DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § I. La primera Pascua



§ II. La samaritana

10. Después de la profesión de fe tan explícita del Precursor, acudió la muchedumbre, con un ardor nuevo, al lado de Jesús. Los Fariseos y los doctores de la ley, prevenidos ya contra Juan Bautista, cuyo bautismo afectaban rechazar 490, no se mostraron menos hostiles a la influencia del Salvador. «Habiendo, pues, sabido con furiosos celos que Jesús hacía más discípulos y bautizaba más que Juan, dice el Evangelista, conociendo Jesús sus malos designios, dejó la Judea y se fue otra vez a Galilea, para lo que le era necesario pasar por Samaria. Llegó, pues, a una ciudad de este país llamada Sicar, próxima a la heredad que había dado Jacob a su hijo Josef, y donde estaba el pozo llamado la Fuente de Jacob. Fatigado Jesús del camino, se sentó en el brocal del pozo. Era ya cerca de la hora de sexta 491. Y habiendo venido una Samaritana a sacar agua, le dijo Jesús: Dame de beber, (porque sus discípulos habían ido a la ciudad próxima a comprar de comer.) Y la Samaritana le dijo: ¿cómo, siendo tú Judío, me pides de beber a mí que soy Samaritana? ¿por qué los Judíos no comunican con los Samaritanos? -Respondió Jesús y le dijo: si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice, dame de beber, puede ser que tú le hubieras pedido a él y te hubiera dado agua viva. -Señor, respondió ella, tú no tienes con qué sacarla, y el pozo es profundo. ¿Dónde, pues, tienes el agua viva? ¿Eres tú por ventura mayor que nuestro Padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebió él mismo y sus hijos y sus ganados? Respondió Jesús y le dijo: Todo el que bebe de esta agua, volverá a tener sed; mas el que beba del agua que yo le daré, nunca jamás tendrá sed; antes el agua que yo le daré vendrá a ser dentro de él un manantial de agua que manará sin cesar hasta la vida eterna. -¡Ah! Señor, exclamó la Samaritana, dame de esa agua, para que no [274] tenga yo más sed ni haya de venir aquí a sacarla. -Pero Jesús le dijo: Ve y llama a tu marido y vuelve con él. -Respondiole la mujer: Yo no tengo marido. -Y Jesús añadió: Bien has dicho, que no tienes marido; porque cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes, no es tu marido; en esto dijiste la verdad. -La mujer respondió: Señor, veo que tú eres profeta; instrúyeme sobre este punto. Nuestros padres adoraron a Jehovah en este monte, y vosotros los Judíos decís que el lugar donde se debe adorar es Jerusalén. -Mujer 492, respondió Jesús, créeme a mí: ya llegó el tiempo en que ni en este monte ni en Jerusalén adoréis al Padre. Vosotros los Samaritanos adoráis lo que no conocéis, pero nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salud (o el Salvador) procede de los Judíos. Pero ya llega el tiempo, ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y por lo mismo, los que le adoran, deben adorarlo en espíritu y en verdad. -Ya sé, replicó la Samaritana que está para venir el Mesías (que quiere decir Cristo). Cuando venga, pues, él nos lo declarará todo. -Y Jesús le respondió: Ése soy yo, que hablo contigo. A este tiempo llegaron sus discípulos y se admiraban de que estuviese hablando con una mujer. No obstante, ninguno le dijo ¿qué le preguntas, o qué hablas con ella? -Con esto, la mujer dejó su cántaro y fue a la ciudad y dijo a aquella gente: Venid a ver un hombre que me ha revelado todos los secretos de mi vida. ¡Será éste, por ventura el Cristo! -Salieron ellos de la ciudad y vinieron a verle. Entre tanto, habían servido los discípulos la comida, y rogaban a Jesús diciendo: Maestro, come. -Y él les respondió: Yo tengo para alimentarme un manjar que vosotros no sabéis. Y los discípulos se preguntaban unos a otros. ¿Acaso le habrá traído alguno que comer durante nuestra ausencia? -Pero Jesús respondió. Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me envió y cumplir su obra. ¿No decís vosotros que aún faltan cuatro meses hasta la siega? Pues yo os digo. Alzad vuestros ojos, tended la vista por los campos, y ved ya las mieses blancas y a punto de segarse. Aquel que siega recibe su jornal y recoge el fruto para la vida eterna, para que así haya contento tanto para el que siembra como para el que siega. [275] Porque en esto es verdadero el refrán de que, uno es el que siembra y otro el que siega. Yo os he enviado a vosotros a segar lo que no sembrasteis; otros hicieron la labranza, y vosotros habéis entrado en sus labores. Así habló Jesús. Y muchos Samaritanos de aquella ciudad creyeron en Jesús por la relación de la mujer que aseguraba que le había revelado todos los secretos de su vida. -Y habiendo venido los Samaritanos a encontrarle, le pidieron que se quedase allí, y se quedó dos días. Y creyeron en él muchos más, por haber oído sus discursos. Y decían a la mujer: ya no creemos por tu relación, sino porque nosotros mismos le hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo 493.

