Discursos 2011 64


A UN GRUPO DE OBISPOS DE LA INDIA DE RITO LATINO


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 17 de junio de 2011




Queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra daros la bienvenida a todos vosotros con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, un tiempo privilegiado en el que se profundizan los vínculos de fraternidad y de comunión entre la Sede de Pedro y las Iglesias particulares que gobernáis. Deseo agradecer al arzobispo Malayappan Chinnappa los cordiales sentimientos que ha expresado en vuestro nombre y en el nombre de aquellos a los que guiáis como pastores. Dirijo un afectuoso saludo a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a todos los fieles laicos que están encomendados a vuestro cuidado pastoral. Os pido que les aseguréis mi solicitud y mis oraciones.

Continuando estas reflexiones sobre la vida de la Iglesia en la India, quiero deciros algunas palabras a vosotros, queridos hermanos obispos, sobre vuestras responsabilidades respecto del clero y de los religiosos y religiosas del país. Por la imposición de las manos y la invocación del Espíritu Santo, estáis llamados a guiar al pueblo de Dios como pastores, y a enseñar, santificar y gobernar las Iglesias locales. Lo hacéis a través de la predicación del Evangelio, la celebración de los sacramentos y la solicitud por la santidad y la acción pastoral eficaz de los presbíteros. A través de estos podéis llegar de forma más eficaz a los religiosos y a los laicos encomendados a vuestro cuidado. También estáis llamados a gobernar con caridad a través de una vigilancia prudente con vuestras capacidades legislativa, ejecutiva y judicial (cf. Código de derecho canónico, cann. 384-394). En este delicado y exigente papel, el obispo, como pastor y padre, debe unir y moldear a su rebaño en una familia, donde todos sus miembros, conscientes de sus deberes, vivan y actúen en comunión de amor (cf. Christus Dominus CD 16). Promover este carisma de unidad, que es un testimonio poderoso de la unicidad de Dios y un signo de que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica, es una de las responsabilidades más importantes del obispo. En las numerosas tareas que requieren vuestra atención orante, queridos obispos, reconocéis la presencia del Espíritu del Señor que actúa en la Iglesia. El Espíritu, prometido a todos en el Bautismo y derramado sobre el pueblo de Dios para guiarlo y santificarlo en la Confirmación, desea unir a todos los cristianos con los vínculos de la fe, la esperanza y la caridad. Por vuestro ministerio estáis llamados a fortalecer a los miembros del pueblo que Dios ha elegido como propio, para servirlos y edificarlos como un único templo, una digna morada para el Espíritu, sean jóvenes o ancianos, hombres o mujeres, ricos o pobres. El Señor, derramando su sangre, ha rescatado a las personas de toda raza, lengua, pueblo y nación (cf. Ap Ap 5,9). Por tanto, os animo a seguir en el servicio de unidad y, dirigiendo con el ejemplo, a conducir a los fieles encomendados a vuestra solicitud a una comunión, fraternidad y paz más profundas.

Una de las formas en que la comunión de la Iglesia se manifiesta claramente es en la relación particularmente importante que existe entre vosotros y vuestros sacerdotes, sean diocesanos o religiosos, que comparten y ejercen con vosotros el único sacerdocio de Cristo. Juntos, en vuestras diócesis, formáis un solo cuerpo sacerdotal y una sola familia, de la que sois el padre (cf. Christus Dominus CD 29). Por tanto, debéis sostener a vuestros sacerdotes, que son vuestros colaboradores más cercanos, estando atentos a sus necesidades y aspiraciones, siendo solícitos por su bienestar espiritual, intelectual y material. Ellos, como hijos y colaboradores, están llamados a su vez a respetar vuestra autoridad, a trabajar con alegría, humildad y entrega total para el bien de la Iglesia, pero siempre bajo vuestra dirección. Los vínculos de amor fraternal y de mutua solicitud que debéis fomentar entre vuestros sacerdotes constituirán la base para superar las tensiones que puedan surgir y promover las condiciones más adecuadas para servir a los miembros del pueblo de Dios, edificándolos espiritualmente, ayudándoles a conocer su propio valor y a asumir la dignidad que les corresponde como hijos de Dios. Por otra parte, el testimonio del amor recíproco y de servicio entre vosotros y vuestros sacerdotes —sin tener en cuenta la casta o etnia, sino centrados en el amor de Dios, en la difusión del Evangelio y en la santificación de la Iglesia— es ardientemente anhelado por las personas a las que servís. Buscan en vosotros y en vuestros sacerdotes un modelo de santidad, amistad y armonía que hable a su corazón y les enseñe con el ejemplo cómo vivir el mandamiento nuevo del amor.

