Catecismo Romano ES 1060

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CAPITULO VI "Subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso"

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

El profeta David, al contemplar, lleno del espíritu de Dios, la gloriosa ascensión del Señor, invita a todos los hombres a celebrar con el máximo gozo posible este triunfo divino: ¡Oh pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con voces jubilosas!… Porque sube Dios entre voces de júbilo, entre el resonar de las trompetas (Ps 46,2-6).

Misterio profundo, que los cristianos debemos no sólo meditar con atención, sino, en cuanto nos sea posible, y con la gracia de Dios, reproducir en nuestras propias vidas.

Y, empezando por la primera parte del artículo, veamos cuál es la fuerza de esta verdad dogmática.

II. "SUBIÓ A LOS CIELOS"

A) En cuanto hombre

Es de fe que Cristo Jesús, consumada nuestra redención, subió a los cielos en cuerpo y alma.

Y esto en cuanto hombre, porque, en cuanto Dios, jamás estuvo ausente de él, estando presente en todas partes con 1 su divinidad.

B) Por su propia virtud

Confesamos también que Cristo subió a los cielos por su propia virtud, no por extraño poder, como sucedió a Elías, que fue llevado a los cielos sobre un carro de fuego (101), o al profeta Habacuc (102), o al diácono Felipe (103), que salvaron notables distancias sostenidos y elevados en el aire por el poder de Dios.

Y no sólo ascendió en cuanto Dios, por la omnipotencia y virtud de su divinidad, sino también en cuanto hombre: porque, si bien es cierto que esta gloriosa ascensión no hubiera podido realizarse con las solas fuerzas naturales, sin embargo, aquella divina virtud de que estaba dotada el alma gloriosa de Cristo pudo mover a su placer el cuerpo (104); y el cuerpo, también en estado glorioso, pudo obedecer fácilmente a los deseos del alma que le movía. Por esto creemos que Cristo subió a los cielos por su propia virtud en cuanto Dios y en cuanto hombre.

(101) Cuando hubieron pasado, dijo Elías a Elíseo: Pídeme lo que quieras que haga por ti antes que sea apartado de ti. Y Elíseo le dijo: Que tenga yo dos partes en tu espíritu. Elías le dijo: Difícil cosa has pedido; si cuando yo sea arrebatado de ti me vieres, así. será; si no, no. Siguieron andando y hablando, y he aquí que un carro de fuego con caballos de fuego separó a uno de otro, y Elías subía al cielo en el torbellino. Elíseo miraba y clamaba: ¡Padre mío, padre mío! ¡Carro de Israel y auriga suyo! Y no le vio más, y, cogiendo sus vestidos, los rasgó en dos trozos y cogió el manto de Elías, que éste había dejado caer (2R 2,9-13).

(102) Vivía entonces en Judea el profeta Habacuc, el cual, cocida la comida y mojado el pan en la cazuela, se iba al campo para llevarlo a los segadores. Pero el ángel del Señor dijo a Habacuc: Lleva la comida que tienes preparada a Daniel, que está en Babilonia, en el foso de los leones. Y contestó Habacuc: Señor, nunca he visto a Babilonia y no sé qué es el foso de los leones. Y tomándole el ángel del Señor por la coronilla, por los cabellos de su cabeza, le llevó a Babilonia. Encima del foso, con la velocidad del espíritu (Da 14,33-36).

(103) Mandó parar el coche y bajaron ambos al agua. El Espíritu del Señor arrebató a Felipe, y ya no le vio más el eunuco, que continuó alegre su camino. Cuanto a Felipe, se encontró en Azoto, y salió a evangelizar uno tras otro todos los pueblos hasta llegar a Cesarea (Ac 8,38-40).

(104) Es condición del alma comprensora, o que está dominada por la gloria, dominar totalmente al cuerpo ().


III. "ESTÁ SENTADO A LA DIESTRA DEL PADRE"

En la segunda parte del artículo confesamos: "Está sentado a la diestra del Padre". Adviértese en esta expresión una figura usada frecuentemente en los libros sagrados: atribuir a Dios cualidades humanas y aun miembros corpóreos por acomodación a nuestro modo de entender y de expresar las cosas. Siendo espíritu puro, no puede concebirse en Dios nada corpóreo. Y como en lo humano se estima señal de honor el estar sentado a la derecha de una persona, de ahí que -trasladando el ejemplo a las realidades divinas - confesemos en el Símbolo que Cristo está sentado a la diestra de su Padre, significando con ello la gloria que Él consiguió en cuanto hombre sobre todos los demás hombres.

"Estar sentado" no significa aquí la posición del cuerpo, sino expresa simbólicamente la firme y estable posesión de aquella suprema potestad y gloria que Cristo recibió de su Padre. Así dice el Apóstol: Según la fuerza de su poderosa virtud que Él ejerció en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este siglo, sino también en el venidero. A Él sujetó todas las cosas bajo sus pies (Ep 1,20-22). Resulta, pues, claro que esta gloria es tan propia y exclusiva de Cristo, que en modo alguno puede convenir a ninguna otra criatura humana. El mismo San Pablo lo repite en otro lugar más claramente: ¿Ya cuál de los ángeles dijo alguna vez: Siéntate a mi diestra mientras pongo a tus enemigos por escabel de tus pies? (He 1,13 Ps 109,1).

IV. MEDITANDO EN LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

A) Ultima meta de toda una vida

Un análisis más profundo de la historia de la ascensión - admirablemente narrada por San Lucas en los Hechos de los Apóstoles (105) - nos hará ver que todos los demás misterios de la vida de Cristo se refieren, como a su fin, al de la ascensión y en ella encuentran su más perfecto cumplimiento: en la encarnación tuvieron principio todos los misterios de nuestra religión y la ascensión representa el término de la vida del Salvador sobre la tierra.

Los demás artículos del Símbolo que se refieren a Jesucristo nos muestran su inmensa bondad en la humillación: nada, en efecto, puede concebirse más humillante que el hecho de que Él haya querido asumir nuestra humana y débil naturaleza y padecer y morir por nosotros. La resurrección, en cambio (de que hablamos en el capítulo anterior), y la ascensión, con el consiguiente triunfo a la diestra del Padre, representan lo más grandioso y admirable que puede decirse para la glorificación de su divina y gloriosa majestad.

(105) En el primer libro, ¡oh caro Teófilo!, traté de todo lo que Jesús hizo y enseñó hasta el día en que fue levantado al cielo, una vez que, movido por el Espíritu Santo, tomó sus disposiciones acerca de los apóstoles que se había elegido; a los cuales después de su pasión se dio a ver en muchas ocasiones, apareciéndoseles durante cuarenta días y habiéndoles del reino de Dios; y comiendo con ellos, les mandó no apartarse de Jerusalén, sino esperar la promesa del Padre, que de mí habéis escachado; porque Juan bautizó en agua, pero vosotros, pasados no muchos días, seréis bautizados en el Espíritu Santo. Los reunidos le preguntaban: Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel? Él les dijo: No os toca a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder soberano; pero recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra.
Diciendo esto y viéndole ellos, se elevó, y una nube le ocultó a sus ojos. Mientras estaban mirando a los cielos, fija la vista en el que se iba, dos varones con hábitos blancos se les pusieron delante y les dijeron: Varones galileos, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido llevado de entre vosotros al cielo, vendrá así como le habéis visto ir al cielo. Entonces se volvieron del monte llamado Olívete a Jerusalén (Ac 1,1-2).


B) ¿Por qué ascendió Cristo?

Merecen especial atención los motivos por los que Cristo subió a los cielos.

a) Y en primer lugar subió porque a su cuerpo, revestido de inmortalidad en la resurrección, no le convenía esta nuestra oscura y tenebrosa morada, sino la excelsa y esplendorosa del cielo. Subió, pues, no solamente para tomar posesión de aquella gloria y reino, que había conquistado con su sangre, sino también para preocuparse y cuidarse de todo lo conveniente a nuestra eterna salvación.

b) Subió en segundo lugar para demostrarnos "que su reino no es de este mundo" (106). Los reinos de la tierra son temporales y perecederos, y sólo pueden sostenerse con abundancia de riquezas y con potencia de armas; el reino de Cristo, en cambio, es espiritual y eterno, no terreno y carnal, como esperaban los judíos. Colocando su trono en el cielo, Jesús nos enseña que sus tesoros y sus bienes son espirituales, y que en su reino los más ricos y poseedores de bienes serán quienes más se hubieren afanado en buscar las cosas de Dios. Escuchad, hermanos míos carísimos - nos dice el apóstol Santiago -, ¿no escogió Dios a los pobres según el mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del reino que tiene prometido a los que le aman? (Jc 2,5).

c) Quiso el Señor, por último, al subir a los cielos, que nosotros le siguiéramos en su ascensión con toda el alma y con todo el deseo. En su muerte y resurrección nos enseñó a morir y resucitar espiritualmente, y en su ascensión nos enseña a levantar nuestro pensamiento al cielo, y nos recuerda que mientras estamos en la tierra somos peregrinos y huéspedes que buscan la patria (He 11,13), conciudadanos de los santos y familiares de Dios (), porque somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo (Ph 3,20).

(106) Pilato contestó: ¿Soy yo judío por ventura? Tu nación y los pontífices te han entregado a mí; ¿qué has hecho? Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí (Jn 18,35-37).


C) Los beneficios de la ascensión

Mucho antes de que sucediera, el profeta David cantaba ya (según testimonio del Apóstol) la eficacia y grandeza de la ascensión de Cristo y los indecibles bienes que la divina misericordia había de derramar sobre nosotros: Subiendo a las alturas, llevó cautiva a la cautividad y repartió dones a los hombres (Ep 4,8 Ps 67,19).

1) Cristo, subido a los cielos, envió el Espíritu Santo (107), que llenó con su fecundidad y poder a aquella multitud de fieles presentes en el cenáculo, cumpliendo así su I divina promesa: Pero yo os digo la verdad: os conviene que I yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os le enviaré (Jn 16,7).

