Discursos 2011 31


A SU BEATITUD BÉCHARA PIERRE RAÏ,


NUEVO PATRIARCA DE ANTIOQUÍA DE LOS MARONITAS


Sala Clementina

Jueves 14 de abril de 2011




Beatitud;
32 venerados hermanos en el episcopado;
queridos hijos e hijas de la Iglesia Maronita:

Esta primera visita al Sucesor de Pedro después de su elección a la sede patriarcal de Antioquía de los Maronitas, es un momento privilegiado para la Iglesia universal. Me alegra recibirlo aquí, con los obispos Maronitas, los sacerdotes, las personas consagradas y los fieles, para solemnizar la ecclesiastica communio que le manifesté por carta el pasado 24 de marzo. Su elección, que se produjo algunos días después de la clausura del Año santo, promulgado para celebrar el 1600° aniversario de la muerte de san Marón, se presenta como el fruto más importante de las numerosas gracias que obtuvo para su Iglesia.

Os saludo cordialmente a todos los que habéis venido para acompañar a vuestro patriarca en este gran momento de comunión fraterna y de unidad indefectible de la Iglesia Maronita con la Iglesia de Roma, subrayando así la importancia de la unidad visible de la Iglesia en su catolicidad. En ausencia del cardenal Nasrallah Pierre Sfeir, me permito expresarle mi afecto y mi agradecimiento por haber dedicado veinticinco años de su vida a guiar como patriarca la Iglesia Maronita en medio de las turbulencias de la historia.

Próximamente, esta comunión eclesiástica encontrará su expresión más auténtica en la divina liturgia en la que se compartirá el único Cuerpo y Sangre de Cristo. En ella se manifiesta la plenitud de la comunión entre el Sucesor del Príncipe de los Apóstoles y el 77° Sucesor de san Marón, padre y cabeza de la Iglesia de Antioquía de los Maronitas, sede apostólica tan prestigiosa, donde los fieles de Cristo recibieron por primera vez el nombre de «cristianos». Vuestra Iglesia patriarcal, su rica tradición espiritual, litúrgica y teológica, de tradición antioquena, adornan siempre a toda Iglesia con ese tesoro.

Dado que estáis en el corazón de Oriente Medio, tenéis una misión inmensa entre los hombres, a los cuales el amor de Cristo impulsa a anunciar la Buena Nueva de la salvación. Durante el Sínodo que convoqué en octubre de 2010, se recordó muchas veces la urgencia de proponer nuevamente el Evangelio a las personas que lo conocen poco o que se han alejado de la Iglesia.

Con todas las fuerzas vivas presentes en el Líbano y en Oriente Medio, sé, Beatitud, que se esforzará por anunciar, dar testimonio y vivir en la comunión esta Palabra de vida con el fin de recuperar el celo de los primeros fieles que «perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (
Ac 2,42).

Esta región del mundo que los patriarcas, los profetas, los apóstoles y el propio Cristo bendijeron con su presencia y con su predicación, aspira a la paz duradera que la Palabra de verdad, acogida y vivida, tiene la capacidad de establecer.

Conseguiréis este objetivo a través de una educación humana y espiritual, moral e intelectual de los jóvenes gracias a vuestra red escolar y catequética, cuya calidad conozco. Espero ardientemente que vuestro papel en la formación sea cada vez más reconocido por la sociedad, para que los valores fundamentales se transmitan sin discriminaciones.

Que de esta forma los jóvenes de hoy se conviertan en hombres y mujeres responsables en sus familias y en la sociedad, para construir una solidaridad y una fraternidad mayores entre todos los componentes de la nación. Transmitid a los jóvenes toda mi estima y mi afecto, recordándoles que la Iglesia y la sociedad necesitan su entusiasmo y su esperanza. Con este fin os invito a intensificar la formación de los sacerdotes y de los numerosos jóvenes a los que el Señor llama en vuestras eparquías y en vuestras congregaciones religiosas. Que, mediante su enseñanza y su vida, sean auténticos testigos del Verbo de Dios para ayudar a los fieles a arraigar su vida y su misión en Cristo.

