Discursos 2011 12

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Jueves 3 de febrero de 2011






Querido embajador:

Me complace aceptar las cartas con las que el presidente de la República de Austria lo ha acreditado como embajador extraordinario y plenipotenciario ante la Santa Sede. Al mismo tiempo le agradezco las cordiales palabras con las cuales ha expresado también la cercanía del presidente y del Gobierno al Sucesor de Pedro. Por mi parte, dirijo al presidente, al canciller y a los miembros del Gobierno, así como a todos los ciudadanos de Austria, mi afectuoso saludo y expreso la esperanza de que las relaciones entre la Santa Sede y Austria continúen dando frutos en el futuro.

La cultura, la historia y la vida cotidiana de Austria, «tierra de catedrales» (Himno nacional), están marcadas profundamente por la fe católica. Lo pude constatar también durante mi visita pastoral a su país y durante la peregrinación a Mariazell hace cuatro años. Los fieles, con los que me encontré, representan a los miles de hombres y mujeres de todo el país que, con su vida de fe en la cotidianidad y la disponibilidad a los demás, muestran los rasgos más nobles del hombre y difunden el amor de Cristo. Al mismo tiempo Austria también es un país en el que la coexistencia pacífica de varias religiones y culturas tiene una larga tradición. «En la armonía reside la fuerza», decía ya el antiguo himno popular en tiempos de la monarquía. Esto vale de modo especial para la dimensión religiosa, que hunde sus raíces en lo más profundo de la conciencia del hombre y por eso pertenece a la vida de cada individuo y a la convivencia de la comunidad. La patria espiritual, de la que tienen necesidad como punto de apoyo muchas personas que viven una situación laboral de cada vez mayor movilidad y cambio constante, debería poder existir públicamente y en un clima de convivencia pacífica con otras confesiones de fe.

En muchos países europeos la relación entre el Estado y la religión está afrontando una tensión particular. Por una parte, las autoridades políticas se cuidan de no conceder espacios públicos a las religiones, entendiéndolas como ideas de fe meramente individuales de los ciudadanos. Por otra, se busca aplicar los criterios de una opinión pública secular a las comunidades religiosas. Parece que se quiere adaptar el Evangelio a la cultura y, sin embargo, se busca impedir, de un modo casi embarazoso, que la cultura sea plasmada por la dimensión religiosa. En cambio, se debe destacar la actitud, sobre todo de algunos Estados de Europa central y oriental, que buscan dar espacios a las cuestiones fundamentales del hombre, a la fe en Dios y a la fe en la salvación por medio de Dios. La Santa Sede ha constatado con satisfacción algunas actividades del Gobierno austriaco en este sentido, entre ellas la importante posición asumida con relación a la llamada «sentencia del crucifijo» (Kreuzurteil) del Tribunal europeo de los derechos humanos, o la propuesta del ministro de Asuntos exteriores «que también el nuevo servicio europeo para la Acción externa observe la situación de la libertad religiosa en el mundo, redacte regularmente un informe y lo presente a los ministros de Asuntos exteriores de la Unión europea» (Austria Presse Agentur, 10 de diciembre de 2010).

El reconocimiento de la libertad religiosa permite a la comunidad eclesial realizar sus múltiples actividades, que benefician a toda la sociedad. Aquí se hace referencia a los varios institutos de formación y servicios caritativos gestionados por la Iglesia, que usted, señor embajador, ha citado. El compromiso de la Iglesia por los necesitados hace evidente el modo en que, en cierto sentido, se considera portavoz de las personas desfavorecidas. Este compromiso eclesial, que en la sociedad recibe amplio reconocimiento, no se puede reducir a mera beneficencia.

Sus raíces más profundas están en Dios, en el Dios que es amor. Por eso es necesario respetar plenamente la actividad propia de la Iglesia, sin convertirla en uno de los muchos suministradores de servicios sociales. Es necesario, en cambio, considerarla en la totalidad de su dimensión religiosa. Por tanto, siempre es preciso combatir la tendencia al aislamiento egoísta. Todas las fuerzas sociales tienen la tarea urgente y constante de garantizar la dimensión moral de la cultura, la dimensión de una cultura que sea digna del hombre y de su vida en comunidad. Por esto la Iglesia católica trabajará con todas sus fuerzas por el bien de la sociedad.

