Discursos 2011 6


A LOS MIEMBROS DEL CAMINO NEOCATECUMENAL


Aula Pablo VI

Lunes 17 de enero de 2011




Queridos amigos:

Me alegra recibiros y daros mi cordial bienvenida. Saludo en particular a Kiko Argüello y a Carmen Hernández, iniciadores del Camino Neocatecumenal, así como a don Mario Pezzi, agradeciéndoles las palabras de saludo y presentación que me han dirigido. Con mucho afecto os saludo a todos los aquí presentes: sacerdotes, seminaristas, familias y miembros del Camino. Doy gracias al Señor porque nos ofrece la oportunidad de realizar este encuentro, en el cual renováis vuestro vínculo con el Sucesor de Pedro, acogiendo nuevamente el mandato que Cristo resucitado dio a sus discípulos: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).

7 Desde hace más de cuarenta años, el Camino Neocatecumenal contribuye a reavivar y consolidar en las diócesis y parroquias la Iniciación cristiana, favoreciendo un gradual y radical redescubrimiento de la riqueza del Bautismo, ayudando a saborear la vida divina, la vida celestial que el Señor inauguró con su encarnación, viniendo a nosotros, naciendo como uno de nosotros. Este don de Dios a su Iglesia se pone «al servicio del obispo como una modalidad de actuación diocesana de la iniciación cristiana y de la educación permanente en la fe» (Estatuto, art. 1 § 2). Este servicio, como recordaba mi predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, en su primer encuentro con vosotros en 1974 «hará posible renovar en las actuales comunidades cristianas aquellos efectos de madurez y de profundización que en la Iglesia primitiva tenían lugar en el período de preparación al Bautismo» (Al final de la audiencia general del 8 de mayo de 1974: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de mayo de 1974, p. 4).

En los últimos años se ha llevado a cabo con éxito el proceso de redacción del Estatuto del Camino Neocatecumenal que, después de un período razonable de validez ad experimentum, tuvo su aprobación definitiva en junio de 2008. Otro paso significativo se ha dado en estos días, con la aprobación, por parte de los dicasterios competentes de la Santa Sede, del «Directorio catequético del Camino Neocatecumenal». Con estos sellos eclesiales, el Señor confirma hoy y os encomienda nuevamente este instrumento precioso que es el Camino, de modo que, con filial obediencia a la Santa Sede y a los pastores de la Iglesia, podáis contribuir con nuevo celo y ardor al redescubrimiento radical y gozoso del Bautismo y dar vuestra contribución original a la causa de la nueva evangelización. La Iglesia ha reconocido en el Camino Neocatecumenal un don particular suscitado por el Espíritu Santo: como tal, tiende naturalmente a insertarse en la gran armonía del Cuerpo eclesial. A esta luz, os exhorto a buscar siempre una profunda comunión con los pastores y con todos los componentes de las Iglesias particulares y de los contextos eclesiales, tan diversos, en los que estáis llamados a actuar. La comunión fraterna entre los discípulos de Jesús es, de hecho, el primer y más grande testimonio del nombre de Jesucristo.

Me alegra de modo especial poder enviar hoy, a diversas partes del mundo, a más de 200 nuevas familias, que se han ofrecido voluntariamente con gran generosidad para ir de misión uniéndose idealmente a las cerca de 600 que ya actúan en los cinco continentes. Queridas familias, la fe que habéis recibido como don sea la luz puesta sobre el candelero, capaz de indicar a los hombres el camino hacia el cielo. Con el mismo sentimiento, enviaré 13 nuevas missiones ad gentes, que serán llamadas a realizar una nueva presencia eclesial en ambientes muy secularizados de varios países o en lugares en los que aún no ha llegado el mensaje de Cristo. Sentid a vuestro lado la presencia viva del Señor resucitado y la compañía de tantos hermanos, así como la oración del Papa, que está con vosotros.

Saludo con afecto a los presbíteros, provenientes de los seminarios diocesanos Redemptoris Mater de Europa, y a los más de dos mil seminaristas aquí presentes. Queridos hermanos, sois un signo especial y elocuente de los frutos de bien que pueden nacer del redescubrimiento de la gracia del propio Bautismo. Os miramos con particular esperanza: sed sacerdotes enamorados de Cristo y de su Iglesia, capaces de transmitir al mundo la alegría de haber encontrado al Señor y de poder estar a su servicio.

