Discursos 2011 26


A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO


ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA


Aula de las Bendiciones

Viernes 25 de marzo de 2011




Queridos amigos:

Me alegra daros a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo al cardenal Fortunato Baldelli, penitenciario mayor, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo al regente de la Penitenciaría, monseñor Gianfranco Girotti, al personal, a los colaboradores y a todos los participantes en el curso sobre el fuero interno, que ya se ha convertido en un encuentro tradicional y en una ocasión importante para profundizar en los temas relativos al sacramento de la Penitencia.

Deseo reflexionar con vosotros sobre un aspecto a veces no considerado suficientemente, pero de gran importancia espiritual y pastoral: el valor pedagógico de la Confesión sacramental. Aunque es verdad que es necesario salvaguardar siempre la objetividad de los efectos del Sacramento y su correcta celebración según las normas del Rito de la Penitencia, no está fuera de lugar reflexionar sobre cuánto puede educar la fe, tanto del ministro como del penitente. La fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san Josemaría Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo Mandic, nos indica a todos que el confesonario puede ser un «lugar» real de santificación.

¿De qué modo educa el sacramento de la Penitencia? ¿En qué sentido su celebración tiene un valor pedagógico, ante todo para los ministros? Podríamos partir del reconocimiento de que la misión sacerdotal constituye un punto de observación único y privilegiado, que permite contemplar diariamente el esplendor de la Misericordia divina. Cuántas veces en la celebración del sacramento de la Penitencia, el sacerdote asiste a auténticos milagros de conversión que, renovando el «encuentro con un acontecimiento, una Persona» (Deus caritas est ), fortalecen también su fe. En el fondo, confesar significa asistir a tantas «professiones fidei» cuantos son los penitentes, y contemplar la acción de Dios misericordioso en la historia, palpar los efectos salvadores de la cruz y de la resurrección de Cristo, en todo tiempo y para todo hombre.

Con frecuencia nos encontramos ante auténticos dramas existenciales y espirituales, que no hallan respuesta en las palabras de los hombres, pero que son abrazados y asumidos por el Amor divino, que perdona y transforma: «Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve» (Is 1,18). Conocer y, en cierto modo, visitar el abismo del corazón humano, incluso en sus aspectos oscuros, por un lado pone a prueba la humanidad y la fe del propio sacerdote; y, por otro, alimenta en él la certeza de que la última palabra sobre el mal del hombre y de la historia es de Dios, es de su misericordia, capaz de hacerlo nuevo todo (cf. Ap Ap 21,5).

¡Cuánto puede aprender el sacerdote de penitentes ejemplares por su vida espiritual, por la seriedad con que hacen el examen de conciencia, por la transparencia con que reconocen su pecado y por la docilidad a la enseñanza de la Iglesia y a las indicaciones del confesor! De la administración del sacramento de la Penitencia podemos recibir profundas lecciones de humildad y de fe. Es una llamada muy fuerte para cada sacerdote a la conciencia de su propia identidad. Nunca podríamos escuchar únicamente en virtud de nuestra humanidad las confesiones de los hermanos. Si se acercan a nosotros es sólo porque somos sacerdotes, configurados con Cristo sumo y eterno Sacerdote, y hemos sido capacitados para actuar en su nombre y en su persona, para hacer realmente presente a Dios que perdona, renueva y transforma. La celebración del sacramento de la Penitencia tiene un valor pedagógico para el sacerdote, en orden a su fe, a la verdad y pobreza de su persona, y alimenta en él la conciencia de la identidad sacramental.

27 ¿Cuál es el valor pedagógico del sacramento de la Reconciliación para los penitentes? Lo primero que debemos decir es que depende ante todo de la acción de la Gracia y de los efectos objetivos del Sacramento en el alma del fiel. Ciertamente, la Reconciliación sacramental es uno de los momentos en que la libertad personal y la conciencia de sí mismos están llamadas a expresarse de modo particularmente evidente. Tal vez también por esto, en una época de relativismo y de consiguiente conciencia atenuada del propio ser, queda debilitada asimismo la práctica sacramental. El examen de conciencia tiene un valor pedagógico importante: educa a mirar con sinceridad la propia existencia, a confrontarla con la verdad del Evangelio y a valorarla con parámetros no sólo humanos, sino también tomados de la Revelación divina. La confrontación con los Mandamientos, con las Bienaventuranzas y, sobre todo, con el Mandamiento del amor, constituye la primera gran «escuela penitencial».