Los religiosos y las religiosas también esperan de vosotros guía y apoyo. El testimonio de vuestro profundo amor a Jesucristo y a su Iglesia los impulsará a entregarse en pobreza, castidad y obediencia perfectas a la vida a la que han sido llamados. Se sentirán confirmados en su entrega por vuestra fe, vuestro ejemplo y vuestra confianza en Dios. De este modo, en unión con ellos, daréis un testimonio cada vez mayor ante los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, del hecho de que, mientras que la figura de este mundo pasa rápidamente (cf. 1Co 7,31), quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre (cf. 1Jn 2,17).

El testimonio radiante de la vida consagrada es, ciertamente, un tesoro no sólo para los que han recibido la gracia de esta vocación, sino también para toda la Iglesia. A través de una cooperación estrecha con los superiores religiosos, seguid asegurando que los miembros de los institutos religiosos en vuestras diócesis vivan sus carismas peculiares en plenitud y en armonía con los sacerdotes y los fieles laicos. Además de garantizar que reciban una sólida base humana, espiritual y teológica, aseguraos de que reciban una formación permanente completa que les ayude a madurar en todos los aspectos de su vida consagrada. Debido a la singular contribución que dan todos los religiosos y las religiosas, contemplativos y activos, a la misión de la Iglesia, y por su papel como protagonistas de la evangelización a través de la oración y la súplica, la educación, la asistencia sanitaria, la caridad y otros apostolados, sus carismas seguirán fortaleciendo la comunidad eclesial en su conjunto y enriqueciendo a toda la sociedad. De modo particular, deseo expresar el aprecio de la Iglesia por las numerosas religiosas de la Iglesia en la India, que dan un gran testimonio de su santidad, vitalidad y esperanza. Ofrecen innumerables oraciones y realizan infinidad de buenas obras, que a menudo no se ven, pero que son de gran valor para la edificación del reino de Dios. Os pido que las animéis en su vocación y que invitéis a mujeres jóvenes a tomar en consideración este tipo de vida que se realiza en el amor a Dios y en el servicio a los demás.

Con estas reflexiones, queridos hermanos en el episcopado, expreso mi afecto y estima fraternal. Invocando sobre todos vosotros la intercesión maternal de María, Madre de la Iglesia, y asegurándoos mis oraciones por vosotros y por los que han sido encomendados a vuestro cuidado pastoral, de buen grado os imparto mi bendición apostólica como prenda de gracia y de paz en el Señor.


VISITA PASTORAL A LA DIÓCESIS DE SAN MARINO-MONTEFELTRO

ENCUENTRO OFICIAL CON LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO,

DEL CONGRESO Y DEL CUERPO DIPLOMÁTICO



Sala del Gran y General Consejo del Palacio Público - República de San Marino

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Domingo 19 de junio de 2011




Serenísimos capitanes regentes,
ilustres señores y señoras:

Os agradezco de corazón vuestra acogida; de manera particular expreso mi agradecimiento a los capitanes regentes, también por las amables palabras que me han dirigido. Saludo a los miembros del Gobierno y del Congreso, así como al Cuerpo diplomático y a todas las demás autoridades aquí reunidas. Al dirigirme a vosotros, abrazo idealmente a todo el pueblo de San Marino. Desde su nacimiento, esta República ha mantenido cordiales relaciones con la Sede apostólica, y en los últimos tiempos se han ido intensificando y consolidando. Mi presencia aquí, en el corazón de esta antigua República, expresa y confirma esta amistad.

