DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - El mundo antes de Jesucristo



Expectación universal

Hace largo tiempo que se ha insistido en este grande hecho que domina la antigüedad e ilumina las tinieblas del politeísmo, quiero decir, la expectación general de un Dios Salvador; habiéndosela considerado con justo título, como una brillante y manifiesta confirmación de la verdad bíblica. Porque verdaderamente es el comentario más magnífico de aquella palabra del patriarca: Et ipse erit exspectatio gentium 46, todo el género humano proclamando con sus más lejanos y diversos ecos, la fe en el Mesías, cuyo profeta había sido la nación judía al través de los tiempos. Por más que diga el racionalismo incrédulo, no puede arrancar el árbol divino, cuyas raíces penetran en las profundidades de la historia antigua, y cuyas ramas cubren las sociedades modernas. Antes de atacar la divinidad de Jesucristo, sería preciso trastornar la historia de los cuarenta siglos que le esperan; destruir la fe de los dos mil años que le adoran; sepultar la historia en una destrucción universal, y si aún quedase algún sofista que sobreviviera a sus ruinas, [XIX] debería crear un mundo nuevo para ponerlo en el lugar del mundo histórico y real que acabase de destruir. No se trata ya en efecto de ahogar solamente cada una de las voces que se han oído en Israel. Aun cuando se destruyera a Moisés, el Pentateuco, David, los Profetas, todos los monumentos de la fe judía, quedaría el grito espontáneo, universal, unánime del género humano que pide un Salvador, de Oriente a Occidente, del Septentrión al Mediodía, en todos los idiomas y en todas las literaturas conocidas. Toda la tierra habla como ha hablado Moisés. Sobre este punto están acordes los oráculos de Delfos y de Cumas con los Profetas: el mundo espera y atiende durante cuatro mil años. En la segunda vertiente de la historia, el mundo adora y cree: esta magnífica unidad de esperanza y de fe, desafía todos los esfuerzos del escepticismo.

