Catecismo Romano ES 1030

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CAPITULO III

"Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y nació de Santa María Virgen"

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

Por lo dicho en el artículo precedente podremos entender ya el inmenso y singular beneficio concedido por Cristo al hombre, al redimirle le la esclavitud de Satanás. Si consideramos, además, el modo y los medios con que Él quiso actuar su don, aparecerá más insigne y maravillosa esta bondad y misericordia divina.

Empezaremos la explicación de este tercer artículo de la fe exponiendo la grandeza del inefable misterio, tantas veces propuesto a nuestra consideración en la Sagrada Escritura como fundamento principal de nuestra salud eterna.

Su sentido preciso es éste: creemos y confesamos que Jesucristo, único Señor nuestro e Hijo de Dios, cuando por nosotros se encarnó en las entrañas de la Virgen, fue concebido no por obra de varón, como los demás hombres, sino - superado todo orden natural - por virtud del Espíritu Santo (40). Y de esta manera, una misma Persona, sin dejar de ser el Dios que era desde toda la eternidad, empezó a ser hombre, cosa que antes no era.

Que sólo así deba entenderse esta verdad de fe aparece claramente en la fórmula del Concilio Constantinopolitano: "Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó de los cielos, y tomó carne de María Virgen por obra del Espíritu Santo, y se hizo hombre" (41). Lo mismo expresaba San Juan Evangelista, el apóstol virgen, que pudo beber en el pecho mismo del Maestro el más profundo conocimiento de este altísimo misterio. En el prólogo de su Evangelio empieza hablándonos de la naturaleza divina del Verbo: Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios, para concluir: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotras (Jn 1,1 Jn 1,14).

El Verbo, que es una de las Personas de la naturaleza divina, asumió la naturaleza humana, de tal modo que fuese una misma y sola la hipóstasis o persona de las dos naturalezas; y así esta maravillosa unión de las dos naturalezas conservó las acciones y las propiedades de una y otra; y, en expresión del gran pontífice San León, "ni fue anulada la naturaleza inferior al ser glorificada ni disminuyó la superior por asumir la humana" (42).

(40) La concepción de Jesucristo fue así: estando desposada María, su Madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo. José, su esposo, siendo justo, no quiso denunciarla, y resolvió repudiarla en secreto. Mientras reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo (Mt 1,18-20).
Dijo María al ángel: ¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón? El ángel le contestó y dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, u por esto el Hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios (Lc 1,34-35).

(41) Símbolo Niceno (a. 325), ecuménico I, contra los arríanos, y Símbolo Niceno-Constantinopolitano (a. 381), ecuménico II, contra los macedonianos (D 54 y 86).

(42) SAN LEÓN, Sermón 1 de la Natividad: PL 54,192.


II. "CONCEBIDO POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO"

Especial explicación merecen las palabras con que se enuncia este misterio: "Fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo".

Con ellas no se pretende decir que sólo la tercera Persona de la Santísima Trinidad fue la que obró el misterio de la Encarnación. Porque, aunque es cierto que solamente el Hijo se encarnó, también lo es que las tres divinas Personas - Padre, Hijo y Espíritu Santo - obraron el misterio.

Es regla absoluta de fe cristiana "que todo cuanto Dios obra fuera de sí en las criaturas es común a las tres Personas, sin que jamás obre una más que otra o sin las otras" (43). Lo único que no puede ser común a todas es el proceder una de la otra. De hecho solamente el Hijo es engendrado por el Padre y sólo el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

Fuera de esto, todas las demás obras externas - llamadas por los teólogos ad extra - corresponden por igual a las tres divinas Personas. Y a esta categoría de operaciones pertenece la encarnación del Hijo de Dios (44).

Esto no obstante, la Sagrada Escritura suele atribuir a determinada Persona alguna de las propiedades comunes a las tres: el dominio de todas las cosas, al Padre; la sabiduría, al Hijo, y al Espíritu Santo, el amor. Y como el misterio de la Encarnación revela el inmenso amor de Dios para con los hombres, es atribuido de manera especial al Espíritu Santo.

A) Lo natural y lo sobrenatural en la encarnación de Cristo

Conviene distinguir en este misterio las realidades que trascienden el orden natural y las puramente naturales:

1) Realidad del orden natural fue la formación del cuerpo de Cristo de la sangre purísima de la Virgen Madre.

Es propio de todos los cuerpos de los hombres el ser formados de la sangre materna.

2) Supera, en cambio, todo orden natural y toda capacidad de inteligencia humana el hecho de que, apenas la Virgen dio su asentimiento a la propuesta del ángel: He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38), inmediatamente quedó formado el santísimo cuerpo de Cristo y unida a él el alma racional, y de este modo, en el mismo instante, fue perfecto Dios y perfecto hombre.

No puede dudarse que esto fue obra admirable y prodigiosa del Espíritu Santo, porque, según el orden natural, ningún cuerpo puede ser informado por el alma antes de transcurrir un determinado espacio de tiempo.

Añádase a esto algo todavía más admirable: apenas el alma se unió al cuerpo, se unió también a uno y otra la divinidad. Todo se realizó en un instante: la formación del cuerpo, el ser informado por el alma, la unión de la divinidad con el cuerpo y con el alma.

Y así, ya en este primer instante, Cristo fue perfecto Dios y perfecto hombre; y la Virgen Santísima puede ser llamada con toda propiedad y verdad Madre de Dios y Madre del hombre, porque concibió en el mismo instante al Dios y al hombre. Así se lo había anunciado el ángel:

Y concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo (Lc 1,31-32).

De esta manera tuvo cumplimiento la profecía de Isaías: He aquí que la virgen grávida da a luz un Hijo (Is 7,14).

Y lo mismo declaraba Santa Isabel al descubrir, iluminada por el Espíritu Santo, el misterio de la concepción del Hijo de Dios: ¿De dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí? (Lc 1,43) (45).

B) Cristo no es hijo "adoptivo" de Dios Así como el cuerpo de Cristo fue formado de la purísima sangre de la Virgen, no por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo, así también en el mismo instante de su concepción recibió su alma santísima una maravillosa plenitud del Espíritu divino, que le colmó de aradas y dones. En frase de San Juan, Dios no le dio el Espíritu con medida (Jn 3,34), como a los demás hombres dotados de gracia y santidad, sino que derramó sobre fil la gracia superabundantemente para que todos la recibiéramos de su plenitud (46).

Mas, no obstante poseer Él este don del Espíritu Santo, por el que los hombres justos consiguen la adopción de hijos de Dios, Cristo no puede ser llamado hijo adoptivo de Dios (47). Siendo verdadero Hijo de Dios por naturaleza, en modo alguno pueden convenirle ni el título ni la gracia de la adopción.

Los puntos más importantes que creemos deben explicarse acerca del admirable misterio de la encarnación, y de cuya meditación podremos derivar saludables frutos de gracia, son los siguientes:

1) Dios tomó nuestra carne y se hizo hombre.

2) E) modo íntimo como se realizó esta encarnación excede la capacidad de nuestra mente, ni puede ser explicado con palabras humanas.

3) Por último, Dios quiso hacerse hombre para que nosotros renaciéramos como hijos de Dios.

Meditemos piadosamente, creamos y adoremos con confiada humildad los misterios que se contienen en este artículo de la fe, sin olvidar que una excesiva curiosidad de análisis e investigación podría exponer nuestra fe a serios peligros.

(43) SAN AGUSTÍN, De la Trinidad, 1.1 c.4: PL 42,824.

(44) Cf. SANTO TOMÁS, III 3,5-8. Santo Tomás explica bellamente en estos artículos de su Suma Teológica cómo, aunque de suyo la Encarnación pudo realizarse en cualquiera de las tres divinas Personas, convenía que fuera el Verbo el que asumiera la naturaleza humana.