Otro programa importante de la Santa Sede es una política equilibrada para la familia. Esta ocupa en la sociedad un espacio que atañe a los cimientos de la vida humana. El orden social encuentra un apoyo esencial en la unión esponsal de un hombre y una mujer, que está dirigida también a la procreación. Por eso el matrimonio y la familia exigen una tutela especial por parte del Estado. Son para todos sus miembros una escuela de humanidad con efectos positivos tanto para los individuos como para la sociedad. De hecho, la familia está llamada a vivir y a tutelar el amor recíproco y la verdad, el respeto y la justicia, la fidelidad y la colaboración, el servicio y la disponibilidad hacia los demás, en particular hacia los más débiles. Sin embargo, la familia con muchos hijos a menudo se ve perjudicada. Los problemas en este tipo de familias, como por ejemplo un alto potencial de conflictividad, nivel bajo de vida, difícil acceso a la formación, endeudamiento y aumento de los divorcios, hacen pensar en causas más profundas que deberían eliminarse de la sociedad. Además, es preciso lamentar que la vida de los nascituri no reciba una tutela suficiente y que, al contrario, a menudo sólo se les reconozca un derecho de existencia secundario respecto a la libertad de decisión de sus padres.

La edificación de la casa común europea sólo puede llegar a buen puerto si este continente es consciente de sus raíces cristianas y si los valores del Evangelio, así como de la imagen cristiana del hombre, son también en el futuro el fermento de la civilización europea. La fe vivida en Cristo y el amor activo al prójimo, de acuerdo con la palabra y la vida de Cristo y el ejemplo de los santos, deben pesar más en la cultura occidental cristiana. Sus compatriotas proclamados santos recientemente, como Franz Jägerstätter, sor Restituta Kafka, Lasdislaus Batthyány-Strattman y Carlos de Austria, nos pueden abrir perspectivas más amplias. Estos santos, a través de distintos caminos de vida, se entregaron con la misma dedicación al servicio de Dios y de su mensaje de amor al prójimo. Así son para nosotros guías en la fe y testigos de la comprensión entre los pueblos.

Por último, señor embajador, deseo asegurarle que en el desempeño de la importante misión que le ha sido confiada puede contar con mi apoyo y el de mis colaboradores. Le encomiendo a usted, a su familia y a todos los miembros de la embajada de Austria en la Santa Sede a la santísima Virgen María, la Magna Mater Austriae, y de corazón le imparto a usted y todo el amado pueblo austriaco la bendición apostólica.





A LA COMUNIDAD DEL EMMANUEL


Sala del Consistorio

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Jueves 3 de febrero de 2011




Queridos hermanos en el episcopado;
queridos amigos:

Me alegra acogeros ahora que la Comunidad del Emmanuel se prepara para celebrar el 20° aniversario de la muerte de su fundador, Pierre Goursat, cuya causa de beatificación se introdujo el año pasado. Que el ejemplo de su vida de fe y el de su compromiso misionero os estimulen y sean para vosotros una llamada constante a caminar hacia la santidad. En los próximos meses celebraréis también los 30 años del servicio de FIDESCO en favor de los países más pobres, así como los 40 años de la fundación de la Comunidad y los 20 años del reconocimiento de sus Estatutos de parte del Consejo pontificio para los laicos. Junto a vosotros doy gracias a Dios por esta obra. Dirijo mi más cordial saludo a cada uno y cada una de vosotros, sacerdotes y laicos. Saludo en particular al moderador de la Comunidad —a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido—, a los miembros del Consejo internacional, a los responsables de los grandes servicios, así como a los obispos que provienen de la Comunidad. Que vuestra peregrinación a Roma al principio de este año jubilar sea ocasión para renovar vuestro compromiso de seguir siendo discípulos ardientes de Cristo en la fidelidad a la Iglesia y a sus pastores.

