DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo


Historia de Nuestro Señor Jesucristo

Exposición de los Santos Evangelios

Joseph Ephiphane Darras

Madrid, Imprenta y librería de Gaspar y Roig editores, 1865.

Advertencia del traductor

La Historia de Nuestro Señor Jesucristo, escrita por el sabio canónigo M. Darras, es acaso la más importante de cuantas se han publicado en el presente siglo, satisfaciendo una de las necesidades más imperiosas de nuestra época.

Después de los estudios y esfuerzos hechos, para desnaturalizar y falsificar completamente la vida de Nuestro Señor Jesucristo, por las funestas escuelas naturalista y mítica de los Paulus y de los Strauss, y por la no menos fatal escuela crítica de Tubinga y sus sectarios Baur, Reus, Reville, Scherer, d'Eichthal y tantos otros corifeos de las nuevas doctrinas, y especialmente, después de la última manifestación del racionalismo, efectuada por M. Renan en su libro que lleva por título: Vida de Jesús, era absolutamente necesario escribir una obra en que se consignara y expusiera clara y completamente los hechos evangélicos que constituyen la verdadera Historia de nuestro divino Redentor, bajo el aspecto crítico, apologético y filosófico, conciliando los textos con la exégesis, y desarrollando y exponiendo el dogma y la moral cristianas en todo su esplendor y pureza, y en sus aplicaciones a la esfera social y política, al paso que se refutara y destruyese radicalmente en esta obra, cuantos errores, objeciones, sofismas y calumnias han opuesto en contrario los nuevos incrédulos.

Gran parte de escritores católicos han tratado de atender a este objeto en los últimos años, y especialmente desde la publicación de la nueva obra de M. Renan, saliendo, con sus luminosos escritos, al encuentro de aquellas funestas doctrinas. Unos, como el abate Freppel, Augusto Nicolás, monseñor Plantier y el padre Delaporte juzgaron más breve y expedito limitarse a escribir refutaciones más o menos extensas de las doctrinas de, M. Renan. Otros, como M. Walon [II] y M. Parisis, creyeron más conveniente restablecer, según los Evangelios, los hechos de la vida de Nuestro Señor Jesucristo alterados por el nuevo sofista. Mas no permitiendo, tal vez, a estos escritores su ardiente ansiedad por ofrecer al público el oportuno correctivo lo más pronto posible, tomarse todo el tiempo necesario para adquirir, examinar y meditar con toda detención y sosiego los datos y documentos que requería una obra profunda y completa de historia y de polémica a un tiempo mismo sobre tan importante asunto, y proponiéndose particularmente rebatir los errores que contenía la de M. Renan, hubo de notarse en sus escritos algunos vacíos y omisiones de importancia y aun faltas de erudición y de datos notables.

La presente Historia del abate Darras carece de estos defectos, al paso que llena cumplidamente los dos fines que llevamos referidos. Y en verdad, consagrado su ilustre autor por espacio de largos años a escribir su grande Historia general de la Iglesia, de que forma parte la presente, había reunido, por medio de exquisitas investigaciones, la multitud de datos y documentos necesarios para una obra de tan grande aliento; había estudiado, con toda tranquilidad y tiempo, los expositores de los libros sagrados y las obras de las más célebres filósofos del mundo católico; interrogado los monumentos antiguos descubiertos últimamente por la ciencia que atestiguan a maravilla la veracidad histórica de los textos evangélicos, y examinando las objeciones de la incredulidad moderna para rebatirlas y pulverizarlas completamente.

Tales eran las felices disposiciones y las ventajosas circunstancias en que se hallaba M. Darras al aparecer la nueva obra de M. Renan sobre la Vida de Jesús. Aprovechando, pues, nuestro ilustre escritor los grandes elementos científicos que ya poseía, y redoblando nuevamente sus estudios y esfuerzos, le ha sido posible escribir una Historia de Nuestro Señor Jesucristo, notabilísima por más de un concepto. Suma exactitud en la exposición y concordancia de los cuatro Evangelios; gran saber y acierto en la explicación del significado y trascendencia de los hechos a que se refiere; profundas y eruditas investigaciones filológicas de las raíces hebreas y griegas y de las variantes de sus versiones a las lenguas orientales o a la Vulgata latina, para inducir aclaraciones y explicaciones [III] luminosísimas de pasajes y textos de grande importancia; sumo conocimiento de los sucesos históricos y de las instituciones y costumbres contemporáneas; un intenso estudio de la patrología griega y latina, no menos que de la literatura rabínica; solidez y fuerza de lógica y de raciocinio y suma energía en la poderosa dialéctica de que se vale para rebatir los argumentos de los nuevos racionalistas; grande elevación de miras y un estilo nervioso al par que elegante: tales son las principales y sobresalientes dotes que dominan en toda esta obra.

