Catecismo Romano ES 1000

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I. DEFINICIÓN DE LA FE

En la Sagrada Escritura la palabra fe tiene múltiples significados (1). Aquí nos referimos a aquella en virtud de la cual el hombre asiente firmemente a las verdades reveladas por Dios.

Es innegable que se trata de una fe necesaria para conseguir la salvación, cuando el mismo Espíritu Santo afirma categóricamente por boca de San Pablo: Sin la fe es imposible agradar a Dios (He 11,6).

La eterna felicidad, propuesta por Dios al hombre corno fin, trasciende de tal manera la capacidad de la naturaleza humana, que jamás hubiéramos podido descubrirla con las solas fuerzas de nuestra inteligencia. Fue preciso que el mismo Dios nos lo revelara. Y en la firme adhesión de la mente a este conocimiento, obtenido por la Revelación, consiste precisamente la fe. En virtud de ella tenemos como infalible todo cuanto la autoridad de la santa madre Iglesia propone como revelado por Dios (2).

Nadie se atreverá a poner en duda las cosas divinamente reveladas, siendo Dios la verdad por esencia. Aquí precisamente radica la diferencia sustancial entre la fe que prestamos a Dios y el crédito humano que damos a la narración histórica de acontecimientos pasados hecha por los hombres.

Es verdad que la fe puede variar notablemente en la extensión, en la intensidad y en la dignidad (en la Sagrada Escritura se afirma de hecho: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? (Mt 14,31); ¡Oh mujer!, grande es tu fe (Mt 15,28); Acrecienta nuestra fe (Lc 18,5); La fe sin obras es estéril (); La fe actuada por la caridad (Ga 5,6), pero no es menos cierto que la fe es siempre sustancialmente la misma; su naturaleza y definición no varían por los diversos grados o aspectos que pueda asumir.

En seguida veremos - al explicar cada uno de los artículos del Credo - cuan grande sea su eficacia y cuan óptimos los frutos que la fe nos reporta.

II. EL SÍMBOLO DE LOS APÓSTOLES

Las principales verdades que todo fiel cristiano debe creer están contenidas en los doce artículos del Símbolo.

A) Su origen histórico

Los apóstoles - guías y maestros de la fe -, inspirados por el Espíritu Santo, precisaron con claridad, en estos doce artículos, los dogmas fundamentales que todo cristiano debe creer. Habiendo recibido de Cristo el mandato de ir por todo el mundo como embajadores suyos (3) para anunciar el Evangelio a todos los hombres, juzgaron necesario preparar un formulario de la verdad cristiana, para que todos creyéramos y profesáramos lo mismo, para que no hubiera cismas entre los llamados a la unidad de la fe, para que todos fuésemos concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir (4).

Los apóstoles dieron el nombre de Símbolo a esta profesión de fe y esperanza cristiana compuesta por ellos, por una doble razón:

1) por ser el resultado de las distintas sentencias aportadas por cada uno de ellos,

2) y porque simbólicamente habría de servir como señal y piedra de toque para distinguir a los genuinos discípulos que militan bajo la bandera de Cristo, de los traidores y falsos hermanos, introducidos solapadamente para adulterar la doctrina evangélica (5).

B) Su división

En el conjunto de verdades cristianas - a las que todo cristiano debe prestar, universal y particularmente, la adhesión de su fe - ocupa, sin duda, el primer lugar, como fundamento y síntesis de todas las demás, la revelación del misterio de la Santísima Trinidad: unidad de esencia, distinción de Personas y operaciones particularmente atribuidas a cada una de ellas. Verdad fundamental del cristianismo maravillosamente sintetizada en el Credo.

Los Santos Padres y teólogos distinguieron siempre tres grandes apartados en el Símbolo de los Apóstoles:

1) El primero comprende el estudio de Dios Padre y de la obra admirable de la creación.

2) El segundo comprende el estudio de Dios Hijo y del inefable misterio de la redención.

3) El tercero comprende el estudio de Dios Espíritu Santo, principio y fuente de nuestra santificación.

Cada una de estas partes se subdivide e n una serie de fórmulas variadas y exactas. Utilizando una comparación frecuentemente repetida en las obras de los Santos Padres, llamamos artículos a cada una de estas fórmulas del Símbolo que clara y distintamente hemos de creer, lo mismo que llamamos artículos (articulaciones) a las - distintas partes en que se divide cada uno de los miembros del organismo humano.

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CAPITULO I "Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra"

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

Esta primera profesión de fe significa exactamente: "Creo con toda certeza y confieso sin ninguna clase de duda que existe un Dios Padre, primera Persona de la Santísima Trinidad, que con su omnipotencia sacó de la nada el cielo, la tierra y todo cuanto hay bajo el cielo y la tierra; y una vez creadas todas las cosas, las conserva y gobierna (6). Y no solamente creo en Él interiormente y le confieso externamente, sino que anhelo con sumo afecto y piedad ir hacia Él, como al sumo y perfectísimo Bien".

Éste es, en síntesis, el significado del primer artículo del Credo. Pero puesto que cada una de sus palabras encierra grandes misterios, será conveniente desmenuzarlas cuidadosamente, para que el pueblo fiel pueda acercarse, con temor y temblor (7), a contemplar la gloria de la divina Majestad en la medida que el Señor se lo conceda.

II. "CREO"

A) Firme asentimiento interior a la palabra divina

Creer no significa aquí pensar, juzgar, opinar…, sino que, como enseña la Sagrada Escritura, tiene la fuerza de un asentimiento certísimo, por el que la inteligencia del hombre se adhiere de una manera segura y constante a Dios, que revela los misterios.

