DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § I. Visión de Zacarías



§ II. La Anunciación

6. «Seis meses después de estos sucesos, envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazareth, a una Virgen desposada con cierto varón de la casa de David, llamado Josef; y la Virgen se llamaba María. Y habiendo entrado el Ángel donde ella estaba, le dijo: Dios te salve; llena eres de gracia; el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres. Al oír estas palabras la Virgen se turbó, y púsose a considerar qué significaría esta salutación. Y el Ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Sábete que concebirás en tu seno y parirás un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Este será grande, y será llamado hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de su padre David, y reinará eternamente en la casa de Jacob; y su reino [114] no tendrá fin. Pero María dijo al Ángel. ¿Cómo ha de ser eso? porque yo no conozco varón 203. Y el Ángel le respondió: El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá (o fecundará) con su sombra, y así lo santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. Y sabe que tu parienta Isabel también ha concebido un hijo en su vejez, y la que se llamaba estéril, está ahora en el sexto mes. Porque nada hay imposible para Dios. Entonces dijo María: He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra. Y en seguida el Ángel desapareció 204.

7. La majestad del consejo divino en que se resolvió la Encarnación en los esplendores de la eternidad, requería, como un corolario conmovedor, el consejo virginal celebrado en la tierra en el corazón de María con un Ángel por confidente. Yen efecto, es imposible desconocer que el Ave María de Gabriel se dirige a una soberana. Jamás se recibió con formas de igual respeto, en las manifestaciones angélicas del Antiguo Testamento, el lenguaje de los enviados celestiales. Aquí se inclina primeramente el Ángel ante la Virgen de Nazareth, y la saluda: «Dios te salve.» En otras partes los mensajeros del Altísimo llevan la gracia a los mortales: aquí encuentra Gabriel la gracia divina en su plenitud; y así como se había prosternado en los cielos, ante la majestad del Omnipotente, que le daba su misión, se inclina en Nazareth ante una Virgen que ha llegado a ser el Tabernáculo donde reside Dios. «Dios te salve, llena eres de gracia, el Señor es contigo.» ¿Podrá expresar nunca palabra humana este inefable misterio? Al descender el Ángel de las esferas eternas, ha dejado el trono divino en la gloria; y encuentra en Nazareth el trono divino en la humilde virginidad. Jehovah en el cielo; el Señor en María: tales son los dos términos que reúne la misión del augusto embajador. Saluda, pues, a la «mujer bendita entre todas las mujeres;» salutación que después del Ave María de los coros angélicos, dirigida a la reina de los ángeles, es la salutación del género humano; la aclamación de los justos, de los patriarcas, de los profetas, que resume todas las esperanzas del mundo y las concentra en derredor de la «mujer bendita» que debe borrar la maldición de la mujer primera. ¿Cuarenta siglos de expectación, de votos, [115] de oraciones y de lágrimas; los ángeles y los hombres prosternados, con Gabriel ante la Virgen de Nazareth, atraen suficiente grandeza, gloria y majestad sobre la frente de la hija de David? No. La misma Trinidad divina trasmite a María una salutación más elevada que todo lo que se puede imaginar nunca. El Altísimo quiere descender a María: el Espíritu Santo quiere cubrirla con su sombra: el Hijo de Dios quiere nacer de ella y llamarla madre suya. El Ángel expone a la Virgen la resolución del consejo eterno, y aguarda, como si sometiera al consejo de María el voto de la Santísima Trinidad. Recogida en el silencio de su humildad, en el ardor de su adhesión, en la contemplación de un amor divino que quiere asociarse su amor virginal, para salvar al mundo, guarda silencio María; el Ángel espera, hasta que al fin sale de sus labios una palabra de asentimiento: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.» El consejo virginal ha ratificado los decretos del consejo eterno: desaparece el Ángel para llevar al Trono divino esta palabra que conmueve los cielos, salva la tierra, y arranca el cetro de las almas a las potestades infernales. Abismado el hombre en la contemplación de estas maravillas, cae arrodillado, y llora y suplica, y adora la misericordia eterna que ha creado prodigios de salvación para colmar el abismo de nuestras miserias. ¡No se me recuerde el nombre de estos desgraciados que han tenido la audacia de ultrajar el nombre virginal, en que fueron rehabilitadas sus madres, sus esposas y sus hermanas! ¡No quiero saber que han pretendido arrancar del Evangelio y atribuir a la impostura de un falsario, esta página divina, el verdadero decreto de la salvación del género humano! Las bendiciones del universo prosternado hace dos mil años a los pies de la Virgen de Nazareth, de la reina de los ángeles, de la Madre de Dios, convertida en Madre de los hombres; los milagros de gracia, de consuelo, de esperanza y de salvación, derramados a manos llenas por la poderosa intercesión de María; el rayo de su esplendor virginal, difundido, desde este momento, sobre la frente de todas las hijas de Eva, y haciendo brotar en la tierra maravillas de santidad, de caridad y gracia; tales son las voces, tal el séquito que queremos oír y evocar en torno de la soledad de Nazareth, donde dejó el Ángel a María! [116]