11. En cada pormenor de este episodio evangélico brilla la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo con una sencilla y dulce majestad, que eclipsa todo comentario. A la sexta hora del día, cuando devoran los rayos del sol del medio día la campiña abrasada, el Salvador, fatigado del camino va a sentarse en el brocal del pozo de Jacob. «No sin un misterio de amor, dice San Agustín, Jesús, la fuerza de Dios, el que viene a reparar todos los desfallecimientos y flaquezas, se somete a la fatiga del camino. ¿Hay poder más supremo que el del Verbo creando el mundo sin esfuerzo? Pero admírese este milagro de debilidad; ¡el Verbo se hizo carne y habitó con nosotros! La fuerza de Cristo nos creó, y la debilidad de Cristo nos regeneró! ¡La fuerza llama a la vida lo que no existía aún; la debilidad preserva lo que es de una perdición universal; la fuerza nos ha creado, la debilidad nos salva». Había sonado la sexta hora de los siglos para el género humano, que marchaba al través de las seis edades de la historia antigua. ¿Qué áspero camino no ha señalado desde el umbral del Edén hasta bajo el azote de Tiberio? Nadie ha aplacado la sed de este viajero que iba errante por los áridos arenales del paganismo, suspirando por las fuentes de agua viva, pidiendo la verdad a todos los sabios, inclinándose hacia todas las doctrinas, y recayendo finalmente a la pesada impresión de la luz y del calor en una sombría desesperación. ¡Oh Jesús, esposo divino de la humanidad, a vos que abrazasteis sus fatigas, sus miserias y sus flaquezas, toda mi alma os adora, en esta fuente de Jacob, abierta en otro tiempo por el Patriarca, y de [276] donde van a brotar a vuestra voz torrentes de gracia, de refrigerio y de paz! Los discípulos, en su afecto enteramente humano, han ido a la ciudad de Sicar a comprar las modestas provisiones que quieren ofrecer a su maestro para su alimento. Mas Jesús tiene una hambre y una sed desconocidas, ¡tiene sed de almas, tiene hambre de esa mies espiritual cuyas maduras espigas blanquean entre las naciones: está hambriento de la salvación del mundo!

