DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § III. Vocación definitiva de Pedro



§ IV. Prisión de San Juan Bautista

22. Mientras Nuestro Señor llamaba a su divina misión a sus primeros Apóstoles, sabía la Judea estremecida que acababa de ser encarcelado Juan Bautista por Herodes Antipas en la fortaleza de Maqueronta. El Tetrarca de Galilea era un príncipe débil, tan incapaz de resistir a sus propias pasiones como a las de los que le rodeaban. El año precedente había ido a Roma a ofrecer un homenaje al César Tiberio y asegurar en su cabeza la protección imperial que le hacía rey 504. En estas circunstancias fue, dice Josefo, cuando encontró Herodes Antipas por vez primera a su sobrina Herodías 505, mujer cruel e intrigante, cuyo nombre mancillado por la historia, llevará hasta el fin de los siglos la mancha de la sangre inocente. Herodías se había casado con Filipo, hijo de Herodes el Grande y hermano materno de Antipater 506. Este Filipo, que no debe confundirse con el Príncipe del mismo nombre que reinaba en Iturea y la Traconítida, [288] había sido desheredado en el testamento paterno y vivía en la condición privada 507. Herodías sobrado ambiciosa para contentarse con semejante papel, aspiraba a reinar. Había tenido de Filipo, su esposo, una hija llamada Salomé, la célebre bailarina; pero ni el sagrado nombre de esposa ni el de madre valían a sus ojos el título de reina. Supo engañar a Herodes Antipas y hacer que le prometiera que se casaría con ella a su regreso de Roma. Estas nupcias incestuosas se celebraron con gran pompa, cuando habiendo vuelto de su viaje el Tetrarca y colmado de nuevos favores por el emperador, hizo la dedicación solemne de la capital de Galilea, bajo el nombre de Tiberiades. Este enlace causó grande escándalo entre los Judíos, pues jamás se había visto en los peores días del reinado de Herodes el Idumeo arrancar un hermano a su hermano una esposa legítima. Para colmo de ignominia, la joven Salomé había seguido a su madre, y cambiado la inocente oscuridad del hogar doméstico por los esplendores de una corte disoluta.

23. Era entonces el tiempo en que predicaba Juan Bautista en las orillas del Ennom, y habiendo ido a encontrar a Herodes, dice el texto sagrado, le recordó la santidad de las leyes ultrajadas por un incesto público. «No te es lícito, le decía, tener por mujer a la que lo es de tu hermano 508». Herodes temía la influencia de Juan sobre la multitud que le veneraba como a un profeta 509. Por otra parte no podía dejar de reconocer la justicia y la santidad del Precursor 510. Más de una vez obró por su consejo, y le oyó con gusto 511. Pero Herodías se hizo la Jezabel del nuevo Elías; había jurado la perdición de Juan Bautista, y no pudiendo arrancar una sentencia de muerte contra él a su marido, recurrió a los ardides y artificios 512. Los fariseos y los doctores de la ley habían protestado siempre contra el bautismo de Juan, desde que les declaró el hombre de Dios que no era Elías ni profeta 513. No solamente habían rehusado ir con la multitud a recibir de él la purificación bautismal en las aguas del Jordán, sino que declaraban en alta voz que Juan estaba endemoniado y que obraba bajo el imperio del espíritu de Satanás 514. Herodías halló en ellos cómplices dispuestos a auxiliarle en sus proyectos de venganza, los cuales se encargaron de todo lo odioso de la traición 515, [289] y para conseguir sus criminales designios 516, denunciaron a Juan Bautista a Herodes, como un sedicioso que sublevaba al pueblo contra su regia autoridad. Con este pretexto se determinó en fin el Tetrarca a hacer prender al Precursor 517, que fue conducido, cargado de cadenas a la fortaleza de Maqueronta 518. Mas no hallándose aún satisfecha la crueldad de Herodías, no le bastó la prisión del hombre de Dios, y quiso su cabeza. Pero el débil Antipas, temiendo más que nunca que se rebelase el pueblo, resistió por el momento a las solicitudes de esta mujer sanguinaria, y aun fingiendo por el ilustre cautivo un especial interés 519, permitió a sus discípulos que le visitaran en su prisión 520, y se aprovechó él mismo de su permanencia en Maqueronta para mantener con él relaciones benévolas, según atestiguan los Evangelistas.