Hace más de diecisiete siglos, un grupo de fieles, conquistados al Evangelio por la predicación del diácono Marino y por su testimonio de santidad, se congregó en torno a él para dar vida a una nueva comunidad. Recogiendo esta preciosa herencia, los sanmarinenses han permanecido siempre fieles a los valores de la fe cristiana, anclando sólidamente en ellos su convivencia pacífica, según criterios de democracia y de solidaridad. A lo largo de los siglos, vuestros padres, conscientes de estas raíces cristianas, supieron hacer fructificar el gran patrimonio moral y cultural que a su vez habían recibido, dando vida a un pueblo laborioso y libre, que, a pesar de lo exiguo del territorio, no ha dejado de ofrecer a las poblaciones confinantes de la península italiana y al mundo entero una contribución específica de civilización, caracterizada por la convivencia pacífica y el respeto mutuo.

Dirigiéndome hoy a vosotros, me alegro por vuestra adhesión a este patrimonio de valores, y os exhorto a conservarlo y a valorizarlo, porque se encuentra en la base de vuestra identidad más profunda, una identidad que pide a la gente y a las instituciones sanmarinenses que la asuman en plenitud. Gracias a ella, se puede construir una sociedad atenta al verdadero bien de la persona humana, a su dignidad y libertad, y capaz de salvaguardar el derecho de todo pueblo a vivir en paz. Son estos los fundamentos de la sana laicidad, dentro de la cual deben actuar las instituciones civiles, en su constante compromiso en defensa del bien común. La Iglesia, respetuosa de la legítima autonomía de la que debe gozar el poder civil, colabora con él, al servicio del hombre, en la defensa de sus derechos fundamentales, de aquellas instancias éticas que están inscritas en su misma naturaleza. Por eso la Iglesia se compromete para que las legislaciones civiles promuevan y tutelen siempre la vida humana, desde la concepción hasta su fin natural. Además, pide para la familia el debido reconocimiento y un apoyo efectivo. De hecho, sabemos bien que en el contexto actual se pone en tela de juicio la institución familiar, casi en un intento de ignorar su irrenunciable valor. Los que sufren las consecuencias son los grupos sociales más débiles, especialmente las generaciones jóvenes, más vulnerables y por eso más fácilmente expuestas a la desorientación, a situaciones de auto-marginación y a la esclavitud de las dependencias. A veces, a las realidades educativas les resulta difícil dar respuestas adecuadas a los jóvenes y, faltando el apoyo familiar, a menudo estos no pueden insertarse normalmente en el tejido social. También por esto es importante reconocer que la familia, tal como Dios la ha constituido, es el principal sujeto que puede favorecer un crecimiento armonioso y hacer que maduren personas libres y responsables, formadas en los valores profundos y perennes.

En el momento de dificultades económicas en que se encuentra también la comunidad sanmarinense, en el contexto italiano e internacional, mi palabra quiere ser una palabra de aliento. Sabemos que los años sucesivos a la segunda guerra mundial fueron un tiempo de estrecheces económicas, que obligó a miles de vuestros conciudadanos a emigrar. Vino después un periodo de prosperidad, gracias al desarrollo del comercio y del turismo, especialmente el estival favorecido por la cercanía de la costa adriática. En estas fases de relativa abundancia a menudo se verifica una cierta pérdida del sentido cristiano de la vida y de los valores fundamentales. Sin embargo, la sociedad sanmarinense manifiesta todavía una buena vitalidad y conserva sus mejores energías; lo prueban las múltiples iniciativas caritativas y de voluntariado a las que se dedican muchos conciudadanos vuestros. Quiero recordar también a los numerosos misioneros sanmarinenses, laicos y religiosos, que en las últimas décadas han salido de esta tierra para llevar el Evangelio de Cristo a varias partes del mundo. No faltan, por tanto, las fuerzas positivas que permitirán a vuestra comunidad afrontar y superar la actual situación de dificultad. A este respecto, espero que la cuestión de los trabajadores fronterizos, que ven en peligro su empleo, se pueda resolver teniendo en cuenta el derecho al trabajo y la tutela de las familias.