En nuestro tiempo, caracterizado por el ruido, por la distracción y por la soledad, el coloquio del penitente con el confesor puede representar una de las pocas ocasiones, por no decir la única, para ser escuchados de verdad y en profundidad. Queridos sacerdotes, no dejéis de dar un espacio oportuno al ejercicio del ministerio de la Penitencia en el confesonario: ser acogidos y escuchados constituye también un signo humano de la acogida y de la bondad de Dios hacia sus hijos. Además, la confesión íntegra de los pecados educa al penitente en la humildad, en el reconocimiento de su propia fragilidad y, a la vez, en la conciencia de la necesidad del perdón de Dios y en la confianza en que la Gracia divina puede transformar la vida. Del mismo modo, la escucha de las amonestaciones y de los consejos del confesor es importante para el juicio sobre los actos, para el camino espiritual y para la curación interior del penitente. No olvidemos cuántas conversiones y cuántas existencias realmente santas han comenzado en un confesonario. La acogida de la penitencia y la escucha de las palabras «Yo te absuelvo de tus pecados» representan, por último, una verdadera escuela de amor y de esperanza, que guía a la plena confianza en el Dios Amor revelado en Jesucristo, a la responsabilidad y al compromiso de la conversión continua.

Queridos sacerdotes, que experimentar nosotros en primer lugar la Misericordia divina y ser sus humildes instrumentos nos eduque a una celebración cada vez más fiel del sacramento de la Penitencia y a una profunda gratitud hacia Dios, que «nos encargó el ministerio de la reconciliación» (
2Co 5,18). A la santísima Virgen María, Mater misericordiae y Refugium peccatorum, encomiendo los frutos de vuestro curso sobre el fuero interno y el ministerio de todos los confesores, y con gran afecto os bendigo.




A LOS PARTICIPANTES EN UNA PEREGRINACIÓN


DE LA DIÓCESIS DE TERNI-NARNI-AMELIA, ITALIA


Sábado 26 de marzo de 2011




Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra mucho acogeros esta mañana y dirigir mi cordial saludo a las autoridades presentes, a las trabajadoras y a los trabajadores y a todos vosotros que habéis venido a la sede de Pedro. Un saludo particular a vuestro obispo, monseñor Vincenzo Paglia, al que agradezco las palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre. Habéis acudido en gran número a este encuentro —lamento que algunos no hayan podido entrar—, con ocasión del trigésimo aniversario de la visita de Juan Pablo II a Terni. Hoy queremos recordarlo de manera especial por el amor que mostró al mundo del trabajo; casi podemos oírlo mientras repite las primeras palabras que pronunció en cuanto llegó a Terni: «Finalidad principal de esta visita, que se desarrolla en el día de san José (...) es la de traer una palabra de estímulo a todos los trabajadores (...) y expresarles mi solidaridad, mi amistad y mi aprecio» (Discurso a las autoridades, Terni, 19 de marzo de 1981: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de marzo de 1981, p. 5). Hago míos estos sentimientos, y de corazón os abrazo a todos vosotros y a vuestras familias. En el día de mi elección, también yo me presenté con convicción como «un humilde trabajador en la viña del Señor», y hoy, junto a vosotros, quiero recordar a todos los trabajadores y encomendarlos a la protección de san José obrero.

