Catecismo Romano ES 4400

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CAPITULO V Cuarta petición del Padrenuestro

El pan nuestro de cada día dánosle hoy. (Mt 6,11)

I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTA PETICIÓN

En estas últimas peticiones del Padrenuestro, que guardan estrecha relación con las anteriores, imploramos los bienes corporales y espirituales de que tenemos necesidad.

El orden de todas ellas es bien claro: pedimos primeramente las cosas divinas (las que directamente se refieren a Dios), y después las cosas necesarias para el cuerpo y para la vida del hombre. Bienes humanos necesariamente subordinados a los divinos, como esencialmente lo están todos los hombres a Dios, su último fin.

Y en tanto debe el hombre desear, pedir y usar los bienes terrenos, en cuanto Dios ha dispuesto en su providencia que tengamos necesidad de ellos para conseguir la vida eterna, el reino y la gloria del Padre.

Toda la oración del Padrenuestro está basada y animada de este espíritu de subordinación de todos los hombres y de todas las cosas a su fin último, que es Dios. Espíritu que debe presidir e inflamar siempre nuestra demanda de los bienes terrenos. Cuando San Pablo escribía: El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene (Rm 8,26), se refería evidentemente a nuestro afán de pedir exclusivamente cosas terrenas y caducas. Quede bien firme en todos la advertencia, para que nunca tenga el Señor que echarnos en cara aquello del Evangelio: No sabéis lo que pedís (Mt 20,22).

Un criterio directivo para discernir la bondad o malicia de nuestras peticiones será siempre la intención y finalidad del que las formula. Si pedimos las cosas de la tierra como bienes absolutos y centrando en ellos el fin mismo de la vida, sin preocuparnos de pedir otras cosas, es evidente que no oramos como conviene. Los bienes terrenos escribe San Agustín-no los hemos de pedir como si fueran nuestros, sino sólo porque nos son necesarios (1). Y San Pablo quiere que todos los bienes, aun los necesarios para la vida, se subordinen a la gloria de Dios: Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis alguna cosa, hacedlo todo para gloria de Dios (1Co 10,31).

II. SU NECESIDAD

La prueba más contundente de la conveniencia y aun necesidad de esta petición del Padrenuestro la tenemos en la misma indigencia que todos experimentamos de las cosas que en ella se piden para conservar la vida corporal. Necesidad más aguda en nosotros que en los primeros padres, por la distinta condición en que a todos nos dejó su primer pecado.

Cierto que Adán y Eva necesitaban también, aun en su primitivo estado de inocencia, tomar alimentos para conservar y reparar las fuerzas del cuerpo; pero no necesitaban ni de vestido para cubrirse, ni de casa para habitar, ni de armas para defenderse, ni de medicinas para las enfermedades, ni de tantas y tantas cosas como han llegado a ser indispensables para la naturaleza caída. Para proveer ampliamente a todas las exigencias, hubiérales bastado el fruto del árbol de la vida, plantado por Dios en medio del paraíso.

Y no por esto habrían transcurrido sus vidas en el ocio. Dios les impuso el deber del trabajo; no un trabajo molesto y fatigoso, sino una ocupación grata y agradable, a la que siempre habrían correspondido los suavísimos frutos de aquella tierra fecunda. Sus trabajos, sin fatigas, se habrían visto siempre coronados por el premio: la tierra jamás fallaría a sus esperanzas.

Con el primer pecado, la humanidad entera fue arrojada del paraíso, privada del árbol de la vida y condenada a la fatiga del duro trabajo: Por haber escuchado a tu mujer…, por ti será maldita la tierra; con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado; ya que polvo eres y al polvo volverás (Gn 3,17-19).

Nuestra condición y panorama cambió por completo. Todo nos sucederá al revés de lo que hubiera acaecido a Adán y a su descendencia de no haber existido el pecado de origen. Situación tanto más dura la nuestra cuanto que no pocas veces los más fatigosos trabajos, los más grandes gastos y sudores no se ven coronados por el fruto, impedido o arruinado por la esterilidad del terreno, por las intemperies del tiempo, por las sequías, piedra, langosta, pulgón y otras enfermedades que pueden inutilizar en bien poco tiempo el trabajo de temporadas y aun de años enteros. Castigo, la mayor parte de las veces, de nuestros pecados; porque Dios mantiene su tremenda condenación: Con el sudor de tu rostro comerás el pan (Gn 3,19), y retira sus bendiciones fecundantes de nuestros pobres trabajos.

Realmente es dura nuestra vida e inmensas sus necesidades, agravadas casi siempre por nuevas culpas. Toda nuestra esperanza y todos nuestros esfuerzos serán vanos e inútiles si el Señor no los acompaña con sus bendiciones. Porque ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento- (1Co 3,7); Si Yavé no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen (Ps 126,1).

Toda nuestra vida, pues, y las cosas terrenas de que ella depende, se encuentran, en último análisis, en manos de Dios. Esta reflexión nos estimulará y obligará a todos a volver los ojos a nuestro Padre, que está en los cielos, y a suplicarle humildemente los bienes terrenos juntamente con los espirituales. Imitaremos al pródigo de la parábola, que, viéndose acosado en un país extraño por la necesidad y por el hambre, y aun privado del mismo alimento de los animales, cayó por fin en la cuenta de que nadie, excepto su padre, podía socorrerle ni ayudarle (2).

Plegaria que en nosotros debe ser siempre confiada, porque sabemos que Dios, nuestro Padre, goza en oír la voz de sus hijos; Dios Padre que, al sugerirnos que le pidamos el pan de cada día, nos promete escucharnos con la abundancia de sus dones (3); al mandarnos pedirle, nos enseña el modo de hacerlo; enseñándonos, nos exhorta; exhortándonos, nos impele; impeliéndonos, nos promete, y prometiéndonos, nos da esperanza cierta de alcanzar lo que le pedimos.

