Discursos 2011 135

135 Santo Padre: Estas comunidades son un fenómeno mundial, en todos los continentes; con modalidades diversas, están muy presentes sobre todo en Latinoamérica y en África. Diría que los elementos característicos son su poca institucionalidad, pocas instituciones, poca atención a la instrucción, un mensaje fácil, simple, comprensible, aparentemente concreto y además ?como usted ha dicho? una liturgia participativa con la expresión de los propios sentimientos, la propia cultura y también la combinación sincretista entre las religiones. Por una parte, todo esto asegura el éxito, pero implica también poca estabilidad. Sabemos también que muchos vuelven a la Iglesia católica o pasan de una de estas comunidades a otra. Por consiguiente, no debemos imitar a estas comunidades, sino preguntarnos qué podemos hacer nosotros para revitalizar la fe católica. Y diría que un primer punto es ciertamente un mensaje sencillo, profundo, comprensible; es importante que el cristianismo no aparezca como un sistema difícil, europeo, que ningún otro puede comprender y practicar, sino como un mensaje universal de que Dios existe, que Dios tiene que ver con nosotros, que nos conoce y nos ama, y que la religión concreta suscita la colaboración y la fraternidad. Por eso es muy importante un mensaje sencillo y concreto. Es siempre muy importante también que la institución no sea sofocante; que predomine, digamos, la iniciativa de la comunidad y de la persona. Y, diría también, es importante una liturgia participativa, pero no sentimental: no debe basarse sólo en la expresión de los sentimientos, sino que se ha de caracterizar por la presencia del misterio en el que entramos, y por el que nos dejamos formar. En fin, diría que es importante no perder la universalidad en la inculturación. Yo preferiría hablar de interculturalidad más que de inculturación, es decir, de un encuentro de culturas en la verdad común de nuestro ser humano en nuestro tiempo, y crecer así también en la fraternidad universal; no perder esta grandeza de la catolicidad, de que en todas las partes del mundo somos hermanos, somos una familia que se conoce y colabora con espíritu de fraternidad.

P. Lombardi: En los últimos decenios ha habido en tierra africana muchas operaciones de pacificación, conferencias para la reconstrucción nacional, comisiones de verdad y reconciliación, con resultados unas veces positivos y otras decepcionantes. Durante la asamblea sinodal, los obispos usaron palabras fuertes sobre la responsabilidad de los políticos con respecto a los problemas del continente. ¿Qué mensaje piensa dirigir a los responsables políticos de África? Y ¿cuál es la contribución específica que la Iglesia puede dar a la construcción de una paz duradera en el continente?

Santo Padre: El mensaje se encuentra en el texto que entregaré a la Iglesia en África: no puedo resumirlo ahora en pocas palabras. Es verdad que ha habido muchas conferencias internacionales también precisamente para África, para la fraternidad universal. Se dicen cosas buenas y también se hacen a veces cosas realmente buenas: hemos de reconocerlo. Pero, ciertamente, las palabras, las intenciones y también la voluntad son más grandes que las realizaciones; y debemos preguntarnos por qué las palabras y las intenciones no se hacen realidad. Me parece que un factor fundamental es que esta renovación, esta fraternidad universal, requiere renuncias, exige también ir más allá del egoísmo y ser para el otro. Y esto es fácil decirlo, pero difícil hacerlo. El hombre, tal como es después del pecado original, quiere poseerse a sí mismo, tenerse su vida y no darla. Quisiera conservar todo lo que tengo. Pero, naturalmente, con esta mentalidad, según la cual no quiero dar, sino tener, las grandes intenciones no pueden funcionar. Sólo podemos llegar a esto precisamente con el amor y el conocimiento de un Dios que nos ama, que nos da: osamos perder la vida, nos atrevemos a entregarnos porque sabemos que precisamente así nos ganamos. Por tanto, los detalles que hoy se encuentran en el documento del Sínodo se refieren a esta postura fundamental: amando a Dios y estando en amistad con este Dios que se da, también nosotros podemos atrevernos e implorar el dar, no solo el tener; renunciar, ser para el otro, perder la vida con la certeza de que sí, precisamente así, ganamos.