§ III. La Virgen Inmaculada

8. La humanidad repetirá hasta el fin de los siglos el Ave María de Gabriel, y a medida que lo medite más, encontrará nuevos encantos. ¿Cómo pueden, pues, privarse cristianos, por otra parte habituados a llamar al Evangelio la Palabra inefable de Dios, de la dicha de repetir en honor de María, la salutación que se le dirigió hace mil ochocientos años por el celestial mensajero? El protestantismo nos trata en esto de idólatras; pero la Iglesia católica no adora a María, sino que la invoca como madre de Dios; la honra, como criatura llena de gracias, bendita entre todas las mujeres, de la que nació el Hijo del Altísimo. Si esto es una idolatría, la hemos aprendido del mismo ángel Gabriel, y la leemos en la página primera del Evangelio. Hay en el sistemático silencio protestante respecto de la Virgen de Nazareth, un carácter limitado y nebuloso que espanta la fe y desconcierta la razón. No puede negarse que en la inmensa trasformación social verificada directamente por la luz evangélica, es uno de los hechos más patentes y más notables el de la rehabilitación de la mujer. Es imposible desconocer este hecho a no suprimir la historia. Pues bien, este grande hecho es ininteligible sin la acción y la influencia del culto de María. En la cadena de los acontecimientos que constituyen la historia, todo está ligado con nudos indisolubles. No es un fenómeno insignificante, arbitrario o irreflexivo el abatimiento de la mujer en las sociedades antiguas, y en todas las naciones extrañas actualmente a la revelación del Verbo encarnado; sino que al contrario, es un hecho constante, uniforme, regulado positivamente por los legisladores, y cuya razón de ser, gravada profundamente en la conciencia del género humano, se remonta a una condenación divina. Si se prescinde de la sentencia lanzada contra la mujer culpable en el umbral del Edén, no hay explicación posible para este extraño hecho. El sensualismo del mundo pagano, lejos de obrar en favor de la mujer, agrava su oprobio. Búsquese una razón filosófica de esta inferioridad persistente, durante los cuatro mil años que preceden a María: explíquese por qué adoraba el politeísmo a Venus en los templos, y por qué tenía a la mujer, a la esposa, a la madre de familia, por cosa más vil que la esclava. Y no obstante, esperaba el mundo una Virgen que abriera a [117] la tierra las puertas cerradas del cielo. Paralelo a este sistema de abatimiento inexorable, proseguido sin tregua durante cuarenta siglos por una mitad del género humano contra la otra; al lado de estos santuarios impuros donde se adoraba realmente a sí misma la depravación del hombre, y se pretendía elevar hasta el cielo el oprobio de la mujer; en sentido inverso de esta corriente de brutalismo sin freno y de ignominiosas apoteosis, se desarrolló en todos los pueblos, y se mantuvo en toda la serie de los tiempos, una tradición de salvación por la mujer. El pueblo romano esperaba a la Virgen que volvería a traer las llaves de la edad de oro. La misma esperanza ofrecen las teofanías indias. Los libros sagrados de los Bramas declaran que cuando se digna visitar un Dios al mundo, se encarna misteriosamente en el seno de una Virgen 205. La China tiene su flor de virginidad: Lien-Huha 206, semejante al Lotus egipcio que hace, al soplo de Dios, a Isis fecunda 207. Los Druidas esperan a la Virgen Madre 208. Todos estos resplandores diseminados de una creencia primitiva que se remonta al Edén, se concentran en la revelación judía, alrededor del Lis de Israel, del Vástago de Jessé, que producirá la flor celestial. Una mujer «quebrantará la cabeza de la serpiente. Una Virgen concebirá y parirá un hijo, que será Dios con nosotros.»

9. ¿Con qué derecho se atreven, al presente, a trastornar la historia del mundo antiguo, a hollar la evidencia de los hechos contemporáneos y a negar la conformidad de las tradiciones universales con la enseñanza evangélica, respecto de la influencia de una Virgen Madre? Solo es aquí nuevo, insólito y verdaderamente inadmisible la pretensión de trastornar todo lo pasado, de convertir lo presente en un enigma inexplicable, y de sustituir un contra-sentido a la clara y radiante manifestación de los siglos. La Virgen Madre es honrada [118] con un culto de esperanza durante los cuatro mil años que precedieron a su venida; y ¿queréis que permanezca olvidada, sin honor y sin culto por las generaciones que le deben su salvación, la Virgen de Nazareth, cuyo nombre es María, y cuyo Hijo, Jesucristo, redimió al mundo? Esto no es ni puede ser así. Ella misma, la humilde esclava del Señor, ha declarado, según veremos en breve, que todas las naciones la proclamarían bienaventurada. Interróguense a sí mismos nuestros hermanos extraviados en las heladas regiones del protestantismo, exentos de todo espíritu de partido, de toda idea preconcebida. Pregúntense lo que se hace entre ellos para realzar la gloria de la Virgen bendita. ¿Dónde están los testimonios de veneración, de respeto, de reconocimiento, que tributan a su memoria? Si ignorase el universo entero el nombre de María ¿sería el protestantismo quien disiparía este olvido, honraría este nombre y le colocaría en todos los labios como sinónimo de felicidad? No obstante el: Beatam me dicent omnes generationes, es realmente una de las palabras evangélicas que lee el protestantismo con nosotros en el texto sagrado. ¿Por qué permanece esta palabra infecunda y sin aplicación activa en el seno de la pretendida Reforma?