Cree, por consiguiente - en el sentido que la palabra creer tiene en este lugar -, quien, sin ninguna clase de duda, tiene certeza absoluta sobre alguna verdad.

Ni debe pensarse que el conocimiento de la fe sea menos seguro por el hecho de que las realidades que nos propone sean invisibles. La luz divina con que las conocemos, aunque no dé evidencia a las mismas cosas, no nos permite, sin embargo, dudar de ellas. Porque el mismo Dios que dijo: Brille la luz en el seno de la.s tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones (2Co 4,6), para que la buena nueva del Evangelio no quedara encubierta para nosotros, como lo está para los fieles que van a la perdición (2Co 4,3).

De lo dicho se desprende que quien posea este divino conocimiento de la fe no debe perder el tiempo con vanas curiosidades. Cuando Dios nos manda creer, no nos quiere entretenidos en escudriñar sus juicios divinos o en averiguar su causa y razón; nos exige un asentimiento inalterable, que hace que el espíritu descanse en el conocimiento de la verdad eterna.

San Pablo ha escrito: Dios es veraz, y todo hombre falaz (Rm 3,4). Y, no obstante esto, calificaríamos de fatuo e imprudente a quien no quisiera dar crédito a las afirmaciones de un hombre sensato y sabio, exigiendo pruebas y testimonios para cada una de sus palabras. ¡Mucho más temerario, desvergonzado y necio sería quien, escuchando la voz de Dios, exigiera, para creer, las pruebas de esta doctrina divina! (8).

B) Valentía para confesar públicamente nuestra fe

Y adviertan los cristianos que el que dice creo no puede conformarse con el asentimiento íntimo de su espíritu a la verdad revelada (acto interno de la fe), sino que debe manifestar externamente la fe que lleva en el corazón, confesándola explícitamente y con valentía (acto externo de la fe).

Todo discípulo de Cristo debe sentir y poder decir con el profeta: Creí y por esto hablé (Ps 115,10); y debe poseer el espíritu de los apóstoles cuando valientemente hablaron ante la autoridad: Porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído (Ac 4,20); y debe enardecerse ante el ejemplo y las palabras de Pablo: Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salud de todo el que cree (Rm 1,16). Y como última y más explícita confirmación de esta verdad, recordemos las palabras del mismo Apóstol: Porque con el corazón se cree para la justicia y con la boca se confiesa para la salud (Rm 10,10) (9).

III. "EN DIOS"

A) Conocimiento sobrenatural de Dios

Por lo dicho podremos apreciar ya la sublimidad y excelencia de la Revelación cristiana y cuan sin medida deba ser nuestra gratitud a la bondad de Dios, que nos ha concedido poder subir rápidamente por estos peldaños de la fe al conocimiento de la máxima y suprema realidad apetecible.

En esto estriba precisamente la gran diferencia entre la sabiduría cristiana y la humana filosofía. Ésta, guiada únicamente por la luz de la razón natural, partiendo de los efectos y procediendo gradualmente por las cosas sensibles, sólo a fuerza de muchos y laboriosos esfuerzos llega a vislumbrar las realidades invisibles de Dios, reconociéndole como Causa primera y Autor de todas las cosas. Aquélla, en cambio, de tal manera purifica y perfecciona el poder de nuestra humana inteligencia, que hace posible el penetrar, sin esfuerzo, en la región de lo sobrenatural; e, iluminada por ese divino resplandor, la mente del hombre puede llegar a la contemplación de la Fuente misma de la luz, y desde aquí al conocimiento de cuanto existe bajo ella y por ella, cumpliéndose de esta manera el dicho del Príncipe de los Apóstoles: Ese alegrarnos profundamente en nuestro espíritu por haber sido llamados de las tinieblas a la admirable luz (1P 2,9) y ese poder regocijarnos en el gozo inefable de nuestra fe (1P 1,8).

Con razón afirmamos los cristianos, ante todo, creer en aquel Dios cuija majestad es inefable (Jr 22,19), el único Señor inmortal que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre vio ni puede ver (1Tm 6,16). El mismo Señor, hablando a Moisés, dice: Mi faz no podrás verla, porque no puede verla el hombre y vivir (Ex 33,19).

En realidad, para que la inteligencia humana pueda llegar hasta Dios - la más sublime de todas las realidades - es necesario que se libere totalmente de la tiranía de les sentidos cosa que en esta vida no nos ha sido dada por naturaleza).

B) Conocimiento racional de Dios

Pero, aun siendo esto así, no dejó Dios - en frase de San Pablo - de dar testimonio de sí, haciendo el bien y dispensando desde el cielo las lluvias y las estaciones fructíferas, llenando de alimento y alegría nuestros corazones (Ac 14,16-17).

Esto explica que los filósofos no se atrevieran a pensar nada bajo de Dios y que removieran de Él todo concepto de corporeidad, limitación y composición, atribuyéndole, en cambio, la esencia perfecta y la plenitud de todos los bienes, como a fuente perenne e inagotable de bondad y misericordia, de donde proceden las perfecciones de todas las cosas creadas. Llamáronle Sabio, Autor y Amador de la verdad, Justo, Bienhechor por excelencia; nombres todos con los que expresaban el concepto de su suprema y absoluta perfección y notaban que su infinito e inmenso poder llena todo lugar y abraza todas las cosas.