P. Lombardi: Durante la inauguración del Sínodo africano en Roma, usted habló de África como de un gran «pulmón espiritual para una humanidad en crisis de fe y de esperanza». Pensando en los grandes problemas de África, esta expresión parece casi desconcertante. ¿En qué sentido piensa verdaderamente que África puede dar fe y esperanza al mundo? ¿Piensa en un papel de África también en la evangelización del resto del mundo?

Santo Padre: África tiene naturalmente grandes problemas y dificultades, toda la humanidad tiene grandes problemas. Si pienso en mi juventud, era un mundo totalmente diverso del de hoy, y algunas veces pienso que vivo en otro planeta respecto a cuando era joven. Así, la humanidad se encuentra en un proceso de transformación cada vez más rápido. Para África, este proceso de los últimos cincuenta o sesenta años ?a partir de la independencia, después del colonialismo, hasta llegar al tiempo actual? ha sido un proceso muy exigente y, naturalmente, muy difícil, con grandes dificultades y problemas, y estos problemas aún no se han superado. Con el proceso de la humanidad, se dan también dificultades. Sin embargo, esta lozanía del sí a la vida que hay en África, esta juventud que existe, que está llena de entusiasmo y de esperanza, incluso de humor y de alegría, nos muestra que en África hay una reserva humana, hay aún un verdor del sentido religioso y de esperanza; hay aún una percepción de la realidad metafísica, de la realidad en su totalidad con Dios: no esa reducción al positivismo, que limita nuestra vida y la hace un tanto árida, y que también apaga la esperanza. Por tanto, diría, un humanismo lozano, que se encuentra en el alma joven de África, no obstante todos los problemas que existen y existirán, manifiesta que aún hay una reserva de vida y de vitalidad para el futuro, con la que podemos contar.

P. Lombardi: Una última pregunta, Santidad. Volvamos un momento a un punto que usted ha mencionado entre los motivos de este viaje a Benín: sabemos que en este viaje tiene un lugar importante el recuerdo de la figura del cardenal Gantin. Usted lo conoció muy bien: fue su predecesor como decano del Colegio cardenalicio, y la estima que lo rodea universalmente es muy grande. ¿Quiere darnos un breve testimonio personal de él?

Santo Padre: Vi por primera vez al cardenal Gantin durante mi ordenación como arzobispo de Munich, en 1977. Él fue allí porque uno de sus alumnos era discípulo mío: así, idealmente, sin que nos hubiéramos visto aún, ya existía entre nosotros una amistad. En aquel día decisivo de mi ordenación episcopal, fue hermoso para mí encontrar a este joven obispo africano, lleno de fe, de alegría y de valentía. Después hemos colaborado muchísimo, sobre todo cuando él era prefecto de la Congregación para los Obispos, y después en el Colegio cardenalicio. He admirado siempre su inteligencia práctica y profunda; su sentido de discernimiento, de no caer en ciertas frases hechas, sino de comprender lo que era esencial y lo que no tenía sentido. Y también su verdadero sentido del humor, que era muy hermoso. Y, sobre todo, era un hombre de profunda fe y de oración. Todo esto hizo del cardenal Gantin no sólo un amigo, sino también un ejemplo que seguir, un gran obispo africano, católico. Realmente me alegra poder rezar ahora ante su tumba y sentir su cercanía y su gran fe, que hace de él, siempre para mí, un ejemplo y un amigo.

P. Lombardi: Gracias, Santidad. Si me permite, añado que «su discípulo» que había invitado al cardenal Gantin está también aquí con nosotros en el viaje, porque es Mons. Barthélémy Adoukounou y, por tanto, él está también presente en este momento tan bello. Por nuestra parte, le agradecemos este tiempo que nos ha concedido. Le deseamos un buen viaje y, como siempre, trataremos de colaborar a una buena difusión de sus mensajes para África en estos días. Gracias nuevamente y hasta la vista.