(45) Nos encontramos ante un dogma por diversos conceptos fundamental en la vida de la Iglesia. De él arranca, como de su base y fundamento, toda la doctrina sobre la Santísima Virgen. Con él van unidos íntimamente otros dogmas sobre la Persona del Hijo de Dios y en torno a él gira una de las controversias más duras en la historia de la Iglesia.
En la verdad dogmática de la divina maternidad de María se aprecia un contraste de luces y sombras, formado de una parte, por la clara doctrina de la Iglesia, y de la otra, por las herejías que a través del tiempo se han empeñado en negar a la Virgen el ser Madre de Dios.
A) Errores:
1) Ya desde los tiempos apostólicos hubo herejes que pretendieron arrebatar a María el más esplendoroso de sus títulos: su divina maternidad.
Los docetas (gnósticos o maniqueos) enseñaron una maternidad puramente aparente. Según ellos, el cuerpo de Cristo eS sólo fantástico, o ciertamente real, pero traído del cielo, de tal modo que pasó por la Virgen María como pasa el agua por un acueducto, sin haber sido concebido y formado de ella.
Fueron autores de esta herejía Simón Mago, Basilides, Valentín y Manes. Más tarde - en el s. xvi - intentaron restaurarla los anabaptistas, con Simón Mennón a la cabeza. "Siguen - escribía San Pedro Canisio - los anabaptistas, cuyo número es grande todavía, defendiendo su dogma de que Cristo trajo consigo del cielo un cuerpo espiritual y celeste y que nada tomó de María" (De María Deip. Virg., 1.3 c. 4).
2) Pero la verdadera disputa en torno a este dogma tuvo lugar con la aparición de la herejía de Nestorio. Negaba éste la unión hipostática del Verbo con la humanidad, y, consiguientemente, la unidad personal de Jesucristo. Según él, hay en Cristo dos íntegras hipóstasis o personas físicas: la del hombre, Cristo, y la del Verbo, unidas moral, extrínseca o accidental mente por la inhabitación del Verbo en el hombre. Cristo, por consiguiente, es el Deífero. Y si a veces los nestorianos le llaman Dios, jamás lo hacen en nuestro sentido católico, por la unión hipostática, sino sólo por la unión moral, en virtud de la cual Dios es del hombre, y el hombre es de Dios, pero ni Dios es hombre ni el hombre es Dios.
Como consecuencia de tan impía doctrina, lógicamente pudieron afirmar que la Santísima Virgen era Madre de Cristo hombre, pero no Madre de Dios. Debe llamársela no Deípara o Theotocon, sino Cristípara o Cristotocon, o a lo sumo Theodochon: "receptora de Dios".
Conceden los nestorianos que María puede llamarse Madre de Dios, pero sólo en sentido impropio: en cuanto que el hombre Cristo, a quien ella engendró, unido al Verbo de Dios de un modo especial, merece honores divinos. Algo así como decimos que la mujer que dio a luz un niño, sacerdote o santo después, es madre del sacerdote o del santo.
3) No pocos protestantes modernos, fieles herederos de la aversión que Lutero y Calvino profesaron a la Santísima Virgen en otros muchos aspectos, aborrecen el título de Madre de Dos dado a María, y prefieren llamarla Madre del Señor.
B) Doctrina de la Iglesia.-Frente a tales doctrinas enemigas de la divina maternidad de María se levanta el magisterio de nuestra madre la Iglesia, que en diferentes ocasiones y con palabras bien terminantes ha definido solemnemente esta verdad, tan metida, por otra parte, en las entrañas del pueblo cristiano:
"Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por esto la santa Virgen es Madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema" (Conc. de Efeso. en. 1: DS 113).
"Si alguien dice que la santa, gloríosa siempre Virgen María es impropia y no verdaderamente Madre de Dios…, sea anatema" (Conc. II de Constantinopla: DS 218).
"Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad por Madre de Dios a la santa y siempre Virgen María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin semen, por obra del Espíritu Santo, al mísmo Verbo de Dios propia y verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dos Padre, e incorruptiblemente le engendró, permaneciendo ella, aun después del parto, en su virginidad indisoluble, sea condenado" (Conc. de Letrán, cn.3r DS 256).
(Cf. ALASTRUEY, Tratado de la Santísima Virgen: BAC, p.75 ss.).

(46) Suelen distinguir en Cristo los teólogos una doble gracia: la de unión y la habitual; o si se quiere triple: porque la gracia habitual se desdobla en la denominada gracia capital.
La gracia de unión, gracia de las gracias, el modo más extraordinario con que Dios puede sublimar la naturaleza humana y unirse a ella, es "el mismo ser personal de Dios gratuitamente comunicado a la naturaleza humana en la Persona del Verbo" (III 6,6). Esa gracia santifica con la mayor efusión que imaginarse puede la naturaleza humana de Cristo.
La gracia habitual,-Es en sustancia la misma que poseemos nosotros, porque la naturaleza humana de Cristo, en cuanto tal, necesita también un principio sobrenatural de acción, como nosotros una sobrenaturales; y eso es precisamente lo que confiere la gracia habitual. Gracia que en Cristo, a diferencia de los otros, es plenísima, con plenitud absoluta; e infinita, en cuanto tal gracia - como explican los teólogos -, aunque no por razón de su ser, que al fin y al cabo es creado.
¿No parece superflua esta gracia en Cristo, poseyendo como posee el incomparable don de la gracia de unión, que debe suplir, al parecer con creces, las funciones de la gracia habitual? No sólo no es superflua, sino que es incluso necesaria: porque, aunque la gracia de unión sustancial e increada constituye a Cristo principio personal de acción, si no tuviera la gracia habítual, le faltaría el principio operativo de naturaleza. Es el doble principio que denominan los teólogos quod y quo.
La gracia capital, ¿qué es? No es más que la misma gracia habitual con un respecto distinto en cuanto Cristo, como hombre, es cabeza del Cuerpo místico y nos comunica a nosotros esta gracia de la sobreabundancia de su plenitud. Esta doctrina, que se intuye en la bella alegoría de la vid y de los sarmientos (Jn 15,1-5), la desarrolla después San Pablo, dándole más contenido bajo la analogía del cuerpo, cabeza y miembros (Ep 1,22). Cristo es Cabeza de la Iglesia (Cabeza de todas las cosas en la Iglesia: (Ep 1,22), de todos los hombres y de los ángeles (1Tm 4,10 Col 2,10); condenación de Hus y Quesneh (D 631, 1422-1430). Y este título le proviene de la gracia capital.
Un precioso compendio de las tres gracias de Cristo nos lo ofrece San Juan en el teológico prólogo de su Evangelio: El Verbo se hizo hombre (Jn 1,14) es la expresión de la gracia de unión; Y le vimos lleno de gracia u de verdad (ibid.) indica la gracia habitual; y en las palabras del verso 16: Todos nosotros hemos participado de su plenitud, se insinúa suficientemente la gracia capital.

(47) Cuantos desvirtuaron la integridad v perfección de la doble naturaleza de Cristo (cf. notas 34 y 35) para salvar la unidad, o bien negaron esa unidad admitiendo un doble principio personal (cf. nota 36), de uno u otro modo afirmaron también que el Cristo hombre no era ni podía ser Hijo natural de Dios.
Arrio, al neaar la divinidad del Hijo, concibió a Cristo únicamente como Hijo adoptivo de Dios. Los nestorianos, consecuentes con sus principios, afirmaron que Cristo en cuanto Dios poseía una filiación natural con relación a Dios, pero en cuanto hombre sólo una filiación adoptiva. Los adopcionistas españoles Elipando de Toledo y Félix de Urgel predicaron idéntica doctrina. Y, aunque lógicamente había de seguirse de tal afirmación la doble personalidad de Cristo, ellos no lo afirmaron.
La raíz del error estaba en que concebían la filiación como un predicado de La naturaleza y no de la persona. Al haber, por tanto, dos naturalezas, ellos ponían en Cristo dos filiaciones; en cuanto Dios (Deum de Deo), hijo natural; en cuanto hombre (factus ex muliete), Cristo era solamente hijo adoptivo de Dios, como puede ser adoptado cualquier otro hombre.
El magisterio eclesiástico enseña otra verdad en cuantos documentos ha defendido que Cristo, Hijo de Dios, es también verdadero hombre, y que en Cristo hay una sola Perisona. Pues como la generación no compete a la naturaleza, sino a la persona, al no haber más que una sola, no puede haber en Cristo más que una sola filiación, la natural. El Cristo hombre es también, por tanto, hijo natural de Dios.
Entre esos documentos de la Iglesia pueden citarse la epístola de Adriano I (D 299 399s.), el Concilio II de Lyórt (D 462) y las expresivas frases del Concilio de Francfort: "El Hijo de Dios se hizo hijo de hombre, es decir, Aquel que ha sido engendrado verdaderamente, no tuvo al nacer filiación adoptiva, ni una mera denominación, sino que tuvo una verdadera filiación natural en ambas generaciones… Un único Hijo propio, partícipe de la doble naturaleza, y no adoptivo, porque sería absurdo e impío atribuir al Padre eterno, Dios, un Hijo coeterno con Él, que fuera adoptivo…"
En la Sagrada Escritura, los textos saltan a cada paso. Y la base de todas las afirmaciones es siempre la misma: que es un único sujeto, de quien se afirman predicados divinos y humanos: Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias (Mt 3,17), dice el Padre Eterno en el bautismo de Cristo hombre. Expresión en que las palabras Hijo mío, según el sentir de todos los exegetas, explican claramente una verdadera filiación natural. ¿Eres tú el Mesías, el hijo del Bendito?, le preguntó Caifas a Jesús; y Jesús le dijo: Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo (Mc 14,61-62).


