Compendio Doctrina social ES 155

b) La especificación de los derechos


155 Las enseñanzas de Juan XXIII,314 del Concilio Vaticano II,315 de Pablo VI316 han ofrecido amplias indicaciones acerca de la concepción de los derechos humanos delineada por el Magisterio. Juan Pablo II ha trazado una lista de ellos en la encíclica «Centesimus annus»: «El derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona».317

El primer derecho enunciado en este elenco es el derecho a la vida, desde su concepción hasta su conclusión natural,318 que condiciona el ejercicio de cualquier otro derecho y comporta, en particular, la ilicitud de toda forma de aborto provocado y de eutanasia.319 Se subraya el valor eminente del derecho a la libertad religiosa: «Todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos».320 El respeto de este derecho es un signo emblemático «del auténtico progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad, sistema o ambiente».321

314 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris , AAS 55 (1963) 259-264.315 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes
GS 26, AAS 58 (1966) 1046-1047.316 Cf. Pablo VI, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965), 6: AAS 57 (1965) 883-884; Id., Mensaje a los Obispos reunidos para el Sínodo (23 de octubre de 1974): AAS 66 (1974) 631-639.317 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 47, AAS 83 (1991) 851-852; cf. también Id.,Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (2 de octubre de 1979), 13: AAS 71 (1979) 1152-1153.318 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, EV 2, AAS 87 (1995) 402.319 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 27, AAS 58 (1966) 1047-1048; Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, VS 80: AAS 85 (1993) 1197-1198; Id., Carta enc.Evangelium vitae, : AAS 87 (1995) 408-433.320 Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, DH 2, AAS 58 (1966) 930-931.321 Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, RH 17, AAS 71 (1979) 300.


c) Derechos y deberes


156 Inseparablemente unido al tema de los derechos se encuentra el relativo a los deberes del hombre, que halla en las intervenciones del Magisterio una acentuación adecuada. Frecuentemente se recuerda la recíproca complementariedad entre derechos y deberes, indisolublemente unidos, en primer lugar en la persona humana que es su sujeto titular.322 Este vínculo presenta también una dimensión social: «En la sociedad humana, a un determinado derecho natural de cada hombre corresponde en los demás el deber de reconocerlo y respetarlo».323 El Magisterio subraya la contradicción existente en una afirmación de los derechos que no prevea una correlativa responsabilidad: «Por tanto, quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan por completo sus deberes o no les dan la importancia debida, se asemejan a los que derriban con una mano lo que con la otra construyen».324

322 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris , AAS 55 (1963) 259-264; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes,
GS 26: AAS 58 (1966) 1046-1047.323 Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, AAS 55 (1963) 264.324 Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, AAS 55 (1963) 264.


d) Derechos de los pueblos y de las Naciones


157 El campo de los derechos del hombre se ha extendido a los derechos de los pueblos y de las Naciones,325 pues «lo que es verdad para el hombre lo es también para los pueblos».326 El Magisterio recuerda que el derecho internacional «se basa sobre el principio del igual respeto, por parte de los Estados, del derecho a la autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien común superior de la humanidad».327 La paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos, particularmente el derecho a la independencia.328

Los derechos de las Naciones no son sino «los “derechos humanos” considerados a este específico nivel de la vida comunitaria».329 La Nación tiene «un derecho fundamental a la existencia»; a la «propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve su “soberanía” espiritual»; a «modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías»; a «construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada».330 El orden internacional exige un equilibrio entre particularidad y universalidad, a cuya realización están llamadas todas las Naciones, para las cuales el primer deber sigue siendo el de vivir en paz, respeto y solidaridad con las demás Naciones.

325 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis
SRS 33, AAS 80 (1988) 557-559; Id., Carta enc. Centesimus annus CA 21: AAS 83 (1991) 818-819.326 Juan Pablo II, Carta con ocasión del 50º aniversario del comienzo de la Segunda Guerra mundial, 8: AAS 82 (1990) 56.327 Juan Pablo II, Carta con ocasión del 50º aniversario del comienzo de la Segunda Guerra mundial, 8: AAS 82 (1990) 56.328 Cf. Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (9 de enero de 1988), 7-8: AAS 80 (1988) 1139.329 Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 8, Tipografía Vaticana, p. 11.330 Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 8, Tipografía Vaticana, p. 12.


