Discursos 2011 41

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Viernes 13 de mayo de 2011




Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Con alegría os acojo hoy, pocos días después de la beatificación del Papa Juan Pablo II, que hace treinta años, como hemos escuchado, quiso fundar simultáneamente el Consejo pontificio para la familia y vuestro Instituto pontificio; dos organismos que demuestran que estaba firmemente convencido de la importancia decisiva de la familia para la Iglesia y para la sociedad. Saludo a los representantes de vuestra gran comunidad, esparcida ya por todos los continentes, así como la benemérita Fundación para el matrimonio y la familia que he creado para sostener vuestra misión. Agradezco al director, monseñor Melina, las palabras que me ha dirigido en nombre de todos. El nuevo beato Juan Pablo II, que, como se ha recordado, hace treinta años sufrió el terrible atentado en la plaza de San Pedro, os ha encomendado, en particular, para el estudio, la investigación y la difusión, sus «Catequesis sobre el amor humano», que contienen una profunda reflexión sobre el cuerpo humano. Conjugar la teología del cuerpo con la del amor para encontrar la unidad del camino del hombre: este es el tema que quiero indicaros como horizonte para vuestro trabajo.

Poco después de la muerte de Miguel Ángel, Paolo Veronese fue llamado a la Inquisición, con la acusación de haber pintado figuras inapropiadas alrededor de la Última Cena. El pintor respondió que también en la Capilla Sixtina los cuerpos estaban representados desnudos, con poca reverencia. Fue el propio inquisidor el que defendió a Miguel Ángel con una respuesta que se ha hecho famosa: «¿No sabes que en estas figuras no hay nada que no sea espíritu?». En la actualidad nos cuesta entender estas palabras, porque el cuerpo aparece como materia inerte, pesada, opuesta al conocimiento y a la libertad propias del espíritu. Pero los cuerpos pintados por Miguel Ángel están llenos de luz, de vida, de esplendor. De esta manera quería mostrar que nuestros cuerpos entrañan un misterio. En ellos el espíritu se manifiesta y actúa. Están llamados a ser cuerpos espirituales, como dice san Pablo (cf.
1Co 15,44). Podemos ahora preguntarnos: Este destino del cuerpo, ¿puede iluminar las etapas de su camino? Si nuestro cuerpo está llamado a ser espiritual, ¿no deberá ser su historia la de la alianza entre cuerpo y espíritu? De hecho, lejos de oponerse al espíritu, el cuerpo es el lugar donde el espíritu puede habitar. A la luz de esto se puede entender que nuestros cuerpos no son materia inerte, pesada, sino que hablan, si sabemos escuchar, con el lenguaje del amor verdadero.

La primera palabra de este lenguaje se encuentra en la creación del hombre. El cuerpo nos habla de un origen que nosotros no nos hemos conferido a nosotros mismos. «Me has tejido en el seno materno», dice el salmista al Señor (Ps 139,13). Podemos afirmar que el cuerpo, al revelarnos el Origen, lleva consigo un significado filial, porque nos recuerda nuestra generación, que, a través de nuestros padres que nos han dado la vida, nos hace remontarnos a Dios Creador. El hombre sólo puede aceptarse a sí mismo, sólo puede reconciliarse con la naturaleza y con el mundo, cuando reconoce el amor originario que le ha dado la vida. A la creación de Adán le sigue la de Eva. La carne, recibida de Dios, está llamada a hacer posible la unión de amor entre el hombre y la mujer, y transmitir la vida. Los cuerpos de Adán y Eva antes de la caída aparecen en perfecta armonía. Hay en ellos un lenguaje que no han creado, un eros arraigado en su naturaleza, que los invita a recibirse mutuamente del Creador, para poder así darse. Comprendemos entonces que el hombre, en el amor, es «creado nuevamente». Incipit vita nova, decía Dante (Vita Nuova I, 1), la vida de la nueva unidad, de los dos en una carne. La verdadera fascinación de la sexualidad nace de la grandeza de la apertura de este horizonte: la belleza integral, el universo de la otra persona y del «nosotros» que nace de la unión, la promesa de comunión que allí se esconde, la fecundidad nueva, el camino que el amor abre hacia Dios, fuente del amor. La unión en una sola carne se hace entonces unión de toda la vida, hasta que el hombre y la mujer se convierten también en un solo espíritu. Se abre así un camino en el que el cuerpo nos enseña el valor del tiempo, de la lenta maduración en el amor. Desde esta perspectiva, la virtud de la castidad recibe nuevo sentido. No es un «no» a los placeres y a la alegría de la vida, sino el gran «sí» al amor como comunicación profunda entre las personas, que requiere tiempo y respeto, como camino hacia la plenitud y como amor que se hace capaz de generar la vida y de acoger generosamente la vida nueva que nace.

