DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § V. La vuelta a Egipto



§ VI. Reducción de la Judea y provincia romana

27. Entre tanto Arquelao y Antipas, seguidos en breve de Filipo, su tercer hermano, de Salomé, su tía, y de toda la familia de Herodes, se embarcaban en Joppé, para ir a solicitar a la corte de Augusto el fallo de la sucesión en litigio. El verdadero rey de los Judíos y del mundo crecía en la oscuridad de Nazareth, mientras que Roma se dividía entre las intrigas rivales de los pretendientes al trono de Jerusalén. Durante las deliberaciones ocurrió un episodio significativo. Augusto había enviado a su intendente Sabino a Judea a hacerse cargo inmediatamente de las cantidades considerables legadas al emperador por el viejo Herodes. Esta cláusula del testamento se había considerado como inviolable, no admitiendo su ejecución prórroga alguna; ¡hasta tal punto era en la época del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo «el dominio de Herodes» un principado feudal e independiente! La presencia de Sabino en Jerusalén y el carácter vejatorio de sus inquisiciones fiscales sublevaron toda la población. Bajo pretexto de buscar los tesoros que había dejado Herodes, ocupó Sabino militarmente las principales fortalezas del reino. Esto hizo estallar una formidable insurrección en la Ciudad santa, en la festividad de Pentecostés, que en breve se propagó por todos los puntos de la Judea. El gobernador romano de Syria, el famoso Varo, cuyos desastres en Germania debían, algunos años más adelante, arrancar lágrimas de desesperación al emperador, fue bastante feliz en estas circunstancias para librar a Sabino, que estaba sitiado en el palacio de Jerusalén, y extinguir la sedición en todo el país. Para dar una apariencia de satisfacción a los descontentos, autorizó Varo a los judíos para diputar cincuenta de sus jefes principales a la corte de Augusto, con el fin de suplicar al emperador que anexionara pura y simplemente la Judea a la provincia romana de Syria y los desembarazase para siempre de la dinastía de Herodes. «Ha sido tal la crueldad de este príncipe, dijeron, que si una fiera pudiese obtener el gobierno de un pueblo, no obraría con más inhumanidad. A la muerte de este monstruo, añadieron, esperábamos de su hijo Arquelao una conducta prudente y templada. Con esta ilusión, consentimos en honrar con un luto público los funerales de Herodes, y proclamamos el advenimiento del joven príncipe. [215] Mas éste ha correspondido a nuestras esperanzas degollando tres mil Hebreos en el recinto del Templo de Jerusalén 371». No fue tan decisivo como hubiera podido creerse el efecto de esta protesta apoyada por los ocho mil judíos establecidos entonces en Roma. Augusto, después de muchos días de reflexiones, dio a Arquelao las provincias de Judea, de Samaria y de Idumea, con el título de etnarca, prometiéndole concederle más adelante el título de rey, si se mostraba digno de llevarlo por su moderación y su virtud. Antipas fue tetrarca de la Galilea y de la Perea; Filipo recibió con el mismo título la investidura de la Batanea, de la Traconítida y de la Auranita. Salomé fue confirmada en la posesión de las ciudades que le había legado su hermano. Así se ratificó el último testamento de Herodes, salvo la importante modificación que suprimía provisionalmente el título de rey de los judíos y la anexión de las ciudades de Gaza, Hippo 372 y Gadara a la provincia romana de Syria 373.

28. La extinción del título de rey, y la promesa condicional de restablecerle en la persona del etnarca de Jerusalén, si se hacía digno de él con su conducta, eran a un mismo tiempo un aviso a Arquelao y una hábil concesión que se hacía a los Judíos. Aquí se muestra la política romana fiel a sus constantes tradiciones. Por todas partes trataba de sembrar la sedición entre los soberanos y los pueblos, humillando a los primeros, sin exaltar demasiado a los segundos, con el objeto de recoger el fruto de la irritación de los unos, de los padecimientos de los otros, haciendo desear su propia dominación como un beneficio para su libertad. Habiendo vuelto a entrar Arquelao en sus Estados, no comprendió la gravedad de la situación. Ejerció, pues, su tiranía con tanto más rigor, cuanto era más profundo su resentimiento. Destituido sin motivo el Gran Sacerdote Joazar, fue reemplazado por Eleazar, hijo de Simón. Al siguiente año, hubo otra nueva destitución, revistiendo las insignias de supremo sacrificador, Josué, hijo de Sia, para entregarlas algunos meses después al ex-gran sacerdote Joazar. Los Judíos demostraron en un principio su descontento con murmullos, a los cuales respondió Arquelao con crueldades. Conociendo, no obstante la [216] necesidad de crearse alianzas, pensaba casarse con la hija del Rey de Capadocia, Glafira, viuda de primeras nupcias del joven príncipe Asmoneo Alejandro, hijo de la infortunada Mariana, y en segundas, del rey de Mauritania, Juba. La ley mosaica prohibía la unión del cuñado con la cuñada que había tenido hijos de su primer esposo. Además de esta irregularidad, tuvo Arquelao, para contraer con Glafira la alianza que meditaba, que repudiar a su mujer legítima, a quien quería el pueblo por sus virtudes. Apenas había trascurrido un año desde el nuevo matrimonio, cuando murió Glafira repentinamente, viendo los Judíos en este acontecimiento un castigo divino. Exasperado Arquelao, dio desde entonces libre rienda a sus venganzas. La nación entera se quejó de su tiranía al tribunal del César. Dión Casio añade a la narración de Josefo la particularidad de haberse unido a los diputados hebreos, los dos tetrarcas Antipas y Filipo, para acusar a su hermano. Como quiera que sea, Augusto pronunció la deposición de Arquelao. La Judea, la Samaria y la Idumea fueron declaradas provincias romanas, y administradas por un gobernador procedente del gobierno de Syria. El desgraciado Arquelao fue desterrado a Viena, capital de los Alobrojes, en las Galias, donde terminó miserablemente su vida (año 10 de Jesucristo).