e) Colmar la distancia entre la letra y el espíritu


158 La solemne proclamación de los derechos del hombre se ve contradicha por una dolorosa realidad de violaciones, guerras y violencias de todo tipo: en primer lugar los genocidios y las deportaciones en masa; la difusión por doquier de nuevas formas de esclavitud, como el tráfico de seres humanos, los niños soldados, la explotación de los trabajadores, el tráfico de drogas, la prostitución: «También en los países donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre son respetados totalmente estos derechos».331

Existe desgraciadamente una distancia entre la «letra» y el «espíritu» de los derechos del hombre332 a los que se ha tributado frecuentemente un respeto puramente formal. La doctrina social, considerando el privilegio que el Evangelio concede a los pobres, no cesa de confirmar que «los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás» y que una afirmación excesiva de igualdad «puede dar lugar a un individualismo donde cada uno reivindique sus derechos sin querer hacerse responsable del bien común».333

331 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 47, AAS 83 (1991) 852.332 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, RH 17, AAS 71 (1979) 295-300.333 Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 23: AAS 63 (1971) 418.


159 La Iglesia, consciente de que su misión, esencialmente religiosa, incluye la defensa y la promoción de los derechos fundamentales del hombre,334 «estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos».335 La Iglesia advierte profundamente la exigencia de respetar en su interno mismo la justicia336 y los derechos del hombre.337

El compromiso pastoral se desarrolla en una doble dirección: de anuncio del fundamento cristiano de los derechos del hombre y de denuncia de las violaciones de estos derechos.338 En todo caso, «el anuncio es siempre más importante que la denuncia, y esta no puede prescindir de aquél, que le brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta».339 Para ser más eficaz, este esfuerzo debe abrirse a la colaboración ecuménica, al diálogo con las demás religiones, a los contactos oportunos con los organismos, gubernativos y no gubernativos, a nivel nacional e internacional. La Iglesia confía sobre todo en la ayuda del Señor y de su Espíritu que, derramado en los corazones, es la garantía más segura para el respeto de la justicia y de los derechos humanos y, por tanto, para contribuir a la paz: «promover la justicia y la paz, hacer penetrar la luz y el fermento evangélico en todos los campos de la vida social; a ello se ha dedicado constantemente la Iglesia siguiendo el mandato de su Señor».340

334 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 54, AAS 83 (1991) 859-860.335 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 41, AAS 58 (1966) 1060.336 Cf. Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Sacra Rota Romana (17 de febrero de 1979), 4: L'Osservatore Romano, edición española, 1º de abril de 1979, p. 9.337 Cf. CIC, cánones 208-223.338 Cf. Pontificia Comisión «Iustitia et Pax», La Iglesia y los derechos del hombre, 70-90, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1975, PP 49-57339 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 41, AAS 80 (1988) 572.340 Pablo VI, Motu propio Iustitiam et Pacem (10 de diciembre de 1976): AAS 68 (1976) 700.



CAPÍTULO CUARTO



LOS PRINCIPIOS DE LA DOCTRINA SOCIAL

DE LA IGLESIA

I. SIGNIFICADO Y UNIDAD


160 Los principios permanentes de la doctrina social de la Iglesia341 constituyen los verdaderos y propios puntos de apoyo de la enseñanza social católica: se trata del principio de la dignidad de la persona humana —ya tratado en el capítulo precedente— en el que cualquier otro principio y contenido de la doctrina social encuentra fundamento,342 del bien común, de lasubsidiaridad y de la solidaridad. Estos principios, expresión de la verdad íntegra sobre el hombre conocida a través de la razón y de la fe, brotan «del encuentro del mensaje evangélico y de sus exigencias —comprendidas en el Mandamiento supremo del amor a Dios y al prójimo y en la Justicia— con los problemas que surgen en la vida de la sociedad».343 La Iglesia, en el curso de la historia y a la luz del Espíritu, reflexionando sabiamente sobre la propia tradición de fe, ha podido dar a tales principios una fundación y configuración cada vez más exactas, clarificándolos progresivamente, en el esfuerzo de responder con coherencia a las exigencias de los tiempos y a los continuos desarrollos de la vida social.

341 Cf. Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, 29-42, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988,
PP 35-43342 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, AAS 53 (1961) 453.343 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 72: AAS 79 (1987) 585.