2) Según San Pablo, subió Jesús a los cielos además para comparecer en la presencia de Dios a favor nuestro (He 9,24). Hijitos míos - escribía San Juan -, os escribo esto para que no pequéis. Si alguno peca, Abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, justo, Él es la propiciación por nuestras pecados (1Jn 2,1-2). Nada puede llenar de más alegría y esperanza nuestros corazones como el pensar que Jesucristo - que goza ante el Padre de toda gracia y autoridad - es el defensor de nuestra causa y el intercesor de nuestra salvación.

3) Por último, Cristo "nos preparó un lugar en el cielo", según había prometido (108), y tomó posesión en nombre de todos - como cabeza del cuerpo místico - de la gloria celestial. Con su ascensión abrió las puertas, cerradas por el pecado de Adán, y nos allanó el camino que conduce a la bienaventuranza, como también lo había prometido a los discípulos en la última cena (109). Y como garantía del cumplimiento de esta promesa, llevó consigo a las moradas celestiales las almas de los justos, rescatadas del infierno.

A este admirable conjunto de dones divinos siguió toda una serie de saludables y eficaces ventajas:

a) En primer lugar acrecentó el mérito de nuestra fe.

Siendo las cosas invisibles - ¡tan distantes de nuestra pobre inteligencia humana! - el objeto de esta virtud teologal, si el Señor no se hubiera alejado de nosotros, no hubiéramos tenido tanto mérito en creer en Él. Cristo mismo llamó bienaventurados a los que sin ver creyeron (Jn 20,29).

b) En segundo lugar, la ascensión del Señor fortaleció válidamente la esperanza en nuestros corazones. Creyendo que Jesucristo en cuanto hombre subió a los cielos y colocó la humana naturaleza a la diestra de Dios Padre, tenemos gran esperanza de subir también nosotros - sus miembros - y unirnos allí a nuestra Cabeza. Él mismo se expresaba de esta manera: Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo (Jn 17,24).

c) Pero más que nada, hemos conseguido el notabilísimo beneficio de haber orientado y arrebatado al cielo nuestro amor, inflamado en el divino Espíritu. Con toda verdad está escrito que donde está tu tesoro, allí estará tu corazón (Mt 6,21 Lc 13,24).

Si Cristo se hubiera quedado en la tierra, todo nuestro afán se habría limitado a mirarle y tratarle humanamente; le habríamos considerado como al hombre que nos ha hecho grandes beneficios y le habríamos quizás amado con amor puramente terreno. Con su ascensión a los cielos ha sobre - naturalizado nuestro amor y ha conseguido que le veneremos y amemos - ausente - como a Dios (110).

El Evangelio nos ofrece una doble demostración de este hecho; por un lado, el caso de los apóstoles, quienes, mientras Cristo estuvo presente, le juzgaron con criterios humanos; y por el otro, el testimonio del mismo Señor: Pero yo os digo la verdad: os conviene que yo me vaya (Jn 16,7). Aquel amor imperfecto con el que los apóstoles amaban a Cristo presente había de perfeccionarse, con infusión de amor divino, en la venida del Espíritu Santo. Por eso añadió el Señor en seguida: Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré (Jn 16,7).

Añádase a esto que después de la ascensión de Cristo fue ampliada su casa terrena, la Iglesia, gobernada por la virtud y asistencia del Espíritu Santo; dejó entre los hombres como pastor universal y pontífice sumo a Pedro, el Príncipe de los Apóstoles (111), y constituyó a unos como apóstoles, a otros como profetas, a otros como evangelistas y a otros como pastores y lectores (1Co 12,28). Y de esta manera, sentado a la diestra de su Padre, Cristo está siempre repartiendo entre todos sus divinos dones: A cada uno de nosotros - afirma San Pablo - ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo (Ep 4,7).

Por último, debe referirse a la ascensión del Señor lo que antes dijimos a propósito del misterio de su muerte y resurrección: porque así como debemos nuestra redención y salvación a la pasión de Cristo, que con sus méritos abrió las puertas del cielo a los justos, del mismo modo su ascensión es para nosotros no solamente el modelo que nos enseña a mirar al cielo y a ascender a él en espíritu, sino también una fuerza divina v eficaz que nos hace posible el poder realizar este deseo. •

(107) Cuando llegó el día de Pentecostés, estando todos juntos en un lugar, se produjo de repente un ruido del cielo, como el de un viento impetuoso, que invadió todas las casas en que residían. Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les daba (Ac 2,1-4).

(108) No se turbe vuestro corazón: creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros. Pues para donde yo voy, vosotros conocéis el camino.

(109) En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará; vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se volverá en gozo. La mujer, cuando pare, siente tristeza, porque ha llegado su hora, pero cuando ha dado a luz un hijo, ya no se acuerda de la tribulación por el gozo que tiene de haber venido al mundo un hombre. Vosotros, pues, ahora tenéis tristeza; pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría (Jn 16,20-22).

(110) San Pablo escribía: Desde ahora a nadie conocemos según la carne, y aún a Cristo si le conocimos según la carne, pero ahora ya no así (2Co 5,16).
Y nuestra madre la Iglesia nos invita a cantar: "Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable el que en todo tiempo y lugar te demos gracias a Ti, Señor Santo, Padre todopoderoso, Dios eterno; por Jesucristo, nuestro Señor. El cual, después de su resurrección, se mostró a todos sus discípulos, y en su presencia subió al cielo para hacernos partícipes de su Divinidad" (Prefacio de la Ascensión. Misal Romano).

(111) Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: Simón (hijo) de Juan, ¿me amas más que éstos? Él les dijo: Sí, Señor, Tú sabes que te amo. Díjole: Apacienta mis corderos. Por segunda vez le dijo: Simón (hijo) de Juan, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor. Tú sabes que te amo. Jesús te dijo: Apacienta mis ovejuelas (Jn 21,13-16).

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CAPITULO VII "Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos"

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

Tres son los grandes oficios que resumen la divina misión de Cristo para con su Iglesia: Redentor, Protector y Juez. En los artículos precedentes hemos considerado cómo Jesús redimió a la humanidad con su pasión y muerte y cómo asumió para siempre el patrocinio de nuestra causa con su ascensión a los cielos. Réstanos verle en su función de Juez.

Y éste es el contenido del presente artículo: que Cristo nuestro Señor ha de juzgar a todos los hombres en el último día.

II. "DESDE ALLÍ HA DE VENIR" Doble venida de Jesucristo

La Sagrada Escritura nos habla de una doble venida de nuestro Señor: la primera tuvo lugar cuando, para salvarnos, asumió la naturaleza humana y se hizo hombre en el seno de la Virgen; la segunda tendrá lugar al fin de los tiempos, en que ha de venir a juzgar a todos los hombres.

Esta segunda venida es llamada en la Sagrada Escritura "el día del Señor" (112). De ella dice San Pablo: Sabéis bien que el día del Señor llegará como el ladrón con la noche (1Th 5,2). Y el mismo Salvador: De aquel día y de aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre (Mt 24,36) (113).

De la verdad de este supremo juicio divino testifica de nuevo la autoridad del Apóstol: Puesto que todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que reciba cada uno según lo que hubiere hecho por el cuerpo, bueno o malo (2Co 5,10 Rm 14,10).

Son innumerables, por lo demás, los textos sagrados que pueden aducirse para probar y esclarecer este dogma de fe (114). Bástenos esta reflexión: así como desde el principio del mundo los hombres desearon ardiente y tenazmente el día de la encarnación del Señor, por esperar de este misterio la liberación de la humanidad, así, después de la muerte y ascensión del Hijo de Dios, y con el mismo ardiente deseo, hemos de suspirar por su segunda venida, para que vivamos sobria, justa y piadosamente en este siglo, con la bienaventurada esperanza en la venida gloriosa del gran Dios y de nuestro Salvador, Cristo Jesús (Tt 2,12-13).



(112) pero vendrá el día del Señor como ladrón, y en él pasarán con estrépito los cielos, y los elementos, abrasados, se disolverán, y asimismo la tierra con las obras que en ella hay (2P 3,10).
(113) El contraste entre estas palabras y los versos anteriores prueba que no se habla sino de la venida de Jesús al fin de los tiempos. Esta venida será repentina, y para ella habrá que estar siempre preparados.
Insiste el Señor sobre su incertidumbre, porque sabía cuánta era la curiosidad humana por averiguar la venida de este día y las ansiedades que podría causar esta curiosidad. Es un secreto del Padre, el cual ni a los ángeles ni al mismo Hijo lo ha comunicado, para que lo anuncien a los hombres.
No es que los ángeles, ni menos el Hijo, lo ignoren; pero, como mensajeros divinos, encargados de dar a conocer la voluntad de Dios, la desconocen absolutamente.
Véase una respuesta semejante en Ac 1,7:
No os toca a vosotros conocer los tiempos y momentos, que el Padre se ha reservado (cf. NÁCARCOLUNGA, Sagrada Biblia: BAC, p. 1276).
(114) Cf. 1R 2,10 Ps 95,13 Ps 97,9 Is 12,20 Jr 46,10 Da 7,26 Jl 2,1 Jl 2,31 So 1,7 So 1,14 Ml 4,1 Mt 13,40 Lc 17,24 Ac 1,11 Ac 3,20 Rm 2,16 1Co 15,51 1Th 1,10 2Th 1,10 Ap 20,11.
"La Iglesia católica, fundándose en los datos explícitos de la divina revelación, ha creído y enseñado siempre que el mundo actual, tal como Dios lo ha formado, y que existe en la realidad, no durará para siempre.
Llegará un día - no sabemos cuándo - en que terminará su constitución actual y sufrirá una honda transformación, que equivaldrá a una especie de nueva creación.
La Sagrada Escritura lo dice expresamente en muchos lugares del Antiguo y Nuevo Testamento. Por vía de ejemplo citamos los siguientes:
Porque voy a crear cielos nuevos y una tierra nueva, y ya no se recordará lo pasado, y ya no habrá de ello memoria (Is 65,17; cf. Is 66,22).
Se oscurecerá el sol, y la luna no dará su luz, y las estrellas caerán del cielo, y las columnas del cielo se conmoverán (Mt 24,29).
El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (Lc 21,33).
Después será el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino… (1Co 15,24).
El fin de todo está cercano. Sed, pues, discretos y velad en la oración (1P 4,7).
En la expectación de la llegada del día de Dios, cuando los cielos, abrasados, se disolverán, y los elementos, abrasados, se derretirán… Pero nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su morada la justicia, según la promesa del Señor (2P 3 2P 12-13).
Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido; y el mar no existía ya (Ap 21,1).
Sea de ello lo que fuere, está del todo claro y fuera de duda que la vida del hombre sobre la. tierra no se prolongará eternamente. Después del juicio final no habrá más que cielo o infierno para toda la eternidad. La vida terrestre del hombre sobre la tierra habrá terminado para siempre" (P. ROYO, O. P. , Teología de la salvación, 564-566).



