Discursos 2011 94

Septiembre de 2011




AL SEXTO GRUPO DE OBISPOS DE LA INDIA


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sala del Consistorio del palacio pontificio de Castelgandolfo

Jueves 8 de septiembre de 2011




Eminencia,
95 queridos hermanos en el episcopado:

Os doy una cordial y fraterna bienvenida con ocasión de vuestra visita «ad limina Apostolorum», una nueva ocasión para profundizar en la comunión que existe entre la Iglesia en la India y la Sede de Pedro, y una oportunidad para alegrarse por la universalidad de la Iglesia. Agradezco al cardenal Oswald Gracias las amables palabras pronunciadas en vuestro nombre y en el de quienes están encomendados a vuestro cuidado pastoral. Dirijo también un saludo cordial a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, así como a los laicos, de quienes sois pastores. Os pido que les aseguréis mis oraciones y mi solicitud.

La Iglesia en la India ha sido bendecida con una multitud de instituciones que quieren ser expresión del amor de Dios por la humanidad a través de la caridad y el ejemplo del clero, de los religiosos y los fieles laicos que las gestionan. Mediante sus parroquias, escuelas y orfanatos, así como sus hospitales, clínicas y dispensarios, la Iglesia da una inestimable contribución al bienestar no sólo de los católicos, sino también de la sociedad en general. Entre esas instituciones de vuestra región ocupan un lugar especial las escuelas, que son un testimonio excepcional de vuestro compromiso a favor de la educación y la formación de nuestros queridos jóvenes. Los esfuerzos llevados a cabo por toda la comunidad cristiana a fin de preparar a los ciudadanos jóvenes de vuestro noble país para la construcción de una sociedad más justa y próspera son, desde hace mucho tiempo, un signo de la Iglesia en vuestras diócesis y en toda la India. Para ayudar a madurar las facultades espirituales, intelectuales y morales de sus alumnos, las escuelas católicas deberían seguir desarrollando una capacidad de sano discernimiento e introducirlos en la herencia que les han transmitido las generaciones precedentes, promoviendo así el sentido de los valores y preparando a sus educandos para una vida feliz y productiva (cf. Gravissimum educationis
GE 5). Os animo a seguir prestando atención a la calidad de la educación de las escuelas presentes en vuestras diócesis, a garantizar que sean auténticamente católicas y, por tanto, capaces de transmitir las verdades y los valores necesarios para la salvación de las almas y el progreso de la sociedad.

Las escuelas católicas, ciertamente, no son los únicos instrumentos con los que la Iglesia trata de instruir y edificar a su pueblo en la verdad intelectual y moral. Como sabéis, todas las actividades de la Iglesia están ordenadas a glorificar a Dios y a comunicar a su pueblo la verdad que nos hace libres (cf. Jn Jn 8,32). Esta verdad salvífica, en el corazón del depósito de la fe, debe seguir siendo el fundamento de todos los esfuerzos de la Iglesia, propuesta siempre a los demás con respeto pero también sin componendas. La capacidad de presentar la verdad con amabilidad, pero también con firmeza, es un don que debe cultivarse especialmente entre quienes enseñan en los institutos católicos de educación superior y entre quienes están encargados de la tarea eclesial de formar a los seminaristas, a los religiosos o a los fieles laicos, tanto en la teología como en los estudios catequísticos o en la espiritualidad cristiana. Quienes enseñan en nombre de la Iglesia tienen la obligación particular de transmitir fielmente las riquezas de la tradición, de acuerdo con el Magisterio y de modo que responda a las necesidades de hoy, mientras que los estudiantes tienen el derecho de recibir la plenitud de la herencia intelectual y espiritual de la Iglesia. Habiendo recibido los beneficios de una sólida formación y habiéndose dedicado a la caridad en la verdad, el clero, los religiosos y los líderes laicos de la comunidad cristiana estarán mejor capacitados para contribuir al crecimiento de la Iglesia y al progreso de la sociedad de la India. Así pues, los diversos miembros de la Iglesia darán testimonio del amor de Dios por la humanidad cuando entren en contacto con el mundo, proporcionando un sólido testimonio cristiano de amistad, respeto y amor, y luchando no para condenar al mundo sino para ofrecerle el don de la salvación (cf. Jn Jn 3,17). Alentad a quienes están comprometidos con la educación, tanto a los sacerdotes y religiosos como a los laicos, para que profundicen su fe en Jesucristo crucificado y resucitado de entre los muertos. Capacitadlos para que expliquen a su prójimo que, mediante sus palabras y ejemplo, pueden proclamar de modo más eficaz a Cristo como camino, verdad y vida (cf. Jn Jn 14,6).