161 Estos principios tienen un carácter general y fundamental, ya que se refieren a la realidad social en su conjunto: desde las relaciones interpersonales caracterizadas por la proximidad y la inmediatez, hasta aquellas mediadas por la política, por la economía y por el derecho; desde las relaciones entre comunidades o grupos hasta las relaciones entre los pueblos y las Naciones. Por su permanencia en el tiempo y universalidad de significado, la Iglesia los señala como el primer y fundamental parámetro de referencia para la interpretación y la valoración de los fenómenos sociales, necesario porque de ellos se pueden deducir los criterios de discernimiento y de guía para la acción social, en todos los ámbitos.


162 Los principios de la doctrina social deben ser apreciados en su unidad, conexión y articulación. Esta exigencia radica en el significado, que la Iglesia misma da a la propia doctrina social, de «corpus» doctrinal unitario que interpreta las realidades sociales de modo orgánico.344 La atención a cada uno de los principios en su especificidad no debe conducir a su utilización parcial y errónea, como ocurriría si se invocase como un elemento desarticulado y desconectado con respecto de todos los demás. La misma profundización teórica y aplicación práctica de uno solo de los principios sociales, muestran con claridad su mutua conexión, reciprocidad y complementariedad. Estos fundamentos de la doctrina de la Iglesia representan un patrimonio permanente de reflexión, que es parte esencial del mensaje cristiano; pero van mucho más allá, ya que indican a todos las vías posibles para edificar una vida social buena, auténticamente renovada.345

344 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis,
SRS 1, AAS 80 (1988) 513-514.345 Cf. Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, 47, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 45.


163 Los principios de la doctrina social, en su conjunto, constituyen la primera articulación de la verdad de la sociedad, que interpela toda conciencia y la invita a interactuar libremente con las demás, en plena corresponsabilidad con todos y respecto de todos. En efecto, el hombre no puede evadir la cuestión de la verdad y del sentido de la vida social, ya que la sociedad no es una realidad extraña a su misma existencia.

Estos principios tienen un significado profundamente moral porque remiten a los fundamentos últimos y ordenadores de la vida social. Para su plena comprensión, es necesario actuar en la dirección que señalan, por la vía que indican para el desarrollo de una vida digna del hombre. La exigencia moral ínsita en los grandes principios sociales concierne tanto el actuar personal de los individuos, como primeros e insustituibles sujetos responsables de la vida social a cualquier nivel, cuanto de igual modo las instituciones, representadas por leyes, normas de costumbre y estructuras civiles, a causa de su capacidad de influir y condicionar las opciones de muchos y por mucho tiempo. Los principios recuerdan, en efecto, que la sociedad históricamente existente surge del entrelazarse de las libertades de todas las personas que en ella interactúan, contribuyendo, mediante sus opciones, a edificarla o a empobrecerla.


II. EL PRINCIPIO DEL BIEN COMÚN


a) Significado y aplicaciones principales


164 De la dignidad, unidad e igualdad de todas las personas deriva, en primer lugar, el principio del bien común, al que debe referirse todo aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido. Según una primera y vasta acepción, por bien común se entiende «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección».346

El bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común, porque es indivisible y porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también en vistas al futuro. Como el actuar moral del individuo se realiza en el cumplimiento del bien, así el actuar social alcanza su plenitud en la realización del bien común. El bien común se puede considerar como la dimensión social y comunitaria del bien moral.

346 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes,
GS 26, AAS 58 (1966) 1046; cf. CEC 1905-1912; Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 417-421; Id., Carta enc. Pacem in terris : AAS 55 (1963) 272-273; Pablo VI, Carta ap.Octogesima adveniens, 46: AAS 63 (1971) 433-435.


165 Una sociedad que, en todos sus niveles, quiere positivamente estar al servicio del ser humano es aquella que se propone como meta prioritaria el bien común, en cuanto bien de todos los hombres y de todo el hombre.347 La persona no puede encontrar realización sólo en sí misma, es decir, prescindir de su ser «con» y «para» los demás. Esta verdad le impone no una simple convivencia en los diversos niveles de la vida social y relacional, sino también la búsqueda incesante, de manera práctica y no sólo ideal, del bien, es decir, del sentido y de la verdad que se encuentran en las formas de vida social existentes. Ninguna forma expresiva de la sociabilidad —desde la familia, pasando por el grupo social intermedio, la asociación, la empresa de carácter económico, la ciudad, la región, el Estado, hasta la misma comunidad de los pueblos y de las Naciones— puede eludir la cuestión acerca del propio bien común, que es constitutivo de su significado y auténtica razón de ser de su misma subsistencia.348

