Discursos 2011 36

36 ¿Que queda ahora ante nuestros ojos? Queda un Crucifijo, una Cruz elevada sobre el Gólgota, una Cruz que parece señalar la derrota definitiva de Aquel que había traído la luz a quien estaba sumido en la oscuridad, de Aquel que había hablado de la fuerza del perdón y de la misericordia, que había invitado a creer en el amor infinito de Dios por cada persona humana. Despreciado y rechazado por los hombres, está ante nosotros el «hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, despreciado y evitado de los hombres, ante el cual se ocultaban los rostros» (Is 53,3).

Pero miremos bien a este hombre crucificado entre la tierra y el cielo, contemplémosle con una mirada más profunda, y descubriremos que la Cruz no es el signo de la victoria de la muerte, del pecado y del mal, sino el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar: Dios se ha inclinado sobre nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más oscuro de nuestra vida para tendernos la mano y alzarnos hacia él, para llevarnos hasta él. La Cruz nos habla de la fe en el poder de este amor, a creer que en cada situación de nuestra vida, de la historia, del mundo, Dios es capaz de vencer la muerte, el pecado, el mal, y darnos una vida nueva, resucitada. En la muerte en cruz del Hijo de Dios, está el germen de una nueva esperanza de vida, como el grano que muere dentro de la tierra.

En esta noche cargada de silencio, cargada de esperanza, resuena la invitación que Dios nos dirige a través de las palabras de san Agustín: «Tened fe. Vosotros vendréis a mí y gustareis los bienes de mi mesa, así como yo no he rechazado saborear los males de la vuestra… Os he prometido la vida… Como anticipo os he dado mi muerte, como si os dijera: “Mirad, yo os invito a participar en mi vida… Una vida donde nadie muere, una vida verdaderamente feliz, donde el alimento no perece, repara las fuerzas y nunca se agota. Ved a qué os invito… A la amistad con el Padre y el Espíritu Santo, a la cena eterna, a ser hermanos míos..., a participar en mi vida”» (cf. Sermón 231, 5).

Fijemos nuestra mirada en Jesús crucificado y pidamos en la oración: Ilumina, Señor, nuestro corazón, para que podamos seguirte por el camino de la Cruz; haz morir en nosotros el «hombre viejo», atado al egoísmo, al mal, al pecado, y haznos «hombres nuevos», hombres y mujeres santos, transformados y animados por tu amor.




mayo de 2011



AL INSTITUTO LITÚRGICO PONTIFICIO SAN ANSELMO


Sala Clementina

Viernes 6 de mayo de 2011




Eminencias,
reverendo padre abad primado,
reverendo rector magnífico,
ilustres profesores,
queridos estudiantes:

37 Os acojo con alegría con ocasión del IX Congreso internacional de liturgia que celebráis en el ámbito del quincuagésimo aniversario de fundación del Instituto litúrgico pontificio. Os saludo cordialmente a cada uno, en particular al gran canciller, el abad primado dom Notker Wolf, y le doy las gracias por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.

El beato Juan XXIII, recogiendo las instancias del movimiento litúrgico que pretendía dar nuevo impulso y nuevo respiro a la oración de la Iglesia, poco antes del concilio Vaticano II y durante su celebración quiso que la Facultad de los benedictinos en el Aventino constituyera un centro de estudios y de investigación para asegurar una sólida base a la reforma litúrgica conciliar. En vísperas del Concilio, de hecho, era cada vez más viva en el campo litúrgico la urgencia de una reforma, postulada también por las peticiones realizadas por varios episcopados. Por otra parte, la fuerte exigencia pastoral que animaba al movimiento litúrgico requería que se favoreciera y suscitara una participación más activa de los fieles en las celebraciones litúrgicas a través del uso de las lenguas nacionales, y que se profundizara el tema de la adaptación de los ritos en las diversas culturas, especialmente en tierras de misión. Además, resultaba clara desde el principio la necesidad de estudiar más profundamente el fundamento teológico de la liturgia, para evitar caer en el ritualismo o favorecer el subjetivismo, el protagonismo del celebrante, y para que la reforma estuviera bien justificada en el ámbito de la Revelación y en continuidad con la tradición de la Iglesia. El Papa Juan XXIII, animado por su sabiduría y por espíritu profético, para acoger y responder a estas exigencias creó el Instituto litúrgico, al que quiso atribuir en seguida el apelativo de «pontificio» para indicar su vínculo peculiar con la Sede apostólica.

Queridos amigos, el título elegido para el Congreso de este año jubilar es muy significativo: «El Instituto litúrgico pontificio, entre memoria y profecía». En lo que concierne a la memoria, debemos constatar los abundantes frutos suscitados por el Espíritu Santo en medio siglo de historia, y por esto damos gracias al Dador de todo bien, incluso a pesar de los malentendidos y los errores en la realización concreta de la reforma. ¿Cómo no recordar a los pioneros, presentes en el acto de fundación de la Facultad: dom Cipriano Vagaggini, dom Adrien Nocent, dom Salvatore Marsili y dom Burkhard Neunheuser, quienes, acogiendo las instancias del Pontífice fundador, se empeñaron, especialmente después de la promulgación de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium, en profundizar «el ejercicio de la misión sacerdotal de Jesucristo en la que, mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la santificación del hombre y, así, el Cuerpo místico de Cristo, esto es, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público» (n. 7).