También en la República de San Marino, la actual situación de crisis impulsa a volver a proyectar el camino y es ocasión de discernimiento (cf. Caritas in veritate ), pues pone a todo el tejido social ante la impelente exigencia de afrontar los problemas con valentía y sentido de responsabilidad, con generosidad y empeño, haciendo referencia a aquel amor a la libertad que distingue a vuestro pueblo. En este contexto, quiero repetiros las palabras que dirigió el beato Juan XXIII a los regentes de la República de San Marino durante una visita oficial que realizaron a la Santa Sede: «El amor a la libertad —dijo el Papa Juan XXIII— goza entre vosotros de raíces exquisitamente cristianas, y vuestros padres, percibiendo su verdadero significado, os enseñaron a no separar nunca su nombre del de Dios, que es su fundamento insustituible» (Discorsi, Messaggi, Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, I, 341-343:AAS 60 [1959] 423-424). Esta advertencia del gran Papa sigue conservando hoy su valor imperecedero: la libertad que las instituciones están llamadas a promover y a defender en el ámbito social, manifiesta una libertad más grande y profunda, la libertad animada por el Espíritu de Dios, cuya presencia vivificante en el corazón del hombre da a la voluntad la capacidad de orientarse y de decidirse por el bien. Como afirma el apóstol san Pablo: «Porque es Dios quien activa en vosotros el querer y el obrar, para realizar su designio de amor» (
Ph 2,13). Y san Agustín, comentando este pasaje subraya: «Es cierto que somos nosotros los que queremos, cuando queremos; pero el que hace que queramos el bien es él», es Dios, y añade: «Por el Señor serán dirigidos los pasos del hombre y el hombre querrá seguir su camino» (De gratia et libero arbitrio, 16, 32).

Por tanto, a vosotros, distinguidos señores y señoras, os corresponde la tarea de construir la ciudad terrena con la debida autonomía y respetando los principios humanos y espirituales a los que cada ciudadano está llamado a adherirse con toda la responsabilidad de su conciencia personal; y, al mismo tiempo, el deber de seguir trabajando activamente para construir una comunidad fundada en valores compartidos. Serenísimos capitanes regentes e ilustres autoridades de la República de San Marino, expreso de corazón el deseo de que toda vuestra comunidad, compartiendo los valores civiles y con sus específicas peculiaridades culturales y religiosas, escriba una nueva y noble página de historia y sea cada vez más una tierra en la que prosperen la solidaridad y la paz. Con estos sentimientos encomiendo este amado pueblo a la intercesión maternal de la Virgen de las Gracias y de corazón invoco sobre todos y cada uno la bendición apostólica.


VISITA PASTORAL A LA DIÓCESIS DE SAN MARINO-MONTEFELTRO

ENCUENTRO CON LOS JÓVENES DE LA DIÓCESIS

DE SAN MARINO-MONTEFELTRO



Atrio de la Catedral de Pennabilli

66
Domingo 19 de junio 2011




Queridos jóvenes:

Me alegra mucho estar hoy en medio de vosotros y con vosotros. Siento toda vuestra alegría y el entusiasmo que caracterizan a vuestra edad. Saludo y expreso mi agradecimiento a vuestro obispo, monseñor Luigi Negri, por las cordiales palabras de acogida, y a vuestro amigo que se ha hecho intérprete de los pensamientos y sentimientos de todos, y ha formulado algunas preguntas muy serias e importantes. Espero que a lo largo de esta exposición mía se hallen los elementos para encontrar las respuestas a esas preguntas. Saludo con afecto a los sacerdotes, a las religiosas, a los animadores que comparten con vosotros el camino de la fe y de la amistad; y naturalmente también a vuestros padres, que se alegran al veros crecer fuertes en el bien.

