DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § I. Partida de Galilea



§ II. La Fiesta de los tabernáculos

8. Los leprosos curados llevaron sin duda a Jerusalén la noticia de la próxima llegada del Salvador. Los Fariseos no habían cesado de presentarle al pueblo como un violador de la ley del sábado. El milagro obrado el año anterior en la Piscina Probática era a sus [458] ojos, un crimen de lesa majestad divina. Afectaban no ver en esto más que una sacrílega infracción de la ley del reposo sabático, encontrando así un pretexto plausible para suscitar el odio popular. No hay duda que es difícil apreciar su verdadero pensamiento sobre este punto. El espíritu limitado y el formalismo supersticioso con que aprisionaban a la nación judía, no eran en manos de estos ambiciosos, sino medios de asegurar su propia dominación. Complacíanse en gravar a los demás con cargas que no hubieran ellos querido tocar ni aun con el dedo. «Los Judíos buscaban a Jesús, dice el Evangelista, en los días de la solemnidad de los Tabernáculos 805 y se preguntaban unos a otros. ¿Dónde está aquel? Y se hablaba mucho de él entre el pueblo. Porque unos decían: «Sin duda es hombre de bien. Y otros al contrario: No, que trae engañado al pueblo. -Pero nadie osaba declararse públicamente a favor suyo por temor de los Judíos. Y en el cuarto día de la solemnidad 806, subió Jesús al Templo y se puso a enseñar al pueblo. Y maravillándose los Judíos de su doctrina decían: ¿Cómo sabe éste las letras sagradas, no habiéndolas aprendido nunca? -Respondioles Jesús: Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me ha enviado. Quien quisiere hacer la voluntad de Dios, conocerá si mi doctrina es de Dios, o si yo hablo de mí mismo. Quien habla de sí mismo, busca su propia gloria, mas el que busca únicamente la gloria del que le envía, ése habla en nombre de la verdad, y no hay en él injusticia o fraude. Por ventura ¿no os dio Moisés la ley? y con todo eso, ninguno de vosotros la cumple. Pues ¿por qué buscáis la ocasión de matarme? -Respondió el pueblo y dijo: Tú estás endemoniado: ¿Quién procura matarte? -Jesús continuó diciendo: Yo hice sólo un prodigio [459] en día de sábado, y todos lo habéis extrañado; mientras que Moisés, que os trasmitió el precepto de la circuncisión, dado antes de él a vuestros padres por los patriarcas, os permitió practicar la circuncisión en día de sábado. Si podéis, pues, circuncidar a un hombre sin violar el reposo sabático, ¿por qué os indignáis contra mí porque he curado enteramente a un hombre en día de sábado? No juzguéis, pues, según las apariencias, sino juzgad según la justicia. -Oyéndole hablar así, comenzaron a decir algunos de Jerusalén: ¿No es éste a quien buscan para darle muerte? Y con todo, vedle que enseña públicamente, y no le dicen nada. ¿Si será que nuestros príncipes (de los sacerdotes y los senadores) han conocido ser éste el Cristo? Mas éste sabemos de dónde es; pero cuando venga el Cristo, ninguno sabrá su origen. Entre tanto, prosiguiendo Jesús en instruirlos, decía en alta voz en el Templo: ¡Vosotros pensáis que me conocéis y que sabéis de dónde vengo! Mas yo no he venido de mí mismo, sino que a quien me ha enviado, aquel que es la verdad, no le conocéis vosotros. Yo sí que le conozco, porque he nacido de él, y él es quien me ha enviado. -Al oír esto entonces, buscaban cómo prenderle, mas nadie puso en él las manos, porque aún no era llegada su hora. No obstante, muchos del pueblo creyeron en él: «Cuando venga el Cristo, decían, ¿hará por ventura más milagros que los que hace éste? 807»

9. ¿Sabrían explicarnos los racionalistas modernos por qué concentraba de esta suerte la multitud de los Hebreos reunidos en Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos, sus preocupaciones sobre el Hijo de María? «Jamás, dicen ellos, hizo Jesús milagros». ¿Cómo, pues, todo este pueblo buscaba a Jesús ausente, y se entregaba a las más ardientes discusiones sobre su persona? No faltan actualmente literatos, eruditos, filósofos, cuyo nombre sea conocido, y sin embargo, jamás ocurriría a nadie agitar en una fiesta pública seriamente la cuestión de si tal literato o tal sofista de crédito, se dignó honrar con su presencia la reunión popular. Jesús tenía, pues, a los ojos de los Judíos, una actitud y una personalidad mil veces superiores a las de una celebridad vulgar. O estaban locos todos los Hebreos reunidos en los pórticos del Templo, o está convencido el mismo racionalismo moderno de la más monstruosa aberración de [460] espíritu. No es menos significativo el diálogo que se sostiene entre el divino Maestro y sus interlocutores. La pretensión de hacerlo componer un siglo más adelante en Italia o en Grecia por un apócrifo extraño a las costumbres y a la civilización de Jerusalén, suscita una imposibilidad manifiesta en todo género. «¿Cómo, dicen los Judíos, puede saber letras él que nunca las ha aprendido?» Esta exclamación hubiera tenido en Roma o en Atenas, un sentido completamente diferente del que expresaba bajo los pórticos del Templo. Las letras Griegas y Latinas representaban el conjunto de la literatura poética, oratoria, filosófica e histórica, desde Homero, Hesíodo y Píndaro, hasta Platón, Aristóteles, Demóstenes, Tucídides y Xenofonte, en el Ática; desde Ennio y Plauto hasta Virgilio, Tito Livio y Cicerón, en Roma. Pero en Jerusalén, esta expresión tan elástica en cualquiera otra parte, se hallaba circunscrita a un solo libro, a una sola literatura divina, que contenía la Ley y los Profetas. Las Letras para un Hebreo eran el Antiguo Testamento. Saber las letras era poseer la ciencia tradicional de la Ley, tal como la enseñaban las diversas escuelas. Así, los Judíos tienen derecho de admirarse de que Jesús, no habiendo frecuentado ninguna escuela ni habiéndose afiliado a ningún doctor, pueda enseñar con una autoridad desconocida. El divino Maestro se digna responder a su objeción, y lo hace con una lógica perfectamente conforme a los procedimientos de la más rigurosa dialéctica. Se nos perdonará esta observación, indigna verdaderamente de la majestad del Evangelio, pero puesto que los sofistas modernos han osado escribir esta blasfemia: «La argumentación de Jesús, juzgada según las reglas de la lógica Aristotélica, es muy débil 808»; la exégesis católica tiene el sensible deber de bajarse a recoger tales ultrajes, y hacer que se manifieste su profunda inepcia. Si hubiera contestado Nuestro Señor a los Judíos: Yo no he aprendido las Letras en ninguna de vuestras escuelas, y sin embargo, la meditación, el estudio particular que he hecho de ellas, la inspiración divina me las han revelado, y la prueba de que las conozco es que me oís enseñarlas: si hubiera sido su lenguaje, se mostraría probablemente satisfecho el racionalismo moderno. Apreciaría claramente la correlación entre la objeción y la respuesta, y concedería al Salvador un diploma de [461] lógico, según las reglas de Aristóteles. Pero la primer regla de toda dialéctica es comprender exactamente el sentido de una objeción, y resolverla según el orden de ideas que la provoca. Pues bien; los Judíos se admiraban de ver enseñar a Jesús la Ley divina, sin haber recibido la tradición escolástica de los Doctores y de los Escribas, porque nadie podía en Israel establecer como en nuestros tiempos, una cátedra de enseñanza independiente y libre. La constitución Mosaica, promulgada divinamente en el Sinaí, formaba con los Profetas y los libros del Canon sagrado, un conjunto de dogmas y de revelación inmutable, cuyo depósito se hallaba confiado a un cuerpo docente, en el seno del cual se perpetuaban las tradiciones nacionales. Toda doctrina que se manifestaba fuera de estas inflexibles condiciones, debía, para obtener derecho de ciudadanía, presentar una garantía irrecusable de inspiración divina. La mayor parte de los antiguos Profetas habían tenido que luchar contra el mismo obstáculo, habían opuesto a la excepción de incontestación que dirige aun el pueblo de Jerusalén al divino Maestro, el poder de los milagros y la realización de sus profecías, como dos signos de autenticidad celestial.