VIAJE APOSTÓLICO A BENÍN

18-20 DE NOVIEMBRE DE 2011

CEREMONIA DE BIENVENIDA


Aeropuerto internacional "Cardenal Bernardin Gantin" de Cotonú

Viernes 18 de noviembre de 2011

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136 Señor Presidente de la República,
Señores Cardenales,
Señor Presidente de la Conferencia Episcopal de Benín,
Autoridades civiles, eclesiásticas y religiosas,
Queridos amigos

Le agradezco, Señor Presidente, sus cálidas palabras de bienvenida. Usted sabe el afecto que siento por su continente y su país. Quería volver a África, y son tres los motivos que me han inducido a emprender este viaje apostólico. En primer lugar, Señor Presidente, su amable invitación a visitar el país. Una iniciativa que ha ido a la par con la de la Conferencia Episcopal de Benín. Son iniciativas felices, pues se enmarcan en el año en que Benín celebra el 40 aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas con la Santa Sede y el 150 aniversario de su evangelización. Al estar entre ustedes, tendré ocasión de participar en numerosos encuentros. Me alegro por ello. Todos serán diferentes y culminarán en la Eucaristía que celebraré antes de despedirme.

También se cumple mi deseo de entregar en suelo africano la Exhortación apostólica postsinodal Africae munus. Sus reflexiones guiarán la acción pastoral de numerosas comunidades cristianas en los próximos años. Este documento podrá germinar, crecer y dar fruto, produciendo «el ciento o sesenta o treinta por uno», como dice el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo (
Mt 13,23).

Hay, en fin, un tercer motivo más personal o de sentimiento. Siempre he tenido en alta estima a un hijo de este país, el cardenal Bernardin Gantin. Los dos hemos trabajado durante muchos años, cada uno según sus propias competencias, al servicio de la misma viña. Hemos ayudado lo mejor posible a mi Predecesor, el beato Juan Pablo II, a ejercer su ministerio petrino. Tuvimos ocasión de encontrarnos muchas veces, de conversar en profundidad y de orar juntos. El cardenal Gantin se había ganado el respeto y el afecto de muchos. Por eso me ha parecido justo venir a su país natal, para rezar ante su tumba y para agradecer a Benín el haber dado a la Iglesia a este hijo eminente.

Benín es un país de antiguas y nobles tradiciones. Su historia es reconocida. Quisiera aprovechar esta oportunidad para saludar a los jefes tradicionales. Su contribución es importante para construir el futuro de este país. Quiero animarlos a contribuir con su sabiduría y comprensión de las costumbres a la delicada transición que se está produciendo actualmente de la tradición a la modernidad.

No se ha de temer a la modernidad, pero tampoco se puede construir olvidando el pasado. Debe ir acompañada de la prudencia para el bien de todos, evitando los escollos que hay en África, lo mismo que en otras partes, como la sumisión incondicional a las fuerzas del mercado o las finanzas, el nacionalismo o tribalismo exacerbado y estéril, que puede llegar a ser funesto, la politización extrema de las tensiones interreligiosas en detrimento del bien común o, finalmente, la erosión de los valores humanos, culturales, éticos y religiosos. La transición a la modernidad debe estar guiada por criterios seguros basados en las virtudes reconocidas, como las citadas en vuestro lema nacional, pero también aquellas enraizadas en la dignidad, la grandeza de la familia y el respeto de la vida. Todos estos valores son para el bien común, el único que debe primar, y el único que debe ser la mayor preocupación de todo sujeto responsable. Dios confía en el hombre y desea su bien. Nos atañe a nosotros corresponder con una honestidad y justicia que esté a la altura de su confianza.

La Iglesia, por su parte, ofrece su contribución específica. Con su presencia, su oración y sus diversas obras de misericordia, especialmente en el campo de la educación y la sanidad, desea dar lo mejor que tiene. Desea mostrarse cercana de quien está en necesidad, de quien busca a Dios. Quiere hacer comprender que Dios no está ausente, ni es inútil, como se trata de hacer creer, sino que es amigo del hombre. Señor Presidente, vengo a vuestro país con este espíritu de amistad y hermandad.