También saludo con afecto a los catequistas itinerantes y a los de las comunidades neocatecumenales de Roma y del Lacio, y con especial afecto, a las communitates in missionem. Habéis abandonado, por decir así, la seguridad de vuestras comunidades de origen para ir a lugares más lejanos e incómodos, aceptando ser enviados para ayudar a parroquias en dificultad y para buscar a la oveja perdida y devolverla al redil de Cristo. En los sufrimientos o arideces que podáis experimentar, sentíos unidos al sufrimiento de Cristo en la cruz, y a su deseo de llegar a los hermanos que están lejos de la fe y de la verdad, para conducirlos de nuevo a la casa del Padre.

Como escribí en la exhortación apostólica Verbum Domini, «la misión de la Iglesia no puede ser considerada como algo facultativo o adicional de la vida eclesial. Se trata de dejar que el Espíritu Santo nos asimile a Cristo mismo (...), para comunicar la Palabra con toda la vida» (n. 93). Todo el pueblo de Dios es un pueblo «enviado» y el anuncio del Evangelio es un compromiso de todos los cristianos, como consecuencia del Bautismo (cf. ib., 94). Os invito a estudiar la exhortación Verbum Domini, reflexionando de modo especial donde, en la tercera parte del documento, se habla de «la misión de la Iglesia: anunciar la Palabra de Dios al mundo» (nn. 90-98). Queridos amigos, sintámonos partícipes del anhelo de salvación del Señor Jesús, de la misión que él encomienda a toda la Iglesia. La santísima Virgen María, que inspiró vuestro Camino y os dio la familia de Nazaret como modelo de vuestras comunidades, os conceda vivir vuestra fe con humildad, sencillez y alabanza, interceda por todos vosotros y os acompañe en vuestra misión. Que os sostenga también mi bendición, que de corazón os imparto a vosotros y a todos los miembros del Camino Neocatecumenal dispersos por el mundo.





A LOS DIRIGENTES Y AGENTES DE LA POLICÍA DE ROMA


Sala de las Bendiciones

Viernes 21 de enero de 201




Ilustre jefe del cuerpo de Policía,
ilustres directivos y funcionarios,
queridos agentes y personal civil de la Policía del Estado:

8 Me alegra verdaderamente tener este encuentro con vosotros y os doy la bienvenida a la Casa de Pedro, esta vez no por servicio, sino para vernos, para hablar y saludarnos de modo más familiar. Saludo en particular al jefe del cuerpo de Policía, agradeciéndole sus amables palabras, así como a los demás directivos y al capellán. Un saludo cordial a vuestros familiares, especialmente a los niños.

Deseo ante todo daros las gracias por todo el trabajo que lleváis a cabo en favor de la ciudad de Roma, de la cual soy Obispo, para que su vida se desarrolle con orden y seguridad. Expreso mi reconocimiento también por el esfuerzo añadido que a menudo conlleva para vosotros mi actividad. La época en la que vivimos está marcada por profundos cambios. También Roma, a la que justamente se denomina «ciudad eterna», ha cambiado mucho y evoluciona; lo experimentamos cada día y vosotros sois testigos privilegiados de ello. Estos cambios a veces generan una sensación de inseguridad, debida en primer lugar a la precariedad social y económica, pero agudizada por un cierto debilitamiento de la percepción de los principios éticos sobre los que se funda el derecho y de las actitudes morales personales, que siempre dan fuerza a esos ordenamientos.

Nuestro mundo, con todas sus nuevas esperanzas y posibilidades, se caracteriza al mismo tiempo por la impresión de que se está perdiendo el consenso moral y, por consiguiente, las estructuras en las que se basa la convivencia ya no logran funcionar plenamente. Por lo tanto, en numerosas personas se insinúa la tentación de pensar que las fuerzas movilizadas para la defensa de la sociedad civil, al final están abocadas al fracaso. Frente a esta tentación, especialmente nosotros, que somos cristianos, tenemos la responsabilidad de recobrar nueva determinación a la hora de profesar la fe y hacer el bien, para seguir estando cerca de los hombres, con valentía, en sus alegrías y en sus sufrimientos, en las horas felices y en las tristes de la existencia terrena.