10. La verdad está exenta de estas contradicciones, incoherencias y antipatías sistemáticas. La Iglesia Católica, aquí, como siempre, guarda inviolablemente el depósito de la Palabra divina, y le conserva una fecundidad inmortal. La Virgen Inmaculada tiene altares en todos los puntos del mundo: no hay punto alguno en el espacio y en el tiempo, donde no se verifique al pie de la letra el oráculo virginal: Beatam me dicent omnes generationes. Además de la narración evangélica, ya tan explícita respecto de las magnificencias de María, ha conservado la Iglesia pormenores tradicionales sobre su historia. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Los Apóstoles conocieron personalmente a María; algunos eran parientes suyos: todos eran sus compatriotas. Cuando el Espíritu Santo descendió en el Cenáculo en forma de lenguas de fuego, se hallaba María con los doce Apóstoles, perseverando como ellos en la oración y la fracción del pan. Juan, el discípulo amadísimo, había recibido al pie de la cruz el divino legado de Jesucristo, que le confiaba a su Madre. Estos hechos son constantes y auténticos, puesto que se hallan consignados en el Evangelio. ¿Puede imaginarse, pues, que los parientes de María, los Apóstoles, todos los cuales sufrieron la persecución o [119] la muerte por el nombre de Jesús, ignorarán el origen y la historia de su madre? ¡Los cortesanos de Alejandro supieron la historia de Olimpias, y habrían desdeñado aprender los Apóstoles de Jesucristo la de María! ¡Habían de haber vivido con ella y como bajo su maternal dirección, después de la Ascensión gloriosa de su Maestro, sin haber recogido ningún relato de sus labios, sin haberla interrogado sobre un pasado que les era más querido que su propia vida! La sola enunciación de proposición semejante, demuestra indudablemente su falsedad. La Iglesia Católica, heredera de los Apóstoles, recibió, pues, de ellos un conjunto de tradiciones concernientes a la Virgen Inmaculada.

11. No ignoramos que el solo nombre de tradición, espanta al protestantismo; sin embargo, mas adelante se verá que la Iglesia ha sido fundada, no sobre una palabra escrita, sino sobre una doctrina trasmitida por la predicación oral; de suerte que no son los cristianos, como los judíos, los hijos de un libro, sino los hijos de una palabra, los hijos del Verbo siempre vivo. Esta distinción capital que formulaba San Pablo con tanta precisión, inspiró más adelante a San Agustín el célebre dicho: «Yo no creería en el Evangelio, si no determinara mi fe la autoridad de la Iglesia. «Bástenos por ahora haber sentado el principio, dejando para otra parte su desarrollo y sus pruebas. La Iglesia Católica sabe el nombre de los padres de la Virgen de Nazareth. María tuvo por padre a Joaquín 209, de la antigua raza de los reyes de Judá. Su madre, Ana, descendía de Aarón; -y por este lado era la Santísima Virgen parienta de [120] Isabel. La antigüedad cristiana ha conservado estos nombres, inscritos, no por oscuros legendarios o por escritores apócrifos, sino por la pluma de los doctores y de los Padres de la Iglesia. San Epifanio (310-405) en su obra inmortal: Adversus haereses, se expresa de esta suerte: «María tuvo por madre a Ana y por padre a Joaquín. Era parienta de Isabel, y descendía de la familia y de la casa de David 210.» En estas palabras del ilustre obispo de Salamina, se encuentra la tradición del mundo católico, tal como nos la trasmitieron los Apóstoles. Hoy repetimos nosotros lo que escribía San Epifanio en el año 350; sabemos de la familia de María lo que sabía él mismo, y lo creemos como él 211.

