Compendio Doctrina social ES 131

b) Única e irrepetible


131 El hombre existe como ser único e irrepetible, existe como un «yo», capaz de autocomprenderse, autoposeerse y autodeterminarse. La persona humana es un ser inteligente y consciente, capaz de reflexionar sobre sí mismo y, por tanto, de tener conciencia de sí y de sus propios actos. Sin embargo, no son la inteligencia, la conciencia y la libertad las que definen a la persona, sino que es la persona quien está en la base de los actos de inteligencia, de conciencia y de libertad. Estos actos pueden faltar, sin que por ello el hombre deje de ser persona.

La persona humana debe ser comprendida siempre en su irrepetible e insuprimible singularidad. En efecto, el hombre existe ante todo como subjetividad, como centro deconciencia y de libertad, cuya historia única y distinta de las demás expresa su irreductibilidad ante cualquier intento de circunscribirlo a esquemas de pensamiento o sistemas de poder, ideológicos o no. Esto impone, ante todo, no sólo la exigencia del simple respeto por parte de todos, y especialmente de las instituciones políticas y sociales y de sus responsables, en relación a cada hombre de este mundo, sino que además, y en mayor medida, comporta que el primer compromiso de cada uno hacia el otro, y sobre todo de estas mismas instituciones, se debe situar en la promoción del desarrollo integral de la persona.

c) El respeto de la dignidad humana


132 Una sociedad justa puede ser realizada solamente en el respeto de la dignidad trascendente de la persona humana. Ésta representa el fin último de la sociedad, que está a ella ordenada: «El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario».246 El respeto de la dignidad humana no puede absolutamente prescindir de la obediencia al principio de «considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente».247 Es preciso que todos los programas sociales, científicos y culturales, estén presididos por la conciencia del primado de cada ser humano.248

246 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes
GS 26, AAS 58 (1966) 1046- 1047.247 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 27, AAS 58 (1966) 1047.248 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica CEC 2235


133 En ningún caso la persona humana puede ser instrumentalizada para fines ajenos a su mismo desarrollo, que puede realizar plena y definitivamente sólo en Dios y en su proyecto salvífico: el hombre, en efecto, en su interioridad, trasciende el universo y es la única criatura que Dios ha amado por sí misma.249 Por esta razón, ni su vida, ni el desarrollo de su pensamiento, ni sus bienes, ni cuantos comparten sus vicisitudes personales y familiares pueden ser sometidos a injustas restricciones en el ejercicio de sus derechos y de su libertad.

La persona no puede estar finalizada a proyectos de carácter económico, social o político, impuestos por autoridad alguna, ni siquiera en nombre del presunto progreso de la comunidad civil en su conjunto o de otras personas, en el presente o en el futuro. Es necesario, por tanto, que las autoridades públicas vigilen con atención para que una restricción de la libertad o cualquier otra carga impuesta a la actuación de las personas no lesione jamás la dignidad personal y garantice el efectivo ejercicio de los derechos humanos. Todo esto, una vez más, se funda sobre la visión del hombre como persona, es decir, como sujeto activo y responsable del propio proceso de crecimiento, junto con la comunidad de la que forma parte.

249 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes
GS 24, AAS 58 (1966) 1045; CEC 27 CEC 356 CEC 358.


134 Los auténticos cambios sociales son efectivos y duraderos solo si están fundados sobre un cambio decidido de la conducta personal. No será posible jamás una auténtica moralización de la vida social si no es a partir de las personas y en referencia a ellas: en efecto, «el ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana».250 A las personas compete, evidentemente, el desarrollo de las actitudes morales, fundamentales en toda convivencia verdaderamente humana (justicia, honradez, veracidad, etc.), que de ninguna manera se puede esperar de otros o delegar en las instituciones. A todos, particularmente a quienes de diversas maneras están investidos de responsabilidad política, jurídica o profesional frente a los demás, corresponde ser conciencia vigilante de la sociedad y primeros testigos de una convivencia civil y digna del hombre.