En nuestros días se da gran importancia a la dimensión subjetiva de la existencia. Esto, por una parte, es un bien, porque permite poner al hombre y su dignidad en el centro de la consideración tanto en el pensamiento como en la acción histórica. Pero no hay que olvidar nunca que el hombre encuentra su dignidad profundísima en la mirada amorosa de Dios, en la referencia a él. La atención a la dimensión subjetiva también es un bien cuando se pone de relieve el valor de la conciencia humana. Pero aquí encontramos un grave riesgo, porque en el pensamiento moderno se ha desarrollado una visión limitada de la conciencia, según la cual no existen puntos de referencia objetivos a la hora de determinar lo que vale y lo que es verdadero, sino que es el individuo con sus intuiciones y sus experiencias quien se convierte en el metro para medir; cada uno, pues, tiene su propia verdad, su propia moral. La consecuencia más evidente es que se tiende a confinar la religión y la moral al ámbito del sujeto, de lo privado; es decir, la fe con sus valores y sus comportamientos, ya no tendría derecho a un lugar en la vida pública y civil. Por tanto, si, por una parte, en la sociedad se da gran importancia al pluralismo y a la tolerancia, por otra, se tiende a marginar progresivamente la religión y a considerarla carente de relevancia y, en cierto sentido, extraña al mundo civil, casi como si debiera limitar su influencia sobre la vida del hombre.

Por el contrario, para los cristianos, el verdadero significado de la «conciencia» es la capacidad del hombre de reconocer la verdad, y, antes aún, la posibilidad de sentir su llamada, de buscarla y de encontrarla. El hombre debe abrirse a la verdad y al bien, para poderlos acoger libre y conscientemente. La persona humana, por lo demás, es expresión de un designio de amor y de verdad: Dios la ha «ideado», por decirlo así, con su interioridad, con su conciencia, a fin de que encuentre en esta las orientaciones para custodiarse y cultivarse a sí misma y a la sociedad humana.

Los nuevos desafíos que se asoman al horizonte exigen que Dios y el hombre vuelvan a encontrarse, que la sociedad y las instituciones públicas recuperen su «alma», sus raíces espirituales y morales, para dar nueva consistencia a los valores éticos y jurídicos de referencia y, por tanto, a la acción práctica. La fe cristiana y la Iglesia nunca dejan de dar su contribución a la promoción del bien común y de un progreso auténticamente humano. El mismo servicio religioso y de asistencia espiritual que, en virtud de las disposiciones normativas vigentes, el Estado y la Iglesia se comprometen a procurar también al personal de la Policía del Estado, testimonia la perenne fecundidad de este encuentro.

La singular vocación de la ciudad de Roma requiere hoy que vosotros, que sois funcionarios públicos, deis un buen ejemplo de positiva y provechosa interacción entre sana laicidad y fe cristiana. La eficacia de vuestro servicio, de hecho, es el fruto de la combinación entre la profesionalidad y la cualidad humana, entre la actualización de los medios y de los sistemas de seguridad y el bagaje de dotes humanas como la paciencia, la perseverancia en el bien, el sacrificio y la disponibilidad a la escucha. Todo esto, bien armonizado, redunda en beneficio de los ciudadanos, especialmente de las personas que pasan dificultades. Sabed siempre considerar al hombre como el fin, para que todos puedan vivir de forma verdaderamente humana. Como Obispo de esta ciudad, quiero invitaros a leer y meditar la Palabra de Dios, para encontrar en ella la fuente y el criterio de inspiración para vuestra acción.

Queridos amigos, cuando estéis de servicio por las calles de Roma, o en vuestras oficinas, pensad que vuestro Obispo, el Papa, reza por vosotros, que os quiere. Os agradezco vuestra visita, y os encomiendo a todos a la protección de María santísima y del arcángel san Miguel, vuestro protector celestial, mientras os imparto de corazón a vosotros, y para vuestra tarea, una bendición apostólica especial.



A LOS MIEMBROS DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA


EN LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL


Sala Clementina

Sábado 22 de enero de 2011




Queridos componentes del Tribunal de la Rota romana:

9 Me alegra encontrarme con vosotros para esta cita anual con ocasión de la inauguración del año judicial. Dirijo un cordial saludo al Colegio de los prelados auditores, comenzando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, a quien agradezco sus amables palabras. Saludo a los oficiales, a los abogados y a los demás colaboradores de este Tribunal, así como a todos los presentes. Este momento me brinda la oportunidad de renovar mi estima por la obra que lleváis a cabo al servicio de la Iglesia y de animaros a un compromiso cada vez mayor en un sector tan delicado e importante para la pastoral y para la salus animarum.