§ V. Jesús en Cafarnaúm

24. El historiador Josefo, acorde con el texto sagrado, ha registrado en sus anales la prisión de Juan Bautista como uno de los acontecimientos más notables del reinado de Herodes Antipas. La impresión que produjo en Judea fue tanto, más sensible cuanto era más profunda y más universal la veneración que inspiraba el Santo Precursor. Hallábase Jesús en Caná cuando llegó a Galilea la noticia de este acto tiránico. -«Bajó entonces, de Nazareth dice el Evangelista, y fue a habitar a Cafarnaúm, ciudad marítima, situada a orillas del lago de Genesareth y en los confines de Zabulón y Neftalí. Para que se cumpliera lo que dijo el profeta Isaías: Tierra de Zabulón y de Neftalí, camino de la mar, a la otra parte del Jordán, Galilea de los gentiles, tu pueblo, sentado en las tinieblas, ha visto lucir los esplendores celestiales. Hase elevado una luz sobre las naciones sumergidas en las sombras de la muerte 521. -«Haced penitencia, decía, porque se acerca el reino de los cielos 522. Así principió a predicar el Evangelio de Dios. Y los sábados iba a la sinagoga y dirigía su enseñanza a la multitud. Todos se pasmaban de la sublimidad de su doctrina, y les enseñaba como quien tenía potestad, y no como los Escribas y doctores 523». Para comprender [290] bien el sentido de la profecía y la exactitud de su realización, es preciso recordar, que el camino de Siria, desde Damasco hasta el puerto de Tolemaida, atravesaba precisamente a Cafarnaúm, situada en el lago de Tiberiades, en los confines de los dos antiguos territorios de Zabulón y de Neftalí. Casi todo el comercio del alto Oriente seguía este «camino de la mar», como le llama el Evangelio. La frecuencia de las comunicaciones y el tránsito por caravanas de las mercancías de Babilonia y de Caldea, habían favorecido en esta comarca el establecimiento de una población mixta compuesta de Fenicios, de Árabes, de Egipcios y de Syriacos. Todos los cultos así como todas las nacionalidades se habían dado cita en este territorio que habían llamado los Judíos: «Galilea de las naciones». Así brilló realmente la luz del Verbo encarnado entre estos pueblos, sentados en las sombras de la ignorancia o de las supersticiones politeístas. Allí fue donde, sin distinción de origen, de razas y de patria, anunció Jesús por primera vez a las turbas la Buena Nueva, el Evangelio de Dios, destinado a salvar todas las naciones, todas las razas, y a no tener otros límites que los del universo. Enseñaba «como quien tenía potestad», observación de San Mateo 524 que es un testimonio implícito de la divinidad del Salvador. Los Escribas y los doctores Judíos comentaban los libros del Antiguo Testamento; su doctrina no era más que una tradición, su palabra un reflejo. Pero Jesús en la Sinagoga, en día de sábado, en presencia de la multitud congregada para oír la lectura de la Ley, dirige a los habitantes de Cafarnaúm una palabra que no proviene sino de él mismo, una enseñanza que se apoya en su propia autoridad. Jehovah, pues, era el único doctor en Israel; los Scribas aspiraban únicamente al honor de ser sus intérpretes. El Salvador afirmaba, pues, su divinidad a los ojos de los Judíos, del modo más claro y más formal. «Hablaba como quien tiene potestad» y experimentaban la omnipotencia de su palabra los mismos demonios.

25. «Había en esta sinagoga, dice el Evangelista, un hombre poseído del espíritu inmundo, el cual exclamó diciendo: ¡Déjanos! ¡Jesús Nazareno! ¿Qué tenemos nosotros que ver contigo? ¡Yo sé quién eres! ¡Eres el Santo de Dios! ¿Has venido a perdernos? -Mas Jesús con tono amenazador, dijo al espíritu impuro: Enmudece y [291] sal de ese hombre. -Entonces el espíritu inmundo, agitándole con violentas convulsiones, le arrojó en medio de la asamblea y dando grandes gritos, salió del cuerpo de su víctima sin querer hacerle mal alguno. Quedaron todos atónitos, y en su espanto, se preguntaban unos a otros: ¿Qué es esto? ¿Qué nueva doctrina es ésta, llena de poder y autoridad? Porque él manda también con imperio a los espíritus inmundos, y le obedecen. Y en breve se divulgó el rumor de este milagro y creció la fama de Jesús en todo el país de Galilea 525». La primer posesión del hombre por Satanás remonta hasta el Edén. Al pie del árbol de la ciencia del bien y del mal, llegó a ser el demonio realmente «el príncipe del mundo 526». Por mano del fratricida Caín, imprimió en sangrientos caracteres el sello de su tiranía en sus nuevos súbditos. Desde entonces se desarrolló la acción diabólica, en toda la serie de la historia, paralelamente al plan divino seguido de edad en edad para preparar la redención. El mundo antediluviano se había dividido entre el Hijo de Dios y los hijos de Satanás, hasta el día en que, tomando el mal proporciones gigantescas que no volveremos a ver más, atrajo sobre nuestro globo el último cataclismo universal. El imperio de Satanás se perpetuó en la raza postdiluviana, procedente de Noé. Cam volvió a tomar al salir del arca con menos odiosas condiciones, el papel de Caín, en el umbral del Paraíso Terrenal. El demonio recibió bajo todos los nombres divinizados por el politeísmo, los homenajes de la tierra, dio oráculos, se posesionó de las pitonisas, y las agitó con extrañas convulsiones, sobre la trípode de Apolo, bajo las encinas de Dodona, en los antros de Cumas, al pie de los dólmenes y de los menhires de las Galias. La posesión del mundo antiguo por Satanás, es uno de los hechos mejor consignados de la historia. Así es notable que en los primeros días de la Iglesia llegará a ser la expulsión de los demonios en nombre de Cristo, para los mismos paganos, uno de los signos perentorios de la divinidad del Evangelio. El poder infernal, deificado por sus adoradores, se gozaba en su vasto imperio, y tenía manifestaciones sobrenaturales, de que nadie dudaba, porque todo el mundo era testigo de ellas. He aquí lo que escribía Tertuliano en su Apologética: hará bien nuestro siglo en meditar [292] estas palabras a las cuales han dado toda su autenticidad las recientes invasiones del espíritu de mentira. «Vuestros mágicos, dice, evocan fantasmas, interpelan las almas de los muertos en apariciones sacrílegas, hacen dar oráculos por labios de un niño, obran maravillas girando en un círculo lleno de prestigios y sumergen a su placer sus víctimas en sueños. He aquí lo que pueden hacer por intervención de los demonios, y de esta suerte se les ve practicar el arte de la adivinación en torno de sus mesas. Pero que se presente en el tribunal de vuestros magistrados uno de esos hombres notoriamente conocidos como inspirados por una divinidad, según dicen. El primer cristiano que allí se encuentre, interpelará al espíritu que le hace operar, y este espíritu que se proclama Dios en vuestros templos, se verá obligado a confesar que es realmente el demonio. Preséntese uno de esos infelices a quienes creéis atormentados por una divinidad, que se hallan investidos súbitamente por una potestad oculta a los pies de vuestros altares, que se agitan hasta perder el aliento y predicen el porvenir, en medio de horribles convulsiones. ¡Vosotros creéis que manifiestan su voluntad por su medio, Juno, Esculapio o cualquier otro de vuestros dioses; pues bien, sino les obliga el cristiano que les interpele a confesar delante de vosotros que son demonios, apresad al cristiano y entregadle a vuestros verdugos!» Todos los Padres de la Iglesia, desde Tertuliano hasta San Bernardo, han usado el mismo lenguaje. Jamás soñaron ni Porfirio, ni Celso, ni Juliano el Apóstata, en negar la realidad del fenómeno de las posesiones del diablo, y es muy de notar que en el momento en que trataba de ponerlas en duda el racionalismo moderno, asistía el mundo estremecido a una de las más extrañas manifestaciones de las potestades ocultas.