«Hay, dice Plutarco, una doctrina de la más remota antigüedad, que se ha trasmitido de los teólogos y de los legisladores a los poetas y a los filósofos; es desconocido su autor, pero se apoya en una fe constante e inalterable, y se halla consagrada universalmente, no tan solo en los discursos y en las tradiciones del género humano, sino también en los misterios y en los sacrificios, entre los Griegos y entre los bárbaros.» Esta opinión es, que el universo no ha sido abandonado al acaso, y que tampoco está bajo el imperio de un poder único, sino que existen dos principios vivientes, el uno del bien, el otro del mal. «El primero se llama Dios, el segundo se llama el demonio. «Así es como hablaba Zoroastro. Dios era Oromazes, el demonio se llamaba Ahrimanes. Pero entre los dos colocaba un mediador llamado Mithras. Pues bien, vendrá un tiempo fatal y predestinado en que Ahrimanes después de haber abrumado al mundo con toda clase de plagas, será destruido y exterminado. Entonces se aplanará la tierra como un valle llano y unido 47; no habrá más que una vida y una clase de gobierno entre los hombres y todos hablarán el mismo lenguaje y vivirán felices. -Teopompo es- escribe también que los dos poderes del bien y del mal combatirán uno contra otro, en una lucha que durará siglos; pero que al fin será vencido, abandonado, destruido Plutón, (el poder infernal): entonces serán felices los hombres, y el Dios que habrá obrado, hecho y procurado este triunfo, reposará un tiempo conveniente a su divinidad 48. «La filosofía moderna ha reconstruido, con el auxilio de los monumentos caldeos y del texto de Zend-Avesta, todo el sistema de Zoroastro, de que [XX] sólo hace Plutarco un análisis incompleto. He aquí la manera como resume M. Lajard el dogma persa: Zaruan, Ormuzd y Mithra componen una triada divina que representa el pensamiento, la palabra y la acción. Ormuzd, rey del firmamento, ha creado el mundo por medio de la palabra. Esta palabra es: Yo soy. Mithra, rey del cielo movible, rey de los vivos o de la tierra, rey de los muertos o de los infiernos, pronuncia sin cesar esta palabra, como encargado por Ormuzd de presidir a la reproducción de los seres. Su nombre significa también, en Zend, la Palabra lo/goj Verbum. Debe combatir incesantemente y por todas partes a Ahrimanes y al mal, conservar la armonía en el mundo, servir de modelo a los hombres, y ejercer las funciones de mediador entre ellos y Ormuzd; pero no entre Ormuzd y Ahrimanes como creía Plutarco. El texto de Zend-Avesta justifica completamente mi observación: «Yo dirijo mi súplica a Mithra, a quien creó el gran Ormuzd mediador sobre la montaña elevada, en favor de las numerosas almas de la tierra.» En uno de los más célebres monumentos del culto romano de Mithra hallado en Roma en una gruta del monte Capitolino 49, se leen estas palabras: Namasebesio, que pronuncia este Dios en el momento en que clava su puñal en el cuerpo del toro (víctima sagrada de los Persas). Estas dos palabras, la primera de las cuales pertenece al idioma de los Persas, significan: Gloria a Sebesio, que es el mismo Dios que Ormuzd. Esta fórmula es un resumen lacónico de la oración que dirige Mithra en los libros de los Persas 50, con las manos elevadas al cielo, a Ormuzd, para implorar el perdón del pecado cometido por la primera pareja humana; y las palabras de Mithra están aquí en perfecta armonía con las que Zoroastro pone en boca del mismo Ormuzd, y cuyo sentido es que si no hubiera tributado Meschia (el primer hombre) a Ahrimanes un culto que sólo debía rendir a Ormuzd, «hubiera arribado su alma, criada pura e inmortal, a la mansión de la felicidad, en cuanto hubiese llegado el tiempo del hombre creado puro 51.» El mediador, el Verbo, el Mithra de Zoroastro, que debe restablecer la armonía entre el cielo y la tierra, que debe triunfar del principio infernal, según Teopompo, vuelve a encontrarse con su nombre de lo/goj, en Platón 52. «Resumiendo, añade M. Lajard, diré que el sistema religioso de los Persas reconocía [XXI] un Dios supremo, invisible, incomprensible, sin principio ni fin; una triada que rige al mundo, y que se compone de este dios, y de estos dos dioses, creados y visibles, uno de los cuales ejerce las funciones de Mediador y de Salvador. Finalmente, erigiéndose Zoroastro en Mesías o en Libertador, anunció al mundo entero que nacerían de él, después de su muerte de una manera milagrosa, tres hijos: Oschedermani, Oschedermah y Sosiosch. A la voz de este último, abrazará todo el mundo la ley. «Arrojará del mundo de dolor el germen del Daroudj de dos pies (el hombre impuro); destruirá al que dañó al puro; serán puros los cuerpos del mundo 53.» Finalmente, «este último libertador verificará la resurrección de los muertos y la renovación de los cuerpos 54.» D'Herbelot en su Biblioteca Oriental, había señalado ya esta importante tradición del nacimiento maravilloso del Libertador, prometido por Zoroastro. He aquí sus palabras: «Aboul-Faradj, en su quinta dinastía, dice que Zardascht (Zoroastro) autor de la Magoussiah, había anunciado que nacería de una virgen el Libertador 55.» Ahora comprendemos por qué vendrán los Magos a adorar al divino Hijo de María, al establo de Belén. «Una constante tradición, dice también M. Lajard les hace venir de la misma Persia, y los primeros homenajes que recibe al nacer, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo, son los que ellos vienen a ofrecerle 56.» No habían olvidado los Magos, discípulos de los Caldeos, la palabra del hijo de Beor: «Nacerá una estrella de en medio de Jacob 57.»