III. "EL PAN"

La palabra pan tiene en la Sagrada Escritura especialmente dos significados:

1) el alimento material y todo lo que necesitamos para la conservación de la vida del cuerpo;

2) todos los dones de Dios necesarios para la vida espiritual y para la salud y salvación del alma (4).

Es constante doctrina de los Padres que en esta petición del Padrenuestro imploramos las cosas necesarias para la vida terrena.

Sostener que el cristiano no debe preocuparse de las necesidades materiales, y que, por consiguiente, no deben ser objeto de nuestras plegarias los bienes de la tierra, es contrario no sólo a la doctrina de la Iglesia y a las enseñanzas de los Padres, sino también al sentido de la Escritura misma, que tantos ejemplos nos ofrece de estas peticiones lo mismo en el Antiguo que en el Nuevo Testamento.

Vemos cómo Jacob oraba así: E hizo Jacob voto diciendo: Si Yavé está conmigo u me protege en mi viaje, y me da pan que comer u vestidos que vestir, y retorno en paz a la casa de mi padre, Yavé será mi Dios; esta piedra que he alzado como memoria será para mí casa de Dios, u de todo cuanto a mí me dieres te daré el diezmo (Gn 28,20-22). Y Salomón: No me des ni pobreza ni riquezas. Dame aquello de que he menester (Pr 30,8). El mismo Cristo nos mandaba hacer oración por las necesidades humanas: Orad para que vuestra huida no tenga lugar en invierno ni en sábado (Mt 24 Mt 20). Y Santiago: ¿Está afligido alguno entre vosotros? Ore. ¿Está de buen ánimo? Salmodie (Jc 5,13). Y San Pablo: Os exhorto, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo u por la caridad del Espíritu, a que me ayudéis en esta lucha, mediante vuestras oraciones a Dios por mí, para que me libre de los incrédulos en Jadea (Rm 15,30).

Es claro, pues, que con el pan de cada día pedimos en esta plegaria todo lo necesario para la vida de la tierra: vestido, alimento, pan, salud, etc. Significado amplísimo, confirmado por la Escritura en el episodio de Elíseo, que mandó al rey asirio dar el pan necesario a los soldados, V éste les hizo distribuir gran cantidad de toda clase de alimentos (5). Y del mismo Señor está escrito que entró en casa de uno de los principales fariseos para comer pan (Lc 14,1), significando con esta palabra todo el conjunto de la comida.

Notemos, por último, que al pedir el pan no pedimos a Dios abundancia de riquezas ni exquisitez de alimentos o vestidos lujosos. Pedimos la cantidad suficiente y la calidad conveniente a nuestra condición. En teniendo con que alimentarnos-escribe San Pablo-y con qué cubrirnos, estemos con esto contentos (1Tm 6,8). Y Salomón: No me des ni pobreza ni riquezas; dame aquello de que he menester (Pr 30,8).

IV. "NUESTRO"

Esta frugalidad y parsimonia va expresada también en la palabra adjunta a la petición: nuestro. Con ella significamos que pedimos y esperamos de Dios únicamente lo que nos es necesario y no lo que pudiera servir para lujos innecesarios y excesos superfluos. Y lo llamamos "nuestro" no porque nosotros podamos proporcionárnoslo sin la ayuda de Dios, sino porque nos es necesario, y como tal lo esperamos de la ayuda divina. Todos esperan de ti-escribe David-que les des el alimento a su tiempo. Tú se lo das y ellos lo toman; abres tu mano y sácianse de todo bien (Ps 103,27-28); Todos los ojos miran expectantes a ti, y tú les das el alimento conveniente a su tiempo (Ps 144,15).

Lo llamamos nuestro, además, porque con pleno derecho lo pedimos a Dios y con pleno derecho podemos procurárnoslo mediante nuestro trabajo, no con injusticias, robos o fraudes. Todo cuanto nos apropiamos con medios injustos o inmorales, no es nuestro, ni puede acarrearnos más que daños y males en su posesión, uso y fin, al contrario de lo que experimentamos en las ganancias y bienes santamente adquiridos: Comiendo lo ganado con el trabajo de tus manos, serás feliz y bienaventurado (Ps 127,2). Yavé mandará la bendición para que te acompañe en las graneros y en todo trabajo de tus manos. Te bendecirá en la tierra que Y ave, tu Dios, te da (Dt 28,8).

Y no sólo pedimos el poder retener y usar lo que lícitamente hemos adquirido con nuestro ingenio y sudor, ayudados por la gracia divina; pedimos también que Dios nos conceda recto discernimiento y sano juicio para saber usar de estas cosas con toda prudencia y equidad en bien nuestro y de nuestros prójimos.

V. "DE CADA DÍA"

Y de nuevo nos insiste la petición en el concepto de moderación y frugalidad con la palabra cotidiano: lo necesario para cada día. No entra en el orden de la Providencia que busquemos abundancia de comidas y bebidas, variedades y exquisiteces de alimentos; el cristiano debe contentarse con lo necesario para satisfacer sus necesidades naturales. Lo superfluo, lo refinado, lo excesivo, no va bien con los hijos de Dios.

En la Sagrada Escritura reprende el Señor duramente la glotonería de los acaparadores de bienes; ¡Ay de los que añaden casas a casas, de los que juntan campos y campas hasta acabar el término, siendo los únicos propietarios en medio de la tierra! (Is 5,8).

