Discursos 2010 128

ASAMBLEA ESPECIAL PARA ORIENTE MEDIO DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

MEDITACIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI DURANTE LA PRIMERA CONGREGACIÓN GENERAL

Lunes 11 de octubre de 2010

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Queridos hermanos y hermanas:

El 11 de octubre de 1962, hace cuarenta y ocho años, el Papa Juan XXIII inauguraba el concilio Vaticano II. Entonces se celebraba el 11 de octubre la fiesta de la Maternidad divina de María y, con este gesto, con esta fecha, el Papa Juan quería confiar todo el Concilio a las manos maternales, al corazón maternal, de la Virgen. También nosotros comenzamos el 11 de octubre; también nosotros queremos confiar este Sínodo, con todos sus problemas, con todos sus desafíos, con todas sus esperanzas, al corazón maternal de la Virgen, de la Madre de Dios.

Pío XI, en 1931, había introducido esta fiesta, mil quinientos años después del concilio de Éfeso, el cual había legitimado, para María, el título de Theotókos, Dei Genitrix. En esta gran palabra Dei Genitrix, Theotókos, el concilio de Éfeso había resumido toda la doctrina de Cristo, de María, toda la doctrina de la redención. Por eso, vale la pena reflexionar un poco, un momento, sobre aquello de lo que habla el concilio de Éfeso, sobre aquello de lo que habla este día.

En realidad, Theotókos es un título audaz. Una mujer es Madre de Dios. Se podría decir: ¿cómo es posible? Dios es eterno, es el Creador. Nosotros somos criaturas, estamos en el tiempo. ¿Cómo podría una persona humana ser Madre de Dios, del Eterno, dado que nosotros estamos todos en el tiempo, todos somos criaturas? Por ello se entiende que hubiera una fuerte oposición, en parte, contra esta palabra. Los nestorianos decían: se puede hablar de Christotókos, sí, pero de Theotókos no. Theós, Dios, está por encima de todos los acontecimientos de la historia. Pero el Concilio decidió esto, y precisamente así puso de relieve la aventura de Dios, la grandeza de cuanto ha hecho por nosotros. Dios no permaneció en sí mismo: salió de sí mismo, se unió de una forma tan radical con este hombre, Jesús, que este hombre Jesús es Dios; y, si hablamos de él, siempre podemos también hablar de Dios. No nació solamente un hombre que tenía que ver con Dios, sino que en él nació Dios en la tierra. Dios salió de sí mismo. Pero también podemos decir lo contrario: Dios nos atrajo a sí mismo, de modo que ya no estamos fuera de Dios, sino que estamos en su intimidad, en la intimidad de Dios mismo.

La filosofía aristotélica, como sabemos bien, nos dice que entre Dios y el hombre sólo existe una relación no recíproca. El hombre se remite a Dios, pero Dios, el Eterno, existe en sí, no cambia: no puede tener hoy esta relación y mañana otra. Existe en sí, no tiene relación ad extra. Es una palabra muy lógica, pero es una palabra que nos lleva a desesperar: por tanto, Dios mismo no tiene relación conmigo. Con la encarnación, con la llegada de la Theotókos, esto cambió radicalmente, porque Dios nos atrajo a sí mismo y Dios en sí mismo es relación y nos hace participar en su relación interior. Así estamos en su ser Padre, Hijo y Espíritu Santo; estamos dentro de su ser en relación; estamos en relación con él y él realmente ha creado relación con nosotros. En ese momento, Dios quería nacer de una mujer y ser siempre él mismo: este es el gran acontecimiento. Y así podemos entender la profundidad del acto del Papa Juan XXIII, que confió la asamblea conciliar, sinodal, al misterio central, a la Madre de Dios, que fue atraída por el Señor a sí mismo, y así a todos nosotros con ella.

El Concilio comenzó con el icono de la Theotókos. Al final el Papa Pablo VI reconoció a la Virgen misma el título Mater Ecclesiae. Y estos dos iconos, que inician y concluyen el Concilio, están intrínsecamente unidos; son, en definitiva, un solo icono. Porque Cristo no nació como un individuo entre los demás. Nació para crearse un cuerpo: nació —como dice san Juan en el capítulo 12 de su Evangelio— para atraer a todos a sí y en sí. Nació —como dicen las cartas a los Colosenses y a los Efesios— para recapitular todo el mundo; nació como primogénito de muchos hermanos; nació para reunir el cosmos en sí, de forma que él es la Cabeza de un gran Cuerpo. Donde nace Cristo, comienza el movimiento de la recapitulación, comienza el momento de la llamada, de la construcción de su Cuerpo, de la santa Iglesia. La Madre de Theós, la Madre de Dios, es Madre de la Iglesia, porque es Madre de Aquel que vino para reunirnos a todos en su Cuerpo resucitado.

