DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § I. La Buena Nueva



§ II. El Evangelio del Racionalismo

15. Fuerza nos es entrar aquí, no sin una dolorosa emoción y una piedad profunda en el orden completo de argumentación que nos impone un esfuerzo reciente de la exégesis racionalista. Se han distribuido tan moderada y tan delicadamente, por un temperamento divino, todas las luces del Verbo encarnado, todas las maravillas del Evangelio, en su radiación por el mundo, que solicitan la fe sin violentarla. El respeto con que trató Dios, en su primera revelación, el libre albedrío del hombre, se encuentra más admirablemente aún, en la manifestación cristiana. El Verbo se hizo carne, y pudo ser desconocido del hombre: este es a nuestro juicio, un nuevo e incontestable milagro, en tal serie de prodigios. Porque, en fin, si gravita necesariamente el sistema planetario alrededor de nuestro sol ¿se comprende que el sol de las inteligencias, el Verbo de Dios, haya podido descender a las profundidades de nuestras tinieblas humanas, sin que fuera absorbida toda oscuridad por su inmenso brillo? Y no obstante, si fuera así, si no fuese libre la adhesión, si no quedase la inteligencia dueña de aceptar o de rechazar la luz, hubiera sido subyugado el hombre por una ley fatal, y habrían desaparecido la responsabilidad y el mérito de sus actos. He aquí por qué, en el plan divino de la Encarnación, se eclipsa el esplendor del Verbo, como temeroso de verificar una invasión excesiva. He aquí por qué subsiste siempre el milagro permanente del Evangelio, ante una negación perpetua. Jesucristo podía nacer y continuar viviendo entre los hombres, en tales condiciones y bajo tal forma, que estando el Dios presente en todas partes y siendo reconocido por do quiera, hubiese aplanado la conciencia humana bajo el rayo de su gloria. La vista clara reemplazaría a la fe; la actividad de las inteligencias se extinguiría en una contemplación inerte; no tendría ya nada que conquistar el hombre; él sería el conquistado, pero al mismo tiempo, sería anulado. Figurémonos, en esta hipótesis, a un escritor meditando enseñar al mundo que Jesucristo no es Dios. Antes aún de que se hubiera formulado claramente la negación en la mente del autor, habría anonadado al audaz la visión divina, con su formidable aparato, y herido con el rayo la rebelión en su nacimiento. Pero el Dios que quiso nacer en un establo y morir en [57] una cruz, velando su majestad con las mantillas de la infancia y la ignominia del suplicio, no cesó y no cesará, hasta la consumación de los siglos, de ser un signo de contradicción, levantado para la ruina o la resurrección voluntaria de la muchedumbre. Si nace cada día en las almas santas, muere cada día bajo la mano de los verdugos, repitiendo su divina oración: «¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!» ¿Tendremos, pues, valor para oír las escépticas negaciones que vienen a levantarse contra el Dios del Calvario? Es sensible, sin duda alguna, encontrar a cada página de la narración evangélica, señales de estas manchas modernas, y no obstante, en la situación en que nos hallamos, no hay en esto nada nuevo. Tomando San Pedro la palabra al salir del cenáculo, dijo a las turbas: «¡Hombres de Israel, ha resucitado el Jesús a quien disteis muerte por mano de los impíos, y es vuestro Dios!» Nuestro lenguaje será algo análogo a estas palabras: ¡Hombres del siglo XIX, diremos, el Jesús cuya divinidad creéis haber aniquilado, está vivo, es vuestro Dios! Para probarlo, no necesitaremos otros testigos que vosotros mismos. Vamos juntos a visitar el sepulcro donde le habéis enterrado. Abramos el Evangelio de los racionalistas.

16. «Jesús, dicen ellos, nació en Nazareth, pequeña ciudad de Galilea, que no tuvo anteriormente celebridad alguna. Ignórase el origen de su familia. Solo se sabe que su padre Josef y su madre María, eran gentes de mediana condición, que vivían con su trabajo, en ese estado tan común en Oriente, que no revela desahogo ni miseria. Era el hijo mayor de una familia numerosa, pero fue siempre detestado por sus hermanos y hermanas, y él les correspondió lo mismo. Aprendió a leer y a escribir, pero no supo nunca el hebreo, ni el griego, ni el latín. Nacido en el seno del judaísmo, desconoció las diversas escuelas judías. No tuvo idea ninguna del poder romano, ni del estado general del mundo, y sólo llegó a sus oídos el nombre de César. Juzgaba las cortes de los reyes como lugares donde van bien vestidas las gentes. Era un joven aldeano que veía el mundo al través del prisma de su candidez. Pero estaba en rebelión abierta contra la autoridad paterna; era duro con su madre y con su familia, y hollaba con los pies todo lo que es propio del hombre, la sangre, el amor, la patria. Era carpintero como su padre; creía en el diablo; pero a los treinta años, no sabía aún el secreto de su destino. No obstante, exhalábase de su persona un encanto [58] infinito, y tenía sin duda una de esas arrebatadoras figuras que aparecen algunas veces en la raza judía. Una especie de yogui de la India, bastante parecido a los gurus del Bramismo, un cierto Iohanan o Juan, vestido de pieles o telas de pelo de camello, manteniéndose con langostas y con miel silvestre en el desierto, en compañía de los chacales, se puso a bautizar en las riberas del Jordán, a donde acudía la multitud, creyéndose trasladada a las orillas del Ganges. Jesús llegó también, y fue bautizado. El asceta y él compitieron en público en deferencias y consideraciones recíprocas. Aquello fue para Jesús un rayo de luz, bautizó también, siendo su bautismo muy solicitado. Sin embargo, esta influencia fue para Jesús más molesta que útil, pues le arrastraba a una desviación sensible, que fue por fortuna de corta duración. Juan fue arrestado de orden del Tetrarca Antipas, y Jesús se retiró cuarenta días al desierto, sin más compañía que la de las fieras.»

