Discursos 2011 60


A SEIS NUEVOS EMBAJADORES ANTE LA SANTA SEDE


Jueves 9 de junio de 2001




Señora y señores embajadores:

Me alegra recibirlos esta mañana, en el palacio apostólico, para la presentación de las cartas que los acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de sus respectivos países ante la Santa Sede: Moldavia, Guinea Ecuatorial, Belice, República árabe de Siria, Ghana y Nueva Zelanda. Les agradezco las amables palabras que me han dirigido de parte de sus respectivos jefes de Estado. Les ruego que, a su vez, les transmitan mi cordial saludo y mis mejores deseos para sus personas y para la elevada misión que desempeñan al servicio de su país y de su pueblo. Quiero saludar también, a través de ustedes, a todas las autoridades civiles y religiosas de sus naciones, así como a todos sus compatriotas. Mis oraciones y mis pensamientos también se dirigen naturalmente a las comunidades católicas presentes en sus países.

Dado que tengo la oportunidad de encontrarme personalmente con cada uno de ustedes, ahora quiero hablar de manera más general. El primer semestre de este año se ha caracterizado por innumerables tragedias que han afectado a la naturaleza, a la técnica y a los pueblos. La magnitud de esas catástrofes nos interpela. El hombre es lo primero, conviene recordarlo. El hombre, a quien Dios ha encomendado la buena gestión de la naturaleza, no puede ser dominado por la técnica, quedando sujeto a ella. Esta toma de conciencia debe llevar a los Estados a reflexionar juntos sobre el futuro del planeta a corto plazo, ante sus responsabilidades respecto de nuestra vida y de las tecnologías. La ecología humana es una necesidad imperativa. Adoptar en toda circunstancia un modo de vivir respetuoso del medio ambiente y apoyar la investigación y la explotación de energías adecuadas que salvaguarden el patrimonio de la creación y no impliquen peligro para el hombre, deben ser prioridades políticas y económicas. En este sentido, resulta necesario revisar en su totalidad nuestra actitud ante la naturaleza. Esta no es sólo un espacio explotable o para disfrutar. Es el lugar en donde nace el hombre, su «casa», de algún modo. Es esencial para nosotros. El cambio de mentalidad en este ámbito, más aún, las obligaciones que conlleva, debe permitir llegar rápidamente a un arte de vivir juntos que respete la alianza entre el hombre y la naturaleza, sin la cual la familia humana corre el peligro de desaparecer. Es preciso, por consiguiente, hacer una reflexión seria y proponer soluciones precisas y sostenibles. Todos los gobernantes deben comprometerse a proteger la naturaleza y ayudarla a desempeñar su papel esencial para la supervivencia de la humanidad. Las Naciones Unidas me parecen el marco natural para esa reflexión, que no deberá quedar ofuscada por intereses políticos y económicos ciegamente partidistas, para así privilegiar la solidaridad por encima de los intereses particulares.

Conviene, asimismo, preguntarse sobre el papel correcto que debe desempeñar la técnica. Los prodigios que es capaz de realizar van acompañados por desastres sociales y ecológicos. Ampliando el aspecto relacional del trabajo al planeta, la técnica imprime a la globalización un ritmo particularmente acelerado. Ahora bien, el fundamento del dinamismo del progreso corresponde al hombre que trabaja y no a la técnica, que no es más que una creación humana. Apostar todo por ella o creer que es el agente exclusivo del progreso o de la felicidad conlleva reducir al hombre al nivel de las cosas, lo cual desemboca en la ceguera y en la infelicidad cuando este le atribuye y le delega poderes que ella no tiene. Basta constatar los «daños» del progreso y los peligros que una técnica omnipotente, y en definitiva no controlada, hace que corra la humanidad. La técnica que domina al hombre lo priva de su humanidad. El orgullo que genera ha hecho surgir en nuestras sociedades un economismo intratable y cierto hedonismo, que determina los comportamientos de modo subjetivo y egoísta. El debilitamiento del primado de lo humano conlleva un desvarío existencial y una pérdida del sentido de la vida. De hecho, la visión del hombre y de las cosas sin referencia a la trascendencia desarraiga al hombre de la tierra y, más fundamentalmente, empobrece su identidad misma. Así pues, urge llegar a conjugar la técnica con una fuerte dimensión ética, pues la capacidad que tiene el hombre de transformar y, en cierto sentido, de crear el mundo por medio de su trabajo, se realiza siempre a partir del primer don original de las cosas hecho por Dios (cf. Juan Pablo II, Centesimus annus CA 37). La técnica debe ayudar a la naturaleza a abrirse, según la voluntad del Creador. Trabajando de este modo, el investigador y el científico se adhieren al plan de Dios, que ha querido que el hombre sea el culmen y el gestor de la creación. Las soluciones basadas en este fundamento protegerán la vida del hombre y su vulnerabilidad, así como los derechos de las generaciones actuales y futuras. Y la humanidad podrá seguir beneficiándose de los progresos que el hombre, por medio de su inteligencia, logra realizar.