250 Catecismo de la Iglesia Católica
CEC 1706



C) LA LIBERTAD DE LA PERSONA

a) Valor y límites de la libertad


135 El hombre puede dirigirse hacia el bien sólo en la libertad, que Dios le ha dado como signo eminente de su imagen:251 «Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión (cf. Si 15,14), para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa».252

El hombre justamente aprecia la libertad y la busca con pasión: justamente quiere —y debe—, formar y guiar por su libre iniciativa su vida personal y social, asumiendo personalmente su responsabilidad.253 La libertad, en efecto, no sólo permite al hombre cambiar convenientemente el estado de las cosas exterior a él, sino que determina su crecimiento como persona, mediante opciones conformes al bien verdadero:254 de este modo, el hombre se genera a sí mismo, es padre de su propio ser255 y construye el orden social.256

251 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1705252 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 17, AAS 58 (1966) 1037; cf. Catecismo de la Iglesia Católica CEC 1730-1732.253 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, VS 34, AAS 85 (1993) 1160-1161; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 17: AAS 58 (1966) 1038.254 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1733255 Cf. San Gregorio de Nisa, De vita Moysis, 2, 2-3: PG 44, 327B-328B: «... unde fit, ut nos ipsi patres quodammodo simus nostri... vitii ac virtutis ratione fingentes».256 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 13, AAS 83 (1991) 809-810.


136 La libertad no se opone a la dependencia creatural del hombre respecto a Dios.257 La Revelación enseña que el poder de determinar el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios (cf. Gn 2,16-17). «El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer “de cualquier árbol del jardín”. Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el “árbol de la ciencia del bien y del mal”, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación».258

257 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1706258 Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, VS 35, AAS 85 (1993) 1161-1162.


137 El recto ejercicio de la libertad personal exige unas determinadas condiciones de orden económico, social, jurídico, político y cultural que son, «con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina».259 La liberación de las injusticias promueve la libertad y la dignidad humana: no obstante, «ante todo, hay que apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de la conversión interior si se quieren obtener cambios económicos y sociales que estén verdaderamente al servicio del hombre».260

259 Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 1740260 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 75: AAS 79 (1987) 587.


b) El vínculo de la libertad con la verdad y la ley natural


138 En el ejercicio de la libertad, el hombre realiza actos moralmente buenos, que edifican su persona y la sociedad, cuando obedece a la verdad, es decir, cuando no pretende ser creador y dueño absoluto de ésta y de las normas éticas.261 La libertad, en efecto, «no tiene su origen absoluto e incondicionado en sí misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Es la libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger como un germen y hacer madurar con responsabilidad».262 En caso contrario, muere como libertad y destruye al hombre y a la sociedad.263

261 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 1749-1756262 Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, VS 86, AAS 85 (1993) 1201.263 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, VS 44 VS 99, AAS 85 (1993) 1168-1169. 1210-1211.


139 La verdad sobre el bien y el mal se reconoce en modo práctico y concreto en el juicio de la conciencia, que lleva a asumir la responsabilidad del bien cumplido o del mal cometido. «Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos de “juicio”, que reflejan la verdad sobre el bien, y no como “decisiones” arbitrarias. La madurez y responsabilidad de estos juicios —y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto— se demuestran no con la liberación de la conciencia de la verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias decisiones, sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar».264

264 Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor,
VS 61, AAS 85 (1993) 1181-1182.


140 El ejercicio de la libertad implica la referencia a una ley moral natural, de carácter universal, que precede y aúna todos los derechos y deberes.265 La ley natural «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Esta luz o esta ley Dios la ha donado a la creación»266 y consiste en la participación en su ley eterna, la cual se identifica con Dios mismo.267 Esta ley se llama natural porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana. Es universal, se extiende a todos los hombres en cuanto establecida por la razón. En sus preceptos principales, la ley divina y natural está expuesta en el Decálogo e indica las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral.268 Se sustenta en la tendencia y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, y en el sentido de igualdad de los seres humanos entre sí. La ley natural expresa la dignidad de la persona y pone la base de sus derechos y de sus deberes fundamentales.269

265 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor,
VS 50, AAS 85 (1993) 1173-1174.266 Sto. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem Legis praecepta expositio, c. 1: «Nunc autem de scientia operandorum intendimus: ad quam tractandam quadruplex lex invenitur. Prima dicitur lex naturae; et haec nihil aliud est nisi lumen intellectus insitum nobis a Deo, per quod cognoscimus quid agendum et quid vitandum. Hoc lumen et hanc legem dedit Deus homini in creatione»: Divi Thomae Aquinatis, Doctoris Angelici, Opuscula Theologica, v. II: De re spirituali, cura et studio P. Fr. Raymundi Spiazzi O.P., Marietti ed., Taurini-Romae 1954, p. 245.267 Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II 91,2, c: Ed. Leon. 7,154: «...participatio legis aeternae in rationali creatura lex naturalis dicitur».268 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1955269 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1956