Queridos amigos, la gracia profunda de vuestra Comunidad viene de la adoración eucarística. De esta adoración nace la compasión por todos los hombres y de esta compasión nace la sed de evangelizar (cf. Estatutos, Preámbulo I). En el espíritu de vuestro carisma, os aliento a profundizar vuestra vida espiritual reservando un lugar esencial al encuentro personal con Cristo, el Emmanuel, Dios-con-nosotros, a fin de dejaros transformar por él y de que madure en vosotros el deseo apasionado de la misión. En la Eucaristía encontráis la fuente de todos vuestros compromisos en el seguimiento de Cristo, y en su adoración purificáis vuestra mirada sobre la vida del mundo. «En efecto, no podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Este amor exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en él» (Sacramentum caritatis, 84). Una vida auténticamente eucarística es una vida misionera. En un mundo a menudo desorientado y que busca nuevas razones para vivir, es preciso llevar la luz de Cristo a todos. Estad en medio de los hombres y las mujeres de hoy como ardientes misioneros del Evangelio, sostenidos por una vida radicalmente aferrada por Cristo. Tened sed de anunciar la Palabra de Dios.

Hoy, la urgencia de este anuncio es especialmente evidente en las familias, con tanta frecuencia rotas, en los jóvenes y en los ambientes intelectuales. Contribuid a renovar desde dentro el dinamismo apostólico de las parroquias, desarrollando sus orientaciones espirituales y misioneras. Asimismo, os aliento a estar atentos a las personas que vuelven a la Iglesia y que no han recibido una catequesis profunda. Ayudadles a arraigar su fe en una vida auténticamente teologal, sacramental y eclesial. El trabajo que realiza en particular FIDESCO testimonia también vuestro compromiso en favor de las poblaciones de los países más pobres. Que en todas partes vuestra caridad irradie el amor de Cristo y se convierta así en una fuerza para construir un mundo más justo y fraterno.

Invito especialmente a vuestra Comunidad a vivir una verdadera comunión entre sus miembros. Esta comunión, que no es simple solidaridad humana entre miembros de una misma familia espiritual, se basa en vuestra relación con Cristo y en un compromiso común de servirle. De este modo la vida comunitaria que deseáis llevar, en el respeto del estado de vida de cada persona, será para la sociedad un testimonio vivo del amor fraterno que debe ser el alma de todas las relaciones humanas. La comunión fraterna ya es un anuncio del mundo nuevo que Cristo vino a instaurar.

Que esta misma comunión, que no significa replegarse en sí mismos, sea también efectiva con las Iglesias locales. En efecto, cada carisma hace referencia al crecimiento de todo el Cuerpo de Cristo. La acción misionera, por tanto, debe adaptarse incesantemente a las realidades de la Iglesia local, con una preocupación permanente de consonancia y de colaboración con los pastores, bajo la autoridad del obispo. Por otra parte, el reconocimiento mutuo de la diversidad de vocaciones en la Iglesia y de su contribución indispensable a la evangelización es un signo elocuente de la unidad de los discípulos de Cristo y de la credibilidad de su testimonio.

La Virgen María, Madre del Emmanuel, ocupa un lugar importante en la espiritualidad de vuestra Comunidad. Acogedla «en vuestra casa», como hizo el discípulo amado, para que sea verdaderamente la madre que os guíe hacia su Hijo divino y os ayude a permanecer fieles a él. Encomendándoos a su intercesión maternal, de todo corazón os imparto a cada uno y a cada una de vosotros, así como a todos los miembros de la Comunidad del Emmanuel, la bendición apostólica.



A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA


DEL TRIBUNAL SUPREMO DE LA SIGNATURA APOSTÓLICA


Sala del Consistorio

Viernes 4 de febrero de 2011




14 Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Ante todo deseo saludar cordialmente al prefecto de la Signatura apostólica, el señor cardenal Raymond Leo Burke, a quien agradezco las palabras con las que ha introducido este encuentro. Saludo a los señores cardenales, y a los obispos miembros del Tribunal supremo, al secretario, a los oficiales y a todos los colaboradores que desempeñan su ministerio cotidiano en el dicasterio. Dirijo también un cordial saludo a los referendarios y a los abogados.