Conscientes del peligro que corre la humanidad ante una técnica vista como una «respuesta» más eficaz que el voluntarismo político o el paciente esfuerzo educativo para civilizar las costumbres, los Gobiernos deben promover un humanismo que respete la dimensión espiritual y religiosa del hombre. De hecho, la dignidad de la persona humana no cambia con el fluctuar de las opiniones. Respetar su aspiración a la justicia y a la paz permite la construcción de una sociedad que se promueve a sí misma cuando sostiene a la familia o cuando rechaza, por ejemplo, el primado exclusivo de las finanzas. Un país vive de la plenitud de la vida de los ciudadanos que lo componen, siendo consciente cada uno de sus propias responsabilidades y pudiendo hacer valer sus propias convicciones. Además, la aspiración natural hacia la verdad y hacia el bien es fuente de un dinamismo que genera la voluntad de colaborar para realizar el bien común. Así, la vida social puede enriquecerse constantemente integrando la diversidad cultural y religiosa al compartir valores, fuente de fraternidad y de comunión. Debiendo considerar la vida en sociedad ante todo como una realidad de orden espiritual, los responsables políticos tienen la misión de guiar a los pueblos hacia la armonía humana y la sabiduría tan anheladas, que deben culminar en la libertad religiosa, rostro auténtico de la paz.

Al iniciar su misión ante la Santa Sede, deseo asegurarles, excelencias, que siempre encontrarán en mis colaboradores la escucha atenta y la ayuda que puedan necesitar. Sobre ustedes, sobre sus familias, sobre los miembros de sus misiones diplomáticas y sobre todas las naciones que ustedes representan, invoco la abundancia de las bendiciones divinas.



A LOS MIEMBROS DE LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA


Sala del Consistorio

Viernes 10 de junio de 2011




61 Venerado hermano en el episcopado,
queridos sacerdotes:

Me alegra encontrarme también este año con la comunidad de los alumnos de la Academia eclesiástica pontificia. Saludo al presidente, monseñor Beniamino Stella, y le agradezco las amables palabras con las que ha interpretado también vuestros sentimientos. Os saludo con afecto a todos vosotros, que os preparáis para desempeñar un ministerio particular en la Iglesia.

La diplomacia pontificia, como se la suele llamar, tiene una larguísima tradición, y su actividad ha contribuido de modo notable a plasmar, en la edad moderna, la fisonomía misma de las relaciones diplomáticas entre los Estados. En la concepción tradicional, ya propia del mundo antiguo, el enviado, el embajador, es esencialmente el que ha recibido el encargo de llevar de manera autorizada la palabra del Soberano, y por esto, puede representarlo y negociar en su nombre. La solemnidad del ceremonial, los honores rendidos tradicionalmente a la persona del enviado, que asumían también rasgos religiosos, son en realidad un tributo dado a aquel que representa y al mensaje del que se hace intérprete. El respeto al enviado constituye una de las formas más altas de reconocimiento, por parte de una autoridad soberana, del derecho a existir, en un plano de igual dignidad, de sujetos distintos de sí mismo. Así pues, acoger a un enviado como interlocutor, recibir su palabra, significa poner las bases de la posibilidad de una coexistencia pacífica. Se trata de un papel delicado, que exige, por parte del enviado, la capacidad de transmitir esa palabra de manera fiel y, al mismo tiempo, lo más respetuosa posible de la sensibilidad y la opinión de los demás, y eficaz. Aquí radica la verdadera habilidad del diplomático y no, como a veces se cree erróneamente, en la astucia o en comportamientos que representan más bien degeneraciones de la práctica diplomática. Lealtad, coherencia y profunda humanidad son las virtudes fundamentales de todo enviado, que está llamado a poner no sólo su trabajo y sus cualidades, sino, en cierto modo, toda su persona al servicio de una palabra que no es suya.