29. Quirinio o Cirino, preceptor de los dos jóvenes príncipes Cayo y Lucio César, fue encargado por Augusto de hacerse cargo, en beneficio de la corona imperial, de los dominios de Arquelao. El empadronamiento principiado diez años antes, se terminó esta vez sin gran dificultad. Habíase borrado de tal suerte en los ánimos el sentimiento de la nacionalidad judía, que se había aceptado la dominación romana aun antes de su establecimiento oficial. La palabra que había de resonar en el pretorio de Pilatos, la profesión de fe política de los Hebreos: ¡Non habemus regem nisi Caesarem! se hallaba ya en todos los corazones, en el momento en que dejaba Arquelao por última vez, el palacio Antonia. En vano el doctor fariseo Sadoc, movió a un jefe de partido, Judas el Galonita, para obrar en nombre del principio mosaico, sobre el espíritu de la multitud. Sus esfuerzos ocasionaron en un principio algunas turbulencias parciales, valiéndose de la divisa: «Nuestro único rey es Jehovah», consiguieron reunir bajo su bandera sediciosas, habituadas a vivir del saqueo y la rapiña; pero no tomaron [217] parte en el movimiento el gran sacerdote Joazar, ni las personas inteligentes de la nación. Joazar, especialmente, predicaba en alta voz la sumisión al nuevo poder, comprometiéndose en estas circunstancias hasta tal punto, que el gobernador romano Quirinio creyó deber sacrificarle a la animadversión popular. Cuando se restableció la tranquilidad y se redujo la facción de Judas el Galonita a una secta inofensiva, pasó el cargo de gran sacrificador a manos del pontífice Anás, suegro de Caifás. En la época de la Pasión de Jesucristo volveremos a encontrar estas dos figuras sacerdotales.





§ VII. Jesús en medio de los Doctores

30. «El Niño, dice el Evangelista, iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba en él. Y sus padres iban todos los años a Jerusalén por la fiesta solemne de la Pascua. Y siendo el Niño ya de doce años, habiendo ellos subido 374 a Jerusalén, según solían en aquella solemnidad, acabados 375 aquellos días, cuando ya se volvían, se quedó en Jerusalén el niño Jesús sin que sus padres lo advirtieran, antes bien persuadidos de que iba entre los de su comitiva de viaje, anduvieron la jornada entera, y por la noche le buscaron entre los parientes y conocidos. Mas como no le hallasen, retornaron a Jerusalén en busca suya. Y al cabo de tres días, le hallaron en el Templo sentado en medio de los doctores, oyéndoles y preguntándoles. Y cuantos le oían, se admiraban de su sabiduría y de sus respuestas. Al verle sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: «Hijo ¿por qué te has portado así con nosotros? He aquí que tu padre y yo te hemos ido buscando llenos de aflicción, y él les respondió: ¿Cómo es que me buscabais? ¿No sabéis que yo debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre? Mas ellos no comprendieron el sentido de su respuesta. En seguida [218] se fue con ellos y vino a Nazareth y les estaba sumiso. Y su madre conservaba en su corazón todas estas cosas. Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, delante de Dios y de los hombres 376». Tales son los únicos pormenores que nos ha trasmitido el Evangelio sobre la divina infancia y toda la juventud del Verbo hecho carne. Supliendo el silencio del texto sagrado, se atreve a inventar el racionalismo todo un capítulo titulado: «Educación de Jesús» con aserciones como ésta: «Aprendió a leer y a escribir, sin duda según el método del Oriente que consistía en poner en manos del niño un libro que lee cadenciosamente con sus compañeros, hasta que lo aprende de memoria 377». Para apoyar esta suposición gratuita, pone al pie de la página una cita concebida en estos términos: «Juan, VIII, 6», y se admira el lector de cómo es que hasta ahora ninguno había sabido encontrar en el Evangelio de San Juan la prueba de que Jesús aprendió a leer y a escribir, como todos los demás niños. Pues bien, en el capítulo VIII, versículo 6 de su Evangelio, refiere San Juan el conmovedor episodio de la mujer adúltera. Los Fariseos llevan a esta desgraciada a los pies del Salvador: «Señor, dicen, esta mujer es culpable de adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrearla. ¿Qué dices tú sobre ello? Y esto lo decían para sorprender en los labios de Jesús una palabra que pudiese servir de base a una acusación. Pero Jesús, inclinándose hacia el suelo, se puso a escribir con el dedo en tierra»: He aquí el texto de San Juan que prueba que Jesús aprendió a leer y a escribir. Jamás ha llegado a tal exceso, en nombre de la ciencia, el desprecio de sí mismo, del público y de la verdad. La página precedente de San Juan ofrece este significativo versículo: «Los judíos permanecían admirados, escuchando la doctrina de Jesús, y decían entre sí: ¿Cómo sabe las letras, él que jamás las ha estudiado 378?» ¿A quién esperaba, pues, engañar el nuevo exégeta con un procedimiento tan irrisorio? No nos tomaremos la molestia de comprobar cada uno de sus errores voluntarios. Quien tenga la paciencia de cotejar sus aserciones con el texto del Evangelio, no tardará en participar del sentimiento de profunda compasión que nos inspira la nueva obra. No se discuten seriamente semejantes fantasías. Sin embargo, queremos llamar aquí la atención sobre otro orden de ideas, tomado [219] por los racionalistas y los protestantes de nuestros días a la añeja herejía de Helvidio.