Esta es la primera oportunidad de encontrarme con el Tribunal de la Signatura apostólica después de la promulgación de la Lex propria, que firmé el 21 de junio de 2008. Precisamente en el transcurso de la preparación de esa ley surgió el deseo de los miembros de la Signatura de poder dedicar —en la forma común de todo dicasterio de la Curia romana (cf. const. ap. Pastor bonus, 28 de junio de 1988, art. 11; Reglamento general de la Curia romana, 30 de abril de 1999, art. 112-117)— una periódica congregatio plenaria a la promoción de la recta administración de la justicia en la Iglesia (cf. Lex propria, art. 112). La función de este Tribunal, de hecho, no se limita al ejercicio supremo de la función judicial, sino que también lleva a cabo como oficio propio, en el ámbito ejecutivo, la supervisión de la recta administración de la justicia en el Corpus Ecclesiae (cf. const. ap. Pastor bonus, art. 121; Lex propria, art. 32). Esto implica, entre otras cosas, como la Lex propria indica, la recogida actualizada de información sobre el estado y la actividad de los tribunales locales a través del informe anual que cada tribunal tiene que enviar a la Signatura apostólica; la organización y elaboración de los datos que vienen de ellos; la identificación de estrategias para la valoración de los recursos humanos e institucionales en los tribunales locales, así como el ejercicio constante de la función de orientación dirigida a los moderadores de los tribunales diocesanos e interdiocesanos, a los que compete institucionalmente la responsabilidad directa de la administración de la justicia. Se trata de una obra coordinada y paciente, destinada sobre todo a proveer a los fieles una administración correcta de la justicia, rápida y eficiente, como pedí, respecto a las causas de nulidad matrimonial, en la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis: «Donde existan dudas legítimas sobre la validez del matrimonio sacramental contraído, se debe hacer todo lo necesario para averiguar su fundamento. Es preciso también asegurar, con pleno respeto del derecho canónico, que haya tribunales eclesiásticos en el territorio, su carácter pastoral, así como su correcta y pronta actuación. En cada diócesis ha de haber un número suficiente de personas preparadas para el adecuado funcionamiento de los tribunales eclesiásticos. Recuerdo que “es una obligación grave hacer que la actividad institucional de la Iglesia en los tribunales sea cada vez más cercana a los fieles”» (n. 29). En esa ocasión me referí a la instrucción Dignitas connubii, que da a los moderadores y a los ministros de los tribunales, bajo la forma de vademecum, las normas necesarias para que las causas matrimoniales de nulidad se traten y definan de la manera más rápida y segura. La actividad de esta Signatura apostólica está dirigida a asegurar que los tribunales eclesiásticos estén presentes en el territorio y que su ministerio sea adecuado a las justas exigencias de rapidez y sencillez a las que los fieles tienen derecho en el tratamiento de sus causas, cuando, según su competencia, promueve la erección de tribunales interdiocesanos; provee con prudencia la dispensa de los títulos académicos de los ministros de los tribunales, aunque verificando su pericia real en el derecho sustantivo y procesal; concede las necesarias dispensas de leyes procesales cuando el ejercicio de la justicia requiere, en un caso particular, la relaxatio legis para conseguir el fin pretendido por la ley. Esta es también una obra importante de discernimiento y de aplicación de la ley procesal.

Ahora bien, la supervisión de la administración recta de la justicia sería insuficiente si no incluyera también la función de tutela de la recta jurisprudencia (cf. Lex propria, art. 111 § 1). Los instrumentos de conocimiento y de intervención, de los que la Lex propria y la posición institucional proveen a esta Signatura apostólica, permiten una acción que, en coordinación con el Tribunal de la Rota romana (cf. const. ap. Pastor bonus, art. 126), es providencial para la Iglesia. Las exhortaciones y las prescripciones con las que esta Signatura apostólica acompaña las respuestas a los informes anuales de los tribunales locales, con frecuencia recomiendan a los respectivos moderadores el conocimiento y la adhesión tanto a las directrices propuestas en los discursos pontificios anuales a la Rota romana, como a la jurisprudencia rotal común sobre aspectos específicos que resultan urgentes para los diversos tribunales. Por tanto, aliento también la reflexión, a la que os dedicaréis en estos días, sobre la recta jurisprudencia que hay que proponer a los tribunales locales en materia de error iuris como motivo de nulidad matrimonial.