10. Tal es la preocupación exclusivamente local que tenía que combatir Jesucristo. Verifícalo con una autoridad suprema, y afirmando rotundamente su derecho de legislador, que emana de su divinidad. «Mi doctrina, responde, es la del mismo Dios, que me ha enviado». Imagine el racionalismo una palabra más concisa y más expresiva a un mismo tiempo, para establecer con una sola palabra la infinita superioridad que quería dar Jesús a su enseñanza, presentándola como procediendo directamente del mismo Dios. No es menos sobrenatural el segundo carácter que invoca el Salvador a favor de su doctrina. «Quien quiera hacer la voluntad de mi Padre, añade, reconocerá por su propia experiencia, que mi doctrina es la de Dios». Toda la economía de la redención del mundo se halla contenida en esta frase, tan sencilla al parecer. La eficacia de la gracia y de la enseñanza traídas al género humano por el Verbo encarnado, no podría obrar sola y sin la cooperación de la voluntad individual. El hombre se perdió, haciéndose colaborador de Satanás, y no puede salvarse, sino haciéndose cooperador del Hombre-Dios. La experiencia personal que pide Jesús a los Judíos, la pide también la Iglesia, y la exigirá de un modo absoluto, de cada una de las almas [462] que quieran aprovecharse de los misericordiosos tesoros de la Redención. ¡Libres son los espíritus indóciles y soberbios de desechar una condición que subleva su altivez! El Hijo de Dios, que les amó hasta morir por ellos, ha preferido derramar la última gota de su sangre, antes que coartar ese libre alvedrío, de que hacen un uso tan deplorable. Pero no por eso deja de ser, en lo más mínimo, la palabra de Jesucristo una verdad práctica que triunfa de todas las hostilidades y sobrevive a todos los siglos. «Quien quiera resolverse a cumplir en sí mismo la voluntad de Dios, reconocerá la verdad de la doctrina de Jesucristo». Pregúntese a todos los convertidos del Evangelio si les faltó nunca esta luz interior, más brillante que el sol, esta evidencia de la fe, esta efusión de calor y de vida divinas. ¡Poder maravilloso de la doctrina evangélica, cuya expansión debe transformar al individuo en lo más íntimo de su personalidad, combatir todas las malas pasiones, llevar el hierro y el fuego a las llagas ignominiosas del corazón y triunfar del hombre con el concurso de la voluntad humana! Cuanto más se quiera reflexionar en ello, mas se conocerá que para conquistar el mundo entero, ha sido absolutamente preciso que fuese divino el Evangelio 809. Jesucristo lo afirma otra vez, con una exactitud que no deja lugar a ningún subterfugio. La ley de Moisés era a los ojos de todos los Judíos, una ley divina. El Salvador la toma como término de comparación respecto de su propia ley. Moisés, les dice, os dio la ley del descanso sabático, al renovar el precepto de la circuncisión impuesto a los Patriarcas 810. Pues bien, vosotros practicáis sin escrúpulo en día de [463] sábado, la circuncisión, ese acto de purificación parcial. ¿Cómo, pues, intentáis matarme por haber purificado y sanado el cuerpo de un paralítico, en un día de sábado? Tal es el argumento de Nuestro Señor en el Templo de Jerusalén. Para considerarlo muy débil juzgándolo según las reglas de la lógica Aristotélica», es preciso no haber comprendido ni a Aristóteles ni al Evangelio. El texto sagrado tiene profundidades que no exploraron completamente el genio de San Agustín ni el de Bossuet, después de una vida entera de piadosas meditaciones. El Océano oculta también en el secreto de sus abismos, regiones que desafían la sonda del nauta y el ojo de la ciencia. La nueva crítica, después de leerlo superficial y ligeramente, no se ha avergonzado de lanzar el insulto contra el infinito divino del océano Evangélico, donde se dilatan los horizontes a los pasos de la humanidad, conforme se les recorre, y donde se han velado las dimensiones del Verbo Eterno, bajo la sencillez de una humilde palabra humana, como encubre abismos sin fondo el azul de una agua límpida y serena.

11. «¿Por qué intentáis matarme?» pregunta el divino Maestro. Esta interrogación que sale de los labios de Jesús irrita a esas conciencias culpables. ¿Quién había dicho, pues, a Jesús el complot tramado contra su vida? Jesús acaba de llegar de la Galilea; habíanse pasado sin que él estuviera presente los cuatro primeros días de la solemnidad de los Tabernáculos. Sin embargo, no se equivoca respecto de las verdaderas intenciones del Farisaísmo para con él. «¿Por qué intentáis matarme?» dice con aquella voz soberana que revela toda verdad. -«¡Estás poseído del demonio!» replica la multitud irritada, como si dijese: Semejante inspiración sólo puede provenir del espíritu de la mentira. «Porque en fin ¿quién intenta matarte?» No se hizo esperar la respuesta a esta denegación, y ni aun siquiera tuvo que pronunciarla el mismo Salvador. Pasando por los pórticos un grupo de algunos habitantes de Jerusalén, y viendo a Jesús, dijeron: «¿No es éste a quien buscan para darle muerte los príncipes de los sacerdotes? Pues vedle que habla en público, sin que nadie le inquiete. ¿Si será que nuestros príncipes (de los sacerdotes y senadores) han reconocido que es verdaderamente el Cristo? [464] Sin embargo, de éste sabemos de dónde es; mas cuando venga el Cristo nadie sabrá su origen. Estas reflexiones que expresan oscuros habitantes de Jerusalén al ver al Salvador, nos hacen comprender a un tiempo mismo la animosidad del Sanhedrín y la actitud perpleja de la muchedumbre solicitada por una parte por los enemigos de Jesús, atraída por otra, por la extraordinaria reputación y la aureola sobrehumana que circundaban al divino Hijo de María. El nombre de Cristo, este nombre que resume la esperanza de cuarenta siglos, y debe completar la misión histórica del pueblo Hebreo, sale de todos los labios, no bien aparece Jesús. ¿Es el Mesías proclamado por Jacob al morir, prometido por Moisés, cantado por David, señalado por Isaías y todos los Profetas? ¿Han reconocido en fin los príncipes de Israel al Mesías tan deseado en los rasgos de Jesús de Nazareth? Pero Isaías dijo hablando del Cristo: «Nadie podrá explicar su generación 811». Miqueas se expresó más categóricamente: «Será engendrado desde el principio, desde los días de la eternidad 812». No era menos formal la profecía mesiánica de David: «Contigo, decía, está el principado en el día de su poderío, en medio de los resplandores de la santidad; de mis entrañas te engendré antes de existir el lucero de la mañana. Tú eres el Sacerdote eterno, según el orden de Melquisedech 813». Cada uno de estos rayos luminosos que hoy nos es tan fácil referir a la inmortal corona de Jesucristo, eran para los Judíos otros tantos problemas que resolver. Cristo debía aparecer en medio de las edades, como la figura patriarcal de Melquisedech, a cuyo padre nadie conocía. Los Judíos creían conocer al padre de Jesús, y le llamaban Josef. Nuestros racionalistas modernos saben tanto como ellos sobre este punto. La generación del Mesías debía ser desconocida a los mortales, y no obstante, los Judíos creían saber positivamente que Jesús era hijo de Josef y de María. El origen del Mesías debla remontarse más allá de los tiempos, y perderse en los esplendores de los santos, y los Judíos creían poder afirmar que Jesús saldría de la humilde casa de un carpintero de Nazareth. Tal era esta situación llena de dudas y de incertidumbres, cual no se vio jamás en otra parte que en Jerusalén. He aquí por qué alzando la voz Jesús, en medio del Templo de su Padre, responde con una afirmación directa de su divinidad. [465] «¡Vosotros creéis saber quién soy y de dónde vengo! ¡Pero yo no procedo de mí mismo; quien me ha enviado, y a quien no conocéis, éste es la verdad! Yo le conozco, porque procedo de él, que es quien me ha enviado». Proceder de la verdad, es decir, de Jehovah era descender de Dios mismo. La muchedumbre no se equivoca como los sofistas de nuestros días, sobre la trascendencia de esta palabra; así es que se subleva contra aquel a quien cree blasfemo; pero no ha llegado aún la hora de Jesús y se paraliza el esfuerzo de tantos brazos hostiles por un poder supremo. Sin embargo, gran número de Judíos se convierten a la fe. «¿Podría el mismo Cristo, dicen, hacer más milagros que este hombre?» La evidencia de los milagros anunciados como la designación divina del Mesías, quita a sus ojos todas las dificultades, y produce la convicción en sus almas.