26. Importa, pues, consignar con toda claridad los principios teológicos que dominan esta gran cuestión 527. Primitivamente recibió de Dios el hombre la soberanía sobre la materia. Pero separándose [293] del Criador por la caída, perdió Adán su poder supremo y pasó realmente el cetro de la naturaleza al demonio que se hizo desde entonces «príncipe de este mundo», usurpando así el poder que había perdido el hombre. Desde el pecado original se halla toda la naturaleza sometida más o menos directamente al imperio de Satanás y a sus perversas influencias. He aquí por qué pronuncia la Iglesia exorcismos y bendiciones sobre todos los objetos que toma para su uso a la naturaleza material; porque necesita primero purificarlos de la influencia diabólica, antes de santificarlos. El exorcismo y la bendición son en el mundo de los cuerpos lo que son en el mundo espiritual, la justificación y la santificación. En el día postrero, cuando haya participado definitivamente la humanidad, en la proporción fijada previamente por los decretos providenciales, de los beneficios de la redención de Jesucristo, entonces se verá libre la misma naturaleza de la dominación de Satanás, bajo la cual, como dice el Apóstol, «gime toda criatura y sufre a la hora presente 528». Pero como el principio corporal en el hombre está tomado a la naturaleza, tiene Satanás sobre él un poder inmediato y directo que se manifiesta visiblemente en ciertas circunstancias y en límites determinados por la suprema voluntad de Dios. Así las posesiones corporales del hombre por Satanás, son hechos positivos que ha consignado por otra parte la observación de todos los siglos, habiendo dado el Evangelio a estas manifestaciones sobrenaturales el nombre de endemoniados 529. Verifícanse bajo el imperio de ciertas circunstancias particulares, es decir, que los hábitos corporales o espirituales del hombre le predisponen más o menos a experimentar la influencia del espíritu del mal. Los vicios cuyo carácter propio es la degradación del ser humano y su identificación con la materia, las pasiones de la concupiscencia carnal que extinguen el sentido íntimo de la conciencia para sumergir a sus víctimas en la vida animal más grosera, tienen evidentemente por resultado dos desórdenes, en el organismo y en el sistema nervioso por una parte, en las facultades intelectuales por otra. Pero viciados el organismo y el sistema nervioso por hábitos perversos, turbados por la invasión desordenada de las pasiones animales, son instrumentos materiales, sobre los que tiene el demonio un imperio directo y que puede poseer [294] algunas veces de una manera absoluta. Abandonado a la energía de la naturaleza, llega a ser el hombre esclavo del tirano de la naturaleza. Esto es lo que se entiende por la posesión corporal, muy diferente de la tentación propiamente dicha, que se ejerce sobre el espíritu y el corazón del hombre. Así nos enseña el Evangelio, que entró Satanás en el corazón de Judas 530» cuando vendió este apóstol a su divino Maestro; y no obstante, Judas no fue un «endemoniado». El Evangelio no le da este nombre en parte alguna.