Es cierto que el cuerpo contiene también un lenguaje negativo: nos habla de la opresión del otro, del deseo de poseer y explotar. Sin embargo, sabemos que este lenguaje no pertenece al designio original de Dios, sino que es fruto del pecado. Cuando se lo separa de su sentido filial, de su conexión con el Creador, el cuerpo se rebela contra el hombre, pierde su capacidad de reflejar la comunión y se convierte en terreno de apropiación del otro. ¿No es, acaso, este el drama de la sexualidad, que hoy permanece encerrada en el círculo estrecho del propio cuerpo y en la emotividad, pero que en realidad sólo puede realizarse en la llamada a algo más grande? A este respecto, Juan Pablo II hablaba de la humildad del cuerpo. Un personaje de Claudel dice a su amado: «Yo soy incapaz de cumplir la promesa que mi cuerpo te hizo»; y sigue la respuesta: «El cuerpo se rompe, pero no la promesa...» (Le soulier de satin, día III, escena XIII). La fuerza de esta promesa explica como la caída no fue la última palabra sobre el cuerpo en la historia de la salvación. Dios ofrece al hombre también un camino de redención del cuerpo, cuyo lenguaje se preserva en la familia. El hecho de que después de la caída Eva reciba el nombre de madre de los vivientes testifica que la fuerza del pecado no consigue cancelar el lenguaje originario del cuerpo, la bendición de vida que Dios sigue ofreciendo cuando el hombre y la mujer se unen en una sola carne. La familia es el lugar donde se unen la teología del cuerpo y la teología del amor. Aquí se aprende la bondad del cuerpo, su testimonio de un origen bueno, en la experiencia del amor que recibimos de nuestros padres. Aquí se vive el don de sí en una sola carne, en la caridad conyugal que une a los esposos. Aquí se experimenta la fecundidad del amor, y la vida se entrelaza a la de las otras generaciones. Y es en la familia donde el hombre descubre su carácter relacional, no como individuo autónomo que se autorrealiza, sino como hijo, esposo, padre, cuya identidad se funda en la llamada al amor, a recibirse de otros y a darse a los demás. Este camino de la creación encuentra su plenitud con la Encarnación, con la venida de Cristo. Dios asumió el cuerpo, se reveló en él. El movimiento del cuerpo hacia lo alto se integra aquí en otro movimiento más originario, el movimiento humilde de Dios que se abaja hacia el cuerpo, para después elevarlo hacia sí. Como Hijo, recibió el cuerpo filial en la gratitud y en la escucha del Padre y entregó este cuerpo por nosotros, para engendrar así el cuerpo nuevo de la Iglesia. La liturgia de la Ascensión canta esta historia de la carne, pecadora en Adán, asumida y redimida por Cristo. Es una carne cada vez más llena de luz y de Espíritu, cada vez más llena de Dios. Aparece así la profundidad de la teología del cuerpo. Esta, cuando se lee en el conjunto de la tradición, evita el riesgo de la superficialidad y permite captar la grandeza de la vocación al amor, que es una llamada a la comunión de las personas en la doble forma de vida de la virginidad y el matrimonio.

Queridos amigos, vuestro Instituto está bajo la protección de la Virgen María. De María dijo Dante palabras iluminadoras para una teología del cuerpo: «En tu vientre se reencendió el amor» (Paraíso XXXIII, 7). En su cuerpo de mujer tomó cuerpo aquel Amor que engendra a la Iglesia. Que la Madre del Señor siga protegiéndoos en vuestro camino y haga fecundos vuestro estudio y vuestra enseñanza, al servicio de la misión de la Iglesia para la familia y la sociedad. Que os acompañe la bendición apostólica, que os imparto a todos de todo corazón. Gracias.