137 ac? mawu t?n ni k?n do benin to ? bi ji [Dios bendiga a Benín]



VIAJE APOSTÓLICO A BENÍN

18-20 DE NOVIEMBRE DE 2011

VISITA A LA CATEDRAL DE COTONÚ


Cotonú

Viernes, 18 de noviembre de 2011

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Señores Cardenales,
Señor Arzobispo y queridos hermanos en el Episcopado,
Señor Rector de la catedral,
Queridos hermanos y hermanas

El antiguo himno del Te Deum que acabamos de cantar, expresa nuestra alabanza a Dios tres veces santo, que nos reúne en esta hermosa catedral de Nuestra Señora de la Misericordia. Rendimos homenaje con reconocimiento a los arzobispos precedentes que aquí reposan: Monseñor Christophe Adimou y Monseñor Isidore de Sousa. Fueron valerosos trabajadores en la viña del Señor, y su recuerdo sigue vivo en el corazón de los católicos y de numerosos Benineses. Estos dos prelados, cada uno a su manera, fueron pastores llenos de celo y caridad. Se entregaron sin reservas al servicio del Evangelio y del Pueblo de Dios, especialmente de los más desvalidos. Todos ustedes saben que Monseñor de Sousa era un amigo de la verdad y que desempeñó un papel determinante en la transición a la democracia de vuestro país.

Mientras alabamos a Dios por las maravillas con las que sigue colmando a la humanidad, les invito a meditar por un momento en su infinita misericordia. Esta catedral se presta providencialmente a ello. La historia de la salvación, que culmina en la encarnación de Jesús y tiene su pleno cumplimiento en el misterio pascual, es una revelación conmovedora de la misericordia de Dios. En el Hijo se hace visible el «Padre de las misericordias» (2Co 1,3) que, siempre fiel a su paternidad, «es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado» (Juan Pablo II, Dives in misericordia DM 6). La misericordia divina no consiste sólo en la remisión de nuestros pecados; consiste también en que Dios, nuestro Padre, a veces con dolor, tristeza o miedo por nuestra parte, nos devuelve al camino de la verdad y de la luz, porque no quiere que nos perdamos (cf. Mt Mt 18,14 Jn 3,16). Esta doble manifestación de la misericordia de Dios muestra lo fiel que es Dios a la alianza sellada con todo cristiano en el bautismo. Al releer la historia personal de cada uno y la de la evangelización de nuestros países, podemos decir con el salmista: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Ps 88,2).

La Virgen María experimentó el misterio del amor divino en su más alto grado: «Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,50), exclama en su Magnificat. Por su «sí» a la llamada de Dios, ha contribuido a la manifestación del amor divino entre los hombres. En este sentido, ella es Madre de la Misericordia por su participación en la misión de su Hijo; y ha recibido el privilegio de socorrernos siempre y en todo lugar. «Por su múltiple intercesión, continúa alcanzándonos los dones de la eterna salvación. Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias, y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz» (Lumen gentium LG 62). Bajo el amparo de su misericordia, sanan los corazones quebrantados, se vencen las acechanzas del Maligno y los enemigos se reconcilian. En María, no sólo tenemos un modelo de perfección, sino también una ayuda para lograr la comunión con Dios y con nuestros hermanos y hermanas. La Madre de la Misericordia es una guía segura para los discípulos de su Hijo, que quieren servir a la justicia, la reconciliación y la paz. Ella nos indica con sencillez y corazón de madre la única Luz y la única Verdad: su Hijo, Jesucristo, que lleva a la humanidad hacia su plena realización en el Padre. No tengamos miedo de invocar confiadamente a aquella que no cesa de dispensar a sus hijos las gracias divinas:

138 Madre de la Misericordia,
Salve, Madre del Redentor;
Dios te salve, Virgen gloriosa;
Salve, Reina nuestra.

Reina de la Esperanza,
muéstranos el rostro de tu divino Hijo;
guíanos por el camino de la santidad;
danos la alegría de los que saben decir «sí» a Dios.