El mundo católico ha acogido, pues, con general entusiasmo tan notable trabajo, no habiendo vacilado en tributarle los mayores elogios aun los mismos escritores que han dado a luz obras análogas. Así, M. Veuillot ha reconocido en la última edición de su Vida de Jesucristo, «hallarse en la bella y completa historia de Nuestro Señor Jesucristo, que M. Darras publica en este momento, excelentes respuestas a todas las objeciones antiguas renovadas en el día» y el señor obispo de Quimper ha demostrado su entusiasmo por esta historia en una carta dirigida a su editor francés, que va impresa a continuación de esta advertencia.

Habiéndose publicado en la Europa sabia simultáneamente a esta obra, estudios y trabajos parciales importantísimos sobre los hechos que constituyen la Historia de Nuestro Señor Jesucristo y contra las doctrinas de los nuevos incrédulos, hubiéramos creído incurrir en una negligencia culpable, sino hubiésemos enriquecido la obra de M. Darras, por medio de notas e ilustraciones, con los preciosos tesoros de erudición y ciencia que aquellos nos ofrecían, y en especial los notabilísimos de Riggenbach y Luthard, publicados en Alemania, de Ghiringhello y de Cavedoni, dados a luz en Italia, y del padre Gratry, M. Wallon y el padre Félix, y tantos otros insignes escritores católicos de la vecina Francia.

Finalmente, en cuanto a la traducción de los textos sagrados, teniendo en cuenta el gran respeto que les son debidos, hemos adoptado, concordándolas, las sabias versiones, autorizadas por la potestad eclesiástica, de los padres Scio, Amat y Petit. [V]


Advertencia del editor francés

He recibido la carta siguiente

Quimper etc.

«Muy señor mío:

»El abate Darras ha tenido la complacencia de comunicarme las pruebas de su cuarto volumen de la Historia general de la Iglesia, que contiene la Vida de Nuestro Señor Jesucristo.

»Después de haber leído con un vivo interés este importante y extenso trabajo, ha sido mi primer idea empeñar a su autor a formar con él una obra dispuesta de modo que pueda darse al público por separado: bien entendido que esto había de ser sin lastimar en lo más mínimo los derechos de V., y solamente después de haber aparecido esta obra en su forma de cuarto volumen de aquella publicación.

»M. Darras me ha contestado como yo esperaba, que esto dependía de V. únicamente. Así, pues, me dirijo a V. y creo conocerle sobrado tiempo para dudar de su asentimiento.

»No le detengan a V. los gastos de una segunda edición, pues debe V. considerar únicamente que responde a las necesidades del día, y que será útil a muchas personas a quienes por falta de tiempo y de recursos no les es posible leer esta obra, ni comprar la grande Historia de M. Darras. Puede V. estar seguro de que no quedará esta edición en sus almacenes. Deberá formar dos volúmenes al alcance de todo el mundo y que serán sumamente solicitados, porque se hallan en ella, desde la primera página hasta la última, las cualidades requeridas para una lectura de erudición, de piedad y hasta de recreo. En ella se presentan los hechos evangélicos con [VI] las mismas palabras del texto sagrado; difundiendo tan brillante luz las explicaciones de los Padres de la Iglesia, las noticias tomadas de los autores profanos, y el profundo conocimiento de los acontecimientos históricos, que con una sola expresión y una sola palabra se ve brillar, no solamente la autenticidad de la narración divina, sino también las pruebas más claras y palpables.

»Reciba V. anticipadamente mis felicitaciones, aceptando los afectuosos sentimientos con los cuales, etc.,

Renato, Obispo de Quimper»

Los consejos del ilustre y venerable prelado Monseñor de Quimper serán siempre órdenes para mí, pues no tengo otro deseo más íntimo que contribuir en cierto modo a la defensa de la verdad.

Así, pues, he hecho reimprimir por separado en dos volúmenes las partes de la Historia eclesiástica, que contienen la Vida de Nuestro Señor Jesucristo.

He deseado hacer más aún: a fin de que todo el mundo pueda procurarse un libro, cuya utilidad nos señala una autoridad tan respetable, he fijado un precio reducido a cada volumen de esta obra, esperando que el público cristiano comprenderá los motivos que me han inducido a ello, y que tratará por iguales razones de dar a conocer y propagar la verdadera Historia de Nuestro Señor Jesucristo, historia que no deja sin contestación ninguna de las objeciones formuladas por el autor de la Vida de Jesús.