12. «Habiendo oído, continúa el texto sagrado, los Fariseos y los Príncipes de los Sacerdotes, lo que el pueblo decía acerca de Jesús, enviaron ministros para prenderle. Pero Jesús dijo a éstos: Todavía estaré con vosotros un poco de tiempo, y después volveré a Aquel que me envió. Vosotros me buscaréis entonces y no me hallaréis, y donde yo voy a estar, vosotros no podéis venir. Oyéndole hablar así los Judíos, dijeron entre sí: ¿Adónde irá que no le podamos hallar? ¿Por ventura irá a las naciones esparcidas por el mundo a predicar a los gentiles? ¿Qué es lo que ha querido decir con estas palabras: Me buscaréis y no me hallaréis, y a donde yo voy a estar no podéis venir vosotros? 814« Los ministros de los Príncipes de los Sacerdotes y de los Fariseos, no se atrevieron a ejecutar la orden que habían recibido. Al acercarse al Salvador le hallaron instruido de su misión, como si hubiera estado presente al conciliábulo que acababa de reunirse contra él. Y no obstante, Jesús no había abandonado el atrio del Templo, y no había interrumpido su predicación al pueblo. Así, pues, apóyase la narración evangélica en un Substratum continuo de milagros, los más frecuentes, de los cuales son a veces los menos advertidos. El racionalismo no parece haber sospechado ni aun esto. Hase desembarazado de los prodigios de curación con la famosa teoría «del contacto de una persona predilecta». Pero pasa en silencio este fenómeno, bastante notable sin embargo, de las guardias apostadas por los Príncipes [466] de los Sacerdotes y los Fariseos, cuyo brazo levantado ya, se detiene súbitamente a la voz de Jesús. «No había llegado su hora», dice el Evangelista. ¿Hubiera parecido tal vez este argumento a nuestros sofistas, conforme «con las reglas de la lógica aristotélica?» Pues qué; ¿era Jesús dueño del tiempo y rey de las horas y de los siglos? El Evangelio lo afirma y la Iglesia Católica lo cree. Pero el racionalismo moderno pretende lo contrario. Que nos explique, pues, cómo era, qué leía Jesús en lo más íntimo de los corazones, y penetraba de lejos por entre las puertas cerradas del Sanhedrín, todos los consejos de furor y de odio dirigidos contra su persona. Que nos diga, por qué se detienen los guardias ante la majestad desarmada del Salvador? Finalmente, que nos dé una razón natural de esta predicción, que se ha realizado actualmente, del Salvador a los Judíos: «Me buscaréis y no me encontraréis ya». Durante mil ochocientos años están buscando los hijos de Jacob al Mesías en todas las playas del universo. ¿Le han encontrado? ¿Le encontrarán nunca sino es en Jesús de Nazareth, a quien crucificaron?

13. «En el último día de la fiesta de los Tabernáculos, que es el más solemne, continúa el Evangelista, estaba Jesús en pie en los pórticos del Templo, y decía en alta voz: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Quien cree en mí, verá manar de su seno fuentes de agua viva, según la expresión de la Escritura. -Y esto lo decía del Espíritu Santo que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no se había comunicado a los fieles el Espíritu Santo, porque Jesús no estaba todavía en su gloria 815». En el día octavo de la solemnidad de los Tabernáculos, todos los Hebreos dejaban las tiendas de follaje, a cuya sombra iban a pasar la semana, en memoria de la peregrinación de sus abuelos en el desierto debajo de las tiendas de Moisés. Reunida toda la multitud en los pórticos del Templo, asistía al sacrificio de la mañana; en este día a nadie le era dado, a no ser judío, tomar parte en la solemnidad, permaneciendo vacío el atrio de los Gentiles. Después de la inmolación de las víctimas en el altar, un sacerdote, designado para este oficio, iba a la fuente de Siloé, donde cogía tres medidas de agua viva, en una copa de oro. Precedido de los Levitas, volvía al Templo por la puerta del Agua, la misma por donde hizo su entrada triunfal Nuestro Señor. Recibíasele [467] al son de las trompetas sagradas, y subía al altar, en cuyos dos ángulos se hallaban dispuestas dos copas de plata, la una vacía y la otra llena de vino. Echábase el agua de la copa de oro en la copa vacía, mezclándola después con el vino de la tercera. Entre tanto, el pueblo, llevando en la mano palmas y ramas de mirto y de higuera, desfilaba en procesión al rededor del altar, cantando los himnos de liberación. Al oírse la Aleluya, que terminaba cada una de las estrofas alternadas por dos coros de músicos, se agitaban todos los ramos y se elevaban al aire, con gozosas aclamaciones. Después de haber desfilado, ofrecía el sacerdote una libación en el altar del Señor, con el agua de Siloé mezclada con vino; y reunido el pueblo, cantaba a una voz estas palabras del Profeta Isaías: «Sacaréis agua con gozo de las fuentes del Salvador 816». Tal era la solemne ceremonia que recordaba a los Judíos las fuentes milagrosas abiertas por Moisés en el desierto; las fuentes y las palmeras de Elim; los tabernáculos de Israel y las tiendas de Jacob, saludadas en otro tiempo por los hijos de Beor; y finalmente, los racimos de uvas traídos por los enviados del Gran Profeta, en testimonio de la fecundidad de la Tierra Prometida, donde debían cambiar los hijos de Abraham el agua de los torrentes por el vino que regocija el corazón del hombre. La época de la fiesta de los Tabernáculos era aquella en que se venía a recoger el fruto de la viña en las colinas de Engadd y de Jericó. Así se unía el reconocimiento por las bendiciones del Altísimo a las tradiciones seculares de la historia nacional. Cada uno de los hijos de Abraham llevaba a su morada y conservaba todo el año los Lulabim, o ramos de la fiesta de los Tabernáculos. Tales fueron las circunstancias, en medio de las cuales el divino Maestro, haciendo alusión al agua de Siloé, ofrecida en el altar del Templo, y a las palabras proféticas de Isaías, exclamaba: «Quien cree en mí, verá surtir de su seno fuentes de agua viva». Aquí sirven, pues, de comentario al Evangelio los usos y las ceremonias hebraicas.