III. "NACIÓ DE SANTA MARÍA VIRGEN"

La segunda verdad de fe contenida en este artículo es ésta: que Jesucristo no sólo fue concebido por obra del Espíritu Santo, sino que también nació y apareció en la tierra de Santa María Virgen.

Misterio sublime, que debe llenar nuestros corazones de íntimo gozo, como lo declaró el primer mensajero de la Buena Nueva al mundo: Os anuncio una gran alegría que es para todo el pueblo (Lc 2,10). Y como cantaban los ángeles en la noche de Navidad: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14).

Así empezó a cumplirse la gran promesa hecha por Dios a Abraham: V todos los pueblos de la tierra bendecirán tu descendencia (Gn 22,18). Porque María, a quien reconocemos y veneramos como verdadera Madre de Dios por haber dado a luz a Jesucristo, Dios verdadero y hombre verdadero, fue descendiente de David y Abraham (48).

(48) Cf. (Mt 1,17-18 Lc 3,23-28).


A) El nacimiento de Cristo

Si en la prodigiosa concepción de Cristo todo excedió el orden natural, tampoco en su nacimiento puede explicarse nada sin especial intervención divina.

Nace de una madre sin detrimento de su virginidad: no cabe suponer milagro más sorprendente. Como más tarde saldrá del sepulcro cerrado y sellado (49); como se presentará a los discípulos estando cerradas las puertas (50); o como - para usar una comparación tomada de las cosas naturales - el rayo del sol penetra el cuerpo sólido de cristal sin romperlo ni dañarlo, del mismo modo, pero de una manera infinitamente más sublime, Cristo salió del seno de la Madre sin detrimento alguno de su virginidad.

Con razón podremos ya cantar la incorruptible y perpetua virginidad de María.

Semejante prodigio es evidente que sólo pudo llevarlo a cabo la infinita virtud del Espíritu Santo, que asistió a la Virgen en la concepción y parto de su Hijo, "dándole fecundidad sin privarla de su perpetua virginidad" (51).

(49) Cf. (Mt 28,1-10).
(50) La tarde del primer día de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban los discípulos por temor a los judíos, vino Jesús y, puesto en medio de ellos, les dijo: La paz sea con vosotros (Jn 20,19).
(51) SAN AGUSTÍN, Symbolum ad cathecumenos, 1. 3 c. 4: PL 40, 664.


B) Paralelismo entre Cristo y Adán, entre María y Eva

San Pablo llama con frecuencia a Cristo "el nuevo Adán", estableciendo un paralelismo entre Él y nuestro primer padre (52). En realidad, si en el primero todos encontramos la muerte, en Cristo todos recibimos de nuevo la vida; y si Adán fue el padre de la humanidad en el orden de la naturaleza, Cristo es el autor de la vida de gracia y de la gloria.

Lógicamente habremos de establecer idéntico paralelismo entre la Virgen Madre y la primera madre Eva. Ésta, dando oídos a la serpiente, atrajo la maldición y la muerte sobre el mundo (53); María, en cambio, creyendo las palabras del ángel (54), consiguió que la bondad de Dios derramase sobre los hombres la bendición y la vida. Por causa de Eva nacimos todos hijos de ira (55); por María, en cambio, recibimos a Jesucristo, por quien resucitamos a la vida de la gracia. A Eva le fue dicho: Parirás con dolor los hijos (Gn 3,16); María fue exenta de esta ley, y, sin detrimento de su virginidad ni dolor alguno, dio a luz a Jesús, Hijo de Dios (56).

(52) Así, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado… Mas no es el don como fue la transgresión. Pues, si por la transgresión de uno solo mueren muchos, mucho más la gracia de Dios y el don gratuito de uno solo, Jesucristo, se difundirá copiosamente sobre muchos (Rm 5,12-15). Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados (1Co 15,21-22).
(53) Vio, pv.es, la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar la sabiduría, y cogió de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también con ella comió (Gn 3,6).
(54) Dijo María: He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38).
(55) Entre los cuales todos nosotros fuimos también contados en otro tiempo y seguimos los deseos de nuestra carne, cumpliendo la voluntad de ella y sus depravados deseos, siendo por nuestra conducta hijos de ira como los demás (Ep 2,3).
(56) Con el paralelismo antitético Eva - María expresaron los Santos Padres, a partir del siglo n, la unión tan estrecha de María con Jesús, contenida en todo el proceso de la revelación divina, respecto del misterio de nuestra salud (Gn 3,15 Is 7,14 Mi 5,3 Lc 1,26-28 Lc 31,35 Lc 2,7 Lc 1,41-44 Mt 2,11 Jn 2,1-11 Lc 2,34-35 y Jn 19,25).
En esa unión íntima de María con Jesús está contenida toda la mariología: la -maternidad divina, centro de toda ella; la plenitud de la gracia de María, su concepción inmaculada, su cooperación a toda la obra de nuestra redención, por la cual se le da el nombre de Corredentora nuestra y Madre espiritual de los hombres; su mediación universal en la distribución de las gracias; y como consecuencia de la maternidad divina y de la corredención, la asunción gloriosa de María en cuerpo y alma a los cielos poco después de su muerte, donde se halla a la diestra del Hijo como Reina de cielos y tierra; y el culto que nosotros debemos a tan excelsa Madre y Señora nuestra.


C) Figuras y profecías de la encarnación

Siendo tantos y tan sublimes los misterios de la concepción y nacimiento de Cristo, no es de extrañar que la divina Providencia los preanunciara con admirables figuras y profecías. Son muchos los pasajes escriturísticos que los santos doctores han interpretado refiriéndolos a este misterio.

Recordemos, entre otros, aquella puerta del santuario que Ezequiel vio cerrada (57); aquella piedra arrancada por sí sola del monte (58); aquella vara de Aarón que prodigiosamente floreció sola entre la de los príncipes de Israel (59); aquella zarza,que vio Moisés arder sin consumirse (60).

No es necesario insistir demasiado en los detalles históricos del nacimiento de Cristo, pudiendo todos tener a mano los santos Evangelios, donde tan minuciosamente se nos describen (61).

(57) Llevóme luego a la puerta de fuera del santuario que daba al oriente, pero la puerta estaba cerrada; y me dijo Y ave:
Esta puerta ha de estar cerrada, no se abrirá, ni entrará por ella hombre alguno, porque ha entrado por ella Y ave, Dios de Israel: por tanto, ha de quedar cerrada (Ez 44,1-2).
(58) Tú estuviste mirando hasta que una piedra desprendida, no lanzada por mano, hirió a la estatua en los pies de hierro y barro, destrozándola. Entonces el hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro se desmenuzaron juntamente y fueron como tamo de las eras en verano, se los llevó el viento, sin que de ellas quedara traza alguna, mientras que la piedra que había herido a la estatua se hizo una gran montaña, que llenó toda la tierra (Da 2,34-35).
(59) Habló Moisés a los hijos de Israel, y todos sus jefes le entregaron las varas, una por cada casa patriarcal, doce varas; a ellas se unió la para de Arón: y Moisés las puso todas ante Yavé en el tabernáculo de la reunión. Al día siguiente vino Moisés al tabernáculo, y la vara de Arón, de la casa de Leví, había echado brotes, yemas, flores y almendras (Nb 17,6-8).
(60) Apacentaba Moisés el ganado de Jetro, su suegro, sacerdote de Madián. Llevólo un día más allá del desierto; y, llegado al monte de Dios, Horeb, se le apareció el ángel de Yavé en llama de fuego, de en medio de una zarza. Veía Moisés que la zarza ardía y no se consumía… (Ex 3,1-2).
(61) Cf. Lc 2,1-20.


IV. LECCIONES Y EXIGENCIAS PRÁCTICAS

A) Aprended de mí que soy humilde

Importa sobre todo que estos santos misterios narrados por los evangelistas lleguen a impresionar nuestra mente y nuestro corazón.