La relación entre el derecho y la pastoral ocupó el centro del debate posconciliar sobre el derecho canónico. La célebre afirmación del venerable siervo de Dios Juan Pablo II, según la cual «no es verdad que, para ser más pastoral, el derecho deba hacerse menos jurídico» (Discurso a la Rota romana, 18 de enero de 1990, n. 4: AAS 82 [1990] 874; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 11) expresa la superación radical de una aparente contraposición. «La dimensión jurídica y la pastoral —decía— están inseparablemente unidas en la Iglesia peregrina sobre esta tierra. Ante todo, existe armonía entre ellas, que deriva de la finalidad común: la salvación de las almas» (ib.). En el primer encuentro que tuve con vosotros en 2006, traté de evidenciar el auténtico sentido pastoral de los procesos de nulidad del matrimonio, fundado en el amor a la verdad (cf. Discurso a la Rota romana, 28 de enero de 2006: AAS 98 [2006] 135-138). Hoy quiero detenerme a considerar la dimensión jurídica que está inscrita en la actividad pastoral de preparación y admisión al matrimonio, para tratar de poner de relieve el nexo que existe entre esa actividad y los procesos judiciales matrimoniales.

La dimensión canónica de la preparación al matrimonio quizás no es un elemento que se percibe inmediatamente. En efecto, por una parte se observa que en los cursos de preparación al matrimonio las cuestiones canónicas ocupan un lugar muy modesto, cuando no insignificante, puesto que se tiende a pensar que los futuros esposos tienen muy poco interés en problemáticas reservadas a los especialistas. Por otra, aunque a nadie se le escapa la necesidad de las actividades jurídicas que preceden al matrimonio, dirigidas a comprobar que «nada se opone a su celebración válida y lícita» (
CIC 1066), se ha difundido la mentalidad según la cual el examen de los esposos, las publicaciones matrimoniales y los demás medios oportunos para llevar a cabo las necesarias investigaciones prematrimoniales (cf. ib., can. 1067), entre los cuales se hallan los cursos de preparación al matrimonio, constituyen trámites de naturaleza exclusivamente formal. De hecho, a menudo se considera que, al admitir a las parejas al matrimonio, los pastores deberían proceder con liberalidad, al estar en juego el derecho natural de las personas a casarse.

Conviene, al respecto, reflexionar sobre la dimensión jurídica del matrimonio mismo. Es un tema al que aludí en el contexto de una reflexión sobre la verdad del matrimonio, en la que afirmé, entre otras cosas: «Ante la relativización subjetivista y libertaria de la experiencia sexual, la tradición de la Iglesia afirma con claridad la índole naturalmente jurídica del matrimonio, es decir, su pertenencia por naturaleza al ámbito de la justicia en las relaciones interpersonales. Desde este punto de vista, el derecho se entrelaza de verdad con la vida y con el amor como su intrínseco deber ser» (Discurso a la Rota romana, 27 de enero de 2007, AAS 99 [2007] 90; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de febrero de 2007, p. 6). No existe, por tanto, un matrimonio de la vida y otro del derecho: no hay más que un solo matrimonio, el cual es constitutivamente vínculo jurídico real entre el hombre y la mujer, un vínculo sobre el que se apoya la auténtica dinámica conyugal de vida y de amor. El matrimonio celebrado por los esposos, aquel del que se ocupa la pastoral y el regulado por la doctrina canónica, son una sola realidad natural y salvífica, cuya riqueza da ciertamente lugar a una variedad de enfoques, pero sin que se pierda su identidad esencial. El aspecto jurídico está intrínsecamente vinculado a la esencia del matrimonio. Esto se comprende a la luz de una noción no positivista del derecho, sino considerada en la perspectiva de la relacionalidad según justicia.

El derecho a casarse, o ius connubii, se debe ver en esa perspectiva. Es decir, no se trata de una pretensión subjetiva que los pastores deban satisfacer mediante un mero reconocimiento formal, independientemente del contenido efectivo de la unión. El derecho a contraer matrimonio presupone que se pueda y se quiera celebrarlo de verdad y, por tanto, en la verdad de su esencia tal como la enseña la Iglesia. Nadie puede reivindicar el derecho a una ceremonia nupcial. En efecto, el ius connubii se refiere al derecho de celebrar un auténtico matrimonio. No se negaría, por tanto, el ius connubii allí donde fuera evidente que no se dan las premisas para su ejercicio, es decir, si faltara claramente la capacidad requerida para casarse, o la voluntad se planteara un objetivo que está en contraste con la realidad natural del matrimonio.