Todo esto, por lo demás, lo expresa con mayor fuerza y claridad la Sagrada Escritura: Dios es espíritu (Jn 4,24); Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial (Mt 5,48); No hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes son todas desnudas y manifiestas a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta (He 4,13); ¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dias! (Rm 11,33); Dios es verdad (Rm 3,4); Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6); Tu diestra está llena de bondad (Ps 47,11); Abres tu mano y das a todo viviente la grata saciedad (Ps 144,16); ¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? ¿Adonde huir de tu presencia? (Ps 138,7); Si subiera a los cielos, allí estás tú; si bajare a los abismos, allí estás presente; si, robando las plumas a la aurora, quisiera habitar al extremo del mar, también allí me cogería tu mano y me tendería tu diestra (Ps 138,8-10); Por mucho que uno se oculte en escondrijos, ¿no le veré yo? Palabra de Yavé. ¿No lleno yo los cielos y la tierra? (Jr 23,24).

C) Superioridad y excelencia del conocimiento de Dios que nos proporciona la fe

Ciertamente son admirables y magníficas todas estas verdades sobre la naturaleza de Dios, que los filósofos, en perfecta armonía con la Sagrada Escritura, dedujeron como conclusiones de la contemplación de las cosas creadas. Pero aun en esto mismo aparece clara la necesidad de la Revelación, si se tiene en cuenta - como notábamos antes - que la fe no sólo sirve para que los hombres rudos e ignorantes lleguen con facilidad y rapidez al conocimiento de las cosas que los sabios adquirieron después de laboriosos esfuerzos, sino que logra también que todo este bagaje de conocimientos que nos da la Revelación se fije en nuestra inteligencia de una manera mucho más segura, límpida y nítida de todo error que si esas mismas cosas las conociéramos sólo por ciencia humana. ¡Cuánto más admirable es el conocimiento de Dios que nos facilita la luz de la fe, propia de los creyentes, que el adquirido por la mera contemplación de las cosas creadas, común a todos!

Y ésta es la luz que encierran los artículos del Credo cuando nos hablan de la unidad de la esencia divina, de la distinción de las tres Personas, de Dios nuestro último fin, en quien hemos de buscar y esperar la posesión de la bienaventuranza celestial y eterna.

San Pablo nos dice que Dios es remunerador de los que le buscan (He 11,6). Y mucho antes que San Pablo, el profeta Isaías nos hablaba de la existencia y sublime valor de estos tesoros divinos, totalmente inaccesibles a la inteligencia humana: Jamás oyeron oídos, jamás vieron ojos, lo que Dios tiene preparado para los que en Él confían (Is 64,4 1Co 2,9).

D) Un solo Dios

De todo lo dicho se deduce que hemos de confesar que hay un solo Dios, no muchos dioses. Si atribuímos a Dios la suma bondad y la perfección absoluta, nos resultará evidente la imposibilidad de que lo infinito y absoluto puedan encontrarse en más de un sujeto; a quien faltare el más insignificante detalle de perfección, se convertiría por lo mismo en imperfecto, y en modo alguno podría convenirle la naturaleza divina.

Numerosos textos de la Sagrada Escritura afirman y prueban esta verdad: Oye, Israel: Y ave, nuestro Dios, es el solo Y ave (Dt 6,4); No tendrás otro Dios que a mí (Ex 20,3); Así habla Y ave: Yo soy el primero y el último; y no hay otro Dios fuera de mí (Is 44,6); Sólo un Señor, una fe, un bautismo (Ep 4,5) (10).

Ni ofrece dificultad alguna el hecho de que en la Biblia se atribuya a veces a las criaturas el nombre de Dios. Cuando en ella sz llama dioses a los profetas o a los jueces (11), no se pretende seguir la costumbre de los paganos, que necia e impíamente multiplicaban sus divinidades; es un mero modo de decir para ponderar algunas de sus virtudes excelentes o alguna de las misiones a ellos encomendadas por Dios.

La fe cristiana cree, pues, y confiesa un solo Dios: único en naturaleza, en sustancia y en esencia, como se dijo para confirmar esta verdad en el Símbolo del Concilio de Nicea. Y, elevándose todavía más, la fe de tal manera entiende esta Unidad, que venera la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad (12).

De este misterio trataremos a continuación, siguiendo el orden del Credo,

(10) El dogma de la existencia de un solo Dios, Creador y Señor de cielos y tierra, fue siempre la primera y más solemne profesión de fe de todos lols Símbolos de la Iglesia y una de las verdades más insistentemente definidas en los Concilios:
La santa Iglesia católica, apostólica y romana cree y confiesa que hay un solo Dios verdadero, creador y señor del cielo y de la tierra, omnipotente, inmenso, incomprensible, infinito en su entendímiento y voluntad y en toda perfección (C. Vat., ses. 3 c.l : DS 1782; cf. DS 1 DS 4 DS 7 DS 9 DS 13 DS 15 DS 17 DS 19 DS 39 DS 54 DS 86 DS 420 DS 462 DS 703 DS 994 DS 1801, etc.).
Sería igualmente interminable la enumeración de textos escriturísticos donde explícitamente se afirma la existencia de un solo y verdadero Dios (cf. Dt 4,35 Dt 4,39 Dt 32,39 1S 2,2 2S 22,32 Ps 113,1-18 Ps 134,5-21 Sg 12,13 Si 36,5 Is 41,4 Is 45,5 Is 45,18 Is 45,22 Is 46,9 Is 48,12 Jr 2,11-12 Jr 10,11 Os 13,4 Jn 17,3 1Co 8,6 Ap 1,8 Ap 22,13).