27. Tal es, pues, en su origen y en sus lamentables consecuencias el imperio de Satanás sobre los hombres. Jesucristo venía a destruirlo; iba a libertar al mundo del yugo infernal, acción divina que expresa maravillosamente la palabra Redención. No se trata solamente, en efecto, de una liberación entendida en sentido espiritual y moral, sino de una liberación propiamente dicha, de la evicción real, manifiesta y sensible de la potestad diabólica en el mundo redimido. He aquí por qué antes de dejar la tierra el Salvador, da a la Iglesia, como señal irrecusable de su misión, el poder de lanzar los demonios: In nomine meo daemonia ejicient 531. Nos hallamos aquí en presencia de la exégesis racionalista que niega positivamente toda esta doctrina, y no ve en los hechos de posesión diabólica referidos por el Evangelio sino casos de locura, hábitos mórbidos, fenómenos de enajenación mental, a los cuales Jesús, por no chocar contra las preocupaciones universales de su tiempo, dejaba dar el nombre de estados demoniacos y que curaba ya por una virtud superior, ya por los secretos de un arte desconocido. «Uno de los géneros de curaciones que verifica Jesús con más frecuencia, dicen los nuevos críticos, es la expulsión de los demonios. Una facilidad extraña de creer en los demonios reinaba en todos los espíritus. Era una opinión universal, no sólo en Judea, sino en el mundo entero, que los demonios se apoderan del cuerpo de ciertas personas, haciéndolas obrar de un modo contrario a su voluntad. La epilepsia, las enfermedades mentales y nerviosas que parece posesionarse del paciente, las dolencias cuya causa es desconocida, como la sordera, la mudez, se explicaban del mismo modo. Suponíase que había procedimientos más o menos eficaces para expeler los demonios; el estado de exorcista era una profesión ordinaria como la de médico. No es [295] dudoso que Jesús tuvo en vida la reputación de poseer los últimos secretos de este arte. Referíanse respecto de sus curaciones mil historias singulares, en que se ostentaba toda la credulidad de la época. Pero no debe tampoco exagerarse las dificultades acerca de esto. Los desórdenes que se explicaban por posesiones demoniacas, eran frecuentemente muy ligeros. A veces bastó una palabra suave para lanzar al demonio 532. Esta teoría ya añeja en Alemania 533 no tendrá gran éxito en Francia, a pesar de la novedad que trata de dársele. He aquí la causa. El Evangelio nombra la epilepsia, las enajenaciones mentales, las afecciones nerviosas, absolutamente como las llamamos en el día, y las distingue perfectamente de las posesiones demoniacas. «Presentaron a Jesús, dice San Mateo, toda clase de enfermos, gentes acometidas de varias enfermedades, poseídos del demonio, lunáticos y paralíticos, y los curó 534». Así no confunde en manera alguna San Mateo los locos ni los epilépticos, sobre cuyo estado mórbido ejercen las fases lunares una influencia no explicada hasta aquí, con los endemoniados. «El estado de exorcista» era desconocido en toda la antigüedad judía y pagana, no obstante hallarse endemoniados en todas las épocas de la historia. El ministerio solemne y públicamente ejercido de arrojar los demonios por medio del exorcismo, sólo aparece con Jesucristo; perpetúase en el seno de la Iglesia Católica, depositaria de la potestad libertadora del Redentor. Este ministerio, que constituye un orden especial en la jerarquía eclesiástica, no dispone ni de un arte oculto, ni de secretos desconocidos. Su fórmula es la misma hoy que lo era en Efeso, cuando los Judíos, testigos de los exorcismos de San Pablo, quisieron imitarlos con algunos endemoniados. «En el nombre de Jesús que anuncia Pablo, decían ellos al espíritu infernal, yo te conjuro que salgas de este hombre». Y contestaba el espíritu: «¡Conozco a Jesús y sé quien es Pablo! Mas vosotros ¿quién sois 535?»

28. Las posesiones demoniacas de que habla el Evangelio eran, pues, completamente distintas de las afecciones patológicas con que se quería confundirlas. Basta por otra parte examinar con una poca atención los pormenores del texto sagrado para convencerse de ello. El poseso de Cafarnaúm no es un enfermo, puesto que va a la sinagoga el día de sábado 536. Tiene, pues, la noción sana y clara del [296] deber que prescribe la ley, y la voluntad personal de someterse a las observancias de la ley mosaica. No obstante se sabe entre la multitud que es endemoniado. El Evangelista lo dice formalmente: «Había en este tiempo en la sinagoga un hombre poseído del espíritu impuro 537». Semejante notoriedad supone necesariamente en el público el conocimiento de los caracteres propios a los poseídos del demonio. Para que pudiera discernirse este estado sobrenatural de las enajenaciones mentales de las demás afecciones mórbidas enumeradas por San Mateo, era preciso que se revelara la posesión por signos particulares y fenómenos de un género aparte. ¿De qué naturaleza eran estos fenómenos? El Evangelio nos lo dice. El poseso de Cafarnaúm no conocía al Salvador que iba por primera vez a esta ciudad, y no obstante, no bien le apercibe, exclama: «Déjanos, Jesús de Nazareth. ¿Qué hay de común entre ti y nosotros?» ¿Dónde, pues, había oído el energúmeno el nombre del doctor desconocido que encuentra en la sinagoga? Si se supone que se había divulgado rápidamente por la ciudad el nombre del Salvador y que pudo haberlo sabido el endemoniado por el rumor público, no se hace más que aumentar la dificultad. El milagro de la curación verificada en favor del hijo del oficial real de Cafarnaúm había predispuesto ciertamente la opinión a no ver en el taumaturgo más que una potestad bienhechora, y no obstante exclama el endemoniado: «¿Vienes acaso a perdernos?» Pero tal vez se dirá, ésta era una de esas palabras incoherentes que no tienen sentido racional, y tales como pueden salir de los labios de un alucinado. ¿Por qué, pues, responderemos nosotros, este alucinado, este frenético, inconsciente de su propio pensamiento, sigue tan lógicamente y con tan admirable verdad, la idea satánica de que es órgano? «Retírate, Jesús de Nazareno. ¿Qué hay de común entre ti y nosotros? ¿Has venido a perdernos?» Si habló el demonio, no pudo usar otro lenguaje. Si son éstas las exclamaciones de un loco, ¿por qué tienen ese carácter tan manifiesto de lógica demoniaca? Y finalmente, ¿cómo referir a un loco el último rasgo que termina esta extraña interpelación: «Sé quién eres: eres el santo de Dios» cuándo es manifiestamente la expresión más clara y más precisa, y más inesperada de la verdad? Toda la ciudad de Cafarnaúm ignoraba la verdadera naturaleza de Jesucristo. Mirábasele [297] como un profeta, como un taumaturgo; pero ninguno sabía que fuese el Hijo de Dios. Reflexiónese sobre el valor de esta palabra: «¡El santo de Jehovah!» según los Judíos, y se comprenderá que la asociación de la divinidad incomunicable, de la majestad inaccesible con una personalidad humana cualquiera, era esencialmente extraña al genio hebraico. Cuando dice a Jesús el poseso de Cafarnaúm: «¡Tú eres el santo de Dios!» articula una verdad que ninguno había podido revelarle en el centro en que vivía. Ésta es una de esas revelaciones de cosas ocultas y de misterios desconocidos a los mortales, que constituye uno de los caracteres propios a los poseídos por el demonio. Ninguna enfermedad, ningún estado patológico, observado hasta nuestros días, ha ofrecido semejante fenómeno.