Pertenece a la «memoria» la vida misma del Instituto litúrgico pontificio, que ha dado su contribución a la Iglesia comprometida en la recepción del Vaticano II, a lo largo de cincuenta años de formación litúrgica académica. Formación ofrecida a la luz de la celebración de los santos misterios, de la liturgia comparada, de la Palabra de Dios, de las fuentes litúrgicas, del magisterio, de la historia de las instancias ecuménicas y de una sólida antropología. Gracias a este importante trabajo formativo, un elevado número de doctorados y licenciados prestan ya su servicio a la Iglesia en varias partes del mundo, ayudando al pueblo santo de Dios a vivir la liturgia como expresión de la Iglesia en oración, como presencia de Cristo en medio de los hombres y como actualidad constitutiva de la historia de la salvación. De hecho, el documento conciliar pone en viva luz el doble carácter teológico y eclesiológico de la liturgia. La celebración realiza al mismo tiempo una epifanía del Señor y una epifanía de la Iglesia, dos dimensiones que se conjugan en unidad en la asamblea litúrgica, donde Cristo actualiza el misterio pascual de muerte y resurrección, y el pueblo de los bautizados bebe más abundantemente de las fuentes de la salvación. En la acción litúrgica de la Iglesia subsiste la presencia activa de Cristo: lo que realizó a su paso entre los hombres, sigue haciéndolo operante a través de su acción sacramental personal, cuyo centro es la Eucaristía.

Con el término «profecía», la mirada se abre a nuevos horizontes. La liturgia de la Igleisa va más allá de la misma «reforma conciliar» (cf. Sacrosanctum Concilium
SC 1), que, de hecho, no tenía como finalidad principal cambiar los ritos y los textos, sino más bien renovar la mentalidad y poner en el centro de la vida cristiana y de la pastoral la celebración del misterio pascual de Cristo. Por desgracia, quizás también nosotros, pastores y expertos, tomamos la liturgia más como un objeto por reformar que como un sujeto capaz de renovar la vida cristiana, dado que «existe, en efecto, un vínculo estrechísimo y orgánico entre la renovación de la liturgia y la renovación de toda la vida de la Iglesia. La Iglesia (...) saca de la liturgia las fuerzas para la vida». Nos lo recuerda el beato Juan Pablo II en la Vicesimus quintus annus (n. 4), donde la liturgia se presenta como el corazón palpitante de toda actividad eclesial. Y el siervo de Dios Pablo VI, refiriéndose al culto de la Iglesia, con una expresión sintética afirmaba: «De la lex credendi pasamos a la lex orandi, y esta nos lleva a la lux operandi et vivendi» (Discurso en la ceremonia de la ofrenda de los cirios, 2 de febrero de 1970: L’Osservatore Romano, 8 de febrero de 1970, p. 4).

La liturgia, culmen hacia el que tiende la acción de la Iglesia y al mismo tiempo fuente de la que brota su virtud (cf. Sacrosanctum Concilium SC 10), con su universo celebrativo se convierte así en la gran educadora en la primacía de la fe y de la gracia. La liturgia, testigo privilegiado de la Tradición viva de la Iglesia, fiel a su misión original de revelar y hacer presente en el hodie de las vicisitudes humanas la opus Redemptionis, vive de una relación correcta y constante entre sana traditio y legitima progressio, lúcidamente explicitada por la constitución conciliar en el número 23. Con estos dos términos, los padres conciliares quisieron expresar su programa de reforma, en equilibrio con la gran tradición litúrgica del pasado y el futuro. No pocas veces se contrapone de manera torpe tradición y progreso. En realidad, los dos conceptos se integran: la tradición es una realidad viva y por ello incluye en sí misma el principio del desarrollo, del progreso. Es como decir que el río de la tradición lleva en sí también su fuente y tiende hacia la desembocadura.

Queridos amigos, confío en que esta Facultad de Sagrada Liturgia siga con renovado impulso su servicio a la Iglesia, con plena fidelidad a la rica y valiosa tradición litúrgica y a la reforma querida por el concilio Vaticano II, según las líneas maestras de la Sacrosanctum Concilium y de los pronunciamientos del Magisterio. La liturgia cristiana es la liturgia de la promesa realizada en Cristo, pero también es la liturgia de la esperanza, de la peregrinación hacia la transformación del mundo, que tendrá lugar cuando Dios sea todo en todos (cf. 1Co 15,28). Por intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia, en comunión con la Iglesia celestial y con los patronos san Benito y san Anselmo, invoco sobre cada uno la bendición apostólica. Gracias.