De su insaciable ansiedad escribe también Salomón: El que ama el dinero, no se ve harto de él (Qo 5,9). Y San Pablo: Los que quieren enriquecerse caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y perniciosas, que hunden a los hombres en la perdición y en la ruina (1Tm 6,9).

Se llama también cotidiano este pan porque de él tenemos necesidad para reparar las energías gastadas cada día con el trabajo y natural desgaste vital.

Finalmente, lo pedimos cada día porque cada día debemos servir al Señor y ofrecerle, uno a uno, todos los de nuestra existencia.

VI. "DÁNOSLE"

Claramente se comprende que al rezar al Señor: El pan nuestro de cada día dánosle, hacemos un acto de fe y adoración profunda en la omnipotencia de Dios, en cuyas manos están todas las cosas (6) y de quien únicamente pende nuestra vida. Con estas palabras deponemos todo pensamiento de orgullo que pudiera levantarnos a decir con Satanás: Todo me ha sido entregado a mí, y a quien quiero se lo doy (Lc 4,6). Es la voluntad divina la que únicamente posee y puede conceder todas las cosas.

De aquí que también los ricos y poderosos tengan obligación de pedir lo que necesitan, aunque parezca que nada les falta. Si es cierto que abundan en bienes, no lo es menos que todo lo recibieron de Dios y que además a Él deben suplicar y sólo de Él deben esperar su conservación. Aprendan de aquí los ricos-escribe San Pablo-a no ser altivos y a no poner su confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, que abundantemente nos provee de todo para que lo disfrutemos (1Tm 6,17).

San Juan Crisóstomo comenta así la palabra dánosle: Con ella pedimos no sólo que nos sea concedido lo necesario para vivir, sino que nos sea concedido por Dios; por aquel Dios que, infundiendo al pan cotidiano su poder nutritivo y saludable, hace que el alimento sirva al cuerpo, y el cuerpo al alma (7).

Y decimos dánosle y no dámelo, porque es exigencia de la caridad cristiana el pensar en las necesidades ajenas y el preocuparse de los intereses del prójimo además de los propios. Tanto más cuanto que el Señor nos concede sus bienes no para que nos sirvan egoístamente a nosotros solos, sino para que nos sirvamos de ellos para el bien y caridad de los hermanos necesitados. Ésta es la doctrina constante de los Padres; San Basilio y San Ambrosio escriben: El pan que te ha sido concedido y que tú escondes, es de los hambrientos; y el vestido que guardas con llave en tus armarios, es de los hombres desnudos; y el dinero que ocultas bajo la tierra, es rescate y liberación de los pobres. Ten bien entendido que robas cuantos bienes puedes dar y no quieres (8).

:VII. "HOY"

La palabra hoy nos recuerda y representa al vivo nuestra común miseria. ¿Quién llegará a hacerse ilusiones de poder proveer con su trabajo las cosas necesarias a una larga vida, cuando ni siquiera sabe si ésta conocerá el día de mañana? Quiere el Señor que no presumamos del mañana, y ni siquiera del hoy, para que cada día hagamos depender nuestra jornada de sólo su beneplácito y de los dones de su divina Providencia y cada día nos acordemos de acudir al Padre, que está en los cielos.

Y baste ya lo dicho acerca de la primera significación de la palabra pan; pan material, que sustenta el cuerpo; pan común a todos los hombres, justos y pecadores, fieles e infieles; pan que a todos concede cada día la bondad inefable del Dios que hace salir el sol sobre los malos y buenos y llueve sobre los justos e injustos (Mt 5,45).

VIII. EL PAN ESPIRITUAL

Añádase a este pan material el espiritual, que también pedimos a Dios en esta plegaria. Significa este pan espiritual todo cuanto en esta vida nos es necesario para la salud y robustez de la vida del alma y para conseguir la salvación eterna. Alimento múltiple y variado, como múltiples y varios son los alimentos del cuerpo y las exigencias del alma.

1) Pan del alma es, ante todo, la palabra de Dios.

Venid -dice la Sabiduría- y comed mi pan y bebed mi vino, que para vosotros he mezclado (Pr 9,5).

La Escritura dice que Dios castiga a la tierra con el hambre cuando hace que falte a los hombres, en castigo de sus pecados, el alimento de su divina palabra: Vienen días, dice Yavé, en que mandaré yo sobre la tierra hambre y sed, no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Yavé (Am 8,11). Y así como es síntoma de grave enfermedad el sentir náuseas ante el alimento y la imposibilidad de retenerlo en el estómago, igualmente debe desesperarse de la salvación de un alma cuando ésta no busca la palabra de Dios o no la tolera si se la proponen. Apártate lejos de nosotros-dicen a Dios-, no queremos saber de tus caminos (Jb 21,14). Es la locura suicida y obstinada ceguera de quienes, substrayéndose a las enseñanzas y obediencia de los legítimos pastores-los obispos y sacerdotes-, se separan de la Iglesia católica y se abandonan a heréticas corrupciones de la palabra de Dios.

2) Pero el verdadero pan y manjar del alma es Cristo nuestro Señor. Él mismo nos dice: Yo soy el pan vivo bajado del cielo (Jn 6,51).

Son infinitas las alegrías, la paz y el bienestar que este divino pan infunde a las almas de los justos en sus peores momentos de desconsuelos, luchas y dolores. Recordemos, por ejemplo, la alegría de los apóstoles perseguidos en Jerusalén: Ellos se fueron contentos de la presencia del consejo, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús (Ac 5,41). Y el mismo Señor nos dice de las luchas y victorias de los santos: Al que venciere, le daré del maná escondido (Ap 2,17).