La China, acantonada en su aislamiento, como en el Invariable Medio, no tiene otro lenguaje que la Persia. «El ministro Phi consultó a Confucio y le dijo: Oh Maestro, ¿no sois un santo?- Y éste contestó: Por mucho que me esfuerce, no me recuerda mi memoria a nadie que sea digno de este nombre.- Pero, replicó el ministro, ¿no fueron santos los tres reyes 58?- Los tres reyes, respondió Confucio, dotados de una gran bondad, poseyeron una prudencia ilustrada y una fuerza invencible. Mas por mi parte, Khieou, no sé si fueron santos 59.- El ministro replicó: No han sido santos los cinco señores 60?- Los cinco señores, contestó Confucio, dotados de una gran bondad, han hecho uso de una caridad divina y de una justicia inalterable, pero yo, Khieou, no sé si han sido santos.- El ministro le preguntó [XXII] otra vez: ¿No han sido santos los tres Augustos 61?- Los tres Augustos, replicó Confucio, han podido emplear bien el tiempo, mas yo, Khieou, ignoro si han sido santos.- Sorprendido el ministro, le dijo al fin: Pues entonces ¿a quién se puede llamar santo?- Confucio conmovido, respondió, no obstante, con dulzura a esta pregunta: Yo, Khieou, he oído decir que habría en las comarcas occidentales un Hombre Santo, que sin ejercer ningún acto de gobierno, prevendría las turbulencias; quien, sin hablar, inspiraría una fe espontánea; quien, sin alterar el orden de las cosas, produciría naturalmente un océano de acciones meritorias. Nadie sabe decir su nombre; pero yo, Khieou, he oído decir que éste será el verdadero santo 62.» He aquí las palabras no menos explícitas que tomamos al Tchoung-Young 63, traducido recientemente por nuestro sabio sinólogo M. Pauthier: «El príncipe sabio, dice Confucio, busca la prueba de la verdad en los espíritus y en las inteligencias superiores, y por tanto conoce profundamente la ley del mandato celestial; hay que esperar por cien generaciones al Hombre Santo, el cual no está sujeto a nuestros errores 64. Que aparezca este Hombre supremamente Santo con sus virtudes y sus poderosas facultades, y los pueblos no dejarán de demostrarle su veneración; que hable, y los pueblos no dejarán de tener fe en sus palabras; que obre, y no dejarán de regocijarse los pueblos. Así es como la fama de sus virtudes es un Océano que inunda el imperio por todas partes, extendiéndose aún hasta a los bárbaros de las regiones meridionales y septentrionales; por todas partes donde pueden abordar las naves o llegar las carrozas, o penetrar las fuerzas de la industria humana, en todos los lugares que cubre el cielo con su inmenso dosel, en todos los puntos que abraza la tierra, que iluminan el sol y la luna con sus rayos, que fertilizan el rocío y los vapores de la mañana: cuantos seres humanos viven y respiran, no pueden dejar de amarle y reverenciarle. Por esto se ha dicho que le [XXIII] igualan con el cielo sus facultades y sus poderosas virtudes 65” Parece que se oye en estas admirables palabras una paráfrasis de las inspiraciones de Israel: «Marcharán las naciones guiadas por su luz, y los reyes por el esplendor de su aurora 66.- Levántate, Jerusalén, sube a las alturas, mira hacia el Oriente, y ve congregados tus hijos desde el Oriente al Occidente, en virtud de la palabra del Santo, gozándose en la memoria de Dios 67.»

La India, con sus encarnaciones milenarias de Visnu, habla como la China y la Persia, según ya hemos tenido ocasión de observar en otra parte 68. La parábola del hijo extraviado que forma el capítulo IV del Lotus de la Buena Ley, uno de los libros sagrados más extendido entre los que componen la voluminosa literatura de los budistas, ha sido traducida hace algunos años por MM. E. Burnouf y Foucaux. En ella se representa al género humano como en el Evangelio, bajo la imagen de un hijo separado por largos años del padre más tierno. «Nos extraviamos, somos impotentes, somos incapaces de hacer un esfuerzo, dicen los sabios.» Baghavat les lleva la ley que no habían oído anteriormente. Pasmados de admiración y sorpresa, poseídos de la mayor alegría los sabios, se levantan, hincan la rodilla derecha en tierra, se inclinan y juntan las manos ante Baghavat. Su alegría es igual a la del hijo extraviado que vuelve a encontrar a su padre 69.