Terni se caracteriza por la presencia de una de las mayores fábricas de acero, que ha contribuido al crecimiento de una significativa realidad obrera. Un camino marcado por luces, pero también por momentos difíciles, como el que estamos viviendo hoy. La crisis del ámbito industrial está poniendo a dura prueba la vida de la ciudad, que debe pensar de modo nuevo su futuro. En todo esto se ve implícita también vuestra vida de trabajadores y la de vuestras familias. En las palabras de vuestro obispo he percibido el eco de las preocupaciones que lleváis en el corazón. Sé que la Iglesia diocesana las hace suyas y siente la responsabilidad de estar a vuestro lado para transmitiros la esperanza del Evangelio y la fuerza para edificar una sociedad más justa y más digna del hombre. Y lo hace a partir de la fuente, de la Eucaristía. En su primera carta pastoral, La Eucaristía salva al mundo, vuestro obispo os indicó cuál es la fuente a la que es preciso acudir para vivir la alegría de la fe y el deseo de mejorar el mundo. La Eucaristía del domingo se ha convertido así en el fulcro de la acción pastoral de la diócesis. Es una elección que ha producido sus frutos; ha crecido la participación en la Eucaristía dominical, de la que parte el compromiso de la diócesis para el camino de vuestra tierra. En efecto, de la Eucaristía, en la que Cristo se hace presente en su acto supremo de amor por todos nosotros, aprendemos a vivir como cristianos en la sociedad, para hacerla más acogedora, más solidaria, más atenta a las necesidades de todos, especialmente de los más débiles, más rica en amor. San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir, definía a los cristianos como aquellos que «viven según el domingo», (iuxta dominicum viventes), es decir «según la Eucaristía». Vivir de una manera «eucarística» significa vivir como un único Cuerpo, una única familia, una sociedad unida por el amor. La exhortación a ser «eucarísticos» no es una simple invitación moral dirigida a individuos; es mucho más: es la exhortación a participar en el dinamismo mismo de Jesús que entrega su vida por los demás, para que todos sean uno.

En este horizonte se sitúa también el tema del trabajo, que hoy os preocupa, con sus problemas, sobre todo el del desempleo. Es importante tener siempre presente que el trabajo es uno de los elementos fundamentales tanto de la persona como de la sociedad. Las difíciles o precarias condiciones del trabajo hacen difíciles y precarias las condiciones de la sociedad misma, las condiciones de un vivir ordenado según las exigencias del bien común. En la encíclica Caritas in veritate —como recordó monseñor Paglia— exhorté a que «se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan» (n. 32). Quiero recordar también el grave problema de la seguridad en el trabajo. Sé que muchas veces habéis tenido que afrontar esta trágica realidad. Es necesario realizar todo tipo de esfuerzos para que se rompa la cadena de muertes y de accidentes. Y ¿qué decir de la precariedad del trabajo, sobre todo cuando implica al mundo juvenil? Es un aspecto que no deja de crear angustia en tantas familias. El Obispo advertía también de la difícil situación de la industria química en vuestra ciudad, como también a los problemas del sector siderúrgico. Estoy cerca de vosotros, dejando en manos de Dios todas vuestras ansias y preocupaciones, y espero que, en la lógica de la gratuidad y de la solidaridad, se puedan superar estos momentos, para que se garantice un trabajo seguro, digno y estable.

El trabajo, queridos amigos, ayuda a estar más cerca de Dios y de los demás. Jesús mismo fue trabajador; más aún, pasó una buena parte de su vida terrena en Nazaret, en el taller de José. El evangelista san Mateo recuerda que la gente hablaba de Jesús como del «hijo del carpintero» (Mt 13,55) y Juan Pablo II en Terni, habló del «Evangelio del trabajo», afirmando que había sido «escrito sobre todo por el hecho de que el Hijo de Dios (...), al hacerse hombre, trabajó con sus propias manos. Más aún, su trabajo, que fue un auténtico trabajo físico, ocupó la mayor parte de su vida en esta tierra, y así entró en la obra de la redención del hombre y del mundo» (Discurso a los obreros, Terni, 19 de marzo de 1981, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de marzo de 1981, p. 6). Ya esto nos habla de la dignidad del trabajo, es más, de la dignidad específica del trabajo humano que se inserta en el misterio mismo de la redención. Es importante comprenderlo desde esta perspectiva cristiana. Sin embargo, a menudo se considera sólo como instrumento de ganancia, e incluso, en varias partes del mundo, como medio de explotación y, por tanto, de ofensa a la misma dignidad de la persona. Quiero mencionar además el problema del trabajo en el domingo. Por desgracia en nuestras sociedades, el ritmo del consumo puede robarnos también el sentido de la fiesta y del domingo como día del Señor y de la comunidad.