Un significativo papel en el testimonio de Jesucristo desempeñan en vuestro país los religiosos y las religiosas, que a menudo son héroes desconocidos de la vitalidad de la Iglesia en el ámbito local. En cualquier caso, más allá de sus actividades apostólicas, los religiosos y la vida que llevan constituyen una fuente de fecundidad espiritual para toda la comunidad cristiana. Cuando se abren a la gracia de Dios, los religiosos y las religiosas inspiran a otros a responder con verdad, humildad y alegría a la invitación del Señor a seguirlo.

A este respecto, queridos hermanos en el episcopado, sé que sois conscientes de los numerosos factores que impiden el crecimiento espiritual y vocacional, en particular entre los jóvenes. Pero sabemos que es Jesucristo el único que responde a nuestros anhelos más profundos y da verdadero significado a nuestra vida. Solo en él nuestro corazón puede encontrar verdaderamente descanso. Por tanto, seguid hablando a los jóvenes y animadlos a considerar seriamente la vida consagrada o sacerdotal; hablad con los padres de su papel indispensable para alentar y apoyar dichas vocaciones; y guiad a vuestro pueblo en la oración al Señor de la mies, para que mande más trabajadores a su mies (cf. Mt Mt 9,38).

Con estos pensamientos, queridos hermanos en el episcopado, os renuevo mis sentimientos de afecto y estima. Os encomiendo a todos a la intercesión de María, Madre de la Iglesia. Asegurándoos mis oraciones por vosotros y por aquellos encomendados a vuestro cuidado pastoral, me alegra impartiros mi bendición apostólica como prenda de gracia y paz en el Señor.

Gracias por vuestra atención.



DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI


AL SR. NIGEL MARCUS BAKER,


NUEVO EMBAJADOR DE GRAN BRETAÑA ANTE LA SANTA SEDE


Palacio pontificio de Castelgandolfo

Viernes 9 de septiembre de 2011




Excelencia:

96 Me complace acogerle y recibir las cartas que le acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte ante la Santa Sede. Al mismo tiempo le agradezco las afectuosas palabras con las que me ha expresado la cercanía de Su Majestad, la Reina, y le ruego que transmita mis mejores recuerdos en la oración por su salud y su prosperidad. Me complace también enviar mis más cordiales saludos al Gobierno de Su Majestad y a todo el pueblo británico.

La Santa Sede y el Reino Unido han gozado de relaciones excelentes en los treinta años que han transcurrido desde el establecimiento de plenas relaciones diplomáticas. El estrecho vínculo entre nosotros se reforzó ulteriormente el año pasado, durante mi visita a su país, una ocasión única en el curso de una historia compartida entre la Santa Sede y los países que hoy componen el Reino Unido. Por ello quiero comenzar mis observaciones reiterando mi gratitud al pueblo británico por la calurosa acogida que me reservó durante mi estancia. Su Majestad y Su Alteza Real, el duque de Edimburgo, me recibieron de la manera más afable y me complació encontrar a los responsables de los tres principales partidos políticos y de tratar con ellos cuestiones de mutuo interés. Como sabe, un motivo particular de mi visita fue la beatificación del cardenal John Henry Newman, un gran inglés que admiro desde hace muchos años y cuya elevación a los honores de los altares fue el cumplimiento de un deseo personal. Estoy convencido de la importancia de las ideas de Newman acerca de la sociedad, porque, actualmente, Reino Unido, Europa y Occidente en general afrontan desafíos que él identificó con notable claridad profética. Espero que una renovada conciencia de sus escritos traerá nuevos frutos entre quienes buscan soluciones a los problemas políticos, económicos y sociales de nuestra época.

Como ha observado justamente en su discurso, señor embajador, la Santa Sede y el Reino Unido siguen compartiendo un interés común por la paz entre las naciones, por el desarrollo integral de los pueblos en todo el mundo, en especial por los más pobres y los más débiles, y por la difusión de derechos humanos auténticos, en particular mediante el estado de derecho y un correcto gobierno participativo, con una especial atención a los más necesitados y aquellos a quienes se les niegan los derechos naturales. Respecto a la cuestión de la paz, me complace mucho constatar el buen éxito de la reciente visita de Su Majestad a la República de Irlanda, una importante piedra miliar en el proceso de reconciliación que se está consolidando cada vez más en Irlanda del Norte, no obstante los desórdenes que se verificaron allí este verano reciente. Una vez más, aprovecho la ocasión para exhortar a todos aquellos que recurrirían a la violencia a dejar a un lado su rencor y procurar, en cambio, un diálogo con sus vecinos por la paz y la prosperidad de toda la comunidad.

