Discursos 2011 16


AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS DE FILIPINAS


EN VISITA «AD LIMINA»


Viernes 18 de febrero de 2011




17 Queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra recibiros hoy con ocasión de vuestra visita ad limina, os expreso mis mejores deseos y ofrezco mis oraciones por vosotros y por todos los que han sido encomendados a vuestra solicitud pastoral. Vuestra presencia ante las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo refuerza la profunda unidad que ya existe entre la Iglesia en Filipinas y la Santa Sede. Puesto que los fuertes vínculos entre los católicos y el Sucesor de Pedro siempre han sido una característica importante de la fe en vuestro país, pido para que esta comunión siga creciendo y floreciendo mientras afrontáis los desafíos actuales de vuestro apostolado.

Aunque Filipinas sigue afrontando numerosos retos en el área del desarrollo económico, debemos reconocer que estos obstáculos a una vida de felicidad y de realización no son los únicos impedimentos a los que la Iglesia debe hacer frente. La cultura filipina se enfrenta también a cuestiones más sutiles relacionadas con el laicismo, el materialismo y el consumismo de nuestros tiempos. Cuando la autosuficiencia y la libertad se desvinculan de su dependencia de Dios y de su cumplimiento en él, la persona humana se crea un destino falso y pierde de vista la alegría eterna para la cual ha sido creada. El camino para descubrir el verdadero destino de la humanidad sólo se puede encontrar restableciendo la prioridad de Dios en el corazón y en la mente de cada persona.

Sobre todo, para mantener a Dios en el centro de la vida de vuestros fieles, vuestra predicación y la de vuestros sacerdotes debe tener un enfoque personal, a fin de que todo católico capte en lo más hondo de su corazón el hecho —que cambia la vida— de que Dios existe y nos ama, y de que en Cristo responde a los interrogantes más profundos de nuestra vida. Por tanto, vuestra gran tarea en la evangelización es proponer una relación personal con Cristo como clave para la realización plena. En este contexto, el segundo concilio plenario de Filipinas sigue teniendo efectos beneficiosos: en numerosas diócesis se han elaborado programas pastorales centrados en transmitir la buena nueva de la salvación. Al mismo tiempo, hay que reconocer que las nuevas iniciativas en el ámbito de la evangelización sólo darán fruto si, por gracia de Dios, quienes las proponen son personas que creen verdaderamente en el mensaje del Evangelio y lo viven.

Ciertamente esta es una de las razones por las cuales las comunidades eclesiales de base han tenido un impacto tan positivo en todo el país. Donde se han formado y han sido dirigidas por personas cuya fuerza motivadora es el amor por Cristo, esas comunidades se han convertido en instrumentos de evangelización, colaborando con las parroquias locales. Asimismo, la Iglesia en Filipinas tiene la suerte de contar con numerosas organizaciones laicales que siguen atrayendo personas hacia el Señor. A fin de responder a las cuestiones de nuestro tiempo, los laicos deben escuchar el mensaje del Evangelio en su plenitud, para comprender las implicaciones que tiene para su vida personal y para la sociedad en general y, por tanto, convertirse constantemente al Señor. Os exhorto, pues, a tener especial cuidado en la guía de estos grupos, para que la primacía de Dios se mantenga en primer plano.

Esta primacía es particularmente importante cuando se trata de la evangelización de la juventud. Me complace constatar que en vuestro país la fe desempeña un papel muy importante en la vida de muchos jóvenes, lo cual se debe en gran parte al trabajo paciente de la Iglesia local para llegar a la juventud, en todos los niveles. Os aliento a seguir recordando a los jóvenes que las seducciones de este mundo no van a satisfacer su deseo natural de felicidad. Sólo la verdadera amistad con Dios romperá las cadenas de la soledad que sufre nuestra frágil humanidad y creará una comunión auténtica y duradera con los demás, un vínculo espiritual que acrecentará en nosotros el deseo de servir a las necesidades de aquellos a quienes amamos en Cristo. Asimismo, hay que procurar mostrar a los jóvenes la importancia de los sacramentos como instrumentos de la gracia y de la ayuda de Dios. Esto vale especialmente para el sacramento del matrimonio, que santifica la vida conyugal desde el principio, de modo que la presencia de Dios sostenga a las parejas jóvenes en sus problemas.