12. Pero ¿quién podrá comprender nunca las infinitas ternuras y las divinas condescendencias que se juntan en su corazón, con esta hambre y esta sed inconmensurables? «Dame de beber», dice a la Samaritana, que baja con su cántaro a tomar la agua viva. Tal es aún, tal será hasta el fin de los siglos la súplica de Jesús. Divino solicitante de las almas, dirige a cada una de ellas la misma palabra. Así, dice a Felipe: «Sígueme», muestra a Nathanael los cielos abiertos y subiendo y bajando del cielo los Ángeles sobre el Hijo del hombre: descubre a Nicodemo esa exaltación de la cruz que ha de levantar al mundo con un impulso divino; a los convidados de Caná, ofrece el excelente vino del Evangelio, reemplazando el agua degenerada con que llenan los Fariseos la copa doctoral, pero pide a cada uno su alma, y repite como a la Samaritana: «dame de beber». La extranjera «ignora el don de Dios», a la manera que todas las almas extraviadas y pecadoras que han oído y que oirán aun la palabra del divino Maestro. Levántanse abismos de separación entre la Samaritana y el Judío desconocido que le dirige esta súplica. El anatema del Sanhedrín condenaba a todo judío que se atrevía a comunicar con un Samaritano, excepto únicamente cuando se trataba de relaciones comerciales. Por lo demás, el sacerdote de Jerusalén que acogía para el Templo la ofrenda de un pagano, rechazaba con horror la de un hijo de Samaria. Así, al través de abismos, de preocupaciones, de errores y de odios, llama diariamente la voz de Jesucristo a la puerta de las conciencias, que le responden como la mujer de Sicar: «¿Cómo siendo tú Judío me pides de beber a mí que soy Samaritana? Porque los Judíos no comunican con los Samaritanos». Así se rechaza la súplica del Dios desconocido que tiene sed de almas; se aparta a este solicitante omnipotente, como un importuno, como un enemigo. En la historia de una conversión en el brocal del pozo de Jacob, tenemos la historia de todas las conversiones. La Samaritana atribuía sin duda a la casualidad el encuentro del divino [277] extranjero; asimismo, parece que es la casualidad la que pone una conciencia humana en frente de la divinidad olvidada o desconocida del Salvador. Pero en realidad, Jesús esperaba a la Samaritana en el pozo de Sicar, así como espera siempre, y prepara la ocasión de esperar al pecador en las fuentes de la Penitencia. Las resistencias del alma que lucha bajo el golpe victorioso de la gracia, las objeciones de la incredulidad, del racionalismo, de la falsa ciencia, son exactamente las de la Samaritana «¿De dónde sacas esta agua viva? Tú no tienes en qué sacarla, y el pozo es profundo. ¿Eres, por ventura, mayor que nuestro padre Jacob que nos abrió este pozo, del cual bebió él mismo y sus hijos y ganados?» El pozo de Jacob tenía más de treinta metros de profundidad 494. El agua viva que encerraba, llamada así en oposición a los depósitos estancados de aguas pluviales que se recogen en Palestina en las cisternas, era el único recurso de la comarca. He aquí lo que le opuso la Samaritana, interpretando las palabras de Jesús en sentido material.

13. Y no obstante había dicho Jesús: «Si conocieras el don de Nos, si supieses quién es el que te habla y te dice: Dame de beber, tal vez le hubieras tú hecho la misma súplica y te hubiera dado agua viva». La Samaritana ignoraba que hubiera venido el Verbo encarnado a darse a sí mismo al mundo, y que hubiera trasportado a la tierra, por medio de esta divina liberalidad, toda la riqueza de los cielos. Cuatro mil años de indigencia, de miserias y de desnudez pesaron sobre la humanidad hasta la hora en que trasformó el don de Dios la pobreza en un tesoro inagotable, el padecimiento en un manantial de eternos regocijos. Así sucede también aun respecto de las almas. El mayor obstáculo entre la acción reparadora del Salvador, y una conciencia extraviada es la ignorancia del don de Dios. Ceguedad fatal que sumerge al alma en las tinieblas palpables del materialismo. Esta fuente de verdad y de vida que promete Jesús al pecador, la desdeña éste y niega su existencia. ¿Pues qué, dice, no ocultan la verdad y la vida sus secretos a inexploradas profundidades? El pozo de la sabiduría y de la virtud es un abismo. ¿Cuáles son, pues, los medios que emplea Cristo para hacerlas surtir? [278] Los más grandes genios de la humanidad ¿abrieron con sus trabajos manantiales que basten a saciar las inteligencias? ¿Es por ventura Cristo más grande que ellos? -Tal es la obstinada respuesta del orgullo humano que no conoce el don de Dios, y Jesús no se cansa de hacer su misteriosa invitación: «Todo el que bebe del agua de vuestros pozos volverá a tener sed; mas el que beba del agua que yo le daré, nunca jamás tendrá sed; porque el agua que yo le daré será para él una fuente de agua que salte hasta la vida eterna». El agua del pozo de Sicar, continúa San Agustín, «es el deleite oculto en las tenebrosas profundidades donde van a tomarle los hombres en el cántaro de las pasiones, inclinándose hacia el abismo para recoger en él algunas gotas de deleite y bañar con él sus labios. «Pero lejos de apagar la sed esta bebida, enciende en los corazones llamas inextinguibles. Si prometiera Jesús a los que están gastados por los placeres y los goces de este mundo el agua de un deleite siempre renaciente y siempre satisfecho, responderían también con la Samaritana: «¡Ah! ¡Señor! ¡dame de esa agua!» Pero los torrentes de agua viva que abre Jesús en las almas, no son de esta naturaleza. La mujer de Samaria va a verificar en breve esta experiencia y a abjurar su error.