17. «De allí salió convertido en un fogoso revolucionario y anarquista, tal como podía serlo un hombre que no tenía idea alguna del gobierno civil, que anunciaba a sus discípulos reyertas con la policía, sin pensar un momento que esto causa rubor, intentando realizar en la tierra un ideal quimérico, un reino fantástico de Dios, que era en realidad el advenimiento de los pobres, el aniquilamiento de la riqueza y del poder. Jesús recorrió la Galilea con una docena de pescadores y algunas mujeres, que se disputaban el placer de oírle y de cuidarle alternativamente; entre otras, María Magdalena, mujer muy exaltada, afectada de enfermedades nerviosas, organización agitada que calmó Jesús con su dulce y pura belleza, y que gustaba de ella a causa de su humildad. Admirábasele; mimábasele; comprendíase que hablaba bien, y que eran convincentes sus razones. Aquellos buenos Galileos no habían oído jamás un lenguaje tan adaptado a su risueña imaginación. No esquivaba el regocijo y asistía de buena voluntad a los festejos nupciales. Así es que hizo uno de sus milagros para amenizar una boda de aldea. Recreábale el balancear de las lámparas que pasean los paraninfos por la noche en Oriente, y que producían un efecto sumamente agradable. Expresábase sin cesar su dulce alegría por medio de reflexiones vivas y de amables chistes. Tenía particularmente ingenio para usar con gracia juegos de palabras. Adorábanle las mujeres y los niños, tributándole pequeñas ovaciones, con las que se complacía en extremo, [59] y títulos que no se hubiera atrevido a darse él mismo. Era su vida una fiesta perpétua, un escándalo para los austeros discípulos de Juan, un ultraje sangriento para los hombres que hacían profesión de gravedad y de una moral rígida. Afectaba rodearse de gentes de vida equívoca y de poca consideración, arriesgándose a encontrarse con mala sociedad en casas de mala fama. No se cuidaba de ayunos, contentándose con rezar, o más bien, meditar en las montañas. Nadie ha hecho menos vida sacerdotal que la que hizo Jesús, sin práctica alguna religiosa, al paso que mostraba un profundo horror a los devotos. Como principio social, profesaba el comunismo con sus accesorios; el odio hacia el rico que se regala, mientras otros sufren privaciones a su puerta, y la destrucción de la propiedad. La primer condición para ser discípulo de Jesús, era vender su fortuna y dar su precio a los pobres, es decir, a la comunidad, de que era Jesús jefe. No tardaron en conocerse los inconvenientes de este régimen; pues siendo preciso un tesorero, se eligió a Judas Iscariote, el cual fue acusado, con razón o sin ella, de robar la caja. Este por menor insignificante no estorbó por entonces el buen éxito de Jesús. Mortificaban al joven demócrata especialmente los honores que se tributaban a la persona de los soberanos, lo que no impedía que se viese tentado a serlo, pero salvole de este error su buen natural. Por lo demás, su doctrina no tenía nada precisamente nuevo. Sin teología alguna, sin símbolo, sin ningún rastro de moral aplicada, ni de derecho canónico, por poco definido que fuera. Sus perpetuas afirmaciones de sí mismo eran algún tanto cansadas y fastidiosas. Rebuscaba las palabras ambiguas o los equívocos y los prolongaba de propósito. Sin embargo, se citan de él dos palabras notables: «Dad al César lo que es del César» dicho profundo, de un espiritualismo y de una exactitud maravillosa, que estableció la separación de lo espiritual y de lo temporal, y puso las bases del verdadero liberalismo y de la civilización verdadera. Sin embargo, no debe disimularse que tenía peligros semejante doctrina. Establecer por principio que la señal para reconocer el poder legítimo, es la moneda; proclamar que el hombre perfecto paga el impuesto por desdén y sin reflexión, es favorecer toda clase de tiranías. El cristianismo ha contribuido mucho en este sentido, a debilitar el sentimiento del ciudadano y a entregar el mundo al poder absoluto de los hechos consumados. La otra palabra notable de Jesús es esta: «Ha llegado [60] la hora en que los verdaderos creyentes adoraran al Padre en espíritu y en verdad.» El día en que pronunció esta palabra, fue verdaderamente hijo de Dios; dijo por la vez primera la palabra en que descansara el edificio de la religión eterna. El hombre no ha podido sostenerse en ella porque sólo se llega a lo ideal un momento. Además de estas dos palabras sublimes, enriqueció Jesús la literatura judaica con un género delicioso, hasta entonces sin precedente; la parábola, en que sobresalía y que él creó. No obstante, existía este género en Israel, desde el tiempo de los Jueces, y por otra parte, se halla en los libros búdicos parábolas exactamente del mismo tono y de la misma forma que las parábolas evangélicas. No se cansaba la multitud de oír a Jesús, siguiéndole hasta al desierto, donde, gracias a una frugalidad extrema, la santa comitiva podía vivir; creyose naturalmente ver en ello un milagro; pero Jesús no los hizo nunca. Sin embargo, creía en los milagros, porque no tenía la menor idea de un orden natural, regulado por leyes. También era un exorcista experimentado en todos los secretos del arte, algún tanto hechicero, un poco magnetizador, algo spirita 106. Por lo demás, se le impuso su reputación de taumaturgo, a lo que no se resistió mucho, si bien no hizo nada para coadyuvar a ella; pero experimentaba la vanidad de la opinión sobre este particular. En la vida de Jesús ocupan un gran lugar los actos de ilusión y de locura.»