(11) Dijo Yavé a Moisés": Mira, te he puesto como dios para el Faraón, y Arón, tu hermano, será tu profeta (Ex 7,1).
Yo dije: Sois dioses, todos vosotros sois hijos del Altísimo (Ps 82,6).

(12) Prefacio de la Santísima Trinidad (Misal Romano).


IV. "PADRE"

A) Padre por creación y Padre por adopción

Y puesto que la palabra Padre se atribuye a Dios por distintos motivos, declararemos primero el sentido específico en que aquí la tomamos.

Algunos paganos, cuyas tinieblas no habían sido iluminadas por la luz de la fe, concibieron a Dios como una sustancia eterna, de la que proceden todas las cosas y por cuya providencia son gobernadas y conservadas en su respectivo orden y estado. Utilizando una semejanza humana, llamaron Padre a Dios, a quien reconocían creador y rector de todas las cosas, lo mismo que llamamos padre a aquel de quien procede y por quien es dirigida y gobernada una familia.

La Sagrada Escritura utiliza también este nombre al hablar de Dios, creador, señor y providente de todas las cosas: ¿No es Él el padre que te crió, el que por sí mismo te hizo y te formó? (Dt 32,6); ¿No tenemos todos un padre? ¿No nos ha creado a todos un Dios? ().

Pero es en el Nuevo Testamento donde con más frecuencia y de manera más propia se llama a Dios Padre de los cristianos, que no hemos recibido el espíritu de siervos, para decaer en el temor; antes hemos recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! (Rm 8,15); Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos (1Jn 3,1); Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, que es el Primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,17) y no se avergüenza de llamarnos hermanos (He 2,11),

Por consiguiente, ya consideremos el motivo de la creación y de la providencia, ya nos fijemos en el aspecto especialísimo de la adopción sobrenatural, con toda razón confesamos los cristianos creer en un Dios Padre.

B) Primera persona de la Santísima Trinidad.

Esto supuesto, hemos de procurar los cristianos levantar el alma a la contemplación de más altos misterios cuando pronunciemos o escuchemos la palabra Padre. Con ella empieza a descubrirnos la divina Revelación lo más sublime y misterioso, oculto en aquella luz inaccesible, donde habita Dios; luz que ningún hombre vio ni puede ver (1Tm 6,16).

Significa la palabra Padre que hemos de reconocer en la única esencia divina no una sola Persona, sino distinción de Personas. Porque tres son las Personas en Dios: el Padre, que es ingénito; el Hijo, que es engendrado por el Padre desde toda la eternidad, y el Espíritu Santo, que eternamente procede del Padre y del Hijo.

Y es el Padre, en una única esencia divina, la primera Persona, el cual, con su unigénito Hijo y con el Espíritu Santo, es un solo Dios y un solo Señor; no en la singularidad de una única Persona, sino en la trinidad de una sola sustancia (13).

(13) Prefacio de la Santísima Trinidad (Misal Romano).


C) Distinción entre las tres Personas

Las tres divinas Personas se distinguen entre sí únicamente por sus propiedades. Sería absurdo y herético suponer cualquier diferencia o desigualdad entre ellas.

Es propio del Padre el ser ingénito; del Hijo, el ser engendrado por el Padre, y del Espíritu Santo, el proceder del Padre y del Hijo.

De esta manera reconocemos tal identidad de esencia y sustancia en las tres Personas divinas, que, al confesar al verdadero y eterno Dios, creemos debe ser adorada piadosa y santamente:

1) la propiedad en las Personas;

2) la unidad en la Esencia y

3) la igualdad en la Trinidad.

Y cuando decimos que el Padre es la primera Persona, no queremos afirmar que en la Trinidad exista el antes y el después, lo más y lo menos; esto constituiría una verdadera impiedad, contraria a la religión cristiana, que predica una misma eternidad y una misma majestad de gloria en las tres Personas. Si afirmamos con propiedad, y sin lugar alguno a duda, que el Padre es la primera Persona, lo hacemos porque Él es el principio sin principio; y, puesto que Él es la Persona distinta con la propiedad de Padre, a Él solo determinadamente conviene engendrar al Hijo desde toda la eternidad.

Cuando en este artículo del Credo pronunciamos juntos los nombres Dios y Padre, queremos recordar esto: que Él siempre fue, y al mismo tiempo, Dios y Padre.

D) Misterio inescrutable

Tratándose, por lo demás, del más difícil y sublime misterio de la Revelación, una excesiva insistencia investigadora o un exagerado afán de explicaciones podría exponernos a serios peligros de gravísimos errores. Bástenos retener con religiosa exactitud los vocablos de Esencia y Persona, con los que está formulado el misterio, y creer que la unidad está en la Esencia, y la distinción en las Personas.

Ni son necesarias ulteriores y más sutiles aclaraciones acordándonos de la frase de la Escritura: Quien pretenda escudriñar la Majestad, se verá oprimido por la gloria (Pr 25,27). Démonos por satisfechos con saber que todo cuanto por la fe tenemos como cierto y seguro, lo aprendimos del mismo Dios. ¡Sería incalificable necedad no prestar asentimiento a las palabras de un Dios!

El mismo Jesucristo se dignó revelarnos con toda claridad el misterio: Enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (Mt 28,19). Porque tres son los que dan testimonio en el cielo - añade San Juan -: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y los tres son uno (1Jn 5,7).

V. "TODOPODEROSO"

Son muchos los nombres con que la Sagrada Escritura suele significar el infinito poder y majestad de Dios, para inculcarnos la idea de veneración y respetuoso acatamiento debidos a su santísimo nombre. Pero el más frecuente de todos es, sin duda, el de todopoderoso u omnipotente.