La solicitud pastoral por los jóvenes, que tiene por objeto establecer la primacía de Dios en sus corazones, tiende por su naturaleza no sólo a suscitar vocaciones al matrimonio cristiano, sino también abundantes llamadas vocacionales de todo tipo. Me complace constatar el éxito de iniciativas locales en la promoción de numerosas vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. Sin embargo, sigue siendo apremiante la necesidad de más servidores de Cristo comprometidos tanto en el el país como en el extranjero. Según vuestra relación quinquenal, en muchas diócesis el número de sacerdotes y el correspondiente número de parroquias todavía no son suficientes para satisfacer las necesidades espirituales de la nutrida y creciente población católica. Junto con vosotros, por tanto, rezo para que los jóvenes filipinos que se sienten llamados al sacerdocio y a la vida religiosa respondan con generosidad a las inspiraciones del Espíritu. Que la misión de evangelización de la Iglesia sea sostenida por los maravillosos dones que el Señor concede a aquellos a quienes llama. Por vuestra parte, como pastores, debéis ofrecer a estas jóvenes vocaciones un plan de formación integral bien desarrollado y esmeradamente puesto en práctica, a fin de que su inclinación inicial hacia una vida al servicio de Cristo y de sus fieles alcance la plena maduración espiritual y humana.

Queridos hermanos en el episcopado, con estas reflexiones os aseguro mis oraciones y os encomiendo a la intercesión de san Lorenzo Ruiz. Que su ejemplo de fidelidad inquebrantable a Cristo os aliente en vuestro compromiso apostólico. A vosotros, al clero y a los religiosos, y a todos los fieles encomendados a vuestra solicitud, imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de gracia y de paz.



A LA COMUNIDAD DEL PONTIFICIO COLEGIO FILIPINO DE ROMA,


CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN


Sala Clementina

Sábado 19 de febrero de 2011




Eminencia;
18 queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Me complace encontrarme con vosotros, estudiantes y docentes del Pontificio Colegio Filipino en este año en el que se celebra el 50° aniversario de su institución por parte de mi predecesor el beato Juan XXIII. Me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios por la contribución que el Colegio ha dado a la vida de vuestros compatriotas filipinos, tanto en el país como en el extranjero, en las últimas cinco décadas.

Como casa de formación situada aquí, cerca de las tumbas de los grandes Apóstoles Pedro y Pablo, el Colegio Filipino ha llevado a cabo de distintos modos la misión que se le había encomendado. Su primera tarea, la más importante, sigue siendo asistir a los estudiantes en su formación en las ciencias sagradas. El Colegio la ha desempeñado bien, pues centenares de sacerdotes han regresado a su país con títulos de estudios superiores obtenidos en las diversas universidades e institutos pontificios de la ciudad, y han ido a servir a la Iglesia en el mundo, algunos de ellos de modo sobresaliente. Permitidme que os aliente a vosotros, que sois la generación actual de estudiantes del Colegio, a crecer en la fe, a esforzaros por alcanzar la excelencia en vuestros estudios y a aprovechar toda oportunidad que se os ofrezca para alcanzar la madurez espiritual y teológica, a fin de que estéis equipados, preparados, y seáis intrépidos ante cualquier situación que os reserve el futuro.

Como sabéis, una formación sacerdotal completa no sólo incluye el aspecto académico: más allá y por encima del componente intelectual que aquí se les ofrece, a los estudiantes del Colegio Filipino también se les forma espiritualmente a través de la historia viva de la Iglesia de Roma y el luminoso ejemplo de sus mártires, cuyo sacrificio los configura perfectamente a la persona de Jesucristo. Tengo plena confianza en que cada uno de vosotros encontrará inspiración en su unión con el misterio de Cristo y acogerá la llamada del Señor a la santidad, que en cuanto sacerdotes os pide nada menos que la entrega total a Dios de vuestra vida y de vuestro trabajo. Haciendo esto en compañía de otros sacerdotes y seminaristas jóvenes reunidos aquí procedentes de todo el mundo, regresaréis a casa, al igual que quienes os han precedido, con un sentido permanente y agradecido de la historia de la Iglesia de Roma, de sus raíces en el misterio pascual de Cristo, y de su maravillosa universalidad.

Durante vuestra estancia en Roma no debéis descuidar las necesidades pastorales, por lo que conviene que, incluso los sacerdotes que están estudiando, tengan en cuenta las necesidades de quienes les rodean, incluidos los miembros de la comunidad filipina que vive en Roma y sus alrededores. Al hacer esto, en el uso de vuestro tiempo mantened siempre un sano equilibrio entre las preocupaciones pastorales locales y las exigencias académicas de vuestra estancia aquí, en beneficio de todos.

Por último, no olvidéis el afecto que el Papa tiene por vosotros y por vuestra tierra natal. Os exhorto a todos a volver a Filipinas con afecto inquebrantable por el Sucesor de Pedro y con el deseo de fortalecer y mantener la comunión que une a la Iglesia en torno a él en la caridad. De este modo, una vez completados vuestros estudios, ciertamente seréis una levadura del Evangelio en la vida de vuestra amada nación.

Invocando la intercesión de Nuestra Señora de la Paz y del Buen Viaje, y como prenda de gracia y paz en el Señor, de buen grado os imparto a todos mi bendición apostólica.