31. Trátase de un punto capital en la historia Evangélica, de un dogma católico por excelencia, enseñado, creído y ensalzado por la tradición de todos los Padres y de todos los Doctores de la Iglesia Griega y Latina, desde San Clemente, sucesor de San Pedro, hasta el soberano Pontífice Pío IX, gloriosamente sentado en la silla apostólica. El protestantismo actual dirige sus ataques contra la virginidad de María; habiéndose concentrado, según parece, la propaganda hostil con encarnizamiento sobre este objeto particular, por lo cual, conviene ponerlo muy en claro. «La familia era bastante numerosa, se dice, ya proviniera de uno o de muchos matrimonios. Jesús tenía hermanos y hermanas, de los cuales parece haber sido el mayor. Todos llevaron una vida oscura; puesto que según parece, los cuatro personajes que se suponen ser hermanos suyos, y uno de los cuales, por lo menos, Santiago, adquirió una grande importancia en los primeros años en que se desarrolló el Cristianismo, eran primos hermanos suyos. María, en efecto, tenía una hermana llamada también María, que se casó con un tal Alfeo o Cleofás (porque con estos dos nombres parece se designaba a una misma persona) y fue madre de muchos hijos, que hicieron un papel importante entre los primeros discípulos de Jesús. Estos primos hermanos que se adhirieron al joven Maestro, mientras se le oponían sus verdaderos hermanos, tomaron el título de hermanos del Señor. Los verdaderos hermanos de Jesús no tuvieron importancia, así como su madre, hasta después de su muerte; y aun entonces no parece que fueran tan considerados como sus primos, cuya conversión había sido más espontánea, y cuyo carácter parecía haber tenido más originalidad. Su nombre era desconocido hasta el punto de que cuando pone el Evangelista en boca de las gentes de Nazareth la enumeración de los hermanos, según la naturaleza, le ocurren desde luego los nombres de los hijos de Cleofás. Sus hermanas se casaron en Nazareth 379.