Nuestro encuentro aquí, en Pennabilli, ante esta catedral, corazón de la diócesis, y en esta plaza, nos remite con el pensamiento a los numerosos y diversos encuentros de Jesús que nos narran los Evangelios. Hoy quiero recordar el célebre episodio en que el Señor se hallaba en camino y uno —un joven— le salió al encuentro y, arrodillándose, le planteó esta pregunta: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (
Mc 10,17). Nosotros tal vez hoy no lo expresaríamos así, pero el sentido de la pregunta es precisamente: ¿qué debo hacer, cómo debo vivir para vivir realmente, para encontrar la vida? Así pues, dentro de esta pregunta podemos ver encerrada la amplia y variada experiencia humana que se abre a la búsqueda del significado, del sentido profundo de la vida: ¿cómo vivir?, ¿por qué vivir? De hecho, la «vida eterna», a la que se refiere ese joven del Evangelio, no indica solamente la vida después de la muerte, no quiere saber sólo cómo llegar al cielo. Quiere saber: ¿cómo debo vivir ahora para tener ya la vida que puede ser luego también eterna? Por tanto, en esta pregunta el joven manifiesta la exigencia de que la existencia diaria encuentre sentido, plenitud, verdad. El hombre no puede vivir sin esta búsqueda de la verdad sobre sí mismo —quién soy yo, para qué debo vivir—, una verdad que impulse a abrir el horizonte y a ir más allá de lo que es material, no para huir de la realidad, sino para vivirla de una forma aún más verdadera, más rica de sentido y de esperanza, y no sólo en la superficialidad. Creo que esta es también vuestra experiencia —y lo he visto y escuchado en las palabras de vuestro amigo—. Los grandes interrogantes que llevamos en nuestro interior permanecen siempre, renacen siempre: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿para quién vivimos? Y estas preguntas son el signo más alto de la trascendencia del ser humano y de la capacidad que tenemos de no quedarnos en la superficie de las cosas. Y es precisamente mirándonos a nosotros mismos con verdad, con sinceridad y con valentía como intuimos la belleza, pero también la precariedad de la vida y sentimos una insatisfacción, una inquietud que ninguna realidad concreta logra colmar. Con frecuencia, al final todas las promesas se muestran insuficientes.

Queridos amigos, os invito a tomar conciencia de esta sana y positiva inquietud; a no tener miedo de plantearos las preguntas fundamentales sobre el sentido y sobre el valor de la vida. No os quedéis en las respuestas parciales, inmediatas, ciertamente más fáciles en un primer momento y más cómodas, que pueden dar algunos ratos de felicidad, de exaltación, de embriaguez, pero que no os llevan a la verdadera alegría de vivir, la que nace de quien construye —como dice Jesús— no sobre arena, sino sobre sólida roca. Así pues, aprended a reflexionar, a leer de modo no superficial, sino en profundidad, vuestra experiencia humana: descubriréis, con asombro y con alegría, que vuestro corazón es una ventana abierta al infinito. Esta es la grandeza del hombre y también su dificultad. Una de las falsas ilusiones producidas en el curso de la historia ha sido la de pensar que el progreso técnico-científico, de modo absoluto, podría dar respuestas y soluciones a todos los problemas de la humanidad. Y vemos que no es así. En realidad, aunque eso hubiera sido posible, nada ni nadie habría podido eliminar los interrogantes más profundos sobre el significado de la vida y de la muerte, sobre el significado del sufrimiento, de todo, porque estos interrogantes están inscritos en el alma humana, en nuestro corazón, y rebasan el ámbito de las necesidades. El hombre, incluso en la era del progreso científico y tecnológico —que nos ha dado tanto— sigue siendo un ser que desea más, más que la comodidad y el bienestar; sigue siendo un ser abierto a toda la verdad de su existencia, que no puede quedarse en las cosas materiales, sino que se abre a un horizonte mucho más amplio. Todo esto vosotros lo experimentáis continuamente cada vez que os preguntáis ¿por qué? Cuando contempláis un ocaso, o cuando una música mueve vuestro corazón y vuestra mente; cuando experimentáis lo que quiere decir amar de verdad; cuando sentís fuertemente el sentido de la justicia y de la verdad, y cuando sentís también la falta de justicia, de verdad y de felicidad.