14. Hasta aquí se ha sostenido el diálogo en un paralelismo riguroso, entre las preocupaciones enteramente materiales de la extranjera y las alturas divinas a donde la eleva cada respuesta de Jesús. Los Samaritanos, dice el doctor Sepp, creían que una multitud de manantiales que descendían de la montaña santa de Garizim atravesaban la llanura en su corriente subterránea, e iban a formar a algunos estadios un torrente que llevaba sus ondas al Jordán. La mujer de Sicar se persuadió que iba su interlocutor a abrir uno de esos manantiales ocultos, haciéndoles surtir a cielo abierto. Imbuida de esta idea exclama: «Señor, dame de esa agua para no tener sed ni venir aquí a sacarla, a tanta profundidad». Y todavía pudo imaginarse, por último, en su cándida interpretación, que necesitaba auxilios el desconocido para hacer excavaciones y dirigir hacia la ciudad de Sicar una fuente de agua viva. Éste fue tal vez el sentido que dio desde luego a la palabra de Jesús: «Ve y llama a tu marido y vuelve con él». Tal es también la intimación divina que dirige Jesús a las almas a quienes quiero someter a su imperio. La inteligencia humana no tiene más que un esposo legítimo, la verdad; [279] pero ¿cuántas uniones adúlteras no contraen con las pasiones el error y los sentidos pervertidos? He aquí por qué le manda Jesús que apele a su tribunal y pase revista a todos los tiranos, cuyas cadenas ha aceptado, ha roto y vuelto a tomar sucesivamente, como la Samaritana. La mujer de Sicar vivía en medio de un pueblo en que habían llegado a ser la ley general el divorcio y la poligamia: habíase abandonado el espíritu de la institución mosaica, y no se respetaba ya la santidad del matrimonio. Cuando le habla el Salvador de su marido, responde la Samaritana: «Yo no tengo marido». Igualmente el alma pecadora exclama en su confusión y su arrepentimiento: «No tengo marido». He prostituido mi amor a pasiones ignominiosas, a todos los errores, a todos los desórdenes, a todos los vilipendios. Estos tiranos me han dejado en mi soledad y en mi desesperación uno en pos de otro. He paseado mi esclavitud por todas las regiones de la mentira; no he abrazado más que ilusiones, no he hallado más que remordimientos; es, pues, sobrado cierto que soy una adúltera y que no tengo esposo. He aquí la confesión del alma penitente, semejante en todo a la confesión de la Samaritana, en el brocal del pozo de Jacob. La confesión es la expiación, y la gracia, abriendo las fuentes de agua viva del arrepentimiento, hace brotar la verdad, como a torrentes. «¡Veo!» exclama la Samaritana. «¡Veo!» dice el pecador arrepentido. A entrambos ilumina y trasforma el rayo de la fe: «¡Señor, veo que tú eres un profeta!»