El mismo Dios dice de sí: Yo, Dios omnipotente (Gn 17,1). Jacob, cuando envió sus hijos a José, oraba también de esta manera: Que el Dios omnipotente os haga hallar gracia ante ese hombre (Gn 43,14). En el Apocalipsis: El Señor Dios todopoderoso, el que era, el que es y el que vive (Ap 4,8); El día grande del Dios todopoderoso (Ap 16,14). Y con palabras equivalentes se expresa el mismo concepto en otros muchos pasajes: Porque nada hay imposible para Dios (Lc 1,37); ¿Acaso se ha acortado el brazo de Y ave? (Nb 11,23); Pues, cuando quieres, tienes el poder en la mano (Sg 12,18). Es evidente que todas estas expresiones encierran un único e idéntico concepto de omnipotencia.

A) Concepto de omnipotencia divina

Significamos con este título que ni existe ni puede pensarse cosa alguna que Dios no pueda hacer. Cabe bajo su poder no sólo realizar aquello que, aunque inmenso, de alguna manera entra en el ámbito de nuestra comprensión (reducir el universo a la nada, crear instantáneamente infinitos mundos posibles, etc.), sino también maravillas infinitamente más grandes, que la mente del hombre no puede pensar ni aun siquiera imaginar.

Mas de que Dios sea todopoderoso no se deduce que pueda mentir, engañar, ser engañado, pecar, morir o ignorar cosa alguna. Todos estos actos suponen naturaleza imperfecta, y es claro que en Dios, cuya naturaleza y actos son siempre perfectísimos, nada de esto puede tener cabida. Semejante posibilidad argüiría debilidad e imperfección, no sumo e infinito poder.

Al afirmar, pues, nuestra fe en Dios todopoderoso, alejamos de Él todo aquello que repugna o no se conforma con la suprema perfección de su esencia divina,

B) Su importancia y frutos

De todos los atributos divinos, solamente se nos propuso en el Credo de nuestra fe el de la omnipotencia. Y ello no carece de razón, porque al afirmar la omnipotencia de Dios, implícitamente proclamamos su omnisciencia y su señorío y absoluto dominio de todas las cosas. Creyendo firmemente que Dios todo lo puede, nos resultará fácil comprender y reconocer en Él todas las demás perfecciones; si le faltara alguna, no entenderíamos cómo es todopoderoso.

Nada mejor, además, ni más eficaz para fortalecer nuestra fe y confirmar nuestra esperanza como la íntima persuasión de que Dios todo lo puede.

Si hemos logrado asimilar bien el concepto de un Dios todopoderoso, nuestra razón aceptará, sin ninguna clase de duda, todas las demàs verdades que es necesario creer, por grandes y maravillosas que sean y aunque superen las leyes ordinarias de la naturaleza. Más aún: creerá con mayor facilidad y gusto cuanto más sublimes sean las verdades reveladas por Dios.

Y en el campo de la esperanza cristiana, jamás desfallecerá el ánimo ante la grandiosidad de los bienes que vivamente deseamos y esperamos, antes bien se enardecerá y fortalecerá pensando que para Dios no hay nada imposible. Por esto conviene mucho estar bien robustecidos en la creencia de un Dios todopoderoso, especialmente cuando hemos de emprender alguna obra extraordinaria para bien del prójimo o cuando deseemos conseguir algo del cielo por medio de la oración. En el primer caso, acordémonos de las palabras con que Cristo reprendió la incredulidad de los apóstoles: Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: Vete de aquí a allá, y se iría, y nada os sería imposible (Mt 17,20). En el segundo, actuemos la frase del apóstol Santiago: Pero pida con fe, sin vacilar en nada; que quien vacila es semejante a las olas del mar, movidas por el viento y llevadas de una a otra parte. Hombre semejante no piense que recibirá nada de Dios (Jc 1,6-7).

Otros muchos e importantes provechos espirituales debe reportarnos la fe en la omnipotencia divina:

1) Nos formará, ante todo, en humildad y sencillez de espíritu: Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios (1P 5,6).

2) Nos enseñará a no temer a nada ni a nadie, fuera de Dios, bajo cuyo poder estamos y están todas nuestras cosas: Yo os mostraré a quién habéis de temer; temed al que, después de haber dado la muerte, tiene poder para echar en la gehenna (Lc 12,5).

3) Nos ayudará, por último, a reconocer y a agradecer los inmensos beneficios que Dios nos ha hecho. El verdadero creyente en un Dios todopoderoso no puede ser desagradecido ni dejar de exclamar muchas veces con la Virgen: Porque ha hecho en mí maravillas el Todopoderoso (Lc 1,49).

C) Atributo del Padre

Hemos proclamado en este artículo todopoderoso al Padre. Pero nadie caiga en el error de creer que atribuimos este nombre a la primera Persona, como si no fuera igualmente común al Hijo y al Espíritu Santo. Porque lo mismo que decimos Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, sin que sean tres Dioses, sino un solo Dios, así también confesamos todopoderoso al Padre, al Hijo y al Espíritu, sin que sean tres todopoderosos, sino uno solo.

Es cierto, sin embargo, que este título se le atribuye de manera especial al Padre, por ser Él la fuente de todo lo que tiene principio, lo mismo que atribuimos al Hijo la sabiduría, por ser el Verbo eterno del Padre, y al Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, la bondad.

Por lo demás, es evidente - según la norma de la fe católica - que estos y otros nombres semejantes han de aplicarse comúnmente a las tres divinas Personas.