29. Según el sistema racionalista, debió contestar Jesús con una «suave palabra» a las injurias del iluminado, y calmar su furor con alguna aplicación medicinal, o empleando los «poderosos secretos del exorcismo», cuyo arte poseía en grado tan superior. Y precisamente se verificó lo contrario. «Jesús se dirigió al espíritu con tono amenazador: 'Calla, le dice, y sal de ese hombre.' ¡Singular dulzura! ¡Extraño modo de fascinar a un enfermo con el magnetismo de una mirada seductora! Todo el mundo sabe que la amenaza es un medio de exasperar el furor de un frenético, y de impulsarle hasta los últimos límites del paroxismo. Sin embargo, Jesús emplea como curativo el procedimiento que en cualquiera otra parte sería el estimulante más enérgico de las locuras ordinarias; y este medio irritante, cuyo efecto es tan opuesto al fin que se propone, se convierte en un remedio eficaz. No existía, pues, en este caso una enfermedad, una afección nerviosa, un estado mórbido del organismo. No se dice a una enfermedad: «Calla». No se «amenaza» a un sistema nervioso, o a un organismo alterado. Por otra parte, el demoniaco no invoca su curación, sino que parece temerla; y este espíritu de mentira confiesa, blasfemando, que ve en Jesús «al santo de Dios». A medida que se estudia este episodio evangélico, se desprende de él una luz terrible que traspasa los discretos velos con que querría el racionalismo sofocar la realidad sobrenatural. Jesús mandó al demonio que callara. Supóngase que el poseso de Cafarnaúm hubiera estado simplemente enajenado; entonces en vez de provocar esta orden la obediencia, hubiera sido motivo de una nueva explosión de injurias; sin embargo, calla el demonio; le manda [298] la voz suprema que guarde silencio, y lo guarda. Pero se revela su rabia por los nuevos tormentos que hace sufrir a su víctima. «El espíritu inmundo agitando a este hombre con violentas convulsiones, dice el Evangelista, le arrojó en medio de la asamblea, y lanzando un gran grito salió del cuerpo de su víctima sin hacerle daño alguno 538». Aquí tenemos el segundo carácter de las posesiones demoniacas: el trastorno de las leyes físicas de equilibrio, de ponderabilidad y de sensibilidad en los cuerpos. El demonio levantó a este hombre en medio de la sinagoga y le lanzó violentamente al suelo, sin hacerle daño alguno. No se necesita sabios ni químicos para consignar que semejante fenómeno se halla fuera de las reglas ordinarias de la naturaleza, y que si se tratara medicinalmente a un enajenado por este sistema, se mataría seguramente al enfermo. Así, no se engañaron los habitantes de Cafarnaúm. Aun cuando hubiese habido entre ellos uno de nuestros racionalistas modernos y les hubiera dicho: «Estos ligeros desórdenes merecen poca atención»; no deben exagerarse las dificultades; una palabra suave basta para expeler al demonio» esta teoría les hubiera parecido lo que es realmente, es decir, una puerilidad miserable en comparación del espectáculo sobrenatural de que acababan de ser testigos.

30. «Entre tanto, habiendo salido Jesús de la sinagoga, fue a casa de Simón y Andrés con Santiago y Juan, hijos de Zebedeo. Y estaba la suegra de Simón 539 en cama con calentura, y luego le hablaron de ella. Los discípulos rogaron a Jesús que la curase; llegándose, pues, a ella, la tomó por la mano y la levantó, y al instante la dejó la calentura y se puso a servirles» 540. Cuando eligió Jesús sus Apóstoles, dos o tres de ellos estaban ya casados 541. Simón [299] era el uno; pero le reservaba Jesús otra esposa, la Iglesia. Cuando entró más adelante en Roma el pescador de Galilea con el nombre de Pedro, para contraer sus nupcias espirituales con el mundo romano, la madre de su esposa, Roma idólatra era presa de toda clase de errores, de todas las febriles enfermedades de las pasiones. Y no obstante, se levantó la enferma a la voz de Jesús y sirvió al Apóstol. Así sucede durante diez y ocho siglos. El mundo se halla siempre enfermo; Jesús le cura siempre, y «cuando cesa la calentura, se levanta el mundo y sirve a la Iglesia».