San Lucas nos da a entender esto en el paralelismo entre el primer capítulo de su Evangelio y el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles, que repiten en dos niveles el mismo misterio. En el primer capítulo del Evangelio el Espíritu Santo desciende sobre María y así da a luz y nos da al Hijo de Dios. En el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles María está en el centro de los discípulos de Jesús que oran todos juntos, implorando la nube del Espíritu Santo. Y así de la Iglesia creyente, con María en el centro, nace la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. Este doble nacimiento es el único nacimiento del Christus totus, del Cristo que abarca al mundo y a todos nosotros.

Nacimiento en Belén, nacimiento en el Cenáculo. Nacimiento de Jesús niño, nacimiento del Cuerpo de Cristo, de la Iglesia. Son dos acontecimientos o un único acontecimiento. Pero entre los dos están realmente la cruz y la resurrección. Y sólo a través de la cruz pasa el camino hacia la totalidad del Cristo, hacia su Cuerpo resucitado, hacia la universalización de su ser en la unidad de la Iglesia. Así, teniendo presente que sólo del grano de trigo caído en la tierra nace después la gran cosecha, del Señor traspasado en la cruz viene la universalidad de sus discípulos reunidos en este Cuerpo suyo, muerto y resucitado.

Teniendo en cuenta este nexo entre Theotókos y Mater Ecclesiae, nuestra mirada se dirige al último libro de la Sagrada Escritura, el Apocalipsis, donde, en el capítulo 12, aparece precisamente esta síntesis. La mujer vestida de sol, con doce estrellas sobre la cabeza y la luna bajo sus pies, da a luz. Y da a luz con un grito de dolor, da a luz con gran dolor. Aquí el misterio mariano es el misterio de Belén extendido al misterio cósmico. Cristo nace siempre de nuevo en todas las generaciones y así asume, recoge a la humanidad en sí mismo. Y este nacimiento cósmico se realiza en el grito de la cruz, en el dolor de la Pasión. Y a este grito de la cruz pertenece la sangre de los mártires.

Así, en este momento, podemos mirar el segundo Salmo de esta Hora Media, el Salmo 81, donde se ve una parte de este proceso. Dios está entre los dioses —aún se consideraban en Israel como dioses—. En este Salmo, en una gran concentración, en una visión profética, se ve la pérdida de poder de esos dioses. Los que parecían dioses no son dioses y pierden el carácter divino, caen a tierra. Dii estis et moriemini sicut homines (cf.
Ps 81,6-7): la pérdida de poder, la caída de las divinidades.

Este proceso, que se realiza en el largo camino de la fe de Israel y que se resume aquí en una visión única, es un verdadero proceso de la historia de la religión: la caída de los dioses. Y así la transformación del mundo, el conocimiento del verdadero Dios, la pérdida de poder de las fuerzas que dominan la tierra, es un proceso de dolor. En la historia de Israel vemos cómo esta liberación del politeísmo, este reconocimiento —«sólo él es Dios»— se realiza con muchos dolores, comenzando por el camino de Abraham, el exilio, los Macabeos, hasta Cristo. Y en la historia continúa este proceso de pérdida de poder, del que habla el Apocalipsis en el capítulo 12; habla de la caída de los ángeles, que no son ángeles, no son divinidades en la tierra. Y se realiza realmente, precisamente en el tiempo de la Iglesia naciente, donde vemos cómo con la sangre de los mártires pierden el poder las divinidades, comenzando por el emperador divino, por todas estas divinidades. Es la sangre de los mártires, el dolor, el grito de la Madre Iglesia lo que las hace caer y así transforma el mundo.