A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA ORDINARIA


DEL CONSEJO SUPERIOR DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS


Sala Clementina

Sábado 14 de mayo de 2011




Señor cardenal,
42 venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Ante todo quiero expresar mi cordial saludo al nuevo prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, monseñor Fernando Filoni, al que agradezco de corazón las palabras que me ha dirigido en nombre de todos. A esto añado un deseo ferviente de ministerio fructífero. Al mismo tiempo, expreso mi profunda gratitud al cardenal Ivan Dias por el servicio generoso y ejemplar que ha prestado en el dicasterio misionero y a la Iglesia universal durante estos años. Que el Señor siga guiando con su luz a estos dos trabajadores fieles de su viña. Saludo al secretario monseñor Savio Hon Tai-Fai; al secretario adjunto monseñor Piergiuseppe Vacchelli, presidente de las Obras misionales pontificias; a los colaboradores de la Congregación y a los directores nacionales de las Obras misionales pontificias, que han llegado a Roma desde las diversas Iglesias particulares para la asamblea anual ordinaria del Consejo superior. Una cordial bienvenida a todos.

Queridos amigos, con vuestra valiosa obra de animación y cooperación misionera recordáis al pueblo de Dios «la necesidad en nuestro tiempo de un compromiso decidido en la missio ad gentes» (Verbum Domini, 95), para anunciar la «gran esperanza», «el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto» (Spe salvi ). De hecho, nuevos problemas y nuevas esclavitudes emergen en nuestro tiempo, tanto en el llamado primer mundo, acomodado y rico pero incierto sobre su futuro, como en los países emergentes donde, también a causa de una globalización a menudo caracterizada por el lucro, acaban por aumentar las masas de los pobres, de los emigrantes y de los oprimidos, en quienes se debilita la luz de la esperanza. La Iglesia debe renovar constantemente su compromiso de llevar a Cristo, de prolongar su misión mesiánica para la venida del reino de Dios, reino de justicia, de paz, de libertad y de amor. Transformar el mundo según el proyecto de Dios con la fuerza renovadora del Evangelio, «para que Dios sea todo en todos» (
1Co 15,28), es tarea de todo el pueblo de Dios. Por consiguiente, es necesario continuar con renovado entusiasmo la obra de evangelización, el anuncio gozoso del reino de Dios, que vino en Cristo por la fuerza del Espíritu Santo, para llevar a los hombres a la verdadera libertad de los hijos de Dios contra toda forma de esclavitud. Es necesario lanzar las redes del Evangelio en el mar de la historia para conducir a los hombres hacia la tierra de Dios.

«La misión de anunciar la Palabra de Dios es un cometido de todos los discípulos de Jesucristo, como consecuencia de su bautismo» (Verbum Domini, 94). Pero para que se dé un decidido compromiso en la evangelización, es necesario que tanto los cristianos individualmente como las comunidades crean de verdad que «la Palabra de Dios es la verdad salvadora que todo hombre necesita en cualquier época» (ib., 95). Si esta convicción de fe no está profundamente arraigada en nuestra vida, no podremos sentir la pasión y la belleza de anunciarla. En realidad, cada cristiano debería hacer propia la urgencia de trabajar para la edificación del reino de Dios. Todo en la Iglesia está al servicio de la evangelización: cada sector de su actividad y también cada persona, en las distintas tareas que está llamada a realizar. Todos deben participar en la misión ad gentes: obispos, presbíteros, religiosos y religiosas, laicos. «Ningún creyente en Cristo puede sentirse ajeno a esta responsabilidad que proviene de su pertenencia sacramental al Cuerpo de Cristo» (ib., 94). Por lo tanto, se debe prestar especial cuidado para garantizar que todas las áreas de la pastoral, de la catequesis y de la caridad se caractericen por la dimensión misionera: la Iglesia es misión.

Una condición fundamental para el anuncio es dejarse aferrar completamente por Cristo, Palabra de Dios encarnada, porque sólo quien escucha con atención al Verbo encarnado, quien está íntimamente unido a él, puede anunciarlo (cf. ib., 51; 91). El mensajero del Evangelio debe permanecer bajo el dominio de la Palabra y alimentarse de los sacramentos, pues de esta linfa vital dependen su existencia y su ministerio misionero. Sólo quien está profundamente arraigado en Cristo y en su Palabra es capaz de no ceder a la tentación de reducir la evangelización a un proyecto puramente humano, social, escondiendo o callando la dimensión trascendente de la salvación ofrecida por Dios en Cristo. Es una Palabra que debe ser testimoniada y proclamada de forma explícita, porque sin un testimonio coherente resulta menos comprensible y creíble. Aunque a menudo nos sentimos inadecuados, pobres, incapaces, mantenemos siempre la certeza en el poder de Dios, que pone su tesoro en «vasos de barro» precisamente para que se vea que es él quién actúa a través de nosotros.