Como usted ha señalado en su discurso, su Gobierno desea emplear políticas basadas en valores duraderos que no se pueden expresar simplemente en términos legales. Esto es particularmente importante a la luz de los acontecimientos de este verano. Cuando las políticas no suponen ni promueven valores objetivos, el consiguiente relativismo moral, en vez de conducir a una sociedad libre, justa, equitativa y compasiva, tiende a producir frustración, desesperación, egoísmo y desprecio por la vida y por la libertad de los demás. Quien toma las decisiones políticas, por lo tanto, hace bien en buscar urgentemente nuevas modalidades para sustentar la excelencia en la educación, para promover oportunidades sociales y movilidad económica, para examinar modos de favorecer la ocupación de larga duración y distribuir la riqueza de manera mucho más equitativa y amplia en la sociedad. Además, la promoción activa de los valores esenciales de una sociedad sana, a través de la defensa de la vida y de la familia, la sana educación moral de los jóvenes y una solicitud fraterna por los pobres y los débiles, contribuirá ciertamente a recrear un sentido positivo del deber propio, en la caridad, hacia amigos y desconocidos en la comunidad local. Tenga la seguridad de que la Iglesia católica en su país está deseosa de seguir ofreciendo su contribución sustancial al bien común mediante sus oficinas y sus agencias, en conformidad con sus principios y a la luz de la visión cristiana de los derechos y de la dignidad de la persona humana.

Mirando más allá, su Excelencia ha mencionado varias áreas en las que la Santa Sede y el Reino Unido han ya concordado y cooperado, incluyendo iniciativas para la reducción de la deuda y el financiamiento del desarrollo. El desarrollo sostenible de las poblaciones más pobres del mundo a través de una asistencia bien focalizada permanece un objetivo válido, ya que las poblaciones de los países en vía de desarrollo son nuestros hermanos y hermanas, de igual dignidad y valores, y merecedores de nuestro respeto en todo sentido; y dicha asistencia debería siempre mirar a mejorar sus existencias y perspectivas económicas. Como sabéis, el desarrollo a su vez beneficia a los países donantes, no sólo por la creación de mercados económicos, sino también a través de la promoción del respeto recíproco, de la solidaridad y, sobre todo, de la paz por medio de la prosperidad para todos los pueblos del mundo. Promover modelos de desarrollo que comprometan conocimientos modernos para administrar sabiamente los recursos naturales será asimismo beneficioso para proteger mejor el medio ambiente de los países emergentes y ya industrializados. Por ello, el año pasado, en Westminster Hall, observé que el desarrollo humano integral, y todo lo que este comporta, es una iniciativa que realmente merece la atención del mundo y es demasiado grande como para consentirse un fracaso. De allí que la Santa Sede acoge de buen grado el reciente anuncio del primer ministro David Cameron, acerca de su intención de blindar el presupuesto de asistencia de Gran Bretaña. Por lo demás, Excelencia, lo invito durante su mandato a estudiar modalidades para promover la cooperación en el desarrollo entre su Gobierno y las agencias caritativas y de desarrollo de la Iglesia, en particular, aquellas con sede en Roma y en su país.

Finalmente, señor embajador, al transmitirle mis más fervientes deseos por el éxito de su misión, permítame asegurarle que todos los organismos de la Curia romana están dispuestos a apoyarle en el desempeño de sus tareas. Sobre usted, su familia y sobre todo el pueblo británico invoco de corazón abundantes bendiciones de Dios.




VISITA PASTORAL A ANCONA

ENCUENTRO CON LAS FAMILIAS Y CON LOS SACERDOTES


Catedral de San Ciríaco, Ancona

Domingo 11 de septiembre de 2011

[Vídeo]




Queridos sacerdotes y queridos esposos:

El monte sobre el que está construida esta catedral nos ha permitido una bellísima vista sobre la ciudad y sobre el mar; pero al cruzar el majestuoso portal, el ánimo queda fascinado por la armonía del estilo románico, enriquecido por una trama de influencias bizantinas y elementos góticos. También en vuestra presencia —sacerdotes y esposos procedentes de las diversas diócesis italianas— se percibe la belleza de la armonía y de la complementariedad de vuestras diferentes vocaciones. El conocimiento mutuo y la estima recíproca, al compartir la misma fe, llevan a apreciar el carisma del otro y a reconocerse dentro del único «edificio espiritual» (1P 2,5) que, teniendo como piedra angular al propio Jesucristo, crece bien ordenado para ser templo santo en el Señor (cf. Ef Ep 2,20-21). Gracias, pues, por este encuentro: al querido arzobispo, monseñor Edoardo Menichelli —también por las expresiones con las que lo ha introducido—, y a cada uno de vosotros.