141 En la diversidad de las culturas, la ley natural une a los hombres entre sí, imponiendo principios comunes. Aunque su aplicación requiera adaptaciones a la multiplicidad de las condiciones de vida, según los lugares, las épocas y las circunstancias,270 la ley natural esinmutable, «subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso... Incluso cuando se llega a renegar de sus principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre. Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades».271

Sus preceptos, sin embargo, no son percibidos por todos con claridad e inmediatez. Las verdades religiosas y morales pueden ser conocidas «de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error»,272 sólo con la ayuda de la Gracia y de la Revelación. La ley natural ofrece un fundamento preparado por Dios a la ley revelada y a la Gracia, en plena armonía con la obra del Espíritu.273

270 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 1957271 Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1958272 Concilio Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, c.2: DS 3005, p. 588; cf. Pío XII, Carta enc.Humani generis: AAS 42 (1950) 562.273 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1960


142 La ley natural, que es ley de Dios, no puede ser cancelada por la maldad humana.274 Esta Ley es el fundamento moral indispensable para edificar la comunidad de los hombres y para elaborar la ley civil, que infiere las consecuencias de carácter concreto y contingente a partir de los principios de la ley natural.275 Si se oscurece la percepción de la universalidad de la ley moral natural, no se puede edificar una comunión real y duradera con el otro, porque cuando falta la convergencia hacia la verdad y el bien, «cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causando daño».276 En efecto, sólo una libertad que radica en la naturaleza común puede hacer a todos los hombres responsables y es capaz de justificar la moral pública. Quien se autoproclama medida única de las cosas y de la verdad no puede convivir pacíficamente ni colaborar con sus semejantes.277

274 Cf. San Agustín, Confesiones, 2,4,9: PL 32, 678: «Furtum certe punit lex tua, Domine, et lex scripta in cordibus hominum, quam ne ipsa quidem delet iniquitas».275 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 1959276 Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, VS 51, AAS 85 (1993) 1175.277 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, EV 19-20, AAS 87 (1995) 421-424.


143 La libertad está misteriosamente inclinada a traicionar la apertura a la verdad y al bien humano y con demasiada frecuencia prefiere el mal y la cerrazón egoísta, elevándose a divinidad creadora del bien y del mal: «Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios (...). Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación».278 La libertad del hombre, por tanto, necesita ser liberada. Cristo, con la fuerza de su misterio pascual, libera al hombre del amor desordenado de sí mismo,279 que es fuente del desprecio al prójimo y de las relaciones caracterizadas por el dominio sobre el otro; Él revela que la libertad se realiza en el don de sí mismo.280 Con su sacrificio en la cruz, Jesús reintegra el hombre a la comunión con Dios y con sus semejantes.

278 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes
GS 13, AAS 58 (1966) 1034- 1035.279 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1741280 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, VS 87, AAS 85 (1993) 1202-1203.



D) LA IGUAL DIGNIDAD DE TODAS LAS PERSONAS


144 «Dios no hace acepción de personas» (Ac 10,34 cf. Rm 2,11 Ga 2,6 Ep 6,9), porque todos los hombres tienen la misma dignidad de criaturas a su imagen y semejanza.281 La Encarnación del Hijo de Dios manifiesta la igualdad de todas las personas en cuanto a dignidad: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28 cf. Rm 10,12 1Co 12,13 Col 3,11).

Puesto que en el rostro de cada hombre resplandece algo de la gloria de Dios, la dignidad de todo hombre ante Dios es el fundamento de la dignidad del hombre ante los demás hombres.282 Esto es, además, el fundamento último de la radical igualdad y fraternidad entre los hombres, independientemente de su raza, Nación, sexo, origen, cultura y clase.

281 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1934282 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 29, AAS 58 (1966) 1048-1049.