Beatitud, le expreso mi deseo fraterno de que el Espíritu Santo lo asista en el ejercicio de su mandato. Que lo consuele en las dificultades y le dé la alegría de ver crecer en fervor y en número a su Iglesia. Al iniciar su ministerio, quiero repetirle las palabras de Cristo a los discípulos: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino» (Lc 12,32). A la vez que dirijo a todo el pueblo libanés mi cordial saludo, lo encomiendo de manera especial a la intercesión de Nuestra Señora del Líbano, dado que usted, Beatitud, es hijo de la Orden Maronita de la Santísima Virgen María, y también a la intercesión de san Marón y de todos los santos y beatos libaneses. Le imparto de todo corazón la bendición apostólica, que extiendo a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles de su patriarcado.




A LA EXCMA. SRA. MARÍA JESÚS FIGA LÓPEZ – PALOP,


NUEVA EMBAJADORA DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE


33
Sábado, 16 de abril de 2011




Señora Embajadora:

Al recibir las cartas credenciales que acreditan a Vuestra Excelencia como Embajadora Extraordinaria y Plenipotenciaria de España ante la Santa Sede, le agradezco cordialmente las palabras que ha tenido a bien dirigirme, así como el deferente saludo que me trasmite de Sus Majestades los Reyes, del Gobierno y el pueblo español. Correspondo gustosamente expresando mis mejores deseos de paz, prosperidad y bien espiritual para todos ellos, a quienes tengo muy presentes en el recuerdo y en la oración. Reciba la más cordial bienvenida al iniciar su importante quehacer en esta Misión diplomática, que cuenta con siglos de brillante historia y tantos ilustres predecesores suyos.

He visitado recientemente Santiago de Compostela y Barcelona, y recuerdo con gratitud tantas atenciones y manifestaciones de cercanía y afecto al Sucesor de Pedro por parte de los españoles y sus Autoridades. Son dos lugares emblemáticos, en los que se pone de relieve tanto el atractivo espiritual del Apóstol Santiago, como la presencia de signos admirables que invitan a mirar hacia lo alto aun en medio de un ambiente plural y complejo.

Durante mi visita he percibido muchas muestras de la vivacidad de la fe católica de esas tierras, que han visto nacer tantos santos, y que están sembradas de catedrales, centros de asistencia y de cultura, inspirados por la fecunda raigambre y fidelidad de sus habitantes a sus creencias religiosas. Esto comporta también la responsabilidad de unas Relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede que procuren fomentar siempre, con mutuo respeto y colaboración, dentro de la legítima autonomía en sus respectivos campos, todo aquello que suscite el bien de las personas y el desarrollo auténtico de sus derechos y libertades, que incluyen la expresión de su fe y de su conciencia, tanto en la esfera pública como en la privada.

Por su significativa trayectoria en la actividad diplomática, Vuestra Excelencia conoce bien que la Iglesia, en el ejercicio de su propia misión, busca el bien integral de cada pueblo y sus ciudadanos, actuando en el ámbito de sus competencias y respetando plenamente la autonomía de las autoridades civiles, a las que aprecia y por las que pide a Dios que ejerzan con generosidad, honradez, acierto y justicia su servicio a la sociedad. Este marco en el que confluyen la misión de la Iglesia y la función del Estado, además, ha quedado plasmado en acuerdos bilaterales entre España y la Santa Sede sobre los principales aspectos de interés común, que proporcionan ese soporte jurídico y esa estabilidad necesaria para que las respectivas actuaciones e iniciativas beneficien a todos.

El comienzo de su alta responsabilidad, Señora Embajadora, tiene lugar en una situación de gran dificultad económica de ámbito mundial que atenaza también a España, con resultados verdaderamente preocupantes, sobre todo en el campo de la desocupación, que provoca desánimo y frustración especialmente en los jóvenes y las familias menos favorecidas. Tengo muy presentes a todos los ciudadanos, y pido al Todopoderoso que ilumine a cuantos tienen responsabilidades públicas para buscar denodadamente el camino de una recuperación provechosa a toda la sociedad. En este sentido, quisiera destacar con satisfacción la benemérita actuación que las instituciones católicas están llevando a cabo para acudir con presteza en ayuda de los más menesterosos, a la vez que hago votos para una creciente disponibilidad a la cooperación de todos en este empeño solidario.