Las rápidas transformaciones de nuestra época han cambiado profundamente la figura y el papel de los representantes diplomáticos, pero su misión sigue siendo esencialmente la misma: ser el intermediario de una correcta comunicación entre los que ejercen la función de gobierno y, por consiguiente, instrumento de construcción de la comunión posible entre los pueblos y de la consolidación entre ellos de relaciones pacíficas y solidarias.

¿Cómo se sitúan, en todo esto, la persona y la acción del diplomático de la Santa Sede, que obviamente presenta aspectos muy particulares? Este, en primer lugar —como se ha destacado muchas veces— es un sacerdote, un obispo, un hombre que ya ha elegido vivir al servicio de una Palabra que no es la suya. De hecho, es un servidor de la Palabra de Dios, y, como todo sacerdote, ha recibido una misión que no puede realizarse a tiempo parcial, sino que le exige ser, con toda su vida, una resonancia del mensaje que le ha sido confiado, el mensaje del Evangelio. Precisamente sobre la base de esta identidad sacerdotal, muy clara y vivida de modo profundo, se inserta, con cierta naturalidad, la tarea específica de hacerse portador de la palabra del Papa, del horizonte de su ministerio universal y de su caridad pastoral con respecto a las Iglesias particulares y frente a las instituciones en las que se ejerce legítimamente la soberanía en el ámbito estatal o de las organizaciones internacionales.

En el cumplimiento de esta misión, el diplomático de la Santa Sede está llamado a hacer fructificar sus dotes humanas y sobrenaturales. Se comprende bien que, en el ejercicio de un ministerio tan delicado, el cuidado de la propia vida espiritual, la práctica de las virtudes humanas y la formación de una sólida cultura vayan de la mano y se apoyen mutuamente. Son dimensiones que permiten mantener un profundo equilibrio interior, en un trabajo que exige, entre otras cosas, capacidad de apertura al otro, ecuanimidad de juicio, distancia crítica de las opiniones personales, sacrificio, paciencia, constancia y a veces también firmeza en el diálogo con todos. Por otro lado, el servicio a la persona del Sucesor de Pedro, que Cristo constituyó como principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión (cf. Concilio Vaticano I, Pastor aeternus, Denz.
DS 1821 Denz. 1821 (3051); concilio Vaticano II, Lumen gentium LG 18), permite vivir en constante y profunda referencia a la catolicidad de la Iglesia. Y donde hay apertura a la objetividad de la catolicidad, allí está también el principio de una auténtica personalización: la vida dedicada al servicio del Papa y de la comunión eclesial es, bajo este aspecto, sumamente enriquecedora.

Queridos alumnos de la Academia eclesiástica pontificia, al compartir con vosotros estos pensamientos, os exhorto a comprometeros a fondo en el camino de vuestra formación; y, en este momento, pienso, con particular reconocimiento, en los nuncios, en los delegados apostólicos, en los observadores permanentes y en todos los que prestan servicio en las representaciones pontificias esparcidas por el mundo. De buen grado os imparto la bendición apostólica a vosotros, al presidente, a sus colaboradores y a la comunidad de las religiosas Franciscanas Misioneras del Niño Jesús.


AUDIENCIA EN EL 75 ANIVERSARIO DEL MARTIRIO

DEL BEATO CEFERINO GIMÉNEZ MALLA

DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI

AL PUEBLO GITANO

Aula Pablo VI

Sábado 11 de junio de 2011




Venerados hermanos,
62 queridos hermanos y hermanas:

¡El Señor esté con vosotros!