347 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 1912348 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris , AAS 55 (1963) 272.


b) La responsabilidad de todos por el bien común


166 Las exigencias del bien común derivan de las condiciones sociales de cada época y están estrechamente vinculadas al respeto y a la promoción integral de la persona y de sus derechos fundamentales.349 Tales exigencias atañen, ante todo, al compromiso por la paz, a la correcta organización de los poderes del Estado, a un sólido ordenamiento jurídico, a la salvaguardia del ambiente, a la prestación de los servicios esenciales para las personas, algunos de los cuales son, al mismo tiempo, derechos del hombre: alimentación, habitación, trabajo, educación y acceso a la cultura, transporte, salud, libre circulación de las informaciones y tutela de la libertad religiosa.350 Sin olvidar la contribución que cada Nación tiene el deber de dar para establecer una verdadera cooperación internacional, en vistas del bien común de la humanidad entera, teniendo en mente también las futuras generaciones.351

349 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 1907350 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 26, AAS 58 (1966) 1046-1047.351 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, AAS 53 (1961) 421.


167 El bien común es un deber de todos los miembros de la sociedad: ninguno está exento de colaborar, según las propias capacidades, en su consecución y desarrollo.352 El bien común exige ser servido plenamente, no según visiones reductivas subordinadas a las ventajas que cada uno puede obtener, sino en base a una lógica que asume en toda su amplitud la correlativa responsabilidad. El bien común corresponde a las inclinaciones más elevadas del hombre,353 pero es un bien arduo de alcanzar, porque exige la capacidad y la búsqueda constante del bien de los demás como si fuese el bien propio.

Todos tienen también derecho a gozar de las condiciones de vida social que resultan de la búsqueda del bien común. Sigue siendo actual la enseñanza de Pío XI: es «necesario que la partición de los bienes creados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona sensata ve cuan gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los necesitados».354

352 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, AAS 53 (1961) 417; Pablo VI, Carta ap.Octogesima adveniens, 46: AAS 63 (1971) 433-435;
CEC 1913.353 Santo Tomás de Aquino coloca en el nivel más alto y más específico de las «inclinationes naturales» del hombre el «conocer la verdad sobre Dios» y el «vivir en sociedad» (Summa Theologiae, I-II 94,2, Ed. Leon. 7, 170: «Secundum igitur ordinem inclinationum naturalium est ordo praeceptorum legis naturae... Tertio modo inest homini inclinatio ad bonum secundum naturam rationis, quae est sibi propria; sicut homo habet naturalem inclinationem ad hoc quod veritatem cognoscat de Deo, et ad hoc quod in societate vivat»).354 Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 197.


c) Las tareas de la comunidad política


168 La responsabilidad de edificar el bien común compete, además de las personas particulares, también al Estado, porque el bien común es la razón de ser de la autoridad política.355 El Estado, en efecto, debe garantizar cohesión, unidad y organización a la sociedad civil de la que es expresión,356 de modo que se pueda lograr el bien común con la contribución de todos los ciudadanos. La persona concreta, la familia, los cuerpos intermedios no están en condiciones de alcanzar por sí mismos su pleno desarrollo; de ahí deriva la necesidad de las instituciones políticas, cuya finalidad es hacer accesibles a las personas los bienes necesarios —materiales, culturales, morales, espirituales— para gozar de una vida auténticamente humana. El fin de la vida social es el bien común históricamente realizable.357

355 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 1910356 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 74, AAS 58 (1966) 1095-1097; Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis RH 17: AAS 71 (1979) 295-300.357 Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 133-135; Pío XII,Radiomensaje por el 50º Aniversario de la «Rerum novarum»: AAS 33 (1941) 200.


169 Para asegurar el bien común, el gobierno de cada país tiene el deber específico de armonizar con justicia los diversos intereses sectoriales.358 La correcta conciliación de los bienes particulares de grupos y de individuos es una de las funciones más delicadas del poder público. En un Estado democrático, en el que las decisiones se toman ordinariamente por mayoría entre los representantes de la voluntad popular, aquellos a quienes compete la responsabilidad de gobierno están obligados a fomentar el bien común del país, no sólo según las orientaciones de la mayoría, sino en la perspectiva del bien efectivo de todos los miembros de la comunidad civil, incluidas las minorías.