Reina de la paz,
colma las más nobles aspiraciones de los jóvenes de África;
sacia los corazones sedientos de justicia, paz y reconciliación;
139 corona las esperanzas de los niños que sufren el hambre y la guerra.

Reina de la justicia,
alcánzanos el amor filial y fraterno;
haz que seamos amigos de los pobres y pequeños;
consigue para los pueblos de la tierra el espíritu de hermandad.

Nuestra Señora de África,
implora a tu divino Hijo la curación de los enfermos,
el consuelo de los afligidos,
el perdón de los pecadores.

Intercede por África ante tu Hijo,
y consigue para toda la humanidad la salvación y la paz.

Amén



VIAJE APOSTÓLICO A BENÍN

18-20 DE NOVIEMBRE DE 2011

ENCUENTRO CON LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO,

REPRESENTANTES DE LAS INSTITUCIONES DE LA REPÚBLICA,


EL CUERPO DIPLOMÁTICO


Y REPRESENTANTES DE LAS PRINCIPALES RELIGIONES



140
Palacio Presidencial de Cotonú

Sábado 19 de noviembre de 2011

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Señor Presidente de la República,
Distinguidas autoridades civiles, políticas y religiosas,
Damas y caballeros Jefes de Misiones Diplomáticas,
Queridos hermanos en el Episcopado, Señoras y Señores,
queridos amigos,

Doo noumi! [saludo solemne en fon]

Señor Presidente, habéis querido ofrecerme la ocasión de este encuentro ante una prestigiosa asamblea de personalidades. Es un privilegio que aprecio, al mismo tiempo que agradezco de todo corazón las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todo el pueblo de Benin. Deseo dar las gracias también la Señora representante de los Cuerpos Constituidos por sus palabras de bienvenida. Y expreso mis mejores deseos para todas las personalidades presentes, que son responsables de primer orden de la vida nacional en Benin, cada uno en su respectivo ámbito.

En mis intervenciones anteriores, he unido frecuentemente la palabra África a la de esperanza. Lo hice hace dos años en Luanda, en un contexto sinodal. Por otro lado, la palabra esperanza se encuentra muchas veces en la Exhortación apostólica postsinodal Africae munus que luego firmaré. Cuando digo que África es el continente de la esperanza, no hago retórica fácil, sino expreso simplemente una convicción personal, que es también de la Iglesia. Con demasiada frecuencia nuestra mente se queda en prejuicios o imágenes que dan una visión negativa de la realidad africana, fruto de un análisis pesimista. Es siempre tentador señalar lo que está mal; más aún, es fácil adoptar el tono del moralista o del experto, que impone sus conclusiones y propone, a fin de cuentas, pocas soluciones adecuadas. Existe también la tentación de analizar la realidad africana de manera parecida a la de un antropólogo curioso, o como alguien que no ve en ella más que una enorme reserva de energía, minerales, productos agrícolas y recursos humanos fáciles de explotar para intereses a menudo escasamente nobles. Estas son visiones reduccionistas e irrespetuosas, que llevan a una cosificación nada correcta para África y sus gentes.

141 Soy consciente de que las palabras no tienen el mismo significado en todas partes. Pero el término esperanza varía poco según las culturas. Hace algunos años dediqué una Carta encíclica a la esperanza cristiana. Hablar de la esperanza es hablar del porvenir y, por tanto, de Dios. El futuro enlaza con el pasado y el presente. El pasado lo conocemos bien: lamentamos sus errores y reconocemos sus logros positivos. El presente, lo vivimos como podemos. Lo mejor, lo espero aún y con la ayuda de Dios. En este terreno, compuesto de múltiples elementos contradictorios y complementarios, es donde se trata de construir con la ayuda de Dios.