31. «Habiendo llegado la tarde, continúa el Evangelista, después de ponerse el sol, presentaron a Jesús una multitud de enfermos acometidos de varios males y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos, y toda la ciudad estaba reunida a la puerta de Simón. Jesús imponiendo las manos sobre los enfermos los curaba: arrojaba con una sola palabra a los demonios, y al salir los espíritus impuros del cuerpo de sus víctimas lanzaban gritos y decían: «Tú eres el Hijo de Dios», porque le reconocían por el Cristo. Pero Jesús con tono amenazador les imponía silencio. Volvió pues, la salud a todos estos enfermos, cumpliéndose las palabras del profeta Isaías: «Él mismo ha cargado con nuestras dolencias y ha tomado sobre sí nuestras enfermedades 542». Durante todo este día de sábado, los Judíos de Cafarnaúm no se atreven, a pesar de su impaciencia, a infringir el precepto del sagrado reposo. Obsérvanle con todo el rigor de la interpretación farisaica, pues creerían incurrir en el anatema legal, si prestasen una mano caritativa a sus hermanos enfermos, para llevarlos al Médico celestial. Pero el sábado terminaba con la luz del sol 543, porque los Hebreos contaban los días de una tarde a otra. Compréndese, pues, la premura de la multitud que sitia la casa del pescador galileo, no bien ha desaparecido el sol del horizonte y ha cesado el descanso sabático. Pero ¿qué comisión científica explicará nunca la instantaneidad de estas curaciones milagrosas verificadas en una multitud de enfermos a los ojos de toda una ciudad, por la sencilla interposición de manos o por [30] una sola palabra de Jesús? Semejante efecto excede a todas las causas naturales conocidas, desafía todas las interpretaciones del racionalismo e impone la fe.





§ VI. Jesús en Nazareth

32. «Al día siguiente al despuntar la aurora, dejó Jesús la casa de Simón, y se retiró a un lugar solitario, y se puso a orar. Y Simón y los que estaban con él fueron en su seguimiento, y habiéndole hallado, le dijeron: Todos te andan buscando; pero Jesús les contestó: Vamos a las aldeas y ciudades vecinas para predicar yo también en ellas el Evangelio, porque para eso he venido a la tierra. -Recorrió, pues, Jesús toda la Galilea, enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del reino de Dios, curando en medio de los pueblos todas las dolencias y enfermedades 544. Y habiendo ido a Nazareth, donde había pasado su infancia, entró en la sinagoga, según su costumbre el día del sábado. Y habiéndose levantado para encargarse de la leyenda e interpretación, fuele dado el libro de las Profecías de Isaías, y luego que lo desplegó, halló el lugar donde estaba escrito: «El Espíritu de Jehovah reposó sobre mí, por lo cual me ha consagrado con su unción divina y me ha enviado a predicar el Evangelio a los pobres, a curar a los que tienen el corazón contrito, a anunciar a los cautivos la libertad, a dar a los ciegos la vista, a soltar a los que están oprimidos, a publicar el año de las misericordias del Señor y el día de la retribución divina 545». Después de haber leído esta profecía, arrolló o cerró el libro y lo entregó al ministro y se sentó; y todos los que estaban en la sinagoga tenían fijos en él los ojos. Y él empezó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta sentencia de la Escritura que acabáis de oír. -En seguida continuó explicándoles la Escritura, y todos le daban elogios y estaban pasmados de las palabras de gracia que salían de sus labios, y decían: ¿No es este el hijo de Josef? -Mas Jesús replicó: Sin duda que me aplicaréis vosotros este proverbio: Médico, cúrate a ti mismo; haz aquí en tu patria las maravillas que hemos oído hiciste en Cafarnaúm. Mas añadió luego: En verdad os digo, que ningún profeta es bien recibido en su patria. Por cierto os digo, que en tiempo de [301] Elías, cuando el cielo estuvo sin llover tres años y seis meses y el azote del hambre asolaba toda la tierra, había en Israel muchas viudas y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta, ciudad del territorio de Sidón 546. También había muchos leprosos en Israel en tiempo del profeta Elías, y ninguno de ellos fue curado, sino Naaman, natural de Siria 547. Al oír estas cosas en la sinagoga, montaron en cólera, y levantándose alborotados, le arrojaron fuera de la ciudad y le persiguieron hasta la cima del monte sobre que estaba edificada la ciudad de Nazareth, con ánimo de despeñarle; pero Jesús, pasando por medio de ellos, prosiguió tranquilamente su camino y bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, donde enseñaba al pueblo en los días de sábado 548».