Este Tribunal supremo también está comprometido en otro ámbito delicado de la administración de la justicia, que le encomendó el siervo de Dios Pablo VI. En efecto, la Signatura conoce las controversias surgidas por una actuación de la potestad administrativa eclesiástica y a ella remitidas a través del recurso presentado legalmente contra algunos actos administrativos que provienen o han sido aprobados por dicasterios de la Curia romana (cf. const. ap. Regimini Ecclesiae universae, 15 de agosto de 1967, n. 106;
CIC 1445 § 2; const. ap. Pastor bonus, art. 123; Lex propria, art. 34). Este es un servicio de vital importancia: la predisposición de instrumentos de justicia —desde la solución pacífica de las controversias hasta el tratamiento y definición judicial de las mismas— constituye el ofrecimiento de un lugar de diálogo y de restablecimiento de la comunión de la Iglesia. Aunque es verdad que a la injusticia se la debe afrontar ante todo con las armas espirituales de la oración, la caridad, el perdón y la penitencia, no se puede excluir, en algunos casos, la oportunidad y la necesidad de que se la afronte con los instrumentos procesales. Estos constituyen, ante todo, lugares de diálogo, que a veces llevan a la concordia y a la reconciliación. No por casualidad el ordenamiento procesal prevé que in limine litis, más aún, en cada fase del proceso, haya espacio y ocasión para que «cuando alguien se considere perjudicado por un decreto, se evite el conflicto entre el mismo y el autor del decreto, y que se procure llegar de común acuerdo a una solución equitativa, acudiendo incluso a la mediación y al empeño de personas prudentes, de manera que la controversia se eluda o se dirima por un medio idóneo» (CIC 1733 § 1). Con ese fin se impulsan iniciativas y normativas dirigidas a crear departamentos o consejos que tengan como función, según normas por establecer, buscar y sugerir soluciones equitativas (cf. ib., § 2).

En los demás casos, es decir, cuando no sea posible dirimir la controversia pacíficamente, el desarrollo del proceso contencioso administrativo conllevará la definición judicial de la controversia: también en este caso la actividad del Tribunal supremo mira a la reconstitución de la comunión eclesial, o sea, al restablecimiento de un orden objetivo conforme al bien de la Iglesia. Sólo esta comunión restablecida y justificada a través de la motivación de la decisión judicial puede llevar a una auténtica paz y armonía en la comunidad eclesial. Es lo que significa el conocido principio: Opus iustitiae pax. El arduo restablecimiento de la justicia está destinado a reconstruir relaciones justas y ordenadas entre los fieles, así como entre ellos y la autoridad eclesiástica. De hecho, la paz interior y la voluntariosa colaboración de los fieles en la misión de la Iglesia brotan de la restablecida conciencia de realizar plenamente la propia vocación. La justicia, que la Iglesia busca a través del proceso contencioso administrativo, puede considerarse como inicio, exigencia mínima y a la vez expectativa de caridad, indispensable y al mismo tiempo insuficiente, si se compara con la caridad de la que vive la Iglesia. Sin embargo, el pueblo de Dios peregrino en la tierra no podrá realizar su identidad como comunidad de amor si en su seno no se respetan las exigencias de la justicia.

Confío a María santísima, Speculum iustitiae y Regina pacis, el valioso y delicado ministerio que la Signatura apostólica realiza al servicio de la comunión de la Iglesia, a la vez que os expreso a cada uno la seguridad de mi estima y mi aprecio. Sobre vosotros y sobre vuestro compromiso diario invoco la luz del Espíritu Santo y os imparto a todos mi bendición apostólica.



A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA


DE LA CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA


Sala del Consistorio

Lunes 7 de febrero de 2011




15 Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Os dirijo a cada uno mi cordial saludo por esta visita con ocasión de la reunión plenaria de la Congregación para la la educación católica. Saludo al cardenal Zenon Grocholewski, prefecto del dicasterio, agradeciéndole sus amables palabras, así como al secretario, al subsecretario, a los oficiales y a los colaboradores.