Queridos amigos, quisiera leer a la luz de esta esperanza que nos debe animar, dos aspectos importantes de África en la actualidad. El primero se refiere a la vida sociopolítica y económica del continente en general; el segundo al diálogo interreligioso. Estos aspectos son interesantes porque nuestro siglo parece haber nacido con el dolor y la dificultad de hacer crecer la esperanza en estos ámbitos específicos.

En los últimos meses, muchos han expresado su deseo de libertad, su necesidad de seguridad material y su deseo de vivir en armonía en la diferencia de etnias y religión. Ha nacido incluso un nuevo Estado en vuestro continente. También ha habido muchos conflictos provocados por la ceguera del hombre, por sus ansias de poder y por intereses político-económicos que ignoran la dignidad de la persona o de la naturaleza. La persona humana aspira a la libertad, quiere vivir dignamente; desea buenas escuelas y alimentación para los niños, hospitales dignos para cuidar a los enfermos; quiere ser respetada y reivindica un gobierno límpido que no confunda el interés privado con el interés general; y, sobre todo, desea la paz y la justicia. En estos momentos hay demasiados escándalos e injusticias, demasiada corrupción y codicia, demasiado desprecio y mentira, excesiva violencia que lleva a la miseria y a la muerte. Estos males afligen ciertamente vuestro continente, pero también al resto del mundo. Toda nación quiere entender las decisiones políticas y económicas que se toman en su nombre. Se da cuenta de la manipulación, y la revancha es a veces violenta. Desea participar en el buen gobierno. Sabemos que ningún régimen político humano es perfecto, y que ninguna decisión económica es neutral. Pero siempre deben servir al bien común. Por tanto, estamos ante una reivindicación legítima, que afecta a todos los países, de una mayor dignidad y, sobre todo, de más humanidad. El hombre quiere que su humanidad sea respetada y promovida. Los responsables políticos y económicos de los países se encuentran ante decisiones determinantes y opciones que no pueden eludir.

Desde esta tribuna, hago un llamamiento a todos los líderes políticos y económicos de los países africanos y del resto del mundo. No privéis a vuestros pueblos de la esperanza. No amputéis su porvenir mutilando su presente. Tened un enfoque ético valiente en vuestras responsabilidades y, si sois creyentes, rogad a Dios que os conceda sabiduría. Esta sabiduría os hará entender que, siendo los promotores del futuro de vuestros pueblos, es necesario que seáis verdaderos servidores de la esperanza. No es fácil vivir en la condición de servidor, de mantenerse íntegro entre las corrientes de opinión y los intereses poderosos. El poder, de cualquier tipo que sea, ciega fácilmente, sobre todo cuando están en juego intereses privados, familiares, étnicos o religiosos. Sólo Dios purifica los corazones y las intenciones.

La Iglesia no ofrece soluciones técnicas ni impone fórmulas políticas. Ella repite: No tengáis miedo. La humanidad no está sola ante los desafíos del mundo. Dios está presente. Y este es un mensaje de esperanza, una esperanza que genera energía, que estimula la inteligencia y da a la voluntad todo su dinamismo. Un antiguo arzobispo de Toulouse, el cardenal Saliège, decía: «Esperar no es abandonar; es redoblar la actividad». La Iglesia acompaña al Estado en su misión; quiere ser como el alma de ese cuerpo, indicando incansablemente lo esencial: Dios y el hombre. Quiere cumplir abiertamente y sin temor esa tarea inmensa de quien educa y cuida y, sobre todo, de quien ora incesantemente (cf. Lc
Lc 18,1), que muestra dónde está Dios (cf. Mt Mt 6,21) y dónde está el verdadero hombre (cf. Mt Mt 20,26 Jn 19,5). Desesperar es individualismo. La esperanza es comunión. ¿No es este un camino espléndido que se nos propone? Invito a emprenderlo a todos los responsables políticos, económicos, así como del mundo académico y de la cultura. Sed también vosotros sembradores de esperanza.