33. El incidente de Nazareth ofrece un ejemplo patente de lo que llamamos los caracteres de autenticidad intrínseca de la narración evangélica. Cada una de las poblaciones algo importantes de Palestina tenía una sinagoga, donde se reunían los Judíos el día de sábado, para hacer en común las oraciones rituales y oír leer e interpretar un pasaje de los libros sagrados. El chazan (arquisinagogo), escogido ordinariamente entre los ancianos de la ciudad, era el presidente espiritual de esta reunión. Esta dignidad no se ejercía por un sacerdote, sino en las poblaciones sacerdotales. Las sinagogas eran oratorios sencillos, donde no se ofrecía sacrificio alguno. Solamente el Templo de Jerusalén tenía el privilegio de ser «el sitio de la oración». Allí solamente era permitido inmolar víctimas a la majestad de Jehovah ante el Santo de los Santos, que había reemplazado al Arca de la Alianza, desde la época de la gran cautividad de Babilonia. Cada año, en tiempo de la solemnidad pascual, o para la presentación de un primogénito, iban al Templo los hijos de Jacob Y ofrecían en él sus víctimas. Fuera de estas peregrinaciones obligatorias en estas dos circunstancias, pero renovadas más frecuentemente, según la inspiración de la piedad individual, las familias lejanas de la Ciudad Santa, no ofrecían sacrificios. Por eso hoy los Israelitas dispersos por todos los puntos del mundo, no inmolan víctimas en sus sinagogas, sino que esperan la reconstrucción del Templo de Jerusalén, considerándose hasta entonces [302] como desterrados, y siendo para ellos su situación religiosa análoga a la de sus padres en las regiones idólatras de Nínive y Babilonia. El arquisinagogo encargado de pronunciar las fórmulas de la oración pública, no hacía jamás por sí mismo la lectura del Libro Sagrado. Este honor pertenecía de derecho a un sacerdote, si lo había allí; a un levita, a falta de sacerdote, y en su ausencia, a los cinco ancianos de la comunidad designados por el presidente, según su clase, los días de sábado. Finalmente, «no podía hacerse la interpretación del texto bíblico sino por un rabí, es decir, un doctor o maestro de Israel. La antigua lengua hebraica en que estaba escrita la Biblia, no se usaba en el lenguaje común, habiéndola sustituido dos idiomas más recientes; el siro-caldeo o lengua aramea y el griego, que llegó a ser desde la época de Antioco Epifanes de uso casi general en Palestina. Así Nuestro Señor en sus viajes y en sus conversaciones con los Helenistas (como se llamaban entonces los Judíos que hablaban griego) debió servirse de su idioma como de una segunda lengua materna. Pero el hebreo primitivo había quedado siendo la lengua sagrada por excelencia. Las lecturas bíblicas en la sinagoga se hacían entonces como en el día, exclusivamente en hebreo, y sólo el lector traducía literalmente cada versículo en lengua vulgar. El Libro Sagrado estaba confiado en cada sinagoga, a la guarda del Azanim, palabra hebrea que interpreta San Epifanio en el sentido de (Diáconos o Sirvientes). Los Azanim presentaban al lector o al rabí bajo la dirección de Arquisinagogo, el pergamino rollado en un cilindro de madera, que contenía el texto sagrado.

34. Con el auxilio de estos detalles preliminares, es fácil darse cuenta exactamente de la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazareth. El Salvador, cuya infancia y primer juventud se habían pasado trabajando oscuramente, bajo el humilde techo de un artesano, entraba en su patria, precedido de la fama de sus milagros y de los brillantes testimonios rendidos a su misión por Juan Bautista. Los Nazarenos sólo conocían de la divina historia de Jesús aquello de que habían sido ellos mismos testigos. María, que permanecía en medio de ellos, hubiera podido enseñarles el resto; pero la Virgen «conservaba todos sus recuerdos como tesoros y los encerraba en su corazón». El orgullo materno, el más legitimo pero el menos discreto de todos, no alcanzó jamás a esta alma inmaculada; pues se [303] había eclipsado ante la humildad de la «sierva del Señor». Así no era Jesús para los habitantes de Nazareth, como en el día para los racionalistas, más que «el hijo de Josef». ¿Con qué derecho, pues, venía a eclipsar a tantos jóvenes contemporáneos suyos, más ricos y más considerados que él? La simpatía supone la falta de toda competencia personal: por lo tanto, las medianías celosas ven siempre en un compatriota ilustre un usurpador o un rival. He aquí por qué se cierran todos los corazones a Jesús, en la ciudad donde cada cual se cree superior a él por el nacimiento, la fortuna o la educación. Pero la curiosidad se dispierta tanto sobre el nuevo Rabí, cuanto más general es la malevolencia. Así, todos los ojos se fijan en él cuando el Arquisinagogo, honrando oficialmente «al Doctor de Israel», pero esperando quizá en el fondo de su corazón, una derrota pública, da orden al Azanim para presentar a Jesús el Libro Sagrado. ¡Todas estas miserables agitaciones del amor propio humano, en torno de Jesús! ¡Tanta bajeza al lado de la Suprema Grandeza! ¡Tanta ignominia en frente de la majestad del Verbo, Hijo de Dios! ¡Ay! así será hasta el Calvario, y hasta la consumación de los siglos. Desconocido por sus compatriotas de Nazareth, fue perseguido Jesús por el odio de los Judíos; todavía es ultrajado hoy su nombre por los hombres que le deben su nombre y su patria y su verdadera gloria. Los Evangelios están lejos de disimular el triste episodio de Nazareth. Los historiadores vulgares hubieran creído acrecentar la fama de Jesús, suprimiendo este pormenor o sustituyendo una ovación a los limitados y mezquinos celos que acogen aquí al divino Maestro. Más maravilloso hubiera sido sin contradicción hacer aclamar la divinidad del Salvador en el mismo teatro donde se había deslizado su infancia, según no hubiera dejado de hacer un autor apócrifo. ¡Pero no es tal la historia del Dios que quiso nacer en un establo, y cuyos labios empapados de hiel y de vinagre, dejarán escapar como un testimonio supremo, una palabra de perdón para sus verdugos!