L. Vives [VII]



Introducción



El mundo antes de Jesucristo

Dos nombres resumen todo el movimiento del pensamiento y de las civilizaciones greco-paganas; Atenas y Roma. Bajo el punto de vista geográfico, realizó la primera de estas capitales intelectuales, la universalidad de la dominación, en tiempo de Alejandro; la segunda, en tiempo de Augusto. Vencida Atenas como poder, fue absorbida en la vasta unidad romana; pero triunfó la idea griega de los vencedores de Atenas, de suerte que reinaron en las orillas del Tíber y en las riberas del Eurotas, en dos idiomas diferentes, la misma teología, el mismo culto, la misma filosofía y las mismas doctrinas. El siglo de Augusto no fue más que una reducción del de Pericles. La musa de Teócrito y de Eurípides hablaba el latín de Virgilio y de Séneca el trágico; Horacio no valía lo que Píndaro, y Cicerón intentando trasladar al Foro la elocuencia de Demóstenes, no pudo conservar el varonil vigor de su modelo. Tal cual es no obstante, el brillo literario del siglo de Augusto, ha deslumbrado por largo tiempo las miradas mas firmes, y ha conseguido alucinar generalmente, cubriendo lo ignominioso del fondo con la riqueza de la forma. Aun en el día es muy común elogiar hasta lo sumo la grandeza moral, la poderosa civilización, las instituciones, las costumbres y las leyes de lo que el énfasis clásico llama por excelencia: la Antigüedad. Pero si realizó el mundo pagano el ideal de la perfección humana, ¿qué venía a hacer aquí el Cristo Redentor, el Verbo «cuya luz ilumina a todo hombre que viene a este mundo1» ¿Dónde estaban «los pueblos sentados en las tinieblas, en la región de las sombras de la muerte2» a quienes debía iluminar el esplendor de la Encarnación divina, según el oráculo de Isaías? ¡Si merece todos los elogios que se le han tributado con sobrada liberalidad la antigüedad greco-romana; son unos impostores los profetas; la expectación de los pueblos fue un alucinamiento, el Mesías una superfluidad, y una barbarie el Evangelio! La [VIII] cuestión merece la pena de examinarse. Busquemos, pues, bajo las flores de la poesía, bajo el ritmo de la prosa, al par que bajo las guirnaldas y los dorados de los templos paganos; toquemos tras de la máscara la realidad; penetremos estos misterios infames y separemos toda clase de velos, en cuanto lo permite el pudor cristiano. Conviene sondear las llagas que venía a curar el Salvador, llagas sangrientas que no pudo cicatrizar el óleo de la sabiduría antigua, que no pudo cerrar el bálsamo de las literaturas paganas, que no consiguieron más que hacer revivir todos las mitologías del politeísmo3.

La teología greco-romana provino directamente de Sodoma, puesto que procede de la ausencia de Dios, para ir a terminar en la corrupción más horrible que existió nunca. La ausencia de Dios, en las sociedades paganas, admirará tal vez a algunos entendimientos superficiales que han retenido, sin comprenderlo, un dicho célebre de Bossuet, que caracteriza perfectamente al politeísmo. «Todo era Dios, excepto Dios mismo» ha dicho el gran obispo de Meaux. Y en efecto, Júpiter, el parricida, el raptor de Ganimedes, el seductor de Leda, el infiel esposo de Juno, poblando el cielo con sus disoluciones y la tierra con sus víctimas, Júpiter era Dios. Siendo partícipe de su trono eterno, Juno, su compañera, no pudo hallar la felicidad en este enlace divino. Así es que se indemnizaba, por medio de su orgullo, de los ultrajes inferidos a su belleza, y hallaba el secreto de dar a Júpiter un hijo, cuyo padre ha quedado desconocido, vengando el nacimiento de Marte al de Minerva y siendo todo esto dioses. Tal era el tipo divinizado de la familia que las teogonías de Homero y Hesiodo colocaban en la cumbre del Olimpo y proponían a la adoración del género humano. Todo el sistema de la mitología griega y romana se refiere a este interior doméstico ideal. Minos, Eaco y Radamanto, jueces de los infiernos, eran fruto de una unión sin nombre en nuestras lenguas modernas. Su madre era Europa, su padre un toro, metamorfosis bestial de Júpiter. Apolo y Diana, divinidades de segundo orden, procedían de un adulterio del padre de los Dioses con Latona; Mercurio, el ladrón celestial, era hijo de Maya; Baco, la embriaguez deificada, tenía por madre a Semele; Alcmena daba a luz a Hércules, la fuerza erigida en divinidad. Pero Júpiter era el padre y de toda esta infame generación, en medio de la cual se ostentaba la impudicicia, adorada con el nombre de Venus. He aquí las divinas imágenes que poblaban con sus estatuas, con sus templos y enseñanzas, el mundo griego y romano. «Nadie las tomaba por lo serio, dice Varron; considerábaselas como fuerzas diferentes de la naturaleza. Solo el mundo era Dios 4”. En otras palabras, Dios había desaparecido del mundo. [IX]