«Las islas lejanas os esperan», habían dicho los profetas inspirados, saludando por entre las edades, el advenimiento del Deseado de las naciones. No es poca la sorpresa que causa hallar el eco de esta palabra en las dos Américas, estos vastos continentes, que sospechó el antiguo mundo, sin conocerlos nunca. «Una horrible serpiente, dicen los Salivas, talaba en otro tiempo las orillas del Orinoco. El Dios Pura envió del cielo a su hijo a la tierra, a combatir esta temible serpiente, y fue vencido y muerto el monstruo. Pura dijo después al demonio, que habitaba el cuerpo del reptil. ¡Vete al infierno, maldito! Ya no volverás a entrar nunca en mi casal 70.» Los americanos del Norte no son menos explícitos que los del Mediodía. «Una profecía antigua, dice M. de Humbold, hacía esperar a los mejicanos una reforma benéfica en las [XXIV] ceremonias religiosas. Según esta profecía, debía triunfar al fin Centeolt de la ferocidad de los demás dioses, y debían reemplazarse los sacrificios humanos por las inocentes ofrendas de las primicias de las mieses.» Es la traducción, en el idioma nativo de los salvajes, de la célebre predicción de Malaquías: «Desde que sale el sol hasta que se pone, mi nombre es grande entre las naciones; en todo lugar, se rinde a mi gloria un sacrificio y una oblación pura 71.» En todos los recuerdos del género humano se encuentra el dogma de la rehabilitación estrechamente ligado con el del pecado original. «La mujer de la serpiente, llamada también mujer de nuestra carne, porque la consideraban los mejicanos como madre de todos los mortales, continúa M. de Humboldt, se halla representada siempre en relación con una gran serpiente, y otras pinturas nos ofrecen una culebra con penacho, despedazada por el gran espíritu Tezcatlipoa, o por el sol personificado, el dios Tonatuch, que parece ser idéntico al Krischna de los Indios, cantado en el Bhagavata-Purana, y al Mithras de los persas. Esta serpiente, derribada por el gran espíritu, cuando toma la forma de una de las divinidades subalternas, es el genio del mal, un verdadero «Kakodai/mwn 72.» Finalmente, para completar estas nociones de tan capital interés, añade M. de Humboldt: «Hállase en muchos rituales de los antiguos mejicanos, la figura de un animal desconocido, adornado con un collar y una especie de arnés, pero traspasado de dardos. Según las tradiciones que se han conservado hasta nuestros días, es un símbolo de la inocencia padeciendo: bajo este concepto, recuerda esta representación al cordero de los hebreos o la idea mística de un sacrificio expiatorio destinado a calmar la cólera de la Divinidad 73.»

¡Pasmosa unanimidad de esperanza y de fe en un libertador, en las regiones más apartadas y más remotas del mundo! El Mediador de la Persia, de la China, de la India y de las dos Américas, era cantado en los bosques del Norte, bajo el cielo nebuloso de los Escandinavos por la Vola, o profetisa sagrada, en la asamblea de los dioses. Tenemos también, con el nombre de Voluspa, este himno extraño que llama M. Meril, el canto de la Sibila y M. Ampere, el Apocalipsis del Norte. «Las tradiciones en que se apoya este poema, dice M. Ampere, pertenecen a la más antigua mitología escandinava. Aquí son los dioses seres cósmicos y no personajes heróicos. Es un fragmento, o mejor, el conjunto de muchos fragmentos que contienen el sumario de los principales mitos escandinavos, más bien recordados que vueltos a trazar [XXV] con algunos grandes rasgos de una poesía por lo común oscura, siempre extraña, y algunas veces sublime 74.» Después de haber vuelto a trazar el origen del mundo, la creación del hombre y los trabajos de los dioses, refiere la Vola la llegada del genio del mal y la perversidad de los hombres que fue su consecuencia. Entonces se eleva su acento: «¡La llanura en que se encontraron Sutur y los dioses buenos, dice la Vola, para combatir, tiene cien jornadas de camino a lo ancho y a lo largo! Este es el lugar que les está asignado.» Todo lo que se refiere a este gran combate, cuyo resultado decidirá de la suerte del mundo, se halla «desarrollado, añade M. Ampere, con la complacencia de un profeta que amenaza a sus enemigos.» Al fin quedará la victoria por los dioses, se renovará el mundo, y volverá a comenzar el reinado de la justicia para no terminar nunca 75.