A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL


DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA


Sala Clementina

Sábado 26 de febrero de 2001




Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
19 queridos hermanos y hermanas:

Os acojo con alegría con ocasión de la asamblea anual de la Academia pontificia para la vida. Saludo en particular al presidente, monseñor Ignacio Carrasco de Paula, y le agradezco sus amables palabras. Os doy a cada uno mi cordial bienvenida. En los trabajos de estos días habéis afrontado temas de relevante actualidad, que interrogan profundamente a la sociedad contemporánea y la desafían a encontrar respuestas cada vez más adecuadas al bien de la persona humana. La temática del síndrome post-aborto —es decir, el grave malestar psíquico que con frecuencia experimentan las mujeres que han recurrido al aborto voluntario— revela la voz irreprimible de la conciencia moral, y la herida gravísima que sufre cada vez que la acción humana traiciona la innata vocación al bien del ser humano, que ella testimonia. En esta reflexión sería útil también prestar atención a la conciencia, a veces ofuscada, de los padres de los niños, que a menudo dejan solas a las mujeres embarazadas. La conciencia moral —enseña el Catecismo de la Iglesia católica— es el «juicio de la razón, por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho» (n. 1778). En efecto, es tarea de la conciencia moral discernir el bien del mal en las distintas situaciones de la existencia, a fin de que, basándose en este juicio, el ser humano pueda orientarse libremente al bien. A quienes querrían negar la existencia de la conciencia moral en el hombre, reduciendo su voz al resultado de condicionamientos externos o a un fenómeno puramente emotivo, es importante reafirmar que la calidad moral de la acción humana no es un valor extrínseco u opcional, ni tampoco una prerrogativa de los cristianos o de los creyentes, sino que es común a todo ser humano. En la conciencia moral Dios habla a cada persona e invita a defender la vida humana en todo momento. En este vínculo personal con el Creador está la dignidad profunda de la conciencia moral y la razón de su inviolabilidad.

En la conciencia, el hombre en su integridad —inteligencia, emotividad, voluntad— realiza su vocación al bien, de modo que la elección del bien o del mal en las situaciones concretas de la existencia acaba por marcar profundamente a la persona humana en toda expresión de su ser. Todo el hombre, en efecto, queda herido cuando su actuación va contra el dictamen de su conciencia. Sin embargo, incluso cuando el hombre rechaza la verdad y el bien que el Creador le propone, Dios no lo abandona, sino que precisamente mediante la voz de la conciencia, sigue buscándolo y sigue hablándole, a fin de que reconozca el error y se abra a la Misericordia divina, capaz de sanar cualquier herida.

Los médicos, en particular, no pueden descuidar la grave tarea de defender del engaño la conciencia de numerosas mujeres que piensan que en el aborto encontrarán la solución a dificultades familiares, económicas, sociales, o a problemas de salud de su niño. Especialmente en esta última situación, con frecuencia se convence a la mujer —a veces lo hacen los propios médicos— de que el aborto no sólo representa una opción moralmente lícita, sino que es incluso un acto «terapéutico» debido para evitar sufrimientos al niño y a su familia, y un peso «injusto» para la sociedad. En un marco cultural caracterizado por el eclipse del sentido de la vida, en el cual se ha atenuado mucho la percepción común de la gravedad moral del aborto y de otras formas de atentados contra la vida humana, se exige a los médicos una fortaleza especial para seguir afirmando que el aborto no resuelve nada, sino que mata al niño, destruye a la mujer y ciega la conciencia del padre del niño, arruinando a menudo la vida familiar.

Esta tarea, sin embargo, no concierne sólo a la profesión médica y a los agentes sanitarios. Es necesario que toda la sociedad se alinee en defensa del derecho a la vida del concebido y del verdadero bien de la mujer, que nunca, en ninguna circunstancia, podrá realizarse en la opción del aborto. Igualmente, serás necesario —como se ha indicado en vuestros trabajos— proporcionar las ayudas necesarias a las mujeres que lamentablemente ya han recurrido al aborto y ahora están viviendo todo su drama moral y existencial. Son múltiples las iniciativas, a nivel diocesano o de parte de organismos de voluntariado, que ofrecen apoyo psicológico y espiritual, para una recuperación humana completa. La solidaridad de la comunidad cristiana no puede renunciar a este tipo de corresponsabilidad. Al respecto quiero recordar la invitación que el venerable Juan Pablo II dirigió a las mujeres que han recurrido al aborto: «La Iglesia conoce cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no perdáis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Con la ayuda del consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida» (Evangelium vitae
EV 99).