III. "A JUZGAR A LOS VIVOS Y A LOS MUERTOS*

A) El doble juicio

Recordemos, además, que todos los hombres habremos de comparecer dos veces delante del Señor para dar cuenta de todos y cada uno de nuestros pensamientos, palabras y acciones, y para escuchar su sentencia de Juez.

El primero tendrá lugar inmediatamente después de la muerte de cada uno (115). Es el juicio particular, y en él nos pedirá Dios estrechísima cuenta de todo cuanto hicimos, dijimos y pensamos en la vida.

El segundo será el universal. En un mismo día y en un mismo lugar compareceremos todos ante el tribunal divino, y todos y cada uno, en presencia de los hombres de todos los siglos, conoceremos nuestra propia y eterna sentencia (116). Y no será ésta la menor de las penas y tormentos para los impíos y malvados. Los justos, en cambio, recibirán entonces gran premio y alegría, porque entonces aparecerá lo que fue cada uno en esta vida.


(115) Para un detallado estudio de las verdades del más allá recomendamos la espléndida y exhaustiva obra del P. ROYO, O. P. , Teología de la salvación (BAC, 1956). De ella entresacamos y resumimos nuestras notas sobre la existencia y naturaleza del juicio, purgatorio e infierno.
A la separación del alma y del cuerpo seguirá inmediatamente el juicio particular: apreciación de los méritos y deméritos contraídos durante la vida terrestre. En virtud de ellos, el supremo Juez pronunciará la sentencia que decida nuestros destinos eternos.
Tampoco han faltado errores acerca de esta materia. En forma más o menos directa, negaron la existencia del juicio particular o al menos pervirtieron su sentido:
1) Los gnósticos y maniqueos, partidarios de la "metempsicosis", o transmigración de las almas de unos cuerpos a otros después de la muerte. Este viejo error ha sido renovado por los modernos teósofos y espiritistas.
2) Los hipnosíquicos afirman que el alma humana, al separarse del cuerpo, entra en una especie de modorra o sueño profundo, en el que permanecerá hasta la resurrección final de la carne. Así opinaba Vigilancio - a quien San Jerónimo apellidaba con fina ironía "dormitando"-. y ciertos coptos y armenios, a los que siguen varias sectas protestantes.
3) Otros creían que las almas separadas permanecerán inciertas de su suerte eterna hasta el juicio final, en que se les comunicará la sentencia. Así pensaba, entre los antiguos, Lactancio, y más tarde compartieron su error Lutero y Calvino y los protestantes más modernos. Frente a todos estos errores, enseña la Iglesia católica (como verdad de fe, según no pocos teólogos) que el alma humana (toda alma racional, cristiana o pagana, justa o pecadora, de adulto o de niño, de hombre o de mujer, sin ninguna excepción), al separarse del cuerpo (en el momento de producirse la muerte real, que no coincide con la muerte aparente), será juzgada por Dios (sometida a un acto de justicia, por el cual, en vista de sus buenas o malas obras, Dios pronunciará la sentencia que merece en orden al premio o castigo), inmediatamente (sin demora alguna).
Cierto que casi todos los textos de la Sagrada Escritura que nos hablan del "juicio de Dios" aluden directamente al juicio final o universal; pero no lo es menos que la verdad del juicio particular (que la Iglesia enseña de manera inequívoca) tiene su fundamento en las páginas sagradas, al menos de una manera implícita y remota; son muchas las veces que se nos dice en los pasajes bíblicos que el justo y el pecador reciben inmediatamente después de la muerte el premio o castigo por sus buenas o malas obras, y la Iglesia ha definido como verdad de fe esta retribución inmediata. Y es claro que la adjudicación del premio o castigo a una determinada alma en particular supone necesariamente una previa sentencia y, por lo mismo, un verdadero juicio particular.
Tampoco el magisterio eclesiástico ha formulado explícitamente ninguna declaración dogmática sobre esta materia; pero es una verdad que se desprende implícitamente de otras verdades definidas y se encuentra explícita en multitud de textos de su magisterio ordinario (cf. DS 457 DS 464 DS 493-530 DS 693 DS 696…, etc. ). El Concilio Vaticano, recogiendo este común sentir de la Iglesia, tenía preparada, para ser definida, la siguiente proposición (que no llegó a definirse por tener que ser suspendidas las sesiones del Concilio antes de ser examinada):
"Después de la muerte, que es término de nuestra vida, compareceremos inmediatamente ante el tribunal de Dios, para dar cuenta cada uno de las cosas que hizo con su cuerpo".
¿Cuándo se celebrará este juicio?-En el instante mismo de producirse la muerte real, es decir, en el momento mismo en que el alma se separa del cuerpo. La Iglesia ha definido la entrada del alma inmediatamente después de la muerte en el lugar que le corresponde según sus malas o buenas obras (D 464 531 693). Y la adjudicación del destino que le corresponde constituye cabalmente la sentencia del juicio particular. Luego éste tiene lugar en el instante mismo de la muerte.
¿Dónde se realizará?-En el mismo lugar en donde se ha producido la muerte. Allí conocerá el alma su suerte final, y al junto se dirigirá al lugar designado por la sentencia del Juez.
¿Cuándo se ejecútate la sentencia?-Según doctrina católica expresamente definida como dogma de fe por el papa Benedicto XII en la constitución apostólica Benedictus Deus (DS 530-531), la sentencia del Juez se ejecutará inmediatamente, sin un solo instante de demora (cf. P. ROYO, O. P. , Le, p. 280-298).

(116) La existencia del juicio final es una verdad de fe expresamente contenida en la Sagrada Escritura y definida por la Iglesia de una manera explícita.
Fue negada por multitud de herejes, entre los que destacan los gnósticos, los albigenses y los racionalistas en general.
Prescindiendo de numerosos textos que suelen citarse del Antiguo Testamento, y cuya verdadera interpretación exegética se presta a muchas discusiones, bástennos los no menos numerosos e insignes del Nuevo, en los que la doctrina del juicio final aparece con toda claridad y transparencia. He aquí algunos:
Entonces aparecerá el estandarte del Hijo del hombre en el cielo, y se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y majestad grande. Y enviará sus ángeles con poderosa trompeta y reunirán de los cuatro vientos a los elegidos desde un extremo del cielo hasta el otro (Mt 24,30-31).
Cuando el Hijo del hombre venga en su gloría y todos los ángeles con Él, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: Venid, benditos de mi Padre… (Mt 25,31-46).
Puesto que todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que reciba cada uno según lo que hubiese hecho por el cuerpo, bueno o malo (2Co 5,10).
Ahora, extrañados de que no concurráis a su desenfrenada liviandad, os insultan; pero tendrán que dar cuenta al que está pronto para juzgar a vivos y muertos" (1P 4,4-5).
Y entregó el mar los muertos que tenía en su seno, y asimismo la muerte y el infierno entregaron los que tenían, y fueron juzgados cada uno según sus obras (Ap 20,13).
No cabe hablar más claro y de manera más terminante. La santa Iglesia, por lo demás,, ha definido expresamente la doctrina del juicio universal como perteneciente al depósito de la divina revelación, recogiéndola incluso en los llamados símbolos de la fe. Basten estos testimonios:
"Creo que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos" (Símbolo Apostólico: DS 7 DS 9).
"A cuyo advenimiento todos los hombres han de resucitar con sus propios cuerpos para dar cuenta de sus actos" (Símbolo Atanasiano: DS 40).
"Y otra vez ha de venir con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos" (Símbolo Niceno - Constantinopolitano: DS 86).
"Creemos y confesamos firmemente que al fin de los siglos ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos, y dará a cada uno según sus obras" (Concilio IV de Letrán: DS 429).
"Definimos, además, que… en el día del juicio todos los hombres comparecerán con sus propios cuerpos ante el tribunal de Cristo para dar cuenta de sus propias obras" (BENEDICTO XII: DS 531), etc.
¿Dónde se celebrará el juicio final?-Nada se sabe con certeza. Muchos Santos Padres y teólogos antiguos, fundándose en dos textos del profeta Joel (Jl 3,2 Jl 3,12-15) e interpretándolos tal como suenan, señalaron el valle de Josafat como lugar donde habrá de celebrarse el juicio final.
Pero, aparte de que el verdadero sentido literal de los textos citados no parece aludir al juicio final de la humanidad, hay que tener en cuenta que en hebreo la palabra Josfat significa: Dios juzga, con lo cual puede muy bien emplearse este vocablo para designar "el valle del juicio", sea el que fuere, sin ninguna significación geográfica precisa.
Fue mucho más tarde cuando se aplicó el nombre del valle de Josafat al barranco del torrente Cedrón que separa Jerusalén del monte de los Olivos.
¿Cuándo tendrá lugar?-Tampoco sabemos absolutamente nada. Es secreto que Dios ha querido reservarse. Bástenos recordar las palabras de nuestro Señor:
Cuanto a ese día o a esa hora, nadie la conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre. Estad alerta, velad, porque no sabéis cuándo será el tiempo (Mt 13,32-33).
Ejecución de la sentencia. -Es dogma de fe que la ejecución de la sentencia será instantánea e irrevocable para toda la eternidad (D 211) (cf. P. ROYO., l. c, p. 599-624).