Pero ¿es cierto, como dice Varron, que «nadie tomó por lo serio estas teogonías» en las que llega la falta de pudor al último límite de la demencia? Diez siglos de degradación moral van a contestarnos. Los misterios de Eleusis, de Baco y de la gran Diosa, resumían para los iniciados toda la sublimidad de las enseñanzas teológicas. ¿Qué eran estos misterios? Traslado aquí las palabras de San Agustín para cubrir con la autoridad de este ilustre doctor revelaciones de tal naturaleza. He aquí como se explica: «Me ruboriza tener que hablar de los misterios de Baco; pero es preciso para confundir tan arrogante estupidez.» «Entre los numerosos ritos que me veo obligado a omitir, nos dice Varron que se celebraban las fiestas de Baco con tal cinismo, que se presentaba en honor suyo, para que la adorase la asamblea, una figura inmunda. Este culto, desdeñando el pudor del secreto, ostentaba a la luz del sol el triunfo de la infamia. La horrible representación era paseada en una carroza, recorría los alrededores de Roma, y entraba en la ciudad en medio de una muchedumbre ebria de vino y de disolución. A estas fiestas se consagraba todo un mes, hasta que había atravesado el Foro el ídolo monstruoso para entrar en su santuario. Anteriormente era preciso que lo coronara en público con sus propias manos la madre de familia más honrada 5.» He aquí cómo se consideraban seriamente las divinidades del Olimpo. El mundo entero se modeló sobre la imagen del cielo pagano, siendo la tierra un vasto teatro de infamias. Por más que ahora cubran los poetas con flores estas inmundicias de la teología politeísta, jamás conseguirán disfrazarlas. ¿Qué digo? Lejos de tratar de disimularlas, las enseñan ex profeso todos los literatos griegos y romanos. No siempre ha celebrado la lira de Virgilio las praderas y los bosques; a veces ha repetido inspiraciones que hubieran sido admiradas en Gomorra 6. Hase derramado el néctar de Homero en la copa del padre de los Dioses por otras manos que las de Hebe. Cornelio Nepote se encarga de enseñar a nuestra juventud estudiosa secretos que deshonran a Alcibiades, Sócrates y Platón7. Cicerón, el grave moralista, ha escrito estas palabras: Nobis qui, concedentibus philosophis antiquis, adolescentulis delectamur, etiam vitia sape jucunda sunt 8. ¡Jamás consentirá en traducir estas palabras latinas una pluma cristiana! Quinto Curcio es también indiscreto respecto de Alejandro 9 y Pausanias 10. No es más reservado Salustio respecto de Catilina 11. Solón constituye un privilegio de esta infamia en favor de los hombres libres, excluyendo [X] a los esclavos 12. César se aprovecha de él ampliamente, prohibiéndonos insistir en ello un proverbio tan famoso como su nombre 13. «Si César ha dominado a las Galias, Nicomedes ha dominado a César 14». Plinio el joven nos dice lo mismo de Cicerón 15 Todas las poesías de Píndaro no borrarán el oprobio que ha inferido a su memoria el nombre de Teoxenes 16; todas las odas de Horacio no harán olvidar a Ligurino. Antinoo tuvo altares en tiempo de Adriano y de Trajano. El modelo de los emperadores no fue más escrupuloso que Plinio el Joven, su panegirista.

La ausencia de Dios se traducía en este mundo degenerado por la ausencia del alma. ¿Qué había llegado a ser la dignidad humana, en este desbordamiento sin nombre que mancilló las memorias más gloriosas? No tenemos valor, después de tan horribles pormenores, de considerar por el lado ridículo, una religión que autorizaba con el ejemplo de los dioses, semejantes infamias entre los hombres. Los graves romanos llevaban en pos de sus ejércitos pollos sagrados para proveer a cada instante a la necesidad de los arúspices, pues de lo contrario hubiera podido suceder, que en el momento de consultar a los dioses, no se hubiera encontrado otras aves, y hubiera tenido que suspenderse las operaciones militares. Colocábase, pues, delante de los pollos sagrados fuera de su jaula cierta cantidad de granos que era el pasto ritual: offa pultis. Si los volátiles se precipitaban ávidamente sobre el alimento, y en especial, si en su afán y premura dejaban caer granos en tierra, se había efectuado el Tripudium, esto es, el auspicio más favorable. En el caso contrario, si rehusaban los pollos el alimento, si se obstinaban en permanecer en su jaula, era el auspicio desgraciado y reprobada la empresa. ¿Y quién nos da oficialmente estos pormenores? Cicerón que era augur aunque no creía en ellos, puesto que nos dice en una de sus obras que no podían mirarse sin reírse dos arúspices. Pero era preciso que creyera la plebe romana, para que permaneciese dominada por estos sacerdotes sin fe, que hacían profesión de especular con la credulidad del vulgo.