Con esto, la Iglesia muestra una característica esencial de su ser, tal vez la más visible y apreciada por muchos, creyentes o no. Pero ella pretende ir más allá de la mera ayuda externa y material, y apuntar al corazón de la caridad cristiana, para la cual el prójimo es ante todo una persona, un hijo de Dios, siempre necesitado de fraternidad, respeto y acogida en cualquier situación en que se encuentre.

En este sentido, la Iglesia ofrece algo que le es connatural y que beneficia a las personas y las naciones: ofrece a Cristo, esperanza que alienta y fortalece, como un antídoto a la decepción de otras propuestas fugaces y a un corazón carente de valores, que termina endureciéndose hasta el punto de no saber percibir ya el genuino sentido de la vida y el porqué de las cosas. Esta esperanza da vida a la confianza y a la colaboración, cambiando así el presente sombrío en fuerza de ánimo para afrontar con ilusión el futuro, tanto de la persona como de la familia y de la sociedad.

No obstante, como he recordado en el Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 2011, en vez de vivir y organizar la sociedad de tal manera que favorezca la apertura a la trascendencia (cf. n. 9), no faltan formas, a menudo sofisticadas, de hostilidad contra la fe, que «se expresan a veces renegando de la historia y de los símbolos religiosos, en los que se reflejan la identidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos» (n. 13). El que en ciertos ambientes se tienda a considerar la religión como un factor socialmente insignificante, e incluso molesto, no justifica el tratar de marginarla, a veces mediante la denigración, la burla, la discriminación e incluso la indiferencia ante episodios de clara profanación, pues así se viola el derecho fundamental a la libertad religiosa inherente a la dignidad de la persona humana, y que «es un arma auténtica de la paz, porque puede cambiar y mejorar el mundo» (cf. n. 15).

En su preocupación por cada ser humano de manera concreta y en todas sus dimensiones, la Iglesia vela por sus derechos fundamentales, en diálogo franco con todos los que contribuyen a que sean efectivos y sin reducciones. Vela por el derecho a la vida humana desde su comienzo a su término natural, porque la vida es sagrada y nadie puede disponer de ella arbitrariamente. Vela por la protección y ayuda a la familia, y aboga por medidas económicas, sociales y jurídicas para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia tengan el apoyo necesario para cumplir su vocación de ser santuario del amor y de la vida. Aboga también por una educación que integre los valores morales y religiosos según las convicciones de los padres, como es su derecho, y como conviene al desarrollo integral de los jóvenes. Y, por el mismo motivo, que incluya también la enseñanza de la religión católica en todos los centros para quienes la elijan, como está preceptuado en el propio ordenamiento jurídico.

34 Antes de concluir, deseo hacer una referencia a mi nueva visita a España para participar en Madrid, el próximo mes de agosto, en la celebración de la XXVI Jornada Mundial de la Juventud. Me uno con gozo a los esfuerzos y oraciones de sus organizadores, que están preparando esmeradamente tan importante acontecimiento, con el anhelo de que dé abundantes frutos espirituales para la juventud y para España. Me consta también la disponibilidad, cooperación y ayuda generosa que tanto el Gobierno de la Nación como las autoridades autonómicas y locales están dispensando para el mejor éxito de una iniciativa que atraerá la atención de todo el mundo y mostrará una vez más la grandeza de corazón y de espíritu de los españoles.