Hasta aquí ha estado el círculo de nuestras investigaciones fuera del mundo greco-romano. Volvamos a entrar en este centro, cuyas llagas intelectuales y sociales hemos sondeado ya. En él encontraremos también la misma fe en el Redentor futuro que llama Aristóteles «el verdadero Libertador y Salvador».- «Este Dios, engendrado antes que todos los dioses, dice Platón, es el que da la paz al género humano, inspira la dulzura y extingue el odio. Misericordioso, bueno, reverenciado de los sabios, admirado de los dioses, los que no le poseen, deben desear poseerle, y los que le poseen, deben conservarle preciosamente. Ama a los buenos y se aleja de los malos. Nos conforta en nuestros temores; dirige nuestros deseos y nuestra razón; es el Salvador por excelencia. Gloria de los dioses y de los hombres, y jefe suyo, suma belleza y bondad suma, debemos seguirle siempre y celebrarle en nuestros himnos 76.» ¿Poseía Platón ese Dios Salvador? No, puesto que en otro pasaje nos dice que «vendrá un día a enseñar a los mortales 77”. Sin embargo, anteriormente, le implora. «Al principiar esta plática, dice, invoquemos al Dios Salvador para que nos salve con su enseñanza extraordinaria y maravillosa, instruyéndonos con su doctrina verdadera.» Esto recuerda la profesión de fe de Sócrates que hemos indicado más arriba, y que creemos conveniente citar por completo. Después de haber demostrado el filósofo que Dios no mira ni a la multitud, ni a la magnificencia de los sacrificios, sino que considera únicamente la disposición del corazón que los ofrece, no se atreve a explicar cuáles deben ser estas disposiciones, ni lo que debe pedirse a [XXVI] Dios. «Sería de temer, dice, alguna equivocación, pidiendo a Dios verdaderos males, que se considerarían 78 como bienes. Es preciso, pues, esperar, hasta que nos enseñe alguno cuáles deben ser nuestros sentimientos hacia Dios y hacia los hombres.- Alcibiades. ¿Quién será este maestro, y cuándo vendrá? Con gran gozo veré a este hombre, sea quien fuere.- Sócrates. Es aquel de quien eres querido desde ahora; mas para conocerle, es preciso que se disipen las tinieblas que ofuscan tu entendimiento y que te impiden discernir claramente el bien del mal; al modo que abre Minerva, en Homero, los ojos a Diomedes, para que distinga al Dios, oculto bajo la figura de un hombre.- Alcibiades. Que disipe, pues, esta nube espesa, porque estoy pronto a hacer todo lo que me mande para ser mejor.- Sócrates. Te repito que aquel de quien hablamos desea infinitamente tu bien.- Alcibiades. Entonces me parece que haría yo mejor en remitir mi sacrificio hasta el tiempo de su venida.- Sócrates. Es verdad; más seguro es esto que exponerte a desagradar a Dios.- Alcibiades. Pues bien, cuando yo vea ese día deseado, ofreceremos coronas y los dones que prescriba la nueva ley. Yo espero de la bondad de los dioses que no tardará en venir 79.» ¿Dónde habían, pues, tomado estas ideas, tan opuestas al orgullo filosófico, Sócrates y su intérprete Platón? Nadie duda, dice el sabio Brucker, que se conservase en el seno de la antigüedad, en todos los pueblos extraños a la civilización griega, la doctrina tradicional de un Mediador entre Dios y los hombres, que participara a un tiempo mismo de la naturaleza divina y de la naturaleza humana. Puede, pues, conjeturarse, con mucha verosimilitud, que se inspire el genio de Sócrates y el de Platón en esta fuente 80.