El ministerio de la evangelización es fascinante y exigente: requiere amor al anuncio y al testimonio, un amor total que puede verse marcado incluso por el martirio. La Iglesia no puede faltar a su misión de llevar la luz de Cristo, de proclamar el anuncio gozoso del Evangelio, aunque ello conlleve la persecución (cf. Verbum Domini, 95). Es parte de su misma vida, como lo fue para Jesús. Los cristianos no deben sentir temor, aunque «son actualmente el grupo religioso que sufre el mayor número de persecuciones a causa de su fe» (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2011, n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de diciembre de 2010, p. 2). San Pablo afirma que «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,38-39).

Queridos amigos, os agradezco el trabajo de animación y formación misionera que, como directores nacionales de las Obras misionales pontificias, lleváis a cabo en vuestras Iglesias locales. Las Obras misionales pontificias, que mis predecesores y el concilio Vaticano II han promovido y alentado (cf. Ad gentes AGD 38), siguen siendo un instrumento privilegiado para la cooperación misionera y para un provechoso intercambio del personal y de los recursos financieros entre las Iglesias. Además, no se debe olvidar el apoyo que las Obras misionales pontificias ofrecen a los colegios pontificios, aquí en Roma, donde, elegidos y enviados por sus obispos, se forman sacerdotes, religiosos y laicos para las Iglesias locales de los territorios de misión. Vuestra obra es valiosa para la edificación de la Iglesia, destinada a ser la «casa común» de toda la humanidad. Que el Espíritu Santo, el protagonista de la misión, nos guíe y nos sostenga siempre, por la intercesión de María, Estrella de la evangelización y Reina de los Apóstoles. A todos vosotros y a vuestros colaboradores imparto de corazón mi bendición apostólica.



A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO INTERNACIONAL


CON OCASIÓN DEL 50º ANIVERSARIO DE LA ENCÍCLICA


«MATER ET MAGISTRA» DE JUAN XXIII


Sala Clementina

Lunes 16 de mayo de 2011




Señores cardenales,
43 venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres señoras y señores:

Me alegra acogeros y saludaros con ocasión del 50° aniversario de la encíclica Mater et magistra del beato Juan XXIII; un documento que conserva gran actualidad también en el mundo globalizado. Saludo al cardenal presidente, a quien agradezco sus amables palabras, así como al monseñor secretario, a los colaboradores del dicasterio y a todos vosotros, llegados de los diversos continentes para este importante congreso.

En la Mater et magistra el Papa Roncalli, con una visión de Iglesia puesta al servicio de la familia humana sobre todo mediante su específica misión evangelizadora, pensó en la doctrina social —anticipando al beato Juan Pablo II— como un elemento esencial de esta misión, por ser «parte integrante de la concepción cristiana de la vida» (n. 222). Juan XXIII está en el origen de las afirmaciones de sus sucesores también cuando indicó que la Iglesia es el sujeto comunitario y plural de la doctrina social. Los christifideles laici, en particular, no pueden ser sólo usufructuarios y ejecutores pasivos, sino que son sus protagonistas en el momento vital de su actuación, así como colaboradores valiosos de los pastores en su formulación, gracias a la experiencia adquirida sobre el terreno y a sus competencias específicas. Para el beato Juan XXIII la doctrina social de la Iglesia tiene como luz la verdad, como fuerza propulsora el amor, como objetivo la justicia (cf. n. 226), una visión de la doctrina social que retomé en la encíclica Caritas in veritate, para testimoniar la continuidad que mantiene unido todo el corpus de las encíclicas sociales. La verdad, el amor, la justicia, señalados por la Mater et magistra, junto al principio del destino universal de los bienes, como criterios fundamentales para superar los desequilibrios sociales y culturales, siguen siendo los pilares para interpretar y poner en vía de solución también los desequilibrios existentes en el seno de la globalización actual. Frente a estos desequilibrios es necesario restablecer una razón integral que haga renacer el pensamiento y la ética. Sin un pensamiento moral que supere el planteamiento de las éticas seculares, como las neo-utilitaristas y las neo-contractualistas, que se fundan en un sustancial escepticismo y en una visión predominantemente inmanentista de la historia, resulta arduo para el hombre de hoy acceder al conocimiento del verdadero bien humano. Es necesario desarrollar síntesis culturales humanistas abiertas a la Trascendencia mediante una nueva evangelización —arraigada en la ley nueva del Evangelio, la ley del Espíritu— a la que tantas veces nos exhortó el beato Juan Pablo II. Sólo en la comunión personal con el nuevo Adán, Jesucristo, se sana y potencia la razón humana y es posible acceder a una visión más adecuada del desarrollo, de la economía y de la política según su dimensión antropológica y las nuevas condiciones históricas. Y es gracias a una razón restablecida en su capacidad especulativa y práctica como se puede disponer de criterios fundamentales para superar los desequilibrios globales, a la luz del bien común. De hecho, sin el conocimiento del verdadero bien humano, la caridad se desliza hacia el sentimentalismo (cf. n. 3); la justicia pierde su «medida» fundamental; el principio del destino universal de los bienes queda deslegitimado. Los diversos desequilibrios globales, que caracterizan a nuestra época, alimentan disparidad, diferencias de riqueza, desigualdades, que crean problemas de justicia y de distribución equitativa de los recursos y de las oportunidades, especialmente respecto a los más pobres.