Señora Embajadora, hago mis mejores votos por el desempeño de la alta misión que le ha sido encomendada, para que las relaciones entre España y la Santa Sede se consoliden y progresen, a la vez que le aseguro el gran aprecio que tiene el Papa por las siempre queridas gentes de España. Le ruego así mismo que se haga intérprete de mis sentimientos ante los Reyes de España y las demás Autoridades de la Nación, a la vez que invoco abundantes bendiciones del Altísimo sobre Vuestra Excelencia, su familia que hoy la acompaña, así como sobre sus colaboradores y el noble pueblo español.


ENTREVISTA A BENEDICTO XVI


EMITIDA POR LA TELEVISIÓN ITALIANA RAI 1 EN EL PROGRAMA


«A SU IMÁGENES PREGUNTAS SOBRE JESÚS»


Viernes Santo, 22 de abril de 2011




Santo Padre, quiero agradecerle su presencia, que nos llena de alegría y nos ayuda a recordar que hoy es el día en que Jesús demuestra su amor del modo más radical, muriendo en la cruz como inocente. Precisamente sobre el tema del dolor inocente es la primera pregunta que viene de una niña japonesa de siete años, que le dice: «Me llamo Elena, soy japonesa y tengo siete años. Tengo mucho miedo porque la casa en la que me sentía segura tembló muchísimo, y porque muchos niños de mi edad han muerto. No puedo ir a jugar al parque. Quiero preguntarle: ¿Por qué tengo que pasar tanto miedo? ¿Por qué los niños tienen que sufrir tanta tristeza? Pido al Papa, que habla con Dios, que me lo explique.

Querida Elena, te saludo con todo el corazón. También yo me pregunto: ¿Por qué es así? ¿Por qué vosotros tenéis que sufrir tanto, mientras otros viven cómodamente? Y no tenemos respuesta, pero sabemos que Jesús sufrió como vosotros, inocente, que el Dios verdadero que se muestra en Jesús está a vuestro lado. Esto me parece muy importante, a pesar de que no tenemos respuestas, si la tristeza sigue: Dios está a vuestro lado, y tenéis que estar seguros de que esto os ayudará. Y un día podremos comprender por qué ha sucedido esto. En este momento me parece importante que sepáis que «Dios me ama», aunque parezca que no me conoce. No, me ama, está a mi lado, y tenéis que estar seguros de que en el mundo, en el universo, hay muchas personas que están a vuestro lado, que piensan en vosotros, que hacen todo lo que pueden por vosotros, para ayudaros. Y ser conscientes de que, un día, yo comprenderé que este sufrimiento no era algo vacío, no era inútil, sino que detrás del sufrimiento hay un proyecto bueno, un proyecto de amor. No es una casualidad. Siéntete segura, estamos a tu lado, al lado de todos los niños japoneses que sufren; queremos ayudaros con la oración, con nuestros actos, y estad seguros de que Dios os ayuda. Y de este modo rezamos juntos para que la luz os llegue a vosotros cuanto antes.

La segunda pregunta nos pone delante de un calvario, porque se trata de una madre que está junto a la cruz de un hijo. Es italiana, se llama Maria Teresa y le pregunta: «Santidad, el alma de mi hijo, Francesco, en estado vegetativo desde el día de Pascua de 2009, ¿ha abandonado su cuerpo, dado que está totalmente inconsciente, o está todavía en él?».

Ciertamente el alma está todavía presente en el cuerpo. La situación es, en cierto sentido, como la de una guitarra que tiene las cuerdas rotas y que no se puede tocar. Así también el instrumento del cuerpo es frágil, vulnerable, y el alma no puede tocar, por decirlo de algún modo, pero sigue presente. También estoy seguro de que esta alma escondida siente en profundidad vuestro amor, a pesar de que no comprende los detalles, las palabras, etc., pero siente la presencia del amor. Y por eso esta presencia vuestra, queridos padres, querida mamá, junto a él, horas y horas cada día, es un verdadero acto de amor muy valioso, porque esta presencia entra en la profundidad de esta alma escondida y vuestro acto es un testimonio de fe en Dios, de fe en el hombre, de fe, digamos de compromiso a favor de la vida, de respeto por la vida humana, incluso en las situaciones más trágicas. Por esto os animo a proseguir, sabiendo que hacéis un gran servicio a la humanidad con este signo de confianza, con este signo de respeto de la vida, con este amor por un cuerpo desgarrado, un alma que sufre.