A propósito de esto, quiero reafirmar lo que escribí tras el Sínodo de los obispos sobre la Eucaristía: «Debido a la complejidad del contexto cultural en que vive la Iglesia en muchos países, el Sínodo recomendó tener el máximo cuidado pastoral en la formación de los novios y en la verificación previa de sus convicciones sobre los compromisos irrenunciables para la validez del sacramento del matrimonio. Un discernimiento serio sobre este punto podrá evitar que los dos jóvenes, movidos por impulsos emotivos o razones superficiales, asuman responsabilidades que luego no sabrían respetar (cf. Propositio 40). El bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del matrimonio, y de la familia fundada en él, es demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les hace provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal» (Sacramentum caritatis, 22 de febrero de 2007, n. 29: AAS 99 [2007] 130).

La preparación al matrimonio, en sus varias fases descritas por el Papa Juan Pablo II en la exhortación apostólica Familiaris consortio, tiene ciertamente finalidades que trascienden la dimensión jurídica, pues su horizonte está constituido por el bien integral, humano y cristiano, de los cónyuges y de sus futuros hijos (cf. n. 66: AAS 73 [1981] 159-162), orientado en definitiva a la santidad de su vida (cf. Código de derecho canónico CIC 1063,2). Sin embargo, no hay que olvidar nunca que el objetivo inmediato de esa preparación es promover la libre celebración de un verdadero matrimonio, es decir, la constitución de un vínculo de justicia y de amor entre los cónyuges, con las características de la unidad y la indisolubilidad, ordenado al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de la prole, y que entre los bautizados constituye uno de los sacramentos de la Nueva Alianza. Con ello no se dirige a la pareja un mensaje ideológico extrínseco, ni mucho menos se le impone un modelo cultural; más bien, se ayuda a los novios a descubrir la verdad de una inclinación natural y de una capacidad de comprometerse que ellos llevan inscritas en su ser relacional hombre-mujer. De allí brota el derecho como componente esencial de la relación matrimonial, arraigado en una potencialidad natural de los cónyuges que la donación consensuada actualiza. Razón y fe contribuyen a iluminar esta verdad de vida, aunque debe quedar claro que, como enseñó también el venerable Juan Pablo ii, «la Iglesia no rechaza la celebración del matrimonio a quien está bien dispuesto, aunque esté imperfectamente preparado desde el punto de vista sobrenatural, con tal de que tenga la recta intención de casarse según la realidad natural del matrimonio» (Discurso a la Rota romana, 30 de enero de 2003, n. 8: AAS 95 [2003] 397; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de febrero de 2003, p. 6). En esta perspectiva debe ponerse un cuidado particular en acompañar la preparación al matrimonio tanto remota como próxima e inmediata (cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio FC 22 Familiaris consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 66: AAS 73 [1981] 159-162).

Entre los medios para asegurar que el proyecto de los contrayentes sea realmente conyugal destaca el examen prematrimonial. Ese examen tiene una finalidad principalmente jurídica: comprobar que nada se oponga a la celebración válida y lícita de las bodas. Jurídico, sin embargo, no quiere decir formalista, como si fuera un trámite burocrático consistente en rellenar un formulario sobre la base de preguntas rituales. Se trata, en cambio, de una ocasión pastoral única —que es preciso valorar con toda la seriedad y la atención que requiere— en la que, a través de un diálogo lleno de respeto y de cordialidad, el pastor trata de ayudar a la persona a ponerse seriamente ante la verdad sobre sí misma y sobre su propia vocación humana y cristiana al matrimonio. En este sentido, el diálogo, siempre realizado separadamente con cada uno de los dos contrayentes —sin disminuir la conveniencia de otros coloquios con la pareja— requiere un clima de plena sinceridad, en el que se debería subrayar el hecho de que los propios contrayentes son los primeros interesados y los primeros obligados en conciencia a celebrar un matrimonio válido.