97 Deseo detenerme brevemente en la necesidad de reconducir orden sagrado y matrimonio hacia la única fuente eucarística. Los dos estados de vida tienen, en efecto, en el amor de Cristo —que se da a sí mismo para la salvación de la humanidad—, la misma raíz; están llamados a una misión común: la de testimoniar y hacer presente este amor al servicio de la comunidad, para la edificación del Pueblo de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1534). Esta perspectiva permite ante todo superar una visión reductiva de la familia, que la considera como mera destinataria de la acción pastoral. Es cierto que, en esta época difícil, la familia necesita particulares atenciones. Pero no por ello hay que disminuir su identidad ni mortificar su responsabilidad específica. La familia es riqueza para los esposos, bien insustituible para los hijos, fundamento indispensable de la sociedad, comunidad vital para el camino de la Iglesia.

En el plano eclesial, valorar a la familia significa reconocer su relevancia en la acción pastoral. El ministerio que nace del sacramento del matrimonio es importante para la vida de la Iglesia: la familia es lugar privilegiado de educación humana y cristiana, y permanece, por esta finalidad, como la mejor aliada del ministerio sacerdotal; ella es un don valioso para la edificación de la comunidad. La cercanía del sacerdote a la familia, a su vez, la ayuda a tomar conciencia de la propia realidad profunda y de la propia misión, favoreciendo el desarrollo de una fuerte sensibilidad eclesial. Ninguna vocación es una cuestión privada; tampoco aquella al matrimonio, porque su horizonte es la Iglesia entera. Se trata, por lo tanto, de saber integrar y armonizar, en la acción pastoral, el ministerio sacerdotal con «el auténtico Evangelio del matrimonio y de la familia» (Directorio de pastoral familiar, Conferencia episcopal italiana, 25 de julio de 1993, n. 8) para una comunión eficaz y fraterna. Y la Eucaristía es el centro y la fuente de esta unidad que anima toda la acción de la Iglesia.

Queridos sacerdotes, por el don que habéis recibido en la ordenación, estáis llamados a servir como pastores a la comunidad eclesial, que es «familia de familias», y, por lo tanto, a amar a cada uno con corazón paterno, con auténtico desprendimiento de vosotros mismos, con entrega plena, continua y fiel: vosotros sois signo vivo que remite a Jesucristo, el único Buen Pastor. Conformaos a él, a su estilo de vida, con ese servicio total y exclusivo del que el celibato es expresión. También el sacerdote tiene una dimensión esponsal; es identificarse con el corazón de Cristo Esposo que da la vida por la Iglesia, su esposa (cf. Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 24). Cultivad una profunda familiaridad con la Palabra de Dios, luz en vuestro camino. Que la celebración cotidiana y fiel de la Eucaristía sea el lugar donde se obtenga la fuerza para donaros vosotros mismos cada día en el ministerio y vivir constantemente en la presencia de Dios: es él vuestra morada y vuestra herencia. De esto debéis ser testigos para la familia y para cada persona que el Señor pone en vuestro camino, también en las circunstancias más difíciles (cf. ib., 80). Alentad a los cónyuges, compartid sus responsabilidades educativas, ayudadles a renovar continuamente la gracia de su matrimonio. Haced a la familia protagonista en la acción pastoral. Sed acogedores y misericordiosos, también con quienes les cuesta más cumplir con los compromisos asumidos con el vínculo matrimonial y con cuantos, lamentablemente, han faltado a ellos.

Queridos esposos, vuestro matrimonio se arraiga en la fe de que «Dios es amor» (1Jn 4,8) y que seguir a Cristo significa «permanecer en el amor» (cf. Jn Jn 15,9-10). Vuestra unión —como enseña el apóstol san Pablo— es signo sacramental del amor de Cristo por la Iglesia (cf. Ef Ep 5,32), amor que culmina en la Cruz y que «se significa y se actualiza en la Eucaristía» (Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 29). Que el misterio eucarístico incida cada vez con mayor profundidad en vuestra vida diaria: sacad inspiración y fuerza de este sacramento para vuestra relación conyugal y para la misión educativa a la que estáis llamados; construid vuestras familias en la unidad, don que viene de lo alto y que alimenta vuestro compromiso en la Iglesia y en la promoción de un mundo justo y fraterno. Amad a vuestros sacerdotes, expresadles aprecio por el generoso servicio que realizan. Sabed soportar también sus limitaciones, sin renuncia jamás a pedirles que sean entre vosotros ministros ejemplares que os hablan de Dios y que os conducen a Dios. Vuestra fraternidad es para ellos una ayuda espiritual valiosa y un apoyo en las pruebas de la vida.