358 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 1908


170 El bien común de la sociedad no es un fin autárquico; tiene valor sólo en relación al logro de los fines últimos de la persona y al bien común de toda la creación. Dios es el fin último de sus criaturas y por ningún motivo puede privarse al bien común de su dimensión trascendente, que excede y, al mismo tiempo, da cumplimiento a la dimensión histórica.359 Esta perspectiva alcanza su plenitud a la luz de la fe en la Pascua de Jesús, que ilumina en plenitud la realización del verdadero bien común de la humanidad. Nuestra historia —el esfuerzo personal y colectivo para elevar la condición humana— comienza y culmina en Jesús: gracias a Él, por medio de Él y en vista de Él, toda realidad, incluida la sociedad humana, puede ser conducida a su Bien supremo, a su cumplimiento. Una visión puramente histórica y materialista terminaría por transformar el bien común en un simple bienestar socioeconómico, carente de finalidad trascendente, es decir, de su más profunda razón de ser.

359 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 41, AAS 83 (1991) 843-845.


III. EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES


a) Origen y significado


171 Entre las múltiples implicaciones del bien común, adquiere inmediato relieve el principio del destino universal de los bienes: «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad».360 Este principio se basa en el hecho que «el origen primigenio de todo lo que es un bien es el acto mismo de Dios que ha creado al mundo y al hombre, y que ha dado a éste la tierra para que la domine con su trabajo y goce de sus frutos (cf. Gn 1,28-29). Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del destino universal de los bienes de la tierra. Ésta, por su misma fecundidad y capacidad de satisfacer las necesidades del hombre, es el primer don de Dios para el sustento de la vida humana».361 La persona, en efecto, no puede prescindir de los bienes materiales que responden a sus necesidades primarias y constituyen las condiciones básicas para su existencia; estos bienes le son absolutamente indispensables para alimentarse y crecer, para comunicarse, para asociarse y para poder conseguir las más altas finalidades a que está llamada.362

360 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 69, AAS 58 (1966) 1090.361 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 31, AAS 83 (1991) 831.362 Cf. Pío XII, Radiomensaje por el 50º Aniversario de la «Rerum novarum»: AAS 33 (1941) 199-200.


172 El principio del destino universal de los bienes de la tierra está en la base del derecho universal al uso de los bienes. Todo hombre debe tener la posibilidad de gozar del bienestar necesario para su pleno desarrollo: el principio del uso común de los bienes, es el «primer principio de todo el ordenamiento ético-social»363 y «principio peculiar de la doctrina social cristiana».364 Por esta razón la Iglesia considera un deber precisar su naturaleza y sus características. Se trata ante todo de un derecho natural, inscrito en la naturaleza del hombre, y no sólo de un derecho positivo, ligado a la contingencia histórica; además este derecho es «originario».365 Es inherente a la persona concreta, a toda persona, y es prioritario respecto a cualquier intervención humana sobre los bienes, a cualquier ordenamiento jurídico de los mismos, a cualquier sistema y método socioeconómico: «Todos los demás derechos, sean los que sean, comprendidos en ellos los de propiedad y comercio libre, a ello [destino universal de los bienes] están subordinados: no deben estorbar, antes al contrario, facilitar su realización, y es un deber social grave y urgente hacerlos volver a su finalidad primera».366

363 Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens,
LE 19, AAS 73 (1981) 525.364 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, SRS 42, AAS 80 (1988) 573.365 Pío XII, Radiomensaje por el 50º aniversario de la «Rerum novarum»: AAS 33 (1941) 199.366 Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio PP 22, AAS 59 (1967) 268.


173 La actuación concreta del principio del destino universal de los bienes, según los diferentes contextos culturales y sociales, implica una precisa definición de los modos, de los limites, de los objetos. Destino y uso universal no significan que todo esté a disposición de cada uno o de todos, ni tampoco que la misma cosa sirva o pertenezca a cada uno o a todos. Si bien es verdad que todos los hombres nacen con el derecho al uso de los bienes, no lo es menos que, para asegurar un ejercicio justo y ordenado, son necesarias intervenciones normativas, fruto de acuerdos nacionales e internacionales, y un ordenamiento jurídico que determine y especifique tal ejercicio.