32. He aquí, en su forma contradictoria y casi ininteligible a la primera lectura, la objeción renovada de Helvidio por el racionalismo moderno. Antes de examinarla más atentamente, consideremos la [220] idea general, a saber, que Jesús tenía bastantes hermanos y hermanas uterinos, y veamos de correlacionar este dato con la narración Evangélica. Josef y María se habían refugiado a Egipto para sustraer a Jesús a la persecución de Herodes. En Egipto debieron permanecer bastante tiempo, y según creía San Epifanio, duró dos años este destierro. ¿Tuvieron hijos en este intervalo? No. El Evangelio está terminante. Cuando el Enviado celestial anunció a Josef la muerte del tirano, no se había aumentado la santa Familia, puesto que constaba de los mismos miembros que la componían a la hora de la partida de Belén. La palabra del Ángel mandando el regreso al país de Israel, ofrece completa analogía con la que había determinado la huida a Egipto. «Levántate, toma al niño y su madre, y huye a Egipto», había dicho la primera vez. «Levántate, toma al niño y su madre, y vuelve al país de Israel», dice la vez segunda. «Y levantándose Josef, tomó al niño y su madre, y volvió al país de Israel». No hay, pues, lugar aquí para ningún otro niño más que Jesús. Después del regreso a Nazareth, transcurren nueve años hasta el episodio del viaje a Jerusalén en la festividad de la Pascua. Si hubieran nacido hermanas y hermanos uterinos en este intervalo, deberíamos descubrir algún indicio de ello. La misma naturaleza del incidente referido por el Evangelista con tantos pormenores, se presta admirablemente a la investigación que nos ocupa. «El niño crecía y se fortifica en espíritu, la gracia de Dios estaba en él». Así dice la narración de San Lucas. No se hace mención alguna de hermanos ni de hermanas segundas sobre quienes hubiera influido el encanto de esta divina infancia. Sólo se ve a Jesús en primer término; María y Josef, concentrando todos sus cuidados, su adoración y su amor sobre este tesoro de bendiciones y de gracias: la trinidad terrestre de Belén, del destierro a Egipto, y del regreso a la patria, he aquí el cuadro Evangélico de la santa Familia, preparándose a dejar a Nazareth para ir a celebrar la solemnidad pascual a la Ciudad santa. El viaje no tiene nada insólito. Desde el año en que fue ensangrentada la festividad de la Pascua con la degollación de las tres mil víctimas de Arquelao, se habían conformado Josef y María a las prescripciones de la ley mosaica. Es probable que Jesús les hubiese ya acompañado anteriormente. En todo caso, si hubiera tenido María niños que hubieran exigido sus cuidados maternales, hubiera sido imposible verificar esta piadosa peregrinación. Además, en la hipótesis [221] racionalista, debían crear un obstáculo permanente los frecuentes nacimientos que es necesario admitir para constituir una familia numerosa. Sin embargo, el Evangelista atestigua que «todos los años» omnes annos «iban el padre y la madre a celebrar la Pascua a Jerusalén». Reflexiónese sobre el valor de esta palabra; Omnes annos, aplicada, sin excepción, a un intervalo de nueve años, y se comprenderá todo el valor de nuestro raciocinio. Pero no es esto todo. El niño Jesús permanece en Jerusalén, al volver sus padres a Nazareth, después de la solemnidad pascual. Veríficase esta separación sin suscitar la menor inquietud en Josef y María: los grupos de los peregrinos se dividen para el viaje en dos coros de hombres y mujeres, que marchaban precedidos de los niños, y cantando los salmos de David. Hízose, pues, la primer jornada del camino con toda tranquilidad, creyendo Josef y María que iba Jesús con los demás compañeros de viaje; In comitatu, dice San Lucas. Si hubiera tenido Jesús hermanos y hermanas, es evidente que hubieren pensado sus padres que estaba con ellos. Mas cuando al acampar por la noche, inquieren Josef y María acerca de Jesús, no preguntan por él a sus hermanos ni a sus hermanas, sino a sus parientes y a sus conocidos». Requirebant eum inter cognatos et notos. En semejante caso, hubieran debido dirigir su primer pregunta a los hijos segundos de la familia, habiéndoles preguntado María: ¿Dónde está vuestro hermano? ¿Dónde le habéis dejado? ¿Cuándo se ha separado de vosotros?- Así se lo hubiera dictado a todas las madres su propio corazón. No tenía, pues, Jesús hermanos ni hermanas a quienes poder dirigirse para adquirir noticias de él. Téngase en cuenta y medítese bien aquí, cada pormenor del relato Evangélico. O los pretendidos hermanos y hermanas de Jesús iban en aquel viaje, o se habían quedado en Nazareth. En una y en otra hipótesis, sería inexplicable la conducta de María y de Josef tal como nos la da a conocer el Evangelista. Si permanecieron en Nazareth. ¿quién cuidó de ellos en la humilde morada del carpintero? Si se quedaron en Nazareth, necesita volver a verlos el corazón de sus padres. La permanencia de Jesús en Jerusalén hubiera producido el efecto de separar a los dos esposos: el uno, hubiera vuelto a Jerusalén a buscar el hijo mayor de la familia, mientras lleno de ansiedad el otro, hubiese corrido a abrazar a sus demás hijos. ¿Es así como obran Josef y María en el Evangelio? No: no se encuentra [222] Jesús entre los parientes y amigos de la familia al acampar por la noche, y Josef y María consideran haberlo perdido todo. No se opone a su determinación ningún otro afecto. Sin recomendar a nadie pretendidos hijos que no existen, sin llevárselos consigo, como hubiesen hecho a haber ido con ellos en el viaje, vuelven María y Josef a Jerusalén. Llegan allí, encuentran a Jesús en el atrio del Templo, sentado entre los discípulos de los Doctores, interrogando a estos últimos, y respondiendo a sus preguntas con una prudencia y una sabiduría que admiran a los asistentes. Pero Josef y María están solos; no tienen consigo otros hijos. La afligida madre, no dice a Jesús. He aquí que tu padre, tus hermanos y yo, te buscábamos desconsolados. Jesús no tiene hermanos ni hermanas. María lo encuentra todo al hallar a su hijo unigénito y primogénito. Cuando vuelven a Nazareth, está allí solo Jesús, sumiso a sus padres: él es el único que llena el corazón de María, que conserva todas sus palabras, en una meditación celestial. Jesús es el único hijo suyo que se halla en el banquete de las bodas de Caná. María a su vez se encontrará sola al pie de la cruz donde expira Jesús. No quedará ningún otro hijo para consolar a la Madre dolorosa ¡Ah! si hubiera tenido María hijos o hijas, le hubiese dicho Jesús al morir, indicando a San Juan: «He ahí a tu hijo!» y a San Juan, designando a María: «¡He ahí a tu Madre!» Puede destruirse todas las páginas del Evangelio; puede mancharse con blasfemias cada una de las palabras de este libro divino; pero jamás se conseguirá introducir en el contexto de su narración, otro hijo, nacido de la Virgen María, distinto del divino Niño de Belén.