Las temáticas que afrontáis en estos días tienen como común denominador la educación y la formación, que hoy constituyen uno de los desafíos más urgentes que la Iglesia y sus instituciones están llamadas a afrontar. Parece que la obra educativa cada vez es más ardua porque, en una cultura que con demasiada frecuencia adopta el relativismo como credo, falta la luz de la verdad, es más, se considera peligroso hablar de la verdad, insinuando así la duda sobre los valores básicos de la existencia personal y comunitaria. Por esto es importante el servicio que prestan en el mundo las numerosas instituciones formativas que se inspiran en la visión cristiana del hombre y de la realidad: educar es un acto de amor, ejercicio de la «caridad intelectual», que requiere responsabilidad, entrega y coherencia de vida. El trabajo de vuestra Congregación y las decisiones que toméis en estos días de reflexión y de estudio contribuirán ciertamente a responder a la actual «emergencia educativa».

Vuestra Congregación, creada en 1915 por Benedicto XV, lleva a cabo desde hace casi cien años su valiosa obra al servicio de las diversas instituciones católicas de formación. Entre ellas, sin duda, el seminario es una de las más importantes para la vida de la Iglesia y exige, por tanto, un proyecto formativo que tenga en cuenta el contexto al que acabo de referirme. He subrayado varias veces que el seminario es una etapa muy valiosa de la vida, en la que el candidato al sacerdocio hace experiencia de ser «un discípulo de Jesús». Para este tiempo destinado a la formación, se requiere una cierta distancia, un cierto «desierto», porque el Señor habla al corazón con una voz que se oye si hay silencio (cf.
1R 19,12); pero se requiere también la disponibilidad a vivir juntos, a amar la «vida de familia» y la dimensión comunitaria que anticipan la «fraternidad sacramental» que debe caracterizar a todo presbiterio diocesano (cf. Presbyterorum ordinis PO 8) y que recordé también en mi reciente Carta a los seminaristas: «no se llega a ser sacerdote solo. Hace falta la “comunidad de discípulos”, el grupo de los que quieren servir a la Iglesia de todos».

En estos días estudiáis también el borrador del documento sobre «Internet y la formación en los seminarios». Internet, por su capacidad de superar las distancias y de poner en contacto recíproco a las personas, presenta grandes posibilidades también para la Iglesia y su misión. Con el discernimiento necesario para su uso inteligente y prudente, es un instrumento que puede servir no sólo para los estudios, sino también para la acción pastoral de los futuros presbíteros en los distintos campos eclesiales, como la evangelización, la acción misionera, la catequesis, los proyectos educativos y la gestión de las instituciones. Asimismo, en este campo es de extrema importancia contar con formadores adecuadamente preparados para que sean guías fieles y siempre actualizados, a fin de acompañar a los candidatos al sacerdocio en el uso correcto y positivo de los medios informáticos.

Este año celebramos el LXX aniversario de la Obra pontificia para las vocaciones sacerdotales, instituida por el venerable Pío XII para favorecer la colaboración entre la Santa Sede y las Iglesias locales en la valiosa obra de promoción de las vocaciones al ministerio ordenado. Este aniversario podrá ser la ocasión para conocer y valorar las iniciativas vocacionales más significativas organizadas en las Iglesias locales. Es preciso que la pastoral vocacional, además de subrayar el valor de la llamada universal a seguir a Jesús, insista más claramente en el perfil del sacerdocio ministerial, caracterizado por su específica configuración con Cristo, que lo distingue esencialmente de los demás fieles y se pone a su servicio.