130 Esta caída no es sólo el conocimiento de que no son Dios; es el proceso de transformación del mundo, que cuesta sangre, cuesta el sufrimiento de los testigos de Cristo. Y, si miramos bien, vemos que este proceso no ha terminado nunca. Se realiza en los diversos períodos de la historia con formas siempre nuevas; también hoy, en este momento, en el que Cristo, el único Hijo de Dios, debe nacer para el mundo con la caída de los dioses, con el dolor, el martirio de los testigos. Pensemos en las grandes potencias de la historia de hoy; pensemos en los capitales anónimos que esclavizan al hombre, que ya no son algo del hombre, sino un poder anónimo al que sirven los hombres, por el que los hombres son atormentados e incluso asesinados. Son un poder destructor que amenaza al mundo. Y después el poder de las ideologías terroristas. Aparentemente se comete violencia en nombre de Dios, pero no es Dios: son falsas divinidades a las que es preciso desenmascarar, pero no son Dios. Y luego la droga, este poder que como una bestia feroz extiende sus manos sobre todos los lugares de la tierra y destruye: es una divinidad, pero una divinidad falsa, que debe caer. O también la forma de vivir propagada por la opinión pública: hoy se hace así, el matrimonio ya no cuenta, la castidad ya no es una virtud, etcétera.

Estas ideologías que dominan, que se imponen con fuerza, son divinidades. Y con el dolor de los santos, con el dolor de los creyentes, de la Madre Iglesia, de la cual formamos parte, estas divinidades deben caer, debe realizarse lo que dicen las cartas a los Colosenses y a los Efesios: las dominaciones, los poderes, caen y se convierten en súbditos del único Señor Jesucristo. De esta batalla que estamos librando, de esta pérdida de poder de los dioses, de esta caída de los falsos dioses, que caen porque no son divinidades, sino poderes que destruyen el mundo, habla el Apocalipsis en el capítulo 12, también con una imagen misteriosa, que a mi parecer puede tener distintas interpretaciones bellas. Se dice que el dragón lanza contra la mujer que huye un gran río de agua para arrollarla. Y parece inevitable que la mujer quede ahogada en este río. Pero la buena tierra absorbe este río y no puede hacer daño. Yo creo que el río se puede interpretar fácilmente: son esas corrientes que dominan a todos y que quieren hacer desaparecer la fe de la Iglesia, la cual ya no parece tener sitio ante la fuerza de esas corrientes que se imponen como la única racionalidad, como la única forma de vivir. Y la tierra que absorbe estas corrientes es la fe de los sencillos, que no se deja arrastrar por estos ríos y salva a la Madre y al Hijo. Por ello el Salmo —el primer Salmo de la Hora Media— dice que la fe de los sencillos es la verdadera sabiduría (cf.
Ps 118,130). Esta sabiduría verdadera de la fe sencilla, que no se deja devorar por las aguas, es la fuerza de la Iglesia. Y hemos vuelto al misterio mariano.

Y hay también una última palabra en el Salmo 81, «movebuntur omnia fundamenta terrae» (Ps 81,5), tiemblan los fundamentos de la tierra. Hoy, con los problemas climáticos, vemos cómo se ven amenazados los fundamentos de la tierra, pero se ven amenazados por nuestro comportamiento. Tiemblan los fundamentos exteriores porque tiemblan los fundamentos interiores, los fundamentos morales y religiosos, la fe de la que sigue el modo recto de vivir. Y sabemos que la fe es el fundamento; y, en definitiva, los fundamentos de la tierra no pueden temblar si permanece firme la fe, la verdadera sabiduría.

Y luego el Salmo dice: «Levántate, Señor, y juzga la tierra» (Ps 81,8). Así decimos también nosotros al Señor: «Levántate en este momento, toma la tierra entre tus manos, protege a tu Iglesia, protege a la humanidad, protege a la tierra». Y encomendémonos de nuevo a la Madre de Dios, a María, orando: «Tú, la gran creyente; tú que has abierto la tierra al cielo, ayúdanos, abre también hoy las puertas, para que venza la verdad, la voluntad de Dios, que es el verdadero bien, la verdadera salvación del mundo». Amén.






AL SR. CÉSAR MAURICIO VELÁSQUEZ OSSA EMBAJADOR DE COLOMBIA ANTE LA SANTA SEDE

Lunes 18 de octubre de 2010



Señor Embajador:

1. Al presentar las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Colombia ante la Santa Sede, con profunda complacencia le doy mi cordial bienvenida y, reiterando el vivo afecto que profeso a los amados hijos de Vuestra Patria, le deseo un fecundo servicio en el desempeño de la misión que su Gobierno le ha encomendado. Agradezco también las palabras que me ha dirigido, así como los sentimientos que me ha expresado de parte del Señor Presidente de la República, Doctor Juan Manuel Santos Calderón, que ha asumido recientemente la alta responsabilidad de conducir esa amada Nación por las sendas del progreso en la justicia, al amparo del respeto absoluto a los derechos básicos de la persona y en marcha constante hacia metas cada vez más nobles y altas, tanto humanas como espirituales. Le ruego que tenga a bien hacerle llegar mis mejores votos de paz y bienestar, así como la seguridad de mi oración para el fructuoso ejercicio de tan importante labor.