12. En la época en que vivían los piadosos padres de María de Nazareth, proseguía Herodes la construcción de los suntuosos edificios que quería agregar al templo de Jerusalén. ¡Quién le hubiera dicho entonces, que se preparaba el Señor en una humilde ciudad de su reino, un templo más augusto que el de Zorobabel; más puro que el Tabernáculo de Aarón; más santo que el Arca de Moisés! Hoy contempla el mundo entero lo que no supo jamás Herodes, puesto que ha sido proclamada en nuestros días de lo alto de la cátedra augusta, en que no cesa el Verbo siempre vivo de enseñar a su Iglesia, por boca del Sucesor de San Pedro, la Inmaculada Concepción de María, atestiguada por todas las edades, y saludada por todos los doctores y por los Santos Padres. Escuchemos esta palabra sagrada que ha hecho estremecerse al mundo con una alegría desconocida, y que descendió sobre nuestras almas como el eco prolongado de la salutación angélica de Nazareth: «El Dios inefable, cuyas vías son misericordia y verdad, cuya voluntad es omnipotencia, cuya sabiduría llega de un extremo a otro con fuerza y lo dispone todo suavemente, había previsto desde toda la eternidad, la ruina lamentable del género humano, consecuencia de la trasgresión de Adán. Por un misterio oculto en las profundidades de los siglos, decretó consumar la Encarnación del Verbo, obra primera de su bondad, de una manera más maravillosa todavía. Eligió y preparó desde el principio, antes de los siglos, una Madre, cuyo Hijo único debía nacer en la dichosa plenitud de los tiempos, y la amó sobre todas las criaturas, [121] hasta el punto de poner únicamente en ella todas sus complacencias 212. Esta Madre reunió en sí una plenitud de santidad y de inocencia, tal, cual no puede imaginarse mayor después de Dios, y cuya magnitud Dios sólo puede medir 213. Así como Cristo, mediador entre Dios y los hombres, destruyó, al revestirse con la naturaleza humana, el decreto de nuestra condenación, y lo fijó vencedor en su cruz, así la Santísima Virgen, unida a Jesucristo con el lazo más estrecho y más indisoluble, entrando con él y por él en el eterno combate contra la antigua serpiente, ha triunfado sin reserva, quebrantando con su pie sin mancha, la cabeza del enemigo 214. ¡Triunfo magnífico y singular de la Virgen: inocencia incomparable, pureza, santidad, integridad sin mancha, efusión inefable de gracias, de virtudes y de privilegios divinos que proclamaron los Santos Padres, los cuales vieron su figura en el arca de Noé, que hizo sobrenadar la mano de Dios en el naufragio del género humano! Para ellos era la Escala de Jacob, que unía la tierra con el cielo, por cuyas gradas subían y bajaban los ángeles de Dios, y en cuya cima descansaba Jehovah: era la Zarza ardiendo que vio Moisés rodeada de llamas, sin que tocara el fuego su verde follaje; la Torre inexpugnable, de donde penden los mil escudos, armadura de los fuertes y terror del enemigo; el Jardín cerrado, cuya entrada no manchará nadie, y a cuya puerta son impotentes el fraude y la asechanza; la Ciudad de Dios, centelleante de resplandores, cuyos cimientos se hallan colocados en las montañas santas; el Templo augusto de Jerusalén, [122] resplandeciente con las divinas claridades, y lleno de la gloria de Jehovah 215. Al meditar las palabras de Gabriel y el mensaje con que anuncia el Ángel a la Virgen la dignidad sublime de Madre de Dios, han proclamado que esta salutación inaudita, solemne y sin precedentes, reconocía a la Virgen María como la sede de todas las gracias divinas, adornada con todos los dones del Espíritu Santo; como tesoro, en cierto modo infinito, y como abismo inagotable de las gracias celestiales. De manera que sustraída a la maldición y participando con su Hijo de las bendiciones eternas, pudo recibir de la boca inspirada de Isabel, esta otra salutación: Bendita eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre 216. He aquí por qué, revindicando para María la inocencia y la justicia originales, la compararon a Eva en los tiempos en que, Virgen inocente y pura, no había sucumbido aún a las emboscadas mortales de la falaz serpiente, y aún llegaron a ensalzarla por una admirable antítesis, sobre este tipo primitivo. Porque en realidad, Eva prestó miserablemente el oído a la serpiente, perdió la inocencia original y se hizo la esclava del tentador; más al contrario, la bienaventurada Virgen, acrecentando sin medida el don original, lejos de abrir el oído a las seducciones de la serpiente, destruyó con la virtud de Dios, su energía y su poder 217. Tal es el sentido de los nombres que dan a María. [123] Llámanla: Azucena entre espinas; Tierra virgen, intacta, sin mancha, siempre bendita, siempre libre del contagio del pecado, de la cual fue formado el nuevo Adán; Paraíso de delicias, plantado por el mismo Dios al abrigo de las asechanzas de la serpiente; siempre inmaculada, inundada de luz, mansión risueña de inocencia y de inmortalidad; Árbol incorruptible, que jamás carcomió el gusano del pecado; Fuente siempre límpida, que selló la virtud del Espíritu Santo; Templo verdaderamente divino; Hija de la vida, única y sola que no fue hija de la muerte; Germen de gracia, no de cólera, desarrollado por una maravilla de singular providencia, sobre un tallo ajado y corrompido, y haciendo brotar y abrirse su divina flor, fuera de la ley común 218. Han dicho también, hablando de la Concepción de la Virgen, que se había detenido la naturaleza trémula, ante esta obra maestra de la gracia 219. Según su testimonio, sólo tuvo María de común con Adán la naturaleza, mas no la culpa. Era conveniente que el Hijo único, a cuyo Padre cantan en los cielos el trisagio los serafines, tuviera en el mundo una Madre, cuya santidad no hubiese experimentado jamás eclipse 220. Pues bien, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles San Pedro y San Pablo y por Nuestra propia autoridad, declaramos, pronunciamos y definimos, como revelada por Dios, la doctrina que enseña, que la muy bienaventurada Virgen María fue desde el primer instante de su concepción, por una gracia y un privilegio [124] singulares del Omnipotente, y en virtud de los méritos de Jesucristo, salvador del género humano, preservada enteramente de la mancha del pecado original. Tal es la doctrina que deben abrazar todos los fieles con una fe firme y constante 221.