Dos son los frutos principales que debemos sacar de su contemplación: un sentimiento generoso de gratitud a Dios, su autor, y un sincero deseo de reflejar en la realidad de nuestras vidas tan sorprendente y singular ejemplo de humildad.

El recordar con frecuencia la humillación de Jesucristo, que para comunicarnos su gloria no tuvo inconveniente en asumir nuestra misma pequenez y fragilidad; el contemplar hecho hombre a un Dios, ante cuya suprema e infinita majestad tiemblan las columnas del cielo y se estremecen a una amenaza suya (Jb 26,11); el meditar cómo nace en la tierra Aquel a quien sirven los ángeles en el cielo… (62), todo esto constituirá, sin duda, el más útil de los ejercicios espirituales para reprimir nuestra vanidad y soberbia. Si Cristo no tuvo reparo en hacer todo esto por nosotros, ¿qué no deberemos hacer nosotros por Él? ¿Con cuánta prontitud y gozo del alma no deberemos estimar, amar y practicar las exigencias de la humildad?

Fijémonos en las grandes lecciones que el Niño Dios nos da, sin haber pronunciado aún una sola palabra: nace pobre, peregrino en tierra extraña, en un miserable portal, en el rigor del invierno. Así lo cuenta San Lucas: Estando allí, se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales, y le acostó en un pesebre por no haber sitio para ellos en el mesón (Lc 2,6-7). ¡No pudo el evangelista esconder en palabras más humildes toda la gloria y majestad del cielo y de la tierra!

Y notemos que el Evangelio no dice simplemente que "no había sitio en el mesón", sino que no había sitio para Aquel que pudo decir con verdad: Mío es el mundo y cuanto lo llena (Ps 49,12). San Juan nos dirá también: Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron (Jn 1,11).

B) Sublime dignificación del hombre

Al contemplar estos ejemplos, pensemos que Dios quiso asumir la humilde fragilidad de nuestra carne para levantar a los hombres al más alto grado de dignidad. Es evidente que toda la sublime grandeza concedida a los hombres en la encarnación deriva de este solo hecho: haberse querido hacer hombre el que es verdadero y perfecto Dios.

Ya podemos repetir con orgullo - cosa que no pueden hacer los ángeles - que el Hijo de Dios es hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne. No socorrió a los ángeles - escribe San Pablo -, sino a la descendencia de Abraham (He 2,16).

C) Vivamos también nosotros una vida nueva

Una última reflexión se impone: cuidemos no se repita, para desgracia nuestra, la escena de Belén. ¡Sería muy triste para Cristo "no encontrar sitio" en nuestros corazones para nacer espiritualmente, como entonces no lo encontró para nacer según la carne!

Ansioso de nuestra salvación, nada desea Jesús tan ardientemente como este nuestro místico nacimiento.

A imitación suya, que por obra del Espíritu Santo y sobre todo orden natural, se hizo hombre, y nació, y fue santo, y aun la santidad misma, quiere que nosotros renazcamos no de la sangre, ni de la voluntad carnal, sino de Dios (Jn 1,13). Y, una vez renacidos, quiere nos comportemos como criaturas nuevas (Ga 6,15), viviendo una vida nueva (Rm 6,4) y guardando celosamente aquella santidad y pureza de espíritu que corresponde a hombres reengendrados en el Espíritu de Dios.

Sólo así reproduciremos, de alguna manera, en nosotros mismos el misterio de la concepción y nacimiento del Hijo de Dios, que firmemente creemos; y al creerlo, veneramos y adoramos la sabiduría de Dios misteriosa, escondida (1Co 2,7).


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CAPITULO IV

"Padeció bajo el poder de Pondo Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado"

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

El apóstol Pablo nos habló luminosamente de la necesidad de conocer este artículo de la fe y de la devota Diedad con que debe meditarse frecuentemente la pasión del Señor, al afirmarnos que él nunca se preció de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, u éste crucificado (1Co 2,2).

A imitación suya procuremos también nosotros gastar todo el tiempo posible en el estudio y contemplación de este santo misterio, hasta conseguir que, movidos por el recuerdo de tan sublime beneficio, correspondamos debidamente a tan gran amor y bondad de Dios para con los hombres.

Y en la primera parte de este artículo - de la segunda hablaremos más adelante - ésto es lo que hemos de creer: que Cristo nuestro Señor fue crucificado, siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, como representante del cesar Tiberio. Hecho prisionero primero, escarnecido, injuriado y maltratado más tarde, nuestro Redentor murió por último clavado en una cruz.

(62)Cf. Ps 96,7.


II. "PADECIÓ"

Ante todo, nadie puede poner en duda que Cristo sufrió, en su sensibilidad, indecibles torturas: habiendo asumido realmente nuestra naturaleza humana, su alma no pudo menos de experimentar e) dolor.

Él mismo nos lo dijo: Triste está mi alma hasta la muerte (Mt 26,38) (63).

Y, aunque su naturaleza humana estaba unida a la Persona divina, no por eso dejó de sentir la amargura de la pasión; la experimentó como si no hubiera existido aquella unión, porque en la única Persona de Cristo cada una de las naturalezas conservaba perfectamente sus propiedades: lo que era pasible y mortal permaneció mortal y pasible, como inmortal e impasible permaneció en Él su naturaleza divina.

(63) Tomando consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, comenzó a sentir temor y angustia, y les decía- Triste para mi alma hasta la muerte; permaneced aquí u velad (Mc 14,33-34). Sálvame, ¡oh Dios!, porque amenazan va mi vida las aguas: húndome en un profundo cieno, donde no hay apoyarme: me sumerio en el abismo y me ahogo en la hondura. Cansado estoy de clamar. Ha mi garganta arda y desfallecen mis ojos en espera de mi Dios (Ps 68,2-4).
En mi comida me echaron veneno, y para la sed me dieron vinagre. En verdad que estoy aflinido y dolorido; sosténgame, ¡oh Dios!, tu ayuda (Ps 68,22-30).
Por qué, ¡oh Yave!, me rechazas y me escondes tu rostro? Derrámanse sobre mí tus furores y me oprimen tas espantos (Ps 87,15-17).
Llora amargamente en la noche y corre el llanto por sus metillas. Entre todos sus amantes nadie hay que la consuele. La traicionaron todos sus amigos, ¡y se convirtieron en sus enemigos! (Lm 1,2).


III. "BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO"

El hecho de notar con toda precisión que Cristo padeció V murió siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, obedece a una doble finalidad:

1) Para que la noticia histórica de un suceso tan grandioso y fundamental pudiera fácilmente ser constatada por todos, ya que se señala el tiempo exacto en que sucedió.

Así nos consta que argumentaba San Pablo (64).

2) Para demostrar el cumplimiento efectivo de aquella profecía sobre el Salvador: Le entregarán a los gentiles para que le escarnezcan, le azoten y le crucifiquen (Mt 20,19).

(64) Ahora te doy una orden en presencia del Dios que da vida al universo entero, y de Cristo Jesús, que dio su magnífico testimonio ante Poncio Pilato: guarda el mandato, presérvalo de todo lo que pueda mancharlo o adulterarlo hasta la venida gloriosa de Cristo Jesús, nuestro Señor. (1Tm 6,13).


IV. "FUE CRUCIFICADO"

Que Cristo eligiera, entre otros, el suplicio de la cruz, obedece igualmente a un determinado designio divino: "Para que de donde nació la muerte, de allí mismo renaciese la vida" (65). La serpiente que venció a nuestros Primeros padres en el árbol del paraíso debía ser vencida por Cristo en el árbol de la cruz.

Los Santos Padres han subrayado y desarrollado múltiples razones por las que convenía que Cristo, nuestro Redentor, muriera en la cruz. Bástenos a nosotros saber que quiso elegir este suplicio, como el más apto para redimir al mundo, por ser entre todos el más ignominioso y humillante (66). En realidad, no sólo los paganos le consideraban como el más infamante y execrable, sino que en la misma ley mosaica estaba escrito: Maldito todo el que es colgado del madero (Dt 21,23 Ga 3,13).

Meditemos frecuentemente este artículo de la fe - tan detalladamente narrado por los evangelistas - y procuremos conocer perfectamente al menos los pasajes más importantes de la pasión del Señor, tan necesarios para confirmarnos en nuestra santa fe. En ellos se apoya, como en inconmovible base granítica, todo el majestuoso edificio de nuestra santa religión (67).