18. «Después de sus excursiones idílicas por Galilea, donde se servía de una mula, cabalgadura en Oriente, tan segura y tan buena, cuyos grandes ojos negros, sombreados por largas cejas, tienen suma dulzura, se fue a Jerusalén el joven demócrata. Allí perdió su alegría, su reposo y todos sus triunfos precedentes. Provinciano, admirado de sus conciudadanos, fue mal acogido de la aristocracia de la capital. Desde entonces se lanzó en una política exaltada, y fundó la escuela del desdén trascendental. Abolirase la ley de Moisés, y él es quien la abolirá. Vendrá el Mesías, y él es el Mesías. Lo que hubiera sido en otros un orgullo insoportable, no debe considerarse en él como un atentado. Llámase en voz alta el Hijo de Dios; pero esto es un equívoco, que además, le costará la vida. En su poética concepción de la naturaleza, penetra un solo soplo el universo. El soplo del hombre es el de Dios: Dios habita en el hombre [61] y vive por el hombre, así como el hombre habita en Dios y vive por Dios. Así, pues, Jesús era panteísta, pero sin saberlo; porque aquí no hay que pedir lógica ni consecuencia. Jamás tuvo Jesús noción clara de su personalidad. La necesidad que tenía de crédito y el entusiasmo de sus discípulos acumulaban las nociones más contradictorias. Obrase sobre la humanidad por medio de ficciones. Por ejemplo: cuando murió Jesús, la forma, bajo la cual se apareció a la piadosa memoria de sus discípulos, fue la de un banquete místico, en el que tenía él mismo el pan, lo bendecía, lo partía, y lo presentaba a los convidados. Es probable que fuera este un hábito de su vida, y que en aquel momento estuviese particularmente amable y enternecido. Las comidas habían llegado a ser para la comunidad naciente, para la regocijada y vagabunda comitiva, uno de los momentos más agradables. Pues bien, Jesús era muy idealista en sus concepciones, al paso que muy materialista en la expresión. Queriendo expresar el pensamiento de que el creyente vive solo de él, decía a sus discípulos: «Yo soy vuestro alimento,» frase que expresada en estilo figurado, venía a decir: «Mi carne es vuestra carne, mi sangre es vuestra bebida.» Jamás sospecharon los discípulos esta sutileza. Después de haber vivido con él por años consecutivos, le vieron siempre teniendo el pan, después el cáliz en sus santas y venerables manos, y ofreciéndose él mismo a ellos. Así es que a él fue a quien comieron y bebieron. Jesús no será responsable de ello, pero lo cierto es, que en el último período de su vida, traspasó toda clase de límites 107.» [62]

19. «Sus discursos estaban animados de un ardor extraño. Era sumamente rígido para los suyos, no admitiendo contemporizaciones. Sus exigencias eran ilimitadas; y llegaba en sus ímpetus hasta a [63] suprimir la carne. Gigante sombrío, despreciando los sanos límites de la naturaleza, quería que sólo se existiera para él, que sólo a él se amase. Atrevíase a decir: «Si alguno quiere ser mi discípulo, que [64] renuncie a sí mismo, y me siga.» Era como un fuego devorando la vida en su raíz, y reduciéndolo todo a un horrible desierto. Arrastrado por esta espantosa progresión de entusiasmo, requerido por [65] las necesidades de una predicación más y más exaltada, no era ya libre, sino esclavo de su papel. A veces parecía turbarse su razón, y hubo momentos en que le creyeron loco sus discípulos; aunque sus [66] enemigos le declararon solamente poseído. Agriábase ante la incredulidad menos agresiva. Su mal humor contra toda resistencia, arrastrábale a hechos inexplicables y absurdos. La pasión que se hallaba en el fondo de su carácter le impulsaba a las más fuertes invectivas. Era insostenible su lucha en nombre de lo ideal contra la realidad. Irritábale todo obstáculo. Exagerábase su noción de Hijo de Dios, y le causaba vértigos; tentación da de creer que viendo en su propia [67] muerte, un medio de fundar su reino, concibió, de propósito deliberado, el designio de hacerse matar. Deslizábanse sus días en acres disputas en medio de fastidiosas controversias, para, las cuales su grande elevación moral le creaba una especie de inferioridad. Y en efecto, juzgada su argumentación, según las reglas de la lógica aristotélica, es muy débil. Pero se vengaba por medio de cáusticos sarcasmos: sus malignas provocaciones iban siempre derechas al corazón, quedando dentro de él la herida como un estigma eterno. Obras maestras de elevada sátira, se han grabado sus dardos en líneas de fuego en la carne del hipócrita y del falso devoto. Sólo un Dios puede matar de esta suerte. Moliere no hace más que rozar la epidermis; mas éste hace penetrar hasta la médula de los huesos el fuego y la rabia. Era en verdad justo que este gran maestro de ironía pagase con la vida su triunfo. A pesar de la aprobación del mendigo Bartimeo, que le causó un día un gran placer, llamándole obstinadamente Hijo de David, concluían comúnmente las irritantes discusiones que suscitaba Jesús en borrascas. Su mal humor contra el Templo, que había detestado siempre, le inspiró una imprudente palabra, que figuró entre los considerandos de su sentencia de muerte. Arrojábanle piedras los Fariseos, en lo cual no hacían más que ejecutar un artículo de la ley, que mandaba lapidar, sin oírle, a un profeta, aunque fuese taumaturgo, que desviara al pueblo del antiguo culto. Era tiempo de que viniera la muerte a desenlazar una situación excesivamente tirante.»