Es para mí una gran alegría encontrarme con vosotros y daros una cordial bienvenida, con ocasión de vuestra peregrinación a la tumba del apóstol Pedro. Doy las gracias al arzobispo monseñor Antonio Maria Vegliò, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes, por las palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre y por haber organizado el evento. Extiendo asimismo la expresión de mi gratitud a la Fundación «Migrantes» de la Conferencia episcopal italiana, a la diócesis de Roma y a la Comunidad de San Egidio, por haber colaborado en la realización de esta peregrinación y por lo que hacen diariamente en favor de vuestra acogida e integración. Un «gracias» particular a vosotros, por haber dado vuestros testimonios, realmente significativos.

Habéis llegado a Roma de todas partes de Europa para manifestar vuestra fe y vuestro amor a Cristo, a la Iglesia —que es una casa para todos vosotros— y al Papa. El siervo de Dios Pablo VI dirigió a los gitanos, en 1965, estas inolvidables palabras: «Vosotros en la Iglesia no estáis al margen, sino que, de alguna manera, estáis en el centro. Vosotros estáis en el corazón de la Iglesia». También yo hoy repito con afecto: ¡Estáis en la Iglesia! Sois una porción amada del pueblo de Dios peregrino y nos recordáis que «aquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura» (
He 13,14). También a vosotros ha llegado el mensaje de salvación, al que habéis respondido con fe y esperanza, enriqueciendo la comunidad eclesial con creyentes laicos, sacerdotes, diáconos, religiosas y religiosos gitanos. Vuestro pueblo ha dado a la Iglesia el beato Ceferino Giménez Malla, de quien celebramos el 150º aniversario de su nacimiento y el 75º de su martirio. La amistad con el Señor convirtió a este mártir en un testigo auténtico de la fe y de la caridad. El beato Ceferino amaba a la Iglesia y a sus pastores con la intensidad con la que adoraba a Dios y descubría su presencia en todas las personas y en todos los acontecimientos. Terciario franciscano, permaneció fiel a su ser gitano, a la historia y a la identidad de su etnia. Casado según la tradición de los gitanos, junto a su esposa decidió convalidar el vínculo en la Iglesia con el sacramento del Matrimonio. Su profunda religiosidad encontraba expresión en la participación cotidiana en la santa misa y en el rezo del rosario. Fue precisamente el rosario, que llevaba siempre en el bolsillo, la causa de su arresto e hizo del beato Ceferino un auténtico «mártir del rosario», ya que no dejó que se lo quitaran de la mano ni siquiera en el momento de su muerte. Hoy el beato Ceferino os invita a seguir su ejemplo y os indica también el camino: la dedicación a la oración y en particular al rosario, el amor a la Eucaristía y a los demás sacramentos, la observancia de los mandamientos, la honradez, la caridad y la generosidad con el prójimo, especialmente con los pobres; esto os hará fuertes ante el riesgo de que las sectas u otros grupos pongan en peligro vuestra comunión con la Iglesia.

Vuestra historia es compleja y, en algunos periodos, dolorosa. Sois un pueblo que en los siglos pasados no ha vivido ideologías nacionalistas, no ha aspirado a poseer una tierra o a dominar a otras gentes. Os habéis quedado sin patria y habéis considerado idealmente el continente en su conjunto como vuestra casa. Sin embargo, persisten problemas graves y preocupantes, como las relaciones a menudo difíciles con las sociedades en las que vivís. Desgraciadamente a lo largo de los siglos habéis conocido el sabor amargo de la falta de acogida y, a veces, de la persecución, como sucedió en la segunda guerra mundial: miles de mujeres, hombres y niños fueron asesinados salvajemente en los campos de exterminio. Fue —como decís vosotros— el Porrájmos, «La gran destrucción», un drama todavía poco reconocido y cuyas proporciones se desconocen, pero que vuestras familias llevan grabado en el corazón. Durante mi visita al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, el 28 de mayo de 2006, recé por las víctimas de las persecuciones y me incliné frente a la lápida en lengua romaní, que recuerda a vuestros caídos. ¡La conciencia europea no puede olvidar tanto dolor! ¡Que nunca más vuestro pueblo sea objeto de vejaciones, de rechazo y de desprecio! Por vuestra parte, buscad siempre la justicia, la legalidad, la reconciliación, y esforzaos por no ser nunca causa de sufrimiento para otros.