14. «Muchas de aquellas gentes habiendo oído estos discursos de Jesús, continúa San Juan, decían: Éste es verdaderamente un Profeta. Otros decían: Éste es el Cristo. Mas algunos replicaban: ¿Por ventura, el Cristo ha de venir de Galilea? ¿No dice claramente la Escritura que el Cristo ha de venir del linaje de David y del lugar [468] de Belén, de donde era David? Con esto se suscitaron disputas entre las gentes del pueblo sobre su persona. Y algunos de ellos querían prenderle; pero nadie se atrevió a echar la mano sobre él. Y así, los guardias enviados por los Pontífices y por los Fariseos, volvieron a ellos, quienes les dijeron: ¿Por qué no le habéis traído? -Respondieron los soldados: Jamás habló hombre alguno con el poder que este hombre. -Dijéronles los Fariseos: ¿Qué, también vosotros habéis sido engañados? ¿Acaso ha creído en él uno solo de los príncipes de Israel o de los Doctores? ¡Sino solo ese populacho que no sabe la ley y es gente maldita! -Entonces, Nicodemo, aquel mismo que había ido anteriormente por la noche a hablar con Jesús y que asistía a esta reunión de Fariseos, les dijo: ¿Por ventura, nuestra Ley condena a nadie, sin haberle oído primero y examinado imparcialmente su proceder? Los Fariseos indignados, le respondieron: ¿Eres tú como el Galileo? Examina bien las Escrituras y verás como no debe salir profeta alguno de Galilea. -En seguida se levantó el consejo y se retiró cada uno a su casa 817».

15. La preocupación universal de los Judíos, la del próximo advenimiento de Cristo y el estudio de todos los caracteres mesiánicos indicados por el Antiguo Testamento, se manifiestan con una notable energía en estos diálogos del Sanhedrín y del pueblo. La multitud, a quien los Doctores acusan de ignorancia, sabe no obstante, a no poder dudar, que el Cristo prometido por los Profetas debe venir de Belén. El texto de Miqueas ha vulgarizado esta noción que se ha revestido en todos los espíritus con el carácter de una certidumbre dogmática 818. Los Fariseos, a pesar de sus afectados desdenes, no tienen otra creencia sobre este punto. Así es, que remiten a Nicodemo a las Escrituras, para convencerse de que no debe venir de Galilea el Profeta. Pero la discusión que se suscita entre la multitud, tiene un aspecto más particularmente interesante, bajo el punto de vista de la crítica moderna. ¿Cómo, dicen los racionalistas, podía suscitarse la objeción sobre Belén si hubiera sido público y notorio que nació Jesús en esta ciudad? La polémica empeñada por los Judíos sobre este punto, prueba perentoriamente que la narración evangélica del nacimiento en Belén, es una interpolación apócrifa, inventada después del suceso, por requerirlo así el asunto. -Éste es uno de los argumentos predilectos de la escuela de nuestros sofistas. [469] Ya lo hemos hallado a propósito de la vocación de Nathanael, y lo volveremos a encontrar, con ocasión del título de la Cruz, inscrito por Pilatos. Importa, pues, discutir sobre él aquí, haciendo resaltar, por medio del mismo texto del Evangelio, su increíble inanidad. La muchedumbre que rodeaba a Nuestro Señor en el Templo, se componía de Judíos, que habían venido de todos los puntos del globo a asistir a la fiesta nacional. Componíase asimismo de los habitantes de Jerusalén; de los Hebreos que se habían establecido en tierra de Palestina; de los peregrinos de origen judío, fijados en las demás comarcas del universo, y comprendidos bajo la dominación oficial de Judíos de la dispersión; finalmente, de los prosélitos, es decir, de los extranjeros convertidos a la fe mosaica. Pues bien; evidentemente esta multitud, de procedencias y de patrias tan diversas, no podía saber los pormenores particulares del nacimiento de Jesucristo en Belén. Nuestros retóricos hacen aquí el paralogismo que censuran con justo título en los historiadores del siglo de Luis XIV, los cuales nos representan la corte de Clodoveo con los rasgos de la de Versalles. Raciocinan como si hubieran podido los Hebreos, reunidos en los pórticos del Templo para la fiesta de los Tabernáculos, leer desde aquel momento, el Evangelio de San Mateo y de San Lucas, y aprender en él que Jesucristo había nacido en Belén. Realmente el episodio de Belén, que en el día es de notoriedad universal, no lo sabían aun sino un corto número de testigos. Súbitamente surgía en el seno del pueblo judío un profeta que reunía en su persona los caracteres mesiánicos de poder sobrenatural y de enseñanza divina. Sin embargo, salía de Nazareth a Galilea, después de treinta años de oscuridad, en las tareas de una condición, en la que había ganado con el sudor de su rostro el pan de cada día. La Galilea, patria de su adolescencia, no era el lugar en que había nacido. Pero, ¿quién podía saberlo a excepción de sus parientes? Había trascurrido un cuarto de siglo después de la muerte de Herodes. La misma época del nacimiento de Jesucristo en el Praesepium de Belén no hubiera sido notada por la nación sin la llegada de los Magos a Jerusalén. La degollación de los Inocentes que la siguió de cerca, debió hacer perder completamente todas las esperanzas suscitadas por este incidente extraordinario. Veinte y cinco años de silencio son algo en la vida de un pueblo; y cuando el Salvador, dejando el taller del carpintero Josef, se manifestó en [470] las orillas del Jordán y del lago de Tiberiades, nadie podía leer en la frente del divino artesano de Nazareth, a no ser por alguna revelación particular: Éste ha nacido en Belén. Para comprender bien el absurdo de la hipótesis racionalista, basta, pues, colocarse con ella en el terreno que ha elegido. ¿Cómo el pueblo judío que había visto deslizarse en Nazareth los veinte y cinco primeros años de la vida de Jesús, había de haber podido, a no ser milagrosamente, dar a Jesús otro nombre que el de Nazareno? ¿Cómo, en el silencio y la oscuridad de esta vida oculta, hubiera podido el pueblo Judío, sino era por medio de un milagro, adivinar la realidad divina? ¿Cómo finalmente, cuando toda la Galilea hablaba de su compatriota Jesús de Nazareth, hubiera podido el pueblo judío, a no ser por un fenómeno de increíble perspicacia, saber que no era Galileo Jesús? El error de los Judíos era, digámoslo, muy natural por una parte, y verdaderamente providencial por otra. Era preciso que fuera condenado a muerte Jesucristo: los Profetas lo habían anunciado. Pero como dice San Pablo, «jamás hubieran crucificado los Judíos al Rey de la gloria», si hubieran distinguido todos claramente la aureola divina que lo circundaba. La mezcla de luz y de oscuridad que notamos aquí, es el rasgo más característico de la obra de nuestra redención, tanto que desconocerlo, sería trastornar toda la economía de la salvación; y sin embargo, ¿por qué se suscita una discusión entre el pueblo? Si no hubiera habido en el Templo de Jerusalén testigos que afirmasen el nacimiento de Jesús en Belén, hubiera sido imposible la controversia. Nadie hubiera podido, según las profecías mesiánicas, pensar en atribuir al Salvador el nombre de Cristo. Y no obstante, el texto evangélico es formal. «Gran número creyeron en él», dice San Juan. Por consiguiente, un número considerable de testigos refirieron que el Galileo Jesús había nacido bajo el imperio de circunstancias excepcionales, en la ciudad de David, y dieron razón de esta aparente anomalía entre el texto formal de las profecías y el título de Nazareno, atribuido universalmente a Jesús. Reprodújose en los pórticos del Templo lo que hizo María en las bodas de Caná en favor de Nathanael y de los primeros discípulos, brillando así la maravillosa unidad de la historia evangélica al través de todos los sofismas y de todas las argucias bajo que se pretendía sofocarla.