VI. "CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA"

A) Creador del universo

Y al tener que explicar ahora la creación del universo, comprenderemos cuan necesarias fueron las anteriores nociones sobre la omnipotencia divina: el milagro de una obra tan estupenda solamente puede creerse cuando no hay duda alguna del infinito poder del Creador.

Dios no formó el mundo de una materia preexistente, sino que lo sacó de la nada. Y esto sin necesidad ni coacción alguna, sino libre y espontáneamente.

La única causa que determinó a Dios a crear fue el deseo de comunicar su bondad a las cosas por Él creadas. Porque la naturaleza divina, infinitamente bienaventurada en sí misma, no tiene necesidad de ninguna otra cosa. El profeta David cantaba de esta manera: Yo digo a Yapé: Mi Señor eres tú, porque no tienes necesidad de mis bienes (Ps 15,2).

Y así como Dios, movido únicamente por su bondad, hizo cuanto quiso (Ps 113,3), del mismo modo, al crear el universo, no se inspiró en ningún ejemplar o modelo existente fuera de Él, sino que, existiendo en su mente divina la idea tipo o ejemplar de todas las cosas, el soberano Artífice las creó contemplándolas en sí y como reproduciéndolas de sí mismo con la suprema sabiduría e infinito poder que le son propios. Porque dijo Él, y fue hecho; mandó, y fue creado (Ps 32,9).

Con las palabras cielo y tierra significamos aquí todo cuanto contienen los cielos y la tierra. Porque además de los cielos - que el profeta llamó la obra de sus manos (Ps 8,4) - creó Dios también el esplendor del sol y la belleza de la luna y de los demás astros. Y para que sirvieran de señales a estaciones, días y años, puso en el firmamento del cielo lumbreras (Gn 1,14), y estableció que el movimiento de estos astros fuera tan seguro y constante, que no hay nada más movible que su continua rotación, ni nada, al mismo tiempo, tan regular y seguro como el movimiento de los mismos.

B) Creador de los ángeles

Creó Dios también de la nada la naturaleza espiritual y una multitud inmensa de ángeles para que le sirvieran y asistieran; y les adornó y enriqueció con el admirable don de la gracia y con sublimes poderes.

1) La misma Sagrada Escritura deja entender claramente que Lucifer y los demás ángeles prevaricadores habían sido adornados en el principio de su creación con el don de la gracia divina: El diablo es homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad (Jn 8,44). San Agustín escribe: "Creó Dios los ángeles dotados de buena voluntad, esto es, animados de un amor puro, que les unía a Él, dándoles al mismo tiempo el ser y la gracia. Y así hemos de creer que los ángeles buenos jamás estuvieron sin rectitud en la voluntad o, lo que es lo mismo, sin amor de Dios" (14).

2) En cuanto a su ciencia, tenemos también el testimonio explícito de la Sagrada Escritura: Porque mi Señor es sabio, con la sabiduría de un ángel de Dios, para conocer cuanto pasa en la tierra (2S 14,20).

3) De sus poderes nos habla David: Bendecid a Yave vosotros, sus ángeles, que sois poderosos y cumplís sus órdenes (Ps 102,20). Y en otros varios lugares de la Sagrada Escritura se les llama poderes del Señor y ejércitos de Dios (Ps 102,21).

Pero, aunque todos habían sido enriquecidos con estos dones celestiales, gran parte de ellos se rebelaron contra Dios, su Creador y Padre, y fueron arrojados del reino de los cielos y precipitados en la tenebrosa cárcel de la tierra, donde pagan la pena eterna de su soberbia. De ellos escribía el Príncipe de los Apóstoles: Porque Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que, precipitados en el tártaro, los entregó a las prisiones tenebrosas, reservándolos para el juicio (2P 2,4).

(14) SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, 1.12 c. 9: ML 41,357.


C) Creador de todos los seres que pueblan la tierra.

Más tarde fundó Dios la tierra sobre sus bases para que nunca después vacilara (Ps 103,5), y se alzaron los montes y se abajaron los valles hasta el lugar que Él les había señalado (Ps 103,8).

Y para que no fuera anegada la tierra por las fuerzas de las aguas, púsoles un límite, que no traspasarán, ni volverán a cubrir la tierra (Ps 103,9).

Adornó luego la tierra y la revistió de árboles y de toda clase de plantas y flores; y la pobló, como antes hiciera con el mar y con el aire, de innumerables especies de animales.

D) Creador del hombre

Por último formò Dios al hombre del polvo de /a tierra (Gn 2,7), dotándole de un cuerpo capaz de inmortalidad e impasibilidad, no por exigencia de su naturaleza, sino por gracioso beneficio divino.

Y creó el alma a su propia imagen y semejanza, dotándola de libre albedrío (15); y moderó sus instintos y deseos para que en todo estuviesen sometidos al imperio de la razón. Coronó su obra con el don maravilloso de la justicia origina] y quiso que el hombre fuera el rey de los vivientes.

Todas estas verdades pueden deducirse y probarse fácilmente de la misma narración del Génesis.