Queridos trabajadores y trabajadoras, queridos amigos todos, quiero terminar estas breves palabras diciéndoos que la Iglesia sostiene, conforta y anima cualquier esfuerzo encaminado a garantizar a todos un trabajo seguro, digno y estable. El Papa está cerca de vosotros, está al lado de vuestras familias, de vuestros niños, de vuestros jóvenes, de vuestros ancianos, y os lleva a todos en el corazón delante de Dios. El Señor os bendiga a vosotros, vuestro trabajo y vuestro futuro. Gracias.


VISITA AL MAUSOLEO DE LAS FOSAS ARDEATINAS

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Fosas Ardeatinas, Roma

28
Domingo 27 de marzo de 2011




Queridos hermanos y hermanas:

De buen grado he aceptado la invitación de la «Asociación nacional entre las familias italianas de los mártires caídos por la libertad de la patria» para peregrinar a este mausoleo, querido por todos los italianos, en particular por el pueblo romano. Saludo al cardenal vicario, al rabino jefe, al presidente de la asociación, al comisario general, al director del mausoleo y, de manera especial, a los familiares de las víctimas, así como a todos los presentes.

«Creo en Dios y en Italia, creo en la resurrección de los mártires y de los héroes, creo en el renacimiento de la patria y en la libertad del pueblo». Estas palabras fueron grabadas en la pared de una celda de tortura, en la calle Tasso, en Roma, durante la ocupación nazi. Son el testamento de una persona desconocida, que estuvo encarcelada en aquella celda, y demuestran que el espíritu humano sigue siendo libre incluso en las condiciones más duras. «Creo en Dios y en Italia»: esta expresión me ha impresionado, además, porque en este año se celebra el 150° aniversario de la unidad de Italia, pero sobre todo porque afirma la primacía de la fe, de la que se obtiene la confianza y la esperanza para Italia y para su futuro. Lo que sucedió aquí el 24 de marzo de 1944 es una ofensa gravísima a Dios, porque se trata de la violencia deliberada del hombre contra el hombre. Es el efecto más execrable de la guerra, de toda guerra, mientras que Dios es vida, paz, comunión.

Al igual que mis predecesores, he venido aquí para orar y renovar la memoria. He venido a invocar la Misericordia divina, la única que puede llenar los vacíos, los abismos abiertos por los hombres cuando, arrastrados por la ciega violencia, reniegan de su dignidad de hijos de Dios y hermanos entre sí. Yo también, como Obispo de Roma, ciudad consagrada por la sangre de los mártires del Evangelio del amor, vengo a rendir homenaje a estos hermanos, asesinados a poca distancia de las antiguas catacumbas.

«Creo en Dios y en Italia». En ese testamento grabado en un lugar de violencia y de muerte, el vínculo entre la fe y el amor a la patria aparece en toda su pureza, sin retórica alguna. Quien escribió esas palabras lo hizo sólo por íntima convicción, como último testimonio de la verdad en que creía, que hace regio el espíritu humano incluso en la máxima humillación. Cada hombre está llamado a realizar de este modo su propia dignidad: testimoniando esa verdad que reconoce con su propia conciencia.

Me ha impresionado otro testimonio, que se encontró precisamente aquí, en las Fosas Ardeatinas. Una hoja de papel en la que un caído escribió: «Dios mío, Padre grande, te rogamos que protejas a los judíos de las bárbaras persecuciones. Un padrenuestro, diez avemarías, un Gloria al Padre». En ese momento tan trágico, tan inhumano, en el corazón de esa persona surgió la invocación más elevada: «Dios mío, Padre grande». ¡Padre de todos! Como en los labios de Jesús poco antes de morir en la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». En ese nombre, «Padre», está la garantía segura de la esperanza; la posibilidad de un futuro diferente, libre del odio y de la venganza, un futuro de libertad y de fraternidad para Roma, para Italia, para Europa, para el mundo. Sí, en todo lugar, en todo continente, sea cual sea el pueblo al que pertenezca, el hombre es hijo del Padre que está en los cielos, es hermano de todos en humanidad. Pero ser hijo y hermano no es algo que se puede dar por descontado. Lo demuestran, por desgracia, también las Fosas Ardeatinas. Hay que quererlo, hay que decir sí al bien y no al mal. Es necesario creer en el Dios del amor y de la vida, y rechazar cualquier otra falsa imagen divina, que traiciona su santo Nombre y traiciona, por consiguiente, al hombre, hecho a su imagen.