16. El último día de la fiesta de los Tabernáculos, el pueblo que había pasado la semana bajo sus tiendas de follaje, volvía a entrar [471] después del sacrificio de la tarde, en el interior de las casas. El texto sagrado alude a este uso nacional, cuando dice: «Volvió cada uno a su casa». Pero el divino Maestro, como él mismo decía, «no tenía donde apoyar su cabeza». Salió, pues, de Jerusalén, y pasó la noche en el monte de los Olivos. Esta colina se elevaba a una media legua de la Ciudad Santa, en medio del valle del Cedron, con sus bosques de limoneros, granados, higueras y palmeras. Desde la cumbre domina la vista la ciudad de David y las campiñas de Hebrón. Allí, bajo un ramillete de olivos, se hallaba situada la gruta de Getsemaní, a algunos pasos del pueblecillo de Bethphagé. Tal era el asilo donde acostumbraba pasar Nuestro Señor las noches en oración. La hospitalidad que había rehusado Belén al Dios del pesebre, la había negado igualmente la orgullosa Jerusalén al Dios del Calvario. «Jesús se retiró, pues, al monte de los olivos, dice el Evangelista». -Luego que hubo terminado su oración, le hizo esta pregunta uno de sus discípulos: «Señor, enséñame a orar, como enseñó también Juan a sus discípulos». Entonces le recordó Jesús las palabras de la Oración Dominical, según la fórmula que había dado precedentemente en el sermón de la montaña, y añadió: «Si alguno de vosotros tuviese un amigo, y fuere a llamar a su puerta a media noche, gritando: Amigo, préstame al punto tres panes, porque acaba de llegar de viaje a mi casa otro amigo mío y no tengo nada que darle; y aquél respondiere de adentro: No me molestes; la puerta está ya cerrada, y mis criados están acostados como yo, y no puedo levantarme a dártelos. Si no obstante, el primero porfiare en llamar, os aseguro que cuando no se levantare a dárselos por razón de su amistad, a lo menos por librarse de su impertinencia, se levantará al fin y le dará todos los que necesite. Así os digo yo: Pedid, y se os dará; buscad y hallaréis; llamad, y se os abrirá; porque todo aquel que pide, recibe, y el que busca, halla, y al que llama, se le abrirá. Cuando alguno de vosotros pide pan a su padre ¿le dará acaso éste una piedra? o si le pide un pez, ¿le dará en lugar de un pez una sierpe? o si le pide un huevo, por ventura, ¿le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, como sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos; ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará el espíritu bueno a los [472] que se le pidan? 819»

17. «Al día siguiente, al romper el día, volvió Jesús al Templo, y concurrió a él todo el pueblo, y sentándose, se puso a enseñarles. Cuando he aquí que los Escribas y Fariseos le trajeron a una mujer cogida en adulterio, y poniéndola en medio, dijeron a Jesús: Maestro, esta mujer acaba de ser sorprendida en adulterio. Moisés nos manda en la Ley castigar tal crimen con el suplicio de la lapidación. ¿Qué dices tú sobre esto? Lo cual preguntaban para tentarle y hallar un pretexto para acusarle. Pero Jesús, inclinándose hacia el suelo, se puso a escribir con el dedo en tierra. Mas como porfiasen ellos en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros se halle sin pecado, tire contra ella la primera piedra. Y volviendo a inclinarse otra vez, continuaba escribiendo en el suelo. Mas oída tal respuesta, se fueron saliendo uno tras otro, desde los más viejos hasta los más jóvenes, hasta que dejaron solo a Jesús y a la mujer que estaba en medio. Entonces levantándose Jesús, le dijo: Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado? -Ella respondió: Ninguno, Señor. Y Jesús le dijo: Pues tampoco yo te condenaré. ¡Anda y no peques ya más 820».

18. Las tres pecadoras del Evangelio, convertidas y rehabilitadas por el divino Maestro son la Samaritana en el brocal del pozo de Jacob, Magdalena en la casa del Fariseo y la mujer adúltera en el Templo de Jerusalén. ¡Singular obstinación de la humanidad degradada! Cada uno de estos actos de misericordia suprema ha sido objeto de las más ásperas recriminaciones de la herejía. Es visible que se ha esforzado Satanás en desheredar al mundo de la esperanza, borrando hasta la última huella de las absoluciones pronunciadas por el Salvador sobre las frentes culpables. Los Catalinistas del siglo décimo de la Iglesia, estos antepasados del puritanismo moderno, pretendían que había sido calumniada la memoria de la Samaritana, y que se había interpretado siempre en sentido contrario la palabra de Nuestro Señor: «Has tenido cinco maridos, y aquel con quien vives ahora no lo es tuyo». El jansenismo lanzaba gritos de horror, oyendo aplicar a María Magdalena el epíteto de pecadora. Finalmente, el episodio de la mujer adúltera, sublevaba la delicadeza de los herejes de los primeros siglos, hasta el punto de creer que debían suprimirlo en los ejemplares de sus Evangelios. «Estos hombres [473] de poca fe, o más bien, estos enemigos de la fe verdadera, dice San Agustín, profesan con los paganos, un sentimiento de indignación suprema contra esta historia. Imagínanse sin duda que la indulgencia del Salvador tendría por resultado alentar a las esposas en el camino del crimen, asegurándoles la impunidad. Así, pues, han hecho desaparecer este relato de sus códices. ¡Como si Jesús hubiese autorizado el desorden!, cuando dice al contrario a esta mujer: ¡Ve, y no peques ya más! ¡Como si el Médico celestial hubiera debido abstenerse de purificar una alma manchada, por deferencia a los insensatos que en ello encontrasen un motivo de escándalo! 821« La pretensión de poner un límite a la bondad suprema, y de hacer prevalecer la exageración de un rigorismo implacable sobre las misericordiosas condescendencias de la gracia divina, es uno de los más extraños contrastes que han podido producirse en el seno de la humanidad. ¡Qué! En medio de nuestra debilidad y de nuestra flaquezas nativa, en este abismo de ignominia en que se agita una raza de caída, entre estos misterios de vergüenza, que abrasan de rubor todos los rostros y que atormentan en secreto las conciencias, se hallan hipócritas de virtud, de justicia y de pudor, bastante audaces para decir al perdón de Jesucristo: ¡No llegarás hasta mí! ¡Insultas mi dignidad! -Así es, no obstante; y se ostentan a la luz del medio día todas las inconsecuencias más monstruosas, en cuanto se trata de combatir la doctrina de salvación traída al mundo por el Verbo encarnado.