3) De manera especialísima, Cristo es pan substancial en el sacramento de la Eucaristía, prenda inefable de amor que Él nos dejó antes de retornar al Padre. El que come mi carne-dice Jesús-y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Tornad y comed; éste es mi cuerpo (Jn 6,56 Mt 26,76).

Cristo Eucaristía es en verdad nuestro pan, porque sólo pertenece a los cristianos, y entre éstos, a quienes, purificados de sus pecados en el sacramento de la penitencia, le reciben con santidad y devoción.

Y es pan cotidiano porque cada día se ofrece en la Iglesia en sacrificio y se distribuye a las almas y cada día se ha de recibir como alimento, o a lo menos se debe vivir en disposición de poder recibirlo. A quienes con un falso y peligroso rigorismo pretenden alejar las almas de la comunión por largos intervalos de tiempo, escribe justamente San Ambrosio: Si es pan de cada día, ¿por qué ha de recibirse de año en año? Toma cada día lo que cada día te aproveche y vive de modo que merezcas tomarlo cada día (9),

IX. LA RESPUESTA DEL PADRE

Una vez elevada a Dios nuestra plegaria y una vez ordenado rectamente nuestro ingenio y trabajo para procurarnos las cosas necesarias a la vida, dejemos la eficacia y éxito en manos de la divina Providencia, que jamás abandona al justo en la incertidumbre (10).

Porque o nos concederá el Señor lo que pedimos (satisfaciendo así nuestros deseos) o no lo concederá de hecho, manifestándonos de esta manera que nuestro deseo ni era útil ni saludable. Nadie como Dios -ni siquiera los mismos interesados- se preocupa tanto del bien de los justos (11).

Y los ricos y poderosos piensen seriamente que recibieron de Dios sus riquezas para que sepan compartirlas fraternalmente con los necesitados (12).


(1) SAN AGUSTÍN, De Serm. Dom, in mont., 1. 2 c. 16: PL 34,1292.
(2) Deseaba llenar su estómago de las algarrobas que comían los puercos, y no le era dado. Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí me muero de hambre! (Lc 15,16-17).
(3) Pues ¿quién de vosotros es el que, si su hijo le pide pan, le da una piedra...? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide! (Mt 7,9-11).
(4) Cf. Gn 14,17 Si 11,1 Lc 14,15.
(5) Y Elíseo respondió: No los hieras… Dales pan y agua para que coman y beban y que se vagan a su señor. El rey de Israel hizo que les sirvieran una gran comida, y ellos comieron y bebieron (4 Re. 6,22-23).
(6) De Yavé es la tierra y cuanto la llena, el orbe de la tierra y cuantos la habitan (Ps 23,1). Porque tiene en sus manos las profundidades de la tierra, formada por sus manos (Ps 94,4). Cf. Est 13,9.
(7) SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. 14 Oper. imperf. : PG 51,46.
(8) SAN BASILIO, Hom. 6: PG 31,262ss.
(9) SAN AMBROSIO, De Saccam., c. 4: PL 16,471.
(10) Echa sobre Yavé el cuidado de ti, y Él te sostendrá, pues no permitirá jamás que el justo vacile ().
(11) SAN AGUSTÍN, Epist. 121 ad Prob., c. 14: PL 33,494-495.
(12) A los ricos de este mundo encárgales que no sean altivos ni pongan su confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, que abundantemente nos provee de todo para que lo disfrutemos, practicando el bien, enriqueciéndonos de buenas obras, siendo liberales y dadivosos, y atesorando para el futuro con que alcanzar la vida eterna. (1Tm 6,17-19).


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CAPITULO VI Quinta petición del Padrenuestro

Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6,12).

I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTA PETICIÓN

Todo cuanto nos rodea en la vida y en la creación nos habla a gritos de la omnipotencia, sabiduría y bondad infinitas de Dios; pero nada testimonia y demuestra tan profunda y luminosamente su infinita misericordia para con nosotros como el misterio inefable de la pasión de Cristo, de donde brotó la fuente perenne de la gracia que purifica nuestros pecados (1). Ser sumergidos y purificados en esta divina fuente es lo que pedimos cuando rezamos en el Padrenuestro Perdónanos nuestras deudas.

Comprende esta petición el conjunto de todos los bienes que Cristo nos mereció. Así se expió el crimen de Jacob -escribe Isaías-y éste será todo su fruto: el perdón de su pecado (Is 27,9). Y David llama bienaventurados a quienes logren obtener este perdón: ¡Bienaventurado aqud a quien le ha sido perdonado su pecado, a quien te ha. sido remitida su iniquidad! (Ps 31,1). En este perdón se resume el espíritu y valor de esta petición, que todos debemos conocer y repetir con el más cuidadoso interés.

Hasta aquí hemos pedido al Señor los bienes espirituales y eternos y los necesarios para la vida terrena. Ahora rogamos a Dios que aparte de nosotros los males: los del alma, los del cuerpo y los de la vida futura.

(1) Por esto es el mediador de una nueva alianza, a fin de que por su muerte, para redención de las transgresiones cometidas bajo la primera alianza, reciban los que han sido llamados las promesas de la herencia eterna (He 9,15). Con vosotros sean la gracia y la paz, de parte del que es, del que era y del que viene..., y de Jesucristo, el testigo veraz, el primogénito de los muertos… Al que nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre (Ap 4-5).


II. DISPOSICIONES NECESARIAS PARA HACERLA CONVENIENTE

Y puesto que la eficacia de la oración depende en gran parte del modo con que se ora, convendrá señalar las disposiciones con que debe acercarse el alma al Señor para pedir el perdón de sus culpas.