B) Necesidad del juicio universal

Conviene explicar las razones por las que, además del juicio particular, tendrá lugar el universal.

1) Sucede con frecuencia que, muertos los padres, sobreviven los hijos y nietos, imitadores de sus vicios y virtudes; y muertos los maestros, sobreviven los discípulos, entusiastas y ejecutores de sus ejemplos, palabras y acciones. Esto necesariamente ha de concurrir a aumentar el premio o la pena de los muertos. Y como esta influencia para el bien o para el mal ha de propagarse de unos a otros hasta el fin del mundo, lógico y justo será que de todas estas enseñanzas y obras, buenas o malas, se haga un proceso y balance completo. Y esto no podría realizarse sin un juicio universal.

2) Sucede también con frecuencia que el buen nombre de los justos es conculcado, mientras los impíos gozan de buena reputación (117). La justicia divina exige que aquéllos recuperen delante de todos, en un juicio público, la buena fama que injustamente les fue arrebatada.

3) Todos los hombres, tanto los buenos como los malos, utilizaron en su obrar el cuerpo como instrumento. Justo es que también el cuerpo participe de cierta responsabilidad sobre las obras buenas y malas y que reciba, juntamente con el alma, el merecido premio o castigo. Y esto tampoco hubiera podido hacerse sin la resurrección final de los cuerpos y sin el consiguiente juicio universal (118).

4) Es claro que, en todas las circunstancias prósperas o adversas de la vida, nada sucede, ni a los buenos ni a los malos, que no haya sido dispuesto por la infinita sabiduría y justicia divinas (119). Convenía, pues, no sólo determinar penas para los malos y premios para los buenos en la otra vida, sino también decretarlos en juicio público y universal para que todos los conocieran y todos alabaran la justicia y providencia de Dios, y cesara así aquella queja injusta con la que se lamentaban aun los varones más santos - hombres al fin - cuando contemplaban la riqueza y prosperidad de los impíos: Estaban ya deslizándose mis pies, casi me había extraviado. Porque miré con envidia a los impíos, viendo la prosperidad de los malos (Ps 72,2-3). Y más adelante: Ésos, impíos son. Y, con todo, a mansalva amontonan grandes riquezas. En vano, pues, he conservado limpio mi corazón y he lavado mis manos en la inocencia (Ps 72,12-14). Éste era el lamento ordinario de muchos justos (120).

Se imponía, por consiguiente, un juicio universal para que nadie pudiera decir que Dios, paseándose por las alturas del cielo, no se preocupaba de las cosas de la tierral (121).

El Símbolo de la fe cristiana recuerda explícitamente este dogma para que, si alguno duda de la justicia o providencia de Dios, fortalezca su fe con tan saludable doctrina.

5) Por último, el pensamiento del juicio universal estimulará a los buenos y atemorizará a los malos, para que, ante la perspectiva del juicio final de la justicia divina, los unos no desfallezcan y los otros se aparten del mal por temor al castigo.

Nuestro Señor y Salvador, hablando del último día, declaró que habría un juicio universal y nos describió las señales que han de precederlo, para que, al verlas, entendiésemos la próxima venida del fin del mundo (122). Y más tarde, cuando ascendió a los cielos, envió a sus ángeles para que consolaran a los apóstoles - tristes por su ausencia - con estas palabras: Varones galileos, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido llevado de entre vosotros al cielo, vendrá así como le habéis visto ir al cielo (Ac 1,11).

(117) ¿O es que desprecias las riquezas de su bondad, paciencia y longanimidad, desconociendo que la bondad de Dios te atrae a penitencia? Pues, conforme a tu dureza y a la impenitencia de tu corazón, vas atesorándote ira para el día de la ira, de la revelación del justo juicio de Dios, que dará a cada uno según sus obras; a los que, con perseverancia en el bien obrar, buscan la gloria, el honor y la incorrupción, la gloria eterna (Rm 2,4-7).
Cierto que de nada me arguye la conciencia, mas no por eso me creo justificado; quien me juzga es el Señor. Tampoco, pues, juzguéis vosotros antes de tiempo mientras no venga el Señor, que iluminará los escondrijos y hará manifiestos los propósitos de los corazones, y entonces cada uno tendrá la alabanza de Dios (1Co 4,4-6).

(118) Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que reciba cada uno según lo que hubiere hecho con el cuerpo, bueno o malo (2Co 5,10).

(119) Poniendo en mi corazón todo esto, vi bien que el justo y el sabio y sus obras están en las manos de Dios, y ni siquiera sabe el hombre si es objeto de amor o de odio; todo está encubierto ante Él (Si 9,1).
Para que confíen en Él cuantos conocen su nombre, pues no abandonas, ¡oh Yave!, a los que te buscan (Ps 9,11).

(120) ¿Cómo es que viven los impíos, se prolongan sus días, y se aseguran en su poder? (Jb 21,7).
Muy justo eres tú, Yavé, para que yo vaya a contender contigo; pero déjame decirte una cosa: ¿Por qué es próspero el camino de los impíos y son afortunados los perdidos y malvados? Tú los plantas y ellos echan raíces, crecen y fructifican; te tienen a ti en la boca, pero está muy lejos de ti su corazón (Jr 12,1-2).
Muy limpio de ojos eres tú para contemplar el mal, y no puedes soportar la vista de la opresión. ¿Por qué, pues, soportas a los malvados y callas, mientras el impío devora al que es más justo que tú? (Ha 1,13).
Ya dejamos expuesto en la nota sobre la providencia divina, los fundamentos teológicos para una sana comprensión de la existencia del mal - físico y moral - en el mundo. No queda sino sacar conclusiones.
1) Ante todo, no siempre es verdad que los malos son más felices y los que abundan en bienes de todas clases, mientras los buenos viven constantemente afligidos. Buenos y malos tienen sus ratos de sonrisas y sus horas de lágrimas, porque la felicidad en este mundo es algo muy relativo. Un pobre virtuoso que se contenta con poco y pone su dicha en ser un buen cristiano y vivir en gracia de Dios, es mil veces más feliz que el millonario avariento y malo, con el alma constantemente pendiente del hilo de la desesperación. Hay malos desgraciados y buenos felices, como hay buenos infelices y malos que prosperan.
2) Pero concedamos que los malos que en este mundo prosperan son más numerosos que los buenos. Hasta lo consideraríamos natural y lógico: ahogada la voz de la conciencia y conculcados los valores sobrenaturales, tienen menos estorbos para sus vidas de bajos instintos.
Esto, a lo sumo, probaría que tiene que haber otra vida, donde a cada uno se le dará conforme a sus méritos. A los dignos, premio eterno; a los indignos, pena eterna. La vida es camino, y todos somos peregrinantes. En la orilla de la eternidad nos encontraremos todos. Los buenos, los "pobres de espíritu", "los que sufrieron por la justicia…", sentirán el gozo del premio de Dios (que jamás falla a su palabra), y verán brillar en lontananza una eternidad de paz y de descanso, porque supieron purgar en la vida sus pecados y vivir los caminos de Dios. Los malos, que acá ríen, porque triunfan y todo les sale bien…, teman, porque ya recibieron en este mundo la recompensa. Hace veinte siglos nos lo anunciaba Jesús: En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará; vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se volverá en gozo y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría (Jn 16,20). Y el cielo y la tierra pasarán, pero sus palabras no pasarán (Mt 25,35). Creo que no se pueden comparar -exclamaba San Pablo - los sufrimientos de esta vida con la gloria que nos espera en la otra (Rm 8,18).
Ni debe olvidarse la existencia del pecado original. Esta verdad dogmática arrojará mucha luz sobre nuestras incertidumbres e inquietudes. En ella hay que buscar la auténtica raíz de muchos de nuestros males presentes.
Pero, para consuelo nuestro, sabemos que Jesucristo convertirá nuestros dolores y sufrimientos, bien llevados, en fuente de méritos y satisfacciones sin cuento.
Recordemos, por último, que Dios sabe escribir muy derecho con renglones torcidos. ¡Cuántos pobres desorientados y alejados de la Verdad y de la Vida abrieron los ojos del alma y se desengañaron de la caducidad de las cosas terrenas al verse hundidos en la cama de un hospital! La sangre de los mártires es semilla de cristianos y la pasión de Jesucristo trajo como consecuencia la redención del género humano.
No te impacientes por los malvados, no envidies a los que hacen el mal; porque presto serán segados como el heno y como la hierba tierna se secarán… Mejor fe es al justo lo poco que la gran opulencia de los impíos; porque los brazos del impío serán rotos, mientras que Yavé sostiene al justo. Estos no serán confundidos al tiempo malo, y serán saciados en el día del hambre…
Los benditos de Dios heredarán la tierra; los malditos de él serán, exterminados…
He visto al impío altamente ensalzado, u extenderse como árbol vigoroso. Pero pasé de nuevo, y ya no era; le busqué, y no le hallé…
Considera al recto y mira al justo, y verás que su felicidad. Los impíos, por el contrario, serán exterminados; la posteridad de los malvados será tronchada (Ps 36,1-38).
¿Por qué te abates, alma mía?
Por qué te turbas dentro de mí?
Espera en Dios, que aún le alabaré.
¡El es la alegría de mi rostro.
El es mi Dios!
Como anhela la cierva las corrientes aguas,
así te anhela a ti mi alma, ¡oh Dios!
Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo.
¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios? (Ps 41,1-3).

(121) Las nubes le cubren como velo, y no ve; se pasea por la bóveda de los cielos (Jb 22,14).




C) Cristo es Juez también como hombre

Según las Sagradas Escrituras, este juicio de la humanidad competerá a Cristo, no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre. Porque, si bien es cierto que la potestad de juzgar es común a las tres Personas de la Santísima Trinidad, se le atribuye de manera especial al Hijo, como igualmente se le atribuye la sabiduría.