33. Sin embargo, oiremos más adelante a la muchedumbre agrupada en torno del Salvador, exclamar, al admirarse de los milagros que obra y de la doctrina que sale de sus labios: «Qué ¿no es éste el artesano, hijo de María, hermano de Santiago, de Josef, de Judas y de Simón 380?» La exclamación referida por San Marcos se halla en iguales términos en el Evangelio de San Mateo: «¿No es éste el hijo de un artesano? ¿No se llama María su Madre, y sus hermanos Santiago, Josef, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no están todas con nosotros 381?» En otra ocasión, estando Jesús enseñando al pueblo en una casa de Cafarnaúm, fueron a decirle: [223] «Mira que tu Madre y tus hermanos están fuera buscándote. -¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos, respondió Jesús. Y extendiendo la mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque cualquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi Madre 382 «Finalmente, San Juan añade que muchos de los hermanos de Jesús no creían en él 383». Estos textos son terminantes, dicen los protestantes de nuestros días que los reproducen con afectación, en mil folletos destinados a la propaganda popular. ¿No veis, añaden, que puesto que llama él Evangelista a Santiago, José, Simón y Judas hermanos de Jesús, es una invención de la idolatría católica la perpetua virginidad de María? He aquí la objeción en toda su fuerza. Sin embargo, sólo prueba una cosa, la decadencia, en el seno del protestantísimo actual, de la ciencia escrituraria. En otro tiempo se expresaba Calvino de esta suerte: «Ya hemos dicho en otro lugar, que según costumbre de los Hebreos, se llamaba hermanos a todos los parientes. Por tanto, aparece Helvidio sobrado ignorante al decir que tuvo María muchos hijos, porque se hace mención en algunos pasajes de los hermanos de Cristo 384». También Grocio desmentiría a los modernos intérpretes: «Los que llama hermanos de Cristo el Evangelio, dice, eran primos suyos. Esta locución familiar entre los Hebreos se hallaba en uso, entre los Griegos y entre los mismos Romanos 385». Es de sentir, en verdad, que se hallen hoy los protestantes menos familiarizados con el estudio de los libros sagrados, que lo estaban sus antepasados Calvino y Grocio. Pero esto es de cuenta suya. Lo que importa decir, es, que la Iglesia ha leído desde hace dos mil años el Evangelio tal como lo vemos en el día. Cualquiera que lo abra, encontrará en él con palabras claras y terminantes, que «María, Madre de Santiago y de Josef, esposa de Cleofás, era hermana de la Madre de Jesús 386». Iguales palabras consignan San Mateo, San Marcos y San Juan. He aquí, pues, que San Judas, en el versículo I de su Epístola Católica, se llama él mismo: «Hermano de Santiago 387». Era, pues, su padre Cleofás, y su madre la hermana de la Santísima Virgen. Finalmente, Simón, segundo obispo de Jerusalén, sucedió, dice Eusebio, a su hermano [224] Santiago en esta silla episcopal 388». Si os ocurre negar el valor del testimonio de Eusebio en esta circunstancia, este mismo historiador tomará la precaución de advertiros, que escribió esta particularidad Hegesipo, contemporáneo de Simón, y judío de nacimiento, habiéndola tomado él de este testigo ocular.