174 El principio del destino universal de los bienes invita a cultivar una visión de la economía inspirada en valores morales que permitan tener siempre presente el origen y la finalidad de tales bienes, para así realizar un mundo justo y solidario, en el que la creación de la riqueza pueda asumir una función positiva. La riqueza, efectivamente, presenta esta valencia, en la multiplicidad de las formas que pueden expresarla como resultado de un proceso productivo de elaboración técnico-económica de los recursos disponibles, naturales y derivados; es un proceso que debe estar guiado por la inventiva, por la capacidad de proyección, por el trabajo de los hombres, y debe ser empleado como medio útil para promover el bienestar de los hombres y de los pueblos y para impedir su exclusión y explotación.


175 El destino universal de los bienes comporta un esfuerzo común dirigido a obtener para cada persona y para todos los pueblos las condiciones necesarias de un desarrollo integral, de manera que todos puedan contribuir a la promoción de un mundo más humano, «donde cada uno pueda dar y recibir, y donde el progreso de unos no sea obstáculo para el desarrollo de otros ni un pretexto para su servidumbre».367 Este principio corresponde al llamado que el Evangelio incesantemente dirige a las personas y a las sociedades de todo tiempo, siempre expuestas a las tentaciones del deseo de poseer, a las que el mismo Señor Jesús quiso someterse (cf. Mc 1,12-13 Mt 4,1-11 Lc 4,1-13) para enseñarnos el modo de superarlas con su gracia.

367 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 90: AAS 79 (1987) 594.


b) Destino universal de los bienes y propiedad privada


176 Mediante el trabajo, el hombre, usando su inteligencia, logra dominar la tierra y hacerla su digna morada: «De este modo se apropia una parte de la tierra, la que se ha conquistado con su trabajo: he ahí el origen de la propiedad individual».368 La propiedad privada y las otras formas de dominio privado de los bienes «aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la libertad humana (...) al estimular el ejercicio de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las condiciones de las libertades civiles».369 La propiedad privada es un elemento esencial de una política económica auténticamente social y democrática y es garantía de un recto orden social. La doctrina social postula que la propiedad de los bienes sea accesible a todos por igual,370 de manera que todos se conviertan, al menos en cierta medida, en propietarios, y excluye el recurso a formas de «posesión indivisa para todos».371

368 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 31, AAS 83 (1991) 832.369 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 71, AAS 58 (1966) 1092- 1093; cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 103-104; Pío XII,Radiomensaje por el 50º aniversario de la «Rerum novarum»: AAS 33 (1941) 199; Id.,Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1942): AAS 35 (1943) 17; Id., Radiomensaje (1º de septiembre de 1944): AAS 36 (1944) 253; Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 428-429.370 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 6, AAS 83 (1991) 800-801.371 León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 102.


177 La tradición cristiana nunca ha aceptado el derecho a la propiedad privada como absoluto e intocable: «Al contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la creación entera: el derecho a la propiedad privada como subordinada al derecho al uso común, al destino universal de los bienes».372 El principio del destino universal de los bienes afirma, tanto el pleno y perenne señorío de Dios sobre toda realidad, como la exigencia de que los bienes de la creación permanezcan finalizados y destinados al desarrollo de todo el hombre y de la humanidad entera.373 Este principio no se opone al derecho de propiedad,374 sino que indica la necesidad de reglamentarlo. La propiedad privada, en efecto, cualquiera que sean las formas concretas de los regímenes y de las normas jurídicas a ella relativas, es, en su esencia, sólo un instrumento para el respeto del principio del destino universal de los bienes, y por tanto, en último análisis, un medio y no un fin.375

372 Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens,
LE 14, AAS 73 (1981) 613.373 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 69, AAS 58 (1966) 1090-1092; CEC 2402-2406.374 Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 102.375 Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, PP 22-23, AAS 59 (1967) 268-269.


178 La enseñanza social de la Iglesia exhorta a reconocer la función social de cualquier forma de posesión privada,376 en clara referencia a las exigencias imprescindibles del bien común.377 El hombre «no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás».378 El destino universal de los bienes comporta vínculos sobre su uso por parte de los legítimos propietarios. El individuo no puede obrar prescindiendo de los efectos del uso de los propios recursos, sino que debe actuar en modo que persiga, además de las ventajas personales y familiares, también el bien común. De ahí deriva el deber por parte de los propietarios de no tener inoperantes los bienes poseídos y de destinarlos a la actividad productiva, confiándolos incluso a quien tiene el deseo y la capacidad de hacerlos producir.