La conciencia moral de los investigadores y de toda la sociedad civil está íntimamente implicada también en el segundo tema objeto de vuestros trabajos: el uso de bancos de cordón umbilical con finalidades clínicas y de investigación. La investigación médico-científica es un valor y, por tanto, un compromiso, no sólo para los investigadores, sino para toda la comunidad civil. De aquí el deber de promover investigaciones éticamente válidas por parte de las instituciones y el valor de la solidaridad de los individuos en la participación en investigaciones encaminadas a promover el bien común. Este valor, y la necesidad de esta solidaridad, se evidencian muy bien en el caso del uso de células madre procedentes del cordón umbilical. Se trata de aplicaciones clínicas importantes y de investigaciones prometedoras en el plano científico, pero que en su realización dependen mucho de la generosidad en la donación de sangre del cordón umbilical en el momento del parto, y de la adecuación de las estructuras, para hacer efectiva la voluntad de donación por parte de las parturientas. Os invito, por tanto, a todos a haceros promotores de una verdadera y consciente solidaridad humana y cristiana. A este propósito, numerosos investigadores médicos miran justamente con perplejidad el creciente florecimiento de bancos privados para la conservación de la sangre del cordón umbilical para uso exclusivamente autólogo. Esta opción —como demuestran los trabajos de vuestra asamblea—, además de carecer de una superioridad científica real respecto a la donación del cordón umbilical, debilita el genuino espíritu solidario que debe alentar constantemente la búsqueda de ese bien común al cual tienden, en última instancia, la ciencia y la investigación médica.

Queridos hermanos y hermanas, renuevo la expresión de mi reconocimiento al presidente y a todos los miembros de la Academia pontificia para la vida por el valor científico y ético con el que realizáis vuestro compromiso al servicio del bien de la persona humana. Mi deseo es que mantengáis siempre vivo el espíritu de auténtico servicio que hace que las mentes y los corazones sean sensibles para reconocer las necesidades de los hombres contemporáneos nuestros. A cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos os imparto de corazón la bendición apostólica.





A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA


DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES


Sala Clementina

Lunes 28 de febrero de 2011




Eminencias,
excelencias,
20 queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros con ocasión de la plenaria del dicasterio. Saludo al presidente, monseñor Claudio Maria Celli, a quien agradezco sus amables palabras, a los secretarios, a los oficiales, a los consultores y a todo el personal.

En el Mensaje para la Jornada mundial de las comunicaciones sociales de este año, invité a reflexionar sobre el hecho de que las nuevas tecnologías no sólo cambian el modo de comunicar, sino que están realizando una vasta transformación cultural. Se está desarrollando una nueva forma de aprender y de pensar, con oportunidades inéditas de entablar relaciones y construir comunión. Quiero ahora detenerme en el hecho de que el pensamiento y la relación se producen siempre en la modalidad del lenguaje, entendido naturalmente en sentido amplio, no sólo verbal. El lenguaje no es un simple revestimiento intercambiable y provisional de conceptos, sino el contexto vivo y palpitante en el que los pensamientos, las inquietudes y los proyectos de los hombres nacen a la conciencia y se plasman en gestos, símbolos y palabras. El hombre, por tanto, no sólo «usa», sino que en cierto sentido «habita» el lenguaje. En particular hoy, los que el concilio Vaticano II definió «maravillosos inventos de la técnica» (Inter mirifica
IM 1) están transformando el ambiente cultural, y esto requiere una atención específica a los lenguajes que se desarrollan en él. Las nuevas tecnologías «tienen la capacidad de pesar no sólo sobre los modos de pensar, sino también sobre los contenidos del pensamiento» (Aetatis novae, 4).

Los nuevos lenguajes que se desarrollan en la comunicación digital determinan, por lo demás, una capacidad más intuitiva y emotiva que analítica, orientan hacia una diversa organización lógica del pensamiento y de la relación con la realidad, a menudo privilegian la imagen y las conexiones hipertextuales. La tradicional distinción neta entre lenguaje escrito y oral, asimismo, parece difuminarse a favor de una comunicación escrita que toma la forma y la inmediatez de la oralidad. Las dinámicas propias de las «redes participativas» requieren, además, que la persona se involucre en lo que comunica. Cuando las personas se intercambian informaciones, ya están compartiéndose a sí mismas y su visión del mundo: se convierten en «testigos» de lo que da sentido a su existencia. Los riesgos que se corren, ciertamente, están a la vista de todos: la pérdida de la interioridad, la superficialidad en vivir las relaciones, la huida hacia la emotividad, el prevalecer de la opinión más convincente respecto al deseo de verdad. Y, sin embargo, esos riesgos son consecuencia de una incapacidad de vivir con plenitud y de forma auténtica el sentido de las innovaciones. Por eso es urgente la reflexión sobre los lenguajes desarrollados por las nuevas tecnologías. El punto de partida es la Revelación misma, que nos atestigua cómo Dios comunicó sus maravillas precisamente en el lenguaje y en la experiencia real de los hombres, «según la cultura propia de las diversas épocas» (Gaudium et spes GS 58), hasta la manifestación plena de sí mismo en el Hijo encarnado. La fe siempre penetra, enriquece, exalta y vivifica la cultura, y esta, a su vez, se hace vehículo de la fe, a la que ofrece el lenguaje para pensarse y expresarse. Es necesario, por tanto, hacerse oyentes atentos de los lenguajes de los hombres de nuestro tiempo, para estar atentos a la obra de Dios en el mundo.