¿Mas, por lo menos nos indemnizarán los filósofos de estas vergonzosas y ridículas supersticiones? La filosofía que se separa de una fe religiosa no es más que el movimiento perpetuo de la ignorancia humana, agitándose sobre sí misma y recayendo siempre en el vacío. El materialismo fue el primer punto de partida de la filosofía griega. Thales de Mileto (60), fundador de la escuela Jónica, colocó el principio del [XI] mundo en los dos elementos generadores, el agua y lo húmedo. Esto era un absurdo en física y una blasfemia en religión. Pitágoras (608-50), padre de la escuela Itálica, después de haber recorrido el Oriente, y héchose iniciar en los misterios de Baco y de Orfeo, repudió la física incompleta de Thales, sustituyendo a ella un sistema matemático en que Dios es solo una mónada absoluta, el alma un número viviente, el mundo un conjunto armonioso de números reunidos. La escuela de Elea (50) con sus jefes, Xenófanes, Parménides y Zenón, desarrolló el germen panteístico de las dos filosofías precedentes. El mundo entero, ser colectivo, omnipotente, inmutable, eterno, fue proclamado Dios. Leucipo descompuso esta vasta divinidad en átomos que se movían eternamente, en número infinito, en el vacío. Cada uno de estos átomos era una fracción de Dios. La escuela de los sofistas (siglo V antes de Jesucristo), vino en breve a sacar la consecuencia práctica de estas extravagancias. Gorgias Leontino, Protágoras de Abdera, Prodico de Ceos, Hipias de Elis, Trasimaco, Eutidemo enseñaron que la verdad y el error eran dos términos igualmente desprovistos de significación y de realidad. El escepticismo llegó a ser la última palabra de la razón humana. A esta gloriosa conquista fueron a terminar los trabajos del primer periodo filosófico en Grecia. Tal vez nunca hubiera salido de este caos la sabiduría antigua sin la reacción maravillosa de Sócrates y de Platón, su discípulo (470-40). La aparición de estos dos genios poderosos coincide con el periodo de la dispersión del pueblo judío en tiempo de los Acheménides. Sin embargo, a pesar de su elevación incontestable y de las numerosas relaciones que ofrecen con la revelación mosaica, las doctrinas de Sócrates sobre la inmortalidad del alma, la unidad y la providencia divinas son más bien rasgos y como relámpagos de verdad que no forman un conjunto ordenado, definido y compacto 17. «Debemos necesariamente, decía Sócrates, [XII] esperar un doctor desconocido que venga a enseñarnos cuáles deben ser nuestros sentimientos para con los dioses y los hombres.»-«¿Cuándo vendrá este maestro? replicaba Alcibiades. ¡Con qué gozo le saludaré, sea quien fuere 18!». La gloria filosófica de Sócrates consiste precisamente en haber proclamado la impotencia de la filosofía humana. Partiendo del conocimiento del hombre, en sus dos naturalezas corporal y espiritual, discierne con lucidez todas las leyes de la moral, y las expone con una claridad, una pureza y una precisión admirables. Además, entrevé por los fenómenos exteriores, la inteligencia divina presidiendo los destinos del mundo; pero al llegar a este punto extremo, mas allá del cual no puede apercibir nada la humanidad reducida a sus propias fuerzas, apela a un revelador desconocido. Para oprobio del paganismo, el único de sus filósofos que llegó a tal altura, fue precisamente el único contra quien se armaron todos los brazos. A los escépticos se les coronaba de flores; a Sócrates se le dio a beber la cicuta. Platón (429-347), su discípulo, formuló en cuerpo de doctrina, con el nombre de Escuela Académica, la enseñanza oral del maestro. Su filosofía es eminentemente espiritualista. Los tipos de todos los seres son las ideas, siendo las únicas que tienen existencia real y absoluta. Los sentidos sólo perciben lo particular, lo individual; en cuanto a las ideas, residen en Dios, que es su sustancia común, y son percibidas por una facultad superior, la razón, o quizá forman en el alma como reminiscencias de una vida anterior. El alma es una fuerza activa; la virtud un esfuerzo hacia el bien ideal que es Dios; el arte una imitación del bello ideal, que es Dios. Verdaderamente estas doctrinas son nobles y grandes, protestando con su sublimidad, contra la degradación politeísta; pero son estériles en su aplicación. Al lado de estas luces tan vivas en teoría, permanece la práctica del filósofo envuelta en sombras opacas, puesto que establece su república ideal, no solamente en la poligamia, sino en la promiscuidad. De esta suerte suprime la familia, la autoridad paterna, la piedad filial; puesto que quiere que sean educados los hijos por el Estado, sin conocer siquiera a sus padres; que encierra [XIII] su sociedad imaginaria en castas, como el antiguo Egipto; y después de haber dado tan elevada definición del arte humano, proscribe a los artistas. ¡Tan impotentes y contradictorias eran estas elevaciones individuales del alma hacia una sabiduría y una verdad inaccesibles! Aristóteles (384-322), discípulo de Platón, trastornó el sistema de su maestro, y volvió a emprender el estudio de la filosofía, elevándose del efecto a la causa, en lugar de descender de la causa al efecto. Así es que fueron su punto de partida lo variable, lo contingente, las sensaciones, o las relaciones de los sentidos. Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. Su filosofía que llevó el nombre de Experimental, debía resumirse con Epicuro, con relación a la moral, en este axioma: «El placer es el bien supremo del hombre.» El día en que se introdujo tan solemnemente la inmoralidad 19 en el dominio de la filosofía, se espantaron los sabios de su obra, y volvieron a arrojarse con Zenón (30-260), en la exagerada rigidez del estoicismo. «El cuerpo es todo» decía Epicuro; «el cuerpo no es nada» decían los estoicos; «el placer es el bien supremo» dicen los unos; «el dolor no es un mal» responden los otros. De estas contradicciones debía salir el escepticismo universal. Arcesilao (30-241) lo erigió en principio, en la Nueva Academia de que fue fundador. La base de toda sabiduría, decía, es que no podemos saber nada, puesto que carecemos de un criterio para discernir la verdad.