13. He aquí esta augusta palabra de Pío IX, que resume la enseñanza de los Padres, la creencia del Oriente y del Occidente, la tradición de los tiempos, elevándolas a la majestad de un dogma definido y para siempre inmutable. Es el comentario apostólico del Ave-María de Gabriel. Toda esta doctrina se hallaba en la salutación del Ángel: «Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres.» La encarnación del Verbo hizo refluir a su cauce las aguas del río de la corrupción original. La sangre divina que redimió al mundo, volvió a surtir anticipadamente hasta su origen: así la primera creación del Verbo encarnado fue realmente la integridad original de su futura madre. En el mes de Tisri (8 de septiembre de 730 o 732 antes la E. C.), nació en Nazareth la Virgen Inmaculada. Ana y Joaquín le dieron el nombre de María (Mirjam), reina o estrella de la mar. Este nombre aparece una vez en el Antiguo Testamento, llevado por la hermana de Moisés, al pie del Sinaí, al lado del Arca Santa. En el Nuevo Testamento recuerda el nombre de María el Sinaí virginal que fue el trono de un Dios niño; el Arca de salvación universal, donde se reconciliaron Dios y el hombre. El nombre de María, asociado al de Jesús, divide con él el reino del cielo y de la tierra.

14. La infancia de María se deslizó a la sombra del santuario, entre la multitud de jóvenes vírgenes confiadas a la dirección de la tribu sacerdotal 222. Estaba tan arraigada en Oriente, desde el siglo VI, la tradición sobre este hecho histórico, que el mismo Mahoma creyó deber consignarlo en su Koran: «Habla de Mirjam, se lee en él. Refiere de qué modo dejó a sus padres, cómo fue al Oriente [125] del Templo, y se cubrió el semblante con un velo, que la ocultó a sus miradas 223.» ¡Admirable conformidad de testimonios! La aureola con que rodea la fe católica la figura celestial de María y traspasa las nubes del mahometismo, prolongándose su radiación al través de las edades. La Presentación de la Virgen Inmaculada en el Templo de Jerusalén es un acontecimiento que hace época en los anales del género humano. Desde entonces fue educada María, dicen unánimemente los Doctores y los Padres, por el sacerdote Zacarías su pariente. Desde la época de Moisés 224 y en toda la serie de la historia judía 225, rodeaban el santuario de Jehovah piadosas mujeres y jóvenes vírgenes. El templo de Zorobabel tenía, después de la restauración de Herodes, un distrito dedicado especialmente para uso de las mujeres, aislado de la clausura, con dos puertas, que daban, la una a la ciudad, y la otra al Templo 226. En este asilo de oración, de recogimiento y de santas labores, se deslizaron a las miradas de los Ángeles, los primeros años de la humilde María 227. En la época de la mayoría de edad de las mujeres judías, hacia los catorce años, entregó Zacarías la joven virgen a sus padres en Nazareth, para que se desposara, según la ley de los Hebreos. La sucesión temporal era el honor de las mujeres en Israel; todas las bendiciones de la Antigua Alianza se referían a ella; el porvenir del mundo dependía de la perpetuidad de la raza de Abraham, que debía dar a la tierra el germen bendito, en el que se salvarían las naciones. [126] María, descendiente de la familia real de David, debía, según la ley mosaica, desposarse con su más próximo pariente, y el Booz de la nueva Ruth, era un santo anciano, llamado Josef, hijo de Jacob y hermano de Cleophas; descendiente de David, por la línea de Salomón, así como descendía María del mismo por la antigua línea Belénica de Nathan. Desposose, pues, María con Josef, según los ritos acostumbrados, en el mes hebraico de Sebeth (23 de enero de 737). En el intervalo que trascurrió entre la ceremonia de los desposorios y la del matrimonio definitivo, se encuentra el glorioso mensaje de Gabriel a la Virgen Inmaculada (25 de marzo). Nazareth, teatro de esta Anunciación divina, quiere decir en lengua hebraica, Flor. Por eso dice San Bernardo: «Jesucristo, la flor de Jessé, quiso brotar de una flor en una flor, en la estación de las flores 228.