VISITA PASTORAL A AQUILEA Y VENECIA

ASAMBLEA DEL SEGUNDO CONGRESO DE AQUILEA


Basílica de Aquilea

Sábado 7 de mayo de 2011




Señor cardenal patriarca,
38 venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

En el magnífico marco de esta histórica basílica que de modo solemne nos acoge, os dirijo mi cordial saludo a todos vosotros, que representáis a las quince diócesis del Trivéneto. Me alegra mucho encontrarme con vosotros mientras os preparáis a celebrar, el año que viene, la segunda asamblea eclesial de Aquileya. Saludo con afecto al cardenal patriarca de Venecia y a los hermanos en el episcopado, en particular al arzobispo de Gorizia, a quien doy las gracias por las palabras con las que me ha acogido, y al arzobispo-obispo de Padua, que nos ha ofrecido una visión del camino hacia la asamblea. También saludo con afecto a los presbíteros, a los religiosos, a las religiosas y a los numerosos fieles laicos. Con el apóstol san Juan, también yo os repito: «Gracia y paz a vosotros de parte del que es, el que era y ha de venir» (
Ap 1,4). A través de la «asamblea sinodal» el Espíritu Santo habla a vuestras amadas Iglesias y a todos vosotros singularmente, sosteniéndoos para un crecimiento más maduro en la comunión y en la colaboración recíproca. Esta «asamblea eclesial» permite a todas las comunidades cristianas, a las que representáis, compartir ante todo la experiencia originaria del cristianismo, la del encuentro personal con Jesús, que revela plenamente a cada hombre y a cada mujer el significado y la dirección del camino en la vida y en la historia.

Oportunamente habéis querido que también vuestra asamblea eclesial tuviera lugar en la Iglesia madre de Aquileya, de la que nacieron las Iglesias del nordeste de Italia, pero también las Iglesias de Eslovenia y de Austria, y algunas Iglesias de Croacia y de Baviera, e incluso de Hungría. Reunirse en Aquileya constituye, por ello, un significativo retorno a las «raíces» para redescubrirse «piedras» vivas del edificio espiritual que tiene su cimiento en Cristo y su prolongación en los testigos más elocuentes de la Iglesia de Aquileya: los santos Hermágoras y Fortunato, Hilario y Taciano, Crisógono, Valeriano y Cromacio. Volver a Aquileya significa sobre todo aprender de la gloriosa Iglesia que os ha engendrado cómo comprometerse hoy, en un mundo radicalmente cambiado, para una nueva evangelización de vuestro territorio y para entregar a las futuras generaciones la valiosa herencia de la fe cristiana.

«El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,7). Vuestros pastores han repetido esta invitación del Apocalipsis a todas vuestras Iglesias particulares y a las diversas realidades eclesiales. Os han impulsado así a descubrir y a «narrar» lo que el Espíritu Santo ha realizado y está realizando en vuestras comunidades; a leer con los ojos de la fe las profundas transformaciones que están teniendo lugar, los nuevos retos, las preguntas emergentes. ¿Cómo anunciar a Jesucristo?, ¿cómo comunicar el Evangelio y cómo educar en la fe hoy? Habéis decidido prepararos, de forma capilar, diócesis por diócesis, de cara a la asamblea de 2012, para afrontar también los desafíos que superan los confines de las diversas realidades diocesanas, en una nueva evangelización arraigada en la fe de siglos y renovada con vigor. La presencia hoy, en esta espléndida basílica, de las diócesis nacidas de Aquileya parece indicar la misión del nordeste del futuro, que se abre también a los territorios limítrofes y a los que, por diversas razones, entran en contacto con ellos. El nordeste de Italia es testigo y heredero de una rica historia de fe, de cultura y de arte, cuyos signos aún son bien visibles incluso en la actual sociedad secularizada. La experiencia cristiana ha forjado un pueblo afable, laborioso, tenaz, solidario, que está marcado en profundidad por el Evangelio de Cristo, aun en la pluralidad de sus identidades culturales. Lo demuestran la vitalidad de vuestras comunidades parroquiales, la vivacidad de las asociaciones, el compromiso responsable de los agentes pastorales. El horizonte de la fe y las motivaciones cristianas han dado y siguen dando nuevo impulso a la vida social, inspiran las intenciones y guían las costumbres. Signos evidentes de ello son la apertura a la dimensión trascendente de la vida, a pesar del materialismo generalizado; un sentido religioso de fondo, compartido casi por la totalidad de la población; el apego a las tradiciones religiosas; la renovación de los itinerarios de iniciación cristiana; las múltiples expresiones de fe, de caridad y de cultura; las manifestaciones de la religiosidad popular; el sentido de la solidaridad y el voluntariado. Custodiad, reforzad, vivid esta valiosa herencia. Sed celosos de lo que ha hecho y sigue haciendo grandes a estas tierras.