¿Qué era entre tanto de la humanidad, sacudida del materialismo al espiritualismo, del espiritualismo al empirismo, del empirismo a la incredulidad dogmática? ¡La humanidad se moría! No había familia, porque el celibato del vicio había matado todas las generaciones en su fuente, y fue preciso que inventara Augusto una legislación penal para obligar a los jóvenes romanos a casarse. Y sin embargo, hacían bastante fácil de soportar el yugo conyugal, el divorcio, la poligamia y el concubinato. En Roma, en tiempo de Augusto, como en el día en la China, se exponía, se vendía, se mataba a los niños. El padre tenía este bárbaro derecho y lo ponía en práctica. Esparta arrojaba también a las aguas del Taigeto a sus hijos deformes. La humanidad perecía entre las garras de las fieras en los circos, al hierro de los gladiadores, al látigo sangriento que desgarraba las carnes desnudas de los esclavos; porque la esclavitud era la base de la sociedad greco-romana. El esclavo era una cosa, una bestia de carga, menos que un perro. «El portero esclavo era atado junto a la puerta 20 con una larga cadena 21, sujeta a un anillo de hierro, que se le ponía en el [XIV] pie 22. El señor no se dignaba las más veces ni aun hablar a sus esclavos; llamábales sonando los dedos 23, y cuando tenían que dar más explicaciones, llevaban algunos su orgullo hasta escribir lo que deseaban, temiendo prostituir sus palabras 24. La ley condenaba a la misma pena al individuo que había muerto a un esclavo que al que había muerto a una bestia de carga de otro, debiendo pagar su precio 25, que variaba según que era robusto o débil el esclavo 26 y el mayor o menor perjuicio irrogado con su muerte a su dueño 27.» En cuanto a éste, tenía un derecho absoluto sobre el esclavo. Augusto hizo degollar en un solo día seis mil de estos desgraciados, culpables de haberse alistado bajo las órdenes del Senado para servir a la República, porque los esclavos no tenían derecho de llevar las armas y de morir en campaña como un soldado 28. El clemente emperador supo otra vez que uno de sus esclavos se había comido una codorniz, y le hizo morir crucificados 29. Vedio Polión hace arrojar a sus murenas un esclavo, que ha quebrado por descuido un vaso precioso 30. «Cuando se comete un crimen público, cuando es asesinado un dueño de esclavos en su casa, condena la ley a perecer en el suplicio de la cruz a todos los esclavos sin distinción alguna que se encuentran bajo el mismo techo, en el momento del crimen. 31.» Y la esclavitud en Roma, en Atenas y Esparta se hallaba en la espantosa proporción de doscientos esclavos por un hombre libre, y aún se conoció a simples ciudadanos romanos que poseyeron hasta veinte mil esclavos32. La humanidad perecía, pues, en estas regiones desoladas de la servidumbre. La guerra mantenía la esclavitud. Servi servati, decía el proverbio romano. Tal era el escaso valor que tenía la vida humana a los ojos de la moral pública y oficial, que Julio César, aquel ideal del héroe, hacía reducir a la esclavitud a cuatro mil Helvecios vencidos, y cortar a otros tres mil las dos manos.