De esta forma, con los diversos medios a disposición para una esmerada preparación y verificación, se puede llevar a cabo una eficaz acción pastoral dirigida a la prevención de las nulidades matrimoniales. Es necesario esforzarse para que se interrumpa, en la medida de lo posible, el círculo vicioso que a menudo se verifica entre una admisión por descontado al matrimonio, sin una preparación adecuada y un examen serio de los requisitos previstos para su celebración, y una declaración judicial a veces igualmente fácil, pero de signo inverso, en la que el matrimonio mismo se considera nulo solamente basándose en la constatación de su fracaso. Es verdad que no todos los motivos de una posible declaración de nulidad pueden identificarse o incluso manifestarse en la preparación al matrimonio, pero, igualmente, no sería justo obstaculizar el acceso a las nupcias sobre la base de presunciones infundadas, como la de considerar que, a día de hoy, las personas son generalmente incapaces o tienen una voluntad sólo aparentemente matrimonial. En esta perspectiva, es importante que haya una toma de conciencia aún más incisiva sobre la responsabilidad en esta materia de aquellos que tienen cura de almas. El derecho canónico en general, y especialmente el matrimonial y procesal, requieren ciertamente una preparación particular, pero el conocimiento de los aspectos básicos y de los inmediatamente prácticos del derecho canónico, relativos a las propias funciones, constituye una exigencia formativa de relevancia primordial para todos los agentes pastorales, en especial para aquellos que actúan en la pastoral familiar.

Todo ello requiere, además, que la actuación de los tribunales eclesiásticos transmita un mensaje unívoco sobre lo que es esencial en el matrimonio, en sintonía con el Magisterio y la ley canónica, hablando con una sola voz. Ante la necesidad de la unidad de la jurisprudencia, confiada al cuidado de este Tribunal, los demás tribunales eclesiásticos deben adecuarse a la jurisprudencia rotal (cf. Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana, 17 de enero de 1998, n. 4: AAS 90 [1998] 783). Recientemente insistí en la necesidad de juzgar rectamente las causas relativas a la incapacidad consensual (cf. Discurso a la Rota romana, 29 de enero de 2009: AAS 101 [2009] 124-128). La cuestión sigue siendo muy actual, y por desgracia aún persisten posiciones incorrectas, como la de identificar la discreción de juicio requerida para el matrimonio (cf. Código de derecho canónico, CIC 1095,2) con la deseada prudencia en la decisión de casarse, confundiendo así una cuestión de capacidad con otra que no afecta a la validez, pues concierne al grado de sabiduría práctica con la que se ha tomado una decisión que es, en cualquier caso, verdaderamente matrimonial. Más grave aún sería el malentendido si se quisiera atribuir eficacia invalidante a las decisiones imprudentes tomadas durante la vida matrimonial.

En el ámbito de las nulidades por la exclusión de los bienes esenciales del matrimonio (cf. ib., can. 1101 § 2) es necesario también un serio esfuerzo para que las sentencias judiciales reflejen la verdad sobre el matrimonio, la misma que debe iluminar el momento de la admisión a las nupcias. Pienso, de modo particular, en la cuestión de la exclusión del bonum coniugum. Con respecto a esa exclusión parece repetirse el mismo peligro que amenaza la recta aplicación de las normas sobre la incapacidad, es decir, el de buscar motivos de nulidad en los comportamientos que no tienen que ver con la constitución del vínculo conyugal sino con su realización en la vida. Es necesario resistir a la tentación de transformar las simples faltas de los esposos en su existencia conyugal en defectos de consenso. De hecho, la verdadera exclusión sólo puede verificarse cuando se menoscaba la ordenación al bien de los cónyuges (cf. ib., can. 1055 § 1), excluida con un acto positivo de voluntad. Sin duda, son del todo excepcionales los casos en los que falta el reconocimiento del otro como cónyuge, o bien se excluye la ordenación esencial de la comunidad de vida conyugal al bien del otro. La jurisprudencia de la Rota romana deberá examinar atentamente la precisión de estas hipótesis de exclusión del bonum coniugum.

10 Al concluir estas reflexiones, vuelvo a considerar la relación entre derecho y pastoral, la cual a menudo es objeto de malentendidos, en detrimento del derecho, pero también de la pastoral. Es necesario, en cambio, favorecer en todos los sectores, y de modo especial en el campo del matrimonio y de la familia, una dinámica de signo opuesto, de armonía profunda entre pastoralidad y juridicidad, que ciertamente se revelará fecunda en el servicio prestado a quien se acerca al matrimonio.

Queridos componentes del Tribunal de la Rota romana, os encomiendo a todos a la poderosa intercesión de la santísima Virgen María, para que nunca os falte la asistencia divina al llevar a cabo con fidelidad, espíritu de servicio y fruto vuestro trabajo diario, y de buen grado os imparto a todos una especial bendición apostólica.