La tercera pregunta nos lleva a Irak, entre los jóvenes de Bagdad, cristianos perseguidos que le envían esta pregunta: «Saludamos al Santo Padre desde Irak —dicen—. Nosotros, cristianos de Bagdad, somos perseguidos como Jesús. Santo Padre, ¿de qué modo podemos ayudar a nuestra comunidad cristiana para que reconsidere el deseo de emigrar a otros países, convenciéndola de que marcharse no es la única solución?».

En primer lugar, quiero saludar de corazón a todos los cristianos de Irak, nuestros hermanos, y tengo que decir que rezo cada día por los cristianos de Irak. Son nuestros hermanos que sufren, así como en otras tierras del mundo, y por esto los siento especialmente cercanos a mi corazón y, en la medida de nuestras posibilidades, tenemos que hacer todo lo posible para que puedan quedarse, para que puedan resistir a la tentación de emigrar, que —en las condiciones en las que viven— resulta muy comprensible. Diría que es importante que estemos cerca de vosotros, queridos hermanos de Irak, que queramos ayudaros y cuando vengáis, recibiros realmente como hermanos. Y naturalmente, las instituciones, todos los que tienen una posibilidad de hacer algo por Irak, deben hacerlo. La Santa Sede está en permanente contacto con las distintas comunidades, no sólo con las comunidades católicas, con las demás comunidades cristianas, sino también con los hermanos musulmanes, sean chiíes o suníes. Y queremos realizar una obra de reconciliación, de comprensión, también con el Gobierno, ayudarle en este difícil camino de recomponer una sociedad desgarrada. Porque este es el problema, que la sociedad está profundamente dividida, desgarrada, ya no se tiene esta conciencia: «Nosotros somos, en la diversidad, un pueblo con una historia común, en el que cada uno tiene su sitio». Y tienen que reconstruir esta conciencia de que, en la diversidad, tienen una historia común, una común determinación. Y nosotros, en diálogo precisamente con los distintos grupos, queremos ayudar al proceso de reconstrucción y animaros a vosotros, queridos hermanos cristianos de Irak, a tener confianza, a tener paciencia, a tener confianza en Dios, a colaborar en este difícil proceso. Tened la seguridad de nuestra oración.

La siguiente pregunta es de una mujer musulmana de Costa de Marfil, un país en guerra desde hace años. Esta señora se llama Bintú y le envía un saludo en árabe que se puede traducir de este modo: «Que Dios esté en medio de todas las palabras que nos diremos y que Dios esté contigo». Es una frase que utilizan al empezar un diálogo. Y después prosigue en francés: «Querido Santo Padre, aquí en Costa de Marfil hemos vivido siempre en armonía entre cristianos y musulmanes. A menudo las familias están formadas por miembros de ambas religiones; existe también una diversidad de etnias, pero nunca hemos tenido problemas. Ahora todo ha cambiado: la crisis que vivimos, causada por la política, está sembrando divisiones. ¡Cuántos inocentes han perdido la vida! ¡Cuántos prófugos, cuántas madres y cuántos niños traumatizados! Los mensajeros han exhortado a la paz, los profetas han exhortado a la paz. Jesús es un hombre de paz. Usted, en cuanto embajador de Jesús, ¿qué aconsejaría a nuestro país?».