Por eso, en este lugar, memorial doloroso del mal más horrendo, la respuesta más verdadera es la de tomarse de la mano, como hermanos, y decir: Padre nuestro, creemos en ti, y con la fuerza de tu amor queremos caminar juntos, en paz, en Roma, en Italia, en Europa, en todo el mundo. Amén.





Abril de 2011



A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA


DE LA COMISIÓN PONTIFICIA PARA AMÉRICA LATINA


Sala del Consistorio

Viernes 8 de abril de 2011




29 Señores Cardenales,
queridos hermanos en el Episcopado:

1. Saludo con afecto a los Consejeros y Miembros de la Comisión Pontificia para América Latina, que se han reunido en Roma para su Asamblea Plenaria. Saludo de manera especial al Señor Cardenal Marc Ouellet, Prefecto de la Congregación para los Obispos y Presidente de dicha Comisión Pontificia, agradeciéndole vivamente las palabras que me ha dirigido en nombre de todos para presentarme los resultados de estos días de estudio y reflexión.

2. El tema elegido para este encuentro, «Incidencia de la piedad popular en el proceso de evangelización de América Latina», aborda directamente uno de los aspectos de mayor importancia para la tarea misionera en la que están empeñadas las Iglesias particulares de ese gran continente latinoamericano. Los Obispos que se reunieron en Aparecida para la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, que tuve el gusto de inaugurar en mi viaje a Brasil, en mayo de 2007, presentan la piedad popular como un espacio de encuentro con Jesucristo y una forma de expresar la fe de la Iglesia. Por tanto, no puede ser considerada como algo secundario de la vida cristiana, pues eso «sería olvidar el primado de la acción del Espíritu y la iniciativa gratuita del amor de Dios» (Documento conclusivo, n. 263).

Esta expresión sencilla de la fe tiene sus raíces en el comienzo mismo de la evangelización de aquellas tierras. En efecto, a medida que el mensaje salvador de Cristo fue iluminando y animando las culturas de allí, se fue tejiendo paulatinamente la rica y profunda religiosidad popular que caracteriza la vivencia de fe de los pueblos latinoamericanos, la cual, como dije en el Discurso de inauguración de la Conferencia de Aparecida, constituye «el precioso tesoro de la Iglesia católica en América Latina, y que ella debe proteger, promover y, en lo que fuera necesario, también purificar» (n. 1).

3. Para llevar a cabo la nueva evangelización en Latinoamérica, dentro de un proceso que impregne todo el ser y quehacer del cristiano, no se pueden dejar de lado las múltiples demostraciones de la piedad popular. Todas ellas, bien encauzadas y debidamente acompañadas, propician un fructífero encuentro con Dios, una intensa veneración del Santísimo Sacramento, una entrañable devoción a la Virgen María, un cultivo del afecto al Sucesor de Pedro y una toma de conciencia de pertenencia a la Iglesia. Que todo ello sirva también para evangelizar, para comunicar la fe, para acercar a los fieles a los sacramentos, para fortalecer los lazos de amistad y de unión familiar y comunitaria, así como para incrementar la solidaridad y el ejercicio de la caridad.

Por consiguiente, la fe tiene que ser la fuente principal de la piedad popular, para que ésta no se reduzca a una simple expresión cultural de una determinada región. Más aún, tiene que estar en estrecha relación con la sagrada Liturgia, la cual no puede ser sustituida por ninguna otra expresión religiosa. A este respecto, no se puede olvidar, como afirma el Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, publicado por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, que «liturgia y piedad popular son dos expresiones cultuales que se deben poner en relación mutua y fecunda: en cualquier caso, la Liturgia deberá constituir el punto de referencia para “encauzar con lucidez y prudencia los anhelos de oración y de vida carismática” que aparecen en la piedad popular; por su parte la piedad popular, con sus valores simbólicos y expresivos, podrá aportar a la Liturgia algunas referencias para una verdadera inculturación, y estímulos para un dinamismo creador eficaz» (n. 58).