19. Sin embargo, ninguna de las páginas del Evangelio, se halla marcada con caracteres de autenticidad más evidentes que el episodio de la mujer adúltera. La ley de Moisés castigaba un crimen de esta clase con la lapidación 822. Los Fariseos y los Doctores de la Ley, cuyos desórdenes e inmoralidad eran entonces tan escandalosos que el mismo Talmud los condena con una energía que desafía toda traducción, habían dejado poco a poco caer en desuso los rigores de [474] la legislación mosaica sobre esta materia. Mas no por ser inexorable dejaba de subsistir el mismo texto de la ley, ni dejaba de leerse en las sinagogas. La prueba a que someten al Salvador, les ofrecía, pues, un pretexto imaginado maravillosamente para fundar toda base de acusación. Si respondía Jesucristo que era preciso lapidar a esta desgraciada, comprometía con su popularidad la reputación de condescendencia, de dulzura y de misericordia, de que gozaba con el pueblo. Asumía, pues, toda la odiosidad de un juicio que la tolerancia interesada de los Fariseos había hecho desterrar hacía largo tiempo de las costumbres sociales. Si se inclinaba, al contrario, hacia la clemencia, pronunciaba una palabra de absolución y violaba abiertamente la ley santa. De esta suerte, se confirmaban las acusaciones análogas que se le habían dirigido, a propósito de las prescripciones sabáticas; declarábase en rebelión contra las instituciones nacionales; confesaba altamente la intención de destruirlas, y llegaba a ser manifiestamente culpable de lesa majestad divina. Estos cálculos, tan profundamente hostiles, no podían tener lugar sino entre Judíos: en Roma o en Atenas no hubieran obtenido la menor probabilidad de buen éxito. Cada pormenor del texto Sagrado lleva aquí el sello exclusivo de la civilización hebraica. Entre los Judíos era regla absoluta consultar a los Doctores más famosos en los casos extraordinarios en que presentaba la explicación de una ley dificultades formales. No había, pues, nada insólito en el paso dado por los Escribas y los Fariseos, al dirigirse a Jesús para un asunto tan grave. Todo el pueblo rendía homenaje a la sabiduría y a la prudencia del Rabbi Galileo. Maravillábase el pueblo de que tuviera un conocimiento tan perfecto de la ley, cuando era público y notorio que no la había estudiado nunca. Finalmente, por una coincidencia muy notable, el día mismo en que llevaron a su presencia a la mujer adúltera, día siguiente a la clausura de la solemnidad de los Tabernáculos, era precisamente en el que celebraba la multitud la Fiesta de la Ley. Así, pues, debían prepararse todos los espíritus con las impresiones religiosas de este día a exaltarse en favor de la ley nacional, si, como suponían los Fariseos, era una sentencia absolutoria la del divino Maestro. Pero Jesús, sin responder a la capciosa interrogación de los Escribas, se inclina y traza con el dedo caracteres en el suelo del Templo. Cuando una mujer, acusada de esta suerte, era conducida ante el sacerdote, tomaba éste una poca tierra del [475] pavimento, y escribía en el libro de las maldiciones el crimen que se la imputaba. Mezclando después la tierra con el agua de una copa, sobre la que pronunciaba el anatema legal, hacía beber este brevaje a la acusada. Tales eran las formas prescritas por Moisés para esta clase de juicios de Dios. Si la mujer era inocente, no le hacía daño alguno la poción maldita. En caso contrario, se veía vacilar a esta desgraciada, desmayarse y expirar entre horribles convulsiones. He aquí por qué Nuestro Señor, imitando las ceremonias exteriores del juicio sacerdotal, en lo que podía practicarse inmediatamente, se inclina a tierra y escribe con el dedo en el polvo del pavimento del atrio. Los Fariseos debieron creer que Jesús trazaba en el suelo la fórmula de la maldición, y en esta inteligencia, redoblan sus instancias para obtener la respuesta que esperan. Pero el Salvador se endereza y les dice: «¡El que de vosotros se halle sin pecado, tire contra ella la primera piedra!» Así habla el Hijo de Dios, leyendo en el secreto de estas conciencias manchadas; y el pueblo, testigo del desorden de las infamias diarias de estos hombres, sigue con la vista la turbación que ocasiona semejante sentencia entre la muchedumbre impura. Los acusadores debían, conforme a la ley judía, arrojar la primera piedra al culpable condenado por su testimonio. La respuesta de Nuestro Señor toma a esta disposición legal un carácter enteramente particular de energía y de verdad terrible. Los Hebreos no conocían la institución moderna del verdugo. «Si se comete un crimen en Israel, había dicho Moisés, se apresara al culpable que será juzgado en presencia de la asamblea, llevándole el pueblo fuera de la ciudad y lapidándole, pero los testigos que hayan visto y denunciado el atentado, arrojarán la primer piedra. Así extirparéis el mal de entre vosotros». El juicio de la mujer adúltera tiene, pues, el grado más elevado de los caracteres de autenticidad intrínseca. En cualquiera otra parte que no fuera Jerusalén, hubiera sido absolutamente imposible que se verificara.

20. «Otra vez, continúa el Evangelista, se dirigió también Jesús al pueblo, diciendo: Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. -Los Fariseos le replicaron entonces: Tú das testimonio de ti mismo, y así tu testimonio no es idóneo. -Respondioles Jesús: Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es digno de fe, porque yo sé [476] de dónde he venido y a dónde voy; mas vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy. Vosotros juzgáis de mí según la carne, pero yo no juzgo así de nadie. Y cuando yo juzgo, mi juicio es idóneo, porque no soy solo (el que da el testimonio) sino yo y el Padre que me envió. Y está escrito en vuestra ley, que el testimonio de dos personas fija la verdad. Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y además el Padre que me envió da testimonio de mí. Preguntáronle ellos: ¿En dónde está tu Padre? Respondió Jesús: Vosotros no me conocéis a mí ni a mi Padre. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. «Estas palabras habló Jesús en el atrio del tesoro, enseñando en el Templo, y nadie le prendió, porque aún no había llegado su hora 823.

El racionalismo moderno no parece haber comprendido una palabra de estos diálogos evangélicos, sostenidos en el Templo de Jerusalén entre el Salvador y los Fariseos, enemigos suyos. «Estos discursos rígidos y desaliñados, dice, cuyo tono es con tanta frecuencia impropio y desigual, no los podría soportar un hombre de gusto 824». ¡Se ha tenido la osadía, en verdad, de inscribir esta afirmación, sin temer que viniera el genio de San Agustín, de Santo Tomás o de Bossuet a arrojar esta innoble injuria al rostro de quien la lanzó, revelando toda la radical ignorancia o intrépida mala fe que supone el gusto de un hombre del siglo XIX, capaz de firmar semejante blasfemia! Retórico: os parece rígida y desaliñada esta afirmación del Verbo encarnado: «¡Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida!» ¿Cuál es, por tanto, a la hora presente el sol del mundo intelectual y moral, cuyo rayo ha ofuscado vuestra mirada hasta el punto de obligaros a la lucha impía, con cuya escandalosa responsabilidad cargáis? En este momento está por do quiera la luz de Jesucristo; la habéis hallado en la historia de lo pasado, en el desarrollo de nuestra civilización actual, en las leyes, las costumbres, las tradiciones y las glorias en medio de las cuales vivís. No podéis dar un paso, sin tropezar con ella; y la mejor prueba de que esta luz es brillante y [477] soberana, es el ataque tan violento que la habéis dirigido; pues nadie piensa en ensañarse contra un cadáver. Decidnos ahora, ¿cómo ha podido verificarse con tan maravillosa exactitud la afirmación de Jesucristo en el Templo de Jerusalén? ¿Por qué es hoy Jesucristo en realidad la luz del mundo? Los Fariseos y los Escribas no vieron en esta solemne profecía más que una exageración de vanidad personal. Pero en fin, los Fariseos y los Escribas no tenían a la vista un pasado de diez y ocho siglos, iluminado por la aureola del Cristo Redentor. No podían penetrar el velo del porvenir y contemplar los prodigios de verdad, de vida y de esplendor divinos, derramados sobre el universo por el Verbo Encarnado. He aquí, por qué rogó Jesús por ellos, «porque no sabían lo que hacían». Este secreto que desconocieron, es hoy tan manifiesto, tan público, tan notorio como la evidencia misma. Hállase por do quiera la luz de Jesucristo, bastando enunciar el hecho para consignarlo, y ¡juzgáis esto una «actitud tirante y desaliñada!» ¡Y juzgáis que esto «no lo podría tolerar un hombre de gusto!» ¿Y formáis empeño en oscurecer esta luz inmortal, que os hiere? Daos, pues, antes una explicación satisfactoria de la famosa concordancia de la historia con la palabra de Jesucristo en el Templo de Jerusalén. El Salvador dijo algunos meses antes de expirar en un infame madero: « ¡Yo soy la luz del mundo!» y hoy todo el mundo civilizado proclama que Jesucristo es su luz. Si se ha profetizado por la casualidad, y si la casualidad ha realizado la profecía, vuestra casualidad es tan poderosa como Dios mismo, y lo sobrenatural que negáis, os envuelve aun, al través de la malla de vuestra escéptica terminología.