Era preciso alimentar para la señora del mundo esta jauría humana de que decía Séneca: «¡Qué horror si llegaran a contarnos nuestros esclavos!» 33El Egipto, la Libia, el Oriente, la Grecia, la Galia, todas las provincias del universo enviaban, pues, sus vencidos en largas e interminables caravanas para poblar el ergástulo de los patricios. [XV] En las tabernas en que se hacía constantemente el tráfico de esta horrible mercancía, tenía el prisionero de guerra la corona en la cabeza 34, cual marca irrisoria de su procedencia. Los que venían de ultramar llevaban frotados los pies con yeso o greda 35. Al entrar en aquella Roma a donde iba a sepultárseles vivos, se ofrecían a sus ojos las cruces infames, siempre enhiestas con los cuerpos abandonados, cerca de la puerta Esquilina. Entonces comprendían que la ciudad de Rómulo había aplicado contra ellos aquella palabra de Breno. «¡Ay de los vencidos!» Y se encaminaban silenciosos a la morada de su señor, donde les esperaba la horquilla, los azotes, el tormento, la marca, las cadenas, la cárcel y la muerte 36! ¡Siempre la muerte! Las matronas romanas y las jóvenes vestales la indicaban, alzando el dedo, en los juegos sangrientos del anfiteatro. ¡Los gladiadores que iban a morir saludaban a César! No había festines en que no debieran matarse mutuamente algunos esclavos, para dispertar, con el aspecto de la sangre, a los convidados medio dormidos en el triclinio de oro. Los romanos opulentos legaban por testamento a sus herederos la muerte de sus esclavos como un recuerdo de inmortal afecto 37.

Carencia de Dios; la humanidad degollada por do quiera; el alma envilecida en una monstruosa disolución; he aquí el espectáculo del mundo greco-romano! No lo hemos dicho todo, y por otra parte se resiste a ello el corazón. En esta rápida carrera, por entre tantas torpezas morales, tan feroz barbarie, y tan infernal degradación, se aplana sobre el alma un disgusto profundo, mezclado a no sé qué terror lleno de angustia. San Pablo ha dicho una palabra que resume la civilización antigua. Deus venter est. «Se comía, para vomitar; se vomitaba para comer continuamente: sin dar tiempo siquiera para digerir comidas cuya magnificencia tenía por tributarlos todas las comarcas del mundo.» Así habla Séneca el filósofo; y añade: «Cayo Graco, a quien produjo la naturaleza en mi concepto para dar el ejemplo de un conjunto de todos los vicios, en el seno de la fortuna mas elevada, gastó un día 10,00 sestercios en un banquete, llegando apenas su imaginación, auxiliada en esta tarea por todos sus convidados, a agotar, en una comida gigantesca, las rentas anuales de tres [XVI] provincias 38.» Esopo, el trágico, sirve un plato que cuesta 73,80 reales. Clodio hace disolver una perla en vinagre, y se bebe de un trago, 738,00 reales. Conocidas son las cenas de Lúculo y de Antonio; sabido es el nombre de aquel Apicio, que después de haberse comido millones, se mató diciendo que no podía vivir un romano con solo 760,00 reales de renta. Coronarse de flores; tenderse sobre cojines de seda y de púrpura en salas de festines servidos por jóvenes doncellas despojadas de todos sus velos 39, y en donde se celebraba el espectáculo de gladiadores que se degollaban al pie de lechos de oro; devorar la sustancia del universo; embriagarse a un tiempo mismo con vino, voluptuosidad y sangre, tal era la vida en el siglo de Augusto!

El suicidio formaba su natural desenlace. Arruinado Apicio, no hacía más que poner en práctica los preceptos de Cicerón: Injurias fortunae, quas ferre nequeas, defugiendo relinquas 40. «Cuando no hay fuerza para soportar los reveses de la fortuna, es preciso salir de este mundo.» He aquí la última fórmula de la filosofía. Y no es de temer que se califique de cobardía el desertar de la vida como un soldado que arroja sus armas y abandona el puesto confiado a su honor. El suicidio es un acto de heroísmo supremo. «Si eres desgraciado y te queda algo de virtud, añade Cicerón, mátate, a ejemplo de los más grandes hombres 41.» Pero tal vez detengan tu brazo la vida futura, los destinos del alma inmortal. Háblase del negro Cocito, del Aqueronte, río de los infiernos, y de tormentos que no acaban nunca. «¿Me juzgáis, pues, tan insensato, contesta el mismo Cicerón, que crea en estas fábulas? ¿Qué entendimiento hay tan imbécil que pueda admitirlas 42?» «O sobrevive el alma a la muerte, continúa el mismo, o muere con ella. Algún día nos dirá un Dios lo que hay sobre esto, porque, para nosotros, es ya muy difícil distinguir cuál de estas dos opiniones es más probable. Como quiera que sea, si muere el alma, la muerte no es un mal; si el alma sobrevive, tiene que ser feliz. Si manent beati sunt 43.» En virtud de este dilema que simplificó mas Séneca, reduciéndolo a esta palabra tan conocida: Aut beatus, aut nullus, «Felicidad o nada» se cernía sobre el mundo el suicidio, como sobre una presa; marcando con su vergonzoso estigma las memorias más ilustres. Aníbal, Temístocles, Antonio, Pompeyo, Mario, Catón de Útica, Cleómenes, Craso, Demóstenes, Cayo Graco, Otón, todos estos héroes de Plutarco, son los héroes del suicidio. Si queremos interrogar hasta el fin, como termómetro de la moralidad pública, la lista [XVII] de los nombres que ha inscrito este historiador en su colección biográfica, como sobre las tablas o registros de la inmortalidad, vendrá el asesinato a formar el reverso o la parte contrapuesta de la muerte voluntaria. Agis, Alcibiades, César, Cicerón, Coriolano, Dión, Tiberio Graco, Nicias, Numa, Filopemenes, Sertorio, caen víctimas del puñal o del veneno. Los más afortunados mueren en el destierro. De los cincuenta grandes hombres de Plutarco, tan solo diez 44 tuvieron la dicha de terminar gloriosamente su vida en un campo de batalla o en la calma y tranquilidad del hogar doméstico. Ahora comprendemos la palabra del profeta. La humanidad se hallaba realmente sentada en las tinieblas y en la región de las sombras de la muerte.