Queridos jóvenes, la experiencia humana es una realidad que nos aúna a todos, pero a la que se le pueden dar diversos niveles de significado. Y es aquí donde se decide de qué modo orientar la propia vida y se elige a quién confiarla, en quién confiar. Siempre existe el peligro de quedar aprisionados en el mundo de las cosas, de lo inmediato, de lo relativo, de lo útil, perdiendo la sensibilidad por lo que se refiere a nuestra dimensión espiritual. No se trata, de ninguna manera, de despreciar el uso de la razón o de rechazar el progreso científico; todo lo contrario. Se trata más bien de comprender que cada uno de nosotros no está hecho sólo de una dimensión «horizontal», sino que comprende también la dimensión «vertical». Los datos científicos y los instrumentos tecnológicos no pueden sustituir al mundo de la vida, a los horizontes de significado y de libertad, o a la riqueza de las relaciones de amistad y de amor.

Queridos jóvenes, precisamente en la apertura a la verdad integral de nosotros mismos y del mundo descubrimos la iniciativa de Dios con respecto a nosotros. Él sale al encuentro de cada hombre y le da a conocer el misterio de su amor. En el Señor Jesús, que murió y resucitó por nosotros y nos dio el Espíritu Santo, somos incluso partícipes de la vida misma de Dios, pertenecemos a la familia de Dios. En él, en Cristo, podéis encontrar las respuestas a los interrogantes que acompañan vuestro camino, no de modo superficial, fácil, sino caminando con Jesús, viviendo con Jesús. El encuentro con Cristo no se limita a la adhesión a una doctrina, a una filosofía, sino que lo que él os propone es compartir su misma vida y así aprender a vivir, aprender lo que es el hombre, lo que soy yo. A aquel joven que le preguntó qué debía hacer para entrar en la vida eterna, es decir, para vivir de verdad, Jesús le responde invitándolo a renunciar a sus bienes y añade: «¡Ven y sígueme!» (Mc 10,21). La palabra de Cristo muestra que vuestra vida encuentra significado en el misterio de Dios, que es Amor: un Amor exigente, profundo, que va más allá de la superficialidad. ¿Qué sería vuestra vida sin este amor? Dios cuida del hombre desde la creación hasta el fin de los tiempos, cuando llevará a cabo su proyecto de salvación. ¡En el Señor resucitado tenemos la certeza de nuestra esperanza! Cristo mismo, que bajó a las profundidades de la muerte y resucitó, es la esperanza en persona, es la Palabra definitiva pronunciada en nuestra historia, es una palabra positiva.