21. La palabra de Jesucristo a los Judíos equivalía a una solemne afirmación de su propia divinidad. Es imposible equivocarse sobre esto. «Los discípulos de Manes, dice San Agustín, han dado, no obstante, una explicación que raya en locura. Pretenden que el Cristo es el sol visible, cuya luz brilla a nuestros ojos mortales e ilumina este mundo terrestre. No, el Cristo no es el sol, es el Dios que ha hecho el sol. Amemos este esplendor increado que dio el ser a todas las criaturas; apliquemos toda nuestra inteligencia en comprenderlo; tengamos sed de él para que nos sea dado un día venir a él y obtener así la vida. Por ella ha sido encendida la antorcha del sol. La luz que creó al sol, quiso por amor nuestro habitar en esta tierra, a la luz del sol, obra suya. No ultrajéis, pues, bajo la nube de [478] la carne con que se ha revestido, al divino sol de las almas, pues que se envuelve con esta nube, no para desaparecer enteramente, sino para mitigar su brillo. Luz eterna, luz de sabiduría y de ciencia, dice a los hombres, bajo el velo eterno de que se halla rodeado: «Yo soy la luz del mundo 825». ¿Humillaremos acaso a nuestros racionalistas enviándoles a la escuela del gran obispo de Hipona? Como quiera que sea, necesitan todavía aprender el sentido real de la objeción de los Fariseos. «Das testimonio de ti mismo, decían los Escribas, luego tu testimonio es nulo». Éste es uno de esos argumentos fundados en la ley judía, cuya lógica serían tentados a desconocer nuestros sofistas. Toda declaración debía, para tener carácter oficial, según la ley de Moisés, apoyarse a lo menos en dos testigos. Tal es el sentido real de la objeción Farisaica; y el divino Maestro entra en el fondo de la cuestión, invocando la declaración, conforme a aquella ley, hecha por su Padre en tiempo de Juan Bautista, en las riberas del Jordán. -¿Dónde está tu Padre? preguntaban los Escribas, -Y Jesús renueva la afirmación de su divinidad replicando: «Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre». Después de esto, ¡dejaremos al racionalismo moderno aplicar a la argumentación de Jesús las reglas de la «lógica aristotélica!»

22. «Díjoles Jesús en otra ocasión, continúa el texto sagrado. Yo me voy y vosotros me buscaréis, pero moriréis en vuestro pecado. A donde yo voy, no podéis venir vosotros. -A esto decían los Judíos. ¿Si querrá matarse a sí mismo, y por eso dice: A donde yo voy, no podéis venir vosotros? -Y Jesús proseguía diciéndoles: Vosotros sois de acá abajo, yo soy de lo alto: vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo. Por eso os dije que moriréis en vuestro pecado, porque si no creyereis ser yo lo que soy, moriréis en vuestro pecado. Preguntáronle ellos: Pues ¿quién eres tú? Respondioles Jesús: Yo soy el principio de todas las cosas, el mismo que os estoy hablando. Muchas cosas tengo que decir y que condenar en cuanto a vosotros: como quiera, yo sólo hablo en el mundo las cosas que oí al Padre que me ha enviado, que es la verdad misma. Ellos no comprendieron que así decía que Dios era su Padre. Díjoles, pues, Jesús: Cuando hubiereis levantado en alto (o crucificado) [479] al Hijo del hombre, entonces conoceréis quién soy yo, y que no hago nada de mí mismo, sino que hablo lo que mi Padre me ha enseñado. Y, el que me ha enviado está siempre conmigo, y no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que es de su agrado. Al oírle expresarse de esta suerte, muchos creyeron en él. Entonces dijo Jesús a los Judíos que creían en él. Si permanecéis en la fe de mis palabras, seréis verdaderamente discípulos míos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. -Respondiéronle ellos: Nosotros somos descendientes de Abraham, y jamás hemos sido esclavos de nadie; ¿cómo, pues, dices tú, que vendremos a ser libres? Replicoles Jesús: En verdad, en verdad, os digo, que todo aquel que cometa pecado, es esclavo del pecado. Es así que el esclavo no mora para siempre en la casa, el hijo sí que permanece siempre en ella; luego si el hijo os da libertad, seréis verdaderamente libres. Yo sé que sois hijos de Abraham, pero (también sé que) tratáis de matarme, porque mi palabra no halla cabida en vosotros. Yo hablo lo que he visto en mi Padre; vosotros hacéis lo que habéis visto en vuestro padre. Respondiéronle ellos diciendo: Nuestro padre es Abraham. Díjoles Jesús: Si fuerais hijos de Abraham obraríais como Abraham. Mas ahora pretendéis quitarme la vida, siendo yo un hombre que os he dicho la verdad que oí de Dios; no hizo eso Abraham. Vosotros hacéis las obras de vuestro verdadero padre, y este padre no se llama Abraham. Ellos le replicaron: Nosotros no somos hijos de adulterio; tenemos un solo padre que es Dios. A lo cual les dijo Jesús: Si Dios fuera vuestro padre, ciertamente me amaríais a mí, pues yo nací de Dios y he venido de parte de Dios; pues no he venido de mí mismo, sino que él me ha enviado, ¿Por qué, pues, no entendéis mi lenguaje? ¿Es porque no podéis sufrir mi doctrina? Vosotros sois, pues, hijos del diablo, porque, queréis satisfacer los deseos de vuestro padre: él fue homicida desde el principio, y no perseveró en la verdad; y así, no hay verdad en él: cuando dice mentira, habla como quien es, porque es la mentira su esencia, y él es padre de la mentira. He aquí por qué no me creéis cuando os digo la verdad. ¿Quién de vosotros me convencerá de pecado? Pues si os digo la verdad ¿por qué no me creéis? Quien es de Dios, escucha las palabras de Dios. Por eso vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios. A esto le interrumpieron los Judíos irritados: ¿No decimos bien nosotros que tú eres un Samaritano [480] y que estás endemoniado? -Jesús les respondió: Yo no estoy poseído del demonio, sino que honro a mi Padre, y vosotros me habéis deshonrado a mí. Mas yo no busco mi gloria: otro hay que la promueve, y él me vindicará. En verdad, en verdad os digo: que quien observare mi doctrina, no morirá para siempre. -Dijeron los Judíos: Ahora acabamos de conocer que estás poseído de algún demonio. Abraham murió y murieron también los profetas, y tú te atreves a decir: Quien observase mi doctrina no morirá eternamente. ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió, y que los profetas que asimismo murieron? ¿Por quién te tienes tú? -Respondió Jesús: Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria diréis, no vale nada; pero es mi Padre el que me glorifica, aquel que decís vosotros que es vuestro Dios; vosotros, empero, no le habéis conocido: yo sí que lo conozco. Y si dijere que no le conozco, sería como vosotros, un mentiroso. Pero le conozco bien, y observo sus palabras. Abraham, vuestro Padre, ardió en deseos de ver este día mío, viole y se llenó de gozo. -Los Judíos le dijeron: ¿Aún no tienes cincuenta años, y viste a Abraham? -Respondioles Jesús: en verdad, en verdad, os digo, que yo soy antes que Abraham fuese criado. Al oír esto, cogieron piedras para tirárselas; mas Jesús se ocultó milagrosamente y salió del Templo 826.