Quisiera abordar ahora el segundo punto, el del diálogo interreligioso. No parece necesario recordar los recientes conflictos provocados en nombre de Dios, y las muertes causadas en nombre de Aquel que es la vida. Toda persona sensata comprende la necesidad de promover la cooperación serena y respetuosa entre las diferentes culturas y religiones. El auténtico diálogo interreligioso rechaza la verdad humanamente egocéntrica, porque la sola y única verdad está en Dios. Dios es la Verdad. Por tanto, ninguna religión, ninguna cultura puede justificar que se invoque o se recurra a la intolerancia o a la violencia. La agresividad es una forma de relación bastante arcaica, que se remite a instintos fáciles y poco nobles. Utilizar las palabras reveladas, las Sagradas Escrituras o el nombre de Dios para justificar nuestros intereses, nuestras políticas tan fácilmente complacientes o nuestras violencias, es un delito muy grave.

Sólo puedo conocer al otro si me conozco a mí mismo. Sólo lo puedo amar si me amo a mí mismo (cf. Mt Mt 22,39). Por tanto, el conocimiento, la profundización y la práctica de su propia religión es esencial para un verdadero diálogo. Este sólo puede comenzar con la oración personal sincera de quien quiere dialogar. Que se retire en el secreto de su habitación interior (cf. Mt Mt 6,6) para pedir a Dios la purificación de sus motivos y la bendición para el encuentro deseado. Esta oración pide también a Dios el don de ver en el otro a un hermano que debe amar, y de reconocer en la tradición en que él vive un reflejo de esa Verdad que ilumina a todos los hombres (Nostra Aetate NAE 2). Por eso conviene que cada uno se sitúe en la verdad ante Dios y ante el otro. Esta verdad no excluye, y no comporta una confusión. El diálogo interreligioso mal entendido conduce a la confusión o al sincretismo. No es este el diálogo que se busca.

No obstante los esfuerzos que se han hecho, sabemos también que a veces el diálogo interreligioso no es fácil, o incluso inviable por diversas razones. Esto no significa un fracaso. Las formas de diálogo interreligioso son múltiples. La cooperación en el ámbito social o cultural pueden ayudar a las personas a comprenderse mejor a sí mismas y a vivir juntos con serenidad. También es bueno saber que no se dialoga por debilidad, sino que dialogamos porque creemos en Dios, creador y padre de todos los hombres. El diálogo es una forma más de amar a Dios y al prójimo (cf. Mt Mt 22,37) en el amor de la verdad.

Tener esperanza no es ser ingenuo, sino hacer un acto de fe en Dios, Señor del tiempo y Señor también de nuestro futuro. La Iglesia Católica pone así en práctica una de las intuiciones del Concilio Vaticano II, la promoción de las relaciones amistosas entre ella y los miembros de religiones no cristianas. Durante décadas, el Consejo Pontificio que lo gestiona establece lazos, multiplica las reuniones y publica regularmente documentos, con el fin de favorecer ese diálogo. La Iglesia trata de reparar la confusión de lenguas y la dispersión de los corazones nacida del pecado de Babel (cf. Gn Gn 11). Saludo a todos los líderes religiosos que han tenido la amabilidad de venir aquí para encontrarme. Deseo asegurarles, así como a los de otros países africanos, que el diálogo ofrecido por la Iglesia Católica nace del corazón. Les animo a promover, especialmente entre los jóvenes, una pedagogía del diálogo, de modo que descubran que la conciencia de cada uno es un santuario que se ha de respetar, y que la dimensión espiritual construye la hermandad. La verdadera fe lleva invariablemente al amor. Y en este espíritu os invito a todos a la esperanza.

Estas consideraciones generales se aplican de manera particular a África. En vuestro continente, hay numerosas familias cuyos miembros profesan creencias diferentes, pero siguen permaneciendo unidas. Esta unidad no se debe sólo a la cultura, sino que está cimentada en el afecto fraterno. Hay naturalmente a veces fracasos, pero también muchos éxitos. En este ámbito concreto, África puede ofrecer a todos materia de reflexión y ser así una fuente de esperanza.