15. Desde este momento supremo en que el alma subyugada ha encontrado al Esposo celestial, desaparecen las preocupaciones materiales que la dominaban. Abandona la copa de las pasiones, así como dejó la Samaritana el cántaro en el brocal del pozo de Jacob; y comienza una nueva vida, teniendo por guía a Jesús. No basta la fe, debiendo agregarse a ella las obras, y las obras mismas requieren una dirección. «Nuestros padres adoraron en esta montaña, dice la Pecadora convertida, y vosotros decís que Jerusalén es el lugar en que se debe adorar». Tal era realmente el punto capital que constituía el cisma de los samaritanos. El monte Garizini era para ellos la montaña de Sión, el cual oponían al Templo, y del que esperaban la salvación: creían que debía nacer el Mesías de la raza de Efraín su abuelo, y parecíales la luminosa profecía que Jacob al morir haber dirigido a Judá, menos significativa que la bendición que había dado el Patriarca al segundo hijo de Josef. Así desviaban en [280] el sentido de sus preocupaciones y de sus errores, la Escritura, palabra divina entregada a los caprichos de la interpretación privada. ¡Ay! lo mismo verifican todas las inteligencias que se abrogan el derecho del libre examen, y rehúsan someterse a la autoridad divinamente constituida, con la misión de explicar el verdadero sentido de la Revelación divina. Bajo el Antiguo Testamento residía esta autoridad en los Profetas, el Sacerdocio y los doctores Judíos. Por esto respondió Jesús a la Samaritana: «En cuanto a vosotros, adoráis lo que no conocéis, pero nosotros los Judíos, adoramos lo que conocemos; porque la salud viene de Judea». Es decir: la interpretación de los Judíos es la única verdadera o exacta; la salvación, el Mesías, Cristo vienen de Belén-Ephrata, como ellos afirman. No dice Jesús: Vendrá; sino, «viene» Venit. Porque, en efecto, el tronco de Jessé había producido ya su vástago divino, y en aquel momento el Mesías que había nacido en Belén se hallaba sentado en el brocal del pozo de Jacob. ¡Cuántas veces la Iglesia católica, establecida divinamente bajo el Nuevo Testamento, para guardar el depósito de las Sagradas Escrituras, ha repetido las mismas palabras a las almas extraviadas en los senderos del cisma o de la herejía! ¡Cuántas Samaritanas han vuelto a pedirle en la serie de los tiempos, las fuentes de agua viva, desde las olvidadas sectas de Saturnino, de Manes y de Arrio, hasta las de Lutero y Calvino! El cisma, la herejía no prescriben nunca contra su maternal autoridad. Sentada siempre como su divino Esposo en el brocal del pozo de Jacob, espera la Iglesia a las almas sedientas de verdad, para abrirles las fuentes que saltan hasta la vida eterna.

16. Pero ¿con qué majestad acaba el Salvador de disipar las nubes en el alma convertida? «Mujer, créeme, dice a la Samaritana, viene el tiempo, y es ahora, en que no adoraréis al Padre ni en la montaña, ni en Jerusalén. Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque Dios es Espíritu, y los que le adoran deben adorarle en espíritu y en verdad». Hay en estas palabras una profecía y una doctrina. La profecía, en el momento en que se pronunció, excede a todas las conjeturas del género humano, constituye un milagro de primer orden, y transporta la inteligencia a las más elevadas esferas de lo sobrenatural. Hallámonos aquí en presencia de un hecho incontestable, cuyos datos son positivos: la incredulidad puede palpar el milagro, tocar con el dedo lo sobrenatural, y poner [281] la mano, como Santo Tomás, en la divinidad. Todas las objeciones accesorias contra la autenticidad, la veracidad, la credibilidad evangélicas no tienen nada que ver en esto. La cuestión se eleva sobre todos los incidentes, se formula en términos claros y precisos. ¿Podía afirmar en aquella época, con la menor apariencia de probabilidad, un hombre que hablase a la Samaritana en el brocal del pozo de Jacob que «había llegado la hora en que los verdaderos adoradores no adorarían a Jehovah, ni en Jerusalén ni en la montaña de Garizim?» Bien se atribuya esta palabra al mismo Jesucristo, bien se honre con ella a su historiador, no varía la cuestión; permanece siendo el mismo el milagro, y no subsiste menos la profecía. En efecto, era de toda imposibilidad a la intuición del genio más sublime, probar, predecir y afirmar como inminente esta gran revolución religiosa. Verificada hoy, nadie piensa en negarla. Pero entonces, cuando acudían los Judíos de todos los puntos del mundo a Jerusalén, a la solemnidad de la Pascua; cuando habían pasado por el universo toda clase de trastornos políticos, sin alterar ni modificar su creencia y su culto; cuando no se habían acabado aún todas las suntuosas construcciones del Templo, comenzadas por Herodes; cuando los hijos de Israel, establecidos en todas las comarcas del Imperio romano, apartaban de sus riquezas el tributo anual que enviaban a Jehovah, invocando tres veces al día, vuelto el semblante hacia el lado de Jerusalén, al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob ¿se hubiera atrevido a decir un hombre: «Viene el tiempo y es ahora, en que los verdaderos adoradores no adorarán ya al Padre en Jerusalén?» La raza judía es inmortal; reflexiónese bien en esto: es la única de las razas humanas que jamás se ha extinguido: en este momento, se halla en todas partes; pero hace diez y ocho siglos que los verdaderos adoradores no adoran ya al Padre, «ni en las alturas de Sión, ni en las montañas de Garizim. El racionalismo que quiere consignar milagros por medio de comisiones de sabios, de historiadores y de químicos, puede hacer, si le place, comprobar el milagro permanente de esta profecía.