Esto es en síntesis lo que debe entenderse con las palabras creó Dios el cielo y la tierra. El profeta lo resumía de esta manera: Tuyos son los cielos, tuya la tierra; el orbe de la tierra y cuanto lo llena, tú lo formaste (Ps 88,12). Y mucho más brevemente aún lo expresaron los Padres del Concilio de Nicea, añadiendo al Símbolo aquellas palabras: Las cosas visibles y las invisibles (16). Porque todas las cosas existentes, que confesamos haber sido creadas por Dios, o pueden ser percibidas por los sentidos - y entonces las llamamos sensibles - o sólo son percibidas por la inteligencia, y entonces las denominamos invisibles

(15) Niegan esta verdad los fatalistas y deterministas. Con sus pesimistas teorías filosóficas pretenden destruir la moral y la religión, haciendo del hombre una máquina automática y un esclavo de las circunstancias y negando que seamos responsables de nuestras acciones, buenas o malas.
Que el hombre está dotado de libre albedrío, es decir, que goza de plena libertad en el orden psicológico y moral, es un hecho de palpable evidencia (nuestra misma conciencia individual se rebela contra el determinismo), una verdad perfectamente demostrada en sana filosofía y, por si faltara algo, una tesis definida por la Iglesia como verdad de fe. En ella radica precisamente el fundamento de la responsabilidad moral de nuestros actos:
"Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre, movido y excitado por Dios, no coopera en nada, asintiendo a Dios, que le excita y llama para que se disponga y prepare para obtener la gracia de la justificación, y que no puede discutir, si quiere, sino que, como un ser inánime, nada absolutamente hace, y se comporta de modo meramente pasivo, sea anatema".
"Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre se perdió y extinguió después del pecado de Adán, o que es cosa de sólo título o más bien título sin cosa, invención, en fin, introducida por Satanás en la Iglesia, sea anatema".
"Si alguno dijere que no es facultad del hombre hacer malos sus propios caminos, sino que es Dios el que obra así las malas como las buenas obras, no sólo permisivamente, sino propiamente y por sí, hasta el punto de ser propia obra suya no menos la traición de Judas que la vocación de Pablo, sea anatema" (C. Trid., ses. 6 cn. 4.5 y 6: DS 814 DS 815 DS 816).
Ni son menos explícitos los testimonios de la Sagrada Escritura a este respecto. Baste como botón de muestra el siguiente:
Dios hizo al hombre desde el principio y le dejó en manos de su libre albedrío.
Si tú quieras, puedes guardar sus mandamientos, y es de sabios hacer su voluntad.
Ante ti puso el fuego y el agua; a lo que tú quieras tenderás la mano.
Ante el hombre están la vida y la muerte; lo que cada uno quiere le será dado (Si 15,14-18).

(16) "Creemos en un solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles" (C. Nic. I (a. 325) contra los arríanos: DS 54).


E) La divina Providencia

Mas no concibamos nuestra fe en Dios, creador y autor de todas las cosas, como si éstas, terminada la acción creadora por parte de Dios, pudieran subsistir por sí mismas, independientes de su infinito poder. Porque así como sólo por el absoluto poder, sabiduría y bondad del Creador fueron creadas todas las cosas, del mismo modo todas volverían instantáneamente a la nada si no estuvieran asistidas por la divina Providencia, que perpetuamente las conserva en la existencia con el mismo poder que las hizo existir.

Expresamente lo afirma la Sagrada Escritura: ¿Y cómo podría subsistir nada si tú no quisieras? O ¿cómo podría conservarse sin ti? (Sg 11,26).

Y esta divina Providencia no solamente conserva y gobierna las cosas que existen, sino que también impele, can íntima eficacia, al movimiento y a la acción a todo cuanto en el mundo es capaz de moverse u obrar, no destruyendo, pero sí previniendo la acción de las causas segundas. Su misterioso poder se extiende a todas y cada una de las cosas existentes: Se extiende poderosa del uno al otro extremo y lo gobierna todo con suavidad (Ps 8,1). Por esto exclamaba el Apóstol cuando anunciaba a los atenienses el Dios desconocido: Él no está lejos de nosotros, porque en Él vivimos, y nos movemos, y existimos (Ac 17,27-28) (17).