A LOS MIEMBROS DE LA COMISIÓN MIXTA INTERNACIONAL


PARA EL DIÁLOGO TEOLÓGICO ENTRE LA IGLESIA CATÓLICA


Y LAS IGLESIAS ORTODOXAS


Viernes 28 de enero de 2011




Eminencias,
excelencias,
queridos hermanos en Cristo:

Para mí es una gran alegría daros la bienvenida, miembros de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias orientales ortodoxas. A través de vosotros extiendo de buen grado un saludo fraterno a mis venerables hermanos jerarcas de las Iglesias orientales ortodoxas.

Agradezco el trabajo de la Comisión, que comenzó en enero de 2003 como una iniciativa conjunta de las autoridades eclesiales de la familia de las Iglesias orientales ortodoxas y del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos.

Como sabéis, el resultado de la primera fase de este diálogo, de 2003 a 2009, fue el texto común titulado Naturaleza, constitución y misión de la Iglesia. El documento subrayaba aspectos de los principios eclesiológicos fundamentales que compartimos e identificaba cuestiones que requerían una reflexión más profunda en fases sucesivas del diálogo. No podemos menos de estar agradecidos por el hecho de que, después de casi quince siglos de separación, seguimos de acuerdo sobre la naturaleza sacramental de la Iglesia, sobre la sucesión apostólica en el servicio sacerdotal y sobre la apremiante necesidad de testimoniar en el mundo el Evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

En la segunda fase la Comisión ha reflexionado desde una perspectiva histórica sobre las modalidades según las cuales las Iglesias han expresado su comunión a lo largo de los siglos. Durante el encuentro de esta semana habéis profundizado vuestro estudio de la comunión y la comunicación que existían entre las Iglesias hasta mediados del siglo V de la historia cristiana, así como sobre el papel que desempeñó el monaquismo en la vida de la Iglesia primitiva.

Debemos confiar en que vuestra reflexión teológica lleve a nuestras Iglesias no sólo a comprenderse mutuamente de modo más profundo, sino también a continuar con firmeza nuestro camino de forma decisiva hacia la plena comunión a la que nos llama la voluntad de Cristo. Por esta intención hemos elevado nuestra plegaria común durante la Semana de oración por la unidad de los cristianos que acabamos de concluir.

11 Muchos de vosotros procedéis de regiones donde los fieles y las comunidades cristianas deben afrontar pruebas y dificultades que son para nosotros causa de profunda preocupación. Es preciso que todos los cristianos cooperen en la aceptación y la confianza mutua a fin de servir la causa de la paz y de la justicia. Que la intercesión y el ejemplo de los numerosos mártires y santos que han dado valiente testimonio de Cristo en todas nuestras Iglesias os sostengan y fortalezcan a vosotros y a vuestras comunidades cristianas.

Con sentimientos de afecto fraterno, invoco sobre todos vosotros la gracia y la paz de nuestro Señor Jesucristo.





AL PONTIFICIO COLEGIO ETÍOPE EN EL VATICANO


Sala de los Papas

Sábado 29 de enero de 2011




Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros en la feliz circunstancia del 150° aniversario del nacimiento al cielo de san Justino De Jacobis. Os saludo cordialmente a cada uno, queridos sacerdotes y seminaristas del Pontificio Colegio Etíope, que la Divina Providencia dispuso que vivierais cerca del sepulcro del apóstol san Pedro, signo de los antiguos y profundos vínculos de comunión que unen a la Iglesia en Etiopía y en Eritrea con la Sede Apostólica. Saludo de modo especial al rector, padre Teclezghi Bahta, a quien agradezco las amables palabras con las cuales ha introducido nuestro encuentro, recordando las diversas y significativas circunstancias que lo han motivado. Os acojo hoy con especial afecto y, junto a vosotros, deseo recordar a vuestras comunidades de origen.

Ahora quiero detenerme en la luminosa figura de san Justino De Jacobis, del cual el pasado 31 de julio celebrasteis el significativo aniversario. Digno hijo de san Vincente de Paúl, san Justino vivió de modo ejemplar su «hacerse todo a todos», especialmente al servicio del pueblo abisinio. Enviado como misionero a Tigrai, en Etiopía, a los treinta y ocho años por el entonces prefecto de Propaganda Fide, el cardenal Franzoni, trabajó primero en Adua y después en Guala, donde pensó en seguida en formar a sacerdotes etíopes, dando vida a un seminario llamado «Colegio de la Inmaculada». Con su diligente ministerio trabajó incansablemente para que aquella porción del pueblo de Dios recobrara el fervor originario de la fe, sembrada por el primer evangelizador san Frumencio (cf. PL 21, 473-80). Justino intuyó con clarividencia que la atención al contexto cultural debía ser un modo privilegiado con el cual la gracia del Señor iba a formar nuevas generaciones de cristianos. Aprendió la lengua local y favoreció la tradición litúrgica plurisecular del rito propio de aquellas comunidades, y se dedicó también a una eficaz obra ecuménica. Durante más de veinte años su generoso ministerio, sacerdotal primero y episcopal después, benefició a cuantos encontraba y amaba como miembros vivos del pueblo a él encomendado.