Sin duda que el misterio de Cristo crucificado chocará violentamente con nuestra pobre razón humana. No nos cabe en la cabeza, y hasta nos resulta repugnante, pensar que nuestra salvación pueda radicar en una cruz y en un crucificado. Pero es precisamente aquí donde una vez más resplandece la admirable providencia de Dios, como dice el Apóstol: Pues, por no haber conocido el mundo a Dios, en la sabiduría de Dios, por la humana sabiduría, plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación (1Co 1,21).

Figuras y profecías de la muerte, de Cristo

No nos extrañará, pues, que los profetas (antes de la venida de Cristo) y los apóstoles (después de su muerte y resurrección) se esforzaran tan tenazmente en demostrar a los hombres que el Cristo de la cruz era el Redentor del mundo y pretendieran someterles a la obediencia del Rey crucificado.

Y puesto que la inteligencia humana habría de experimentar fuerte repugnancia en admitir el misterio de la cruz, no cesó el mismo Dios de anunciarnos con figuras y profecías la pasión y muerte de su Hijo unigénito. Y esto inmediatamente después del pecado original.

Entre las figuras recordemos algunas: Abel, víctima de la envidia de su hermano (68); el sacrificio de Isaac (69); el cordero inmolado por los judíos, a su salida de Egipto (70); la serpiente de bronce levantada por Moisés en el desierto (71): figuras todas que preanunciaban la pasión y muerte de Jesucristo.

Las profecías son tantas y tan explícitas, que no es posible ni preciso hacer una enumeración detallada de ellas. Entre todas (sin referirnos a los Salmos, donde David anunció los principales misterios de nuestra redención (72) sobresalen las del profeta Isaías, quien escribió sobre estos misterios páginas tan claras y precisas que, más que profecías, parecen narraciones históricas de hechos pasados (73).

(65) Prefacio de la Santa Cruz (Misal Romano).
(66) El santo Evangelio no nos ofrece detalles sobre la forma de la cruz en que fue clavado Cristo ni sobre el mismo modo de la crucifixión.
Pero no resulta difícil llenar esta laguna con datos de 1" historia y de la arqueología. Puede consultarse a este propósito el documentado y exhaustivo artículo de GÓMEZ - PALLETE Cruz y crucifixión (Estudios Eclesiásticos, 20 (1946) 536-544; 21 (1947) 85-109), del que resumimos las siguientes observaciones:
Excluida la cruz "decussata" o "cruz de San Andrés" (en forma de X), que, según Holzmeister, nunca existió - el primer documento que hace mención de ella es del siglo X, y su primera imagen del siglo xiv-, había dos sistemas de cruz: la cruz commissa en la que el madero horizontal descansa sobre el vertical, adquiriendo la forma de una T, y la cruz immissa, o cruz latina, que es casi la única en la actual iconografía.
¿Cuál de estas dos formas tenía la cruz del Salvador? Si bien la iconografía y epigrafía cristianas y los documentos profanos atestiguan el uso de cruces en forma de T, por lo que toca a la de Jesucristo, los Padres, ya desde San Justino, cuyo nacimiento no dista tal vez cincuenta años de la escena de la crucifixión, describen la cruz de Cristo considerándola en su forma latina.
La cruz "es un madero derecho cuya parte superior se eleva como un cuerno cuando se le adapta el otro madero; de cada lado, otros dos cuernos, que forman las extremidades, parecen unidos al primero. En medio lleva como otro cuerno para servir de asiento a los crucificados" (SAN JUSTINO, Dial. 91: PG 6, 693A).
"El formato de la cruz tiene cinco cabos o extremos: dos en longitud, dos en latitud y uno en el medio, en el que descansa el que es enclavado" (SAN IRENEO, A. H., 1,12: PG 7,794-95).
San Agustín, con palabras que nos recuerdan las de San Pablo a los Efesios, dice: "Porque tiene (la cruz) anchura, en la que son fijadas las manos; tiene longuera, porque es prolongado hasta la tierra el madero desde el transverso; tiene alteza, desde el mismo transverso en el que son fijadas las manos, excediendo un tanto, donde se pone la cabeza del crucificado; y tiene profundidad, esto es, lo que está hincado en tierra y no se ve" (Serm. 165,3; ML 38,904).
Además los Padres comparan la cruz del Salvador con objetos que suponen esta forma latina, v.gr., con la vela del navío, con los estandartes romanos, con la figura tomada por los brazos de Jacob al bendecir a Manases y Efraín.
La cruz llevaba un tercer palo clavado, sedile, hacia la mitad del primero y perpendicular a él. Era de muy corta longitud, y sobre él iba como sentado el cuerpo del crucificado con el fin de evitar que, desgarrándose sus manos, cayese a tierra antes de morir. Es probable que además tuviese un suppedaneum, o trozo de madera, en el que fuesen apoyados los pies.
Respecto de la altura de la cruz parece no había norma fija establecida, y así, unas veces eran tan bajas, que los cuerpos de los crucificados quedaban al alcance de las fieras, mientras que otras la cruz era "altísima". En el caso de Jesús es claro que fue una cruz alta, de modo que sus pies debieron quedar por lo menos a un metro de altura sobre el suelo, pues los que se mofaban de Él decían: Descienda de la cruz (Mt 27,42 Mc 15,30, etc.), y San Mateo y San Marcos nos dicen que uno de los circunstantes, tomando una caña, fijó en ella una esponja empapada en vinagre y dio a beber a Jesús (Mt 27,48 Mc 15,36).
De los dos maderos que formaban la cruz, el vertical solía estar previamente fijado en la tierra. El horizontal era llevado por el condenado. Es probable que primero fuesen clavadas las manos de Jesús en el madero horizontal, luego levantado con cuerdas hasta encajarlo en el vertical y por fin clavados los pies.
Solemos imaginarnos la crucifixión de Cristo a la manera como la muestran las representaciones icónicas: tendida la cruz en tierra, los esbirros fueron clavando sus pies y manos, después de lo cual aquélla sería levantada en alto.
Esta explicación queda descartada casi con absoluta seguridad por las expresiones que encontramos tanto en los literatos e historiadores profanos como por las empleadas por los Padres a propósito de la crucifixión de Cristo. Dicen éstas: "llevar la cruz", "conducir a la cruz", "elevar hasta la cruz", "ir a la cruz", etc. "Allí los homicidas extendieron con violencia sus manos en un elevado madero erigido sobre la tierra", dice Nonnus Panopolitanos (Paráfrasis in Ioannem 19,18: PG 43901B).
Todo esto podría indicar que previamente a la crucifixión estaba erigida en tierra la cruz, a la que, elevado Cristo, fueron clavados sus pies y manos. "Modernamente, sin embargo, empieza a abrirse paso una hipótesis que juzgamos más conforme a la realidad de los hechos. Supone que el reo era atado al patíbulo (travesano horizontal) cuando aún estaba delante del juez, y era así atado conducido al suplicio, arrastrado por una cuerda que rodeaba su cuerpo. Al llegar al lugar de la ejecución se clavaban sus manos a este patíbulo y, por medio de las mismas cuerdas, se le izaba hasta encajar el travesano con la hendidura del travesano vertical, de modo que el reo quedaba suspendido o cabalgando sobre el sedile. Entonces bastaba ya atar o clavar los pies".
Con esta explicación están conformes el hecho de que el palo vertical estaba clavado en tierra previamente a las crucifixiones y el muy probable de que el reo era cargado solamente con el horizontal.