4. En la piedad popular se encuentran muchas expresiones de fe vinculadas a las grandes celebraciones del año litúrgico, en las que el pueblo sencillo de América Latina reafirma el amor que siente por Jesucristo, en quien encuentra la manifestación de la cercanía de Dios, de su compasión y misericordia. Son incontables los santuarios que están dedicados a la contemplación de los misterios de la infancia, pasión, muerte y resurrección del Señor, y a ellos concurren multitudes de personas para poner en sus divinas manos sus penas y alegrías, pidiendo al mismo tiempo copiosas gracias e implorando el perdón de sus pecados. Íntimamente unida a Jesús, está también la devoción de los pueblos de Latinoamérica y el Caribe a la Santísima Virgen María. Ella, desde los albores de la evangelización, acompaña a los hijos de ese continente y es para ellos manantial inagotable de esperanza. Por eso, se recurre a Ella como Madre del Salvador, para sentir constantemente su protección amorosa bajo diferentes advocaciones. De igual modo, los santos son tenidos como estrellas luminosas que constelan el corazón de numerosos fieles de aquellos países, edificándolos con su ejemplo y protegiéndolos con su intercesión.

5. No se puede negar, sin embargo, que existen ciertas formas desviadas de religiosidad popular que, lejos de fomentar una participación activa en la Iglesia, crean más bien confusión y pueden favorecer una práctica religiosa meramente exterior y desvinculada de una fe bien arraigada e interiormente viva. A este respecto, quisiera recordar aquí lo que escribí a los seminaristas el año pasado: «La piedad popular puede derivar hacia lo irracional y quizás también quedarse en lo externo. Sin embargo, excluirla es completamente erróneo. A través de ella, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la piedad popular es un gran patrimonio de la Iglesia. La fe se ha hecho carne y sangre. Ciertamente, la piedad popular tiene siempre que purificarse y apuntar al centro, pero merece todo nuestro aprecio, y hace que nosotros mismos nos integremos plenamente en el "Pueblo de Dios"» (Carta a los seminaristas, 18 octubre 2010, n. 4).

6. Durante los encuentros que he tenido en estos últimos años, con ocasión de sus visitas ad limina, los Obispos de América Latina y del Caribe me han hecho siempre referencia a lo que están realizando en sus respectivas circunscripciones eclesiásticas para poner en marcha y alentar la Misión continental, con la que el episcopado latinoamericano ha querido relanzar el proceso de nueva evangelización después de Aparecida, invitando a todos los miembros de la Iglesia a ponerse en un estado permanente de misión. Se trata de una opción de gran trascendencia, pues se quiere con ella volver a un aspecto fundamental de la labor de la Iglesia, es decir, dar primacía a la Palabra de Dios para que sea el alimento permanente de la vida cristiana y el eje de toda acción pastoral.

Este encuentro con la divina Palabra debe llevar a un profundo cambio de vida, a una identificación radical con el Señor y su Evangelio, a tomar plena conciencia de que es necesario estar sólidamente cimentado en Cristo, reconociendo que «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida, y, con ello, una orientación decisiva» (Carta enc. Deus caritas est ).

30 En este sentido, me complace saber que en América Latina ha ido creciendo la práctica de la lectio divina en las parroquias y en las pequeñas comunidades eclesiales, como una forma ordinaria para alimentar la oración y, de esa manera, dar solidez a la vida espiritual de los fieles, ya que «en las palabras de la Biblia, la piedad popular encontrará una fuente inagotable de inspiración, modelos insuperables de oración y fecundas propuestas de diversos temas» (Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, n. 87).

7. Queridos hermanos, les agradezco sus valiosos aportes encaminados a proteger, promover y purificar todo lo relacionado con las expresiones de la religiosidad popular en América Latina. Para alcanzar este objetivo, será de gran valor continuar impulsando la Misión continental, en la cual ha de tener particular espacio todo lo que se refiere a este ámbito pastoral, que constituye una manera privilegiada para que la fe sea acogida en el corazón del pueblo, toque los sentimientos más profundos de las personas y se manifieste vigorosa y operante por medio de la caridad (cf. Ga
Ga 5,6).

8. Al concluir este gozoso encuentro, a la vez que invoco el dulce Nombre de María Santísima, perfecta discípula y pedagoga de la evangelización, les imparto de corazón la Bendición Apostólica, prenda de la benevolencia divina.