145 Sólo el reconocimiento de la dignidad humana hace posible el crecimiento común y personal de todos (cf. Jc 2,19). Para favorecer un crecimiento semejante es necesario, en particular, apoyar a los últimos, asegurar efectivamente condiciones de igualdad de oportunidades entre el hombre y la mujer, garantizar una igualdad objetiva entre las diversas clases sociales ante la ley.283

También en las relaciones entre pueblos y Estados, las condiciones de equidad y paridad son el presupuesto para un progreso auténtico de la comunidad internacional.284 No obstante los avances en esta dirección, es necesario no olvidar que aún existen demasiadas desigualdades y formas de dependencia.285

A la igualdad en el reconocimiento de la dignidad de cada hombre y de cada pueblo, debe corresponder la conciencia de que la dignidad humana sólo podrá ser custodiada y promovida de forma comunitaria, por parte de toda la humanidad. Sólo con la acción concorde de los hombres y de los pueblos sinceramente interesados en el bien de todos los demás, se puede alcanzar una auténtica fraternidad universal;286 por el contrario, la permanencia de condiciones de gravísima disparidad y desigualdad empobrece a todos.

283 Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 16: AAS 63 (1971) 413.284 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, PT 47-48, AAS 55 (1963) 279-281; Pablo VI,Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965), 5: AAS 57 (1965) 881; Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 13, Tipografía Vaticana, p. 16.285 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 84, AAS 58 (1966) 1107-1108.286 Cf. Pablo VI, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965), 5: AAS 57 (1965) 881; Id., Carta enc. Populorum progressio, PP 43-44: AAS 59 (1967) 278-279.


146 «Masculino» y «femenino» diferencian a dos individuos de igual dignidad, que, sin embargo, no poseen una igualdad estática, porque lo específico femenino es diverso de lo específico masculino. Esta diversidad en la igualdad es enriquecedora e indispensable para una armoniosa convivencia humana: «La condición para asegurar la justa presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad es una más penetrante y cuidadosa consideración de los fundamentos antropológicos de la condición masculina y femenina, destinada a precisar la identidad personal propia de la mujer en su relación de diversidad y de recíproca complementariedad con el hombre, no sólo por lo que se refiere a los papeles a asumir y las funciones a desempeñar, sino también y más profundamente, por lo que se refiere a su significado personal».287

287 Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici,
CL 50: AAS 81 (1989) 489.


147 La mujer es el complemento del hombre, como el hombre lo es de la mujer: mujer y hombre se completan mutuamente, no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino también ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo «masculino» y lo «femenino» se realiza plenamente lo «humano». Es la «unidad de los dos»,288 es decir, una «unidualidad» relacional, que permite a cada uno experimentar la relación interpersonal y recíproca como un don que es, al mismo tiempo, una misión: «A esta “unidad de los dos” Dios les confía no sólo la opera de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción misma de la historia».289 «La mujer es “ayuda” para el hombre, como el hombre es “ayuda” para la mujer»:290 en su encuentro se realiza una concepción unitaria de la persona humana, basada no en la lógica del egocentrismo y de la autoafirmación, sino en la del amor y la solidaridad.

288 Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem
MD 11, AAS 80 (1988) 1678.289 Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 8: AAS 87 (1995) 808.290 Juan Pablo II, Angelus Domini (9 de julio de 1995), 1: L'Osservatore Romano, edición española, 14 de julio de 1995, p. 1; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo (31 de mayo de 2004): L'Osservatore Romano, edición española, 6 de agosto de 2004, pp. 3-6.


148 Las personas minusválidas son sujetos plenamente humanos, titulares de derechos y deberes: «A pesar de las limitaciones y los sufrimientos grabados en sus cuerpos y en sus facultades, ponen más de relieve la dignidad y grandeza del hombre».291 Puesto que la persona minusválida es un sujeto con todos sus derechos, ha de ser ayudada a participar en la vida familiar y social en todas las dimensiones y en todos los niveles accesibles a sus posibilidades.

Es necesario promover con medidas eficaces y apropiadas los derechos de la persona minusválida. «Sería radicalmente indigno del hombre y negación de la común humanidad admitir en la vida de la sociedad, y, por consiguiente, en el trabajo, únicamente a los miembros plenamente funcionales, porque obrando así se caería en una grave forma de discriminación: la de los fuertes y sanos contra los débiles y enfermos».292 Se debe prestar gran atención no sólo a las condiciones de trabajo físicas y psicológicas, a la justa remuneración, a la posibilidad de promoción y a la eliminación de los diversos obstáculos, sino también a las dimensiones afectivas y sexuales de la persona minusválida: «También ella necesita amar y ser amada; necesita ternura, cercanía, intimidad»,293 según sus propias posibilidades y en el respeto del orden moral que es el mismo, tanto para los sanos, como para aquellos que tienen alguna discapacidad.