Queridos sacerdotes y queridos esposos, que sepáis encontrar siempre en la santa misa la fuerza para vivir la pertenencia a Cristo y a su Iglesia, en el perdón, en el don de uno mismo y en la gratitud. Que vuestro hacer cotidiano tenga en la comunión sacramental su origen y su centro, a fin de que todo se realice para la gloria de Dios. De este modo, el sacrificio de amor de Cristo os transformará, hasta haceros en él «un solo cuerpo y un solo espíritu» (cf. Ef Ep 4,4-6). La educación de las nuevas generaciones en la fe pasa también a través de vuestra coherencia. Dadles testimonio de la belleza exigente de la vida cristiana, con la confianza y la paciencia de quien conoce el poder de la semilla sembrada en la tierra. Como en el episodio evangélico que hemos escuchado (Mc 5,21-24 Mc 5,35-43), sed, para cuantos están encomendados a vuestra responsabilidad, signo de la benevolencia y de la ternura de Jesús: en él se hace visible cómo el Dios que ama la vida no es ajeno o distante de las vicisitudes humanas, sino que es el Amigo que nunca abandona. Y en los momentos en que se insinúe la tentación de que todo esfuerzo educativo es vano, sacad de la Eucaristía la luz para reforzar la fe, seguros de que la gracia y el poder de Jesucristo pueden alcanzar al hombre en cualquier situación, incluso la más difícil.

Queridos amigos, os encomiendo a todos a la protección de María, venerada en esta catedral con el título de «Reina de todos los santos». La tradición vincula su imagen al exvoto de un marinero, en agradecimiento por la salvación del hijo, sano y salvo de una tempestad marina. Que la mirada materna de la Madre acompañe también vuestros pasos en la santidad hacia un arribo de paz. Gracias.




VISITA PASTORAL A ANCONA

ENCUENTRO CON LOS NOVIOS


Plaza del Plebiscito, Ancona

Domingo 11 de septiembre de 2011

[Vídeo]




Queridos novios:

Me alegra concluir esta intensa jornada, culmen del Congreso eucarístico nacional, encontrándoos a vosotros, casi para querer confiar la herencia de este acontecimiento de gracia a vuestras jóvenes vidas. Además, la Eucaristía, don de Cristo para la salvación del mundo, indica y contiene el horizonte más verdadero de la experiencia que estáis viviendo: el amor de Cristo como plenitud del amor humano.

98 Doy las gracias al arzobispo de Ancona-Ósimo, monseñor Edoardo Menichelli, por su cordial y profundo saludo, y a todos vosotros por esta vivaz participación; gracias también por las preguntas que me habéis dirigido y que acojo confiando en la presencia, en medio de nosotros, del Señor Jesús: ¡sólo él tiene palabras de vida eterna, palabras de vida para vosotros y vuestro futuro!

Lo que planteáis son interrogantes que, en el actual contexto social, asumen un peso aún mayor. Deseo ofreceros sólo alguna orientación por respuesta. En ciertos aspectos nuestro tiempo no es fácil, sobre todo para vosotros, los jóvenes. La mesa está surtida de muchas cosas deliciosas, pero, como en el episodio evangélico de las bodas de Caná, parece que falta el vino de la fiesta. Sobre todo la dificultad de encontrar un trabajo estable extiende un velo de incertidumbre sobre el futuro. Esta condición contribuye a posponer la toma de decisiones definitivas, e incide de modo negativo en el crecimiento de la sociedad, que no consigue valorar plenamente la riqueza de energías, de competencias y de creatividad de vuestra generación.

Falta el vino de la fiesta también a una cultura que tiende a prescindir de criterios morales claros: en la desorientación, cada uno se ve impulsado a moverse de manera individual y autónoma, frecuentemente en el único perímetro del presente. La fragmentación del tejido comunitario se refleja en un relativismo que mella los valores esenciales; la consonancia de sensaciones, de estados de ánimo y de emociones parece más importante que compartir un proyecto de vida. También las elecciones de fondo se vuelven entonces frágiles, expuestas a una perenne revocabilidad, que a menudo se considera como expresión de libertad, mientras que más bien señala su carencia. Asimismo, pertenece a una cultura carente del vino de la fiesta la aparente exaltación del cuerpo, que en realidad banaliza la sexualidad y tiende a que se viva fuera de un contexto de comunión de vida y de amor.