Pero no son menos preocupantes los fenómenos vinculados a unas finanzas que, tras la fase más aguda de la crisis, han vuelto a practicar con frenesí contratos de crédito que a menudo permiten una especulación sin límites. Fenómenos de especulación dañina se dan también con referencia a los productos alimentarios, al agua, a la tierra, acabando por empobrecer aún más a aquellos que ya viven en situaciones de grave precariedad. De forma análoga, el aumento de los precios de los recursos energéticos primarios, con la consiguiente búsqueda de energías alternativas, guiada a veces por intereses exclusivamente económicos de corto plazo, acaban por tener consecuencias negativas sobre el medio ambiente, así como sobre el propio hombre.

La cuestión social actual es, sin duda, cuestión de justicia social mundial, como por lo demás ya recordaba la Mater et magistra hace cincuenta años, aunque refiriéndose a otro contexto. Es, además, cuestión de distribución equitativa de los recursos materiales e inmateriales, de globalización de la democracia sustancial, social yparticipativa. Por esto, en un contexto en el que se vive una progresiva unificación de la humanidad, es indispensable que la nueva evangelización de lo social ponga de relieve las implicaciones de una justicia que debe realizarse a nivel universal. Con referencia a la fundamentación de esta justicia debe subrayarse que no es posible realizarla apoyándose en el mero consenso social, sin reconocer que este, para ser duradero, debe estar arraigado en el bien humano universal. Por lo que concierne al plano de la realización, la justicia social debe ponerse por obra en la sociedad civil, en la economía de mercado (cf. Caritas in veritate ), pero también por parte de una autoridad política honrada y transparente proporcionada a ella, también a nivel internacional (cf. ib., 67).

Respecto a los grandes desafíos actuales, la Iglesia, mientras confía en primer lugar en el Señor Jesús y en su Espíritu, que la conducen a través de las vicisitudes del mundo, para la difusión de la doctrina social cuenta también con las actividades de sus instituciones culturales, con los programas de instrucción religiosa y de catequesis social de las parroquias, con los medios de comunicación social y con la obra de anuncio y de testimonio de los christifideles laici (cf. Mater et magistra
MM 222-223). Estos deben estar preparados espiritual, profesional y éticamente. La Mater et magistra insistía no sólo en la formación, sino sobre todo en la educación que forma cristianamente la conciencia y lleva a una acción concreta, según un discernimiento sabiamente guiado. El beato Juan XXIII afirmaba: «La educación a actuar cristianamente también en el campo económico y social difícilmente será eficaz si los propios sujetos no toman parte activa en educarse a sí mismos, y si la educación no se lleva a cabo también mediante la acción» (nn. 230-231).