2. La presencia de Vuestra Excelencia y sus gentiles palabras me traen de nuevo el afecto y la devoción de un pueblo reconocido por sus acendradas virtudes humanas y cristianas, sus hondas raíces católicas y que, aun en medio de arduas situaciones de diverso orden, ha sabido mantener su fe en Dios y su firme voluntad de cultivar y practicar los valores del Evangelio, fuente inagotable de energía e inspiración para comprometerse con las más nobles causas.

3. Señor Embajador, comienza su delicado cometido ante la Santa Sede en un momento de particular trascendencia para Colombia. En efecto, en este año tiene lugar la conmemoración del Bicentenario del inicio del proceso que llevó a la Independencia y a la constitución de la República. Estoy seguro de que este significativo aniversario será una ocasión singular para acoger las lecciones que la historia proporciona, intensificar las iniciativas y medidas que consoliden la seguridad, la paz, la concordia y el desarrollo integral de todos sus ciudadanos y mirar con serenidad e ilusión el futuro que se avecina. En este camino, es de fundamental importancia el concurso de todos, de modo que los más profundos anhelos y proyectos del pueblo colombiano se vayan haciendo cada vez más una feliz y esperanzadora realidad.

4. No sólo durante estos dos siglos, sino también desde los albores de la llegada de los españoles a América, la Iglesia católica ha estado presente en cada una de las etapas del devenir histórico de vuestro País, desempeñando siempre un papel primordial y decisivo. En efecto, el abnegado trabajo de tantos obispos, presbíteros, religiosos y laicos ha dejado huellas imborrables en los más variados ámbitos del acontecer de vuestra Patria, tales como la cultura, el arte, la salud, la convivencia social y la construcción de la paz. Se trata de un patrimonio espiritual que ha germinado a lo largo de los años y en todos los rincones de Colombia en innumerables y fructíferas realizaciones humanas, espirituales y materiales. Estos esfuerzos, no exentos de sacrificios y adversidades, no pueden ser ignorados. Vale la pena salvaguardarlos como valiosa herencia y potenciarlos como una propuesta benéfica para toda la Nación. A este respecto, y fiel al encargo recibido del Señor, la Iglesia, en este contexto del Bicentenario, seguirá ofreciendo lo mejor de sí misma al pueblo colombiano, siendo solidaria con sus aspiraciones de superación y ayudando a todos desde la misión que le es propia. En este sentido, en el Mensaje que dirigí, el 30 de junio de 2008, a la Conferencia Episcopal de Colombia, con motivo del Centenario de su fundación, tuve la oportunidad de apremiar a los Obispos para que, con clarividencia y recogiendo el testimonio elocuente del celo apostólico de los Pastores que los precedieron, continuaran «respondiendo con solícita entrega, fe firme y renovado ardor a los retos que se presentan a la Iglesia en su patria», sirviendo «con entusiasmo a todos, especialmente a los más desfavorecidos, llevándoles un mensaje de paz, de justicia y de reconciliación». En esta apasionante tarea, la Iglesia en Colombia no exige privilegio alguno. Sólo anhela poder servir a los fieles y a todos aquellos que le abran las puertas de su corazón, con la mano tendida y siempre dispuesta a fortalecer todo lo que promueva la educación de las nuevas generaciones, el cuidado de los enfermos y ancianos, el respeto a los pueblos indígenas y sus legítimas tradiciones, la erradicación de la pobreza, el narcotráfico y la corrupción, la atención a los presos, desplazados, emigrantes y trabajadores, así como la asistencia a las familias necesitadas. Se trata, en definitiva, de continuar prestando una leal colaboración para el crecimiento integral de las comunidades en las que los pastores, religiosos y fieles ejercen su servicio, movidos únicamente por las exigencias que brotan de su ordenación sacerdotal, de su consagración religiosa o de su vocación cristiana.

5. En este marco de mutua cooperación y cordiales relaciones entre la Santa Sede y la República de Colombia, que en este año cumplen su 165 aniversario, deseo manifestar nuevamente el interés que la Iglesia tiene por tutelar y fomentar la inviolable dignidad de la persona humana, para lo cual es esencial que el ordenamiento jurídico respete la ley natural en áreas tan esenciales como la salvaguarda de la vida humana, desde su concepción hasta su término natural; el derecho a nacer y a vivir en una familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer o el derecho de los padres a que sus hijos reciban una educación acorde con sus propios criterios morales o creencias. Todos ellos son pilares insustituibles en la edificación de una sociedad verdaderamente digna del hombre y de los valores que le son consustanciales.