Y que también en cuanto hombre tiene potestad Jesús para juzgar al mundo, lo afirma Él mismo en aquellas palabras: Pues así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo y le dio poder de juzgar, por cuanto Él es el Hijo del hombre (Jn 5,26-27).

Era lógico, por lo demás, que el juicio de la humanidad fuera presidido por Jesucristo. Tratándose de juzgar a hombres, convenia que éstos pudieran ver con sus ojos corporales al Juez, escuchar con sus oídos la sentencia y percibir con todos los sentidos el juicio.

Como era muy justo también que aquel hombre condenado por la más inicua de las sentencias humanas fuera contemplado por todos en su sede de Juez. Por eso San Pedro, después de haber expuesto en casa de Cornelio los principales puntos de la religión cristiana y haber enseñado que Cristo fue crucificado y muerto por los judíos y que resucitó al tercer día, añade: Y nos ordenó predicar al pueblo y atestiguar que por Dios ha sido instituido Juez de vivos y muertos (Ac 10,42).

D) Las señales precursoras del juicio

Tres son las señales principales que según la Sagrada Escritura precederán al juicio divino: la predicación del Evangelio en todo el mundo, la apostasía y el anticristo.

Jesucristo dijo: Será predicado este Evangelio del reino en todo el mundo, testimonio para todas las naciones, y entonces vendrá el fin (Mt 24,14). Y el Apóstol nos amonesta: Que nadie en modo alguno os engañe, porque antes ha de venir la apostasía y ha de manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición (2Th 2,3) (123).

(122) Luego, en seguida, después de la tribulación de aquellos días, se oscurecerá el sol, y la luna no dará su luz, y las estrellas caerán del cielo, y las columnas del cielo se conmoverán. Entonces aparecerá el estandarte del Hijo del hombre en el cielo, y se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y majestad grandes (Mt 24,29-30).
Pero en aquellos días, después de aquella tribulación, se obscurecerá el sol, y la luna no dará su brillo, y las estrellas se caerán del cielo, y los poderes de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del hombre viniendo sobre las nubes con gran poder y majestad. Enviará a sus ángeles, y juntará a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo del cielo (Mc 13,24-27).
… Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y sobre la tierra perturbación de las naciones, aterradas por los bramidos del mar y la agitación de las olas, exhalando los hombres sus almas por el terror y el ansia de lo que viene sobre la tierra, pues las columnas de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con poder y majestad grandes (Lc 21,25-27).

(123) Según testimonio explícito de la Sagrada Escritura, nadie sabe, ni sabrá, cuándo tendrá lugar el fin del mundo (Mt 24,36).
Pero son los mismos libros sagrados quienes nos ofrecen alosnas señales por las que de alguna manera podrá conjeturarse su mayor o menor proximidad. No se nos prohíbe examinar esas señales, pero es preciso tener en cuenta que son muy vagas e inconcretas y se prestan a grandes confusiones, sobre todo por el carácter evidentemente metafórico y ponderativo de muchas de ellas. Buena prueba de esto la ofrece el hecho de que la humanidad ha creído verlas ya en diferentes épocas de la historia, que hacían presentir la proximidad de la catástrofe final. Lo único cierto en esta materia tan difícil y oscura es que nadie absolutamente sabe nada: es un misterio de Dios.
Éstas son las principales de que nos habla la Sagrada Escritura :
1) La predicación del Evangelio en todo el mundo. -Lo anunció el mismo Cristo al decir a sus apóstoles: Será predicado este Evangelio del reina en todo el mundo, testimonio para todas las naciones, y entonces vendrá el fin (Mt 24,14).
Deben entenderse estas palabras, no en el sentido de que todas las gentes se convertirán de hecho al cristianismo, sino únicamente que el Evangelio se propagará suficientemente por todas las regiones del mundo, de manera que todos los hombres que quieran puedan convertirse a él.
2) La apostasía universal. - Lo anunció el mismo Cristo y lo repitió después San Pablo:
Y se levantarán muchos falsos profetas, que engañarán a muchos, y por el exceso de la maldad se enfriará la caridad de muchos (Lc 18,8).
Que nadie en modo alguno se engañe, porque antes ha de venir la apostasía, y ha de manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición (2Th 2,3).
Ya se comprende que esta apostasía de la fe no será universal y absoluta en todo el género humano, ya que la Iglesia no puede perecer.
3) La conversión de los judíos. - En contraste con esta apostasía casi general, habrá de verificarse la conversión de Israel, anunciada por el apóstol San Pablo (Rm 11,25-26).
4) La aparición del anticristo.
Antes ha de manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado (2Th 2,3).
Es muy misteriosa la naturaleza de este anticristo. ¿Se trata de cualquier manifestación del espíritu anticristiano: el pecado, la herejía, la persecución…, etc. ? Ello justificaría plenamente y a la letra la expresión de San Juan: El anticristo se halla ya en el mundo (1Jn 4,3). ¿Se trata de una persona individual, que desplegaría - permitiéndolo Dios - un gran poder de seducción con falsos prodigios, que engañarán a muchos? Misterio de Dios. Lo cierto es que al fin será vencido y muerto por Cristo con el aliento de su boca (2Th 2,8) (cf. P. ROYO, O. P. , l. c, p 566-569).



E) Venid, benditos de mi Padre

La naturaleza y modo del juicio divino fácilmente podemos conocerlas por las profecías de Daniel (124), por los santos Evangelios y por San Pablo (125).

Atención especial merece la sentencia que ha de pronunciar el divino Juez, Cristo nuestro Salvador. Fijando su mirada alegre en los justos, colocados a su derecha, pronunciará con suma dulzura esta sentencia: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo (Mt 25,34).

No cabe pensar palabras más consoladoras, sobre todo si se las compara con las de la sentencia de los pecadores. Con ellas los justos se sentirán llamados por Dios de las fatigas al descanso, del valle de lágrimas a la suprema alegría, de la miseria a la bienaventuranza, que merecieron con obras de caridad.

(124) Cf. Da 7,7-10.
(125) Cf. Mt 24,29-30 Mc 13,26 2Th 2,11 Rm 2,2-24.



F) Apartaos, malditos

Después, vuelto a los que están a su izquierda, fulminará Cristo contra ellos su inexorable justicia con estas palabras: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles (Mt 25,41). Con las primeras palabras - apartaos de mí - expresará el Señor lo más terrible de las penas que han de sufrir los condenados: estar alejados totalmente de la vista de Dios y sin esperanza alguna de poder gozar algún día de tan inmenso bien. Es la pena que los teólogos llaman de daño, por la que los réprobos estarán privados para siempre de la visión de Dios.

La palabra malditos aumentará más sensiblemente su miseria y su desgracia. Porque, si al ser arrojados de la presencia de Dios se les considerara dignos de alguna bendición, esto les serviría de no pequeño consuelo; mas como nada pueden esperar que de alguna manera atenúe su desgracia, justísimamente, al ser arrojados, les perseguirá la ira divina con toda su maldición.

Con las palabras fuego eterno viene significada la pena llamada por los teólogos de sentido, por percibirse con los sentidos del cuerpo, como son los azotes, las heridas o cualquier otra clase más grave de suplicios. Entre ellos, el tormento del fuego causará un dolor sumamente sensible.

A todo esto hay que añadir lo más terrible de todo: su duración eterna.

El cúmulo y atrocidad de las penas sensibles que han de padecer los condenados queda indicado en las últimas palabras de la sentencia: Preparado para el diablo y para sus ángeles. Soportamos mejor las desgracias cuando encontramos un buen amigo que con caridad y prudencia sabe proporcionarnos algún consuelo. Pero ¿cuál no será la miseria de los condenados, quienes, en medio de tantos tormentos, no encontrarán más compañía que la pésima de los terribles demonios?

Sentencia justísima por lo demás, ya que ellos descuidaron durante su vida todas las obras de auténtica caridad: no dieron de comer al hambriento ni de beber al sediento, no hospedaron al peregrino ni vistieron al desnudo; no visitaron al enfermo ni consolaron al encarcelado.

IV. "ACUÉRDATE DE TUS POSTRIMERÍAS"

Deben los cristianos meditar con frecuencia esta verdad de fe. En su consideración encontrarán un poderoso estímulo para frenar las malas concupiscencias y aborrecer el pecado. En el Eclesiástico se nos dice: En todas tus obras acuérdate de tus postrimerías, y no pecarás jamás (Si 7,40).

Porque, en efecto, ¿quién se sentirá tan tenazmente inclinado al mal que no logre convertirse al deseo de la virtud ante el pensamiento de que un día ha de rendir cuentas al Juez divino de sus palabras, de sus obras y aun de sus pensamientos más ocultos y de que ha de expiar la pena de sus pecados?

El justo, por el contrario, se sentirá acuciado por un deseo cada día más ardiente de practicar la virtud; y, aun en medio de la pobreza, del deshonor y de los sufrimientos, se llenará de gozo acordándose de aquel día en que, después de esta vida de luchas y tormentos, Dios le declarará vencedor con honores eternos y divinos.

No resta, pues, sino decidirnos a llevar una vida verdaderamente santa, rica en prácticas de virtud y piedad, para poder esperar con toda seguridad el gran día del Señor que se acerca, y aun desearle vivamente, como conviene a hijos de Dios.

CAPITULO VIII "Creo en el Espíritu Santo"

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

Hasta aquí hemos expuesto la doctrina católica acerca de las dos primeras Personas de la Santísima Trinidad, como parecía exigirlo la materia de los artículos comentados. Réstanos ahora explicar lo que en el Credo se contiene acerca de la tercera Persona, el Espíritu Santo.

Es evidente que el tema merece toda atención y diligencia, pues no sería lícito que el cristiano ignorara o estimara en menos esta doctrina que la expuesta en los capítulos anteriores.