1) Ante todo, con conciencia de tus propios pecados y humilde arrepentimiento de los mismos y pleno convencimiento de que Dios quiere siempre perdonar a quien se acerca con estas disposiciones. Jamás, por consiguiente, con la desesperación que atormentó a Caín (2) y a Judas (3), sino con sincero reconocimiento de pecadores que buscan remedio en el corazón paternal de Dios y le suplican les trate no como Juez inexorable, sino como Padre misericordioso.

La meditación de tantos pasajes escriturísticos despertará fácilmente en nosotros esta conciencia de los propios pecados. En ella nos recuerda frecuentemente el mismo Dios nuestra condición de culpables: Todos van descarnados, todos a una se han corrompido, no hay quien haga el bien, no hay uno solo (Ps 13,3); No hay justo en la tierra que haga sólo el bien y no peque (Qo 7,20); ¿Quién puede decir: He limpiado mi corazón, estoy limpio de pecado? (Pr 20,9). San Juan escribe a su vez: Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros (1Jn 1,8). Y Jeremías: Y dices: soy inocente, su cólera se ha apartado ya de mí. ¡Ahí Ya te juzgaré yo por decir no he pecado (Jr 2,35).

Afirmaciones bíblicas confirmadas por el mismo Cristo cuando nos manda en esta petición del Padrenuestro pedir el perdón de nuestras culpas. El Concilio de Milevi declara que sólo en este sentido deben entenderse sus palabras: "Si alguno dijere que las palabras del Padrenuestro: Perdónanos nuestras deudas, son pronunciadas por los santos por humildad y no por verdadera convicción, sea anatema" (4). ¿Quién puede, en efecto, tolerar que uno mienta cuando ora, pidiendo con los labios el ser perdonado y creyendo en su corazón que no ha cometido pecados?

2) Ni basta simplemente recordar los pecados; es necesario que nuestra memoria de ellos sea dolorosa: un recuerdo que punce el corazón y excite el alma al arrepentimiento. La memoria de nuestros pecados debe ir siempre acompañada de este dolor y arrepentimiento, que nos harán recurrir con ansiedad y angustia a Dios, nuestro Padre, para que Él nos saque, con la gracia de su perdón, las espinas que llevamos clavadas en el alma.

Esta ansiedad y angustia brotará espontáneamente no sólo de la consideración de la fealdad del mal cometido, sino también de la indignidad y audacia con que nosotros, pobres gusanos, osamos levantarnos y ofender la majestad e infinita santidad de Dios, que nos había colmado de tantos y tan inmensos beneficios (5).

Y todo ello, ¿para qué? Para alejarnos de un Padre tan bueno-el Sumo Bien-y vendernos por un precio miserable a la vergonzosa esclavitud del demonio. Dios nos puso un yugo suave de amor, un lazo dulce y amable de infinita caridad; mas nosotros lo rompimos para pasarnos al enemigo, al príncipe de este mundo (Jn 12,31), al príncipe de las tinieblas (Ep 6,12), al rey de todos los feroces (Jb 41,25). De estos pobres esclavos de Satanás escribió Isaías: ¡Oh Yavé, Dios nuestro!, otros señores, que no tú, se enseñorearon de nosotros (Is 26,13).

Por lo demás, si no nos conmueve la miserable traición que hicimos al suave yugo de Dios, conmuévanos al menos el espectáculo de las miserias y desventuras causadas por el pecado. Con él queda violada la santidad del alma, esposa de Cristo, y profanado el templo del Señor, acerca de lo cual escribió San Pablo: Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros (1Co 3,16-17). David nos habla igualmente de los inmensos males que el pecado engendra en el hombre: Nada hay sano en mi carne, a causa de tu ira, nada íntegro en mis huesos, a causa de mi pecado (Ps 37,4).

Plenamente lo había entendido el profeta: el pecado es una peste que corrompe la carne y penetra los huesos, envenenando la misma tazón y voluntad. La Sagrada Escritura declara la extensión y efectos de esta peste espiritual cuando dice que los pecadores son cojos, sordos, mudos, ciegos y paralíticos en todos los miembros (6).

Al dolor de su propio estado infeliz se añadía en el salmista el sentimiento doloroso de la ira de Dios contra sus pecados; porque hay guerra viva entre el Dios ofendido y el pecador. San Pablo dice: Ira e indignación, tribulación y angustia sobre todo el que hace el mal (Rm 2,8-9).

Es verdad que el acto del pecado es transitorio; pero la mancha y la culpa que él engendra permanecen, y Dios les va persiguiendo constantemente con su ira, como la sombra sigue al cuerpo.

Hay en la Biblia un salmo de David (el 50) profundamente animado de todos estos sentimientos. Su asidua meditación y recitación provocará en las almas de los fieles el dolor y arrepentimiento, la penitencia y la esperanza, la vergüenza y la confianza. Y así comprenderán perfectamente aquellas palabras de Jeremías: Reconoce y advierte cuan malo y amargo es para ti haberte apartado de Yavé, tu Dios, y haber perdido mi temor, palabra de Yavé, tu Dios (Jr 2,19).

Los profetas Isaías, Ezequiel y Zacarías designan con los nombres de corazón duro, corazón de piedra, corazón de diamante, a quienes carecen de este necesario reconocimiento y humilde compunción de sus pecados: como a las piedras, nada les ablanda ni conmueve en orden a su vida espiritual y a su conversión (7).

3) Debe animarnos, por último, un profundo sentimiento de esperanza. En modo alguno pretende ni quiere Dios nuestra desesperación. Por medio de Cristo concedió a la Iglesia el poder de perdonar los pecados (8), y en el Padrenuestro nos exhorta a acudir a su infinita misericordia y liberalidad con confianza de ser escuchados. De no estar dispuesto el Señor a perdonarnos, no nos mandaría invocarle con esta petición: Perdónanos nuestras deudas. Precisamente porque es bueno y misericordioso quiere que le pidamos así, con plena confianza de que hemos de ser escuchados (9).