131 6. En este solemne encuentro con Vuestra Excelencia, quiero manifestar igualmente mi cercanía espiritual y asegurar mis oraciones por quienes en Colombia han sido injusta y cruelmente privados de libertad. Rezo también por sus familiares y, en general, por las víctimas de la violencia en todas sus formas, suplicando a Dios que se ponga de una vez fin a tanto sufrimiento, y que todos los colombianos puedan vivir reconciliados y en paz en esa bendita tierra, tan colmada de recursos naturales, de hermosos valles y encumbradas montañas, con caudalosos ríos y pintorescos paisajes, que es preciso preservar como magnífico don del Creador.

7. Señor Embajador, al concluir mis palabras, le reitero mis mejores auspicios en la misión que hoy emprende, en la cual hallará continuamente la acogida y el apoyo de mis colaboradores. A la vez que invoco la materna intercesión de Nuestra Señora de Chiquinquirá sobre Vuestra Excelencia y los miembros de esa Misión Diplomática, sobre el Gobierno y el amado pueblo colombiano, pido al Todopoderoso que Vuestra Patria ocupe un lugar de vanguardia en el servicio al bien común y la fraternidad entre todos los hombres, y que aliente a los colombianos a transitar sin vacilación por los caminos del entendimiento recíproco y la solidaridad.






AL SR. MANUEL ROBERTO LÓPEZ BARRERA EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE EL SALVADOR ANTE LA SANTA SEDE

Lunes 18 de octubre de 2010



Señor Embajador:

1. Con sumo agrado le doy la bienvenida a este solemne acto de la presentación de las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de El Salvador ante la Santa Sede, y le agradezco los sentimientos de cordialidad que me ha expresado de parte del Gobierno y del amadísimo pueblo salvadoreño. Correspondo complacido a esta delicada atención y le ruego que tenga la bondad de hacer llegar mi deferente saludo al Señor Presidente de la República, Licenciado Mauricio Funes Cartagena, asegurándole que la Sede Apostólica contribuirá a afrontar el camino de diálogo y convivencia pacífica emprendido por las Autoridades de vuestro País, de forma que todo salvadoreño considere el suelo patrio como un auténtico hogar que lo acoge y le ofrece la posibilidad de vivir en él con serenidad. De este modo, el fortalecimiento de la concordia interna incrementará el bien de la Nación y contribuirá a que ésta siga teniendo un puesto de relieve en toda Centroamérica, donde es importante que existan voces que inviten al entendimiento mutuo y a la cooperación generosa, en aras del justo progreso y la estabilidad de la comunidad internacional.

2. Con la dedicación permanente de Vuestra Excelencia a la misión que hoy inicia, las Autoridades de vuestra Patria han querido enaltecer la Representación Diplomática de El Salvador ante la Santa Sede, en consonancia con el mayoritario sentir de vuestros conciudadanos, que profesan profunda veneración y filial devoción al Sucesor de San Pedro. Las dotes personales que adornan a Vuestra Excelencia, vuestra fe, así como vuestra vasta experiencia en variados campos de la docencia, la administración pública y la vida social, son la mejor garantía en vuestra labor de reforzar las fructuosas y fluidas relaciones que vuestro País mantiene con la Santa Sede desde hace tiempo.

3. Estos estrechos lazos que unen al pueblo fiel salvadoreño con la Cátedra del Príncipe de los Apóstoles manifiestan una tradición nobilísima y es imposible separarlos de la historia y las costumbres de esa bendita tierra, desde los días en que a ella llegaron los hijos de Santo Domingo y San Francisco. La fe católica cayó en ella en fértil surco e inspiró, desde el mismo nombre de esa Nación centroamericana hasta un sinfín de afamados monumentos artísticos, plasmándose también en fecundas iniciativas sanitarias, educativas y asistenciales, así como en las incontables virtudes personales, familiares y sociales que la condición cristiana lleva consigo. Ese patrimonio de valores fermentado con la levadura evangélica es una herencia que los salvadoreños han recibido como timbre de gloria, un caudal de sabiduría que han de nutrir para consolidar recta y ordenadamente el presente, y del que se pueden extraer suficientes energías morales con vistas a proyectar un futuro luminoso.