Hoy, gracias a Dios, la situación está cambiando: ante vosotros se abren nuevas oportunidades, mientras estáis adquiriendo nueva conciencia. A lo largo del tiempo habéis creado una cultura de expresiones significativas, como la música y el canto, que han enriquecido Europa. Muchas etnias ya no son nómadas, sino que buscan estabilidad con nuevas expectativas frente a la vida. La Iglesia camina con vosotros y os invita a vivir según las comprometedoras exigencias del Evangelio, confiando en la fuerza de Cristo, hacia un futuro mejor. También Europa, que reduce las fronteras y considera riqueza a la diversidad de los pueblos y de las culturas, os ofrece nuevas posibilidades. Os invito, queridos amigos, a escribir juntos una nueva página de historia para vuestro pueblo y para Europa. La búsqueda de alojamiento, de un trabajo digno y de educación para vuestros hijos son las bases sobre las que podréis construir la integración que traerá beneficios para vosotros y para toda la sociedad. ¡Dad vosotros también vuestra efectiva y leal colaboración para que vuestras familias se inserten dignamente en el tejido civil europeo! Muchos de vosotros son niños y jóvenes que desean educarse y vivir con los demás y como los demás. A ellos los miro con particular afecto, convencido de que vuestros hijos tienen derecho a una vida mejor. Que su bien sea vuestra mayor aspiración. Custodiad la dignidad y el valor de vuestras familias, pequeñas iglesias domésticas, para que sean verdaderas escuelas de humanidad (cf. Gaudium et spes GS 52). Que las instituciones, por su parte, se esfuercen por velar adecuadamente por este proceso.

Por último, también vosotros estáis llamados a participar activamente en la misión evangelizadora de la Iglesia, promoviendo la actividad pastoral en vuestras comunidades. La presencia entre vosotros de sacerdotes, diáconos y personas consagradas, que pertenecen a vuestras etnias, es don de Dios y signo positivo del diálogo de las Iglesias locales con vuestro pueblo, que es preciso sostener y desarrollar. Confiad en estos hermanos y hermanas vuestros, escuchadlos y ofreced, junto a ellos, el coherente y gozoso anuncio del amor de Dios por el pueblo gitano, como por todos los pueblos. La Iglesia desea que todos los hombres se reconozcan hijos del mismo Padre y miembros de la misma familia humana. Estamos en la vigilia de Pentecostés, cuando el Señor derramó su Espíritu sobre los Apóstoles que comenzaron a anunciar el Evangelio en las lenguas de todos los pueblos. Que el Espíritu Santo distribuya sus dones abundantemente sobre todos vosotros, sobre vuestras familias y comunidades esparcidas por el mundo y os haga testigos generosos de Cristo resucitado. María santísima, tan amada por vuestro pueblo y a la que invocáis como «Amari Devleskeridej», «Nuestra Madre de Dios», os acompañe por los caminos del mundo, y que el beato Ceferino os sostenga con su intercesión.

Os doy las gracias de corazón a todos los que habéis venido aquí, a la Sede de Pedro, para manifestar vuestra fe y vuestro amor a la Iglesia y al Papa. Que el beato Ceferino sea para todos vosotros ejemplo de una vida vivida por Cristo y por la Iglesia, en la observancia de los mandamientos y en el amor al prójimo. El Papa está cerca de cada uno de vosotros y os recuerda en sus oraciones. Que el Señor os bendiga a vosotros, a vuestras comunidades, a vuestras familias y vuestro futuro. Que el Señor os dé salud y suerte. ¡Permaneced con Dios!

¡Gracias! ¡Y feliz Pentecostés a todos vosotros!