Además, siguen siendo válidas las indicaciones dadas por el Papa Roncalli a propósito de un legítimo pluralismo entre los católicos en la aplicación de la doctrina social. En efecto, escribía que en este ámbito pueden surgir «divergencias aun entre católicos de sincera intención. Cuando esto suceda, procuren todos observar y testimoniar la mutua estima y el respeto recíproco, y al mismo tiempo examinen los puntos de coincidencia a que pueden llegar todos, a fin de realizar oportunamente lo que las necesidades pidan. Deben tener, además, sumo cuidado en no derrochar sus energías en discusiones interminables, y, so pretexto de lo mejor, no se descuiden de realizar el bien que les es posible y, por tanto, obligatorio» (n. 238). Importantes instituciones al servicio de la nueva evangelización de lo social son, además de las asociaciones de voluntariado y de las organizaciones no gubernamentales cristianas o de inspiración cristiana, las comisiones Justicia y paz, las oficinas para los problemas sociales y el trabajo, los centros y los institutos de doctrina social, muchos de los cuales no se limitan al estudio y a la difusión, sino también al acompañamiento de varias iniciativas de experimentación de los contenidos del magisterio social, como en el caso de cooperativas sociales de desarrollo, de experiencias de microcrédito y de una economía animada por la lógica de la comunión y de la fraternidad.

El beato Juan XXIII, en la Mater et magistra, recordaba que se pueden captar mejor las exigencias fundamentales de la justicia cuando se vive como hijos de la luz (cf. n. 257). Por tanto, a todos os deseo que el Señor resucitado inflame vuestro corazón y os ayude a difundir el fruto de la redención, mediante una nueva evangelización de lo social y el testimonio de la vida buena según el Evangelio. Esta evangelización debe ser sostenida por una adecuada pastoral social, activada sistemáticamente en las diversas Iglesias particulares. En un mundo, no pocas veces replegado sobre sí mismo, sin esperanza, la Iglesia espera que vosotros seáis levadura, sembradores incansables de pensamiento verdadero y responsable y de generosa proyección social, sostenidos por el amor pleno de verdad que habita en Jesucristo, el Verbo de Dios hecho hombre. A la vez que os doy las gracias por vuestra labor, os imparto de corazón mi bendición apostólica.




A LA COMUNIDAD DE LA FACULTAD TEOLÓGICA


PONTIFICIA TERESIANUM


Sala Clementina

Jueves 19 de mayo de 2001




44 Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros y unirme a vuestra acción de gracias al Señor por los 75 años de la Facultad teológica pontificia Teresianum. Saludo cordialmente al gran canciller, padre Saverio Cannistrà, prepósito general de la Orden de los Carmelitas Descalzos, y le agradezco las hermosas palabras que me ha dirigido; con él acojo de buen grado a los padres de la casa general. Saludo al rector, padre Aniano Álvarez-Suárez, a las autoridades académicas y a todo el cuerpo docente del Teresianum, y con afecto os saludo a vosotros, queridos estudiantes, carmelitas descalzos, religiosos y religiosas de distintas Órdenes, sacerdotes y seminaristas. Han pasado tres cuartos de siglo desde aquel 16 de julio de 1935, memoria litúrgica de Nuestra Señora del Carmen, cuando el entonces Colegio internacional de la Orden de los Carmelitas Descalzos en la urbe fue elevado a Facultad teológica. Desde el principio esta Facultad se orientó a la profundización de la teología espiritual en el marco de la cuestión antropológica. Con el paso de los años, se constituyó después el Instituto de espiritualidad, que junto a la Facultad teológica forma el grupo académico que lleva el nombre de Teresianum.

Considerando, con mirada retrospectiva, la historia de esta institución, queremos alabar al Señor por las maravillas que ha realizado en ella y, a través de ella, en los numerosos estudiantes que la han frecuentado. Ante todo, porque formar parte de esta comunidad académica constituye una experiencia eclesial peculiar, valorizada por toda la riqueza de una gran familia espiritual como es la Orden de los Carmelitas Descalzos. Pensemos en el amplio movimiento de renovación originado en la Iglesia por el testimonio de los santos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Ese movimiento suscitó el resurgir de ideales y fervores de vida contemplativa que en el siglo XVI inflamó, por decirlo así, Europa y el mundo entero. Queridos estudiantes, en la línea de este carisma se sitúa también vuestro trabajo de profundización antropológica y teológica, la tarea de penetrar el misterio de Cristo, con la inteligencia del corazón que es a la vez un conocer y un amar; esto exige poner a Jesús en el centro de todo, de vuestros afectos y pensamientos, de vuestro tiempo de oración, de estudio y de acción, de todo vuestro vivir. Él es la Palabra, el «libro vivo», como lo fue para santa Teresa de Ávila, que afirmaba: «Dios ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades» (Vida 26, 5). Deseo a cada uno de vosotros que podáis decir con san Pablo: «Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (
Ph 3,8).