35. A la ardiente y celosa curiosidad de sus compatriotas, responde Jesús, como lo hace todavía a los sofistas actuales. Afírmase a sí mismo, valiéndose de la gran voz de los profetas que anunciaban su divinidad. El ministro de la sinagoga le presenta el volumen de Isaías. Una prescripción que se ha perpetuado en el Talmud, mandaba al lector que se pusiera en pie en señal de respeto a la palabra [304] de Dios. Jesús se pone en pie. En las lecturas de familia, no se debía leer nunca en alta voz menos de veinte y un versículos de los profetas. Pero en la lectura pública del sábado, se acortaba este número, en razón de los ejercicios religiosos de este día, y sin que pudiera exceder de un límite que variaba, según el contexto, de dos a siete. Jesús desarrolla el pergamino, y lee en alta voz, los dos primeros versículos del capítulo LXI de Isaías 549. La forma de los volúmenes hebreos rollados en un cilindro, de modo que los dos primeros capítulos estaban rollados bajo numerosas vueltas, y los últimos se ofrecían desde luego a la vista, nos hace concebir muy bien que el Salvador no desplegó más que el pliegue superior del pergamino y «encontró al abrir el libro», como dice San Lucas, este pasaje sacado de uno de los últimos capítulos del Profeta, y leyó este texto hebreo. Esta circunstancia destruye enteramente la teoría de los racionalistas modernos que se han atrevido a decir: «Es dudoso que comprendiera bien los escritos hebreos en su lengua original 550». Pero ¿qué importan estas falaces apreciaciones, en que compite lo ridículo con lo sacrílego? Jesús responde a los sofistas de Nazareth con las palabras de Isaías: «El Espíritu de Jehovah reposa sobre mí y me ha conferido la unción Santa». Todos los oyentes sabían que en las riberas del Jordán, había reposado en la cabeza de Jesús el espíritu de Dios, en figura de paloma, y que el carácter propio del Mesías, del Cristo a quien se esperaba, sería, como lo indica la misma etimología del nombre, la unción por el Espíritu de Dios, semejante a la unción real de David por el óleo santo. «El Señor me ha enviado a evangelizar a los pobres, a curar los corazones quebrantados, a anunciar la redención a los cautivos, a dar vista a los ciegos, a libertar a los esclavos, a publicar el año de Jehovah y el día de la retribución divina». La Galilea entera resonaba pues con la predicación del reino de Dios, evangelizado para los pobres; la tiranía de Satanás bajo que gemía el mundo, se veía obligada a abandonar sus víctimas; todos los atacados de las enfermedades y de las pasiones humanas; todos los corazones destrozados por los padecimientos físicos y morales eran consolados y curados; los ojos del ciego se abrían a la luz del día, mientras la luz divina proyectaba [305] su claridad en las tinieblas espirituales de la humanidad. Habíase proclamado el reino de Dios, Comenzaba en fin el año de jubileo de Jehovah en que iban todos los desterrados del cielo a volver a emprender el camino de la patria; en que todos los desheredados volverían a entrar en posesión de los campos paternos. «Había lucido en el mundo el día de la retribución divina», la infinita misericordia iba a llenar abismos de miseria, y a responder con un diluvio de gracias, al torrente secular de iniquidades, de vicios y de infamias. Cuando hubo terminado el Salvador la lectura, se sentó, según una costumbre judaica, pues si bien se hacía en pie la lectura de la palabra de Dios, el Doctor de Israel se sentaba para hacer su comentario, palabra humana que se inclinaba ante la majestad de la Revelación.

36. Tal fue el texto de la primera homilía cristiana. La Iglesia Católica, por voz de sus ministros, predica hoy como el Salvador en la sinagoga de Nazareth. Torna a las Sagradas Escrituras, y a una lengua desconocida de la multitud, el texto divino, del cual hace brotar fuentes de agua viva para saciar las almas. Puede decir, pues, hoy mejor que en Nazareth: «Hanse cumplido todas las profecías». Esta señal divina cuya aureola resplandecía en la frente de Jesús, brilla siempre en la frente de la Iglesia. La multitud ingrata y celosa lanzó al divino Maestro de la sinagoga de Nazareth, y los clamores y los tumultos de la muchedumbre son todavía los mismos. ¿Hay siglo o país alguno en que no se haya tratado también de desterrar a la Iglesia? Nazareth desconocía al Dios de quien se creía ser patria. La libertad de lenguaje, la austeridad de la enseñanza de Jesús, sublevan a los oyentes indóciles. Se le quiere precipitar de lo alto de las rocas que dominan la ciudad de Galilea; pero Jesús pasa por medio de esta turba furiosa, y como él, la Iglesia cuenta sus triunfos por el número de ataques impotentes que se dirigen contra su inmortalidad.




DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § III. Vocación definitiva de Pedro