4. La Iglesia en El Salvador, desde su competencia específica, con independencia y libertad, trata de servir a la promoción del bien común en todas sus dimensiones y al fomento de aquellas condiciones que consientan en los hombres y mujeres el desarrollo integral de sus personas, impregnando para ello el contexto social con la luz que promana de su vocación renovadora en medio del mundo. Evangelizando y dando testimonio de amor a Dios y a todo hombre sin excepción alguna, se convierte en elemento eficaz para la erradicación de la pobreza y en acicate vigoroso para luchar contra la violencia, la impunidad y el narcotráfico, que tantos estragos están causando, sobre todo entre los jóvenes. Al contribuir en la medida de sus posibilidades al cuidado de los enfermos y ancianos, o a la reconstrucción de las regiones devastadas por las catástrofes naturales, quiere seguir el ejemplo de su Divino Fundador, que no le permite permanecer ajena a las aspiraciones y dinamismos del ser humano, ni mirar con indiferencia cuando se debilitan exigencias tan primordiales como la equitativa distribución de la riqueza, la honradez en el desempeño de las funciones públicas o la independencia de los tribunales de justicia. Tampoco deja de sentirse interpelada la comunidad eclesial cuando a muchos falta una vivienda digna o no tienen un empleo que les procure su realización personal y el mantenimiento de sus familias, viéndose obligados a emigrar fuera de la Patria. De igual manera, sería extraño que los discípulos de Cristo fueran neutrales ante la presencia agresiva de las sectas, que aparecen como una fácil y cómoda respuesta religiosa, pero que, en realidad, socavan la cultura y hábitos que, desde hace siglos, han conformado la identidad salvadoreña, oscureciendo también la belleza del mensaje evangélico y resquebrajando la unidad de los fieles en torno a sus Pastores. En cambio, la labor materna de la Iglesia en su afán constante de defender la inviolable dignidad de la vida humana desde su concepción a su ocaso natural —tal como lo proclama también la Constitución del País—, el valor de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, y el derecho de los padres a educar a su prole según sus propias convicciones morales y espirituales, crea un clima en donde el verdadero espíritu religioso se funde con el denuedo por alcanzar metas cada vez más altas de bienestar y progreso, abriendo a la Nación a un dilatado horizonte de esperanzas.

5. Es consolador ver el esfuerzo de vuestro País en la edificación de una sociedad cada vez más armónica y solidaria, avanzando por la senda despejada de aquellos Acuerdos que se firmaron en 1992, y que dieron por concluida la larga lucha intestina que vivió El Salvador, tierra de ingentes riquezas naturales que hablan con elocuencia de Dios y que hay que conservar y proteger encarecidamente para legarlas en toda su lozanía a las nuevas generaciones. Gran alegría hallará el pueblo salvadoreño, de espíritu sacrificado y laborioso, si el proceso de paz se ve cotidianamente confirmado y se potencian las decisiones tendentes a favorecer la seguridad ciudadana. A este respecto, pido al Omnipotente con ferviente confianza que a vuestros compatriotas se les brinde la ayuda que sea menester para renunciar definitivamente a cuanto provoca enfrentamientos, reemplazando las enemistades por la mutua comprensión y por la salvaguarda de la incolumidad de las personas y sus haberes. Para lograr estos bienes, es preciso que se convenzan de que la violencia nada consigue y todo empeora, pues es una vía sin salida, un mal detestable e inadmisible, una fascinación que embauca a la persona y la llena de indignidad. La paz, por el contrario, es el anhelo que tiene todo hombre que se precie de este nombre. Como don del Divino Salvador, es también una tarea a la que todos han de cooperar sin vacilación, encontrando para ello en el Estado un firme valedor a través de disposiciones jurídicas, económicas y sociales pertinentes, así como de unas adecuadas Fuerzas y Cuerpos de Policía y Seguridad, que velen en el marco de la legalidad por el bienestar de la población. En este camino de superación, hallarán siempre la mano tendida de los hijos de la Iglesia, a los que exhorto vivamente, para que, con su testimonio de discípulos y misioneros de Cristo, se identifiquen cada día más con Él y le supliquen que haga de todo salvadoreño un artífice de reconciliación.