A este propósito, quiero recordar la descripción que hace santa Teresa de la experiencia interior de la conversión, tal como ella misma la vio un día delante de la imagen del Crucifijo. Escribe: «En mirándola... fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece que se me partía, y arrojéme cabe él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (Vida 9, 1). Con el mismo ímpetu, la Santa parece preguntarnos a nosotros también: ¿Cómo quedar indiferentes ante tanto amor? ¿Cómo ignorar al que nos ha amado con una misericordia tan grande? El amor del Redentor merece toda la atención del corazón y de la mente, y puede activar también en nosotros el admirable círculo en el que el amor y el conocimiento se alimentan recíprocamente. Durante vuestros estudios teológicos tened siempre la mirada dirigida al motivo último por el que los habéis emprendido, es decir, a Jesús, que «nos ha amado y ha dado su vida por nosotros» (cf. 1Jn 3,16). Sed conscientes de que estos años de estudio son un don precioso de la divina Providencia; don que es preciso acoger con fe y vivir diligentemente, como una oportunidad irrepetible para crecer en el conocimiento del misterio de Cristo.

En el contexto actual, reviste gran importancia el estudio profundo de la espiritualidad cristiana a partir de sus presupuestos antropológicos. Ciertamente, es importante la preparación específica que ese estudio proporciona, porque hace idóneos y habilita para la enseñanza de esta disciplina, pero constituye una gracia todavía más grande por el bagaje sapiencial que lleva consigo para la delicada tarea de la dirección espiritual. Como ha hecho siempre, la Iglesia sigue recomendando la práctica de la dirección espiritual, no sólo a quienes desean seguir al Señor de cerca, sino a todo cristiano que quiera vivir con responsabilidad su Bautismo, es decir, la vida nueva en Cristo. De hecho, todos, y de modo especial los que han acogido la llamada divina a seguirlo más de cerca, necesitan ser acompañados personalmente por un guía seguro en la doctrina y experto en las cosas de Dios; este puede ayudar a evitar fáciles subjetivismos, poniendo a disposición su bagaje de conocimientos y experiencias personales en el seguimiento a Jesús. Se trata de instaurar la misma relación personal que el Señor tenía con sus discípulos, el vínculo especial con el que los condujo, tras de sí, a abrazar la voluntad del Padre (cf. Lc Lc 22,42), es decir, a abrazar la cruz. También vosotros, queridos amigos, en la medida en la que seáis llamados a esta tarea insustituible, atesorad todo lo que habéis aprendido durante estos años de estudio, para acompañar a todos los que la divina Providencia os confíe, ayudándoles en el discernimiento de los espíritus y en la capacidad de secundar las mociones del Espíritu Santo, con el objetivo de conducirlos a la plenitud de la gracia hasta llegar —como dice san Pablo— «a la medida de Cristo en su plenitud» (Ep 4,13).

Queridos amigos, procedéis de todas las partes del mundo. Aquí en Roma vuestro corazón y vuestra inteligencia son impulsados a abrirse a la dimensión universal de la Iglesia; son estimulados a sentire cum Ecclesia, en profunda armonía con el Sucesor de Pedro. Os exhorto, por tanto, a vivir una capacidad de amar y de servir a la Iglesia cada vez mayor y más apasionada. En este tiempo pascual, pedimos al Señor resucitado el don de su Espíritu, y lo pedimos sostenidos por la oración de la Virgen María; ella, que en el Cenáculo, junto con los Apóstoles, invocó al Paráclito, os obtenga el don de la sabiduría del corazón y atraiga una renovada efusión de dones celestiales para el futuro que os espera. Por intercesión de la Madre de Dios, y de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, imparto de corazón la bendición apostólica a la comunidad del Teresianum y a toda la familia carmelita.



A LA COMUNIDAD DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA


DEL SAGRADO CORAZÓN


Sala Pablo VI

Sábado 21 de mayo de 2011




Señores cardenales,
rector magnífico,
ilustres docentes,
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