A medida que precipitan los tiempos su marcha, se traducen las esperanzas del mundo con acentos más enérgicos. «Algunos meses antes del nacimiento de Augusto, dice Suetonio, se divulgó un rumor en Roma, acreditado por los oráculos. Anunciábase por todas partes, interpretando un prodigio reciente, que daría a luz la naturaleza un rey para el pueblo romano. Atemorizado el Senado, tomó una medida violenta, dando un decreto que prohibía criar los niños que nacieran en este año. Este rasgo histórico lo trae Julio Marcelo 81.» Augusto nació el año 63 antes de Jesucristo, subiendo treinta años después, con el título de emperador, al trono del mundo. Debía, pues, haberse satisfecho [XXVII] la expectación universal; y no obstante nos dicen Tácito y Suetonio que continuó el mundo esperando un soberano que había de venir de Oriente. «Hallábase convencida la multitud, de que, según antiguas tradiciones sacerdotales, dice Tácito, debía el oriente recobrar en esta época la supremacía, y que llegarían a ser señores del mundo, hombres provenientes de Judea 82.» «Todo el Oriente, dice Suetonio, tenía fijos los ojos en una antigua y constante tradición, según la cual prometían los destinos el cetro del universo a hombres que saldrían en aquel tiempo de Judea 83.» ¡Coincidencia singular! Mientras veían los judíos trascurrir los últimos años del periodo setenta veces semanal de Daniel, anunciaban los sacerdotes etruscos la proximidad del Gran Año, de la era décima, era fatídica en que reinaría, al fin, en el mundo la felicidad universal 84. «Algunos meses antes del rompimiento de Mario y de Sila que debía ser tan fatal para los romanos, dice Plutarco, resonó el aire puro y sereno súbitamente con sonidos lúgubres y doloridos que descendían del cielo. Apoderose la consternación de todos los corazones. Reuniéronse los sacerdotes etruscos en el templo de Belona, y consultados oficialmente por el Senado sobre la significación del fenómeno, respondieron: «La trompeta celestial anuncia una era nueva que cambiará la faz del universo 85.» Todos saben de memoria los bellos versos de Virgilio. «Ha llegado, dice el poeta, la última edad de los oráculos de Cumas. Renuévase íntegramente el gran periodo de los siglos. Ya aparece la Virgen 86 y vuelve a traer las felicidades del reinado de Saturno. Descenderá de las alturas de los cielos una nueva raza, y nacerá un niño que cerrará el siglo de hierro y restablecerá la edad de oro. Tu consulado, ilustre Polión, tendrá la gloria de dar fecha al venturoso advenimiento de los grandes meses que van a sucederse. Borráranse todas las antiguas manchas de nuestros crímenes, y quedará libre la tierra del temor secular que la oprimía 87. Este niño recibirá la vida de los dioses, y reinará en el universo pacificado, con la fuerza y la virtud paternas. A tus pies, divino Niño, brotará la tierra espontáneamente, sus primeras ofrendas; los tapices de hiedra con sus flores pendientes, las colocasias mezcladas al gracioso acanto. La cabra de las montañas traerá [XXVIII] para ti sus ubres henchidas de leche; el león cesará de ser el terror de los ganados; espirará el lagarto junto a tu cama cubierta de flores; secaránse las plantas venenosas, remplazándolas los árboles perfumados de la Asiria 88. Tal es el siglo, cuyo hilo se apresuran a plegar en sus ligeros husos las Parcas, dóciles a la suprema voluntad de los destinos. Hijo amadísimo de los dioses, augusto vástago de Jove, date prisa, te esperamos para honrarte. Mira al mundo que vacila en su inmensa órbita, y los continentes, y los mares, y las profundidades de los cielos. Todo se agita y se estremece a la gozosa expectativa del siglo que va a venir. ¡Oh! ¡ojalá se prolongue mi vida hasta este día afortunado, y quede en mis labios un postrer aliento para cantar tus hazañas! ¡Aparece, pues, Niño, y principia a reconocer el semblante de tu madre en su sonrisa 89!»