Queridos jóvenes, ¡no tengáis miedo de afrontar estos desafíos! No perdáis nunca la esperanza. Tened valor, también en las dificultades, permaneciendo firmes en la fe. Estad seguros de que, en toda circunstancia, sois amados y estáis custodiados por el amor de Dios, que es nuestra fuerza. Dios es bueno. Por esto es importante que el encuentro con Dios, sobre todo en la oración personal y comunitaria, sea constante, fiel, precisamente como es el camino de vuestro amor: amar a Dios y sentir que él me ama. ¡Nada nos puede separar del amor de Dios! Estad seguros, además, de que también la Iglesia está cerca de vosotros, os sostiene, no cesa de miraros con gran confianza. Ella sabe que tenéis sed de valores, los valores verdaderos, sobre lo que vale la pena construir vuestra casa. El valor de la fe, de la persona, de la familia, de las relaciones humanas, de la justicia. No os desaniméis ante las carencias que parecen apagar la alegría en la mesa de la vida. En las bodas de Caná, cuando falta el vino, María invitó a los sirvientes a dirigirse a Jesús y les dio una indicación precisa: «Haced lo que él os diga» (
Jn 2,5). Atesorad estas palabras, las últimas de María citadas en los Evangelios, casi su testamento espiritual, y tendréis siempre la alegría de la fiesta: ¡Jesús es el vino de la fiesta!

Como novios estáis viviendo una época única que abre a la maravilla del encuentro y permite descubrir la belleza de existir y de ser valiosos para alguien, de poderos decir recíprocamente: tú eres importante para mí. Vivid con intensidad, gradualidad y verdad este camino. No renunciéis a perseguir un ideal alto de amor, reflejo y testimonio del amor de Dios. ¿Pero cómo vivir esta etapa de vuestra vida, testimoniar el amor en la comunidad? Deseo deciros ante todo que evitéis cerraros en relaciones intimistas, falsamente tranquilizadoras; haced más bien que vuestra relación se convierta en levadura de una presencia activa y responsable en la comunidad. No olvidéis, además, que, para ser auténtico, también el amor requiere un camino de maduración: a partir de la atracción inicial y de «sentirse bien» con el otro, educaos a «querer bien» al otro, a «querer el bien» del otro. El amor vive de gratuidad, de sacrificio de uno mismo, de perdón y de respeto del otro.

Queridos amigos, todo amor humano es signo del Amor eterno que nos ha creado y cuya gracia santifica la elección de un hombre y de una mujer de entregarse recíprocamente la vida en el matrimonio. Vivid este tiempo del noviazgo en la espera confiada de tal don, que hay que acoger recorriendo un camino de conocimiento, de respeto, de atenciones que jamás debéis perder: sólo con esta condición el lenguaje del amor seguirá siendo significativo también con el paso de los años. Educaos, también, desde ahora en la libertad de la fidelidad, que lleva a custodiarse recíprocamente, hasta vivir el uno para el otro. Preparaos a elegir con convicción el «para siempre» que connota el amor: la indisolubilidad, antes que una condición, es un don que hay que desear, pedir y vivir, más allá de cualquier situación humana mutable. Y no penséis, según una mentalidad extendida, que la convivencia sea garantía para el futuro. Quemar etapas acaba por «quemar» el amor, que en cambio necesita respetar los tiempos y la gradualidad en las expresiones; necesita dar espacio a Cristo, que es capaz de hacer un amor humano fiel, feliz e indisoluble. La fidelidad y la continuidad de que os queráis bien os harán capaces también de estar abiertos a la vida, de ser padres: la estabilidad de vuestra unión en el sacramento del matrimonio permitirá a los hijos que Dios quiera daros crecer con confianza en la bondad de la vida. Fidelidad, indisolubilidad y transmisión de la vida son los pilares de toda familia, verdadero bien común, valioso patrimonio para toda la sociedad. Desde ahora, fundad en ellos vuestro camino hacia el matrimonio y testimoniadlo también a vuestros coetáneos: ¡es un valioso servicio! Sed agradecidos con cuantos, con empeño, competencia y disponibilidad os acompañan en la formación: son signo de la atención y de la solicitud que la comunidad cristiana os reserva. No estáis solos: sed los primeros en buscar y acoger la compañía de la Iglesia.

Deseo volver de nuevo sobre un punto esencial: la experiencia del amor tiene en su interior la tensión hacia Dios. El verdadero amor promete el infinito. Haced, por lo tanto, de este tiempo vuestro de preparación al matrimonio un itinerario de fe: redescubrid para vuestra vida de pareja la centralidad de Jesucristo y de caminar en la Iglesia. María nos enseña que el bien de cada uno depende de la escucha dócil de la palabra del Hijo. En quien se fía de él, el agua de la vida cotidiana se transforma en el vino de un amor que hace buena, bella y fecunda la vida. Caná, de hecho, es anuncio y anticipación del don del vino nuevo de la Eucaristía, sacrificio y banquete en el cual el Señor nos alcanza, nos renueva y transforma. Y no perdáis la importancia vital de este encuentro: que la asamblea litúrgica dominical os encuentre plenamente partícipes: de la Eucaristía brota el sentido cristiano de la existencia y un nuevo modo de vivir (cf. Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 72-73). No tendréis, entonces, miedo al asumir la esforzada responsabilidad de la opción conyugal; no temeréis entrar en este «gran misterio» en el que dos personas llegan a ser una sola carne (cf. Ef Ep 5,31-32).