Quiero contestar al saludo: que Dios esté también contigo, y siempre te ayude. Y tengo que decir que he recibido cartas desgarradoras desde Costa de Marfil, donde veo toda la tristeza, la profundidad del sufrimiento, y me quedo triste porque podemos hacer muy poco. Siempre podemos hacer algo: orar con vosotros, y en la medida de lo posible, hacer obras de caridad, y sobre todo queremos colaborar, en la medida de nuestras posibilidades, en los contactos políticos, humanos. He encargado al cardenal Turkson, que es presidente de nuestro Consejo Justicia y paz, que vaya a Costa de Marfil e intente mediar, hablar con los diversos grupos, con las distintas personas, para facilitar un nuevo comienzo. Y sobre todo queremos hacer oír la voz de Jesús, en el que usted también cree como profeta. Él era siempre hombre de paz. Se podía pensar que, cuando Dios viniera a la tierra, lo haría como un hombre de gran fuerza, que destruiría las potencias adversarias, que sería un hombre de una fuerte violencia como instrumento de paz. Nada de esto: vino débil, vino sólo con la fuerza del amor, totalmente sin violencia hasta ir a la cruz. Y esto nos muestra el verdadero rostro de Dios, y que la violencia no viene nunca de Dios, nunca ayuda a producir cosas buenas, sino que es un medio destructivo y no es el camino para salir de las dificultades. Es una fuerte voz contra todo tipo de violencia. Invito encarecidamente a todas las partes a renunciar a la violencia, a buscar los caminos de la paz. Para la recomposición de vuestro pueblo no podéis usar medios violentos, aunque penséis tener razón. El único camino es la renuncia a la violencia, recomenzar el diálogo, los intentos de encontrar juntos la paz, una nueva atención de los unos hacia los otros, la nueva disponibilidad a abrirse el uno al otro. Y este, querida señora, es el verdadero mensaje de Jesús: buscad la paz con los medios de la paz y abandonad la violencia. Rezamos por vosotros para que todos los componentes de vuestra sociedad escuchen esta voz de Jesús y así vuelva la paz y la comunión.

35 Santo Padre, la próxima pregunta es sobre el tema de la muerte y la resurrección de Jesús, y llega desde Italia. Se la leo: «Santidad: ¿Qué hizo Jesús en el lapso de tiempo entre la muerte y la resurrección? Y, ya que en el Credo se dice que Jesús después de la muerte descendió a los infiernos: ¿Podemos pensar que es algo que nos pasará también a nosotros, después de la muerte, antes de ascender al cielo?».

En primer lugar, este descenso del alma de Jesús no debe imaginarse como un viaje geográfico, local, de un continente a otro. Es un viaje del alma. Hay que tener en cuenta que el alma de Jesús siempre toca al Padre, está siempre en contacto con el Padre, pero al mismo tiempo, esta alma humana se extiende hasta los últimos confines del ser humano. En este sentido baja a las profundidades, va hacia los perdidos, se dirige a todos aquellos que no han alcanzado la meta de su vida, y trasciende así los continentes del pasado. Esta palabra del descenso del Señor a los infiernos significa, sobre todo, que Jesús alcanza también el pasado, que la eficacia de la redención no comienza en el año cero o en el año treinta, sino que llega al pasado, abarca el pasado, a todas las personas de todos los tiempos. Dicen los Padres, con una imagen muy hermosa, que Jesús toma de la mano a Adán y Eva, es decir, a la humanidad, y la encamina hacia adelante, hacia las alturas. Y así crea el acceso a Dios, porque el hombre, por sí mismo, no puede elevarse a la altura de Dios. Jesús mismo, siendo un hombre, tomando de la mano al hombre, abre el acceso. ¿Qué acceso? La realidad que llamamos cielo. Así, este descenso a los infiernos, es decir, a las profundidades del ser humano, a las profundidades del pasado de la humanidad, es una parte esencial de la misión de Jesús, de su misión de Redentor y no se aplica a nosotros. Nuestra vida es diferente, el Señor ya nos ha redimido y nos presentamos al Juez, después de nuestra muerte, bajo la mirada de Jesús, y esta mirada en parte será purificadora: creo que todos nosotros, en mayor o menor medida, necesitaremos ser purificados. La mirada de Jesús nos purifica y además nos hace capaces de vivir con Dios, de vivir con los santos, sobre todo de vivir en comunión con nuestros seres queridos que nos han precedido.