No temáis afrontar las situaciones difíciles, los momentos de crisis, las pruebas de la vida, porque ¡el Señor os acompaña, está con vosotros! Os animo a crecer en la amistad con él a través de la lectura frecuente del Evangelio y de toda la Sagrada Escritura, la participación fiel en la Eucaristía como encuentro personal con Cristo, el compromiso dentro de la comunidad eclesial, el camino con un buen director espiritual. Transformados por el Espíritu Santo, podréis experimentar la auténtica libertad, que es tal cuando está orientada al bien. De este modo vuestra vida, animada por una búsqueda continua del rostro del Señor y por la voluntad sincera de entregaros vosotros mismos, será para muchos coetáneos vuestr0s un signo, una llamada elocuente a hacer que el deseo de plenitud que todos tenemos se realice finalmente en el encuentro con el Señor Jesús. ¡Dejad que el misterio de Cristo ilumine toda vuestra persona! Entonces podréis llevar a los distintos ambientes la novedad que puede cambiar las relaciones, las instituciones, las estructuras, para construir un mundo más justo y solidario, animado por la búsqueda del bien común. ¡No cedáis a lógicas individualistas y egoístas! Que os conforte el testimonio de tantos jóvenes que han alcanzado la meta de la santidad: pensad en santa Teresa del Niño Jesús, en santo Domingo Savio, en santa María Goretti, en el beato Pier Giorgio Frassati, en el beato Alberto Marvelli —originario de esta tierra— y en tantos otros, para nosotros desconocidos, pero que vivieron su tiempo en la luz y en la fuerza del Evangelio, y encontraron la respuesta a cómo vivir, a qué debo hacer para vivir.

Al concluir este encuentro, quiero encomendaros a cada uno de vosotros a la Virgen María, Madre de la Iglesia. Como ella, pronunciad y renovad vuestro «sí» y alabad siempre al Señor con vuestra vida, porque él os da palabras de vida eterna. ¡Ánimo!, por tanto, queridos jóvenes y queridas jóvenes, en vuestro camino de fe y de vida cristiana; también yo estoy cerca de vosotros y os acompaño con mi bendición. Gracias por vuestra atención.




A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA


DE LA REUNIÓN DE LAS OBRAS PARA LA AYUDA


A LAS IGLESIAS ORIENTALES (ROACO)


Sala Clementina

67
Viernes 24 de junio de 2011

Señor cardenal,

beatitud,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos miembros y amigos de la ROACO:

Deseo expresar a cada uno de vosotros la más cordial bienvenida y correspondo con mis mejores deseos a las amables palabras de saludo que me ha dirigido el cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales y presidente de la Reunión de las Obras para la ayuda a las Iglesias orientales, acompañado por el arzobispo secretario, por el subsecretario y por los colaboradores eclesiásticos y laicos del dicasterio. Dirijo un saludo fraterno al nuevo patriarca maronita, Su Beatitud Béchara Boutros Raï, y extiendo mi saludo a los demás prelados, a los representantes de las agencias internacionales y de la Universidad de Belén, así como a los bienhechores aquí presentes. Doy las gracias a todos por cooperar con generosidad al mandato de caridad universal que el Señor Jesús confía incesantemente al Obispo de Roma como Sucesor de Apóstol san Pedro.

Ayer celebramos la solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor. La procesión eucarística, que presidí desde la catedral de San Juan de Letrán hasta la basílica de Santa María la Mayor, constituye siempre una invitación a la amada ciudad de Roma y a toda la comunidad católica a permanecer y caminar por las sendas no fáciles de la historia, entre las grandes pobrezas espirituales y materiales del mundo, para ofrecer la caridad de Cristo y de la Iglesia, que brota del Misterio Pascual, misterio de amor, de entrega total que engendra la vida. La caridad «no pasa nunca» (
1Co 13,8), dice el apóstol san Pablo, y es capaz de cambiar los corazones y el mundo con la fuerza de Dios, sembrando y despertando en todas partes la solidaridad, la comunión y la paz. Son dones confiados a nuestras frágiles manos, pero su desarrollo es seguro, porque el poder de Dios actúa precisamente en la debilidad, si sabemos abrirnos a su acción, si somos verdaderos discípulos y nos esforzamos por serle fieles (cf. 2Co 12,10).