291 Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens
LE 22, AAS 73 (1981) 634.292 Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens LE 22, AAS 73 (1981) 634.293 Juan Pablo II, Mensaje al Simposio internacional «Dignidad y derechos de la persona con discapacidad mental» (5 de enero de 2004): L'Osservatore Romano, edición española, 16 de enero de 2004, p. 5.



E) LA SOCIABILIDAD HUMANA


149 La persona es constitutivamente un ser social,294 porque así la ha querido Dios que la ha creado.295 La naturaleza del hombre se manifiesta, en efecto, como naturaleza de un ser que responde a sus propias necesidades sobre la base de una subjetividad relacional, es decir, como un ser libre y responsable, que reconoce la necesidad de integrarse y de colaborar con sus semejantes y que es capaz de comunión con ellos en el orden del conocimiento y del amor: «Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el porvenir».296

Es necesario, por tanto, destacar que la vida comunitaria es una característica natural que distingue al hombre del resto de las criaturas terrenas. La actuación social comporta de suyo un signo particular del hombre y de la humanidad, el de una persona que obra en una comunidad de personas: este signo determina su calificación interior y constituye, en cierto sentido, su misma naturaleza.297 Esta característica relacional adquiere, a la luz de la fe, un sentido más profundo y estable. Creada a imagen y semejanza de Dios (cf.
Gn 1,26), y constituida en el universo visible para vivir en sociedad (cf. Gn 2,20 Gn 2,23) y dominar la tierra (cf. Gn 1,26 Gn 1,28-30), la persona humana está llamada desde el comienzo a la vida social: «Dios no ha creado al hombre como un “ser solitario”, sino que lo ha querido como “ser social”. La vida social no es, por tanto, exterior al hombre, el cual no puede crecer y realizar su vocación si no es en relación con los otros».298

294 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 12, AAS 58 (1966) 1034; CEC 1879.295 Cf. Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1942), 6: AAS 35 (1943) 11-12; Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris : AAS 55 (1963) 264-165.296 Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1880297 La natural sociabilidad del hombre hace descubrir también que el origen de la sociedad no se halla en un «contrato» o «pacto» convencional, sino en la misma naturaleza humana. De ella deriva la posibilidad de realizar libremente diversos pactos de asociación. No puede olvidarse que las ideologías del contrato social se sustentan sobre una antropología falsa; consecuentemente, sus resultados no pueden ser —de hecho no lo han sido— ventajosos para la sociedad y las personas. El Magisterio ha tachado tales opiniones como abiertamente absurdas y sumamente funestas. cf. León XIII, Carta enc. Libertas praestantissimum: Acta Leonis XIII, 8 (1889) 226-227.298 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 32: AAS 79 (1987) 567.


150 La sociabilidad humana no comporta automáticamente la comunión de las personas, el don de sí. A causa de la soberbia y del egoísmo, el hombre descubre en sí mismo gérmenes de insociabilidad, de cerrazón individualista y de vejación del otro.299 Toda sociedad digna de este nombre, puede considerarse en la verdad cuando cada uno de sus miembros, gracias a la propia capacidad de conocer el bien, lo busca para sí y para los demás. Es por amor al bien propio y al de los demás que el hombre se une en grupos estables, que tienen como fin la consecución de un bien común. También las diversas sociedades deben entrar en relaciones de solidaridad, de comunicación y de colaboración, al servicio del hombre y del bien común.300

299 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes
GS 25, AAS 58 (1966) 1045-1046.300 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 26, AAS 80 (1988) 544-547; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 76: AAS 58 (1966) 1099-1100.