(17) La verdad de la Providencia divina, que ordena todas las cosas a un fin, es un principio que la sana razón demuestra con absoluta certeza y la fe nos obliga a retener. Tan primaria y profunda es esta enseñanza, que existe arraigada en el sentir de todos los pueblos y ha sido defendida en todos los tiempos. Los errores, siempre en pequeñas minorías, radican casi siempre en la dificultad de conciliación con otras verdades que, por evidentes, tampoco es posible negar. Que estas dificultades son serias, es indudable. Es condición de la mente humana y exigencia de aquellas verdades, que son expresión de una realidad divina. En ésta se esconde siempre, por su infinita y trascendente grandeza, un algo que escapa a la mente humana, pequeña y limitada. Es la razón suprema de misterio, que nos oculta a la divinidad, con la que primordialmente nos une la fe. Mas ante el misterio no cabe la negación o la duda, sino la aceptación reverente. Por otra parte, como veremos, las dificultades tienen solución plena en la teología católica y en la razón.
La Providencia es la ordenación que existe en la mente divina de todas las cosas al fin. Supone, pues, un acto de la mente en Dios por el que conoce el fin y los medios, y otro en la voluntad, por el que intenta el fin y exige los medios que a él conducen.
El C. Vaticano (s. 3 c. l) definió solemnemente la verdad de la Providencia divina: "Dios con su providencia conserva y gobierna cuanto creó, alcanzando de un confín a otro poderosamente y disponiéndolo todo suavemente" (Sg 8,1). Porque todo está patente y desnudo ante sus ojos (He 4,13), aun lo que ha de acontecer por libre acción de las criaturas" (DS 1784).
Ya anteriormente había sido enseñada la misma verdad por el C. Bracarense, contra el fatalismo priscilianista (DS 239); e Inocencio II en la profesión de fe propuesta a los valdenses (421) exigía admitir como perteneciente a la fe la existencia de la providencia universal.
En la Sagrada Escritura y en la Tradición abundan igualmente textos explícitos y terminantes:
Dios es el que cubre el cielo de nubes, el que prepara la lluvia para la tierra, el que hace que broten hierba los montes para pasto de los que sirven al hombre… (Ps 147,8 ss).
Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Mirad a los lirios del campo cómo crecen: no se fatigan ni hilan. Y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se arroja al fuego, Dios así la viste, ¿no hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? (Mt 6,28-30).
La gran dificultad contra la Providencia es la existencia del mal en el mundo. Si Dios se acuerda de sus criaturas y se preocupa de ellas, ¿por qué permite el mal en el mundo? Siendo como es bueno y omnipotente, ¿por qué deja Dios que prosperen los malos, mientras tantos virtuosos y aun santos se ven afligidos por injusticias y sujetos a mil miserias?
Reconocemos la arduidad del problema. Sería jactancia ridícula el querer resolverlo de un simple plumazo. Nos encontramos ante un verdadero misterio: ¿Qué hombre podrá conocer los consejos de Dios y quién podrá atinar con lo que Él quiere? (Sg 9,13),
Condenamos desde luego como absurdas las soluciones inventadas por religiones y filosofías extrañas. No resuelven el problema ni el dualismo maniqueo de Persia, con su doble principio, bueno y malo, siempre en lucha continua; ni el pesimismo fundamental de Schopenhauer, que declaró ser el mundo demasiado malo para haber salido de las manos de Dios; ni el optimismo metafísico de Leibnitz, según el cual este mundo es el mejor (?) de todos los mundos posibles; ni la fútil e ingenua explicación del dios "finito", que nos aligera la carga del mal, llevando Él parte de lo que no puede aniquilar.
Para solucionar la dificultad, tengamos presentes los siguientes principios: 1) la distinción entre providencia general y particular. Aunque en Dios, unidad simplicísima, no cabe distinción en su obrar, podemos aplicarle, según nuestro modo de concebir, doble actuación de una misma providencia; como provisor general, ordena todas las cosas a un fin común: la gloria divina, prescindiendo de las circunstancias concretas de cada cosa; como provisor particular, dirige a cada una a su fin propio, que es la perfección de su ser, en cuya consecución realiza el fin supremo.
2) El mal, que no es simple carencia de bien, sino privación de un bien que debía existir, puede ser físico y moral.
3) La voluntad se puede determinar a un objeto aceptándolo con un acto positivo de quererlo, puede permitirlo o puede rechazarlo positivamente.
Esto supuesto, podrá ya nuestra pobre razón, siempre iluminada por la fe, arrojar alguna luz sobre el misterioso problema:
a) El mal físico repugnaría en Dios como provisor particular, porque no estaría de acuerdo con su santidad ni sabiduría querer ese mal para una criatura, considerada en concreto y sin ninguna relación a otro fin.
Pero no repugna, y hasta puede quererlo positivamente, como provisor general, ordenándolo a un fin superior, que en este caso puede ser el mismo bien moral de la criatura. El martirio, mal físico por excelencia, es el mayor bien que se le puede conceder a una criatura en el orden moral.
b) El mal moral encierra mayor dificultad, porque no se ve cómo lo pueda ordenar Dios a otro fin. Conviene distinguir lo que en el pecado - mal moral - hay de entidad física (el mismo acto como tal) de lo que tiene de desviación de una norma de moralidad ().
El mal moral sólo puede darse en los seres racionales, dotados, por tanto, de libertad.
Según esto, el primer aspecto del mal moral (su entidad física, lo que tiene de bondad metafísica), Dios no puede rechazarlo, lo quiere. El segundo aspecto, es decir, aquella desviación que dice a una regla, Dios ni lo quiere ni puede quererlo; simplemente lo permite, respetando el don más precioso del hombre, la libertad, que, aunque concedida a éste para su perfección, a veces, abusando de él, lo utiliza para ofenderle.
Ahora bien: ¿se puede explicar la permisión del mal moral? Es decir, ¿existe alguna causa que dé tazón - cohoneste, podemos decir - esta divina permisión? Sí, y son éstas:
a) la suavidad de la Providencia divina, que se acomoda a la naturaleza de todos los seres. Y es propio de los seres libres poder obrar conforme a una norma establecida por Dios, o separarse de ella;
b) la natural defectibilidad de las cosas creadas, por su propia limitación;
c) la plena manifestación de todas las perfecciones divinas: su justicia en el castigo del mal y su bondad en el premio de los buenos.
d) el mal puede ser ordenado al bien. Dios, como provisor general, ordena infaliblemente todo al fin común; como provisor particular, ordena todas las cosas a su fin concreto; mas, respetando su propia naturaleza, permite que puedan no conseguirlo.


F) El acto creativo es común a la Santísima Trinidad

Bastará lo dicho para entender este primer artículo del Credo. Pero antes de teiminar, notemos que la obra de la creación es común a todas las Personas de la Santísima Trinidad. Pues si en este primer artículo, siguiendo la doctrina de los apóstoles, confesamos nuestra fe en Dios Padre, como creador del cielo y de la tierra, en la Sagrada Escritura leemos igualmente del Hijo: Todas las cosas fueron hechas por Él (Jn 1,3); y del Espíritu Santo: El Espíritu de Dios estaba incubando sobre la superficie de las aguas (Gn 1,2); y en otro lugar: Por la palabra de Y ave fueron hechos los cielos, y todo su ejército por el Espíritu de su boca (Ps 36,6) ; El Espíritu de Dios me creó (Jb 33,4).




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