20. «Desesperado, hostigado, no perteneciéndose a sí mismo, se prestó Jesús a una ficción que debía convencer a los Jerosolimitanos incrédulos, o llevarle a él mismo al suplicio. Su amigo Lázaro fue inducido, casi sin notario, a prestarse al hecho importante que se meditaba. Hízose, pues, ceñir de ligaduras como un muerto, y encerrarse en un sepulcro de familia. Al cabo de cuatro días vino Jesús, y el muerto fingido se levantó al acercarse a él. Esta aparición [68] debió considerarse naturalmente por todo el mundo como una resurrección. Pero se irritaron sumamente los enemigos de Jesús por la fama que se divulgó de este milagro. Congregose entonces un consejo por los jefes de los sacerdotes, y se planteó rotundamente la cuestión sobre si podían vivir juntos Jesús y el judaísmo. Fijar la cuestión era resolverla. Todo se verificó con la mayor legalidad, presidiendo a todas las medidas un gran sentimiento de orden y de policía conservadora. El desgraciado Judas Iscariote vendió a su Maestro, no por avaricia, sino por un sentimiento de economía propio de un cajero que sabe sacrificar a un patrón disipador en beneficio de la caja. En este hecho hubo más torpeza que perversidad; pensando tal vez Judas que Jesús sabría librarse de aquel trance. Retirado más adelante el traidor apóstol a su campo de Hakeldama, llevó tal vez una vida tranquila y oscura, mientras recorrían el mundo sus antiguos amigos, divulgando por él la noticia de su infamia. Todos los actos de Pilatos que conocemos nos le muestran como un buen administrador. Anas y Caifas eran figuras venerables, quizás algún tanto demasiado sacerdotales. Antipas un príncipe indolente a quien trataba de cobarde la celosa Herodías, su mujer. Por lo demás, todas gentes muy honradas que condenaron unánimes a Jesús a muerte, cual era su deber con aplauso de los judíos; pues estaba terminante la ley en cuyo cumplimiento fue clavado Jesús en la cruz. Todos sus discípulos le habían abandonado, si bien Juan se lisonjea más adelante de un valor que no tuvo. Tampoco consoló la presencia de su madre la agonía del ajusticiado. La suma elevación de Jesús rechazaba toda ternura personal. Todo induce a creer que le ocasionó al cabo de tres horas una muerte súbita la ruptura de un vaso del corazón. Algunos momentos antes de rendir su alma, tenía la voz fuerte. Súbitamente lanzó un grito terrible, reclinó la cabeza sobre su pecho y espiró. Jesucristo tenía entonces treinta y tres años. Su vida termina para el historiador con su último suspiro. Sin embargo, sabido es que, desprendido su cuerpo de la cruz, fue depositado apresuradamente en una cueva, cuya puerta se cerró con una piedra muy difícil de manejar, con ánimo de volver a darle una sepultura perpetua. Mas siendo el día siguiente sábado, se aplazó este trabajo para el otro día; pero cuando volvieron, se había quitado la piedra de la abertura, no estando ya el cuerpo en el sitio en que se había puesto. ¿Se lo habían llevado, o bien ocasionó, después [69] del suceso, el entusiasmo siempre crédulo las varias relaciones con que se trató de crear la fe en la resurrección? Esto es lo que ignoraremos perpetuamente por falta de documentos contradictorios. No obstante, puede decirse que la viva imaginación de María Magdalena representó en esta circunstancia un papel capital: ¡Poder divino del amor! ¡Momentos sagrados en que la pasión de una alucinada dio al mundo un Dios resucitado 108!»