Por su celo educativo, especialmente en la formación de los sacerdotes, es justo que se le considere el patrono de vuestro Colegio; en efecto, todavía hoy esta benemérita institución acoge a presbíteros y candidatos al sacerdocio sosteniéndolos en su empeño de preparación teológica, espiritual y pastoral. Al regresar a las comunidades de origen, o acompañando a vuestros compatriotas que han emigrado al extranjero, sabed suscitar en cada uno el amor a Dios y a la Iglesia, según el ejemplo de san Justino De Jacobis. Él coronó su fecunda contribución a la vida religiosa y civil de los pueblos abisinios con el don de su vida, silenciosamente entregada a Dios después de muchos sufrimientos y persecuciones. El venerable Pío XII lo beatificó el 25 de junio de 1939 y el siervo de Dios Pablo VI lo canonizó el 26 de octubre de 1975.

También para vosotros, queridos sacerdotes y seminaristas, está trazado el camino de la santidad. Cristo sigue estando presente en el mundo y sigue revelándose a través de aquellos que, como san Justino De Jacobis, se dejan animar por su Espíritu. Nos lo recuerda el concilio Vaticano ii que, entre otras cosas, afirma: «Dios manifiesta de forma vigorosa a los hombres su presencia y su rostro en la vida de aquellos que, compartiendo nuestra misma humanidad, sin embargo se transforman más perfectamente a imagen de Cristo (cf. 2Co 3,18). En ellos, él mismo nos habla y nos da un signo de su reino» (Lumen gentium LG 50).

Cristo, el eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, que con la especial vocación al ministerio sacerdotal ha «conquistado» nuestra vida, no suprime las cualidades características de la persona; al contrario, las eleva, las ennoblece y, haciéndolas suyas, las llama a servir su misterio y su obra. Asimismo, Dios nos necesita a cada uno de nosotros «para revelar en los tiempos venideros la inmensa riqueza de su gracia mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ep 2,7). A pesar del carácter propio de la vocación de cada uno, no estamos separados entre nosotros; al contrario, somos solidarios, en comunión dentro de un único organismo espiritual. Estamos llamados a formar el Cristo total, una unidad recapitulada en el Señor, vivificada por su Espíritu para convertirnos en su «pléroma» y enriquecer el cántico de alabanza que él eleva al Padre. Cristo es inseparable de la Iglesia, que es su Cuerpo. En la Iglesia Cristo une más estrechamente a sí a los bautizados y, alimentándolos en la mesa eucarística, los hace partícipes de su vida gloriosa (cf. Lumen gentium LG 48). La santidad se sitúa, por tanto, en el corazón del misterio eclesial y es la vocación a la que estamos llamados todos. Los santos no son un adorno que reviste a la Iglesia por fuera, sino que son como las flores de un árbol que revelan la inagotable vitalidad de la savia que lo irriga. Es hermoso contemplar así a la Iglesia, de modo ascensional hacia la plenitud del Vir perfectus; en continua, fatigosa, progresiva maduración; dinámicamente impulsada hacia el pleno cumplimiento en Cristo.

Queridos sacerdotes y seminaristas del Pontificio Colegio Etíope, vivid con alegría y entrega este período importante de vuestra formación, a la sombra de la cúpula de San Pedro: avanzad con decisión por el camino de la santidad. Vosotros sois un signo de esperanza, especialmente para la Iglesia en vuestros países de origen. Estoy seguro de que la experiencia de comunión vivida aquí en Roma os ayudará también a dar una valiosa contribución al crecimiento y a la convivencia pacífica de vuestras amadas naciones. Acompaño vuestro camino con mi oración y, por intercesión de san Justino De Jacobis y de la Virgen María, os imparto con afecto la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a las Hermanas de la Virgen Niña, al personal de la Casa y a todos vuestros seres queridos.




febrero de 2011




AL SR. ALFONS M. KLOSS,


EMBAJADOR DE AUSTRIA ANTE LA SANTA SEDE



Discursos 2011 6