APERTURA DE LA ASAMBLEA ECLESIAL DE ROMA

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Juan de Letrán

Lunes 13 de junio de 2011




63 Queridos hermanos y hermanas:

Con espíritu de agradecimiento al Señor nos volvemos a reunir en esta basílica de San Juan de Letrán con motivo de la inauguración de la asamblea diocesana anual. Damos gracias a Dios que nos permite en esta tarde revivir la experiencia de la primera comunidad cristiana, que «tenía un solo corazón y una sola alma» (
Ac 4,32). Agradezco al cardenal vicario las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos y doy a cada uno mi saludo más cordial, asegurando mi oración por vosotros y por aquellos que no pueden estar aquí para compartir esta importante etapa de la vida de nuestra diócesis, en particular por quienes viven momentos de sufrimiento físico o espiritual.

Me ha alegrado saber que en este año pastoral habéis comenzado a aplicar las indicaciones surgidas en la asamblea del año pasado, y espero que también en el futuro cada comunidad, sobre todo parroquial, siga comprometiéndose para cuidar cada vez mejor, con la ayuda ofrecida por la diócesis, la celebración de la Eucaristía, en especial la dominical, preparando adecuadamente a los agentes pastorales y esforzándose para que el misterio del altar se viva cada vez más como un manantial del que se puede sacar la fuerza para ofrecer un testimonio más incisivo de la caridad, que renueve el tejido social de nuestra ciudad.

El tema de esta nueva etapa de evaluación pastoral, «La alegría de engendrar la fe en la Iglesia de Roma - La iniciación cristiana», guarda relación con el camino ya recorrido. De hecho, desde hace ya varios años nuestra diócesis está comprometida en la reflexión sobre la transmisión de la fe. Recuerdo que, precisamente en esta basílica, en una intervención durante el Sínodo romano, cité unas palabras que me había escrito en una breve carta Hans Urs von Balthasar: «La fe no se debe presuponer, sino proponer». Así es. De por sí, la fe no se conserva en el mundo, no se transmite automáticamente al corazón del hombre, sino que debe ser anunciada siempre. Para que sea eficaz, el anuncio de la fe, a su vez, debe partir de un corazón que cree, que espera, que ama, un corazón que adora a Cristo y cree en la fuerza del Espíritu Santo. Así sucedió desde el inicio, como nos recuerda el episodio bíblico escogido para iluminar esta evaluación pastoral. Está tomado del capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles, en el que san Lucas, inmediatamente después de narrar el acontecimiento de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, refiere el primer discurso que san Pedro dirigió a todos. La profesión de fe puesta al final del discurso —«Al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías» (Ac 2,36)— es el gozoso anuncio que la Iglesia no deja de repetir desde hace siglos a cada hombre.

Ante ese anuncio todos «se conmovieron profundamente» —leemos en los Hechos de los Apóstoles (2, 37)—. Esta reacción fue causada ciertamente por la gracia de Dios: todos comprendieron que esa proclamación realizaba las promesas y provocaba en cada uno el deseo de conversión y del perdón de sus pecados. Las palabras de Pedro no se limitaban al simple anuncio de hechos, sino que mostraban su significado, poniendo la vida de Jesús en relación con las promesas de Dios, con las expectativas de Israel y, por tanto, con las de todo hombre. La gente de Jerusalén comprendió que la resurrección de Jesús era capaz y es capaz de iluminar la existencia humana. De hecho, de este acontecimiento nació una nueva comprensión de la dignidad del hombre y de su destino eterno, de la relación entre el hombre y la mujer, del significado último del dolor, del compromiso en la construcción de la sociedad. La respuesta de la fe nace cuando el hombre descubre, por gracia de Dios, que creer significa encontrar la verdadera vida, la «vida en plenitud». Uno de los grandes Padres de la Iglesia, san Hilario de Poitiers, escribió que se hizo creyente cuando comprendió, al escuchar el Evangelio, que para alcanzar una vida verdaderamente feliz no bastaban ni las posesiones ni el tranquilo goce de los bienes, y que había algo más importante y precioso: el conocimiento de la verdad y la plenitud del amor dados por Cristo (cf. De Trinitate 1, 2).