17. Podrá también agregar a él el milagro de la doctrina, porque toda la historia de Jesucristo se mueve en lo sobrenatural, como en una atmósfera divina. A la hora en que hablaba el Mesías con la Samaritana, en este diálogo que se renueva a todos los instantes del día y en todos los puntos del espacio para las almas arrepentidas, [282] era el sacrificio sangriento la ley universal de todos los cultos. Enrojecían los templos arroyos de sangre; las coronas de flores no ahogaban los mugidos de las sagradas víctimas; el César Tiberio, Pontífice Supremo de Roma, registraba con sus manos las entrañas palpitantes; los bueyes con sus testas doradas, las ovejas y las terneras suministraban su grasa para los holocaustos y su carne para las hecatombes. Inmolación en toda la historia antigua es sinónimo de adoración. Derramábase sangre para adorar a Dios. Sangre en los altares de Egipto, de Fenicia, de Caldea, de Babilonia, de la India y del Asia Menor; sangre bajo las columnas del Partenón en Atenas; bajo la cúpula del Panteón en Roma; bajo la piedra de los Druidas en las Galias y bajo el espeso follaje de los bosques de la Germania. ¡Sangre por todas partes! El Samaritano inmolaba en las alturas del Garizim, mientras verificaba el sacerdote de Jerusalén los sacrificios mosaicos a la puerta del Templo. Tal era el aspecto religioso del mundo, cuando dijo Jesucristo a la Samaritana: «Viene el tiempo y es ahora, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad». No ya, añade un intérprete, en las sombras de las víctimas ensangrentadas, sino en la verdad del sacrificio de Jesucristo, sacerdote y víctima; no ya según los ritos toscos y carnales de los cultos figurativos, sino según el Espíritu divino, que bajó a la tierra para renovar su faz, y en la verdad del Verbo encarnado, que realizó todas las figuras y dio cumplimiento en el Calvario al sacrificio verdaderamente expiatorio de que no eran los demás sino el preludio. Arrojad ahora una mirada sobre el mundo. ¿Dónde están los sacrificios sangrientos? ¿Quién creería hoy adorar a Dios degollando un animal inofensivo? El cuchillo sagrado ha caído de las manos del sacerdote; todos nuestros altares están puros, y ya no los enrojece la sangre de los toros y de las terneras. Pero, según lo había predicho el Profeta: «Desde donde sale la aurora hasta el Occidente, es grande entre las naciones el nombre del Señor. En todos los puntos de la tierra se le ofrece en sacrificio una oblación inmaculada, y su gloria se extiende de un polo al otro 495. El altar Eucarístico, el sacrificio sangriento en que se inmola cada día, «en espíritu y en verdad, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo», he aquí la forma divina de adoración que traía Jesús [283] al mundo. Revela su misterio a la Samaritana, como lo verifica diariamente al alma arrepentida. Una y otra son convidadas a este banquete delicioso que hace olvidar la copa de las pasiones y su emponzoñada bebida. Y el Mesías habla siempre al pecador como a la samaritana: «Yo soy el Cristo que hablo contigo».

18. Tal es el sentido del divino diálogo de Jesús con la Samaritana en el brocal del pozo de Jacob; diálogo siempre vivo, siempre nuevo, siempre inmortal. Al volver los discípulos se admiran de ver a su Maestro conversar con esta extranjera e infringir sin escrúpulo las rigurosas prescripciones relativas a una raza cismática. ¡Cuántas admiraciones de este género ha procurado a la Iglesia la gracia victoriosa de Jesucristo, desde que ha llegado a ser el modelo de todas las conversiones la conversión de la mujer de Sicar! Los discípulos no comprenden aún la misión del Salvador del mundo, y Jesús se la explica en la magnífica parábola del Sembrador, abriendo a sus ojos el horizonte del porvenir. Ya no hay distinción de nacimiento, de razas ni de cultos. Las naciones maduradas para la divina siega son garbas espirituales que irán a recoger los Apóstoles y a llevar a los graneros del Padre de familias. Y como para darles a un tiempo mismo el ejemplo y el precepto, recolecta por sí a su paso, la mies de las almas que deposita a sus pies la nueva conversa. La Samaritana no puede contener los impulsos de su ardor y de su fe; corre a Sicar, habla a todos los habitantes de su felicidad, de las maravillas de gracia de que ha sido objeto. «Venid, dice, a ver un hombre que me ha revelado todos los secretos de mi vida». ¡Y vienen, y oyen la palabra de Jesús, y creen y proclaman su nueva fe, exclamando: «¡He aquí el Salvador del mundo!» La historia de la Iglesia y sus triunfos se halla enteramente en la narración evangélica de Jesús en el brocal del pozo de Jacob.