También la siguiente pregunta es sobre el tema de la resurrección y viene de Italia: «Santidad, cuando las mujeres llegan al sepulcro, el domingo después de la muerte de Jesús, no reconocen al Maestro, lo confunden con otro. Lo mismo les pasa a los Apóstoles: Jesús tiene que enseñarles las heridas, partir el pan para que lo reconozcan precisamente por sus gestos. Su cuerpo es un cuerpo real de carne y hueso, pero también un cuerpo glorioso. El hecho de que su cuerpo resucitado no tenga las mismas características que antes, ¿qué significa? ¿Y qué significa, exactamente, cuerpo glorioso? Y la resurrección, ¿será también así para nosotros?».

Naturalmente, no podemos definir el cuerpo glorioso porque está más allá de nuestra experiencia. Sólo podemos interpretar algunos de los signos que Jesús nos dio para entender, al menos un poco, hacia dónde apunta esta realidad. El primer signo: el sepulcro está vacío. Es decir, Jesús no abandonó su cuerpo a la corrupción, nos enseñó que también la materia está destinada a la eternidad, que resucitó realmente, que no ha quedado perdido. Jesús asumió también la materia, por lo que la materia está también destinada a la eternidad. Pero asumió esta materia en una nueva forma de vida. Este es el segundo punto: Jesús no muere más, es decir: está más allá de las leyes de la biología, de la física, porque los sometidos a ellas mueren. Por lo tanto, hay una condición nueva, distinta, que no conocemos, pero que se revela en lo sucedido a Jesús, y para todos nosotros esa es la gran promesa de que hay un mundo nuevo, una vida nueva, hacia la que estamos encaminados. Y, estando ya Jesús en esa condición, puede ser tocado por los demás; puede dar la mano a sus amigos y comer con ellos, pero, sin embargo, está más allá de las condiciones de la vida biológica, como la que nosotros vivimos. Y sabemos que, por una parte, es un hombre real, no un fantasma, vive una vida real, pero es una vida nueva que ya no está sujeta a la muerte y esa es nuestra gran promesa. Es importante entender esto, al menos en la medida que se pueda, con el ejemplo de la Eucaristía: en la Eucaristía el Señor nos da su cuerpo glorioso, no nos da carne para comer en sentido biológico; se nos da él mismo; lo nuevo que es él entra en nuestro ser hombres, en nuestro ser personas, en mi ser persona como persona, y llega a nosotros con su ser, de modo que podemos dejarnos penetrar por su presencia, transformarnos en su presencia. Es un punto importante, porque así ya estamos en contacto con esta nueva vida, este nuevo tipo de vida, ya que él ha entrado en mí, y yo he salido de mí y me abro hacia una nueva dimensión de vida. Pienso que este aspecto de la promesa, de la realidad que él se entrega a mí y me hace salir de mí mismo y me eleva, es la cuestión más importante: no se trata de descifrar cosas que no podemos entender sino de encaminarnos hacia la novedad que comienza, siempre, de nuevo, en la Eucaristía.

Santo Padre, la última pregunta es acerca de María. Al pie de la cruz, se produce un conmovedor diálogo entre Jesús, su madre y Juan, en el que Jesús dice a María: «He aquí a tu hijo», y a Juan: «He aquí a tu madre». En su último libro, «Jesús de Nazaret», lo define como «una disposición final de Jesús». ¿Cómo debemos entender estas palabras? ¿Qué significado tenían en aquel momento y qué significado tienen hoy en día? Y ya que estamos en tema de confiar, ¿piensa renovar una consagración a la Virgen en el inicio de este nuevo milenio?