La misión prioritaria que el Señor os confía hoy, renovados por el encuentro personal con él, consiste en dar testimonio del amor de Dios al hombre. Estáis llamados a hacerlo ante todo con las obras de amor y con las opciones de vida a favor de las personas concretas, comenzando por las más débiles, frágiles, indefensas, no autosuficientes, como los pobres, los ancianos, los enfermos, los discapacitados, aquellos a quienes san Pablo llama las partes más débiles del cuerpo eclesial (cf. 1Co 12,15-27). Las ideas y las realizaciones con respecto a la longevidad, recurso valioso para las relaciones humanas, son un bello e innovador testimonio de la caridad evangélica proyectada en dimensión social. Procurad poner en el centro de vuestra atención a la familia, cuna del amor y de la vida, célula fundamental de la sociedad y de la comunidad eclesial; este compromiso pastoral resulta más urgente por la crisis cada vez más extendida de la vida conyugal y por el descenso de la natalidad. En toda vuestra acción pastoral prestad atención especial a los jóvenes: estos, que hoy albergan gran incertidumbre respecto a su futuro, a menudo viven en una condición de malestar, de inseguridad y de fragilidad, pero llevan en el corazón una gran hambre y sed de Dios, que pide constante atención y respuesta.

También en este contexto vuestro la fe cristiana debe afrontar hoy nuevos retos: la búsqueda a menudo exasperada del bienestar económico, en una fase de grave crisis económica y financiera, el materialismo práctico y el subjetivismo dominante. En la complejidad de esas situaciones estáis llamados a promover el sentido cristiano de la vida, mediante el anuncio explícito del Evangelio, llevado con sano orgullo y con profunda alegría a los diversos ámbitos de la existencia cotidiana. De la fe vivida con valentía brota, hoy como en el pasado, una fecunda cultura hecha de amor a la vida, desde la concepción hasta su término natural, de promoción de la dignidad de la persona, de exaltación de la importancia de la familia, fundada en el matrimonio fiel y abierto a la vida, de compromiso por la justicia y la solidaridad. Los actuales cambios culturales exigen que seáis cristianos convencidos, «dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1P 3,15), capaces de afrontar los nuevos desafíos culturales, en contraste respetuoso, constructivo y consciente, con todos los sujetos que viven en esta sociedad.

La posición geográfica del nordeste, ya no sólo encrucijada entre el este y el oeste de Europa, sino también entre el norte y el sur (el Adriático lleva al Mediterráneo al corazón de Europa), el fenómeno masivo del turismo y de la inmigración, la movilidad territorial y el proceso de homologación provocado por la acción invasora de los medios de comunicación, han acentuado el pluralismo cultural y religioso. En este contexto, que en cualquier caso es el que la Providencia nos da, es necesario que los cristianos, sostenidos por una «esperanza fiable», propongan la belleza del acontecimiento de Jesucristo, camino, verdad y vida, a todo hombre y a toda mujer, en una relación franca y sincera con los no practicantes, con los no creyentes y con los creyentes de otras religiones. Estáis llamados a vivir con la actitud llena de fe que se describe en la Carta a Diogneto: no reneguéis nada del Evangelio en el que creéis, sino estad en medio de los demás hombres con simpatía, comunicando en vuestro propio estilo de vida ese humanismo que hunde sus raíces en el cristianismo, tratando de construir juntamente con todos los hombres de buena voluntad una «ciudad» más humana, más justa y solidaria.

Como atestigua la larga tradición del catolicismo en estas regiones, seguid dando testimonio con energía del amor de Dios también con la promoción del «bien común»: el bien de todos y de cada uno. Vuestras comunidades eclesiales tienen en general una relación positiva con la sociedad civil y con las diversas instituciones. Seguid dando vuestra contribución para humanizar los espacios de la convivencia civil. Por último, os recomiendo también a vosotros, como a las demás Iglesias que están en Italia, el compromiso de suscitar una nueva generación de hombres y mujeres capaces de asumir responsabilidades directas en los diversos ámbitos de la sociedad, de modo particular en el político. Este tiene necesidad más que nunca de ver personas, sobre todo jóvenes, capaces de edificar una «vida buena» a favor y al servicio de todos. En efecto, de este compromiso no pueden sustraerse los cristianos, que ciertamente son peregrinos hacia el cielo, pero que ya viven aquí un anticipo de eternidad.

Queridos hermanos y hermanas, doy gracias a Dios que me ha concedido compartir este momento tan significativo con vosotros. Os encomiendo a la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, y a vuestros santos patronos, y os imparto con gran afecto la bendición apostólica a todos vosotros y a vuestros seres queridos. Gracias por vuestra atención.