§ III. Vocación definitiva de Pedro

19 «Después de haber pasado dos días con los habitantes de Sicar, dice el Evangelista, dejó Jesús este lugar y se dirigió hacia Galilea. No quiso detenerse en Nazareth 496. Ningún profeta es venerado en su patria, decía, aplicándose a sí mismo este testimonio. Habiendo, [284] pues, llegado a Galilea, le recibieron bien los Galileos, porque habían visto todas las cosas que había hecho en Jerusalén durante la fiesta; pues también ellos habían concurrido a celebrarla. Fue, pues, Jesús nuevamente a Caná, la ciudad de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Y había allí un oficial real 497, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm. Este oficial, habiendo oído que venía Jesús de la Judea a Galilea, fue a estar con él y le pidió que bajara a Cafarnaúm 498 a curar a su hijo que estaba muriéndose. -Pero Jesús le respondió: Vosotros, si no veis milagros y prodigios, no creéis. -Mas el padre replicó: Señor, ven antes que muera mi hijo. Anda, le dijo Jesús, que tu hijo está sano. -Creyó el oficial lo que le dijo Jesús, y marchó. Y cuando iba ya por el camino, le salieron al encuentro sus criados y le dijeron que su hijo estaba ya bueno. -Preguntoles por la hora precisa en que se había sentido mejor, y le dijeron: Ayer a la hora sétima 499 le dejó la fiebre. -Conoció por aquí el padre que ésta era la hora en que le dijo Jesús: Tu hijo está sano, y creyó él y toda su familia. Éste fue el segundo milagro que hizo Jesús después de haber vuelto de Judea a Galilea 500». Los racionalistas modernos no creen como el oficial de Cafarnaúm. ¡Qué! dicen, ¡había de haber vuelto la vida Jesús con una sola palabra a los labios moribundos de un joven que se hallaba distante y que no podía experimentar la influencia del contacto, ni de la mirada, ni de una enérgica voluntad! ¿Puede la súplica de un padre desesperado interrumpir el orden inmutable de las leyes de la naturaleza? He aquí lo que dicen. Pero el oficial de Cafarnaúm creyó por sí y [285] toda su familia, y su testimonio resiste a todas las negaciones. El Rey de la naturaleza, el soberano Señor de la vida no conoce otras leyes que aquellas de que es autor él mismo. Cuando se dignó descender entre nosotros y revestirse con nuestra débil carne, se hizo visible lo sobrenatural y llegó a ser su única ley.