En este contexto, es importante el trabajo que lleva a cabo el Consejo pontificio para las comunicaciones sociales con el fin de profundizar la «cultura digital», estimulando y apoyando la reflexión para una mayor toma de conciencia sobre los retos que esperan a la comunidad eclesial y civil. No se trata solamente de expresar el mensaje evangélico en el lenguaje de hoy, sino que es preciso tener el valor de pensar de modo más profundo, como ha sucedido en otras épocas, la relación entre la fe, la vida de la Iglesia y los cambios que el hombre está viviendo. Es el compromiso de ayudar a quienes tienen responsabilidades en la Iglesia para que puedan entender, interpretar y hablar el «nuevo lenguaje» de los medios de comunicación en función pastoral (cf. Aetatis novae, 2), en diálogo con el mundo contemporáneo, preguntándose: ¿Qué desafíos plantea a la fe y a la teología el llamado «pensamiento digital»? ¿Qué preguntas y exigencias?

El mundo de la comunicación afecta a todo el universo cultural, social y espiritual de la persona humana. Si los nuevos lenguajes tienen impacto sobre el modo de pensar y de vivir, esto también atañe, de alguna forma, al mundo de la fe, a su inteligencia y su expresión. La teología, según una definición clásica, es inteligencia de la fe, y sabemos bien que la inteligencia, entendida como conocimiento reflexivo y crítico, no es ajena a los actuales cambios culturales. La cultura digital plantea nuevos desafíos a nuestra capacidad de hablar y de escuchar un lenguaje simbólico que hable de la trascendencia. Jesús mismo, al anunciar el Reino, supo utilizar elementos de la cultura y del ambiente de su tiempo: el rebaño, los campos, el banquete, las semillas, etc. Hoy estamos llamados a descubrir, también en la cultura digital, símbolos y metáforas significativas para las personas, que puedan servir de ayuda al hablar del reino de Dios al hombre contemporáneo.

Hay que considerar también que la comunicación en los tiempos de los «nuevos medios de comunicación» conlleva una relación cada vez más estrecha y ordinaria entre el hombre y las máquinas, desde los ordenadores a los teléfonos móviles, por citar sólo los más comunes. ¿Cuáles serán los efectos de esta relación constante? Ya el Papa Pablo VI, refiriéndose a los primeros proyectos de automatización del análisis lingüístico del texto bíblico, indicó una pista de reflexión al preguntarse: «Este esfuerzo de infundir en instrumentos mecánicos el reflejo de funciones espirituales, ¿no se ennoblece y eleva a un servicio que toca lo sagrado? ¿Es el espíritu el que se hace prisionero de la materia, o no es quizás la materia, ya domada y obligada a cumplir leyes del espíritu, la que ofrece al propio espíritu un sublime homenaje?» (Discurso al Centro de automatización del Aloisianum de Gallarate, 19 de junio de 1964). En estas palabras se intuye el vínculo profundo con el espíritu al que la tecnología está llamada por vocación (cf. Caritas in veritate ).

Es precisamente la llamada a los valores espirituales la que permitirá promover una comunicación verdaderamente humana: más allá de todo fácil entusiasmo o escepticismo, sabemos que esta es una respuesta a la llamada impresa en nuestra naturaleza de seres creados a imagen y semejanza del Dios de la comunión. Por esto la comunicación bíblica según la voluntad de Dios siempre está vinculada al diálogo y a la responsabilidad, como atestiguan, por ejemplo, las figuras de Abraham, Moisés, Job y los Profetas, y nunca a la seducción lingüística, como es en cambio el caso de la serpiente, o de incomunicabilidad y violencia, como en el caso de Caín. Entonces la contribución de los creyentes podrá servir de ayuda también para el mundo de los medios de comunicación, abriendo horizontes de sentido y de valor que la cultura digital no es capaz por sí sola de entrever y representar.

En conclusión, quiero recordar, junto a muchas otras figuras de comunicadores, la del padre Matteo Ricci, protagonista del anuncio del Evangelio en China en la era moderna, de cuya muerte hemos celebrado el IV centenario. En su obra de difusión del mensaje de Cristo consideró siempre a la persona, su contexto cultural y filosófico, sus valores, su lenguaje, asumiendo todo lo positivo que se encontraba en su tradición, y ofreciendo animarlo y elevarlo con la sabiduría y la verdad de Cristo.

Queridos amigos, os doy las gracias por vuestro servicio; lo encomiendo a la protección de la Virgen María y, a la vez que os aseguro mi oración, os imparto la bendición apostólica.


marzo de 2011



VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR

CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA

LECTIO DIVINA

DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI


Capilla del Seminario

21
Viernes 4 de marzo de 2011




Queridos hermanos y hermanas:

Me siento muy feliz de estar, al menos una vez al año, aquí, con mis seminaristas, con los jóvenes que están en camino hacia el sacerdocio y serán el futuro presbiterio de Roma. Me siento feliz de que esto suceda cada año en el día de la Virgen de la Confianza, de la Madre que nos acompaña con su amor día tras día y nos da la confianza de caminar hacia Cristo.