§ IV. Visitación. Nacimiento de San Juan Bautista

15. Después de esta comunicación celestial, «se dirigió María con toda diligencia a las montañas de Judea, hacia la ciudad sacerdotal de Hebrón. Luego que llegó a la morada de Zacarías, saludó a Isabel. Al sonido de la voz de María, saltó de gozo el infante de Isabel en el seno maternal, e Isabel se sintió llena del Espíritu Santo. Y exclamando en alta voz, dijo a María: Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Y de dónde a mí esta ficha que la madre de mi Señor se digne visitarme? Porque desde que sonó en mis oídos la voz de tu salutación, saltó de gozo en mi seno el infante. Bienaventurada eres en haber creído en la promesa divina, porque se cumplirán las palabras que te se han revelado en nombre del Señor.- Y dijo entonces María: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu rebosa de alegría en Dios, mi Salvador. Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava; y he aquí que desde este momento todas las generaciones me proclamarán bienaventurada. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, y cuyo nombre es santo. Y su misericordia se extiende de generación en generación sobre todos los que le temen. Ha desplegado la potestad de su brazo, y su soplo ha deshecho los [127] orgullosos intentos del corazón, de los soberbios. Ha derribado del trono a los poderosos y ensalzado a los abatidos. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos los despidió sin nada. A Israel, su siervo acogió bajo su amparo, acordándose de su misericordia. Así lo había anunciado a nuestros padres, según la promesa que hizo a Abraham y su descendencia por todos los siglos.- Y detúvose María con su prima Isabel, cerca de tres meses, y se volvió después a Nazareth 229.»

16. Se advierte en el Evangelio, con solo leerlo, tal armonía de tono, una sencillez tan notable, al paso que una majestad tan elevada, que no es necesario más demostración para producir el convencimiento. Tal es el carácter propio de la palabra de Dios: Llevar en sí la luz, sin necesidad de otra justificación que ella misma. La evidencia se impone y no se demuestra. Así, por más que nos diga el racionalismo que el Cántico de María «es uno de esos procedimientos convencionales que forman el carácter esencial de los Evangelios apócrifos 230,» en vano tratará de persuadirnos que tenemos a la vista «una leyenda sin valor, una amplificación pueril 231.» ¿Es cierto que fue prometido un Dios Salvador del mundo, después del Edén, y predicho por todos los profetas y esperado por toda la serie de las edades en el Antiguo Testamento? No puede negarse, a no destruir la historia. ¿Es cierto que es adorado Jesucristo durante dos mil años, como Salvador, como Hijo de Dios en la eternidad y como Hijo de María en el tiempo? Nadie podría ponerlo en duda, a no negarse a sí mismo. Pues para que se prosternara un solo hombre ante Jesucristo (y se cuentan por millares sus adoradores), ha sido necesario que se hallase rodeada la historia del Señor de señales incontestables de credibilidad. Cuantas más páginas se arranquen a su divina historia, se imposibilita más la fe en su divinidad. Entonces excedería el milagro de haber creído sin pruebas, en proporción infinita, a la prueba de los milagros que negáis. Así, cuando pensáis haber dicho la última palabra, atribuyendo el Magnificat a un falsario, y creéis haberlo destruido todo, relegando el relato de la Visitación entre las crédulas invenciones de un apócrifo, no habréis hecho, no obstante, más que multiplicar rechazándolas, dificultades inexplicables. Supongamos, pues, si [128] queréis, que no haya escrito esta página San Lucas; que sea producción de una pluma desconocida del siglo II de la Era Cristiana, tendréis sin duda alguna que dar una fecha a la obra, aunque no podáis nombrar su autor, según vuestra hipótesis. Señalemos, pues, el siglo II, pero no descendamos más que al año 150, porque en aquella época conocía el pagano Celso el Evangelio de San Lucas; lo leía ya tal como lo leemos en el día, y si hubiera sospechado la impostura de un legendario, no hubiera dejado de notarla. Pues bien, vuestro apócrifo del siglo II pone en boca de María una predicción, clara, neta, positiva. «¡Todas las generaciones, dice la Virgen de Nazareth, me proclamarán bienaventurada!» Para saber si se ha realizado esta profecía os basta hoy abrir los ojos y mirar lo que pasa a vuestro alrededor. El mundo entero resuena con las alabanzas de María, y ¡queréis que un oscuro legendario hubiese adivinado esto, hace diez y ocho siglos, cuando adoraba el mundo la divinidad de un César cualquiera, y quemaba incienso a manos llenas en todos los altares de Venus! Sería dispensar con sobrada facilidad el don de profecía atribuirlo tan liberalmente a todos los falsarios desconocidos del primer siglo de la Era Cristiana. Si es tan fácil profetizar, ¿por qué no hacen profecías todos nuestros sabios, que no son oscuros apócrifos? Y cuando intentan por casualidad hacer alguna, ¿cómo es que no se verifica nunca? La facultad profética supera todos los esfuerzos de la ciencia, todas las inspiraciones del genio humano: no se equivoca sobre ella el sentido más vulgar. He aquí por qué se ha creído, se cree y se creerá hasta el fin de los tiempos en el Evangelio. Por do quiera se hallan comprobadas las profecías de que está lleno. Su comprobación se baila de tal suerte al alcance de todas las inteligencias, que para consignar su realización basta oírlas enunciar.