21. ¡He aquí vuestro Jesús! Meditándolo bien, os parece imposible llegar hasta creer que fue un Dios. Tenéis razón. Sólo a un racionalista podía ocurrírsele la idea de prosternarse ante semejante figura. ¡Qué Dios había de hacer vuestro provinciano Galileo sin saber el hebreo, el griego ni el latín, «sin conocer ni el judaísmo» en el seno del cual había nacido, «ni la civilización romana,» a la cual pagó no obstante tributo, «ni el estado general del mundo; sin la menor noción de un gobierno civil, o de un orden natural regulado por leyes; no teniendo ni aún idea clara de su personalidad» más ignorante que el último desertor de colegio y mucho menos atrevido que éste, pues que «¡creía en el diablo!» ¿Quién había de querer adorar este interesante carácter «en rebelión contra la autoridad paterna, duro para con su familia, sin amor a su madre, sin entrañas para su patria, despreciando los sanos límites de la naturaleza, egoísta hasta el punto de querer que solo se existiese para él, irascible hasta la demencia, gigante sombrío a quien se creía loco?» Lejos de ser un Dios, apenas alcanza la medida del héroe más pequeño de la democracia. ¡Linda rareza, en efecto, la historia de este comunista delicado, recorriendo la Galilea en una mula de ojos negros; tronando contra los ricos, y comiéndose predilectamente sus manjares; humillado con los honores que se tributan a los soberanos, y buscando para sí mismo sus ovaciones y sus títulos; soñando la destrucción de la propiedad, con la condición de que se echara su precio en su caja! ¡Y no obstante, es preciso reconocer que hacéis ver con toda claridad ciertos rasgos más particularmente luminosos de su fisonomía: un odio mortal contra los devotos; un amor propio, llevado hasta el delirio, y solícito en evitar todo lo que se pareciese al sacerdocio; y una decidida antipatía contra el Templo! Pero ¿es verdaderamente difícil hallar reunidas en un hombre, con [70] la determinación clara y positiva de no ser en manera alguna sacerdote, la voluntad perseverante de odiar a los devotos, y la energía de no amar sino a sí mismo, y de detestar los templos? ¿Merece esto una estatua? Os complacéis en realzar esta chabacana figura, dispensándole el honor de un proyecto de suicidio que no tuvo efecto. Este proyecto podrá granjearle las simpatías de algunas almas enfermizas; pero afortunadamente vuestro personaje se detiene en la tentación sin pasar jamás de ella. Tentado de trastornar el mundo, no trastorna nada; tentado de curar los enfermos o de resucitar los muertos, no cura y no resucita a nadie; tentado de hacerse rey, de hacerse llamar hijo de David; tentado sin más éxito de crear la Parábola, lo cual hubiera podido por lo menos hacerle esperar un sitio entre nuestros inmortales tentado de una reputación a la Moliere, sin poder, crear como Moliere a Tartufe. Nunca animó a aquel pecho un soplo de vida: vuestro Jesús no es ni siquiera un hombre, porque el hombre más vulgar hubiera hecho algo en treinta y tres años de existencia, y vuestro Jesús no ha hecho nada, ni ha fundado nada, ni ha instituido nada; ni el bautismo que tomó de Juan y del que se disgustó muy pronto; ni la Eucaristía; ni la Iglesia, que introdujeron sus discípulos después fuera de tiempo. Fantasma negativa, pasa, como un cadáver cubierto de ligaduras, al centro vivo de la historia judía, donde queréis introducirle. Da lástima ver el trabajoso artificio con que intentáis hacer verosímiles las borrascas que pudo suscitar a su alrededor un personaje tan completamente nulo. Os habéis visto obligado, por la ley de la novela, a hacer de él un loco; pero en Jerusalén no se mataba a los locos, ni aún se les encerraba, como entre nosotros, contentándose con dejar que se pasearan por la campiña con sus inofensivas ilusiones. ¿Valía la pena de molestar al tribunal de Pilatos; de recorrer todas las jurisdicciones desde Anás y Caifás hasta Antipas; de poner sobre las armas toda la guarnición romana, y de sublevar la población de una ciudad entera, por causa de un alucinado, sumamente apacible, a quien el primero que pasase podía volver a llevar a su patria Galilea? ¡Vuestro Jesús no es ni Dios, ni héroe, ni hombre; no es nada, ni siquiera un personaje de novela aceptable!

22. Y ahora he aquí el milagro. Ante esta nada, en presencia de esta nada que habéis tenido la audacia de revestir con un nombre divino, os halláis sobrecogido de espanto; y se nos ofrece el espectáculo [71] de un racionalista, enemigo de lo sobrenatural, y que no sabe ver nada mas allá de la realidad sensible, guardando con celoso cuidado la dignidad que pertenece al hombre, desde el día en que éste se distinguió del animal; nos es dado contemplar a este racionalista prosternado con ambas rodillas y dirigiendo a su fantasma de Jesús una invocación idolátrica. «¡Descansa ahora en tu gloria, noble iniciador! exclama. Tu obra está acabada, y fundada tu divinidad. No temas ya ver derruirse por una falta el edificio de tus esfuerzos. Libre de hoy en adelante de los ataques de la fragilidad, asistirás de lo alto de la paz divina a las consecuencias infinitas de tus actos. Has comprado la inmortalidad a costa de algunas horas de padecimiento que no han afectado siquiera a tu grande alma. El mundo va a realzarse por ti, por miles de años. Mil veces más vivo, mil veces más amado después de tu muerte, que durante los días de tu tránsito por la tierra, llegarás a ser hasta tal punto la piedra angular de la humanidad, que arrancar tu nombre de este mundo sería conmoverle hasta en sus cimientos. No se hará ya distinción alguna entre ti y Dios. Completamente vencedor de la muerte, toma posesión de tu reino, donde te seguirán siglos de adoración por el camino real que has trazado 109” Tal es la conclusión del Evangelio racionalista. ¡Despojado así de todo esplendor divino, de toda verdad histórica, de toda verosimilitud posible, y por el contrario, envuelto con un manto irrisorio, encubierto con el disfraz más miserable, más odioso y absurdo, el nombre de Jesús acaba de obrar este prodigio a la faz del mundo! El racionalismo moderno que niega todos los milagros, no podía negar este, aun auxiliado por una comisión de químicos.