Queridos amigos, la Iglesia, cada uno de nosotros, tiene que llevar al mundo esta gozosa noticia: que Jesús es el Señor, Aquel en el que se han hecho carne la cercanía y el amor de Dios por cada hombre y cada mujer y por toda la humanidad. Este anuncio debe resonar de nuevo en las regiones de antigua tradición cristiana. El beato Juan Pablo II habló de la necesidad de una nueva evangelización dirigida a quienes, a pesar de que ya han escuchado hablar de la fe, ya no aprecian, ya no conocen la belleza del cristianismo, más aún, en ocasiones lo consideran incluso un obstáculo para alcanzar la felicidad. Por eso, deseo repetir hoy lo que les dije a los jóvenes en la Jornada mundial de la juventud en Colonia: «La felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho de saborear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret, oculto en la Eucaristía» (Discurso durante la fiesta de Acogida de los jóvenes en Colonia: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 4).

Si los hombres se olvidan de Dios es también porque con frecuencia se reduce la persona de Jesús a un hombre sabio y se debilita, cuando no se niega, su divinidad. Esta manera de pensar impide captar la novedad radical del cristianismo, pues si Jesús no es el Hijo único del Padre, entonces tampoco Dios ha venido a visitar la historia del hombre, tenemos sólo ideas humanas de Dios. Por el contrario, ¡la encarnación forma parte del corazón mismo del Evangelio! Que crezca, por tanto, el compromiso por una renovada etapa de evangelización, que no es sólo tarea de algunos, sino de todos los miembros de la Iglesia. La evangelización nos permite conocer que Dios está cerca, que Dios se ha revelado. En esta hora de la historia, ¿no es quizá esta la misión que el Señor nos encomienda: anunciar la novedad del Evangelio, como Pedro y Pablo cuando llegaron a nuestra ciudad? ¿No debemos también nosotros hoy mostrar la belleza y la racionalidad de la fe, llevar la luz de Dios al hombre de nuestro tiempo, con valentía, con convicción, con alegría? Hay muchas personas que todavía no han encontrado al Señor: hay que ofrecerles una atención pastoral especial. Junto a los niños y los muchachos de familias cristianas que piden recorrer los itinerarios de la iniciación cristiana, hay adultos que no han recibido el Bautismo, o que se han alejado de la fe y de la Iglesia. Es una atención pastoral hoy más urgente que nunca, que nos pide comprometernos con confianza, sostenidos por la certeza de que la gracia de Dios actúa siempre, también hoy, en el corazón del hombre. Yo mismo tengo la alegría de bautizar cada año, durante la Vigilia pascual, a algunos jóvenes y adultos e incorporarlos en el Cuerpo de Cristo, en la comunión con el Señor, y así en la comunión con el amor de Dios.

Pero, ¿quién es el mensajero de este alegre anuncio? Seguramente lo es todo bautizado. Sobre todo los padres, quienes tienen la tarea de pedir el Bautismo para sus hijos. ¡Qué grande es este don que la liturgia llama «puerta de nuestra salvación, inicio de la vida en Cristo, fuente de la nueva humanidad!» (Prefacio del Bautismo). Todos los papás y las mamás están llamados a cooperar con Dios en la transmisión del don inestimable de la vida, pero también a darles a conocer a Aquel que es la Vida, y la vida no se transmite realmente si no se conoce también el fundamento y la fuente perenne de la vida. Queridos padres, la Iglesia, como madre solícita, quiere sosteneros en esta tarea vuestra fundamental. Desde pequeños, los niños tienen necesidad de Dios, porque el hombre desde el comienzo tiene necesidad de Dios, y tienen la capacidad de percibir su grandeza; saben apreciar el valor de la oración, de hablar con Dios, y de los ritos, así como intuir la diferencia entre el bien y el mal. Acompañadlos, por tanto, en la fe, en este conocimiento de Dios, en esta amistad con Dios, en este conocimiento de la distinción entre el bien y el mal. Acompañadlos en la fe desde su más tierna edad.