El libro de la Sabiduría presenta un cuadro del mundo idolátrico, cada uno de cuyos rasgos ofrece una realidad palpable. «Los hombres, decía, sacrifican sus hijos en altares impuros, verifican ritos insensatos, en misterios nocturnos, manchados de infamias. No respetan las vidas, ni la pureza de los matrimonios: el odio arma todos los brazos; el adulterio mancilla todos los corazones en el seno de una horrible confusión. ¡Por todas partes sangre, homicidio, robo y mentira, corrupción e infidelidad, rebelión y perjurio, opresión tumultuosa, olvido de Dios, contaminación de las almas, nacimientos vilipendiados, instabilidad en las uniones, desorden entre esposos, y suprema lujuria! Tal es el culto de los ídolos infames, causa, principio y fin de todos los males 45.» He aquí, pues, despojado de todas las seducciones de la forma, de todos los encantos de la poesía, de todos los prestigios del arte oratoria, he aquí, en su terrible desnudez, el cadáver del paganismo antiguo. Ahí está, a nuestra vista, ostentando el espectáculo de sus oprobios. Pero ¿quién le ha matado? ¿Por qué no vive ya en el seno de la humanidad, cuyas entrañas desgarró y cuya sangre bebió a torrentes durante cuarenta siglos? ¿Quién fue el David de este Goliat, el vencedor de este gigante, a quien no supieron vencer ni Sócrates, ni Platón, ni Alejandro, ni César, ni el gran genio de los sabios, ni las armas de los héroes? Hallábase lleno de vida en el siglo de Augusto: había conquistado el mundo. Arrojábasele víctimas, de Oriente a Occidente; devoraba cuerpos y almas, infancia y vejez, pudor, virginidad, virtud, y hombres a millares! Todo parecía afirmar la duración a su reinado. Los poetas le cantaban en obras inmortales; coronábanse sus estatuas; abalanzábanse todos a sus fiestas; [XVIII] perfumaban sus altares los vapores del incienso; saludaban su divinidad los pueblos y los reyes, y los mismos sabios. Suponiendo una progresión en el porvenir, análoga a su desarrollo en lo pasado, debió haber llegado hasta nosotros por una serie no interrumpida de victorias. Figurémonos lo que sería en el día disponiendo de los poderosos agentes de nuestra civilización moderna. Las hecatombes de la antigüedad serían degollaciones en masa; los treinta mil gladiadores que murieron en el reinado de Augusto, serían reemplazados por naciones enteras, trasladadas con el auxilio del vapor al centro de un anfiteatro de que formaría el antiguo Coliseo apenas el local de un palco. Las fieras no serían bastantes para devorar las víctimas; hasta el fuego sagrado de los altares sería demasiado lento, y habría que suplirlo con esos nuevos y ardientes fuegos que ha puesto en nuestro poder la electricidad; con esas máquinas que vomitan llamas, y cuyos rodajes pulverizarían sin cesar miembros palpitantes. El sensualismo tendría por tributario, no ya a provincias, sino al mundo entero; las vías romanas, reemplazadas por nuestros caminos de hierro, transportarían en algunos días lo que tenían que esperar por años enteros la voluptuosidad o la glotonería de los patricios. ¿Quién mató, repito, al paganismo? Quien quiera que sea, verificó el más grande de los milagros históricos. Sólo Dios podía hacerlo, y la humanidad moribunda pedía a voz en grito un Salvador divino.


DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo