DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § III. Los Fariseos



§ IV. Excursión a Fenicia

19. El odio de estos orgullosos sectarios acababa de encontrar un apoyo en el tetrarca Herodes Antipas. «Al saber este príncipe los milagros verificados por Jesús, dijo a sus servidores: Éste es Juan Bautista, que ha resucitado de entre los muertos y que obra todos estos milagros 746. -Y otros decían: Es Elías; y otros: Es un nuevo profeta o alguno de los antiguos profetas que ha resucitado. -Pero el Tetrarca continuaba diciendo: Juan, a quien yo mandé cortar la cabeza, ha resucitado de entre los muertos 747. -Y deseaba ver a Jesús 748». Una circunstancia que nos refiere Josefo, aumentaba el terror del matador. Acababa de experimentar una sangrienta derrota, en las fronteras meridionales de la Perea, en un choque con un jefe árabe, Aretas. Habíase dado la batalla bajos los muros de Maqueronta, al pie de la fortaleza en que fue sacrificado el Precursor a la venganza de una bailarina. Herodes, vendido por algunos tránsfugas, súbditos de Filipo, su hermano, había visto la derrota de todo el ejército. Este desastre se consideró por los Hebreos, dice Josefo, como el castigo del crimen cometido en la persona del hombre de Dios. Compréndese, pues, la ansiedad del tetrarca, a medida que le llevaba la fama la noticia de los prodigios obrados por el Salvador. A los remordimientos de una conciencia culpable, a la humillación del rey vencido, se agregaba el temor de una sublevación popular. Sin embargo, Herodes podía interrogar en su propia corte a los discípulos del Salvador, que le hubiesen tranquilizado sobre este punto. De este número eran Chusa, intendente del palacio, gobernador de Cafarnaúm; Juana, su mujer, y Manahem, compañero de infancia y amigo del tetrarca; pero tal vez, como acontece a los tiranos recelosos y débiles, desconfiaba Herodes tanto más de sus servidores más fieles, cuanto que los consideraba más capaces de decir la verdad. Como quiera que sea, su deseo de ver a Jesús no procedía ciertamente de un sentimiento simpático. «Algunos Fariseos, menos hostiles que los demás, fueron a decir al Señor: Aléjate y sal de aquí, porque Herodes quiere matarte. -Jesús les respondió: Id y decid de mi parte a aquella raposa: [421] Sabe que aún tengo que lanzar demonios y sanar enfermos el día de hoy y mañana; mas al tercer día me darán muerte. No obstante, conviene que yo camine hoy y mañana y pasado mañana, hasta llegar a la ciudad, porque no cabe que un profeta pierda la vida fuera de Jerusalén 749». Necesitábanse tres días, dice el doctor Sepp, para ir de Galilea a Jerusalén. Nuestro Señor toma este término de comparación para designar el tiempo que debía durar su vida pública, hasta que muriese por la redención del mundo. Aquí se toman sus días por años, y por consiguiente, circunscribe el tiempo de su misión evangélica a un intervalo de tres años y medio. Igualmente determina la época y el lugar de su Pasión, que debía verificarse después de su tercer viaje a Jerusalén, por la festividad Pascual 750. Tales eran las circunstancias en que decía el divino Maestro a sus discípulos: «Guardaos de la levadura de los Fariseos, de los Saduceos y de Herodes». Si se extrañase la poco inteligente interpretación que se dio en un principio a sus palabras, no debe olvidarse en manera alguna, que nos ha sido trasmitida por los mismos discípulos. La personalidad de los Evangelistas se eclipsa ante la verdad, con una abnegación tan sobrehumana, que este solo hecho constituiría, para todo espíritu imparcial, la más solemne garantía de autenticidad.

20. La solemnidad Pascual en Jerusalén, había dado ocasión a turbulencias extraordinarias y a sangrientos tumultos. «A su regreso, refirieron a Jesús algunos peregrinos lo que había sucedido a unos Galileos, cuya sangre había mezclado Pilatos con la de las víctimas inmoladas en el altar de los sacrificios. Y él les respondió: ¿Pensáis que estos Galileos fuesen entre todos los demás de Galilea los mayores pecadores porque fueron tratados de esta suerte? Os aseguro que no; pero vosotros mismos, si no hacéis penitencia, todos pereceréis del mismo modo. ¿Pensáis también que aquellos diez y ocho desgraciados sobre los cuales cayó la torre de Siloé y a quienes mató, fuesen los más culpables de todos los moradores de Jerusalén? Os aseguro que no. Mas si vosotros no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente. -En seguida les propuso esta parábola. Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a buscar fruto en ella y no le halló: y dijo al viñador: Ya ves que [422] hace tres años seguidos que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no le hallo nunca: córtala, pues: ¿para qué ha de ocupar terreno en balde? -Señor, respondió el viñador: déjala todavía este año, y cavaré al rededor de ella, y le echaré estiércol: tal vez así dé fruto, y si no, la harás cortar 751».

Los acontecimientos a que alude aquí el Evangelio se nos han trasmitido por la historia. «Pilatos, después del incidente de las efigies de Tiberio, que quiso introducir en Jerusalén, dice Josefo, manifestó la pretensión de tomar del tesoro del Templo, las cantidades necesarias para construir un acueducto de doscientos estadios, que proveyera a las necesidades de la Ciudad Santa. El pueblo se rebeló a la idea de este despojo. Formáronse grupos sediciosos, en número de muchos millares de hombres, y cercaron el palacio del gobernador, dando voces mezcladas de ultrajes contra la misma persona de Pilatos. Éste hizo disfrazar cierto número de soldados que ocultaron sus armas bajo sus vestidos y rodearon silenciosamente al pueblo. En el momento en que eran más furiosos los gritos, dio Pilatos la señal convenida, y se lanzaron aquéllos sobre el pueblo desarmado, matando o hiriendo a muchos y poniendo en fuga a los demás 752». No por esto, prosiguió menos Pilatos sus proyectos sobre la construcción del acueducto. Así, pues, hizo levantar en la piscina de Siloé arcadas para sostener el acueducto que debía atravesar la ciudad por encima del valle situado entre el monte Moría y las montañas de Sión. Entonces fue cuando aconteció el accidente de que habla el Evangelio, desplomándose uno de los pilares que se estaban construyendo y aplanando bajo sus ruinas a diez y ocho pobres operarios de los arrabales de Jerusalén 753.

21. «Entre tanto, dejó Jesús la Galilea, dice el Evangelio, y se retiró con sus discípulos a los confines de Tiro y de Sidón. Y habiendo entrado en una casa, deseaba permanecer desconocido, pero no pudo substraerse a su fama. Porque una mujer cananea que habitaba en el país, habiendo sabido que se hallaba allí, acudió a él dando voces: Señor, hijo de David, ten lástima de mí: mi hija es cruelmente atormentada del demonio. -Jesús no le respondió palabra. -Y llegándose a él sus discípulos, intercedían diciendo: Concédele lo que pide, a fin de que se vaya, porque viene clamando [423] tras nosotros. Pero respondiendo él, dijo: Yo no soy enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel. -Sin embargo, la mujer penetró en la casa y se postró a sus pies. Esta mujer de raza siro-fenicia 754, era idólatra. Después de haber adorado a Jesús, le dijo: Señor, dígnate ampararme. Y le suplicaba que lanzase de su hija al demonio, que la atormentaba. -Jesús le respondió: Deja primero que se sacien los hijos de la casa, porque no es justo tomar el pan de los hijos para echarlo a los perros. -Así es, respondió la mujer, pero Señor, también los cachorrillos comen debajo de la mesa las migajas que dejan caer los hijos. -Jesús le dijo entonces: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase según deseas. Vete en paz. En premio de lo que has dicho, ya salió de tu hija el demonio. -Y en efecto, en aquella misma hora fue curada su hija, habiéndola encontrado la Cananea, al volver a su casa, reposando apaciblemente en su cama, y libre del demonio 755».

22. La Cananea a los pies del Salvador, es el mundo pagano implorando su libertad y suplicando a Jesús que quebrantara en fin la cadena de Satanás. Todos nosotros, hijos convertidos de las razas idólatras estábamos representados en la pobre casa de Sarepta, a las puertas de Tiro, por la humilde mujer que solicitaba el favor de lamer las migajas que caían del banquete del Padre de familia, a que fue convidado desde luego el judaísmo. «¡Oh mujer, dice el Señor, tu fe es grande!» La mirada del divino Maestro contemplaba en el porvenir esas innumerables generaciones de almas a que debía preceder la extranjera en el camino del reino de los cielos. Así, todas las circunstancias de este episodio se hallan marcadas con una solemnidad característica. La Cananea hace resonar el grito de socorro: «Señor, hijo de David, tened piedad de mí». Jamás hasta entonces había permanecido el corazón de Jesús insensible a la súplica del sufrimiento y de la fe. Habíasele visto enternecerse con el espectáculo de los dolores maternales de la viuda de Naín, y volverle un hijo único, aun antes que hubiese invocado su poderosa [424] misericordia. En las plazas públicas de las ciudades de la Decápolis, bastaba a los enfermos tocar la orla de su vestidura, para obtener su curación. Aquí, parece sordo el Señor a las súplicas de la mujer idólatra. «No responde una sola palabra». Esto era que deseaba que los Apóstoles, estos segadores destinados a recolectar más adelante innumerables gavillas en las campiñas del paganismo, tuvieran las primicias de esta siega de almas. Espera, pues, a que intercedan en favor de la idólatra fenicia. «Señor, dicen ellos, despáchala, porque nos persigue con sus clamores». Todavía no los atiende Jesús, porque quiere hacerles entender lo que costará la redención del mundo al Hijo del hombre. «La misión del Verbo encarnado es sólo para las ovejas descarriadas de la casa de Israel». Cuando el rebaño rebelado del judaísmo haya herido al divino Pastor, y asumido la responsabilidad de la sangre de un Dios, entonces se abrirán al mundo pagano las puertas de la redención, y se encargarán los Apóstoles de reunir, en el redil de la Iglesia, el inmenso rebaño de las naciones. Los Judíos daban a todos los Gentiles el injurioso sobrenombre de perros. Nuestro Señor, para probar la fe de la Cananea y hacerla resaltar más a los ojos de los Apóstoles, parece conformarse en un principio con esta costumbre nacional. Pero, cuando la extranjera, en su respuesta, modelo de resignación, de humildad y de santa esperanza, ha dado la medida de lo que el paganismo convertido será capaz de hacer un día por el nombre de Jesús, entonces hace el Salvador el elogio de esta heroica fe, y abandona el demonio a su víctima.





§ V. Regreso a la Decápolis

23. Parece que Jesucristo en su excursión fuera del territorio hebreo, quiso solamente consagrar con este prodigio, la grande obra de la conversión de los gentiles. «Salió, pues, dice el Evangelio, de los confines de Tiro, y se fue por Sidón hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis. Y presentáronle un hombre sordo y mudo, suplicándole que pusiese su mano sobre él para curarle. Y apartándole Jesús de la gente, puso los dedos en los oídos del doliente y le tocó la lengua con saliva. Después alzando los ojos al cielo, arrojó un suspiro, y le dijo: Ephphtha, que quiere decir, ¡ábrete! Y en el mismo instante se le abrieron los oídos, y se [425] desató el impedimento de su lengua y habló claramente. Y les mandó Jesús que a nadie lo dijeran. Pero cuanto más se lo mandaba, con mayor empeño lo publicaban, y tanto más se admiraban, diciendo: Siembra milagros a sus pasos: hace oír a los sordos y hablar a los mudos 756. Jesús fue entonces a sentarse a la vertiente de un monte vecino. Y se llegaron a él muchas gentes trayendo consigo mudos, ciegos, cojos, baldados y otros muchos dolientes, y los pusieron a sus pies, y los curó; por manera que las gentes se admiraban, viendo hablar a los mudos, andar a los cojos y con vista a los ciegos, y glorificaban al Dios de Israel 757. -Y fueron después a Betsaida y le trajeron un ciego y le pedían que le tocase. Y él, cogiéndole por la mano, le sacó fuera de la aldea, y echándole saliva en los ojos, puestas sobre él las manos, le preguntó si veía algo. Y el ciego, abriendo los ojos, dijo: Veo andar a unos hombres, que me parecen como árboles. -Y alzando Jesús sus miradas al cielo, volvió a poner las manos sobre los ojos del ciego, y empezó a ver mejor; y finalmente recobró la vista del todo, de suerte, que veía claramente todos los objetos. Y Jesús le envió a su casa, diciendo: Vuelve a tu morada, y no digas a nadie este suceso 758».

24. La explosión de los milagros en la montaña, en favor de la muchedumbre que deposita sus enfermos a los pies de Jesús, unida a las circunstancias excepcionales que acompañan la curación del sordomudo de la Decápolis y la del ciego de Bethsaida, forma un contraste que ha fijado la atención de la antigüedad cristiana. ¿Para qué, por una parte, las precauciones y cómo los esfuerzos del Salvador, que lleva al ciego a un sitio apartado, le pone el dedo en los órganos afectados, lo moja la lengua con saliva, eleva las miradas al cielo y lanza un profundo suspiro, mientras que le basta a Jesús para los demás milagros una palabra? ¿Sufría acaso el poder del Verbo encarnado desmayos y a manera de eclipses? Y no obstante, cura una palabra definitivamente al sordomudo. Al punto que el divino Maestro ha pronunciado la palabra hebrea: Ephphtha 759, se abren los oídos del enfermo y se desata su lengua. Pero, dicen los [426] Padres, cuando obra así el Salvador, respecto del sordomudo de la Decápolis, continúa respecto de sus discípulos la instrucción práctica, que principió a las puertas de Tiro. La Cananea era el símbolo de la gentilidad, preparada ya a la gracia del Evangelio por la fe. El sordomudo y el ciego son la figura de la humanidad no regenerada, cuyo oído está cerrado a la palabra de salvación; sus labios a los acentos de la súplica y sus ojos a la revelación divina. Llévaseles a Jesús, pero no se postran, como la mujer idólatra, a adorar al Salvador. No le imploran, ni con la voz, ni con el ademán. Los que los presentan no dicen, con el impulso de una irresistible confianza: «Hijo de David, cúralos». No llega su fe hasta este punto. Piden a Jesús que les imponga las manos, que se esfuerce en curarlos, «si tiene este poder». Tal es, antes de la regeneración espiritual, el estado de los hijos de Adán. Cada día, en todos los puntos del mundo, se lleva a la Iglesia Católica sordomudos y ciegos espirituales, para introducirlos en el reino de los cielos. Fiel a la tradición de su divino Maestro, el ministro de Jesucristo, impone las manos en la cabeza del niño. «Omnipotente y eterno Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, dígnate echar una mirada sobre tu siervo, a quien te has dignado llamar al privilegio de la fe; y expele las tinieblas que ciegan su corazón 760». -Después humedece el sacerdote el dedo con saliva, y toca los oídos y las narices del niño, diciendo: Ephphtha, abríos a la suave fragancia de los perfumes del Evangelio. «Huye, Satanás, porque se acerca el juicio de Dios 761». Así habla y obra, desde la era evangélica la Iglesia fundada por Jesucristo, reproduciendo sobre los sordomudos y los ciegos espirituales que se presentan al bautismo, los actos simbólicos verificados por Nuestro Señor sobre el sordomudo de la Decápolis y el ciego de Bethsaida. Pueden consignarlo el farisaísmo protestante y el racionalismo saduceo. La tradición Católica desciende del Salvador y vuelve a subir a él por una cadena no interrumpida. La puerta de salvación, [427] cuyas llaves fueron entregadas a Pedro, se abre en el día, después de pasados diez y nueve siglos, exactamente con las mismas condiciones, con la misma fórmula y los mismos ritos que en las orillas del lago de Tiberiades, cuando Nuestro Señor iluminaba los ojos de los ciegos y daba oído a los sordos. Que se haya podido desconocer el signo divino de semejante unidad, que las pasiones y las preocupaciones de secta, que el sistema o partido previo de la incredulidad no hayan apreciado este carácter de inmanencia y de perpetuidad, impresos en la obra redentora, a pesar de las variaciones de la edad, las revoluciones sociales, los giros contrarios de la ciencia, de la filosofía y de la literatura humanas, es verdaderamente uno de los milagros de ceguedad que sólo tiene poder de producir el espíritu del mal, el príncipe de este mundo.

25. «Jesús, dice el Evangelista, partió entonces al país de Cesarea de Filipo 762. Después de haber orado solo, tomó consigo a sus discípulos, y recorrió las aldeas comarcanas. Y en el camino preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?- Los discípulos respondieron: Unos dicen que Juan Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías, y aún hay quienes pretenden que eres uno de los antiguos Profetas, que ha resucitado en estos tiempos. -Pero vosotros, replicó Jesús, ¿quién decís que soy? -Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. -Respondiendo Jesús, le dijo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás (o Juan), porque no es la carne ni la sangre quien te lo ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo, que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que atares sobre la tierra, será también atado en los cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra, será también desatado en los Cielos 763».

26. Bajo la cúpula del Vaticano, en este sitio conocido del mundo entero, hay un augusto monumento que se llama la Confesión de San Pedro. El genio de Miguel Ángel lo ha coronado con una media naranja tan vasta como el panteón de la Augusta Roma. Una inscripción colocada entre la tierra y el cielo, traza las palabras [428] pronunciadas por Jesucristo en el sendero, desierto en el día que atravesaba el territorio de Cesarea de Filipo. El tetrarca de la Iturea ha muerto, sin haber dejado rastro su principado, y hasta su nombre mismo, si no fuera por el Evangelio, estaría sepultado en las catacumbas de la historia. La ciudad nueva que dedicaba a la eternidad del César Tiberio, deja apenas adivinar su solar al celo de los arqueólogos. Los hijos de nuestra Europa van a interrogar la soledad; separan la arena y encuentran difícilmente, sepultados hace siglos, fragmentos lapidarios, testigos de una gloria eclipsada. Ha caído la corona de la frente de los Césares; el nombre de Tiberio, que hacía temblar al mundo, es mancillado por la maldición del mundo. Entro tanto la Confesión de San Pedro, siempre viva, conserva el privilegio de su inmortal juventud. Ha llegado a ser el principio de un reinado que no muere, de un imperio que sobrevive a todos los demás y que nadie podría aniquilar. Tu est Petrus et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam. ¡Qué! fundar así con una sola palabra obras eternas; con una palabra, dirigida a un oscuro pescador de Galilea, levantar un edificio que no pueden derribar las pasiones conjuradas, todas las fuerzas del genio, de la ciencia, de los ejércitos y de la política ¿sería un fenómeno vulgar, y que no supera al alcance de un hombre? Es necesaria, pues, tanta perspicacia para descubrir que la duración es un elemento refractario a todos los esfuerzos humanos. Pasan los conquistadores; echan cimientos que dispersa el soplo de la muerte sobre su sepulcro. Pasan los genios; su aparición ilumina la historia como un meteoro; quieren prolongar, en el porvenir, sus gloriosos rayos; llega la muerte, y se olvidan todos sus proyectos. Sin embargo ¿qué no hacen los hombres para asegurar la duración a sus obras? Si se pudiese calcular todo lo que han costado al mundo los sueños de un porvenir ambicioso, desde los Faraones del antiguo Egipto y las dinastías olvidadas de Babilonia hasta nuestros modernos conquistadores, retrocedería espantada la imaginación a vista de tantos esfuerzos gigantescos por una parte, y de tanta impotencia por otra. No pueden conseguir los héroes la duración. El signo divino de la Iglesia es, pues, su inmortalidad, fundada en la confesión de Simón, hijo de Jonás. Y no se diga que es equívoco este signo; que hay otras confesiones rivales y otras pretensiones a la duración. ¿Dónde está Pedro entre los cismáticos del Norte, del Oriente y del [429] Mediodía? ¿Dónde está Pedro en las confesiones del protestantismo? Sin embargo, a él solo se dijo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas 764 del infierno no prevalecerán contra ella».

27. «Entonces Jesús, dice el Evangelista, comenzó a manifestar a sus discípulos que convenía que fuese a Jerusalén el Hijo del hombre, para que allí padeciese muchos tormentos y fuese condenado por los Ancianos y por los príncipes de los Sacerdotes y por los Escribas, y que fuese muerto, y que resucitase al tercero día. Y hablaba de esto muy claramente. Pedro entonces, tomándole a parte, principió a decirle. -No quiera Dios que sea así, Señor, eso no sucederá. Pero Jesús vuelto contra él y mirando a sus discípulos, para que atendiesen bien a la corrección, reprendió ásperamente a Pedro, diciendo: Quítate de delante Satanás, que me sirves de escándalo, porque no tienes gusto en las cosas de Dios, sino en las de los hombres. -Después, dirigiéndose a todos sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz y sígame. Porque quien quisiere salvar su vida, obrando contra mí, la perderá, mas quien perdiere su vida por amor de mí, la encontrará. Porque ¿de qué le sirve al hombre el ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿Con qué cambio podrá el hombre rescatarla una vez perdida? Ello es que quien se avergonzase de mí y de mis doctrinas, en medio de esta nación adúltera y pecadora, igualmente se avergonzará de él también el Hijo del hombre cuando venga en la gloria de su Padre, acompañado de los ángeles santos. Después añadió: En verdad os digo, que algunos de los que están aquí, no morirán hasta que vean la llegada del reino de Dios en su majestad, (o el Hijo del Hombre en su gloria) 765». [430]





§ VI. La Transfiguración

28. «Cerca de ocho días después, tomó Jesús consigo a Pedro y Santiago, y Juan y los llevó separadamente a un monte muy alto, y se puso a orar; y estando en la oración, se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandeció como el sol, y sus vestidos quedaron blancos como la nieve. Y viéronse de repente dos personajes que hablaban con él, los cuales eran Moisés y Elías, y hablaban de la salida de Jesús del mundo, la cual estaba para verificarse en Jerusalén. Y Pedro dijo entonces a Jesús: Señor; bien estamos aquí. Si gustas, hagamos tres tiendas o pabellones, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Pedro hablaba así, no sabiendo lo que se decía, por estar todos sobrecogidos de pasmo. Y estando todavía hablando, he aquí que una nube resplandeciente vino a cubrirlos con su sombra y redobló su terror, y al mismo instante, resonó desde la nube una voz que decía: Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias: a él habéis de escuchar. Y al oír esta voz los discípulos cayeron con el rostro en tierra, y quedaron poseídos de un grande espanto. Pero acercándose a ellos Jesús, los tocó y les dijo: Levantaos y no temáis. Y habiéndose levantado y mirado a su alrededor, a nadie vieron, sino a solo Jesús. Y cuando bajaron del monte, les dio Jesús esta orden: A ninguno contéis lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos. Y ellos guardaron, en efecto, silencio, y no dijeron a nadie en aquellos días lo que acababan de ver, reservando para sí solos el secreto de esta maravilla, bien que andaban discurriendo entre sí, qué había querido decir Jesús con estas palabras: hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos. Sin embargo preguntaron al Señor, y le dijeron: ¿Por qué, pues, dicen los Doctores y los Fariseos de la ley que debe volver Elías antes del advenimiento del Hijo del hombre? -Jesús les respondió: Vendrá, en efecto, antes de mi segunda venida, y restablecerá entonces todas las cosas; y padecerá mucho, y será vilipendiado, como está escrito que ha de suceder al Hijo del hombre. Mas os digo, que Elías ha venido ya en la persona del Bautista; pero no le conocieron y ejercieron con él su crueldad, según se había predicho por los profetas. ¡Así, también harán ellos padecer al Hijo del hombre! [431] Entonces entendieron los discípulos que les había hablado de Juan Bautista 766».

29. El Tabor es el punto culminante en que resplandece la divinidad de Jesucristo a los ojos del mundo entero, así como el Calvario será la cumbre donde ha de afirmarse su humildad, con el exceso del padecimiento y de la ignominia. Estas dos montañas son los dos polos de la redención del género humano. Investido Pedro con la primacía suprema de la Iglesia, se rebela a la idea de los tormentos, de la muerte y de la resurrección de su divino Maestro. ¿Puede padecer y morir un Dios? Pedro ha confesado en el ardor de su fe, que Jesús era el Cristo, Hijo de Dios vivo. Luego Cristo no puede morir. Va por fin a fundar ese Imperio que esperan los judíos y que debía volver a levantar, en beneficio de Jerusalén, el cetro de la dominación del universo. Tales eran aún en aquel momento las esperanzas de los mismos discípulos. Entre tanto Jesús les habla de los oprobios y de la dolorosa pasión que debe sufrir en breve en Jerusalén. Desarrolla a sus ojos la serie lamentable de los tormentos que le están reservados. Será condenado por el Sanhedrín, por el tribunal del Gran Sacerdote, por el testimonio de los Escribas. Padecerá el último suplicio; morirá, mas para resucitar al tercer día. No es ya esto eventualidades a que quiera sustraerse: «Es preciso» que él mismo vaya a Jerusalén, e irá allí voluntariamente, para apurar, hasta la última gota, este cáliz de amargura. El jefe de los Apóstoles se alarma a este solo pensamiento, y Jesús le rechaza con indignación, reprendiéndole su celo puramente humano, que no sabe comprender las cosas de Dios: Retírate Satanás, eres para mí motivo de escándalo». Tal era la divina educación de Pedro, a quien elevaba Jesucristo, gradualmente, a esta sublime altura, en que no debían aparecérsele las cosas de la tierra sino al través del espejo de las cosas del cielo. Esta dura palabra la dicta el mismo Pedro a su discípulo San Marcos, en su Evangelio, a fin de que perpetúe de edad en edad, la memoria de su humillación. Pedro tiene cuidado de hacer inscribir todos los errores, todas las debilidades, todas las faltas porque ha de pasar sucesivamente hasta que se cumpla la promesa de infalibilidad que el Salvador le hizo. «Yo he orado para que no decaiga tu fe; así cuando seas realzado, tendrás [432] el privilegio de afirmar en ella a tus hermanos». El Evangelio de San Marcos es el que nos dice, en el relato de la Transfiguración. «Pedro no sabía lo que decía por estar sobrecogido de temor». San Mateo y San Lucas no consignan esta reflexión. Lo mismo tendremos ocasión de notar en la historia de la Pasión. El Evangelio escrito, dictándolo San Pedro, es una confesión continua de las faltas de San Pedro, y por un sentimiento de inefable humildad, todo lo que podría realzar la grandeza personal del príncipe de los Apóstoles, se pasa en él en silencio.

30. Al contrario, los demás Evangelistas dan siempre a Pedro la primacía en la fe, en la adhesión, y en el privilegio glorioso con que le invistió su divino Maestro. Así, la marcha gloriosa de San Pedro por las aguas del lago de Tiberiades nos la dice San Mateo, al paso que San Marcos, que no omite ningún pormenor de la aparición de Jesucristo sobre las aguas, no habla de ella. El glorioso elogio de la fe del príncipe de los Apóstoles, y las inmortales palabras que le son dirigidas: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» se halla inscrito por San Mateo y por San Lucas, al paso que San Marcos se detiene precisamente en este punto, y guarda silencio sobre la respuesta de Nuestro Señor. He aquí los caracteres de autenticidad que superarán siempre la influencia de todas las obras humanas; pues al paso que los alardes de amor propio son como la firma de las obras de los historiadores profanos, el Evangelio es un monumento de humildad divina, en el que no se notan las huellas de su autor, sino por su ausencia. No se ha tenido rubor de afirmar en estos últimos tiempos, que San Pedro carecía de grandeza y que era inferior a toda admiración la vulgaridad del pescador galileo. Verdaderamente, sienta bien a un siglo que ha llevado la idolatría de sí mismo al punto en que la vemos, atreverse a tener semejante lenguaje. Pero no se conseguirá borrar del relato evangélico, los ilustres testimonios rendidos al sublime carácter del príncipe de los Apóstoles. Él es a quien designa primero el divino Maestro, con Santiago y Juan, para asistir a la Transfiguración. Él es el único que sabe dominar el terror de semejante espectáculo, al ver la manifestación del Hijo del hombre en su gloria: «Señor, bueno es que permanezcamos aquí. Si gustas, levantemos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Esta exclamación del príncipe de los Apóstoles la ha realizado en el día la [433] Iglesia. La ley judaica, las profecías del Antiguo Testamento, la revelación del Evangelio, son las tres tiendas, bajo las cuales se guarecerán hasta el fin de los siglos, las generaciones cristianas. El Arca del Tabernáculo no ha sobrevivido a los desastres de la invasión babilónica: las tablas de piedra del Decálogo, la vara florida de Aarón, y el vaso lleno de maná del desierto, han desaparecido, después del saqueo del Templo, bajo Nabucodonosor; pero las tres tiendas que quería levantar la mano de Pedro en medio de las naciones, subsisten en el día. Estas tiendas han resistido toda la fuerza de las tempestades; renuévase la superficie del mundo; cada siglo trae con inesperados progresos, situaciones diversas; los tabernáculos de San Pedro bastan a las ambiciones y a las necesidades de todas las épocas; todo envejece a su alrededor; caen los gobiernos, sucédense las formas sociales; las legislaciones humanas, heridas de una caducidad nativa, se desploman unas sobre otras. Pero las generaciones nuevas se transfiguran siempre bajo las tiendas de Pedro, y encuentran en esta divina atmósfera un elemento de juventud y de vida inmortal. La Transfiguración en el Tabor ha llegado a ser un fenómeno de todos los instantes, en el seno de la Iglesia Católica, cuya cabeza es Pedro.

31. ¡Qué importan las negaciones del racionalismo! Ha tratado de reducir el milagro a las proporciones vulgares de un efecto de óptica. En las cimas del Pambamarca, en la América Meridional, fue testigo un viajero español de un fenómeno que quisiera asimilar la ciencia incrédula al prodigio de la Transfiguración de Nuestro Señor. Dejemos la palabra al sabio Antonio de Ulloa que ha consignado, en su diario de viaje 767, este interesante episodio. «Hallábame, dice, al amanecer, en el Pambamarca, con seis de mis compañeros: hallábase todo el cerro de la montaña envuelto en nubes muy densas, las que, con la salida del sol se fueron disipando, y quedaron solamente unos vapores tan tenues, que no los distinguía la vista; al lado opuesto por donde el sol salía en la misma montaña, a cosa de diez toesas distante de donde estábamos, se veía como en un espejo, representada la imagen de cada uno de nosotros, y haciendo centro en su cabeza tres iris concéntricos, cuyos últimos colores o los más exteriores del uno, tocaban a los primeros del [434] siguiente; y exterior a todos algo distante de ellos, se veía un cuarto arco formado de un solo color blanco; todos ellos estaban perpendiculares al horizonte; y así como el sujeto se movía de un lado para otro, el fenómeno le acompañaba enteramente en la misma disposición y orden; pero lo más reparable era, que hallándonos allí cuasi juntas seis o siete personas, cada una veía el fenómeno en sí, y no lo percibía en los otros; la magnitud del diámetro de estos arcos variaba sucesivamente, a proporción que el sol se elevaba sobre el horizonte; al mismo tiempo se desvanecían todos los colores, y haciéndose imperceptible la imagen del cuerpo, al cabo de un buen rato, desaparecía el fenómeno totalmente. Cuando empezaba el fenómeno, parecían los arcos en figura oval, y después se perfeccionaban hasta quedar perfectamente circulares». Tal es la narración de este ilustre viajero. Podría agregarse hechos análogos, que ha observado la ciencia moderna, en las alturas del Brocken, o en las aguas trasparentes de Nápoles y de Sicilia. Pero, en verdad, el racionalismo que cree descubrir en ellos los elementos de una asimilación con el prodigio del Tabor ¿olvida que el Oriente es la patria de la refracción? En las aguas del lago de Genesareth, donde conducían sus barcas Pedro, Santiago y Juan, habían sido veinte veces testigos de este fenómeno natural, que tienen ocasión de consignar aún en el día todas nuestras caravanas. La reproducción a cierta distancia de los objetos en el espejo fulgurante del aire o de las aguas, no pasa nunca por un hecho sobrenatural. Los espectros refractados de esta suerte, no tienen voz; no hablan unos con otros en un lenguaje perceptible. Son lo que es la sombra de una persona en un espejo, siguiendo sus menores movimientos. Supóngase el fenómeno del Pambamarca en él Tabor, los cuatro espectadores, a saber: Jesucristo, Pedro, Santiago y Juan, formarán cuatro imágenes representadas a cierta distancia, y si se apura la comparación, solamente visibles cada una de por sí para cada uno de ellos. Esto no constituye una transfiguración. Los siete colores del arco iris o del espectro, no tienen nada de común con el rostro de Jesús, quien durante su oración, se puso resplandeciente como el sol. Las degradaciones del color encarnado, del de naranja, del amarillo y del verde, en nada se parecen a la blancura de la nieve que resplandeció en los vestidos del Salvador. Finalmente, la voz que salió de la nube diciendo: «Éste es mi Hijo amadísimo, en quien he puesto [435] todas mis complacencias; escuchadle». ¿por qué ilusión de acústica resonó en las cimas de la montaña esta voz distinta de la de los tres interlocutores, y que hace caer sobre su rostro a los Apóstoles espantados?

32. La refracción del racionalismo se halla por otra parte en frente de un hecho más elocuente que todo raciocinio. Pedro, Santiago y Juan, han padecido el martirio por atestiguar la divinidad de Jesucristo. Nadie muere en una cruz; no se deja nadie decapitar ni sumergir en una caldera de aceite hirviendo, por honrar al físico más hábil. La transfiguración de los pescadores de Galilea en Apóstoles, es tan milagrosa como la transfiguración del mismo Jesucristo, y la transformación del mundo verificada por el Evangelio no pasará jamás por una ilusión de óptica o una refracción de los rayos luminosos en una nube. Aquí también se han grabado los recuerdos evangélicos sobre monumentos que les dan un cuerpo. El texto sagrado no designa, con su nombre, la montaña que fue el teatro de este gran suceso. Sin embargo, la tradición ha suplido este silencio. San Cirilo, obispo de Jerusalén en 350; Eusebio de Cesarea hacia la misma época, saben el sitio exacto del milagro. Así, llaman al Tabor, el Itabirion de los Griegos, el Djebel-Nur (Montaña de luz) de los Árabes modernos 768. La emperatriz Elena, madre de Constantino el Grande, hizo construir una basílica en el mismo sitio en que fue transfigurado Jesús. Desde entonces, todos los peregrinos que visitan la Palestina, han ido a postrar su frente en el sitio donde «cayeron sobre su rostro» Pedro, Santiago y Juan. He aquí la descripción que nos suministra uno de ellos. «La cumbre del Tabor es una explanada de media legua de circunferencia, ligeramente inclinada al Oeste, cubierta toda de verdes encinas, de hiedra, de odoríferos bosquecillos, de antiguas ruinas y de recuerdos. En la parte Sudeste de la llanura, marcan el sitio en que apareció Jesús escoltado de Moisés y de Ellas, tres altares resguardados por pequeñas bóvedas. La parte Meridional de la montaña se extiende a lo lejos hacia el Sud, al través de las montañas de Gelboe, sobre las azuladas cadenas de Judá y de Efraím: las alturas más sombrías del Carmelo detienen la vista en el Poniente; en el Norte se extiende la [436] vista sobre la Galilea totalmente surcada por las huellas y los milagros del Salvador, y desciende a la sombra de sus valles para dirigirse en seguida a la cima más alta del Anti-Líbano, el gran Hermon, antiguo asilo de leones y de leopardos, 769coronada casi siempre de nieves: después vienen los desiertos del Horán, el lago de Tiberiades, el valle del Jordán con su río sagrado, donde se abrieron los cielos, como en el Thabor, para dejar descender las complacencias del Altísimo sobre el Hijo de una Virgen de Nazareth. La inmensa llanura de Esdrelon, donde los guerreros de todas las naciones que respiran debajo del cielo, han plantado sus tiendas en la serie de las edades, se desplega como una brillante alfombra de oro, digna de los esplendores de semejante sitio. Al contemplar esta magnificencia, donde nos sentimos sobrecogidos de un santo entusiasmo, se cree ver aun la nube luminosa, y oír la voz del Eterno. El cristiano que ha visto las maravillas del Thabor cree poder decir con el príncipe de los Apóstoles 770: «No hemos dado a conocer la potestad y el advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo, siguiendo ficciones ingeniosas; sino que después de haber sido por nosotros mismos espectadores de su majestad, hemos oído esta voz que venía del cielo, cuando estábamos con él en la Montaña Santa 771».