6. A Nuestra Señora de la Paz, celestial Patrona de El Salvador, encomiendo las preocupaciones y desafíos de orden personal, familiar y público de vuestros connacionales. Que Ella también os asista y custodie, Señor Embajador, en la alta responsabilidad que ahora comenzáis y en la que siempre contaréis con la diligente solicitud de mis colaboradores. A la vez que invoco su materno amparo sobre Vuestra Excelencia, su egregia familia y el personal de esa Misión Diplomática, imploro copiosas bendiciones del Todopoderoso para la República de El Salvador.






AL SR. LUIS DOSITEO TAPIA, NUEVO EMBAJADOR DE ECUADOR ANTE LA SANTA SEDE

Viernes 22 de octubre de 2010



Señor Embajador:

132 l. Me complace recibir de sus manos las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República del Ecuador ante la Santa Sede y, al manifestarle la más cordial bienvenida, tenga la bondad de acoger las expresiones di mi afecto por todos los hijos de esa dilecta Nación. Le agradezco asimismo las gentiles palabras que me ha dirigido de parte del Señor Presidente Constitucional de la República, Economista Rafael Correa Delgado, a las que correspondo gustoso, rogándole al mismo tiempo que le transmita mis férvidos votos de paz y bienestar para su Persona y el noble pueblo del Ecuador.

2. En Vuestra Patria, que tuve la dicha de visitar, en 1978, como Enviado Extraordinario de mi venerado Predecesor, el Papa Juan Pablo I, al III Congreso Mariano Nacional del Ecuador, la Palabra de Cristo fue esparcida con generosidad y floreció esplendorosamente. En ella se alcanzaron cimas de santidad muy preclaras, que se suman a otras no tan conocidas, pero no por eso menos significativas, y que son timbre de gloria para esa amada República, a la vez que ponen de relieve cuántos beneficios puede aportar la fe católica a la promoción de todas aquellas iniciativas que dignifican a la persona y perfeccionan la sociedad. Tal ha sido el norte al que ha mirado y mira en todo momento la Iglesia en vuestro País. Ella, en el cumplimiento de su misión específica, no busca privilegio alguno; sólo quiere incrementar cuanto contribuya al desarrollo integral de las personas. En este sentido, la comunidad eclesial, que ha visto su alegría multiplicada con la reciente erección canónica de la Diócesis de San Jacinto de Yaguachi, goza también cuando se ve favorecida la concordia social, por lo que secunda el esfuerzo que las Autoridades ecuatorianas vienen llevando a cabo en estos últimos años para redescubrir los cimientos de la propia convivencia democrática, fortalecer el Estado de derecho y dar nueva pujanza a la solidaridad y la fraternidad. Pido al Altísimo que este luminoso horizonte de esperanza se dilate cada vez más con nuevos proyectos y atinadas decisiones, de modo que el bien común prevalezca sobre los intereses de partido o de clase, el imperativo ético sea punto de referencia obligatorio de todo ciudadano, la riqueza sea equitativamente distribuida, y los sacrificios se compartan por igual y no graven únicamente sobre los más menesterosos.

3. La presencia de Vuestra Excelencia en este solemne acto me permite dirigir mi pensamiento a vuestra Patria, a la que el Creador dotó de formidables recursos naturales, en un suelo fértil y surcado de una alternancia incomparable de mesetas andinas, níveas cumbres y ríos majestuosos, que han de ser preservados con esmero y probidad, pues son reflejo del amor y la grandeza de Dios. Esa filigrana de raras bellezas paisajísticas está en conformidad con el rosario de cualidades que adornan a los ecuatorianos, gente hospitalaria y emprendedora, que reconoce que no hay progreso justo ni bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo. Sin esta exigencia irrenunciable, la vida pública se debilita en sus motivaciones y se corre también «el riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal» (Caritas in veritate ). Dichos valores esenciales arraigan hondamente en la verdad del ser humano que, creado a imagen y semejanza de Dios, constituye de por sí el límite de todo poder político y, a la vez, la razón de su servicio. A este respecto, la historia enseña que el desconocimiento o tergiversación de esta verdad sobre el hombre es a menudo el pórtico de injusticias y totalitarismos. En cambio, cuando el Estado se dota de los instrumentos legislativos y jurídicos adecuados para que sea pródigamente salvaguardada y favorecida, el régimen de libertad y auténtica participación ciudadana se consolida, el tejido social se afianza y la asistencia a los más desprotegidos se fortalece.