San Pablo no toleró que los fieles de Éfeso la desconocieran; preguntándoles si habían recibido el Espíritu Santo y viendo en sus respuestas que ignoraban su misma existencia, les increpó: ¿Pues qué bautismo habéis recibido? (Ac 19,2). Con estas palabras significó el Apóstol que es de absoluta necesidad - para la fe y la vida cristiana - un conocimiento claro y distinto de esta doctrina. Fruto de este conocimiento será la íntima persuasión de que todo cuanto poseemos en el orden de la gracia es don y beneficio del Espíritu Santo (126). Esta persuasión engendrará en nosotros una profunda humildad y una gran confianza en la ayuda de Dios. Y éstos deben ser los primeros pasos del auténtico seguidor de Cristo, que aspira a la verdadera sabiduría y a la suprema felicidad.

(126) Hay diversidad de dones, peco uno mismo es el Espíritu, Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos. Y a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad. A uno le es dada por el Espíritu de sabiduría: a otro, la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu; a otro, fe en el mismo Espíritu; a otro, donde curaciones en el mismo Espíritu; a otro, operaciones de milagros; a otro, de profecía; a otro, discreción de espíritus; a otro, género de lengua; a otro, interpretación de lenguas. Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere (1Co 12,4-11).


II. "ESPÍRITU SANTO"

Particular atención merece, ante todo, precisar bien el significado de la expresión Espíritu Santo.

Con toda propiedad y verdad pueden aplicarse estas mismas palabras al Padre y al Hijo - uno y otro son de hecho Espíritu (127) y Santidad (128), como también a los ángeles (129) y aun a las almas de los justos (130).

Pero quede bien claro - no sea que incurramos en errores por la ambigüedad de la palabra - que en este artículo con el nombre de Espíritu Santo significamos la tercera Persona de la Santísima Trinidad. En este sentido la usan las Sagradas Escrituras, tanto en el Antiguo como, sobre todo, en el Nuevo Testamento.

David oraba de esta manera: No me arrojes de tu presencia, y no quites de mí tu santo Espíritu (Ps 50,13). En el libro de la Sabiduría leemos también: ¿Quién conoció tu consejo, si tú no le diste la sabiduría y enviaste de lo alto tu Espíritu Santo? (Sg 9,17). Y en otro lugar: Es el Señor quien creó la Sabiduría en el Espíritu Santo (Si 1,9).

En el Nuevo Testamento se nos manda ser bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (Mt 28,19); y se afirma que la Santísima Virgen concibió por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35 Mt 1,10); y se nos dice que San Juan remitía a Cristo, que es quien bautiza en el Espíritu Santo (Jn 1,33 Mc 1,8). En otros muchos lugares encontramos la misma palabra con este significado.

(127) Dios es Espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y verdad (Jn 4,24).
El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, está la libertad (2Co 3,17).

(128) y los unos a los otros se gritaban y se respondían: ¡Santo, Santo, Santo Yavé Sebaot! ¡Está la tierra toda llena de su gloria! (Is 6,3).
Los cuatro vivientes tenían cada uno de ellos seis alas, y todos en torno y dentro estaban llenos de ojos, y no se daban reposo día y noche, diciendo: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios todopoderoso, el que era, el que es y el que viene (Ap 4,8).

(129) De los ángeles dicen: El que hace a sus ángeles espíritus y a sus ministros llama fuego (He 1,7).
(130) y se torne en polvo a la tierra que antes era y retorne a Dios el espíritu que Él te dio (Si 12,7).


A) Por qué la tercera Persona carece de nombre propio

No debe extrañarnos que la tercera Persona de la Santísima Trinidad no tenga, como la primera y la segunda, un nombre propio.

Lo tiene la segunda porque su procesión eterna del Padre con toda propiedad se llama generación, según dejamos explicado en los artículos precedentes. Y como a ese proceder lo llamamos generación, así llamamos Hijo a la Persona que procede, y Padre a la Persona de quien procede. El acto, en cambio, con que procede la tercera Persona del Padre y del Hijo, no tiene un nombre propio, sino que lo denominamos de una manera general espiración y procesión. De ahí que la Persona que procede de esta manera carezca de nombre propio.

Los hombres nos vemos obligados a trasladar a las, realidades divinas los mismos nombres que utilizamos para designar las cosas humanas. Y no conocemos ningún otro modo de comunicación de vida más que la generación. Desconocemos cómo pueda comunicarse la propia naturaleza y esencia únicamente en fuerza del amor; de ahí que no podamos expresar esa realidad con un vocablo adecuado.

Denominamos a la tercera Persona con el nombre genérico de Espíritu Santo, nombre que le conviene con toda perfección, porque Él es quien infunde en nuestras almas la vida espiritual, y sin el aliento de su divina inspiración nada podemos hacer digno de la vida eterna,

B) El Espíritu Santo es en todo igual al Padre y al Hijo

Explicado el significado de la palabra, sentemos esta primera verdad: el Espíritu Santo es Dios, como el Padre y el Hijo, con idéntica naturaleza que ellos, y como ellos omnipotente y eterno, infinitamente perfecto, bueno y sabio.

Verdad explícitamente incluida en la partícula en de la fórmula: creo en el Espíritu Santo, que anteponemos por igual al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, para significar la fuerza de nuestra fe en las tres divinas Personas.

La Sagrada Escritura testimonia frecuentemente esta perfecta igualdad de las Personas de la Santísima Trinidad. San Pedro, después de amonestar a Ananías en los Hechos de los Apóstoles: ¿Por qué se ha apoderado Satanás de tu corazón, moviéndote a engañar al Espíritu Santo?, denominando Dios a quien primero había llamado Espíritu Santo, concluye: No has mentido a los hombres, sino a Dios (Ac 5,3-4). Y lo mismo San Pablo en su Carta a los Corintios: Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos. Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno ¡según quiere (1Co 12,6-11).

En los Hechos de los Apóstoles, San Pablo apropia al Espíritu Santo lo que los profetas habían escrito de Dios. Isaías, por ejemplo, había dicho: Oí la voz del Señor que decía: ¿A quién enviaré…? Y me dijo: Ve y di a ese pueblo: Oíd y no entendáis, ved y no conozcáis. Endurece el corazón de ese pueblo, tapa sus oídas y cierra sus ojos. Que no vea con sus ojos ni oiga con sus oídos (Is 6,8-10); y comenta el Apóstol al citar estas palabras: Bien habló el Espíritu Santo por el profeta Isaías a nuestros padres (Ac 28,25).

La Sagrada Escritura, además, une la Persona del Espíritu Santo con la del Padre y la del Hijo en la fórmula del bautismo: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19); prueba evidente de la perfecta igualdad de las tres divinas Personas, porque, si el Padre es Dios y el Hijo es Dios, nos vemos obligados a confesar que lo es igualmente el Espíritu Santo, unido a ellos en igual grado de honor.

Tanto más que, como explícitamente enseña San Pablo, el bautismo administrado en el nombre de una criatura o persona cualquiera no puede producir fruto alguno en orden a la salvación: ¿Está dividido Cristo? ¿O ha sido Pablo crucificado por vosotros, o habéis sido bautizados en su nombre? (1Co 1,13). Luego, si hemos de ser bautizados en el nombre del Espíritu Santo, señal evidente de que Él es Dios.

Esta unión constante de las tres divinas Personas y este constante orden con el que siempre se nombran en la Sagrada Escritura - prueba evidente de la divinidad del Espíritu Santo -, lo encontramos también en la Carta de San Juan: Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y los tres son uno (1Jn 5,7). Y en la célebre doxología trinitaria con que terminan todos los salmos y oraciones litúrgicas: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

Por último (y esto es de gran importancia para confirmar esta verdad), todas aquellas cosas que creemos ser propias de Dios se atribuyen en la Sagrada Escritura al Espíritu Santo. San Pablo, por ejemplo, escribe, atribuyéndole el honor de los templos: ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis? (1Co 6,19); y en otros muchos lugares se le atribuye la santificación, la fecundidad, el escudriñar los misterios divinos, el hablar por boca de los profetas, el estar en todo lugar (131); cosas todas exclusivamente propias de Dios.

(131) La santificación:
Elegidos según la presciencia de Dios Padre en la santificación del espíritu para la obediencia y la aspersión de la sangré de Jesucristo (1P 1,2).
La fecundidad:
El Espíritu que es el que da vida (Jn 6,63).
La escrutación de los misterios divinos:
Pues Dios nos la ha revelado por su Espíritu, que el Espíritu todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios (1Co 2,10).
El hablar por boca de los profetas:
Pues debéis ante todo saber que ninguna profecía de la Escritura ha sido proferida por humana voluntad, antes bien, movidos por el Espíritu Santo hablaron los hombres de Dios (2P 1,20).
El estar en todo lugar:
Porque el Espíritu del Señor llena la tierra, y El, que todo lo abarca, tiene la ciencia de todo (Sg 1,7).
¿Dónde podría alejarme de tu Espíritu? ¿Adónde huir de tu presencia? (Ps 138,7).

C) Persona distinta

Mas quede bien claro no sólo que el Espíritu Santo es Dios, sino, además, que constituye una tercera Persona en la naturaleza divina distinta del Padre y del Hijo y procedente del amor de uno y otro.

Prescindiendo de otros muchos textos escriturísticos, la fórmula del bautismo, enseñada por nuestro Salvador (132), muestra claramente que el Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad, subsistente por sí misma en la naturaleza divina y distinta de las otras dos. San Pablo expresa la misma verdad con una nueva fórmula: La gracia del Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros (2Co 13,13).

Y mucho más explícitamente afirmaron esta verdad contra el error de los macedonios (133) los Padres del primer Concilio de Constantinopla en la fórmula añadida a este artículo del Credo: "Y en el Espíritu Santo, Señor y vivificador, que procede del Padre y del Hijo; que juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado; que habló por medio de los profetas".