Queridísimos jóvenes, os encomiendo a la protección de san José y de María santísima; siguiendo la invitación de la Virgen Madre —«Haced lo que él os diga»— no os faltará el sabor de la verdadera fiesta y sabréis llevar el «vino» mejor, el que Cristo dona para la Iglesia y para el mundo. Deseo deciros que también yo estoy cerca de vosotros y de cuantos, como vosotros, viven este maravilloso camino de amor. ¡Os bendigo con todo el corazón!



A LOS PRELADOS DE RECIENTE NOMBRAMIENTO


Patio del palacio pontificio de Castelgandolfo

Jueves 15 de septiembre




Queridos hermanos en el episcopado:

99 Como el cardenal Ouellet ha mencionado, ya son diez años que los obispos de reciente nombramiento se encuentran juntos en Roma para llevar a cabo una peregrinación a la tumba de san Pedro y para reflexionar sobre los principales compromisos del ministerio episcopal. Este encuentro, promovido por la Congregación para los obispos y la Congregación para las Iglesias orientales, se introduce entre las iniciativas para la formación permanente deseadas por la exhortación apostólica postsinodal Pastores gregis (n. 24). También vosotros, a poco tiempo de vuestra consagración episcopal, estáis así invitados a renovar la profesión de vuestra fe ante la tumba del Príncipe de los Apóstoles y vuestra adhesión confiada a Jesucristo con el impulso de amor del mismo Apóstol, intensificando los vínculos de comunión con el Sucesor de Pedro y con los hermanos obispos.

A este aspecto interior de la iniciativa se añade una fuerte experiencia de colegialidad afectiva. El obispo, como vosotros bien sabéis, no es un hombre solo, sino que está integrado en aquel corpus episcoporum que se transmite desde la cepa apostólica hasta nuestros días enlazándose a Jesús, «Pastor y Obispo de nuestras almas» (Misal romano, Prefacio después de la Ascensión). La fraternidad episcopal que vivís en estos días se prolonga en el sentir y en el actuar cotidiano de vuestro servicio ayudándoos a obrar siempre en comunión con el Papa y con vuestros hermanos en el episcopado, buscando cultivar también la amistad con ellos y con vuestros sacerdotes. En este espíritu de comunión y de amistad os acojo con gran afecto, obispos de rito latino y de rito oriental, saludando en cada uno de vosotros a las Iglesias encomendadas a vuestro cuidado pastoral, con un pensamiento especial por aquellas que, de modo especial en Oriente Medio, están sufriendo. Doy las gracias al cardenal Marc Ouellet, prefecto de la Congregación para los obispos, por las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre y por el libro, y al cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales.

El encuentro anual con los obispos nombrados en el curso del año me ha brindado la posibilidad de subrayar algún aspecto del ministerio episcopal. Hoy quiero reflexionar brevemente con vosotros sobre la importancia de la acogida por parte del obispo de los carismas que el Espíritu suscita para la edificación de la Iglesia. La consagración episcopal os ha conferido la plenitud del sacramento del Orden, que, en la comunidad eclesial, es puesto al servicio del sacerdocio común de los fieles, de su crecimiento espiritual y de su santidad. El sacerdocio ministerial, de hecho, como sabéis, tiene el objetivo y la misión de hacer vivir el sacerdocio de los fieles, que, en virtud del Bautismo, participan a su modo en el único sacerdocio de Cristo, como afirma la constitución conciliar Lumen gentium: «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia, sin embargo, es esencial y no sólo de grado» (n. 10). Por esta razón, los obispos tienen la tarea de vigilar y obrar a fin de que los bautizados puedan crecer en la gracia y según los carismas que el Espíritu Santo suscita en sus corazones y en su comunidad. El concilio Vaticano II recordó que el Espíritu Santo, mientras une en la comunión y en el ministerio a la Iglesia, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos (cf. ib., 4). La reciente Jornada mundial de la juventud en Madrid ha demostrado, una vez más, la fecundidad de la riqueza de los carismas en la Iglesia, precisamente hoy, y la unidad eclesial de todos los fieles congregados en torno al Papa y a los obispos. Una vitalidad que refuerza la obra de evangelización y la presencia de la Iglesia en el mundo. Y vemos, podemos casi tocar que el Espíritu Santo también hoy está presente en la Iglesia, crea carismas y crea unidad.