23. ¿Dónde había, pues, preguntaban los críticos del siglo último en los pórticos del Templo, una provisión de piedras suficiente para armar los brazos de la multitud? El racionalismo actual no se atrevería a renovar esta añeja objeción. Todos saben hoy que la construcción de los atrios, comenzada por Herodes el Idumeo, se prolongó muchos años aun después de la Pasión de Nuestro Señor. El incidente referido aquí por el Evangelio es, pues, una de las mil pruebas de autenticidad intrínseca que brotan de cada palabra del texto sagrado. Las piedras amontonadas en los patios del Templo eran tantas, que después de terminadas completamente las obras, hubo con las sobrantes para empedrar las calles de Jerusalén. Pero sí se desprende con una maravillosa claridad la verdad histórica del Evangelio de todas las investigaciones de que es objeto, no se manifiesta en ellas con menos esplendor el carácter divino de Jesucristo. Los sofistas modernos pretenden que se ajusten los discursos [481] del divino Maestro a las reglas de la lógica aristotélica; insistiendo para que se les señale en el Evangelio alguna enseñanza teológica, un solo pasaje que se parezca a un dogma. Nada más fácil que satisfacerles. «Yo me voy, dice Jesús a los Judíos: vosotros me buscaréis y no me hallaréis, y vendréis a morir en vuestro pecado. A donde yo voy, no podéis venir vosotros». No hay duda que se puede seguir a un ser humano por donde quiera que vaya. Es también indudable que no hay hombre alguno cuyo seguimiento interese a la salvación de la humanidad hasta el punto de que quien le abandone un instante, se entregue a la muerte por el pecado, es decir, a la muerte eterna. Por consiguiente, Jesús establece aquí solemnemente, como un dogma absoluto, la necesidad de creer en su divinidad, de adherirse a ella y de seguirla, para obtener la vida. Pero esto es sólo uno de los aspectos de esta palabra, llena de profundidad y de luz, y la cual contiene dos profecías, cuya realización, que ha llegado a ser manifiesta para nosotros, debía parecer entonces imposible a los Judíos. ¿Cómo creer que un día buscarían ardientemente, sin poderle encontrar, a aquel a quien en su ceguedad querían matar? Sin embargo, hace diez y ocho siglos que buscan los Judíos al Cristo; que esperan su aparición; que imploran su dichoso advenimiento sin encontrarle nunca. Por otra parte, Jesús predice solemnemente su propia muerte; pero la predice como Dios. «Me voy», dice, como si tuviera en su mano soberana las llaves de las puertas de la vida, abriéndolas y cerrándolas a su voluntad. No dice: En breve me haréis expirar en los más crueles tormentos. La animosidad de los Fariseos y de los Escribas hacía bastante probable semejante eventualidad; pero declara que se encamina el mismo, según le place, a la hora que ha marcado para este viaje supremo. Este majestuoso lenguaje asombra de tal suerte a sus interlocutores, que suponen en él intención de suicidarse. «¿Si querrá matarse?» dicen. No nos rebelemos demasiado contra esta absurda interpretación de los Judíos. En estos últimos tiempos la ha acogido un retórico sacrílego, imaginándose haber hecho un descubrimiento; y ha escrito con sangre fría esta blasfemia: «Tentación da de creer que viendo Jesús en su muerte un medio de fundar su reino, concibió de propósito deliberado el designio de hacerse matar». ¡Tal es la lógica del Evangelio del racionalismo!

24. Si hubiera desaparecido del mundo la dialéctica aristotélica, [482] no debería irse a buscarla en la escuela de semejantes sofistas. El discurso de Nuestro Señor en el Templo de Jerusalén, se desenvuelve con la unidad de doctrina y la solemnidad de enseñanza que convenían al Dios oculto, resuelto a salvar al mundo por la fe y las obras individuales. «Yo soy el principio, dice Jesús. Yo desciendo del cielo y vosotros sois de la tierra; he aquí por qué no gustáis de mi palabra, y así moriréis en la impenitencia». ¿Comprenden los racionalistas modernos lo que es el principio? o se verían tentados a repetir al divino Maestro la pregunta: ¿Qué es la verdad? -«Desde el día en que el hombre se distinguió del animal», pasan por las conciencias humanas a modo de fantasmas los nombres de principio y de verdad, vacíos de sentido, pero llenos de terrores. ¡Sería tan cómodo suprimir el Principio, que es Dios; y la Verdad que es la raíz de todos los deberes ¿No se sabría romper este antiguo yugo que pesa sobre las almas, y emancipar el mundo, proclamando que no hay ni pasado ni porvenir, que el ser moral es una quimera, y que la única ley se llama: Licencia? Tal es el programa de la religión natural. El racionalismo no cree en el milagro. ¿Pues bien? Después de otros muchos que han hecho pasar sus teorías a nuestra vista sin apercibirse de ello, he aquí uno nuevo, más evidente que la luz del medio día. Todos los instintos sensuales y bajos, todas las inclinaciones perversas y corrompidas, todas las pasiones del corazón humano, se hallan sumamente interesadas en hacer adoptar un símbolo que significa en política: No más autoridad; en religión: No más Dios; en práctica: No más leyes, tribunales ni jueces; en moral: No más deberes; en conciencia: No más freno. Borrar de una plumada el altar y el sacerdote, el soberano y el gendarme; todas las instituciones, todas las leyes, todo lo que sirve de obstáculo al desenvolvimiento de las fuerzas brutales, y todo cuanto retiene a la humanidad en la pendiente del crimen, es una de las obras maestras del poder de Satanás. Pues bien; ha poco hemos oído proclamar, en nombre de la ciencia, semejante constitución, rodeada de todos los honores oficiales, aclamada por todos los ecos, y llevada en todas las alas de la fama. ¿Cómo es, pues, que no ha conquistado un solo adepto formal? ¿Cómo ha permanecido estéril? ¿Cómo una religión tan suave, una moral tan fácil, un código tan complaciente, no han podido elevar un solo altar, convertir una sola alma ni fundar un solo tribunal? [483] ¡Insensatos! ¿No hay en vosotros y sobre vosotros una lógica más poderosa que todas vuestras sinrazones? El día que triunfaran vuestras doctrinas, sería aquel en que se acostaría la humanidad en la muerte. La libertad, este nombre divino, usurpado desgraciadamente en favor de tantas utopías, fue definido por Jesucristo en el Templo de Jerusalén, cuando dijo: «La verdad os hará libres». Verdad, Libertad, tales son los dos términos juntos inseparablemente, cuya unión resolverá todos los problemas, ante los cuales vacilan las sociedades como un hombre ebrio. Fuera de este programa del Salvador, que ha venido a romper la esclavitud de las pasiones, desaparece la verdad bajo el sofisma, y resbala la libertad en la sangre y el desorden.




DARRAS-Historia de Nuestro Señor Jesucristo - § I. Partida de Galilea