Proclamando al Espíritu Santo Señor, confesaban los Padres su superioridad sobre los ángeles, los cuales, aunque espíritus nobilísimos, fueron creados por Dios y son - en frase de San Pablo - administradores, enviados para servicio, en favor de aquellos que han de heredar la salud (He 1,14). Y al llamarle con toda propiedad vivificador, referíanse los Padres a la vida del alma, unida a Dios -mucho más real que la del cuerpo, sustentada y alimentada por su unión con el alma -, que la Sagrada Escritura atribuye al Espíritu Santo (134).

(132) Jesús les dijo: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo (Mt 28,18-20).

(133) Macedonio fue obispo de Constantinopla en el año 342. En el 360 fue depuesto, acusado de semiarrianismo. (El arrianismo negaba la divinidad de Cristo, diciendo que el Verbo no era igual al Padre, sino una criatura del Padre. Los semiarrianos sostenían una semejanza del Hijo y el Padre en la voluntad, en la operación, fundándose en la palabra griega omousios; de aquí que se les llamase omousianos. )
Macedonio murió en el año 364, cuando comenzaba a negarse la divinidad del Espíritu Santo.
Fue condenada esta herejía en el Concilio I de Constantinopla (a. 381; DS 85-86).

(134) Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero, si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo (Rm 8,8-10).


D) Procede del Padre y del Hijo

La fórmula que procede del Padre y del Hijo significa que el Espíritu Santo procede de las dos primeras Personas de la Santísima Trinidad, como único principio y desde toda la eternidad.

Es verdad de fe que todo cristiano debe creer, confirmada por la Sagrada Escritura y por los Concilios (135). El mismo Señor, refiriéndose al Espíritu Santo, dice: Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer (Jn 16,14). Por esta misma razón en la Sagrada Escritura se llama al Espíritu Santo "Espíritu de Cristo" (136) unas veces, y otras "Espíritu del Padre" (137), y se dice que es enviado por el Padre y enviado por el Hijo para significar que procede igualmente de los dos. Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo (Rm 8,9). Y escribiendo a los Gálatas: Envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba, Padre! (Ga 4,6). San Mateo, en cambio, le llama Espíritu del Padre: No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros (Mt 10,20). Y en la cena dijo el Señor: Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí (Jn 15,26). Y en otro lugar afirma que el Espíritu Santo ha de ser enviado por el Padre: Pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho (Jn 14,26). Es evidente que todas estas expresiones se refieren al Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo.

Y esto es cuanto la fe católica nos enseña acerca de la Persona del Espíritu Santo (138).

(135) La procesión del Espíritu Santo fue a partir de Focio caballo de batalla entre griegos y latinos. Los antiguos neumatómacos negaron la divinidad del Espíritu Santo, como Arrio había negado la del Hijo, y le concibieron como una pura criatura; pero propiamente no abordaron el problema de la procesión. Fue Focio quien, queriendo dar contenido dogmático a sus ansias de separación, pretendió fundar la no procesión del Espíritu Santo del Hijo, sino sólo del Padre, en la Sagrada Escritura, porque, según él, nada dice de esta verdad; en los Padres, por idéntica razón; y en el magisterio de la Iglesia, porque, también según él, ni en Constantinopla ni en Nicea se enseñó que el Espíritu Santo procedía del Hijo, y en Éfeso y Calcedonia se prohibió enseñar otra doctrina que la defendida en Nicea.
No es éste el momento oportuno de refutar punto por punto a Focio. Baste decir que:
1) La Sagrada Escritura, aunque no con palabras expresas, expone suficientemente esta verdad (cf. Mt 10,20 Rm 8,9 Ga 4,6 y sobre todo Jn 16,13-15).
2) Los Padres griegos, a los que fundamentalmente se aferraba Focio, no niegan esta verdad dogmática. Al contrario, la afirman de la misma manera que los latinos. Lo que ocurre es que en la concepción analógica que crean de la Trinidad tienen un punto de arranque distinto al de los latinos; ellos insisten en el Padre, como origen fontal, sin que esto suponga prescindir del Hijo en la espiración del Espíritu Santo. Y esto fue lo que no quiso comprender Focio.
3) La prescripción de Éfeso y Calcedonia de no enseñar nada contra lo definido en Nicea no se oponía, como lógica mente se comprende, a un ulterior desarrollo y evolución del dogma. En Nicea no se planteó el problema de la procesión del Espíritu Santo, porque no hubo oportunidad ni necesidad. Pero, puesta la ocasión - y la puso precisamente Focio con sus atrevidas afirmaciones-, la Iglesia definió lo que siempre había estado en el sentir de toda la tradición:
"El Padre no es por ninguno, el Hijo sólo por el Padre, y el Espíritu Santo de igual modo por los dos: sin principio, siempre y sin fin el Padre engendrando, el Hijo naciendo y el Espíritu Santo procediendo" (C. Lateranense IV: DS 428).
"Confesamos con fiel y devota profesión que el Espíritu Santo se llama al Espíritu Santo "Espíritu de Cristo" 136 unas procede eternamente del Padre y del Hijo… Nosotros, deseando cerrar el camino a los errores acerca de esta verdad, aprobándolo el sagrado concilio, condenamos y reprobamos al que se atreva a negar que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo" (C. II de Lyón: DS 460).
"Definimos que se crea y reciba esta verdad de fe por todos los cristianos: que el Espíritu Santo es eternamente por el Padre y el Hijo y tiene su esencia y ser subsistente del Padre y del Hijo, y eternamente procede de ambos" (C. Florencia: DS 691).
Y que ésta fue la fe de la Iglesia, aunque no estuviera definida, puede comprobarse en otros muchos documentos anteriores a estos Concilios. Cf. C. Roma a. 392 (D 83); en el siglo V, la fórmula de fe llamada de San Dámaso (D 15); el Símbolo de fe atribuido a San Atanasio (D 39) y el primer Concilio de Toledo (D 19); en el siglo vi, el Concilio III de Toledo; en el vil, los Concilios IV, VI, VIII, XI (D 275) y XVI de Toledo (D 296); en el vm, los Concilios de Friul y Francfort; en el ix, el Concilio de Aquisgrán, etc.

(136) Atravesada la Frigia y el país de Galacia, el Espíritu Santo les prohibió predicar en Asia, Llegaron a Nisia e intentaron dirigirse a Bitinia, mas tampoco se lo permitió el Espíritu de Jesús; y, pasando de largo por Nisia, bajaron a Tróade (Ac 16,6-8).

(137) Pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros (Rm 8,9).

(138) Sabido es que la expresión Filioque fue añadida al Símbolo Niceno - Constantinopolitano en la Iglesia occidental para expresar en ella con más claridad, después de enconadas luchas entre griegos y latinos, la doctrina católica sobre la procesión del Espíritu Santo.
En el fondo, los Padres latinos y griegos sostuvieron siempre idéntica doctrina, aun cuando partieran de una concepción trinitaria diversa. Fue Focio el que, para dar contenido dogmático a su rebelión, tomó pie de las diferencias terminológicas entre unos y otros para iniciar aquellas disensiones que culminarían en las tajantes definiciones de los Concilios IV de Letrán (D 428), II de Lyón (D 460) y, sobre todo, el de Florencia en su decreto Pro graecis (D 691). Para todos quedaría claro que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y no sólo del Padre, como de un único principio espirador.
Por lo que se refiere al momento de la inserción del Filioque en el Símbolo y de su carácter oficial, no consta con plena certeza. Parece que empieza a usarse en España en el siglo v; desde luego, hacia mitad del siglo vil ya era común, como se observa en la liturgia mozárabe y en el Concilio IV de Braga (a. 675). De España pasa a Francia y a Alemania, hasta que el Concilio de Aquisgrán en 809 pide a León III se introduzca también en la Iglesia romana. Aunque el Papa aprobó la doctrina, no accedió a la petición por no herir a los griegos. En 1014 lo concede Benedicto VIII a petición del emperador San Enrique, siendo por fin admitido el Filioque en el Concilio II de Lyón (D 463) y definida por el Florentino la licitud de su introducción en el Símbolo (D 691).


III. LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

Y consideremos los admirables dones y gracias que del Espíritu Santo - como de divina e inagotable fuente de bondad - nos nacen y provienen.

Si bien es cierto que las operaciones ad extra de la Santísima Trinidad son comunes a las tres divinas Personas, muchas de ellas se atribuyen, sin embargo, como propias a la Tercera, para que entendamos que proceden del amor infinito que Dios nos tiene.

El Espíritu Santo procede de la divina voluntad del Padre y del Hijo, como de su eterno y recíproco amor; por eso se le atribuyen las operaciones que proceden del infinito amor de Dios hacia nosotros. Y para que con espíritu agradecido reconozcamos que Él se nos da con bondad y largueza infinitas, sin buscar nuestra recompensa, y que por Él y en Él Dios nos concede todos los dones y gracias - ¿Qué tienes, pregunta San Pablo, que no lo hayas recibido? (1Co 4,7)-, le llamamos también Don.

Muchos son los frutos que proceden de este Espíritu divino. Prescindiendo de la creación del mundo (139) y de la conservación y gobierno de todas las cosas (140), de lo cual habíanlos ya en el primer artículo del Credo, hemos de atribuirle ante todo - ya lo demostrábamos antes - el don de la vida. Ezequiel dice: Yo os infundiré Espíritu y viviréis (Ez 37,6). Isaías enumera como efectos principales y particularmente propios del Espíritu Santo el espíritu de sabiduría y de entendimiento, el espíritu de consejo y fortaleza, el espíritu de ciencia y piedad y el espíritu de temor de Dios (141) que comúnmente denominamos dones del Espirita Santo, y aun a veces simplemente Espíritu Santo. Por esto advierte oportunamente San Agustín que, cuando en la Sagrada Escritura nos encontramos con las palabras "Espíritu Santo", conviene precisar si se refieren a la tercera Persona de la Santísima Trinidad o a sus efectos u operaciones: dos realidades entre las que media la misma diferencia que existe entre el Creador y las criaturas.