23. Después de haber explorado el interior del sepulcro donde se pretendía sepultar a Jesús, veamos si realmente es «difícil de manejar» la piedra con que quería cerrarse su entrada. El peñasco filológico y científico llevado a la puerta del nuevo monumento, ¿es de yeso o de granito? Veámoslo. Toda la argumentación del nuevo exégeta puede reducirse a las siguientes fórmulas: «Jamás pensó Jesús en creerse Dios: y en manera alguna pensaron sus discípulos en darle tal título. Atribuyose a su memoria la divinidad retrospectivamente, por una leyenda popular, fruto de la imaginación enternecida [72] de la muchedumbre 110. Obra de curiosidad y hasta cierto punto de buena fe, estableciose esta leyenda a fines del siglo I sobre un [73] bosquejo primitivo que dejaron en verdad los apóstoles, pero tan malamente alterado por un trabajo de segunda mano, que es absolutamente imposible reconocer la huella original y separarle de las supersticiones con que se le sofocó. Así, tales como poseemos los Evangelios, pueden a lo más presentarnos las líneas generales de la vida de Jesús, pero no pueden tener el menor valor histórico. Sobre este punto poseemos un testimonio capital, de la primer mitad del siglo II. Es de Papías, obispo de Hierápolis, hombre grave, hombre de tradición, que tuvo cuidado toda su vida de recoger lo que pudo indagarse sobre la persona de Jesús. Después de haber declarado que prefiere, en semejante materia, la tradición oral a los libros, menciona Papías dos escritos sobre los actos y las palabras de Cristo. 1º. un escrito de Marcos, intérprete del apóstol Pedro; escrito corto, incompleto, que no sigue el orden cronológico, comprendiendo relatos y discursos (lexqe/nta h)/ praxqe/nta 111), compuesto según las noticias y los recuerdos del apóstol Pedro; 2.º una colección de sentencias ( / 112) escrita en hebreo por Mateo, y que cada cual tradujo lo mejor que pudo. No es sostenible que estas dos obras, tales como las leemos, sean absolutamente semejantes a las que leía Papías; primeramente, porque el escrito de Mateo se componía tan solo de discursos en hebreo del cual circulaban traducciones bastante distintas, y en segundo lugar, porque para Papías eran enteramente distintos el escrito [74] de Marcos y el de Mateo, redactados sin concierto alguno, y al parecer en distintos idiomas 113. Pues bien, en el estado actual de los textos, el Evangelio según Mateo, y el Evangelio según Marcos, [75] ofrecen partes paralelas tan largas y tan perfectamente idénticas, que es preciso suponer o que el redactor definitivo del primero tuvo el segundo a la vista, o que el redactor definitivo del segundo tuvo el primero, o que ambos copiaron el mismo prototipo 114. Esto prueba perfectamente que no conservamos, respecto de Mateo ni de Marcos, las redacciones originales. Nuestros dos primeros Evangelios son ya solo arreglos o coordinaciones de éstas. Cada cual deseaba, en efecto, poseer un ejemplar completo. El que sólo tenía en su ejemplar discursos, quería tener relatos, y recíprocamente 115. Por eso se ve que el Evangelio según Mateo ha reunido casi todas las anécdotas del de Marcos, y el Evangelio según Marcos contiene en el día una multitud de pasajes o rasgos provenientes de los Logia de Mateo 116.» En cuanto a la obra de Lucas, - es todavía mucho mas, débil su valor histórico. Lucas tuvo probablemente a la vista la colección biográfica de Marcos y los Logia de Mateo; pero procede respecto de ellas con suma libertad; pues unas veces refunde dos anécdotas [76] o dos parábolas en una sola, otras descompone o divide una para distribuirla en dos 117. Es, pues, este Evangelio un documento de segunda mano 118.-El cuarto Evangelio, el de Juan, nos presenta [77] un bosquejo de la vida de Jesús, que se diferencia singularmente del de los Sinópticos, puesto que pone en boca de Jesús discursos cuyo tono, estilo, giro y doctrinas no se parecen en nada a los Logia referidos por los Sinópticos 119. En él se despliega todo un nuevo [78] lenguaje místico, lenguaje de que no tienen la menor idea los Sinópticos (mundo, verdad, vida, luz, tinieblas). Si hubiera hablado alguna vez Jesús en este estilo, que no tiene nada del estilo hebreo, ni del judío, ni del talmúdico, ¿cómo hubiera guardado tan bien este secreto ni uno solo de sus oyentes 120? «Es, pues, claro que los [79] Evangelios, tales como han llegado hasta nosotros, no son los Evangelios primitivos.» Puede, pues, y debe desecharse sus leyendas, y considerar sus textos como un monumento de una cándida credulidad, que desfiguró completamente el Jesús histórico, hasta el día en que nos lo restituyó la exégesis racionalista tan felizmente 121. [80]

24. ¡Qué roca ha caído sobre el sepulcro de Jesús con esos terribles Logia de Mateo, incrustados en las anécdotas de Marcos, reproducidos por Lucas y despreciados u omitidos por Juan! ¿Cómo [81] resistir a la evidencia de «un testimonio capital de la primera mitad del siglo II, rendido por un hombre grave, por un hombre de tradición, [82] que cuidó toda su vida de recoger lo que se podía indagar sobre la persona de Jesús, y que declaró que prefería en semejante [83] materia la tradición oral a los libros?» El crítico no ha dicho siquiera, al hacer este elogio tan explícito, lo que podía realzar más el valor [84] del testimonio que invoca. Si hubiere abierto el Martirologio, hubiera visto que la Iglesia tributa culto público a la memoria de San Papías, obispo de Hierápolis, contemporáneo y amigo de [85] San Policarpo 122. Si hubiera interrogado el código CCXXXII del Myriobiblon de Focio, hubiera descubierto que se honra en él a San Papías, obispo de Hierápolis, con el título de mártir 123. Finalmente, los Bollandistas que el crítico se vanagloriaba en otra época de haber leído 124, y que parece haber olvidado después demasiado, le hubieran traído a la memoria que San Papías, obispo de Hierápolis, encarcelado primero con Onésimo, discípulo de San Pablo, fue desterrado posteriormente por su fe en la divinidad de Jesucristo 125. ¡Por mi parte creería siempre en verdad a testigos dispuestos a sellar su declaración con su sangre! Pues bien, San Papías, varón grave, que recogió en el año 105 de la Era cristiana todo lo que se podía saber de la persona de Jesucristo, se expone a la muerte, confesando la divinidad de Jesús en el tribunal del prefecto de Roma, Tertullo 126. [86]