Por último, quisiera utilizar la imagen de la mano. Esta compuesta por cinco dedos muy diferentes entre sí. Sin embargo, cada uno de ellos es esencial y su unidad forma la mano. El buen entendimiento entre las culturas, la consideración no altiva de unos hacia otros y el respeto de los derechos de cada uno, son un deber vital. Se ha de enseñar esto a todos los fieles de las diversas religiones. El odio es un fracaso, la indiferencia un callejón sin salida y el diálogo una apertura. ¿No es ese el buen terreno donde sembrar la simiente de la esperanza? Tender la mano significa esperar a llegar, en un segundo momento, a amar. Y, ¿hay acaso algo más bello que una mano tendida? Esta ha sido querida por Dios para dar y recibir. Dios no la ha querido para que mate (cf. Gn 4,1ss) o haga sufrir, sino para que cuide y ayude a vivir. Junto con el corazón y la mente, también la mano puede hacerse un instrumento de diálogo. Puede hacer florecer la esperanza, sobre todo cuando la mente balbucea y el corazón recela.

142 Según la Sagrada Escritura, hay tres símbolos que describen la esperanza para el cristiano: el yelmo, que le protege del desaliento (cf. 1Th 5,8), el ancla segura y firme, que fija en Dios (cf. Hb He 6,19), y la lámpara, que le permite esperar el alba de un nuevo día (cf. Lc Lc 12,35-36). Tener miedo, dudar y temer, acomodarse en el presente sin Dios, y también el no tener nada que esperar, son actitudes ajenas a la fe cristiana (cf. S. Juan Crisóstomo, Homilía XIV sobre la Carta a los Rm 6, PG 45, 941C) y también, creo yo, a cualquier otra creencia en Dios. La fe vive el presente, pero espera los bienes futuros. Dios está en nuestro presente, pero viene también del futuro, lugar de la esperanza. El ensanchamiento del corazón no es sólo la esperanza en Dios, sino también la apertura al cuidado de las realidades corporales y temporales para dar gloria a Dios. Siguiendo los pasos de Pedro, del que soy sucesor, deseo que vuestra fe y vuestra esperanza estén puestas en Dios (cf. 1P 1,21). Estos son los votos que formulo para toda África, que me es tan querida. ¡Ten confianza, África, y levántate. El Señor te llama! Que Dios os bendiga. Gracias.



VIAJE APOSTÓLICO A BENÍN

18-20 DE NOVIEMBRE DE 2011

ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES,

RELIGIOSOS, RELIGIOSAS, SEMINARISTAS Y LAICOS



Patio del Seminario San Gall de Ouidah

Sábado 19 de noviembre de 2011

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Señores Cardenales,
Mons. N’Koué, responsable de la formación sacerdotal,
queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
queridos religiosos y religiosas,
queridos seminaristas y queridos fieles laicos,

Gracias Monseñor N’Koué por las hermosas palabras que me ha dirigido, y gracias también, querido seminarista, por las tuyas tan acogedoras y deferentes. Es para mí una gran alegría encontrarme de nuevo, en medio de vosotros, en Ouidah, y particularmente en este seminario puesto bajo la protección de Santa Juana de Arco y dedicado a san Galo, hombre de virtudes brillantes, monje deseoso de perfección, pastor lleno de dulzura y humildad. ¿Qué más noble que tener como modelo su figura, así como la de Monseñor Louis Parisot, apóstol infatigable de los pobres y promotor del clero local, la del Padre Thomas Moulero, primer sacerdote del Dahomey de antaño, y la del Cardenal Bernardin Gantin, hijo eminente de vuestra tierra y humilde servidor de la Iglesia?

Nuestro encuentro de esta mañana me ofrece la ocasión para expresaros directamente mi gratitud por vuestro compromiso pastoral. Doy gracias a Dios por vuestro celo, no obstante las condiciones a veces difíciles en las que estáis llamados a testimoniar su amor. Y le doy gracias también por tantos hombres y mujeres que han anunciado el Evangelio en la tierra de Benín, así como en toda África.


Discursos 2011 135