comparte su capa con un pobre, se convirtió en un modelo de caridad en toda Europa, que ha llegado a todo el mundo. Hoy, el trabajo de voluntariado como servicio de caridad se ha convertido en un elemento universalmente reconocido de nuestra cultura moderna. Pero también sus orígenes pueden verse aún en la especial solicitud cristiana por la defensa, sin discriminaciones, de la dignidad de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios. Cuando estas raíces espirituales se ofuscan o se ensombrecen, y los criterios de nuestra colaboración se hacen meramente utilitaristas, se corre el riesgo de perder lo más característico del servicio que ofrecéis, en perjuicio de la sociedad en su conjunto.

Queridos amigos, deseo concluir alentando a los jóvenes a descubrir en el trabajo de voluntariado un modo de acrecentar el propio amor oblativo, que da a la vida su significado más profundo. Los jóvenes reaccionan con prontitud a la vocación del amor. Ayudémosles a escuchar a Cristo, que hace oír en sus corazones su llamada y los atrae hacia sí. No debemos tener miedo de presentarles un desafío radical que cambia la vida, hemos de ayudarles a comprender que nuestros corazones están hechos para amar y para ser amados. En la entrega de sí mismos, vivimos la vida en toda su plenitud.

Con estos sentimientos, renuevo mi gratitud a todos vosotros y a cuantos representáis. Pido a Dios que vele por vuestras numerosas obras de servicio y haga que sean cada vez más fecundas espiritualmente, por el bien de la Iglesia y de todo el mundo. A vosotros y a vuestros voluntarios, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.






A LOS PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL


SOBRE CÉLULAS MADRE


Sábado 12 de noviembre de 2011




Eminencia,
queridos hermanos en el episcopado,
excelencias,
ilustres huéspedes,
queridos amigos:

Quiero dar las gracias al cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio para la cultura, por sus cordiales palabras y por haber organizado esta conferencia internacional sobre Células madre adultas: la ciencia y el futuro del hombre y de la cultura. Asimismo, agradezco al arzobispo Zygmunt Zimowski, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, y al obispo Ignacio Carrasco de Paula, presidente de la Academia pontificia para la vida, su contribución a este esfuerzo particular. Dirijo una palabra especial de gratitud a los numerosos bienhechores cuyo apoyo ha hecho posible este evento. Al respecto, deseo expresar el aprecio de la Santa Sede por toda la obra llevada a cabo por varias instituciones para promover iniciativas culturales y formativas encaminadas a sostener una investigación científica de máximo nivel con células madre adultas y a estudiar las implicaciones culturales, éticas y antropológicas de su uso.

134 La investigación científica brinda una oportunidad única para explorar la maravilla del universo, la complejidad de la naturaleza y la belleza peculiar del universo, incluida la vida humana. Sin embargo, dado que los seres humanos están dotados de alma inmortal y han sido creados a imagen y semejanza de Dios, hay dimensiones de la existencia humana que están más allá de los límites que las ciencias naturales son capaces de determinar. Si se superan estos límites, se corre el grave riesgo de que la dignidad única y la inviolabilidad de la vida humana puedan subordinarse a consideraciones meramente utilitaristas. Pero si, en cambio, se respetan debidamente estos límites, la ciencia puede dar una contribución realmente notable a la promoción y a la salvaguarda de la dignidad del hombre: de hecho, en esto radica su verdadera utilidad. El hombre, agente de la investigación científica, en su naturaleza biológica a veces será el objeto de esa investigación. A pesar de ello, su dignidad trascendente le da siempre el derecho de seguir siendo el último beneficiario de la investigación científica y de nunca quedar reducido a su instrumento.

En este sentido, los potenciales beneficios de la investigación con células madre adultas son muy notables, pues da la posibilidad de curar enfermedades degenerativas crónicas reparando el tejido dañado y restaurando su capacidad de regenerarse. La mejora que estas terapias prometen constituiría un significativo paso adelante en la ciencia médica, dando nueva esperanza tanto a los enfermos como a sus familias. Por este motivo, la Iglesia naturalmente ofrece su aliento a cuantos están comprometidos en realizar y en apoyar la investigación de este tipo, a condición de que se lleven a cabo con la debida atención al bien integral de la persona humana y al bien común de la sociedad.

Esta condición es de suma importancia. La mentalidad pragmática que con tanta frecuencia influye en la toma de decisiones en el mundo de hoy está demasiado inclinada a aprobar cualquier medio que permita alcanzar el objetivo anhelado, a pesar de la amplia evidencia de las consecuencias desastrosas de este modo de pensar. Cuando el objetivo que se busca es tan deseable como el descubrimiento de una curación para enfermedades degenerativas, los científicos y los responsables de las políticas tienen la tentación de ignorar las objeciones éticas y proseguir cualquier investigación que parezca ofrecer una perspectiva de éxito. Quienes defienden la investigación con células madre embrionarias con la esperanza de alcanzar ese resultado cometen el grave error de negar el derecho inalienable a la vida de todos los seres humanos desde el momento de la concepción hasta su muerte natural. La destrucción incluso de una sola vida humana nunca se puede justificar por el beneficio que probablemente puede aportar a otra. Sin embargo, en general, no surgen problemas éticos cuando las células madre se extraen de los tejidos de un organismo adulto, de la sangre del cordón umbilical en el momento del nacimiento, o de fetos que han muerto por causas naturales (cf. Congregación para la doctrina de la fe, instrucción Dignitas personae, n. 32).