34. Es, pues, indudable que Santiago, Josef, Judas y Simón, enumerados en los pasajes de San Mateo y de San Marcos, citados más arriba, no eran hermanos del Salvador, en el sentido que damos hoy a esta palabra, sino que eran solamente sus primos hermanos. La misma crítica racionalista lo reconoce así: «Parece, dice, que los cuatro personajes que se supone ser hermanos de Jesús y uno de los cuales al menos, Santiago, llegó a obtener una grande importancia en los primeros anos en que se desarrolló el Cristianismo, eran primos hermanos suyos 389». Esta confesión nos dispensa de insistir más. Entre los Hebreos, la palabra «hermano», (Akh) tenía dos significaciones, la una general, que indicaba simplemente el parentesco en todos los grados, tales como los de primo, tío, sobrino, etc.; la otra limitada y precisa, idéntica a nuestro sentido actual. Loth era sobrino de Abraham, lo que no impedía que dijera el escritor sagrado: «Habiendo sabido Abrahán el cautiverio de Loth, su hermano, armó a sus servidores para librarle, y volvió a traer a Loth, con todas sus riquezas 390 Labán era tío de Jacob, y no obstante, habla así es su sobrino. «¿Se dirá que porque eres mi hermano, me has de servir gratuitamente 391». El joven Tobías y su esposa Sara eran primos en un grado muy remoto, y Tobías, la llama hermana suya 392. Son estos modos de hablar sabidos de todos los que han estudiado la antigüedad sagrada y profana, porque se hallan fórmulas absolutamente idénticas en todos los autores griegos y latinos 393. Sería [225] ya tiempo de que volviera el protestantísimo a adquirir un poco más de ciencia o un poco menos de mala fe.

35. En cuanto a la imaginación que despliega el moderno racionalismo para dar a María hijos e hijas que vivieron oscurecidos, y cuya consideración no parece haber sido igual a la de sus primos 394», es uno de esos sueños que nada justifica y que no puede adoptarse. El milagro por el cual se halla sustituido el nombre de estos desconocidos, «en boca de las gentes de Nazareth, por los nombres de los hijos de Cleofás 395, permanecerá inexplicable a todas las comisiones de sabios que quisieran tomarse la molestia de examinarlo. Sólo hay un punto en esta excursión al país de las quimeras, accesible a cualquier controversia». Las hermanas de Jesús, se dice, se casaron en Nazareth 396. He aquí al menos, una afirmación que tiene cuerpo: Se la puede coger y tocar tanto mejor cuanto que la apoya el exégeta en una nota concebida en estos términos: «Marc., VI, 3». Abrimos, pues, el Evangelio, para buscar en él la explicación alegada, y leemos las palabras siguientes, que no aluden próxima ni remotamente a un matrimonio. «¿No es éste un artesano, hijo de María, hermano de Santiago, de Josef, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no están aquí con nosotros? Y se escandalizaban de él 397. « Para ver en este texto la indicación de un matrimonio, se necesita hacer una interpretación extensiva que traspasa todas las leyes ordinarias de la lógica y del sentido común. Pero tal vez dispone acaso el racionalismo de una dialéctica extra-natural.



Capítulo IV

Preparación al Apostolado

Sumario

§ I. DIEZ Y OCHO AÑOS DE VIDA OSCURA EN NAZARETH.

1. Vida oculta de Jesucristo. Fecundidad divina de esta inacción aparente. -2. Sucesión de los gobernadores romanos en Jerusalén. Muerte de Augusto. El emperador Tiberio. Anás y Caifás. Poncio Pilatos. -3. Muerte de San Josef.

§ II. PREDICACIÓN DE SAN JUAN BAUTISTA.

4. El Precursor. -5. Autenticidad del relato Evangélico. Syncronismo -6. Discursos de San Juan Bautista. -7. Diputación de los Fariseos de Jerusalén a San Juan Bautista. Recibe Jesús el bautismo en las aguas del Jordán. -8. Testimonios de la historia profana relativos a San Juan Bautista.

§ III. AYUNO Y TENTACIÓN.

9. Relato evangélico de la Tentación de Jesucristo en el desierto. -10. Ayuno de Jesucristo -11. Pretendida rehabilitación de Satanás por el racionalismo moderno. -12. Verdadero carácter de la Tentación de Jesús. El hombre no vive solamente de pan. -13. Paralelismo de la Tentación de Jesucristo con la del Edén.

§ IV. PRIMERA VOCACIÓN DE LOS APÓSTOLES.

14. Andrés, Juan, hijos de Zebedeo, y Simón, hijo de Jonás, ven por vez primera a Jesucristo. -15. Los pescadores, Apóstoles futuros. -16. Felipe y Nathanael. -17. Caracteres milagrosos de la vocación de Nathanael.

§ V. LAS BODAS DE CANÁ.

18. Narración evangélica de las bodas de Caná. -19. Intervención de María en la primer manifestación de la divinidad de Jesús. -20. El Architriclinio. -21. Carácter patente del milagro de Caná. -22. Sentido divino del milagro.