PROYECCIÓN DEL DOCUMENTAL SOBRE JUAN PABLO II

"EL PEREGRINO VESTIDO DE BLANCO"

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sábado 9 de abril de 2011




Eminencias,
excelencias,
queridos hermanos y hermanas:

Deseo dirigir un cordial saludo y también un profundo agradecimiento a los productores, a los realizadores de este documental sobre el venerable papa Juan Pablo II. Me alegra haberlo podido ver aquí, en el Vaticano, y expresar un sincero aprecio por el trabajo realizado, asociándome al aplauso ya expresado por el Episcopado polaco y por algunos de mis colaboradores. Por la seriedad con que ha sido preparado, la calidad de su realización, este documental constituye una de las contribuciones más valiosas que se ha ofrecido al público con ocasión de la próxima beatificación de mi amado predecesor.

Ya son numerosas las obras audiovisuales sobre la figura de Juan Pablo II, entre los diferentes documentales producidos por las emisoras de televisión. En este panorama, esta película, "El peregrino vestido de blanco", se distingue por varios elementos, por ejemplo las entrevistas a sus colaboradores más cercanos, los testimonios de personalidades ilustres y la riqueza de la documentación. Todo esto tiene como finalidad destacar fielmente tanto la personalidad del Papa como la incansable actividad que llevó cabo durante su largo del pontificado.

Quiero subrayar una vez más los dos ejes de su vida y su ministerio: la oración y el celo misionero. Juan Pablo II fue un gran contemplativo y un gran apóstol de Cristo. Dios lo escogió para la sede de Pedro y lo conservó durante muchos años para introducir a la Iglesia en el tercer milenio. Con su ejemplo nos ha guiado a todos en esta peregrinación y ahora sigue acompañándonos desde el cielo.

Por tanto, expreso nuevamente mi agradecimiento a todos los que han colaborado en la realización de este documental, que nos ayuda a atesorar el luminoso testimonio del Papa Juan Pablo II. Con este sentimiento de gratitud, os bendigo de corazón a todos vosotros y a vuestros seres queridos.





FILIP VUCAK


NUEVO EMBAJADOR DE CROACIA ANTE LA SANTA SEDE


31
Lunes 11 de abril de 2011




Señor embajador:

Me alegra acogerlo en esta circunstancia solemne de la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Croacia ante la Santa Sede. Le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Por mi parte, le ruego que exprese al presidente de la República, señor Ivo Josipovic, con quien he tenido el placer de encontrarme recientemente, mis mejores deseos para su persona, así como para el bienestar y la paz del pueblo croata.

El inicio de su misión coincide felizmente con el vigésimo aniversario de la independencia de Croacia. Y el año próximo se celebrará el del establecimiento de las relaciones diplomáticas entre su país y la Santa Sede. Nuestras relaciones son armoniosas y serenas. La Santa Sede ha tenido siempre una solicitud particular por Croacia. Mi lejano predecesor, el Papa León X, viendo la belleza de vuestra cultura y la profundidad de la fe de vuestros antepasados, definió a su país como el «scutum saldissimum et antemurale Christianitatis». Estos antiguos valores siguen animando a nuestros contemporáneos que, hasta hace poco, han tenido que afrontar dificultades particulares. Por ello, para fortalecer a las generaciones actuales, es preciso explicarles claramente el rico patrimonio de la historia de Croacia y de la cultura cristiana que la ha impregnado profundamente y en la que su pueblo siempre se ha apoyado en las adversidades.

He sabido con satisfacción que vuestro Parlamento ha proclamado el año en curso como «Año Boscovic». Este jesuita fue físico, astrónomo, matemático, arquitecto, filósofo y diplomático. Su existencia demuestra que es posible hacer convivir en armonía la ciencia y la fe, el servicio a la madre patria y el compromiso en la Iglesia. Este sabio cristiano dice a los jóvenes que es posible realizarse en la sociedad actual y ser feliz en ella siendo creyentes. Por otro lado, los monumentos y los innumerables crucifijos diseminados por su país son la demostración clara de esta feliz simbiosis. Viendo esta armonía, los jóvenes estarán orgullosos de su país, de su historia y de su fe, y se sentirán cada vez más herederos de un tesoro que ahora les corresponde a ellos hacer fructificar.