VISITA PASTORAL A AQUILEA Y VENECIA

ASAMBLEA PARA LA CLAUSURA DE LA

VISITA PASTORAL DIOCESANA


Basílica de San Marcos - Venecia

39
Domingo 8 de mayo de 2011




«Magnificat anima mea Dominum»

Queridos hermanos y hermanas:

Con las palabras de la Virgen María quiero elevar, junto con vosotros, un himno de alabanza y de acción de gracias al Señor por el don de la visita pastoral, que comenzó en el Patriarcado de Venecia en 2005 y ha llegado hoy a su oportuna conclusión en esta asamblea general. A Dios, dador de todo bien, dirigimos nuestra alabanza por haber sostenido vuestros propósitos espirituales y vuestros esfuerzos apostólicos durante este tiempo de visita pastoral, realizada por vuestro pastor, el cardenal Angelo Scola, al que saludo y agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. También saludo al obispo auxiliar y al obispo electo de Vicenza, a los vicarios episcopales y a todos los que lo han ayudado en este largo y complejo compromiso pastoral, acontecimiento de gracia y de fuerte experiencia eclesial, en el que todo el pueblo cristiano se ha regenerado en la fe, orientándose con renovado impulso a la misión. Por tanto, especialmente a vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y fieles laicos, dirijo mi afectuoso saludo y un sincero aprecio por vuestro servicio, de modo particular en el desarrollo de las asambleas eclesiales. Me alegra saludar a la histórica comunidad armenia de Venecia, a su abad y a los monjes mequitaristas. Saludo también al metropolita greco-ortodoxo de Italia Genadios y al obispo de la Iglesia ortodoxa rusa Néstor, así como a los representantes de las comunidades luterana y anglicana.

Gratitud y alegría son, por tanto, los sentimientos que caracterizan este encuentro, que se desarrolla en el espacio sagrado, lleno de arte y de memoria, de la basílica de San Marcos, donde la fe y la creatividad humana han dado origen a una elocuente catequesis a través de imágenes. El siervo de Dios Albino Luciani, que fue vuestro inolvidable patriarca, describió de esta manera su primera visita a esta basílica, realizada cuando era un joven sacerdote: «Me encontré inmerso en un río de luz... Finalmente podía ver y disfrutar con mis ojos todo el esplendor de un mundo de arte y de belleza único e irrepetible, cuya fascinación te penetra profundamente» (Io sono il ragazzo del mio Signore, Venecia-Quarto d'Altino, 1998). Este templo es imagen y símbolo de la Iglesia de piedras vivas, que sois vosotros, cristianos de Venecia.

«Es necesario que hoy me quede en tu casa. Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento» (
Lc 19,5-6). ¡Cuántas veces, durante la visita pastoral, habéis escuchado y meditado estas palabras, que Jesús dirigió a Zaqueo! Estas palabras han sido el hilo conductor de vuestros encuentros comunitarios, ofreciéndoos un estímulo eficaz para acoger a Jesús resucitado, camino seguro para encontrar plenitud de vida y felicidad. De hecho, la auténtica realización del hombre y su verdadera alegría no se encuentran en el poder, en el éxito, en el dinero, sino sólo en Dios, que Jesucristo nos da a conocer y nos hace cercano. Esta es la experiencia de Zaqueo. Este, según la mentalidad común, lo tiene todo: poder y dinero. Se puede definir como un «hombre realizado»: ha hecho carrera, ha conseguido lo que quería y, como el rico necio de la parábola evangélica, podría decir: «Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente» (Lc 12,19). Por esto su deseo de ver a Jesús es sorprendente. ¿Qué lo impulsa a tratar de encontrarse con él? Zaqueo se da cuenta de que todo lo que posee no le basta; siente el deseo de ir más allá. Y precisamente Jesús, el profeta de Nazaret, pasa por Jericó, su ciudad. De él le ha llegado el eco de palabras inusuales: bienaventurados los pobres, los mansos, los afligidos, los que tienen hambre de justicia. Palabras extrañas para él, pero tal vez precisamente por eso fascinantes y nuevas. Quiere ver a este Jesús. Pero Zaqueo, aun siendo rico y poderoso, es bajo de estatura. Por eso, corre, sube a un árbol, a un sicómoro. No le importa hacer el ridículo: ha encontrado un modo de hacer posible el encuentro. Y Jesús llega, alza la mirada hacia él y lo llama por su nombre: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (Lc 19,5). Nada es imposible para Dios. De este encuentro surge una vida nueva para Zaqueo: acoge a Jesús con alegría, descubriendo finalmente la realidad que puede llenar verdadera y plenamente su vida. Ha tocado la salvación con la mano, ya no es el de antes y, como signo de conversión, se compromete a dar la mitad de sus bienes a los pobres y a restituir el cuádruplo a quien había robado. Ha encontrado el verdadero tesoro, porque el Tesoro, que es Jesús, lo ha encontrado a él.