151 La sociabilidad humana no es uniforme, sino que reviste múltiples expresiones. El bien común depende, en efecto, de un sano pluralismo social. Las diversas sociedades están llamadas a constituir un tejido unitario y armónico, en cuyo seno sea posible a cada una conservar y desarrollar su propia fisonomía y autonomía. Algunas sociedades, como la familia, la comunidad civil y la comunidad religiosa, corresponden más inmediatamente a la íntima naturaleza del hombre, otras proceden más bien de la libre voluntad: «Con el fin de favorecer la participación del mayor número de personas en la vida social, es preciso impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa “para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las Naciones como en el plano mundial”. Esta “socialización” expresa igualmente la tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos».301

301 Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 1882


IV. LOS DERECHOS HUMANOS


a) El valor de los derechos humanos


152 El movimiento hacia la identificación y la proclamación de los derechos del hombre es uno de los esfuerzos más relevantes para responder eficazmente a las exigencias imprescindibles de la dignidad humana.302 La Iglesia ve en estos derechos la extraordinaria ocasión que nuestro tiempo ofrece para que, mediante su consolidación, la dignidad humana sea reconocida más eficazmente y promovida universalmente como característica impresa por Dios Creador en su criatura.303 El Magisterio de la Iglesia no ha dejado de evaluar positivamente la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, proclamada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, que Juan Pablo II ha definido «una piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad».304

302 Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae,
DH 1, AAS 58 (1966) 929-930.303 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 41, AAS 58 (1966) 1059-1060; Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación sacerdotal, 32, Tipografía Políglota Vaticana 1988, pp. 36-37.304 Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (2 de octubre de 1979), 7: AAS 71 (1979) 1147-1148; para Juan Pablo II tal Declaración «continúa siendo en nuestro tiempo una de las más altas expresiones de la conciencia humana»: Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 2, Tipografía Vaticana, p. 6.


153 La raíz de los derechos del hombre se debe buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano.305 Esta dignidad, connatural a la vida humana e igual en toda persona, se descubre y se comprende, ante todo, con la razón. El fundamento natural de los derechos aparece aún más sólido si, a la luz de la fe, se considera que la dignidad humana, después de haber sido otorgada por Dios y herida profundamente por el pecado, fue asumida y redimida por Jesucristo mediante su encarnación, muerte y resurrección.306

La fuente última de los derechos humanos no se encuentra en la mera voluntad de los seres humanos,307 en la realidad del Estado o en los poderes públicos, sino en el hombre mismo y en Dios su Creador. Estos derechos son «universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto».308 Universales, porque están presentes en todos los seres humanos, sin excepción alguna de tiempo, de lugar o de sujeto. Inviolables, en cuanto «inherentes a la persona humana y a su dignidad»309 y porque «sería vano proclamar los derechos, si al mismo tiempo no se realizase todo esfuerzo para que sea debidamente asegurado su respeto por parte de todos, en todas partes y con referencia a quien sea».310 Inalienables, porque «nadie puede privar legítimamente de estos derechos a uno sólo de sus semejantes, sea quien sea, porque sería ir contra su propia naturaleza».311

305 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes
GS 27, AAS 58 (1966) 1047-1048; CEC 1930.306 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris , AAS 55 (1963) 259; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 22: AAS 58 (1966) 1079.307 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, AAS 55 (1963) 278-279.308 Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, AAS 55 (1963) 259.309 Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91 (1999) 379.310 Pablo VI, Mensaje a la Conferencia Internacional sobre los Derechos del Hombre (15 de abril de 1968): AAS 60 (1968) 285.311 Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91 (1999) 379.


154 Los derechos del hombre exigen ser tutelados no sólo singularmente, sino en su conjunto: una protección parcial de ellos equivaldría a una especie de falta de reconocimiento. Estos derechos corresponden a las exigencias de la dignidad humana y comportan, en primer lugar, la satisfacción de las necesidades esenciales —materiales y espirituales— de la persona: «Tales derechos se refieren a todas las fases de la vida y en cualquier contexto político, social, económico o cultural. Son un conjunto unitario, orientado decididamente a la promoción de cada uno de los aspectos del bien de la persona y de la sociedad... La promoción integral de todas las categorías de los derechos humanos es la verdadera garantía del pleno respeto por cada uno de los derechos».312 Universalidad e indivisibilidad son las líneas distintivas de los derechos humanos: «Son dos principios guía que exigen siempre la necesidad de arraigar los derechos humanos en las diversas culturas, así como de profundizar en su dimensión jurídica con el fin de asegurar su pleno respeto».313

312 Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91 (1999) 379.313 Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998, 2: AAS 90 (1998) 149.



Compendio Doctrina social ES 131