Y, ¿cómo cultivar la semilla de la vida eterna a medida que el niño va creciendo? San Cipriano nos recuerda: «Nadie puede tener a Dios por Padre, si no tiene a la Iglesia por Madre». Por ello, no decimos Padre mío, sino Padre nuestro, porque sólo en el «nosotros» de la Iglesia, de los hermanos y hermanas, somos hijos. Desde siempre la comunidad cristiana ha acompañado la formación de los niños y de los muchachos, ayudándoles no sólo a comprender con la inteligencia las verdades de la fe, sino también a vivir experiencias de oración, de caridad y de fraternidad. La palabra de la fe corre el riesgo de quedarse muda si no encuentra una comunidad que la ponga en práctica, haciéndola viva y atrayente, como experiencia de la realidad de la verdadera vida. Todavía hoy los oratorios, los campamentos de verano, las pequeñas y grandes experiencias de servicio son una valiosa ayuda para los adolescentes que recorren el camino de la iniciación cristiana a fin de madurar un compromiso de vida coherente. Aliento, por tanto, a recorrer este camino que permite descubrir el Evangelio no como una utopía, sino como la forma plena y real de la existencia. Todo esto debe proponerse en particular a quienes se preparan para recibir el sacramento de la Confirmación a fin de que el don del Espíritu Santo confirme la alegría de haber sido engendrados hijos de Dios. Os invito, por tanto, a dedicaros con pasión al redescubrimiento de este sacramento, para que quien ya está bautizado pueda recibir como don de Dios el sello de la fe y se convierta plenamente en testigo de Cristo.

Para que todo esto sea eficaz y dé fruto es necesario que el conocimiento de Jesús crezca y se prolongue más allá de la celebración de los sacramentos. Esta es la tarea de la catequesis, como recordaba el beato Juan Pablo II: «La peculiaridad de la catequesis, distinta del anuncio primero del Evangelio que ha suscitado la conversión, persigue el doble objetivo de hacer madurar la fe inicial y de educar al verdadero discípulo por medio de un conocimiento más profundo y sistemático de la persona y del mensaje de nuestro Señor Jesucristo» (Catechesi tradendae CTR 19). La catequesis es acción eclesial y, por tanto, es necesario que los catequistas enseñen y testimonien la fe de la Iglesia y no su propia interpretación. Precisamente por este motivo se realizó el Catecismo de la Iglesia católica, que esta tarde os vuelvo a entregar idealmente a todos vosotros para que la Iglesia de Roma pueda comprometerse con renovada alegría en la educación de la fe. La estructura del Catecismo deriva de la experiencia del catecumenado de la Iglesia de los primeros siglos y retoma los elementos fundamentales que hacen de una persona un cristiano: la fe, los sacramentos, los mandamientos, el Padre nuestro.

Para todo ello es necesario educar en el silencio y la interioridad. Confío que en las parroquias de Roma los itinerarios de iniciación cristiana eduquen en la oración, para que esta impregne la vida y ayude a encontrar la Verdad que habita en nuestro corazón, y la encontramos realmente en el diálogo personal con Dios. La fidelidad a la fe de la Iglesia, además, debe conjugarse con una «creatividad catequética» que tenga en cuenta el contexto, la cultura y la edad de los destinatarios. El patrimonio de historia y de arte que custodia Roma es un camino ulterior para acercar a las personas a la fe: Roma nos habla mucho de la realidad de la fe. Invito a todos a recurrir en la catequesis a este «camino de la belleza», que lleva a Aquel que es, según san Agustín, la Belleza tan antigua y siempre nueva.

64 Queridos hermanos y hermanas, deseo daros las gracias por vuestro generoso y valioso servicio en esta fascinante obra de evangelización y de catequesis. ¡No tengáis miedo de comprometeros por el Evangelio! A pesar de las dificultades que encontráis para conciliar las exigencias familiares y laborales con las de las comunidades en las que desempeñáis vuestra misión, confiad siempre en la ayuda de la Virgen María, Estrella de la evangelización. También el beato Juan Pablo II, que hasta el final se esforzó por anunciar el Evangelio en nuestra ciudad y amó con particular afecto a los jóvenes, intercede por nosotros ante el Padre. Asegurándoos mi constante oración, os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.

Gracias por vuestra atención.



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