«En la unidad del Espíritu» es el tema que guía vuestras reflexiones durante este año de formación. Es una expresión que se encuentra precisamente en el pasaje que nos han propuesto de la Carta a los Efesios, donde san Pablo exhorta a los miembros de esa comunidad a «conservar la unidad del espíritu» (4, 3). Este texto abre la segunda parte de la Carta a los Efesios, la denominada parte parenética, exhortativa, y comienza con la palabra pa?a?a?? «os exhorto». Pero la misma raíz se encuentra en el término ?a?????t??. Así pues, es una exhortación en la luz, en la fuerza del Espíritu Santo. La exhortación del Apóstol se basa en el misterio de salvación, que había presentado en los primeros tres capítulos. De hecho, nuestro pasaje comienza con la palabra «Así pues»: «Así pues, yo... os exhorto» (v. 1). El comportamiento de los cristianos es la consecuencia del don, la realización de lo que se nos da cada día. Y, sin embargo, aunque es sencillamente realización del don que se nos ha otorgado, no se trata de un efecto automático, porque con Dios siempre estamos en la realidad de la libertad y, por eso —dado que la respuesta es libertad, lo es también la realización del don— el Apóstol debe recordarlo, no puede darlo por descontado. Como sabemos, el Bautismo no produce automáticamente una vida coherente: esta es fruto de la voluntad y del esfuerzo perseverante por colaborar con el don, con la Gracia recibida. Y este esfuerzo cuesta, hay que pagar un precio personalmente. Tal vez por eso san Pablo precisamente aquí hace referencia a su condición actual: «Así pues, yo, prisionero por el Señor, os exhorto» (ib.). Seguir a Cristo significa compartir su pasión, su cruz, seguirlo hasta el fondo, y esta participación en la suerte del Maestro une profundamente a él y refuerza la autoridad de la exhortación del Apóstol.

Entramos ahora en el tema central de nuestra meditación, al encontrar una palabra que nos impresiona de modo especial: la palabra «llamada», «vocación». San Pablo escribe: «comportaos como pide la llamada —de la ???s??— que habéis recibido» (ib.). Y poco después la repetirá al afirmar que «una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados, la de vuestra vocación» (v. 4). Aquí, en este caso, se trata de la vocación común de todos los cristianos, es decir, de la vocación bautismal: la llamada a ser de Cristo y a vivir en él, en su cuerpo. Dentro de esta palabra se halla inscrita una experiencia, en ella resuena el eco de la experiencia de los primeros discípulos, que conocemos por los Evangelios: cuando Jesús pasó por la orilla del lago de Galilea y llamó a Simón y Andrés, luego a Santiago y Juan (cf. Mc
Mc 1,16-20). Y antes aún, junto al río Jordán, después del bautismo, cuando, dándose cuenta de que Andrés y el otro discípulo lo seguían, les dijo: «Venid y veréis» (Jn 1,39). La vida cristiana comienza con una llamada y es siempre una respuesta, hasta el final. Eso es así, tanto en la dimensión del creer como en la del obrar: tanto la fe como el comportamiento del cristiano son correspondencia a la gracia de la vocación.

He hablado de la llamada de los primeros Apóstoles, pero con la palabra «llamada» pensamos sobre todo en la Madre de todas las llamadas, en María santísima, la elegida, la Llamada por excelencia. El icono de la Anunciación a María representa mucho más que ese episodio evangélico particular, por más fundamental que sea: contiene todo el misterio de María, toda su historia, su ser; y, al mismo tiempo, habla de la Iglesia, de su esencia de siempre, al igual que de cada creyente en Cristo, de cada alma cristiana llamada.

Al llegar a este punto, debemos tener presente que no hablamos de personas del pasado. Dios, el Señor, nos ha llamado a cada uno de nosotros; cada uno ha sido llamado por su propio nombre. Dios es tan grande que tiene tiempo para cada uno de nosotros, me conoce, nos conoce a cada uno por nombre, personalmente. Cada uno de nosotros ha recibido una llamada personal. Creo que debemos meditar muchas veces este misterio: Dios, el Señor, me ha llamado a mí, me llama a mí, me conoce, espera mi respuesta como esperaba la respuesta de María, como esperaba la respuesta de los Apóstoles. Dios me llama: este hecho debería impulsarnos a estar atentos a la voz de Dios, atentos a su Palabra, a su llamada a mí, a fin de responder, a fin de realizar esta parte de la historia de la salvación para la que me ha llamado a mí.