Esto es muy diferente, fuerza es confesarlo, de la doctrina que se le atribuye. O San Papías no sabía lo que escribía, o el literato racionalista no ha comprendido lo que escribía San Papías. No es posible otra alternativa. Pero ¿cómo suponer que un profesor de hebreo, miembro del Instituto, filólogo emérito, no haya sabido traducir quince líneas de griego sin incurrir en contrasentido? Y por otra parte, ¿cómo admitir que San Papías se hubiera dejado encarcelar, desterrar, matar quizá, por la divinidad de Jesucristo, en que no creía?

25. Si se reuniera una comisión de helenistas para examinar la nueva traducción de algunas líneas de San Papías, no encontraría en ella ciertamente un milagro de ciencia ni de exactitud, pero podría encontrar una interpretación de los famosos Logia de Mateo, bastante extraordinaria para indemnizarle de la falta de todo otro prodigio. «Logia, se dice, significa Colección de sentencias y nada más que esto.» Toda la tesis contra los Evangelios, y por consiguiente, toda la doctrina del racionalismo contra la divinidad de Jesucristo se apoya en esta traducción de una sola palabra, cuya importancia, según se ve, es capital. Si es falsa la traducción, son los Evangelios textos históricos y Jesucristo es Dios. A decir verdad, se han arriesgado eventualidades importantes sobre la interpretación de una sola palabra. Jamás hubiera cometido el más frívolo de los antiguos heresiarcas semejante falta; ni hubiera consentido en exponerse tan de ligero a semejante azar. Valía, pues, la tesis la pena de fijarla con más solidez. Bajo el punto de vista de la controversia hostil, se ha sabido a veces fijarla mejor y mostrarse más temible; pero en fin, nuestro siglo habrá dado la medida de lo que alcanza en la polémica anticristiana. Esta medida se halla consignada en el Evangelio racionalista, lo cual es tanto peor para nuestro siglo, pues la posteridad tendrá el derecho de reírse de ella, así como lo hace ya la docta Alemania por órgano de M. Ewald 127. Y es que el sentido de la célebre expresión «Logia» no se circunscribe [87] en manera alguna a la significación exclusivamente gramatical de: Colección de sentencias. Con esta palabra designan los autores apostólicos y sus inmediatos sucesores, ya la Sagrada Escritura en general, ya el Nuevo Testamento en particular. Así llama San Pablo a la Ley Antigua: los Logia de Dios 128. Así llama San Ireneo a los Evangelios: los Logia del Señor 129. Así Clemente de Alejandría les da el nombre de Logia de verdad 130, y designa toda la Sagrada Escritura con el término genérico de Lo/gion 131. Así llama Orígenes a los Evangelios Logia divinos 132. Así el mismo San Papías escribió tres libros titulados: Exposición de los Logia (Evangelios) del Señor. Como para prevenir el equívoco en que acaba de incurrir tan torpemente la filología, hablando San Papías del Evangelio de Marcos, de este Evangelio que sólo contiene anécdotas según el sistema del moderno exégeta, no encuentra dificultad alguna en designarlo con el título de lo/goi kuriakoi/ 133: Discursos del Señor; de suerte que da San Papías al Evangelio de Mateo, que, según se dice, sólo contiene sentencias, exactamente el mismo nombre que al Evangelio de Marcos, que, según se quiere, sólo contiene anécdotas 134. En vista de tales hechos, ¿a qué se reduce la distinción capital inventada por el nuevo traductor, y la antítesis triunfante que debería destruir la creencia en la narración evangélica, destruyendo por su base la fe en la divinidad de Jesucristo? Y si desease saber el racionalismo por qué se ha elevado la expresión de Logia en el estilo de los escritores apostólicos al nivel del término igualmente consagrado de Escrituras, Clemente de Alejandría le enseñaría, que habiéndonos manifestado el Logos, el Verbo de Dios, que sale de los esplendores del Padre más radiante que el sol, la verdad sobre la esencia divina, llegó a ser para nosotros el Logos por medio de su enseñanza y de sus milagros, la fuente de toda vida, de toda ciencia y de toda [88] luz 135.» Siendo así, la revelación de las Escrituras en general y la del Evangelio en particular debía llevar el nombre de su autor 136. El Logos, el Verbo divino, nos dio los Logia. Sin duda que esto se [89] parece mucho al In principio de Juan, hijo del Zebedeo; pero si no hay analogía alguna entre semejante doctrina y el In principio del [90] materialismo, no serían responsables de ello los apóstoles y los doctores de la Iglesia.