El don fundamental que estáis llamados a alimentar en los fieles encomendados a vuestro cuidado pastoral es ante todo el de la filiación divina, que es participación de cada uno en la comunión trinitaria. Lo esencial es que llegamos a ser realmente hijos e hijas en el Hijo. El Bautismo, que constituye a los hombres «hijos en el Hijo» y miembros de la Iglesia, es la raíz y la fuente de todos los demás dones carismáticos. Con vuestro ministerio de santificación, vosotros educáis a los fieles a participar siempre más intensamente en el oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, ayudándoles a edificar la Iglesia, según los dones recibidos de Dios, de modo activo y corresponsable. De hecho, siempre debemos tener presente que los dones del Espíritu, por extraordinarios o sencillos y humildes que sean, son siempre dados gratuitamente para la edificación de todos. El obispo, en cuanto signo visible de la unidad de su Iglesia particular (cf. ib., 23), tiene la tarea de reunir y armonizar la diversidad carismática en la unidad de la Iglesia, favoreciendo la reciprocidad entre el sacerdocio jerárquico y el sacerdocio bautismal.

Acoged por lo tanto los carismas con gratitud para la santificación de la Iglesia y la vitalidad del apostolado. Y esta acogida y gratitud hacia el Espíritu Santo, que obra también hoy entre nosotros, son inseparables del discernimiento, que es propio de la misión del obispo, como ha recalcado el concilio Vaticano II, que ha encomendado al ministerio pastoral el juicio sobre la autenticidad de los carismas y sobre su ejercicio ordenado, sin extinguir el Espíritu, sino examinando y conservando lo que es bueno (cf. ib., 12). Esto me parece importante: por una parte no extinguir, pero por otra parte distinguir, ordenar y conservar examinando. Para esto debe estar siempre claro que ningún carisma dispensa de la referencia y la sumisión a los pastores de la Iglesia (cf. exhort. ap. Christifideles laici, 24). Acogiendo, juzgando y ordenando los diversos dones y carismas, el obispo ofrece un servicio grande y valioso al sacerdocio de los fieles y a la vitalidad de la Iglesia, que resplandecerá como esposa del Señor, revestida de la santidad de sus hijos.

Este articulado y delicado ministerio, pide al obispo que alimente con solicitud la propia vida espiritual. Sólo así crece el don del discernimiento. Como afirma la exhortación apostólica Pastores gregis, el obispo se convierte en «padre» precisamente porque es plenamente «hijo» de la Iglesia (n. 10). Por otra parte, en virtud de la plenitud del sacramento del Orden, es maestro, santificador y pastor que actúa en nombre y en la persona de Cristo. Estos dos aspectos inseparables lo llaman a crecer como hijo y como pastor en el seguimiento de Cristo, de modo que su santidad personal manifieste la santidad objetiva recibida con la consagración episcopal, porque la santidad objetiva del sacramento y la santidad personal del obispo van juntas. Os exhorto, por lo tanto, queridos hermanos en el episcopado a permanecer siempre en la presencia del Buen Pastor y a asimilar cada vez más sus sentimientos y sus virtudes humanas y sacerdotales, mediante la oración personal que debe acompañar vuestras arduas jornadas apostólicas. En la intimidad con el Señor hallaréis consuelo y apoyo para vuestro exigente ministerio. No tengáis miedo de confiar al corazón de Jesucristo cada una de vuestras preocupaciones, seguros de que él cuida de vosotros, como ya advertía el apóstol san Pedro (cf.
1P 5,6). Que la oración esté siempre alimentada por la meditación de la Palabra de Dios, por el estudio personal, por el recogimiento y el debido reposo, para que podáis saber escuchar y acoger con serenidad «aquello que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,11) y llevar a todos a la unidad de la fe y del amor. Con la santidad de vuestra vida y la caridad pastoral serviréis de ejemplo y ayuda a los sacerdotes, vuestros primeros e indispensables colaboradores. Vuestra solicitud los hará crecer en la corresponsabilidad como sabios guías de los fieles, que con vosotros están llamados a edificar la comunidad, con sus dones, sus carismas y con el testimonio de su vida, para que en el coro de la comunión la Iglesia dé testimonio de Jesucristo, a fin de que el mundo crea. Y esta cercanía a los sacerdotes, precisamente hoy, con todos los problemas, es de enorme importancia.

Al encomendar vuestro ministerio a María, Madre de la Iglesia, que resplandece ante el Pueblo de Dios colmada de los dones del Espíritu Santo, imparto con afecto a cada uno de vosotros, a vuestras diócesis y especialmente a vuestros sacerdotes, la bendición apostólica. Gracias.




Discursos 2011 94