Queridos amigos de la roaco, no olvidéis jamás la dimensión eucarística de vuestro objetivo para manteneros constantemente en la dinámica de la caridad eclesial. Deseo que esta caridad llegue de forma muy especial a Tierra Santa y también a todo Oriente Medio, para sostener allí la presencia cristiana. Os pido que hagáis todo lo posible, incluso implicando a las instancias públicas con las que entráis en contacto a nivel internacional, para que en Oriente, donde nacieron, los pastores y los fieles de Cristo puedan permanecer «no como extranjeros» sino como «conciudadanos» (Ep 2,19), dando testimonio de Jesús, como los santos del pasado, hijos también ellos de las Iglesias orientales. Oriente es, con pleno derecho, su patria terrena. Allí precisamente están llamados también hoy a construir el bien de todos, indistintamente, gracias a su fe. Se debe reconocer una igual dignidad y una libertad real a todos aquellos que profesan esta fe, permitiendo así una colaboración ecuménica e interreligiosa más fructífera.

Os agradezco que hayáis reflexionado sobre los cambios que se están produciendo en los países del norte de África y de Oriente Próximo, que mantienen aún al mundo preocupado. Gracias también a la aportación que dieron en estos días el cardenal patriarca copto-católico y el patriarca maronita, así como el representante pontificio en Jerusalén y el custodio franciscano de Tierra Santa, la Congregación y las agencias podrán darse cuenta de las condiciones concretas en las que viven la Iglesia y las poblaciones en una región de suma importancia para el equilibrio y la paz mundiales. A través de vosotros, el Papa quiere estar cerca de quienes están sufriendo y de quienes intentan desesperadamente huir incrementando flujos migratorios a veces sin esperanza. Al respecto, pido la asistencia inmediata necesaria, pero sobre todo cualquier mediación posible, para que cesen las violencias y, en el respeto de los derechos de las personas y de las comunidades, se restablezcan en todas partes la concordia social y la convivencia pacífica. La ferviente oración y la reflexión nos ayudarán, mientras tanto, a leer las perspectivas emergentes en la actual época de prueba y de lágrimas: que el Señor de la historia las dirija siempre al bien común.

La Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los obispos celebrada el pasado mes de octubre en el Vaticano y en la que participasteis algunos de vosotros, ha acercado a los hermanos y hermanas de Oriente de modo aún más decidido al corazón de la Iglesia y nos ha preparado para descubrir los signos de novedad del tiempo actual. Pero inmediatamente después de aquella asamblea, la violencia absurda golpeó ferozmente a personas inermes (cf. Ángelus del 1 de noviembre de 2010) en la catedral siro-católica de Bagdad y, en los meses sucesivos, en muchos otros lugares. Este dolor sufrido por Cristo puede servir de ayuda para el crecimiento de la buena semilla y para dar frutos aún más fecundos, si Dios quiere. Confío, por tanto, a la buena voluntad de los miembros de la ROACO cuanto surgió en el Sínodo y también el valioso patrimonio espiritual constituido por el cáliz de la pasión de muchos cristianos como referencia para un servicio inteligente y generoso, que parta desde los últimos y que no excluya a nadie, y que siempre mida su autenticidad según el Misterio Eucarístico.

Queridos amigos, las Iglesias orientales católicas, bajo la guía de sus generosos pastores y también con vuestro apoyo insustituible, sabrán confirmar siempre la comunión con la Sede apostólica, celosamente custodiada a lo largo de los siglos, y dar una contribución original a la nueva evangelización tanto en la madre patria, como en la creciente diáspora. Pongo estos auspicios bajo la protección de la santísima Madre de Dios y del precursor de Cristo, san Juan Bautista, en la solemnidad litúrgica de su nacimiento. Se acerca también la solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo: ese día daré gracias al buen Pastor, como ha recordado el cardenal Sandri, en el 60° aniversario de mi ordenación sacerdotal. Os agradezco vivamente vuestra oración y vuestra felicitación, con las que me habéis hecho un grato don. Os pido que compartáis mi súplica al «Dueño de la mies» (Mt 9,38) para que conceda a la Iglesia y al mundo numerosos y ardientes obreros del Evangelio. Y como signo de mi afecto, me alegra impartir a cada uno de vosotros, a vuestros seres queridos y a las comunidades confiadas a vosotros la confortadora bendición apostólica.



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