§ I. Diez y ocho años de vida oscura en Nazareth

1. Desde el incidente del viaje a Jerusalén hasta la manifestación de Jesucristo, trascurren diez y ocho años de silencio y de vida en la oscuridad de Nazareth. Una palabra resume toda la obra divina durante este intervalo. «Estaba sumiso a ellos». Esta inacción parece larga a nuestra humana impaciencia. Y sin embargo, bastarán tres años de vida pública al Verbo encarnado para fundar [228] el edificio inmortal de la Iglesia, para arrancar el mando a la tiranía de Satanás y renovar la faz de la tierra. Mas pasará diez y ocho años enseñándonos, con su ejemplo, la práctica y el amor a la humanidad y a la sumisión. Si pues, concentrados en nosotros mismos y sondeando el abismo de nuestras miserias, queremos reflexionar en la grandeza de semejante obra, comprenderemos en breve, que no hay actividad alguna, comparada con esta inacción aparente, que pueda ser más fecunda. La oscuridad de Nazareth parece ser el prolongamiento, de la humillación del pesebre; la sumisión en la morada del carpintero es el comentario en acción del cántico de los Ángeles: «¡Gloria a Dios en las alturas del cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!» Al descender el Verbo al mundo, no vino a cambiar las condiciones fundamentales de existencia de la humanidad decaída. No vino a suprimir el padecimiento, el trabajo, las relaciones jerárquicas de dependencia y de superioridad, de riqueza y de indigencia, de poder y de subordinación: vino a abrazarlas en su persona para divinizarlas. Así, pues, se emplean diez y ocho años de la vida de Jesús, que será por siempre el modelo de toda vida, en enseñarnos estas grandes cosas. El Verbo enseña al mundo, esclavo de todas las pasiones, la pasión divina del padecimiento, del trabajo oscuro, de la sumisión, en un corazón perfecto. Desciende la paz al taller, al fondo de los ergastulos, a los calabozos, a las minas, donde quiera que trabaje y padezca generosamente una alma arrepentida, uniendo sus dolores a los del Hombre-Dios. En estos diez y ocho años, crea Jesús el trabajo cristiano. «La obra del Padre celestial» llama a los más oscuros artesanos, solicita los trabajos más humildes, eleva, engrandece, diviniza todo cuanto existe miserable y desdeñado por el orgullo humano. Así es como podemos comprender la respuesta que dio a María Jesús, sentado entre los doctores, y la admirable condescendencia con que les estaba sometido.

2. Entre tanto se desarrollaban, siguiendo el curso ordinario de las cosas humanas, alrededor de la soledad de Nazareth, los acontecimientos que atraen las miradas de la política vulgar y fijan la atención de los mortales. Sucedíanse en Jerusalén los gobernadores romanos según la voluntad imperial. Coponio fue el primero, después del empadronamiento definitivo de Quirinio, que llevó este título oficial. Habíase apaciguado prontamente la resistencia provocada por [229] Judas el Galonita, sin que comprometiera la seguridad general ningún accidente sensible. Sin embargo, debemos citar aquí un rasgo característico del odio inveterado de los Samaritanos contra el Templo de Jerusalén. En la Pascua que siguió a la de la narración evangélica, se introdujeron secretamente algunos samaritanos, con la multitud de peregrinos, en los pórticos, sagrados, que se acostumbraba abrir a media noche, para la solemnidad de los Azymos. Estos extranjeros sembraron, a favor de la oscuridad, las galerías de huesos de cadáveres, logrando también arrojarlos en el interior del Templo. Según las prescripciones mosaicas, era este acto una profanación que producía la impureza, legal. El historiador Josefo, en trasmitirnos este pormenor, confirma así, anticipadamente la verdad del texto evangélico, que en breve nos mostrará, viva y obstinada, la antipatía de los Judíos y de los Samaritanos. Coponio fue reemplazado al año siguiente por Ambibuco, bajo cuyo gobierno murió la hermana de Herodes, el Idumeo, la intrigante Salomé. Acababa Augusto de asociar al imperio a su hijo adoptivo Tiberio 398, (año 16 de la edad de J. C., 12 de la E. V.); el mundo romano iba a inclinarse bajo el despotismo caprichoso y sangriento de un monstruo. Tres años después, era nombrado Anio Rufo gobernador de Judea, y en breve murió el mismo Augusto a la edad de setenta y cinco años (año 18 de la edad de J. C., 14 de la E. V). Enviose a Jerusalén un nuevo gobernador escogido por Tiberio, que fue Valerio Grato, el cual notició a los Judíos el feliz advenimiento de un tirano al trono del mundo, y el tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, se apresuró a dar a la antigua Sephoris, que acababa de reedificar el nombre glorioso de Tiberíades. El lago de Genesareth, a las orillas del cual se elevaba la ciudad, tomó también el sobrenombre impuesto a la misma por una adulación servil. El tetrarca de Iturea, Filipo, no menos celoso de merecer las gracias imperiales, dedicó también en honor de Tiberio César, la ciudad de Paneas que acababa de reedificar en el nacimiento del Jordán, dándola por nombre Cesarea de Filipo. De esta suerte invadía la historia romana la Judea, y sólo la necedad de un racionalista podía formular esta aserción extraña: «Jesús no tuvo idea alguna exacta del poder romano 399»; [230] pues toda la Palestina llevaba en tiempo de Nuestro Señor la librea de Tiberio. Uno de los primeros actos de Valerio Grato en Jerusalén, fue despojar al pontífice Anás de la dignidad de sacrificador, para investir con ella a un sacerdote oscuro, Ismael, hijo de Fabi. Algunos meses después, era sumergido en el olvido este Ismael, por la misma mano que acababa de sacarle de él. Eleazar, hijo del gran sacerdote Anás, se revestía con las sagradas insignias de Aarón, volviendo a entregarlas al año siguiente a Simón, hijo de Kamith. Josefo consigna todos estos cambios, sin acompañarlos de una sola razón como historiador, ni de una sola queja como judío. El motivo era sin duda la avaricia de los gobernadores, que ponían a pública subhasta esta sagrada dignidad. Además, hubiera sido inútil la queja, porque si bien era el Pontificado Supremo, en su institución, un cargo hereditario ¿tenían ya los Judíos el poder de revindicar uno solo de sus privilegios? Valerio Grato ejerció por once años, bajo el nombre de Tiberio, su autoridad despótica en Jerusalén. Cuando recobró la gracia del Emperador, quiso beneficiarse otra vez con la venta del Pontificado Supremo, y lo confirió a Caifás, yerno del ex-gran sacerdote Anás. El sucesor de Grato fue Poncio Pilatos (año 30 de la edad de J. C. 26 de la E. V).