(67) Para llevar a cabo nuestra redención, Cristo escogió el camino del sacrificio y se inmoló en la cruz por nuestros pecados. Cuando en una ocasión, al anunciar a sus discípulos los sufrimientos que le esperaban en Jerusalén, San Pedro quiso disuadirle de semejante cosa, le reprendió con aquellas duras palabras: Quítate allá, Satán, porque tú no sientes según Dios, sino según los hombres (Mc 8,33).
San Pablo dice que la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, los cuales no pueden comprender que un Hombre - Dios muera colgado en una cruz y muriendo como un malhechor pueda redimir a la humanidad, y escándalo para los judíos, en cuya Ley estaba escrito: Maldito todo el que es colgado del madero (Dt 21,23). Para los creyentes, en cambio, es poder de Dios, pues la cruz de Cristo ha sido la fuerza que ha destruido el pecado, ha vencido al demonio y ha obrado las maravillas de la santidad cristiana y del heroísmo de tantas legiones de mártires (cf. Ga 5,11 Ga 6,12-14 Ph 3,18 He 12,2).
Pero el sacrificio de Cristo no es un hecho aislado que pasó, sino que tiene que perpetuarse a través de los siglos en los cristianos. Sufrió la Cabeza del Cuerpo místico; es preciso que sufran también los miembros. Padecer con Cristo y morir con Él al hombre viejo es la ley de la vida cristiana. Sólo si padecemos con Él, seremos glorificados con Él, afirma San Pablo. Por eso, para el Apóstol la predicación del Evangelio es esencialmente la predicación de la cruz, el anuncio de un Salvador que muere crucificado por nuestro amor.
Y de ahí dos consecuencias para nuestra vida cristiana:
1) El amor ardiente a la cruz-. Jesucristo derramó en ella su sangre y en medio de los más grandes sufrimientos llevó a cabo nuestra redención. La cruz simboliza para nosotros la redención de la esclavitud del demonio y el amor inmenso de Jesús que se abrazó a ella por nosotros.
"El santo crucifijo debiera ser, por lo mismo, el amor de nuestros amores… En nuestro pecho, en lo secreto de nuestra alcoba, en el lugar de nuestro trabajo, como lo hicieron nuestros antepasados, debiera presidir la imagen de Jesúj clavado en la cruz. El beso primero y último del día debiera ser para el crucifijo. En las manos cruzadas de nuestros difuntos, en las nuestras cuando muramos, sobre nuestro féretro, debiéramos querer al crucifijo" (GOMA, Jesucristo redentor, p. 408).
2) La conformidad de nuestra vida con la cruz.-Al amor de la cruz tenemos que añadir una vida de abnegación y sacrificio, llevando la cruz que a cada uno pida Cristo. Soñamos en una vida sin cruz, que nos permita gozar sin límites de las cosas de la tierra. Jesús ha dicho que todo aquel que quiera seguirle ha de negarse y llevar la cruz que una vida de cristiano le impone. Sin sacrificio y sin cruz no se puede alcanzar la salvación, porque sin ella no se pueden vencer las malas inclinaciones. "Como todos participamos de la ruina espiritual de Adán por relación de generación carnal, porque todos somos hijos suyos, así debemos participar en la restauración por Cristo, no por unión de generación, porque no es Padre nuestro por la carne, sino por nuestra incardinación a la obra que consumó en la cruz" (GOMA l.c, p. 409).

(68) y al cabo del tiempo hizo Caín ofrenda a Yave de los tutos de la tierra, y se la hizo también Abel8@).

(69) Y, tomando Abraham la leña para el holocausto, se la cargó a Isaac, su hijo; tomó él en su mano el fuego y el cuchillo, y siguieron ambos juntos. Dijo Isaac a Abraham, su padre: Padre mío. ¿Qué quieres, hijo mío?, le contestó. Y él dijo: Aquí llevamos el fuego y la leña, pero la res para el holocausto, ¿dónde está? Y Abraham le contestó: Dios se proveerá de res para el holocausto, hijo mío: y siguieron juntos los dos (Gn 22,6-8).
(70) La res será sin defecto, macho, primal, cordero o cabrito. Lo reservaréis hasta el día 14 de este mes y todo Israel lo inmolará entre dos luces (Ex 12,5-7).
(71) Y Yavé dijo a Moisés: "Hazte una serpiente de bronce y ponía sobre un asta; y cuantos mordidos la miren, sanarán". Hizo, pues, Moisés una serpiente de bronce y la puso sobre un asta; y cuando alguno era mordido por una serpiente, miraba a la serpiente de bronce u se curaba (Nb 21,8-9).
A. la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en Él tenga la vida eterna (Jn 3,14-15).

(72) Cf. especialmente:
Ps 2: sobre la divinidad y grandeza del Mesías.
Ps 21: sobre la pasión, muerte y triunfo del Redentor. Es el salmo citado por Jesús moribundo: Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27 Mt 46).
Ps 48: sobre las persecuciones que el Mesías habrá de soportar de parte de su pueblo.
Ps 109: sobre el sacerdocio de Cristo, Mediador entre Dios v los hombres.

(73) Véase, sobre todo, el capítulo 53 fiel profeta y cuanto dejamos ya dicho sobre las profecías mesiánicas.



V. "MUERTO"

Con estas palabras afirmamos creer que Cristo, después de haber sido crucificado, murió realmente y fue sepultado.

Y no sin motivo se nos manda expresamente creer en esta verdad, ya que algunos se atrevieron a negar la muerte de Cristo en la cruz (74). Por esto los apóstoles juzgaron necesario oponer a tal error esta verdad de fe, que nadie puede dudar cuando todos los evangelistas unánimemente convienen en afirmar que Cristo expiró en la cruz (75).

Ni supone dificultad alguna el hecho de que Cristo fuese Dios verdadero, pues, sin dejar de serlo, era al mismo tiempo hombre también verdadero y perfecto; y en cuanto hombre pudo perfectamente morir, ya que la muerte no es otra cosa que la separación del alma y del cuerpo.

Al afirmar, pues, que Cristo murió, queremos decir que su alma se separó del cuerpo, sin que con ello signifiquemos que se separara también la divinidad: al contrario, creemos y confesamos firmemente que, separada el alma del cuerpo, la divinidad permaneció siempre unida al cuerpo en el sepulcro, y al alma, que bajó a los infiernos.

Recordemos por último que convenía que el Hijo de Dios muriera para destruir con la muerte al que tenía el imperio de la muerte, al diablo, y librar a aquellos que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre (He 2,10 He 2,14-15).

Se ofreció porque quiso

Otra cosa característica hay que notar en la muerte de Jesucristo: que murió cuando quiso y con muerte voluntaria, no provocada violentamente por mano extraña. Ni sólo eligió la muerte, sino también el lugar y tiempo en que había de suceder.

Isaías había escrito: Se ofreció en sacrificio, porque él mismo lo quiso (Is 53,7). Y el mismo Cristo afirmaba antes de su pasión; Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita; soy yo quien la doy de mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla (Jn 10,17-18).

En cuanto al tiempo y lugar, también nos dijo el Señor cuando Herodes quiso atentar contra su vida: Id y decid a esa raposa: Yo expulso demonios y hago curaciones hoy, y las haré mañana, y al día siguiente… Porque no puede ser que un profeta perezca fuera de Jerusalén (Lc 13,32-33).

No hizo nada Jesús obligado, ni por coacción extraña, sino que se ofreció porque quiso. Saliendo al encuentro de sus enemigos, les dijo en el huerto: Yo soy (Jn 18,5), sobrellevando después voluntariamente todos los injustos y crueles tormentos con que le maltrataron.

Al meditar su pasión, nada sin duda nos conmoverá tan profundamente como esta reflexión: que alguien ofrezca por nosotros dolores que necesaria e inevitablemente ha de sufrir, no nos parece beneficio de extraordinaria importancia; mas que un hombre sólo por nuestro amor acepte voluntariamente la muerte - muerte que le hubiera sido muy fácil evitar -, esto constituye un beneficio tan sumamente extraordinario, que aun el más agradecido se sentirá impotente no sólo para corresponderlo, sino aun para reconocerlo como se merece. De aquí podremos colegir la infinita e indecible caridad con que Cristo divinamente nos benefició.