Pronto Croacia se integrará plenamente en la Unión Europea. La Santa Sede no puede sino alegrarse de que la familia europea se complete acogiendo a Estados que históricamente forman parte de ella. Esta integración, señor embajador, deberá llevarse a cabo en el pleno respeto de las especificidades de Croacia, de su vida religiosa y de su cultura. Sería ilusorio querer renegar de la propia identidad para adherirse a otra, que ha nacido en circunstancias muy diferentes de las que han visto nacer y formarse la de Croacia. Entrando en la Unión Europea, su país no será solamente receptor de un sistema económico y jurídico que tiene sus ventajas y sus límites, sino que igualmente podrá aportar una contribución propia y típicamente croata. No ha de tener miedo de reivindicar con determinación el respeto de su propia historia y de su propia identidad religiosa y cultural. Algunas voces amargadas niegan con sorprendente regularidad la realidad de las raíces religiosas europeas. Se ha puesto de moda sufrir de amnesia y negar las evidencias históricas. Afirmar que Europa no tiene raíces cristianas equivale a pretender que un hombre pueda vivir sin oxígeno y sin alimento. No hay que avergonzarse de recordar y sostener la verdad negando, si es necesario, lo que es contrario a ella. Estoy seguro de que su país sabrá defender su identidad con convicción y con sano orgullo, evitando los nuevos obstáculos que se presentan y que, bajo el pretexto de una libertad religiosa mal entendida, son contrarios al derecho natural, a la familia y, más sencillamente, a la moral.

Quiero expresar también mi satisfacción por el interés manifestado por su país para que los croatas en Bosnia y Herzegovina puedan desempeñar el papel que les corresponde como uno de los tres pueblos constitutivos del país. Constato igualmente que, en el deseo de paz y de sana colaboración con los países de vuestra región geopolítica, Croacia no deja de aportar su especificidad para facilitar el diálogo y el entendimiento entre pueblos que tienen tradiciones diferentes, pero que conviven desde hace siglos. Os animo a proseguir por este camino, que consolidará la paz en el respeto de cada uno. Incluso dentro de vuestras fronteras nacionales, los cuatro Acuerdos firmados por su país y la Santa Sede permiten, respetando las propias especificidades, discutir sobre temas de interés común. Será necesario proseguir en esta dirección por el bien de ambas partes. Me alegra constatar que Croacia promueve la libertad religiosa y respeta la misión específica de la Iglesia.

Por todas estas razones, señor embajador, estoy profundamente contento de poder visitar su país dentro de algunas semanas. Mi predecesor, el venerado Juan Pablo II, lo hizo tres veces, y también yo, cuando estaba a cargo de un dicasterio romano, fui varias veces. He aceptado de buen grado la invitación de las autoridades croatas y la de los obispos de su noble país. Como sabe, el tema elegido para el viaje será: «Juntos en Cristo». Precisamente deseo festejar junto con su pueblo. Juntos, a pesar de las innumerables diferencias humanas; juntos, con estas diferencias. Y esto en Cristo, que ha acompañado al pueblo croata durante siglos con bondad y misericordia. Por él deseo animar a su país y también a la Iglesia que está entre vosotros y con vosotros. La Iglesia que acompaña, con la misma solicitud de Cristo, el destino y el camino de su nación desde sus orígenes. En esta feliz circunstancia también quiero saludar con afecto a los obispos y los fieles de la Iglesia católica en Croacia.

En el momento en que comienza su noble tarea de representación ante la Santa Sede, le dirijo, señor embajador, mis mejores deseos para el buen desempeño de su misión. Tenga la seguridad de que encontrará siempre entre mis colaboradores la acogida y la comprensión que pueda necesitar. Encomendando a su país a la protección de la Madre de Dios, Nuestra Señora de Marija Bistrica, y a la intercesión del beato Luis Stepinac, invoco de todo corazón la abundancia de las bendiciones divinas para usted, excelencia, para su familia y sus colaboradores, y para todo el pueblo croata y sus dirigentes.



Discursos 2011 26