Cierto que nuestros pecados de pensamiento, palabra y obra van directamente contra Dios, a quien negamos obediencia, turbando, en cuanto nos es posible, el orden establecido por su infinita sabiduría; pero no es menos cierto que imploramos perdón a un Padre inmensamente bueno, a un Padre que puede y, según ciertamente declara, quiere perdonarlo todo; a un Padre que nos insta a buscar su misericordia y hasta nos enseña las palabras con que hemos de hacerlo. ¿Quién se atreverá, pues, a dudar de la posibilidad de nuestra reconciliación con Él?

Este pensamiento, que tanto sostiene nuestra fe y tan profundamente alimenta esperanzas e inflama caridades, puede documentarse y probarse con innumerables pasajes escriturísticos que demuestran la compasión de Dios para con el hombre y su benigna concesión de perdón a los culpables arrepentidos (10). Sobre este tema puede consultarse, por lo demás, cuanto dejamos ya dicho en el artículo del Credo "Creo en la remisión de los pecados".

(2) Dijo Caín a Yavé: Insoportablemente grande es mi castigo (Gn 4,13).
(3) Viendo entonces Judas… cómo era condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata…, diciendo: He pecado entregando sangre inocente (Mt 27,3-4).
(4) Concilio Milevitano (a. 416),2 c. 8; cf. también el Concilio Trid., ses. VI, de Justificación, C. 12.
(5) Sé muy bien que es así. ¿Cómo pretenderá el hombre tener razón contra Dios?… (Job 9,2; cf. Job 12; Jer. 10,16). Gloríese el hermano pobre en su exaltación, el rico en su humillación, porque como la flor de heno pasará (Jc 1,9-10; cf. 1P 1,24).
(6) Yo os voy a hacer volver de la tierra del aquilón… a todos juntamente, el ciego y el cojo… (Jr 31,8). Dejad que vuelva el pueblo ciego, que ya tiene ojos: el pueblo sordo, que ya tiene oídos (Is 43,8). Cuando hagas una comida, llama a los pobres, a los tullidos, a los cojos y a los ciegos (Lc 14,13). Para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos (Is 42,7; cf. Is 42,16 Is 18,19 Is 56,10 Is 59,10).
(7) Oídme, hombres de duro corazón, que estáis lejos de La justicia (Is 46,12). La casa de Israel… no querrá oírte, porque no quieren oírme a mí, porque toda la casa de Israel tiene frente altanera y corazón contumaz (Ez 3,7; cf. Ez 33,26). Se hicieron un corazón duro como el diamante para no escuchar las enseñanzas y palabras que Yavé Sebaot les mandaba por medio de los profetas… (Za 7,8).
(8) Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos (Mt 16,19; cf. Mt 18,19 Jn 20,23).
(9) ¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor, Yavé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva? (Ez 18,23; cf. Jr 21). Rásgaos vuestros corazones, no vuestras vestiduras, y con' vertios a Yavé, vuestro Dios, que es clemente y misericordioso, tardo a la ira, grande su misericordia, y se arrepiente de castigar (Jl 2,13-14).


III. "LAS DEUDAS"

Y para evitar posibles errores o confusiones, veamos cuáles son las deudas que el hombre tiene contraídas con Dios. Son de varias especies, y no pedimos ni podemos pedir nos sean remitidas todas.

1) En primer lugar, no podemos pedir que nos sea perdonada la deuda de amor que tenemos obligación de profesar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Deuda que necesariamente hemos de saldar, si queremos conseguir nuestra eterna salvación (11).

2) Tampoco podemos pedir, ni pedimos aquí, que el Señor nos libre de las deudas de obediencia, culto, veneración y otros deberes semejantes que tenemos hacia Dios, nuestro Creador y Señor.

3) Pedimos a Dios que nos libre de nuestros pecados. San Lucas interpreta la palabra "deuda" por la palabra "pecado" (12). Y con razón, porque por el pecado nos hacemos reos delante de Dios y quedamos sometidos al débito de la pena que hemos de pagar o satisfaciendo o sufriendo. Por esto dijo Cristo de sí mismo por el profeta: Tengo que pagar lo que nunca tomé (Ps 68,5). Esto demuestra no sólo que el hombre es deudor, sino también que es un deudor insolvente, incapaz de satisfacer por sí mismo (13).

De aquí la necesidad de recurrir a la misericordia divina. Mas no nos exime este recurso del deber de la satisfacción en la justa medida que exige la justicia divina, de la que Dios es igualmente celosísimo. Y esto nos exige acudir a los méritos de la pasión de Cristo, sin los que nos sería absolutamente imposible alcanzar el perdón de nuestros pecados. Sólo en ellos radica y sólo de ellos puede derivarse hasta nosotros la esencia y eficacia de toda posible satisfacción (14).

Sobre el ara de la cruz pagó Jesús el precio debido por nuestros pecados; precio que se nos comunica por medio de los sacramentos recibidos de hecho o al menos con el deseo (in re vel in voto); precio de tan extraordinario valor, que nos alcanza y obra realmente lo que imploramos en esta petición: la remisión de nuestros pecados.

Y no sólo de los pecados veniales y culpas fáciles, sino también de los más graves y monstruosos delitos, que la plegaria consigue purificar en la sangre de Dios por medio del sacramento de la penitencia, recibido igualmente de hecho o al menos con el deseo.