20. «Caminando un día Jesús por la ribera del mar de Galilea, continúa el Evangelista, vio a dos hermanos, Simón, que se llamó Pedro, y Andrés, su hermano, echando sus redes en las aguas del mar (pues eran pescadores), y les dijo: Seguidme, y yo haré que seáis pescadores de hombres. -Y ellos dejando al punto sus redes le siguieron. Y marchando un poco más adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, su hermano, en una barca con su padre Zebedeo, componiendo sus redes, y les llamó. Y ellos dejando al punto las redes, condujeron la barca a la ribera, dejaron a Zebedeo con los criados que tenía a su costa, y abandonando las redes, siguieron a Jesús. «La incredulidad que rehúsa al Salvador la omnipotencia en el orden natural, se ve aquí obligada a reconocerla en el orden moral. ¡Explíquese cómo estos pescadores abandonan a su anciano padre, sus redes y su barca a un simple llamamiento de Jesús! Todos los días somos testigos de los esfuerzos, de las seducciones y medios de propaganda que emplean los doctores de la mentira para hacer penetrar su enseñanza en algunas almas. ¿Qué piden sin embargo a sus adeptos? Un simple acto de adhesión que en nada cambia los hábitos anteriores de la vida, que no turba de ningún modo los intereses, las relaciones comerciales, los deberes de familia. Pero ¡he aquí que dice Jesús una sola palabra a cuatro pescadores, y al punto abandonan a sus padres, intereses y familia para seguir a Jesús 501». Cuanta más ignorancia y sencillez se suponga en estos cuatro galileos, más se acrecentará el milagro. Porque la afición a las cosas de la tierra está en razón inversa del grado de cultura de los entendimientos. Cuanto más estrecho es el horizonte que rodea al aldeano y al pobre, más querido les es este horizonte. Y por otra parte, estos cuatro pescadores galileos son las cuatro primeras columnas del edificio inmortal de la Iglesia. Cuanto más se repita que Simón, por sobrenombre Pedro, era un simple pescador sin cultura y sin letras, más se agrandará [286] el milagro permanente de la Iglesia Católica, asilo de las más elevadas inteligencias, foco de luz y de verdad, fundada en esta piedra de Galilea que fue Simón. ¿No ha llegado a ser el pescador de Tiberiades y no permanecía siendo en la persona de sus sucesores, el pescador divino de las almas? ¿Cómo se ha cumplido esta profecía? ¿Cómo se ha realizado esta trasformación? ¿No es evidente que aquí domina lo sobrenatural todos los sofismas? Que haya llegado a ser un pescador de Nazareth el conquistador del mundo, es un milagro tan manifiesto, tan patente e irrecusable como la pesca maravillosa por la que se dignó confirmar el Salvador la vocación de Pedro.

21. «Hallándose Jesús cerca del lago de Genesareth, continúa el texto sagrado, las gentes se agolpaban alrededor de él, ansiosas de oír la palabra de Dios. Y vio Jesús dos barcas a la orilla del lago, cuyos pescadores habían bajado y estaban lavando las redes. Y subiendo a una de estas barcas, la cual era de Simón, pidiole que la desviase un poco de tierra, y sentándose dentro, predicaba desde la barca al pueblo. Acabada la plática, dijo a Simón. «Entrad en alta mar y echad vuestras redes para pescar. Y respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos estado fatigándonos, y nada hemos cogido; no obstante, sobre tu palabra, echaré la red. Y habiéndolo hecho, cogieron tan gran cantidad de peces, que se rompía la red. Por lo que hicieron seña a sus compañeros que estaban en la otra barca para que vinieran a ayudarles. Y vinieron y llenaron tanto de peces las dos barcas que casi se sumergían. Viendo lo cual, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador. -Porque la pesca que acababan de hacer le había llenado de asombro, tanto a él como a todos los demás que con él estaban. Lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús dijo a Simón: No temas, de hoy en adelante serás pescador de hombres 502». La pesca milagrosa del lago de Genesaret pasma a Simón. Pero Pedro no se admira ya al día siguiente de Pentecostés, cuando según la enérgica expresión del texto sagrado, «cayeron a sus pies tres mil almas 503». La última pesca en la barca de Tiberiades figuraba la primera pesca en la barca de la Iglesia. El mundo entero debía entrar en las redes de Pedro, así como los [287] peces en las de Simón. La historia evangélica se halla, según ya hemos dicho tantas veces, tan viva en el día como en la época en que se desarrolló en Judea. La vida del Dios que vino a habitar entre nosotros, no concluirá sino con la consumación de los siglos, pues continúa entrando siempre la multitud en las redes de Pedro. A veces parece también que se van a romper estas redes y sumergirse la barca; así acontece cuando se revelan las muchedumbres contra la autoridad del Pescador apostólico. Pero entonces hace seña Pedro a sus compañeros que han quedado en la ribera: llama a sus hermanos, los obispos, sucesores de los Apóstoles. Sobre las olas turbadas, en medio de la agitación y del tumulto de las herejías, todos los compañeros de Pedro reunidos alrededor de su jefe, en las grandes asambleas de los concilios, vienen a reparar las redes, a socorrer la barca que se halla en peligro, y continúa Jesús enseñando al mundo de lo alto de la barca de Pedro.




DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § I. La primera Pascua