Amada Iglesia que estás en Venecia, ¡imita el ejemplo de Zaqueo y ve más allá! Supera los obstáculos del individualismo, del relativismo, y ayuda al hombre de hoy a superarlos; nunca te dejes arrastrar hacia abajo por los fallos que pueden marcar a las comunidades cristianas. Esfuérzate por ver de cerca a la persona de Cristo, que dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Como sucesor del Apóstol Pedro, visitando estos días vuestra tierra, os repito a cada uno: no tengáis miedo de ir a contracorriente para encontraros con Jesús, de mirar hacia lo alto para encontrar su mirada. En el «logotipo» de esta visita pastoral está representada la escena de Marcos que entrega el Evangelio a Pedro, tomada de un mosaico de esta basílica. Hoy vengo a entregaros de nuevo simbólicamente el Evangelio a vosotros, hijos espirituales de san Marcos, para confirmaros en la fe y animaros ante los desafíos del momento presente. Avanzad confiados en el camino de la nueva evangelización, en el servicio amoroso a los pobres y en el testimonio valiente en las distintas realidades sociales. Sed conscientes de que sois portadores de un mensaje que es para todo hombre y para todo el hombre; un mensaje de fe, esperanza y caridad.

Esta invitación es, en primer lugar, para vosotros, queridos sacerdotes, configurados a Cristo «Cabeza y Pastor» con el sacramento del Orden y puestos como guías de su pueblo. Agradecidos por el inmenso don recibido, seguid llevando a cabo vuestro ministerio con entrega generosa, buscando apoyo sea en la fraternidad presbiteral vivida como corresponsabilidad y colaboración, sea en la oración intensa y en una actualización teológica y pastoral profunda. Dirijo un pensamiento afectuoso a los sacerdotes enfermos y ancianos, unidos a nosotros espiritualmente. La invitación está dirigida también a vosotras, personas consagradas, que constituís un valioso recurso espiritual para todo el pueblo cristiano y que enseñáis, de modo especial con la profesión de los votos, la importancia y la posibilidad de la entrega total de uno mismo a Dios. Por último, esta invitación se dirige a todos vosotros, queridos fieles laicos. Sabed, siempre y en todas partes, dar razón de la esperanza que está en vosotros (cf. 1P 3,15). La Iglesia necesita vuestros dones y vuestro entusiasmo. Sabed decir «sí» a Cristo que os llama a ser sus discípulos, a ser santos. Quiero recordar, una vez más, que la «santidad» no quiere decir hacer cosas extraordinarias, sino seguir cada día la voluntad de Dios, vivir verdaderamente bien la propia vocación, con la ayuda de la oración, de la Palabra de Dios, de los sacramentos, y con el compromiso cotidiano de la coherencia. Sí, hacen falta fieles laicos fascinados por el ideal de la «santidad», para construir una sociedad digna del hombre, una civilización del amor.

En el transcurso de la visita pastoral habéis dedicado especial atención al testimonio que vuestras comunidades cristianas están llamadas a dar, comenzando por los fieles más motivados y conscientes. A este propósito, os habéis preocupado justamente de relanzar la evangelización y la catequesis para adultos y para las nuevas generaciones a partir de pequeñas comunidades de adultos y de padres que, formando casi cenáculos domésticos, vivan la lógica del acontecimiento cristiano ante todo con el testimonio de la comunión y de la caridad. Os exhorto a no ahorrar energías en el anuncio del Evangelio y en la educación cristiana, promoviendo tanto la catequesis a todos los niveles como las propuestas formativas y culturales que constituyen vuestro importante patrimonio espiritual. Dedicad atención particular a la formación cristiana de los niños, de los adolescentes y de los jóvenes, que necesitan referencias válidas: sed para ellos ejemplos de coherencia humana y cristiana. A lo largo del recorrido de la visita pastoral ha emergido también la necesidad de un compromiso cada vez mayor en la caridad, como experiencia del don generoso y gratuito de uno mismo, así como la exigencia de manifestar con claridad el rostro misionero de la parroquia, hasta crear realidades pastorales que, sin renunciar a la capilaridad, tengan más capacidad de impulso apostólico.

Queridos amigos, la misión de la Iglesia da fruto porque Cristo está realmente presente entre nosotros, de modo muy particular en la santa Eucaristía. Se trata de una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asemejarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismo para hacer que seamos uno con él. De este modo, él nos introduce también en la comunidad de los hermanos: la comunión con el Señor también es siempre comunión con los demás. Por eso nuestra vida espiritual depende esencialmente de la Eucaristía. Sin ella la fe y la esperanza se apagan, la caridad se enfría. Os exhorto, pues, a cuidar cada vez más la calidad de las celebraciones eucarísticas, especialmente las dominicales, para que el día del Señor se viva plenamente e ilumine las vicisitudes y actividades de todos los días. En la Eucaristía, fuente inagotable de amor divino, podréis encontrar la energía necesaria para llevar a Cristo a los demás y para llevar a los demás a Cristo, a fin de ser diariamente testigos de caridad y de solidaridad, y compartir los bienes que la Providencia os concede con los hermanos que carecen de lo necesario.