26. He aquí íntegro el texto de San Papías, el cual, el nuevo [91] exégeta siguiendo su constante costumbre en semejantes casos, se ha guardado bien de reproducir. En el libro III de la Historia eclesiástica de Eusebio, se titula el XXXIX y último capítulo: Obras de Papías 137. «Los libros de Papías ascienden al número de cinco, dice Eusebio, y se titulan: Exposición de los Logia (Evangelios) del Señor. Su autor se expresa así al principio: Se me agradecerá que trasmita la enseñanza que recibí de los Ancianos, cuya memoria he [92] conservado cuidadosamente, y cuya veracidad atestiguo. Me he atenido siempre, no como la muchedumbre, a los maestros que hablan más, sino a los que dicen la verdad; no a los que profesan doctrinas extrañas, sino a los que trasmiten la enseñanza propuesta a nuestra fe por el Señor, y que en su consecuencia procede de la Verdad misma. Cada vez que me acaecía encontrar algunos discípulos de los Apóstoles, me informaba ansiosamente de lo que habían enseñado sus maestros. ¿Qué decían habitualmente Andrés, Pedro, Felipe, Tomás, Santiago, Juan, Mateo, preguntaba? ¿Qué decían Aristión y Juan el Anciano, discípulos de Jesucristo? Así hablaba, creyendo sacar más fruto de la palabra de testigos que aún sobrevivían, que de la lectura de los libros.» Si hubiera recorrido el traductor racionalista este exordio de San Papías, se hubiera extrañado sin duda al oír a «un hombre grave,» a un «hombre de tradición,» a un testigo «de la primera mitad del siglo II,» identificar a Jesucristo con «la Verdad misma.» Felizmente para su buena fe, no ha leído el moderno exégeta este exordio, habiéndose limitado, según parece, a lo que sigue: «Papías, continúa el historiador Eusebio, comprueba en sus libros algunos relatos y algunas tradiciones concernientes a Nuestro Señor que supo por Aristión y Juan el Anciano. Bástame hacer esta indicación para los que deseen efectuar un estudio más profundo. Pero creo útil reproducir aquí las mismas palabras que consagra Papías al Evangelista San Marcos.- Juan el Anciano, refería, que Marcos, intérprete de Pedro, escribió exactamente todo cuanto supo por este último, y cuyo recuerdo conservó fielmente. De esta manera no pudo seguir el mismo orden en que habló y obró Cristo, puesto que él no oyó ni siguió al Señor, como discípulo; pero como ya he dicho, acompañaba a Pedro, el cual divulgaba su enseñanza según creía convenir al auditorio, sin tratar de seguir el orden de los Evangelios del Señor. Así no omitió nada Marcos, porque escribió siguiendo sus recuerdos y cuidando únicamente de no omitir nada de cuanto había oído, y de no mezclar en ello nada falso.- He aquí lo que dice Papías respecto de Marcos. En cuanto a Mateo, se expresa de esta suerte: -«Mateo escribió los Evangelios del Señor en lengua hebraica; teniendo, en su consecuencia, cada uno que traducirlos según podía 138.» Es decir, que [93] los fieles, griegos y latinos, que ignoraban la lengua hebraica, tuvieron que recurrir a traducciones para leer el Evangelio de San Mateo.

27. El lector tiene a la vista el testimonio de San Papías. Los Logia de Mateo corresponden según él a los Logoi de Marcos; no se nota la menor señal de la diferencia tan palpable que se señalaba entre los dos Evangelios, y es cosa de preguntarse por qué sutilísima intuición ha podido deducir el nuevo exégeta de las palabras de San Papías que «era corto e incompleto el escrito de Marcos,» puesto que no hay nada en el precioso texto del obispo de Hierápolis que autorice semejante inducción. Las pretendidas Anécdotas de Marcos, y la Colección de sentencias de Mateo, son, pues, invenciones gratuitas que jamás tuvo el honor de inventar San Papías, y cuyo descubrimiento se funda en un contrasentido enteramente moderno. Siendo esto así, ¿podéis autorizaros realmente para conferir al Evangelio de San Lucas un privilegio de nulidad histórica, acusándole de ser solamente una compilación de las Anécdotas de Marcos y de los Logia de Mateo? ¿No se halla suficientemente justificado San Juan de no haber conocido los famosos Logia, que jamás existieron sino en la imaginación obcecada del reciente exégeta? Pues qué ¿es esto cuanto han podido producir formal y grave contra la divinidad de Jesucristo, veinte siglos de negaciones, de dificultades y de sofismas, reunidas con infatigable perseverancia, acumuladas con todo el artificio de la habilidad moderna? ¿Habéis creído de buena fe que poniendo semejante piedra a la entrada de este sepulcro se impediría que resucitara tal muerto? Los Logia de Mateo, así como los Logoi de Marcos son el Evangelio de Jesucristo. San Papías habló como habla la Iglesia durante diez y ocho siglos: confesó la fe de Jesucristo en los tormentos, lo mismo que San Pedro, San Pablo y todos los mártires, hasta los misioneros que riegan hoy con su sangre las remotas comarcas de la Oceanía o de la India. Todo vuestro edificio viene a tierra; no hay Evangelio primitivo sobre el cual se haya ingerido una divinidad póstuma, fruto de la leyenda. El haz de los cuatro Evangelios canónicos permanece en su inviolable majestad, siéndonos ya permitido en el día repetir las palabras que escribió Orígenes en el año 210. «He aquí lo que me enseña la tradición, dijo este gran doctor, con ocasión de los cuatro Evangelios, únicos que se admiten como auténticos por [94] la Iglesia de Dios esparcida por todo el universo. El primero fue escrito por Mateo, que fue en un principio publicano, y que más adelante se hizo apóstol de Jesucristo. Lo compuso en hebreo para uso de los judíos convertidos a la fe. El segundo es el Evangelio según Marcos, quien lo redactó conforme a lo expuesto por Pedro en sus predicaciones, según atestigua Pedro en su Epístola católica: La Iglesia de Babilonia y Marcos, mi hijo, os envían la salutación de paz. El tercer Evangelio escrito por Lucas, para uso de los Gentiles, es elogiado por San Pablo. El cuarto Evangelio es el de Juan 139.»




DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § I. La Buena Nueva