De ahí se sigue que el diálogo entre ciencia y ética es de suma importancia para garantizar que los avances médicos no se lleven a cabo con un costo humano inaceptable. La Iglesia contribuye a este diálogo ayudando a formar las conciencias según la recta razón y a la luz de la verdad revelada. Al obrar así, no trata de impedir el progreso científico, sino que, por el contrario, quiere guiarlo en una dirección que sea verdaderamente fecunda y benéfica para la humanidad. De hecho, la Iglesia está convencida de que «la fe no sólo acoge y respeta todo lo que es humano», incluida la investigación científica, «sino que también lo purifica, lo eleva y lo perfecciona» (ib., n. 7). De este modo, se puede ayudar a la ciencia a servir al bien común de toda la humanidad, especialmente a los más débiles y a los más vulnerables.

Al llamar la atención sobre las necesidades de los indefensos, la Iglesia no piensa sólo en los niños por nacer sino también en quienes no tienen fácil acceso a tratamientos médicos costosos. La enfermedad no hace distinción de personas, y la justicia exige que se haga todo lo posible para poner los frutos de la investigación científica a disposición de todos los que pueden beneficiarse de ellos, independientemente de sus posibilidades económicas. Por consiguiente, además de las consideraciones meramente éticas, es preciso afrontar cuestiones de índole social, económica y política para garantizar que los avances de la ciencia médica vayan acompañados de una prestación justa y equitativa de los servicios sanitarios. Aquí la Iglesia es capaz de ofrecer asistencia concreta a través de su vasto apostolado sanitario, activo en numerosos países de todo el mundo y dirigido con especial solicitud a las necesidades de los pobres de la tierra.

Queridos amigos, al concluir mis consideraciones, deseo aseguraros un recuerdo especial en la oración y os encomiendo a la intercesión de María, Salus infirmorum, a todos los que trabajáis tan duramente para llevar curación y esperanza a quienes sufren. Rezo para que vuestro compromiso en la investigación con células madre adultas traiga grandes bendiciones para el futuro del hombre y auténtico enriquecimiento a su cultura. A vosotros, a vuestras familias y a vuestros colaboradores, así como a todos los pacientes que esperan beneficiarse de vuestra generosa competencia y de los resultados de vuestro trabajo, imparto de buen grado mi bendición apostólica. ¡Muchas gracias!



VIAJE APOSTÓLICO A BENÍN

18-20 DE NOVIEMBRE DE 2011

ENTREVISTA CONCEDIDA POR EL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

A LOS PERIODISTAS DURANTE EL VUELO HACIA BENÍN


Viernes 18 de noviembre de 2011




P. Lombardi: Santidad, bienvenido entre nosotros, en este grupo de periodistas que le acompañamos a África. Le agradecemos mucho que nos dedique algo de su tiempo también en esta ocasión. En este avión hay unos 40 periodistas, fotógrafos y cameraman de diversas agencias y televisiones; están también los medios vaticanos que le acompañan; unas cincuenta personas. En Cotonou nos espera un millar de periodistas que seguirán el viaje sobre el terreno. Como de costumbre, le hacemos algunas preguntas recogidas estos días entre los colegas. La primera pregunta se la hago en francés, pensando que será también del agrado de los benineses cuando al llegar puedan escucharlo y verlo en la televisión.

P. Lombardi: Santo Padre, este viaje nos lleva a Benín. Pero es un viaje muy importante para todo el continente africano. ¿Por qué ha pensado que precisamente Benín es el país adecuado para dirigir un mensaje a toda África, de hoy y del futuro?

Santo Padre: Hay varias razones. La primera es que Benín es un país en paz, paz exterior e interior. Hay instituciones democráticas que funcionan, realizadas con espíritu de libertad y responsabilidad, y por tanto la justicia y el trabajo en favor del bien común son posibles y están garantizados por el funcionamiento de las instituciones democráticas y el sentido de responsabilidad en la libertad. La segunda razón es que, como en la mayor parte de los países africanos, se da la presencia de diversas religiones y una convivencia pacífica entre ellas. Están los cristianos en su diversidad, que no es siempre fácil; los musulmanes y, en fin, las religiones tradicionales. Estas tres religiones diferentes conviven en el respeto recíproco y la responsabilidad común por la paz, por la reconciliación interior y exterior. Me parece que esta convivencia de las religiones, el diálogo interreligioso como factor de paz y de libertad es muy importante, y es también un aspecto destacado de la Exhortación apostólica postsinodal. Y, finalmente, la tercera razón, es que se trata del país de mi querido amigo, el cardenal Bernardin Gantin. Siempre había tenido el deseo de poder rezar un día ante su tumba. Para mí es realmente un gran amigo ?tal vez hablaremos al final de él? y, por tanto, visitar el país del cardenal Gantin como un gran representante del África católica, del África humana y civilizada, es también para mí una razón para ir a este país.

P. Lombardi: Mientras los africanos experimentan el debilitamiento de sus comunidades tradicionales, la Iglesia católica debe afrontar el éxito creciente de Iglesias evangélicas o pentecostales, a veces nacidas en África, que propagan una fe atractiva, una gran simplificación del mensaje cristiano: insisten en las curaciones y mezclan sus cultos con los tradicionales. ¿Cómo se sitúa la Iglesia católica ante estas comunidades, agresivas con respecto a ella? Y, ¿cómo puede ser atractiva, cuando estas comunidades se presentan festivas, entusiastas o inculturadas?


Discursos 2011 129