(74) La muerte del Señor es una verdad histórica tan evidente, que sólo a inteligencias contumaces, aferradas a prejuicios racionalistas, puede ocurrírseles el negarlo. Puestos en la línea del prejuicio, puede llegar a negarse - no ha faltado quien así pensara - la misma existencia de Jesús.
La muerte verdadera de Cristo la negaron, de acuerdo con sus principios, gnósticos y docetas. Estos últimos, sobre todo, al negar que Cristo tuviera un cuerpo real, lógicamente tuvieron que negar también la realidad de su pasión y muerte.
Pero sobre todo en el siglo XIX los racionalistas, con su prejuicio antisobrenaturalista y primordialmente con la maligna intención de negar la resurrección de Cristo, que constituye por sí sola el gran fundamento de nuestra fe - Si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe sería vacía (1Co 15,14)-, se atrevieron a sostener, al menos en determinado sector, que la muerte de Cristo no fue real. Gottlob Paulus (1761-1851), con su principio naturalista de que todos los milagros, profecías, etc. del Evangelio son exageración de la fantasía oriental, afirmó que la muerte de Cristo fue sólo aparente y que los discípulos la airearon luego como verdadera para salir gananciosos con una pretendida resurrección. A Paulus siguieron otros varios, Spitta, Herder, Venturino. etc., explicando cada uno con circunstancias diversas ese postulado de la muerte aparente.
En realidad, nada tan absurdo y tan en abierta oposición a la sencillez con que los Evangelios narran la muerte del Señor como esa pretendida hipótesis. Probarlo sería casi ridículo y ofensivo a la misma verdad histórica. Baste citar las perícopes evangélicas en que se nos da a conocer la muerte de Jesús (Mt 27,50 Mc 15,37 Lc 23,46 Jn 19,10), y concluir con el propio Renán, en su Vida de Jesús (c.26) hablando de este punto: "A decir verdad, la mejor garantía que posee el historiador sobre un tema de tal importancia fia muerte de Jesús) es el odio recalcitrante de los enemigos de Cristo. Es muy inverosímil que los judíos se preocuparan ya entonces por el temor de que Jesús pudiera pasar por un resucitado; pero en todo caso, ellos procurarían darle una muerte verdadera".
Realmente, aunque sólo sea por este argumento indirecto, ¿es concebible, teniendo presente el odio de los judíos, que la muerte de Jesús fuera sólo aparente?

(75) Jesús, dando un fuerte grito, expiró (Mt 27,50).
Jesús, dando una voz fuerte, expiró (Mc 15,37).
Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos entrego mi espíritu, u, diciendo esto, expiró (Lc 23,46).
Cuando hubo gustado el vinagre, dijo Jesús: Todo está acabado, e, inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19,30).


VI. "SEPULTADO"

El hecho de confesar explícitamente que "Cristo fue sepultado", no supone que exista dificultad alguna especial distinta de las ya apuntadas al hablar de su muerte; si creemos con toda certeza que Cristo murió, no nos costará demasiado trabajo admitir igualmente que fue sepultado.

Pero se añadieron estas palabras por una doble razón:

1) como prueba ulterior de la verdad de la muerte de Cristo (es evidente que uno murió si se puede probar que su cuerpo fue sepultado);

2) como premisa y confirmación espléndida del milagro de la resurrección.

Con estas palabras del Símbolo no solamente confesamos que el cuerpo de Cristo fue sepultado, sino además, y principalmente, creemos que Dios fue sepultado. Lo mismo que decimos - perfectamente de acuerdo con la regla de la fe católica - que Dios murió y que Dios nació de la Virgen. Si la divinidad estuvo siempre unida al cuerpo encerrado en el sepulcro, lógicamente habremos de confesar que Dios fue sepultado.

En cuanto al modo y lugar de la sepultura, bástenos saber lo que dice el Evangelio (76). Dos cosas deben notarse, sin embargo:

1) que el cuerpo de Cristo no sufrió corrupción alguna en el sepulcro, como había vaticinado el profeta: No dejarás que tu Santo experimente corrupción (Ps 15,10 Ac 2,31);

2) y esta consideración debe extenderse a todas las partes del artículo - la sepultura, pasión y muerte convienen a Cristo en cuanto hombre, no en cuanto Dios, porque sólo la naturaleza humana pudo padecer y morir. Y si también atribuimos estas realidades a Dios, lo hacemos porque en Cristo no hay más que una sola Persona, que es al mismo tiempo perfecto Dios y perfecto hombre.

(76) Llegada la tarde, vino un hombre rico de Arimatea, de nombre José, discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato entonces ordenó que le fuese entregado. Él, tomando el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia (Mt 27,57-58).
Llegada la tarde, porque era la Parasceve, es decir, la víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro ilustre del Sanedrín, el cual también esperaba el reino de Dios, que se atrevió a entrar a Pilato y pedirle el cuerpo de Jesús. Pilato se maravilló de que ya hubiese muerto, y, haciendo llamar al centurión, le preguntó si en verdad había muerto ya. Informado del centurión, dio el cadáver a José, el cual compró una sábana, lo bajó, lo envolvió en la sábana y lo depositó en un monumento que estaba cavado en la peña, y volvió la piedra sobre la puerta del monumento. María Magdalena y María la de José miraban dónde se lo ponían (Mc 15,42-47).
Y, bajándole, le envolvió en una sábana y te depositó en un monumento cavado en la roca, donde ninguno había sido aún sepultado (Lc 23,53).
Después de esto rogó a Pilato José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque secreto por temor a los judíos, que le permitiese tomar el cuerpo de Jesús, y Pilato se lo permitió. Vino, pues, y tomó su cuerpo. Llegó Nicodemo, el mismo que había venido a él de noche al principio, y trajo una mezcla de mirra y áloe, como unas cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos. Había cerca del sitio donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual nadie aún había sido depositado. Allí, a causa de la Parasceve de los judíos, por estar cerca el monumento, pusieron a Jesús (Jn 19,38 Jn 19,42).


VII. MEDITANDO EN LA PASIÓN

Fijados estos conceptos, detengámonos en algunas reflexiones que, sin duda, nos ayudarán, si no a comprender, al menos a contemplar con fervorosa piedad los sublimes misterios de la pasión del Señor.

A) ¿Quién padece?

Y, ante todo, consideremos quién es el que padece. Su dignidad infinita no cabe en la mente del hombre, ni puede ser expresada con palabra humana. San Juan le llama el Verbo, que estaba en Dios (Jn 1,1). Y el Apóstol nos lo pinta con trazos llenos de magnificencia: Aquel a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo el mundo: y que, siendo el esplendor de su gloria y la imagen de su sustancia, y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas, después de hacer la purificación de los pecados se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas (He 1,2-3) (77).

Para decirlo en una sola palabra: el que padece es Jesucristo, Dios verdadero y hombre verdadero. Sufre el Creador por sus creaturas, el Rey por sus súbditos y siervos; padece Aquel que sacó de la nada a los ángeles y a los hombres, a los cielos y a las cosas: Aquel de quien, por quien y en quien existen todos los seres (Rm 11,36).

No nos maraville, pues, que la máquina del universo entero se estremeciera al ver a su Autor traspasado y molido por los tormentos de la pasión: La tierra tembló y se hendieron las rocas (Mt 27,51); las tinieblas cubrieron toda la tierra y el sol se oscureció (Lc 23,44).

Y si las criaturas insensibles y sin voz lloraron la pasión del Creador, ¿con qué lágrimas deberán expresar su dolor los fieles redimidos, piedras vivas de este templo santo de Dios? (1P 2,5).

(77) Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad (Sg 7,26).
Si nuestro Evangelio queda encubierto, es para los infieles, que van a la perdición, cuya inteligencia cegó el dios de este mundo para que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios (2Co 4,4).


B) ¿Por qué padece?

Y para que más claramente resalte la grandeza y eficacia del amor de Cristo para con nosotros (78), consideremos en segundo lugar por qué padece.

1) Además del pecado de origen, heredado de nuestros primeros padres, la causa principal de tan dolorosa pasión hay que buscarla en los pecados cometidos por los hombres desde el principio del mundo hasta nuestros días y en los que se cometerán hasta el fin de los siglos. A esto atendió en su pasión y muerte el Hijo de Dios, nuestro Salvador: a redimir y cancelar los pecados de todos los tiempos, ofreciendo a su Padre una satisfacción universal y superabundante.

Notemos, además - y esto valora más la importancia de su obra - no sólo que Cristo padeció por los pecadores, sino que los pecadores fueron la causa e instrumento de sus torturas. San Pablo escribía en la Carta a los Hebreos: Traed, pues, a vuestra consideración al que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo, para que no decaigáis de ánimo rendidos por la fatiga (He 12,3). Y es evidente que aquí son más gravemente culpables quienes con más frecuencia recaen en el pecado: si las culpas de todos condujeron a Cristo al suplicio de la cruz, quienes se revuelcan en maldades y torpezas, de nuevo, en cuanto de ellos depende, crucifican para sí mismos al Hijo de Dios y le exponen a la afrenta (He 6,6). Y este delito es mucho más grave en nosotros que en los judíos deicidas, quienes, si le hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria (1Co 2,8); nosotros, en cambio, los cristianos, confesando, por un lado, que le conocemos, y negándole, por otro, con nuestras obras, levantamos contra Él nuestras manos violentas y pecadoras.