376 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, AAS 53 (1961) 430-431; Juan Pablo II,Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla (28 de enero de 1979), III/4: AAS 71 (1979) 199-201.377 Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 191-192. 193-194. 196-197.378 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes,
GS 69, AAS 58 (1966) 1090.


179 La actual fase histórica, poniendo a disposición de la sociedad bienes nuevos, del todo desconocidos hasta tiempos recientes, impone una relectura del principio del destino universal de los bienes de la tierra, haciéndose necesaria una extensión que comprenda también los frutos del reciente progreso económico y tecnológico. La propiedad de los nuevos bienes, fruto del conocimiento, de la técnica y del saber, resulta cada vez más decisiva, porque en ella «mucho más que en los recursos naturales, se funda la riqueza de las Naciones industrializadas».379

Los nuevos conocimientos técnicos y científicos deben ponerse al servicio de las necesidades primarias del hombre, para que pueda aumentarse gradualmente el patrimonio común de la humanidad. La plena actuación del principio del destino universal de los bienes requiere, por tanto, acciones a nivel internacional e iniciativas programadas por parte de todos los países: «Hay que romper las barreras y los monopolios que dejan a tantos pueblos al margen del desarrollo, y asegurar a todos —individuos y Naciones— las condiciones básicas que permitan participar en dicho desarrollo».380

379 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 32, AAS 83 (1991) 832.380 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 35, AAS 83 (1991) 837.


180 Si bien en el proceso de desarrollo económico y social adquieren notable relieve formas de propiedad desconocidas en el pasado, no se pueden olvidar, sin embargo, las tradicionales. La propiedad individual no es la única forma legítima de posesión. Reviste particular importancia también la antigua forma de propiedad comunitaria que, presente también en los países económicamente avanzados, caracteriza de modo peculiar la estructura social de numerosos pueblos indígenas. Es una forma de propiedad que incide muy profundamente en la vida económica, cultural y política de aquellos pueblos, hasta el punto de constituir un elemento fundamental para su supervivencia y bienestar. La defensa y la valoración de la propiedad comunitaria no deben excluir, sin embargo, la conciencia de que también este tipo de propiedad está destinado a evolucionar. Si se actuase sólo para garantizar su conservación, se correría el riesgo de anclarla al pasado y, de este modo, ponerla en peligro.381

Sigue siendo vital, especialmente en los países en vías de desarrollo o que han salido de sistemas colectivistas o de colonización, la justa distribución de la tierra. En las zonas rurales, la posibilidad de acceder a la tierra mediante las oportunidades ofrecidas por los mercados de trabajo y de crédito, es condición necesaria para el acceso a los demás bienes y servicios; además de constituir un camino eficaz para la salvaguardia del ambiente, esta posibilidad representa un sistema de seguridad social realizable también en los países que tienen una estructura administrativa débil.382

381 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes,
GS 69, AAS 58 (1966) 1090-1092.382 Cf. Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Para una mejor distribución de la tierra. El reto de la reforma agraria (23 de noviembre de 1997), 27-31: Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997, pp. 25-28.


181 De la propiedad deriva para el sujeto poseedor, sea éste un individuo o una comunidad, una serie de ventajas objetivas: mejores condiciones de vida, seguridad para el futuro, mayores oportunidades de elección. De la propiedad, por otro lado, puede proceder también una serie de promesas ilusorias y tentadoras. El hombre o la sociedad que llegan al punto de absolutizar el derecho de propiedad, terminan por experimentar la esclavitud más radical. Ninguna posesión, en efecto, puede ser considerada indiferente por el influjo que ejerce, tanto sobre los individuos, como sobre las instituciones; el poseedor que incautamente idolatra sus bienes (cf. Mt 6,24 Mt 19,21-26 Lc 16,13) resulta, más que nunca, poseído y subyugado por ellos.383 Sólo reconociéndoles la dependencia de Dios creador y, consecuentemente, orientándolos al bien común, es posible conferir a los bienes materiales la función de instrumentos útiles para el crecimiento de los hombres y de los pueblos.

383 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, SRS 27-34 SRS 37, AAS 80 (1988) 547-560. 563-564; Id., Carta enc. Centesimus annus, CA 41: AAS 83 (1991) 843-845.



Compendio Doctrina social ES 155