3. Así trae la historia profana al teatro de la Judea los futuros culpables de un deicidio. En esta época San Josef, el virginal esposo de María, el padre putativo de Jesús, el humilde carpintero de Nazareth, había terminado su vida mortal. A la manera que el patriarca, cuyo nombre llevaba, había distribuido el pan al verdadero Israel 400, al Niño de Belén, bastante fuerte para luchar, en nombre de la humanidad decaída, contra la justicia de Dios. Habíale visto el Egipto, como en otro tiempo a su antepasado, prestar el apoyo de su brazo al verdadero rey del mundo. En tiempos pasados murió el hijo de Jacob en tierra extranjera; San Josef muere lo mismo en el umbral de la historia evangélica, antes que se consumara la redención del mundo. Al dejar Moisés el Egipto, a la cabeza de los Hebreos que habían recobrado la libertad, se llevó piadosamente los despojos del antiguo ministro de Faraón, que depositó Jossué en el suelo de la Tierra Prometida. Así Jesucristo, vencedor de la muerte, introdujo en el reino de su Padre celestial el alma santa y [231] amadísima de aquel que fue su padre adoptivo en la tierra, y el virreinato que ejerció el hijo de Jacob en Egipto, lo ejercerá San Josef en los cielos, al lado del trono de María, participando en proporción relativa de la omnipotencia suplicante de la Santísima Virgen. San Josef es el lazo que une al mundo patriarcal y al Antiguo Testamento con el mundo cristiano y el Testamento Nuevo. Sin decirnos el Evangelio la época exacta de su muerte, nos indica suficientemente que precedió a los años de la vida pública del Salvador. Si se quiere una prueba decisiva de ello, la encontraremos en las mismas palabras de los Judíos, que enumeran toda la parentela de Jesús: «Tenemos, dicen, entre nosotros, su madre, sus hermanos sus hermanas». Y no hay duda que si hubiera vivido aun San Josef en aquella época, no hubiera sido omitido en esta enumeración, y no se hubieran limitado a recordar sólo su memoria. Admirados los Judíos de las maravillas del Hombre-Dios, manifiestan toda su sorpresa al verlas verificadas por aquel a quien llaman «el hijo del carpintero Josef». ¡Glorioso sobrenombre del esposo de la Virgen María! Josef fue en efecto el artesano, hasta cierto punto de la salvación del mundo, pues cooperó con admirable docilidad a la obra de la Redención. El Padre celestial le trasmitía sus órdenes por la voz de los Angeles, y el humilde carpintero, sucesor en tiempo de Herodes, de los derechos desconocidos de David, tuvo la gloria de representar al Padre en la terrestre trinidad de la Sacra Familia. Cuando murió en brazos de Jesús y de su Madre, y se reunió a sus abuelos, terminaba el período de oscuridad y de silencio del Verbo encarnado. Habíase cumplido la obra de Josef, quien había guardado fielmente los dos depósitos confiados a su vigilante ternura: la infancia del Hijo de Dios y la virginidad de María 401. Iba a comenzar la obra publica de Jesucristo, y ya el precursor Juan Bautista, nuevo Ellas, preparaba el camino al Redentor del mundo.




DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § V. La vuelta a Egipto