Estas palabras de Jesús son ante todo un acto muy humano. Vemos a Jesús como un hombre verdadero que lleva a cabo un gesto de verdadero hombre: un acto de amor a su madre confiándola al joven Juan para que esté segura. En aquella época en Oriente una mujer sola se encontraba en una situación imposible. Confía su madre a este joven y a él lo confía a su madre. Jesús realmente actúa como un hombre con un sentimiento profundamente humano. Me parece muy hermoso, muy importante que antes de cualquier teología veamos aquí la verdadera humanidad, el verdadero humanismo de Jesús. Pero por supuesto este gesto tiene varias dimensiones, no atañe sólo a ese momento: concierne a toda la historia. En Juan, Jesús nos confía a todos nosotros, a toda la Iglesia, a todos los futuros discípulos, a su madre, y su madre a nosotros. Y esto se ha cumplido a lo largo de la historia: la humanidad y los cristianos han entendido cada vez más que la madre de Jesús es su madre. Y cada vez más personas se han confiado a su Madre: basta pensar en los grandes santuarios, en esta devoción a María, donde cada vez más la gente siente: «Esta es la Madre». E incluso algunos que casi tienen dificultad para llegar a Jesús en su grandeza de Hijo de Dios, se confían a la Madre sin dificultad. Algunos dicen: «Pero eso no tiene fundamento bíblico». Aquí me gustaría responder con san Gregorio Magno: «A medida que se lee —dice—, crecen las palabras de la Escritura». Es decir, se desarrollan en la realidad, crecen, y cada vez se difunde más esta Palabra en la historia. Todos podemos estar agradecidos porque la Madre es una realidad, a todos se nos ha dado una madre. Y podemos dirigirnos con mucha confianza a esta madre, que para cada cristiano es su Madre. Por otro lado, la Madre es también expresión de la Iglesia. No podemos ser cristianos solos, con un cristianismo construido según mis ideas. La Madre es imagen de la Iglesia, de la Madre Iglesia y confiándonos a María, también tenemos que confiarnos a la Iglesia, vivir la Iglesia, ser Iglesia con María. Llego ahora al tema de la consagración: los Papas —Pío xii, Pablo vi y Juan Pablo ii— hicieron un gran acto de consagración a la Virgen María y creo que, como gesto ante la humanidad, ante María misma, fue muy importante. Yo creo que ahora es importante interiorizar ese acto, dejar que nos penetre, para realizarlo en nosotros mismos. Por eso he visitado algunos de los grandes santuarios marianos del mundo: Lourdes, Fátima, Czestochowa, Altötting…, siempre con el fin de hacer concreto, de interiorizar ese acto de consagración, para que sea realmente un acto nuestro. Creo que el acto grande, público, ya se ha hecho. Tal vez algún día habrá que repetirlo, pero por el momento me parece más importante vivirlo, realizarlo, entrar en esta consagración para hacerla nuestra verdaderamente. Por ejemplo, en Fátima, me di cuenta de que los miles de personas presentes eran conscientes de esa consagración, se habían consagrado, encarnando la consagración en sí mismos, para sí mismos. Así esa consagración se hace realidad en la Iglesia viva y así crece también la Iglesia. La consagración común a María, el que todos nos dejemos penetrar y formar por esa presencia, el entrar en comunión con María, nos hace Iglesia, nos hace, junto con María, realmente esposa de Cristo. De modo que, por ahora, no tengo intención de una nueva consagración pública, pero sí quiero invitar a todos a incorporarse a esa consagración que ya está hecha, para que la vivamos verdaderamente día tras día y crezca así una Iglesia realmente mariana que es Madre y Esposa e Hija de Jesús.


VÍA CRUCIS EN EL COLISEO

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

AL FINAL DEL VÍA CRUCIS EN EL COLISEO


Palatino

Viernes Santo 22 de abril de 2011


Galería fotográfica



Queridos hermanos y hermanas

Esta noche hemos acompañado en la fe a Jesús en el recorrido del último trecho de su camino terrenal, el más doloroso, el del Calvario. Hemos escuchados el clamor de la muchedumbre, las palabras de condena, las burlas de los soldados, el llanto de la Virgen María y de las mujeres. Ahora estamos sumidos en el silencio de esta noche, en el silencio de la cruz, en el silencio de la muerte. Es un silencio que lleva consigo el peso del dolor del hombre rechazado, oprimido y aplastado; el peso del pecado que le desfigura el rostro, el peso del mal. Esta noche hemos revivido, en el profundo de nuestro corazón, el drama de Jesús, cargado del dolor, del mal y del pecado del hombre.


Discursos 2011 31