33. «Al día siguiente, dice el Evangelio, Jesús y los tres discípulos bajaron de la montaña 772. Habiendo llegado a donde le esperaban los otros discípulos, los encontraron rodeados de gran multitud de gente, y a los Escribas disputando con ellos. Y todo el pueblo, luego que vio a Jesús, guardó silencio. -Y él les preguntó: ¿Sobre qué altercabais? -Entonces salió un hombre de entre la muchedumbre, y fue a postrarse a sus pies, diciendo: Maestro, te he traído un hijo mío, que es el único que tengo, y se halla poseído de un espíritu mudo. Yo te ruego le mires con ojos de piedad. Es lunático y padece mucho, pues muy a menudo cae en el fuego, y frecuentemente en el agua. Y cuando se apodera de él el espíritu del mal, le tira con furia contra el suelo y le hace dar alaridos, y le agita con violentas convulsiones, hasta hacerle arrojar espuma por la boca [437] y crujir los dientes; y con dificultad se aparta de él, después de desgarrarle sus carnes. Y le presenté a tus discípulos, suplicándoles que le libraran del demonio, y no han podido sanarle. Y respondiendo Jesús, dijo: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tengo de estar con vosotros y sufriros? Traédmele a mí. Y se lo llevaron. Y apenas vio a Jesús, cuando el espíritu principió a agitarle con violencia, y le tiró en tierra, donde se revolcaba, echando espuma por la boca. Y preguntó Jesús a su padre: ¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto? Y él respondió: Desde la infancia. Y le ha arrojado muchas veces el demonio en el fuego y en el agua para acabar con él; pero si tú puedes algo, compadécete de nosotros y socórrenos. A lo que Jesús le dijo: Si tú puedes creer, todo es posible para el que cree. Y entonces, bañado en lágrimas el padre del joven, exclamó, diciendo: Creo, Señor; ayúdame en mi incredulidad. -Y viendo Jesús el tropel de gente que iba acudiendo, amenazó al espíritu inmundo, diciéndole: Espíritu sordo y mudo, yo te lo mando: sal de ese mancebo, y no vuelvas a entrar en él. -Entonces lanzando un gran grito, y agitándole con violencia, salió del mozo el demonio, dejándole como muerto, de suerte que muchos decían: Está muerto. Pero Jesús, cogiéndole de la mano, le ayudó a levantar, y se levantó sano, y lo volvió a su padre. La multitud espantada, admiraba el gran poder de Dios. Y habiendo entrado después Jesús en la casa donde moraba, le preguntaban a solas sus discípulos. ¿Por qué nosotros no pudimos lanzarle? Díjoles Jesús. Porque tenéis poca fe. -Señor, dijeron ellos, aumentad en nosotros la fe. -Respondió Jesús: Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: Trasládate de aquí allí, y se trasladaría la montaña. Diríais a este moral: Desarráigate y ve a plantarte en la mar, y os obedecería. Mas esta casta de demonios no se lanza sino mediante la oración y el ayuno 773».

34. Diga lo que quiera el racionalismo, no solamente obra prodigios Jesús, sino que da a sus Apóstoles la teoría del milagro. ¡Cosa notable! En el día la Iglesia Católica, así como los Apóstoles al Pie de Thabor, se halla investida de este poder sobrenatural. Jamás ha dejado de resplandecer esta señal divina en su frente. A la hora en que escribimos estas líneas, una comisión permanente, establecida [438] en Roma para examinar jurídicamente y consignar las maravillas obradas por los siervos de Jesucristo, registra milagros que tienen todos los caracteres de la autenticidad más escrupulosa. Hace apenas dos años, que se daba cita el mando cristiano en la Confesión de San Pedro, para asistir a la solemne canonización de treinta y dos santos, cada uno de los cuales había obrado milagros. La fe que traslada las montañas o que desarraiga árboles es omnipotente en el día, como en la época evangélica. Los santos, estos héroes de la fe, se trasmiten de edad en edad, el imperio sobre la naturaleza que legó a los Apóstoles el divino Maestro. Su poder no es un arte mágico, ni un poder oculto. El único secreto de los taumaturgos, desde Moisés hasta San Vicente de Paul, se halla encerrado en esta revelación del Verbo encarnado. «Todo es posible a quien cree». Pero ¡qué magnifica unidad del Antiguo Testamento con el Nuevo, en la atmósfera de lo sobrenatural! ¡Qué expansión de la potestad humana, regenerada por el amor de Dios, en la serie de maravillas que principia en los patriarcas, atraviesa el Horeb y el Sinaí, pasma al Egipto de los Faraones, conmueve las cumbres de Seir y los bosques del Cedar, rechaza las olas del Mar Rojo, suspende el curso del Jordán, arranca con Elías víctimas a la muerte, truena con Daniel bajo las bóvedas de los palacios babilónicos, para ir a parar a la efusión de los prodigios de la historia evangélica, y a la perpetuidad del milagro, en el seno de la Iglesia de Jesucristo!




DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § III. Los Fariseos