2) La Sagrada Escritura afirma, además, que Jesucristo murió por voluntad del Padre y por su propia voluntad (79). Isaías había escrito: Yo le maltraté y maté por las iniquidades de su pueblo (Is 53,8). Poco antes, el mismo profeta, iluminado por el Espíritu de Dios, exclamaba viendo al Redentor llagado y herido: Todos nosotros andábamos errantes, como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yavé cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros (Is 53,6). Y poco después vaticinaba del mismo Cristo: Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, tendrá posteridad y vivirá largos días (Is 53,10).

El apóstol San Pablo, señalando los motivos que tenemos para esperar en la bondad y misericordia de Dios, dice más expresamente: El que no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas? (Rm 8,32).

(78) Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3,16).
Pero Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros (Rm 5,8).

(79) Tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna; pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él (Jn 3,16-17).
Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios en olor suave (Ep 5,2).


C) ¿Cómo padece?

Consideremos en tercer lugar cuánta fue la amargura de Cristo en su pasión.

Bastará recordar que la sola contemplación de los tormentos y espasmos de su pasión provocaron en Él, postrado en el huerto de los Olivos, un sudor de sangre tan copioso, que chorreó hasta la tierra (80). Esta sola circunstancia nos habla elocuentemente del sumo dolor de Cristo en la cruz: si el mero pensamiento de los males inminentes le resultó tan indeciblemente amargo - testimonio elocuente es el sudor de sangre -, ¿qué no habremos de decir de la real pasión de los mismos?

Jesucristo, nuestro Redentor, sufrió de hecho los más atroces tormentos en su cuerpo y en su alma.

1) En cuanto al cuerpo, no escapó a este inmenso dolor ninguna de sus partes: sus manos y pies fueron cosidos a la cruz con clavos; la cabeza, traspasada por las espinas y herida con una caña; la cara, manchada de salivazos y abofeteada; todo el cuerpo, atormentado con azotes.

Hombres de toda clase y condición se confabularon contra Y ave y contra su Ungido (Ps 2,2); los judíos y gentiles fueron los instigadores, autores e instrumentos "de su pasión; Judas le entregó, Pedro le negó y todos los demás apóstoles y discípulos le abandonaron (81).

En la misma muerte de cruz no sabe uno si conmoverse más ante la crueldad o ante la ignominia, o ante las dos cosas juntas. En realidad, no pudo excogitarse un género de muerte más vergonzoso ni más cruel; era costumbre reservarlo para los mayores criminales y para los delincuentes más peligrosos; y la lentitud del suplicio hacía más intolerables los sufrimientos de la muerte.

Recordemos, además, que la misma constitución física de Cristo necesariamente tuvo que hacer más agudo el dolor. Formado por el Espíritu Santo, su cuerpo poseía en sumo grado - más que el de todos los demás hombres - aquella finura y delicadeza de sentimientos que, por lo sensible, agranda la capacidad para sufrir.

(80) Lleno de angustia, oraba con más insistencia, y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra (Lc 22,44).

(81) Y de nuevo negó (Pedro) con juramento: no conozco a ese hombre… (Mt 26,72. Cf. Mc 14,66 Mc 72 Lc 22,55-62 Jn 18,15-19 Jn 18,25).
Y, abandonándole, huyeron todos (Mc 14,50).


2) Por lo que se refiere al alma, el dolor de Cristo llegó a su máximo grado.

A los mártires en su tormento no les faltó el consuelo divino, y fortalecidos por él soportaron los suplicios con serena energía. Algunos hubo incluso que en medio de los más atroces tormentos se sintieron como arrebatados en una expresión de profunda alegría interior. San Pablo mismo exclamaba: Me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, por su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24). Y en otra ocasión: Estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas mis tribulaciones (2Co 7,4).

Jesucristo, en cambio, apuró hasta las heces el cáliz amarguísimo de su pasión sin mezcla alguna de consuelo (82).

Quiso que la naturaleza humana, que había asumido, soportara todos los tormentos, como si fuera solamente hombre y no también Dios.

(82) Adelantándose un poco, se postró sobre su rostro, orando u diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú (Mt 26,39).
Si miro a la derecha, veo que no hay quien mire con benevolencia: no tengo escape, no hay quien vuelva por mi vida (Ps 141,5).
Llora amargamente en la noche, n corre el llanto por sus mejillas; no tiene entre todos sus amadores quien le consuele; le fallaron todos sus amigos, y se le volvieron enemigos… ¡Oh vosotros, cuantos por aquí pasáis, mirad v ved s> han dolor comparable a mi dolor, al dolor con que son atormentado!
Afligióme Yave en el día de su ardiente cólera (Lm 1,2 Lm 1,12).


D) ¿Para qué padece?

Añadamos, por último, una nueva y profunda reflexión: los beneficios inmensos que hemos recibido de la pasión de Cristo.

1) El primero de todos, haber sido redimidos del pecado. Nos amó y nos absolvió de nuestros pecados por la virtud de su sangre (Ap 1,5). Y San Pablo: Os vivificó con Él, perdonándoos todos vuestros delitos, borrando el acta de las decretos que nos era contraria, que era contra nosotros, quitándola de en medio y clavándola en la cruz (Col 2,13-14).

2) En segundo lugar, nos rescató de la esclavitud del demonio. El mismo Jesús afirma en el Evangelio de San Juan: Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera, u no, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí (Jn 12,31-32).

3) Además, pagó el débito que habíamos contraído por nuestros pecados, ofreciendo el sacrificio más aceptable y grato a Dios; nos reconcilió con su Padre, volviéndonosle aplacado y propicio (83).

4) Por último, borrado el pecado, nos abrió las puertas del cielo que la culpa de nuestros primeros padres había cerrado. El Apóstol lo afirma explícitamente: Tenemos, pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el santuario (He 10,19).

Todos estos frutos habían sido ya preanunciados en el Antiguo Testamento con diversos símbolos y finuras. Cuando, por ejemplo, se dice en el libro de los Números que nadie podía volver a la patria antes de la muerte del sumo sacerdote, quería significarse que a ninguno - por justo y santo que fuere - le era posible entrar en el cielo antes que hubiera muerto el Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo (84). Después de su muerte, en cambio, quedaron abiertas las puertas del cielo para todos aquellos que, purificados por los sacramentos y adornados por las tres virtudes teologales, participen de los frutos de su pasión.

Todos estos preciosos y divinos dones fueron fruto maduro de la muerte dolorosa de Jesucristo:

a) Ante todo, porque Cristo satisfizo ínteqra v perfectamente a su Eterno Padre por nuestros pecados. El precio que paqó por ellos no sólo igualó, sino que sobrepasó cumplidamente el débito contraído.

b) Además, fue muy del agrado del Padre aquel sacrificio. Al ofrecerse el Hijo sobre el ara de la cruz, quedaron aplacadas su ira e indignación divinas. San Pablo escribe: Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios en olor suave (Ep 5,2). Y el Príncipe de los Apóstoles hablando de la redención: Habéis sido rescatados de vuestro vano vivir según la tradición de vuestros padres, no con plata y oro. corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin defecto ni mancha (1P 1,18-19 Ap 5,9). Y de nuevo San Pablo: Cristo nos redimió de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición (Ga 3,13).

(83) Sí, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida (Rm 5,10).
Mas todo esto viene de Dios, que por Cristo nos ha reconciliado consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación (2Co 5,18).

(84) La asamblea librará al homicida del venerador de la sangre, le volverá a la ciudad del asilo donde se refugió, v allí morará hasta la muerte del sumo sacerdote ungido con el óleo sagrado (Nb 35,52).


E) "Ejemplo os he dado"

Unido a estos inmensos beneficios, encontramos en la pasión de Cristo el no menos pequeño de ofrecérsenos Él como modelo acabado de todas las virtudes.

Sufriendo por nosotros, Jesucristo nos dio consumados ejemplos de paciencia, humildad, inmensa caridad, mansedumbre, obediencia y perfecta fortaleza de alma para soportar por la justicia no sólo toda clase de dolores, sino aun la misma muerte. ¡Como si el divino Maestro hubiera querido resumir y practicar personalmente en un solo día de pasión - el último de su vida - todo cuanto nos predicó durante tres años de vida pública!

¡Ojalá meditemos con frecuencia estos misterios para aprender a sufrir, morir y ser sepultados con Él! Y así, eliminada toda mancha de pecado, podamos resucitar con Cristo a nueva vida y, con su gracia y misericordia, merezcamos un día participar del reino de su gloria celestial.



Catecismo Romano ES 1030