En este texto, además, san Pablo nos indica algunos elementos concretos de esta respuesta con cuatro palabras: «humildad», «mansedumbre», «magnanimidad» y «sobrellevándoos mutuamente con amor». Tal vez podemos meditar brevemente estas palabras, en las que se expresa el camino cristiano. Al final volveremos una vez más sobre esto.

«Humildad»: la palabra griega es tape???f??s????. Se trata de la misma palabra que san Pablo usa en la Carta a los Filipenses cuando habla del Señor, que era Dios y se humilló, se hizo tape????, se rebajó hasta hacerse criatura, hasta hacerse hombre, hasta la obediencia de la cruz (cf. Flp Ph 2,7-8). Humildad, por consiguiente, no es una palabra cualquiera, una modestia cualquiera, algo..., sino una palabra cristológica. Imitar a Dios que se rebaja hasta mí, que es tan grande que se hace mi amigo, sufre por mí, muere por mí. Esta es la humildad que es preciso aprender, la humildad de Dios. Quiere decir que debemos vernos siempre a la luz de Dios; así, al mismo tiempo, podemos conocer la grandeza de que somos personas amadas por Dios, pero también nuestra pequeñez, nuestra pobreza, y así comportarnos como debemos, no como amos, sino como siervos. Como dice san Pablo: «No porque seamos señores de vuestra fe, sino que contribuimos a vuestra alegría» (2Co 1,24). Ser sacerdote, mucho más que ser cristiano, implica esta humildad.

«Mansedumbre». El texto griego utiliza aquí la palabra p?a?t??, la misma palabra que aparece en las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,4). Y en el Libro de los Números, el cuarto libro de Moisés, encontramos la afirmación según la cual Moisés era el hombre más manso del mundo (cf. 12, 3); y, en este sentido, era una prefiguración de Cristo, de Jesús, que dice de sí mismo: «Soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Así pues, también la palabra «manso», «mansedumbre», es una palabra cristológica e implica de nuevo este imitar a Cristo. Dado que en el Bautismo hemos sido configurados con Cristo, también debemos configurarnos con Cristo, encontrar este espíritu de ser mansos, sin violencia, de convencer con el amor y con la bondad.

22 «Magnanimidad», µa?????µ?a, quiere decir generosidad de corazón, no ser minimalistas que dan sólo lo estrictamente necesario: démonos a nosotros mismos con todo lo que podamos, y crezcamos también nosotros en magnanimidad.

«Sobrellevándoos con amor». Es una tarea de cada día sobrellevarse unos a otros en su alteridad y, precisamente sobrellevándonos con humildad, aprender el verdadero amor.

Ahora demos un paso más. Después de la palabra «llamada» sigue la dimensión eclesial. Hemos hablado ahora de la vocación como de una llamada muy personal: Dios me llama, me conoce, espera mi respuesta personal. Pero, al mismo tiempo, la llamada de Dios es una llamada en comunidad, es una llamada eclesial. Dios nos llama en una comunidad. Es verdad que en este pasaje que estamos meditando no aparece la palabra e????s?a, la palabra «Iglesia», pero sí está muy presente la realidad. San Pablo habla de un Espíritu y un cuerpo. El Espíritu se crea el cuerpo y nos une como un único cuerpo. Y luego habla de la unidad, habla de la cadena del ser, del vínculo de la paz. Con esta palabra alude a la palabra «prisionero» del comienzo. Siempre es la misma palabra: «yo estoy en cadenas», «me hallo en cadenas», pero detrás de ella está la gran cadena invisible, liberadora, del amor. Nosotros estamos en este vínculo de la paz que es la Iglesia; es el gran vínculo que nos une con Cristo. Tal vez también debemos meditar personalmente en este punto: estamos llamados personalmente, pero estamos llamados en un cuerpo. Y este cuerpo no es algo abstracto, sino muy real.

En este momento, el seminario es el cuerpo en el que se realiza concretamente el estar en un camino común. Luego será la parroquia: aceptar, soportar, animar toda la parroquia, a las personas, tanto a las simpáticas como a las menos simpáticas, insertarse en este cuerpo. Cuerpo: la Iglesia es cuerpo; por tanto, tiene estructuras, también tiene realmente un derecho y a veces no resulta fácil insertarse. Ciertamente, queremos la relación personal con Dios, pero a menudo el cuerpo no nos agrada. Sin embargo, precisamente así estamos en comunión con Cristo: aceptando esta corporeidad de su Iglesia, del Espíritu, que se encarna en el cuerpo.

Por otra parte, con frecuencia sentimos el problema, la dificultad de esta comunidad, comenzando por la comunidad concreta del seminario hasta la gran comunidad de la Iglesia, con sus instituciones. También debemos tener presente que es muy grato estar en compañía, caminar en una gran compañía de todos los siglos, tener amigos en el cielo y en la tierra, y sentir la belleza de este cuerpo, ser felices porque el Señor nos ha llamado en un cuerpo y nos ha dado amigos en todas las partes del mundo.