40 Queridos amigos, os aseguro mi oración, para que el arduo camino de crecimiento en la comunión, que habéis recorrido en estos años de visita pastoral, renueve la vida de fe de toda vuestra Iglesia particular y, al mismo tiempo, suscite una entrega cada vez más generosa al servicio de Dios y de los hermanos. Que María santísima, a la que veneráis con el título de Virgen Nicopeja, cuya sugestiva imagen resplandece en esta basílica, obtenga como don para todos vosotros y para toda la comunidad diocesana la plena fidelidad a Cristo. A la intercesión de la celestial Madre del Redentor y al apoyo de los santos y de los beatos de vuestra tierra encomiendo el camino que os espera, mientras con afecto os imparto a vosotros y a toda la Iglesia de san Marcos una especial bendición apostólica, extendiéndola a los enfermos, a los encarcelados y a todos los que sufren en el cuerpo y en el espíritu. Amén.


VISITA PASTORAL A AQUILEA Y VENECIA

ENCUENTRO CON EL MUNDO

DE LA CULTURA Y DE LA ECONOMÍA


Basílica de la Salud - Venecia

Domingo 8 de mayo de 2011




Queridos amigos:

Me alegra saludaros cordialmente como representantes del mundo de la cultura, del arte y de la economía de Venecia y de su territorio. Os agradezco vuestra presencia y vuestra simpatía. Expreso mi reconocimiento al patriarca y al rector que, en nombre del Studium Generale Marcianum, se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos vosotros y ha introducido nuestro encuentro, el último de mi intensa visita, iniciada ayer en Aquileya. Quiero ofreceros algunos pensamientos muy sintéticos, con la esperanza de que sean útiles para la reflexión y el compromiso común. Los tomo de tres palabras que son metáforas sugestivas: tres palabras vinculadas a Venecia y, en particular, al lugar donde nos encontramos: la primera palabra es agua; la segunda es salud y la tercera es Serenísima.

Comenzamos por el agua, como es lógico por muchas razones. El agua es un símbolo ambivalente: de vida, pero también de muerte; lo saben bien las poblaciones afectadas por aluviones y maremotos. Pero el agua es ante todo elemento esencial para la vida. Venecia es llamada la «Ciudad de agua». También para vosotros que vivís en Venecia esta condición tiene un doble signo, negativo y positivo: conlleva muchos problemas y, al mismo tiempo, una fascinación extraordinaria. El hecho de que Venecia sea «ciudad de agua» hace pensar en un célebre sociólogo contemporáneo, que definió nuestra sociedad «líquida» y también la cultura europea: una cultura «líquida», para expresar su «fluidez», su poca estabilidad o, quizás, su falta de estabilidad, la volubilidad, la inconsistencia que a veces parece caracterizarla. Y aquí quiero presentar mi primera propuesta: Venecia, no como ciudad «líquida» —en el sentido que acabo de mencionar—, sino como ciudad «de la vida y de la belleza». Ciertamente es una elección, pero en la historia es necesario elegir: el hombre es libre de interpretar, de dar un sentido a la realidad, y precisamente en esta libertad consiste su gran dignidad. En el ámbito de una ciudad, cualquiera que sea, incluso las elecciones de carácter administrativo, cultural y económico dependen, en el fondo, de esta orientación fundamental, que podemos llamar «política» en la acepción más noble y más elevada del término. Se trata de elegir entre una ciudad «líquida», patria de una cultura marcada cada vez más por lo relativo y lo efímero, y una ciudad que renueva constantemente su belleza bebiendo de las fuentes benéficas del arte, del saber, de las relaciones entre los hombres y entre los pueblos.

Pasemos a la segunda palabra: «salud». Nos encontramos en el «Polo de la salud»: una realidad nueva, pero que tiene raíces antiguas. Aquí, en la Punta de la Dogana, surge una de las iglesias más célebres de Venecia, obra de Longhena, edificada como voto a la Virgen por la liberación de la peste del año 1630: Santa María de la Salud. El célebre arquitecto construyó, anexo a ella, el convento de los Somascos, que después se convirtió en el Seminario patriarcal. «Unde origo, inde salus», reza el lema grabado en el centro de la rotonda mayor de la basílica, expresión que indica que el origen de la ciudad de Venecia, fundada según la tradición el 25 de marzo del año 421, día de la Anunciación, está estrechamente vinculado a la Madre de Dios. Y precisamente por intercesión de María vino la salud, la salvación de la peste. Pero reflexionando sobre este lema podemos captar también un significado aún más profundo y más amplio. De la Virgen de Nazaret tuvo origen Aquel que nos da la «salud». La «salud» es una realidad que lo abarca todo, una realidad integral: va desde el «estar bien» que nos permite vivir serenamente una jornada de estudio y de trabajo, o de vacación, hasta la salus animae, de la que depende nuestro destino eterno. Dios cuida de todo esto, sin excluir nada. Cuida de nuestra salud en sentido pleno. Lo demuestra Jesús en el Evangelio: él curó enfermos de todo tipo, pero también liberó a los endemoniados, perdonó los pecados, resucitó a los muertos. Jesús reveló que Dios ama la vida y quiere liberarla de toda negación, hasta la negación radical que es el mal espiritual, el pecado, raíz venenosa que lo contamina todo. Por esto, al mismo Jesús se lo puede llamar «Salud» del hombre: Salus nostra Dominus Jesus. Jesús salva al hombre poniéndolo nuevamente en la relación saludable con el Padre en la gracia del Espíritu Santo; lo sumerge en esta corriente pura y vivificadora que libera al hombre de sus «parálisis» físicas, psíquicas y espirituales; lo cura de la dureza de corazón, de la cerrazón egocéntrica, y le hace gustar la posibilidad de encontrarse verdaderamente a sí mismo, perdiéndose por amor a Dios y al prójimo. Unde origo, inde salus. Este lema puede llevar a múltiples referencias. Me limito a recordar una: la famosa expresión de san Ireneo: «Gloria Dei vivens homo, vita autem hominis visio Dei [est]» (Adv. haer. IV, 20, 7). Que podría parafrasearse de este modo: gloria de Dios es la plena salud del hombre, y esta consiste en estar en relación profunda con Dios. Podemos decirlo también con las palabras que tanto gustaban al nuevo beato Juan Pablo II: el hombre es el camino de la Iglesia, y el Redentor del hombre es Cristo.