(10) Tenemos numerosos ejemplos en toda la Escritura del divino perdón que Dios otorga siempre misericordiosamente. Recordemos, sólo a modo de ejemplo, los casos de David, del pueblo de Israel, etc. (Jdt 10,15-16 1R 15,16 2R 12,13; 2 Par. 12,6; ). Y en el Nuevo Testamento, aquellos otros de la pecadora, Mateo el publicano, la Magdalena, Pedro, Zaqueo, el buen ladrón…, juntamente con las encantadoras parábolas del perdón: hijo pródigo, oveja perdida, etc.
(11) Llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que yo hoy te doy (Dt 6,6). Jesús contestó: … y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas (Mc 12,29-30 Rm 8,28 Rm 8,35 Rm 8,38-39 Ga 5,3).
(12) Perdónanos nuestras deudas, porque también nosotros perdonamos a todos nuestros deudores (Lc 11,4).
(13) Un prestamista tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios; el otro, cincuenta. No teniendo ellos con que pagar, se lo condonó a ambos (Lc 7,41-42).
(14) Él es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo (1Jn 2,1).


IV. '"NUESTRAS"

"Nuestras" son las deudas, pero en sentido bien distinto del pan, que también llamamos "nuestro". Éste es nuestro porque nos lo dio como don la misericordia de Dios; aquéllas, en cambio, son nuestras por residir en nosotros su culpa y haber sido contraídas por nuestra libre y consciente voluntad.

Por consiguiente, esta petición es un reconocimiento y una confesión de nuestra culpabilidad y una necesaria imploración de la misericordia divina.

No hay en ella atenuantes ni excusas; nosotros solos somos los culpables, sin que podamos inculpar a los demás, como pretendieron hacerlo Adán y Eva (15). Con el profeta hemos de orar: No dejes que se incline al mal mi corazón, a hacer impías maldades, pretextando excusas en mis pecados (Ps 140,4).

(15) Y dijo Adán: La mujer que me diste por compañera me dio de él y comí. Y contestó la mujer; La serpiente me engañó y comí (Gn 3,12-13).


V. "PERDÓNANOSLAS"

Y no decimos Perdóname a mí, sino Perdónanos a nosotros. Es exigencia de la ley de la caridad que une a todos los hombres delante de Dios y entre sí; ley de caridad que obliga a sentir una preocupación viva por la salud de los prójimos y a rogar por ellos como por nosotros mismos.

Así nos lo enseñó Cristo y así lo predicaron y practicaron los apóstoles (16). La Iglesia ha conservado santísimamente esta tradición.

En uno y otro Testamento tenemos luminosos ejemplos de este espíritu de admirable caridad hacia el prójimo. Moisés oraba así: Perdónales su pecado o bórrame de tu libro, del que tú tienes escrito (Ex 32,31). Y San Pablo: Desearía yo mismo ser anatema de Cristo por mis hermanos (Rm 9,3).

(16) Testigo me es Dios, a quien sirvo en mi espíritu…, que sin cesar hago memoria de vosotros (Rm 1,9).


VI. "ASÍ COMO NOSOTROS PERDONAMOS A NUESTROS DEUDORES"

A) El perdón de las ofensas

Las palabras "así como" pueden entenderse de una doble manera: en un sentido de semejanza o en un sentido de condición.

En el primer caso pedimos a Dios que nos perdone del mismo modo con que nosotros perdonamos las injurias y ofensas recibidas del prójimo.

En el segundo rogamos a Dios que nos perdone a condición de que nosotros perdonemos a los demás.

Y en este segundo sentido las interpretó Cristo cuando dijo: Porque, si vosotros perdonáis a otros sus ¡altas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero, si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados (Mt 6,14-15).

En uno y otro caso es evidente la necesidad de perdonar las ofensas ajenas: si queremos que Dios nos perdone, es preciso saber perdonar. Tanto exige el Señor este olvido de las injurias recibidas y esta mutua caridad, que rehúsa y desprecia las ofrendas y sacrificios de quienes previamente no se hayan reconciliado con sus prójimos (17). Además, es ley de la misma naturaleza que nos portemos con los prójimos como queremos que ellos se porten con nosotros (18). Sería un arrogante descaro pedir a Dios el olvido y remisión de nuestras culpas, manteniendo en el corazón resentimientos y deseos de venganza contra el prójimo.

Nuestro ánimo, pues, debe estar siempre pronto y dispuesto al perdón. Tenemos bien explícito el precepto divino: Si peca tu hermano contra ti, corrígele, y si se arrepiente, perdónale. Si siete veces al día peca contra ti y siete veces se vuelve a ti diciéndote: me arrepiento, le perdonarás (Lc 17,3-4); Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen (Mt 5,44); Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber (Pr 25,21 Rm 12,20); Cuando os pongáis en pie para orar, si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadlo primero, para que vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone a vosotros vuestros pecados (Mc 11,21).

(17) Sí vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano, y luego vuelve a presentar tu ofrenda (Mt 5,23-24).
(18) Cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos (Mt 7,12). Tratad a los hombres de la manera en que vosotros queréis ser tratados (Lc 6,31).


B) Su necesidad

Por ser este mandamiento del perdón uno de los más difíciles para el hombre, dada la corrupción de su naturaleza, convendrá insistir con especial interés en las razones que nos le hacen necesario.

Recordemos una vez más que Dios nos manda explícitamente en la Sagrada Escritura perdonar a los enemigos (19). Pensemos que ésta es una exigencia imperiosa de nuestra común condición de hijos de Dios y que en esta caridad fraterna resplandece nuestra semejanza con el Padre celestial, el cual se reconcilió con nosotros, que tan gravemente le habíamos ofendido, y nos libró de la muerte con el sacrificio de su Hijo unigénito (20). No olvidemos que se trata de un expreso y vigoroso mandato de Jesús: Orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos (Mt 5,44-45).