17. «Llegado el tiempo de su alumbramiento a Isabel, dio a luz un niño. No bien supieron los vecinos y sus parientes la gran misericordia que el Señor le había hecho, se congratularon con ella. Y al día octavo, se reunieron para la ceremonia de la circuncisión del niño, y quisieron llamarle Zacarías, que era el nombre de su padre. Pero Isabel se oponía diciendo: No le llaméis así, pues su nombre debe ser Juan. Y ellos la dijeron: Ninguno hay en tu familia que tenga ese nombre. Sin embargo, se dirigieron por señas a Zacarías, padre del niño, invitándole a que diera a conocer cómo quería se le [129] llamase. Y él pidiendo la tablilla de escribir, escribió: Juan 232 es su nombre; de lo que quedaron todos admirados. Y en aquel momento, se desató la lengua del sacerdote, y empezó a hablar, bendiciendo a Dios en alta voz. Un temor religioso se apoderó de todos los asistentes. Y en las montañas de Hebrón, donde se divulgaron estas maravillas, conservaron sus habitantes su memoria, y se decían unos a otros: ¿Quién será algún día este niño? Porque verdaderamente la mano del Señor esta con él. Y Zacarías, su padre, inspirado por el Espíritu Santo, hizo oír estos proféticos acentos: Bendito sea el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo. Y nos ha suscitado un poderoso Salvador en el seno de la familia de su siervo David, según prometió por boca de sus Santos profetas que hubo desde los siglos antiguos, que nos salvaría de nuestros enemigos y de la mano de los que nos aborrecen, ejerciendo su misericordia con nuestros padres y teniendo presente siempre su santa Alianza; conforme al juramento que hizo a Abraham, nuestro padre, de otorgarnos esta gracia; para que, libertados de las manos de nuestros enemigos, le sirvamos sin temor, con santidad y justicia, ante su acatamiento, todos los días de nuestra vida. ¡Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor, a preparar sus caminos, enseñando a su pueblo la ciencia de la salvación, para que obtenga la remisión de sus pecados, por las entrañas de la misericordia de nuestro Dios, con la cual vino a visitarnos ese Sol naciente de lo alto del cielo, iluminando a los pueblos sentados en las tinieblas y a la sombra de la muerte, y dirigiendo nuestros pasos por el camino de la paz!- Tales fueron las palabras de Zacarías. Y el niño crecía y se fortalecía en el Espíritu del Señor y habitó en los desiertos hasta el tiempo de su manifestación pública en Israel 233.»

18. La aparición de Juan Bautista; su papel histórico de Precursor; la notoriedad que rodeó más adelante su misión en Judea unen el Evangelio, con un nudo indisoluble, al Antiguo Testamento. «He aquí que yo doy su misión al Ángel que prepara la vía delante de mi faz, había dicho Malaquías, el último profeta en el orden cronológico. Aparecerá al punto en su Templo el Dominador a quien buscáis; el Enviado del Testamento que imploran vuestros votos. [130] ¡Vedle aquí que llega 234!» Tal era la palabra final del ciclo profético. La Judea, trémula de impaciencia y de esperanza, interrogaba todos los horizontes, y se estremecía en la expectación. ¡Llega el Dominador, el Rey, hijo de David, cuyo trono no tendrá fin; el Deseado de las colinas eternas; el Mesías; el Cristo! ¿Qué voz tendrá la gloria de ser la primera en anunciar su advenimiento al mundo? ¿Quién será el primero que señale su Precursor? Evidentemente, en semejante situación de los espíritus, en medio de la expectativa de un pueblo entero, debieron grabarse en la memoria con caracteres indelebles, todos los rasgos que podían referirse a la realización de las esperanzas unánimes, ávidamente recogidos por la atención pública. Así fue a la verdad, según lo atestigua el Evangelio. Los prodigios verificados en la cuna de Juan Bautista, dispertaron la esperanza en todos los corazones. «¿Quién será, se decía, este niño extraordinario?» Semejante lenguaje no ha podido imaginarse después del suceso. Siéntese vibrar en toda esta narración la impresión de la época, en su candidez y su profundidad. El historiador no ha perdido el menor detalle y el pretendido legendario es aquí, como en todas partes, de una exactitud desesperadora para el racionalismo. Un apócrifo póstumo no hubiera dejado de colocar la escena de la Circuncisión, para dar más colorido a su relato, en el atrio del Templo. Hubiera designado un sacerdote para realizar la ceremonia. El afortunado Zacarías hubiera sido rodeado de la tribu sacerdotal, que le hubiese felicitado por su curación súbita, y hubiera oído de sus labios la magnífica predicción de los destinos de su Hijo. Pero no hay nada de esto en el Evangelista. Sabe que no exigía la Circuncisión entre los Judíos, rigurosamente el ministerio sacerdotal, ni aún el levítico. Bastaba una mano profana para imprimir sobre los hijos de Abraham el sello exterior de la alianza divina; por tanto, se circunscribió la solemnidad al hogar doméstico de Hebrón. El historiador sabe además, que en semejante caso, se reunían alrededor del recién nacido toda la parentela y toda la vecindad. Un nacimiento en Israel tenía no solamente el carácter de un regocijo nacimiento de familia, sino de una bendición pública. Todo esto resulta como de un modo natural, del texto sagrado, sin gran examen, sin esfuerzo, sin preparación. Un hebraizante moderno que quisiera [131] trazar en nuestros días una escena análoga, tendría que leer antes volúmenes enteros, y cuando hubiera terminado sus estudios preliminares, no conseguiría nunca dar a su relato la sencillez de la narración evangélica. Cada paso que demos en el estudio del libro divino nos ofrecerá pruebas de este género, en las cuales creemos deber insistir, a riesgo de fatigar al lector, para hacérselo percibir más bien. Pero antes de acabar la demostración, el texto por sí solo habrá llevado la convicción a los entendimientos, porque el privilegio de la palabra divina es estar siempre viva, puesto que tiene su acción propia, su eficacia perseverante, que es el Verbo, a quien basta mostrarse para iluminar las conciencias y los corazones.