Asimismo, habéis iniciado una revisión de lo que prescribe la constitución apostólica Sapientia christiana sobre los estudios eclesiásticos, respecto al derecho canónico, a los institutos superiores de ciencias religiosas y, recientemente, a la filosofía. Un sector sobre el cual conviene reflexionar especialmente es el de la teología. Es importante lograr que sea cada vez más sólido el vínculo entre la teología y el estudio de la Sagrada Escritura, de modo que esta última sea realmente el alma y el corazón de la teología (cf. Verbum Domini, 31). Pero el teólogo no debe olvidar que él es también quien habla a Dios. Es indispensable, por tanto, mantener estrechamente unidas la teología con la oración personal y comunitaria, especialmente litúrgica. La teología es scientia fidei y la oración alimenta la fe. En la unión con Dios, de algún modo, el misterio se saborea, se hace cercano, y esta proximidad es luz para la inteligencia. Quiero subrayar también la conexión de la teología con las demás disciplinas, considerando que se enseña en las universidades católicas y, en muchos casos, en las civiles. El beato John Henry Newman hablaba de «círculo del saber», circle of knowledge, para indicar que existe una interdependencia entre las varias ramas del saber; pero sólo Dios tiene relación con la totalidad de lo real; por consiguiente, eliminar a Dios significa romper el círculo del saber. Desde esta perspectiva las universidades católicas, con su identidad muy precisa y su apertura a la «totalidad» del ser humano, pueden realizar una obra valiosa para promover la unidad del saber, orientando a estudiantes y profesores a la Luz del mundo, la «luz verdadera que alumbra a todo hombre» (Jn 1,9). Son consideraciones que valen también para las escuelas católicas. Es necesaria, ante todo, la valentía de anunciar el valor «amplio» de la educación, para formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás y dar sentido a su vida. Hoy se habla de educación intercultural, objeto de estudio también en vuestra plenaria. En este ámbito se requiere una fidelidad valiente e innovadora, que sepa conjugar una clara conciencia de la propia identidad y una apertura a la alteridad, por las exigencias de vivir juntos en las sociedades multiculturales. También con este fin emerge el papel educativo de la enseñanza de la religión católica como disciplina escolar en diálogo interdisciplinar con las demás. De hecho, contribuye ampliamente no sólo al desarrollo integral del estudiante, sino también al conocimiento del otro, a la comprensión y al respeto recíproco. Para alcanzar estos objetivos se deberá prestar especial atención a la formación de los directores y de los formadores, no sólo desde un punto de vista profesional, sino también religioso y espiritual, para que, con la coherencia de la propia vida y con la implicación personal, la presencia del educador cristiano sea expresión de amor y testimonio de la verdad.

Queridos hermanos y hermanas, os agradezco lo que hacéis con vuestro competente trabajo al servicio de las instituciones educativas. Tened siempre la mirada fija en Cristo, el único Maestro, para que con su Espíritu haga eficaz vuestro trabajo. Os encomiendo a la materna protección de María santísima, Sedes Sapientiae, y os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.



A LA FRATERNIDAD SACERDOTAL


DE LOS MISIONEROS DE SAN CARLOS BORROMEO


Sala Clementina del palacio apostólico

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Sábado 12 de febrero de 2011




Queridos hermanos y amigos:

Me alegra verdaderamente vivir este encuentro con vosotros, sacerdotes y seminaristas de la Fraternidad de San Carlos, aquí reunidos con ocasión del 25° aniversario de su nacimiento. Saludo y doy las gracias al fundador y superior general, monseñor Massimo Camisasca, a su consejo y a todos vosotros, familiares y amigos, que colmáis de atenciones a la comunidad. En particular, saludo al arzobispo de la Madre de Dios de Moscú, monseñor Paolo Pezzi, y a don Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, que expresan simbólicamente los frutos y la raíz de la obra de la Fraternidad San Carlos. Este momento evoca en mi memoria la larga amistad con monseñor Luigi Giussani y testimonia la fecundidad de su carisma.

En esta ocasión, quiero responder a dos preguntas que nuestro encuentro me sugiere: ¿cuál es el lugar del sacerdocio ordenado en la vida de la Iglesia? ¿Cuál es el lugar de la vida común en la experiencia sacerdotal?

Haber nacido del movimiento de Comunión y Liberación y vuestra referencia vital a la experiencia eclesial que este representa, ponen ante nuestros ojos una verdad que se ha ido reafirmando con especial claridad desde el siglo XIX en adelante y que ha encontrado una significativa expresión en la teología del concilio Vaticano II. Me refiero al hecho de que el sacerdocio cristiano no es un fin en sí mismo. Lo quiso Jesús en función del nacimiento y de la vida de la Iglesia. Todo sacerdote, por tanto, puede decir a los fieles, parafraseando a san Agustín: Vobiscum christianus, pro vobis sacerdos. La gloria y el gozo del sacerdocio es servir a Cristo y su Cuerpo místico. Representa una vocación sumamente hermosa y singular en el seno de la Iglesia, que hace presente a Cristo, porque participa del único y eterno sacerdocio de Cristo. La presencia de vocaciones sacerdotales es un signo seguro de la verdad y de la vitalidad de una comunidad cristiana. Dios, en efecto, llama siempre, también al sacerdocio; no existe crecimiento verdadero y fecundo en la Iglesia sin una auténtica presencia sacerdotal que lo sostenga y lo alimente. Por esto, estoy agradecido a todos aquellos que dedican sus energías a la formación de los sacerdotes y a la reforma de la vida sacerdotal. En efecto, como toda la Iglesia, también el sacerdocio necesita renovarse continuamente, encontrar de nuevo en la vida de Jesús las formas más esenciales de su ser.