Procuremos estudiar y meditar con exquisita diligencia los dones del Espíritu Santo, porque de ellos hemos de derivar todos los preceptos de la vida cristiana y por ellos hemos de ver si el Espíritu Santo habita en nuestras almas.

Y entre todos merece especial atención el don divino de la gracia, que nos hace justos y nos sella con el sello del Espíritu Santo prometido, prenda de nuestra herencia (Ep 1,13). Esta divina gracia une nuestras almas con Dios en un apretado lazo de amor, y por ella - encendidos en ardientes sentimientos de piedad -comienza en nosotros la nueva vida de cristianos: ser partícipes de la divina naturaleza (2P 1,4) y llamarnos y ser realmente hijos de Dios (1Jn 3,1) (142).

(139) El Espíritu de Dios me creó, el soplo del Todopoderoso me da vida (Jb 33,4).

(140) Porque el Espirita del Señor llena la tierra, y Él, que todo lo abarca, tiene la ciencia de todo (Sg 1,7).

(141) El organismo completo de la vida sobrenatural comprende la inhabitación del Espíritu Santo, que lleva consigo la abundancia de sus tesoros divinos. Ante todo, la gracia santificante, nuevo principio radical de la vida sobrenatural del alma; después, las gracias actuales, comienzo y sostén de esa misma vida; siguen las virtudes, como facultades o potencias de este organismo vital, a las que se unen los dones del Espíritu Santo. Y todo ello se corona con las bienaventuranzas y los frutos del mismo divino Espíritu, consumación feliz de la vida divina en el hombre.
Nos concentramos ahora en la doctrina más común de los teólogos acerca de los dones del Espíritu Santo, prescindiendo de aquellos puntos más discutidos, candentes por cierto en esta cuestión, sobre todo en lo que se refiere a las derivaciones as - cético - místicas de los dones.
Empecemos por hablar de la existencia de los dones con el texto clásico de Isaías (Is 11,2 ss). Es innegable que tiene una conexión, cualquiera que ésta sea, con la actual doctrina de los dones. Prescindiendo de su relación más o menos directa a esa doctrina, las modernas investigaciones demuestran que los Padres vieron en ese texto los tesoros acumulados en el Mesías, no como persona individual, sino en cuanto Mesías precisamente, Cabeza del Cuerpo místico. Esa plenitud que expresa el texto sería como el desarrollo de aquel lleno de gracia y de verdad de que nos habla San Juan (Jn 1,14). Y, como de su plenitud todos hemos participado (Jn 1,16), sigúese que, en la mentalidad de los Padres, la riqueza de esas gracias singulares atribuidas al Mesías se hace extensiva a todos los miembros del Cuerpo místico. Hoy discuten los teólogos si esa referencia del texto a los dones del Espíritu Santo, como actualmente los entendemos, es en sentido consecuente (Vaccari, etc. ) o en sentido pleno (Aldama…). Pero, sea lo que quiera de la discusión, la conexión es indiscutible.
Por lo que atañe al magisterio de la Iglesia, éste ha sido muy parco. El documento fundamental y casi único es la encíclica de León XIII Divinum illud munus (1897, ASS 29,654), en que, como recogiendo toda la evolución anterior, se expone con precisión y exactitud la existencia de los dones, su naturaleza, necesidad, eficacia y duración. La declaración de la encíclica no es una definición "ex cathedra", pero sí una enseñanza pontificia a toda la Iglesia universal; enseñanza que, por lo demás, no es sino el eco de la doctrina tradicional de los Padres, manifestada exuberantemente - por no citar otros órganos - en la liturgia (cf. toda la hermosa liturgia de la fiesta de Pentecostés). La existencia de los dones puede llamarse con toda razón verdad de fe, no definida, pero sí constantemente predicada en el magisterio ordinario de la Iglesia.
Por lo que se refiere a la naturaleza de los dones y demás cuestiones anejas, digamos que su fijación más o menos determinada fue fruto de una evolución, que llega a su plenitud en Santo Tomás, aunque después descendiese de nuevo vertiginosamente, para subir de manera rápida en nuestros días, en que tanto preocupan los problemas de espiritualidad, con esperanzas de plenitud consolidada.
La gran mayoría de los teólogos sostienen que los dones se distinguen realmente de las virtudes infusas. Las virtudes son hábitos operativos (facultades de la gracia, que viene a ser como una nueva naturaleza) buenos e infusos, es decir, no adquiridos por el esfuerzo repetido y constante de la voluntad, sino infundidos inmediata y sobrenaturalmente por la gracia. Los dones son también hábitos (no algo transeúnte, como pretendieron algunos teólogos, sino permanente), e infusos con toda certeza.
¿En qué estriba esa distinción, suficiente para ser considerada real? Si atendemos a la tradición teológica hasta Santo Tomás, que le da fórmula, observaremos un progreso en las expresiones con que los teólogos explican las relaciones de dones y virtudes infusas. En ese progreso se advierte que los dones se conciben como un auxilio de las virtudes ("in adiutorium virtutum"), como una ayuda para los actos más perfectos de las virtudes ("ad actus altiores"). Esta perfección y superioridad de los actos de los dones sobre los de las virtudes no es por razón del acto en sí, sino por el modo de realizarlo. Las virtudes siguen en su obrar el dictamen de la razón, por muy infusas que sean; los dones, en cambio, incitan a obrar de un modo sobrehumano; por ellos el alma se hace más dócil y pronta a seguir las mociones del Espíritu Santo en los actos más perfectos de las virtudes. Y por eso se distinguen realmente de ellas, porque vienen a ser como la suplencia en el alma de la imperfección de aquéllos.
Como síntesis de esta doctrina, que viene a ser como el término de una evolución tradicional y, al mismo tiempo, como la más autorizada confirmación de la distinción real respecto de las virtudes, pueden servirnos las mismas palabras de León XIII en la encíclica citada: "Con el beneficio de estos dones se adiestra y dispone el alma para secundar más fácil y prontamente las inspiraciones y mociones del Espíritu Santo".
(Cf. J. A. ALDAMA, Los dones del Espirita Santo: problemas y controversias en la actual teología de los dones: Rev. Esp. Teol., 9 (1949) 3-30. Más ampliamente, con toda la capital importancia de los dones en la vida espiritual, P. A. ROYO, Teología de la perfección cristiana: BAC, p. 122-172).

(142) Es una verdad de fe, no directamente definida, pero sí presupuesta indirectamente en Trento (cf. s. xiv, De poenitentia, c. 4 y 8: DS 898 DS 904) y constantemente enseñada por el magisterio de la Iglesia (cf. ene. Divinum illud munus, de León XIII: ASS 29,651, y la Mystici Corporis Christi, de Pío XII: AAS 35 (1943) 231 ss.), que el Espíritu Santo inhabita en nuestras almas por medio de la gracia. En efecto, la gracia es un accidente que está adherido al alma a modo de naturaleza, confiriéndola, por tanto, la potencialidad de obrar en el orden sobrenatural. Lo que tantas veces nos dice el catecismo de que por la gracia el hombre se convierte en hijo de Dios y heredero del cielo, es porque la gracia es una participación física (no sólo moral, a modo de semejanza) y formal (de la misma vida íntima trinitaria de Dios) de la naturaleza divina.
Ahora bien, esta gracia de un modo misterioso, que los teólogos no aciertan a explicar plenamente (todas las teorías excogitadas tienen en el fondo un fallo), hace presente en el alma sustancialmente no sólo el Espíritu Santo, sino toda la Trinidad. No es, pues, una presencia personal, exclusiva del Espíritu Santo, sino de las tres divinas Personas. Y, si se atribuye al Espíritu Santo, es por una apropiación muy conveniente, porque es ésta la gran obra del amor de Dios al hombre; y sabido es que, en el seno de la Trinidad, el Espíritu Santo es el Amor por esencia. Y cuanto en las relaciones con el hombre va imbuido de amor, se le apropia a Él, aunque de suyo sea común a las tres Personas.
Los textos en la Sagrada Escritura brotan con frecuencia, a cuál más expresivo. Y los Padres tienen comentarios bellísimos a este respecto:
Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y en él haremos nuestra morada (Jn 14,23).
¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros (1Co 3,16-17).
Los teólogos pretenden desentrañar las honduras del misterio, sin que en definitiva satisfagan totalmente sus explicaciones. Acaso la teoría tomista, que explica esta inhabitación por medio de la gracia, en cuanto por los hábitos sobrenaturales de fe y amor surge en el alma una nueva relación al Dios trino (un nuevo modo, por tanto, de existir), y presupuesta como fundamento la presencia de inmensidad, es la que menos fallos tiene. Dios trino presente sustancialmente en nuestra alma, en cuanto conocido y amado, objeto de nuestra fe y amor sobrenaturales; y realmente, no sólo de un modo intencional, porque la presencia de inmensidad confiere esa realidad.
Ésta es la realidad de uno de los misterios más dulces y consoladores para nuestra alma. No sólo somos hijos de Dios y herederos de su gloria, sino, cual tabernáculos sagrados, como sagrarios vivientes, somos portadores del mismo Espíritu Santo, que ha querido hacerse, como le cantamos en la secuencia del día de Pentecostés, "el dulce Huésped de las almas", "el dulce refrigerio". Si tuviéramos una fe viva, ¡con qué cuidado procuraríamos no desechar a tal Huésped, no mancillar este templo con pecado alguno que pueda extirpar en nosotros la gracia! ¡Qué pena que vivamos alegremente, sin acordarnos de lo que llevamos dentro! "Conoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad", decía San León Magno a los fieles de Roma. Conozcamos nosotros de quién somos portadores. El Espíritu Santo vive en nosotros, mientras nosotros acaso perdemos el tiempo jugando con las cosas. No olvidemos que, en los tiempos modernos, una sencilla religiosa escaló las más altas cumbres de la santidad viviendo intensamente la realidad de un Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, inhabitando en su alma. Se llamaba sor Isabel de la Trinidad y vivió en un oscuro convento de la Orden del Carmen.




Catecismo Romano ES 1060