Veamos, por último, la tercera palabra: «Serenísima», el nombre de la República de Venecia. Un título verdaderamente estupendo, se podría definir utópico, respecto a la realidad terrena y, sin embargo, capaz de suscitar no sólo recuerdos de glorias pasadas, sino también ideales que impulsan a la programación del presente y del futuro en esta gran región. «Serenísima», en sentido pleno, es solamente la ciudad celestial, la nueva Jerusalén, que aparece al final de la Biblia, en el Apocalipsis, como una visión maravillosa (cf. Ap 22,5). Y sin embargo el cristianismo concibe esta ciudad santa, completamente transfigurada por la gloria de Dios, como una meta que mueve el corazón de los hombres e impulsa sus pasos, que anima el compromiso arduo y paciente para mejorar la ciudad terrena. A este propósito es necesario recordar siempre las palabras del concilio Vaticano II: «De nada sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del mundo nuevo» (Gaudium et spes GS 39). Escuchamos estas expresiones en un tiempo en el que se ha agotado la fuerza de las utopías ideológicas y no sólo se ha oscurecido el optimismo, sino que también la esperanza está en crisis. No debemos olvidar que los padres conciliares, que nos han dejado esta enseñanza, habían vivido la época de las dos guerras mundiales y de los totalitarismos. Ciertamente, su perspectiva no estaba dictada por un fácil optimismo, sino por la fe cristiana, que anima la esperanza, al mismo tiempo grande y paciente, abierta al futuro y atenta a las situaciones históricas. Desde esta perspectiva el nombre «Serenísima» nos habla de una civilización de la paz, fundada en el respeto mutuo, en el conocimiento recíproco y en las relaciones de amistad. Venecia tiene una larga historia y un rico patrimonio humano, espiritual y artístico para ser capaz también hoy de dar una valiosa contribución para ayudar a los hombres a creer en un futuro mejor y a empeñarse en construirlo. Pero para esto no debe tener miedo de otro elemento emblemático, contenido en el escudo de San Marcos: el Evangelio. El Evangelio es la mayor fuerza de transformación del mundo, pero no es una utopía ni una ideología. Las primeras generaciones cristianas lo llamaban más bien el «camino», es decir, la manera de vivir que Cristo practicó en primer lugar y que nos invita a seguir. A la ciudad «serenísima» se llega por este camino, que es el camino de la caridad en la verdad, sabiendo bien —como también nos recuerda el Concilio— que «no hay que buscar esta caridad sólo en las grandes cosas, sino especialmente en las circunstancias ordinarias de la vida» y que, siguiendo el ejemplo de Cristo, «debemos cargar también la cruz que la carne y el mundo imponen sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia» (Gaudium et spes GS 38).

Estas son, queridos amigos, las reflexiones que quería compartir con vosotros. Para mí ha sido una alegría concluir mi visita en vuestra compañía. Agradezco de nuevo al cardenal patriarca, al auxiliar y a todos los colaboradores la magnífica acogida. Saludo a la comunidad judía de Venecia —que tiene antiguas raíces y es una presencia importante en el tejido ciudadano—, y en particular a su presidente, el profesor Amos Luzzatto. Saludo también a los musulmanes que viven en esta ciudad. Desde este lugar tan significativo dirijo mi cordial saludo a Venecia, a la Iglesia que peregrina aquí, y a todas las diócesis del Trivéneto, dejando, como prenda de mi perenne recuerdo, la bendición apostólica. Gracias por vuestra atención.





A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO


DEL INSTITUTO PONTIFICIO JUAN PABLO II PARA ESTUDIOS


SOBRE EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA


Sala Clementina

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Discursos 2011 36