Los distintos caminos posibles para esta renovación no pueden olvidar algunos elementos irrenunciables. Ante todo, una educación profunda a la meditación y a la oración, vividas como diálogo con el Señor resucitado presente en su Iglesia. En segundo lugar, un estudio de la teología que permita encontrar las verdades cristianas en la forma de una síntesis vinculada a la vida de la persona y de la comunidad: de hecho, sólo una mirada sapiencial puede valorar la fuerza que la fe posee para iluminar la vida y el mundo, llevando continuamente a Cristo, Creador y Salvador.

La Fraternidad San Carlos ha subrayado, a lo largo de su breve pero intensa historia, el valor de la vida común. También yo he hablado de ello varias veces en mis intervenciones antes y después de mi llamada al solio de Pedro. «Es importante que los sacerdotes no vivan aislados en alguna parte, sino que convivan en pequeñas comunidades, que se sostengan mutuamente y que, de ese modo, experimenten la unión en su servicio por Cristo y en su renuncia por el reino de los cielos, y tomen conciencia siempre de nuevo de ello» (Luz del mundo, Herder, Barcelona 2010, 157-158). Tenemos ante nuestros ojos las urgencias de este momento. Pienso, por ejemplo, en la carencia de sacerdotes. La vida común no es, ante todo, una estrategia para responder a estas necesidades. Tampoco es, de por sí, sólo una forma de ayuda frente a la soledad y a la debilidad del hombre. Ciertamente, todo esto puede existir, pero sólo si se concibe y se vive la vida fraterna como camino para sumergirse en la realidad de la comunión. De hecho, la vida común es expresión del don de Cristo que es la Iglesia, y está prefigurada en la comunidad apostólica, que dio lugar a los presbíteros. De hecho, ningún sacerdote administra algo que le es propio, sino que participa con los demás hermanos en un don sacramental que viene directamente de Jesús.

Por eso, la vida común expresa una ayuda que Cristo da a nuestra existencia, llamándonos, a través de la presencia de los hermanos, a una configuración cada vez más profunda a su persona. Vivir con otros significa aceptar la necesidad de la propia continua conversión y sobre todo descubrir la belleza de ese camino, la alegría de la humildad, de la penitencia, pero también de la conversación, del perdón recíproco, del mutuo apoyo. Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum (
Ps 133,1).

Nadie puede asumir la fuerza regeneradora de la vida común sin la oración, sin mirar a la experiencia y a las enseñanzas de los santos, en particular modo de los Padres de la Iglesia, sin una vida sacramental vivida con fidelidad. Si no se entra en el diálogo eterno que el Hijo mantiene con el Padre en el Espíritu Santo no es posible ninguna vida común auténtica. Hay que estar con Jesús para poder estar con los demás. Este es el corazón de la misión. En la compañía de Cristo y de los hermanos cada sacerdote puede encontrar las energías necesarias para hacerse cargo de los hombres, para hacerse cargo de las necesidades espirituales y materiales que encuentra, para enseñar con palabras siempre nuevas, dictadas por el amor, las verdades eternas de la fe de las que tienen sed también nuestros contemporáneos.

Queridos hermanos y amigos, ¡seguid yendo por todo el mundo para llevar a todos la comunión que nace del corazón de Cristo! Que la experiencia de los Apóstoles con Jesús sea siempre el faro que ilumine vuestra vida sacerdotal. Alentándoos a seguir por el camino trazado en estos años, imparto de buen grado mi bendición a todos los sacerdotes y seminaristas de la Fraternidad San Carlos, a las Misioneras de San Carlos, y a sus familiares y amigos.



Discursos 2011 12