Y para que su misma e inevitable dificultad no nos lleve a la desesperación, precisemos y valoremos más exactamente tan estricto deber. Hay cristianos que están dispuestos a perdonar y olvidar las ofensas recibidas; cristianos que quieren, y no escatiman esfuerzos por conseguirlo, amar a sus enemigos; sin embargo, sienten que no saben ni pueden olvidar del todo, quedándoles siempre en el alma algún resto de aversión. En semejante situación padecen grandes angustias de conciencia, temiendo no estar del todo sometidos al precepto divino por no haber depuesto sinceramente todo resto de enemistad.

A estas almas hay que recordarles que unos son los sentimientos de la carne y otros muy distintos los del espíritu (21). Aquéllos nos inclinan con espontánea facilidad a la venganza aunque el alma quiera el perdón; entre una y otra hay una lucha continua. Por esto jamás debe desesperar de su salvación ni creerse formalmente rebelde al mandamiento divino quien mantiene en el corazón la voluntad sincera de amar al prójimo y perdonar sus injurias, aunque las bajas pasiones sigan agitándose y pretendan reclamar sus derechos.

Tanto más cuanto que oramos en nombre y en unión de toda la Iglesia. Y es innegable que entre todas las almas unidas a nosotros en la misma plegaria habrá muchas que han perdonado y perdonan las injurias recibidas. En atención a éstas, Dios escuchará las invocaciones de todos.

Además, cuando hacemos esta petición intentamos pedir también y alcanzar de Dios todo lo que necesariamente hemos de poner de nuestra parte para conseguirlo; con el perdón de nuestros pecados y con los sentimientos de íntima penitencia, dolor, detestación y confesión humilde de nuestras culpas, pedimos también al Señor -como condición esencial para lo primero- nos conceda las fuerzas necesarias para perdonar a nuestros enemigos.

Están muy equivocados, por consiguiente, y hemos de procurar por todos los medios disuadirles de su error, quienes se resisten a hacer esta petición por el infundado temor de provocar más contra sí la ira de Dios. Al contrario, cuanto más insistan en la plegaria, más fácilmente les concederá el Señor también la gracia de saber y poder perdonar a sus enemigos.

(19) No digas: Devolveré mal por mal (Pr 20,22 Ex 22,4 Lv 19,17 Dt 22,1 1R 25,5 1R 26,10-11 Jb 31,29 Ps 7,5).
(20) Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros. Con mayor razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por Bl salvos de la ira (Rm 5,8-9).
(21) Velad y orad para no caer en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es flaca (Mt 26,41).


VII. EFICACIA DE ESTA PETICIÓN

1) Para que esta petición sea fructuosa hemos de pensar ante todo que pedimos a Dios una gracia de perdón, que sólo puede concederse a quien primeramente se arrepiente de sus pecados.

De aquí la necesidad de poseer, si queremos ser escuchados, sentimientos de caridad y devoción, unidos a una profunda conciencia de dolor y compunción. De aquí también la necesidad de un propósito sincero de no volver a buscar las ocasiones y circunstancias peligrosas que puedan hacernos recaer en las ofensas a Dios. Esto procuraba David cuando escribía: Mi pecado está siempre ante mí (Ps 50,5). Y en otro lugar: Consumido estoy a fuerza de gemir; todas las noches inundo mi lecho y con mis lágrimas humedezco mi estrado (Ps 6,7).

Sírvanos de ejemplo el profundo fervor con que oraba en el fondo del templo aquel publicano del Evangelio, hiriéndose el pecho y con los ojos clavados en tierra: ¡Oh Dios!, sé propicio a mí, pecador (Lc 18,13). O el de aquella mujer pecadora que, arrodillada a los pies de Cristo, los bañaba con lágrimas y los enjugaba con sus cabellos (22); o el de Pedro, quien-después de haber negado al Maestro-salió fuera u lloró amargamente (Mt 26,75).

2) Hay que unir además a la plegaria las medicinas, tanto más necesarias cuanto mayor es nuestra debilidad y más fuerte la propensión al pecado.

Medicinas del alma son la Penitencia y la Eucaristía. Es necesario intensificar su frecuencia.

Medicina es también, y muy apta-según testimonio de la Sagrada Escritura-, para sanar las heridas espirituales, la limosna. El arcángel San Rafael dijo a Tobías: La limosna libra de la muerte y limpia de todo pecado. Los que practican la misericordia y la justicia serán colmados de felicidad (Tb 12,9). Y Daniel a Nabucodonosor: Redime tus pecados con justicia, y tus iniquidades con misericordia a los pobres (Da 4,24) (23).

3) Pero entre todas las limosnas y entre todas las obras de misericordia, la mejor es el olvido de las ofensas recibidas y el perdonar con buen ánimo a quien de cualquier modo-en tu persona, parientes o cosas-te ultrajó.

Si quieres que Dios tenga misericordia de ti, regálale tus enemistades, perdona toda ofensa, ruega con amor por tus enemigos y hazles siempre el bien que puedas. Porque nada hay más injusto ni descarado que querer a Dios manso y benigno con nosotros y no querer usar nosotros indulgencia alguna con el prójimo.


(22) Se puso detrás de Él (la pecadora), junto a sus pies, llorando, y comenzó a bañar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con los cabellos de su cabeza, y besaba sus pies, y los ung-. a con el ungüento (Lc 7,38).
(23) Bienaventurado el que piensa en el necesitado y el pobre; en el día malo Yavé le librará (Ps 40,2 Dt 15,6-8 Tb 4,7 Pr 14,19 Pr 14,31 Qo 3,33 Lc 11,12).





Catecismo Romano ES 4400