4. Señor Embajador, si en el pasado de vuestra querida Nación, tan cercana al corazón del Papa, ha habido momentos de dificultad y zozobra, no han sido menores las virtudes humanas y cristianas de sus gentes, así como sus anhelos de superación, con sacrificios que evocan proficuas enseñanzas, cuyo cultivo ulterior se confía a los hombres de hoy, con vistas a la proyección de un futuro sereno y alentador. Las Autoridades ecuatorianas prestarán un gran servicio al País acrecentando ese insigne patrimonio humano y espiritual, del que podrán extraerse energías e inspiración para proseguir construyendo los pilares portantes de toda comunidad humana que se precie de esa denominación, como la defensa de la vida desde su concepción hasta su declive natural, la libertad religiosa, la libre expresión del pensamiento, así como las demás libertades civiles, por ser éstas la auténtica condición para una real justicia social. Ésta, a su vez, no podrá afirmarse sino a partir del apoyo y tutela, también en términos jurídicos y económicos, de la célula original de la sociedad, que no es otra que la familia establecida sobre la unión matrimonial de un hombre con una mujer. De fundamental trascendencia también serán aquellos programas destinados a erradicar el desempleo, la violencia, la impunidad, el analfabetismo y la corrupción. En la consecución de estos loables objetivos, los Pastores de la Iglesia son conscientes de que no han de entrar en el debate político, proponiendo soluciones concretas o imponiendo el propio comportamiento. Pero tampoco pueden ni deben permanecer neutrales ante los grandes problemas o aspiraciones del ser humano, ni ser indolentes a la hora de luchar por la justicia. Con el debido respeto a la pluralidad de opciones legítimas, su papel consiste más bien en iluminar con el Evangelio y la Doctrina social de la Iglesia las mentes y las voluntades de los fieles, para que escojan con responsabilidad las decisiones encaminadas a la edificación de una sociedad más armónica y ordenada.

5. Excelencia, una de las grandes metas que vuestros conciudadanos se han propuesto es la de lograr una amplia reforma del sistema educativo, desde los niveles primarios a los universitarios. La Iglesia en Ecuador tiene una fructífera historia en el área de la instrucción de la niñez y juventud, habiendo ejercido su obra docente con particular abnegación en regiones lejanas, incomunicadas y depauperadas de la Nación. Es de justicia que no se ignore esta ardua tarea eclesial, ejemplo de sana colaboración con el Estado. Antes bien, la comunidad cristiana desea seguir poniendo su larga experiencia en este campo al servicio de todos. Por ello, tiene su mano abierta para concurrir a la elevación del nivel cultural, que constituye un desafío prioritario para el recto progreso humano, lo cual reclama al mismo tiempo aquella libertad sin la cual la educación dejaría de ser tal. En efecto, la identidad más profunda de la escuela y la universidad no se agota en la mera transmisión de datos o informaciones útiles, sino que responde a la voluntad de infundir en los alumnos el amor a la verdad, que los conduzca hacia aquella madurez personal con que habrán de ejercer su papel de protagonistas del desarrollo social, económico y cultural del País. Al aceptar este reto, la Autoridad pública ha de garantizar el derecho que asiste a los padres, tanto de formar a sus hijos según sus propias convicciones religiosas y criterios éticos, como de fundar y sostener instituciones docentes. En esta perspectiva, es también importante que la Autoridad pública respete la identidad específica y la autonomía de las instituciones educativas y de la universidad católica, en consonancia con el modus vivendi, suscrito hace más de setenta años entre la República del Ecuador y la Santa Sede. Por otra parte, en virtud de sus derechos educativos, los padres tienen que contar con que la libertad de educación sea promovida también en las instituciones docentes estatales, donde la legislación seguirá asegurando la enseñanza religiosa escolar en el marco curricular correspondiente a los fines propios de la escuela en cuanto tal.

6. Señor Embajador, al concluir este encuentro que da inicio a vuestra misión de estrechar más todavía las ya fecundas relaciones entre la República del Ecuador y la Santa Sede, confío a Vuestra Excelencia, a su distinguida familia y al personal de esa Misión Diplomática a la amorosa intercesión de María Santísima, en su advocación de Nuestra Señora de la Presentación del Quinche, celestial Patrona del Ecuador. A la Madre de Dios le suplico que acompañe a todos los hijos de esa hermosa tierra, para que se avive en ellos aquel pensamiento de vuestro egregio compatriota, el Dr. Eugenio de Santacruz y Espejo, que en los días de la independencia de la Nación, hace ahora doscientos años, exhortaba a todos los ecuatorianos a ser libres al amparo de la Cruz. Con estos sentimientos, imploro de Aquel que estuvo clavado en ella que proteja y bendiga a todos vuestros conciudadanos.





Discursos 2010 128