19. María había vuelto a Nazareth: el término de los desposorios había espirado, y aproximábase la época del matrimonio solemne. «Sucedió, pues, que antes de haberse unido a su esposo, concibió por virtud del Espíritu Santo. Y Josef, su marido, siendo justo, y no queriendo delatarla al tribunal de los Sacerdotes, se resolvió a una separación secreta. Pero mientras pensaba en esto, se le apareció el Ángel del Señor en sueños, y le dijo: Josef, hijo de David, no temas retener a María por esposa, porque ha concebido por obra del Espíritu Santo; así, que parirá un hijo a quien pondrás por nombre Jesús (Salvador), porque ha de salvar a su pueblo de sus pecados. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la promesa divina, proclamada por boca del profeta, que dice: He aquí que una Virgen concebirá y parirá un hijo, cuyo nombre será Emmanuel, que significa Dios con nosotros 235. Y al dispertar Josef del sueño, obedeció la prescripción del Ángel del Señor, y retuvo a María por esposa 236.» La terrible ansiedad de Josef forma con la tranquilidad de María en esta circunstancia, un contraste de que se apoderaba victoriosamente Orígenes contra las odiosas calumnias de Celso. La ley mosaica era terminante. Al tribunal de los Sacerdotes pertenecía el juicio de la mujer culpable, y no había lenidad en la sentencia, como nos lo demuestra suficientemente el ejemplo de Susana; así es que esperaba a la desposada convicta de crimen, el suplicio de la lapidación. Nunca se insistirá demasiado sobre este hecho capital, que forma por sí solo una demostración completa de la veracidad del Evangelio. Herido Josef en su honor, perseguido por la más cruel duda, [132] es un testigo, cuya declaración no puede ser sospechosa por ningún título; su mismo carácter es una nueva garantía más. Es «justo,» dice el Evangelista; es decir, que une al sentimiento de la rectitud y del honor, una moderación tierna y compasiva. Ha calculado la trascendencia de una denuncia solemne, ante el tribunal de los Sacerdotes, el Sanhedrín judío. Repugna a su dulce carácter el rigor del castigo legal que seguirá a su queja. Sin embargo, no puede consentir en lo que él cree un deshonor personal. María no será su esposa: la entregará un libelo de separación ante dos testigos, y la joven doncella, que ha recibido su juramento de desposada, no tendrá que echarle en cara una muerte infamante. Este libelo de separación es también legal, y asegura a un mismo tiempo, sin comprometer nada, la vida de una mujer y el honor de un esposo. Tal era esta situación, delicada y peligrosa cual no hubo jamás igual en ninguna historia; sin embargo, María calla, envolviendo el silencio en un velo divino su maternidad virginal. No resuena al oído de Josef voz alguna humana en medio de sus desgarradores pensamientos; y no obstante, Josef llega a ser esposo de María. Jamás han negado los judíos este matrimonio: el mismo Celso y nuestros racionalistas creen en él. Celso reconoce que Josef se había desposado solemnemente con María. Luego, podemos nosotros decir con Orígenes: Lo que no enseñaron los hombres a Josef, se lo reveló Dios; el secreto que guardó la Virgen Inmaculada con peligro de su misma vida, lo depositó el Ángel de la Anunciación en el seno de Josef. Suprímase el milagro de la revelación angélica, y se recae en el milagroso consentimiento del «justo Josef», que ahoga súbitamente sus ansiedades, sus sospechas; más aún, que cierra los ojos a la evidencia, y toma a María por esposa. He aquí cómo se libra el contexto del relato Evangélico de los ataques de la incredulidad, desafiando todos los esfuerzos del racionalismo e imprimiendo la fe por su divina sencillez. Las siguientes líneas van a ofrecernos una nueva prueba de esto.




DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § I. Visión de Zacarías