He dicho que aquí no aparece la palabra e????s?a, pero sí aparecen la palabra «cuerpo», la palabra «espíritu», la palabra «vínculo»; y en este breve pasaje se repite siete veces la palabra «uno». Así, percibimos lo mucho que importa al Apóstol la unidad de la Iglesia. Y acaba con una «escala de unidad», hasta la Unidad: uno es Dios, el Dios de todos. Dios es uno, y la unicidad de Dios se manifiesta en nuestra comunión, porque Dios es el Padre, el Creador de todos nosotros y, por eso, todos somos hermanos, todos somos un cuerpo, y la unidad de Dios es la condición, es la creación también de la fraternidad humana, de la paz. Así pues, meditemos también este misterio de la unidad y la importancia de buscar siempre la unidad en la comunión del único Cristo, del único Dios.

Ahora podemos dar un nuevo paso. Si nos preguntamos cuál es el sentido profundo de este uso de la palabra «llamada», vemos que es una de las dos puertas que se abren sobre el misterio trinitario. Hasta ahora hemos hablado del misterio de la Iglesia, del único Dios, pero se nos presenta también el misterio trinitario. Jesús es el mediador de la llamada del Padre que se realiza en el Espíritu Santo.

La vocación cristiana no puede menos de tener una forma trinitaria, tanto a nivel de cada persona como a nivel de comunidad eclesial. Todo el misterio de la Iglesia está animado por el dinamismo del Espíritu Santo, que es un dinamismo vocacional en sentido amplio y perenne, a partir de Abraham, el primero que escuchó la llamada de Dios y respondió con la fe y con la acción (cf. Gn
Gn 12,1-3); hasta el «Heme aquí» de María, reflejo perfecto del «Heme aquí» del Hijo de Dios en el momento en que acoge la llamada del Padre a venir al mundo (cf. Hb He 10,5-7). Así, en el «corazón» de la Iglesia —como diría santa Teresa del Niño Jesús— la llamada de cada cristiano es un misterio trinitario: el misterio del encuentro con Jesús, con la Palabra hecha carne, mediante la cual Dios Padre nos llama a la comunión consigo y, por esto, nos quiere dar su Espíritu Santo; y precisamente gracias al Espíritu podemos responder a Jesús y al Padre de modo auténtico, dentro de una relación real, filial. Sin el soplo del Espíritu Santo la vocación cristiana sencillamente no se explica, pierde su linfa vital.

Y, finalmente, el último pasaje. La forma de la unidad según el Espíritu requiere, como he dicho, la imitación de Jesús, la configuración con él en sus comportamientos concretos. Como hemos meditado, el Apóstol escribe: «Con toda humildad, mansedumbre y magnanimidad, sobrellevándoos mutuamente con amor», y añade que la unidad del espíritu se debe conservar «con el vínculo de la paz» (Ep 4,2-3).

La unidad de la Iglesia no deriva de un «molde» impuesto desde el exterior, sino que es fruto de una concordia, de un compromiso común de comportarse como Jesús, con la fuerza de su Espíritu. San Juan Crisóstomo tiene un comentario muy bello de este pasaje. Comentando la imagen del «vínculo», el «vínculo de la paz», el Crisóstomo dice: «Es bello este vínculo, con el que nos unimos tanto unos con otros como con Dios. No es una cadena que hiere. No produce calambres en las manos, las deja libres, les da amplio espacio y una valentía mayor» (Homilías sobre la carta a los Ep 9, 4, 1-3). Aquí encontramos la paradoja evangélica: el amor cristiano es un vínculo, como hemos dicho, pero un vínculo que libera. La imagen del vínculo, como os he dicho, nos remite a la situación de san Pablo, que es «prisionero», está «en vínculo». El Apóstol está en cadenas por causa del Señor; como Jesús mismo, se hizo esclavo para liberarnos. Para conservar la unidad del espíritu es necesario que nuestro comportamiento esté marcado por la humildad, la mansedumbre y la magnanimidad que Jesús testimonió en su pasión; es necesario tener las manos y el corazón unidos por el vínculo de amor que él mismo aceptó por nosotros, haciéndose nuestro siervo. Este es el «vínculo de la paz». En el mismo comentario dice también san Juan Crisóstomo: «Uníos a vuestros hermanos. Los que están así unidos en el amor lo soportan todo con facilidad... Así quiere él que estemos unidos los unos a los otros, no sólo para estar en paz, no sólo para ser amigos, sino para ser todos uno, una sola alma» (ib.).

El texto paulino del que hemos meditado algunos elementos es muy rico. Sólo he podido ofreceros algunas consideraciones, que encomiendo a vuestra meditación. Pidamos a la Virgen María, la Virgen de la Confianza, que nos ayude a caminar con alegría en la unidad del Espíritu. Gracias.




Discursos 2011 16