Ha causado admiración oír a la Iglesia de Jesucristo, hace algunos siglos, proclamar en su lenguaje litúrgico la correlación de los oráculos paganos con las esperanzas y los terrores de Israel. No hay un protestante, en las ciudades de Alemania, de Inglaterra o de Suiza, que no se ría de lástima al considerar bajo las bóvedas de las catedrales góticas, trasformadas actualmente en púlpitos calvinistas o luteranos, la imagen de la Sibila esculpida al lado de las estatuas de los cuatro grandes Profetas, en los sitiales de los antiguos canónigos. Con una inspiración análoga se verificó en Francia, bajo este punto de vista, la reacción litúrgica del siglo XVII. Sentíase rubor en cantar con la Iglesia romana el famoso versículo: Teste David cum Sibila. ¿Cómo no se ha visto la magnificencia de la demostración católica en esta alianza del mundo entero en la fe en Jesús, Salvador y Juez? Sobre sus trípodes, en el fondo de sus cavernas, bajo las encinas de Dodona, sobre la piedra del dolman o de los menhires 90 en los bosques de las Galias, en las dilatadas llanuras del Oriente, por todas partes donde agita siquiera un soplo religioso pechos humanos, brilla y se desborda en el mundo antiguo la misma fe en el Redentor, que ha de venir a enseñar y juzgar a los mortales. Perpetúase el eco de la promesa del Edén, bajo la bóveda sonora de las edades, y ¿se rehúsa a la Iglesia católica el derecho de recoger [XXIX] una de las pruebas más patentes de su divino origen! Se decía: ¡Las Sibilas son una invención monacal, que apareció en las tinieblas de la edad media! ¿Pero era acaso monje Virgilio? ¡Él es, pues, quien decía en el año 43 antes de Jesucristo!

Ultima Cummaei venit jam carminis aetas.

¿Vivía Cicerón en la edad media? Pues he aquí lo que escribía: «Interroguemos los versos que la Sibila arroja a los vientos, en su inspiración divina sobre hojas esparcidas. No ha mucho se divulgó en Roma el rumor de que iba un intérprete de los libros sibilinos a desarrollar, en presencia del Senado, la doctrina que en ellos había leído. Según él, debíamos para salvarnos, consentir en llamar Rey al Señor que iba a venir a reinar sobre nosotros. Si se halla efectivamente esta palabra en los libros sibilinos ¿cuál es el hombre a quien designa? ¿en qué tiempo debe nacer? ¡Ah! ¡Obremos todos de acuerdo, augures y arúspices, para hallar en estos libros algo más que un rey! Porque ni los dioses ni los hombres dejarán que suba jamás un rey al Capitolio 91.» ¿Y no domina en el Capitolio, a pesar de los dioses y de los hombres, la cruz, cetro del rey inmortal? No hay duda que se rebelaban contra el oráculo sibilino las simpatías republicanas de Cicerón. El orador filósofo arroja una negación enfática a la predicción de la Sibila, y sólo consigue consignar mejor para lo futuro, su propio error y la veracidad de la profetisa. Finalmente, para justificar desde ahora, sin tener que insistir en ello, la mención simultánea de David y de la Sibila, en el canto litúrgico, en que traza la Iglesia romana en la tumba de sus hijos, la catástrofe final que reducirá a polvo el mundo, nos basta reproducir aquí otro texto de Cicerón: «Futura praesentiunt, ut deflagrationem futuram aliquando coeli atque terrarum.» Este texto es seguramente, si se reflexiona, la confirmación del texto litúrgico:

Solvet saeclum in favilla,
Teste David cum Sibylla.

La existencia de las Sibilas ha sido demostrada recientemente por un miembro del Instituto, que ha consagrado a este fin dos volúmenes, cuya erudición, sabia crítica e imparcialidad, le han conquistado los [XXX] aplausos del mundo sabio 92. El autor de esta obra, Mr. Alexandre, ha dado el golpe de gracia a la limitada y mezquina filosofía del último siglo, que creía resolver las cuestiones más graves con una carcajada. Remitimos a esta obra magistral a nuestros lectores que deseen hacer un estudio más profundo de la cuestión. Por nuestra parte, antes que nos hubiera dado esta confirmación tan irrecusable la más autorizada crítica, pensábamos que bastaban los testimonios de la antigüedad pagana para cortar la dificultad. ¡Pues qué! decíamos, atestigua Cicerón que la Sibila anunciaba el advenimiento de un rey, cuya soberanía debían reconocer los romanos, si querían salvarse, Si salvi esse vellemus. Se exalta el orador republicano al solo pensamiento de un monarca, que volviera a levantar en el Capitolio el cetro hecho trozos de Tarquino el Soberbio. Pregunta: ¿Dónde está ese rey? ¿Quién le ha visto? ¿para qué siglos se halla reservado? Requiere a los dioses y a los hombres que no toleren jamás semejante usurpación, ¡y habíamos de cerrar nosotros los ojos a la luz, habiendo sido testigos de la vanidad de las recriminaciones del orador romano, y del cumplimiento, al pie de la letra, de las predicciones sibilinas, y no habíamos de ver la correlación de las tradiciones paganas con las profecías mesiánicas en la persona de Jesucristo! Nombra Virgilio a la Sibila de Cumas, y comenta sus oráculos en versos inmortales, ¡y no se ha de tener esto en cuenta!

Entre los oráculos sibilinos, cuyo texto ha llegado hasta nosotros, hay algunos que son posteriores a la era cristiana. Así debía ser, puesto que no sucumbió definitivamente el paganismo hasta tres siglos después del nacimiento de Jesucristo. ¿Pero qué nos importa la mayor o menor autenticidad de estos textos conservados actualmente? En la época de Virgilio y de Cicerón no existía aún el Cristianismo: Virgilio y Cicerón no son sospechosos de monarquismo: en su tiempo anunciaba la Sibila el nacimiento de un Dios en forma humana; el advenimiento de un rey que salvaría al mundo, y finalmente, la catástrofe final que cerraría el tiempo con una conflagración universal. Pues bien, en la época de Virgilio y de Cicerón hablaba la Sibila como Isaías y David. Tenemos, pues, el derecho de consignar con la Iglesia católica, este movimiento unánime de la humanidad que corre precipitadamente al encuentro del Redentor.

No fue tan solo el santo anciano Simeón quien fue divinamente avisado en los pórticos del nuevo Templo de Jerusalén, que consolaría su vejez la venida del Mesías esperado 93. No es solamente la profetisa Ana 94 [XXXI] la que participa de esta esperanza embriagadora. No son tan sólo los Judíos los que computaron los tiempos y los que vieron nacer la aurora divina. Mientras intentan los cortesanos de Herodes aplicar a su señor el beneficio de esta expectación general, y decoran al rey idumeo con el título de Mesías 95, los aduladores de Augusto aplican igualmente al César de Roma las predicciones de los oráculos sibilinos. La expectación es general. ¡El mundo parece suspender su marcha: interrógase a todos los puntos del cielo: se escucha; se espera! Hanse cumplido los tiempos: su plenitud se ha consumado. El recogimiento de la humanidad en esta hora solemne se reviste de un carácter misterioso. Hubo entonces un silencio que recordó el del universo creado, cuando esperaba de la mano de Dios un señor futuro, en la época en que meditaba la Santísima Trinidad la formación del hombre. ¡Cuánta sangre, cuántos crímenes ignominiosos cayeron sobre esta raza humana desde el momento en que salió radiante y pura de la creación primitiva! Todavía será más maravillosa la obra de la creación. El día cuyos esplendores van a ostentarse a nuestras miradas, es el que ha de iluminar el triunfo de una hija de Eva sobre la antigua serpiente; el que ha de realizar las bendiciones con que debía dotar un hijo de Abraham a todas las tribus de la tierra. El sacerdote, según el orden de Melquisedech; el Isaac del monte Moria; el Enviado de las colinas eternas, predicho por Jacob; el Profeta suscitado por Dios, como Moisés; el Conquistador, hijo de David; pacífico como Salomón; cuyo imperio significa la paz; cuyo nombre es Dios con nosotros; cuya madre debe ser una virgen; cuya patria es Belén; cuyos enviados deben recorrer el mundo, pasando hasta a las islas remotas para anunciar el reino de los cielos: el Mesías, en fin, va a aparecer. Ya su estrella, anunciada por Balaam, ha sido distinguida por los Magos del Oriente. ¡Venid, Hijo de los patriarcas, Heredero de los reyes de Judá, Esperanza de los justos, verdadero Cordero de los sacrificios, Arca de alianza inmortal; realizad todas las figuras; cumplid todas las promesas; consumad el mundo en la unidad! El Antiguo Testamento, con su séquito de esperanzas seculares rodea vuestra cuna. La humanidad encorvada bajo el yugo del error, sentada en la sombra de cuatro mil años, espera vuestra luz, Estremécese como el ciervo sediento que suspira por las aguas de las fuentes y ansía sumergirse en los manantiales de aguas vivas, abiertos por el Salvador y que saltan hasta la vida eterna. [33]


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