Compendio Doctrina social ES 182

c) Destino universal de los bienes y opción preferencial por los pobres


182 El principio del destino universal de los bienes exige que se vele con particular solicitud por los pobres, por aquellos que se encuentran en situaciones de marginación y, en cualquier caso, por las personas cuyas condiciones de vida les impiden un crecimiento adecuado. A este propósito se debe reafirmar, con toda su fuerza, la opción preferencial por los pobres:384 «Esta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se refiere a la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales y, consiguientemente, a nuestro modo de vivir y a las decisiones que se deben tomar coherentemente sobre la propiedad y el uso de los bienes. Pero hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social, este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor».385

384 Cf. Juan Pablo II, Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla (28 de enero de 1979), I/8: AAS 71 (1979) 194-195.385 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis,
SRS 42, AAS 80 (1988) 572-573; cf. Id., Carta enc. Evangelium vitae, 32: AAS 87 (1995) 436-437; Id., Carta ap. Tertio millennio adveniente, 51: AAS 87 (1995) 36; Id., Carta ap. Novo millennio ineunte, 49-50: AAS 93 (2001) 302-303.


183 La miseria humana es el signo evidente de la condición de debilidad del hombre y de su necesidad de salvación.386 De ella se compadeció Cristo Salvador, que se identificó con sus «hermanos más pequeños» (Mt 25,40 Mt 25,45). «Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres. La buena nueva "anunciada a los pobres" (Mt 11,5 Lc 4,18) es el signo de la presencia de Cristo».387

Jesús dice: «Pobres tendréis siempre con vosotros, pero a mí no me tendréis siempre» (Mt 26,11 cf. Mc 14,3-9 Jn 12,1-8) no para contraponer al servicio de los pobres la atención dirigida a Él. El realismo cristiano, mientras por una parte aprecia los esfuerzos laudables que se realizan para erradicar la pobreza, por otra parte pone en guardia frente a posiciones ideológicas y mesianismos que alimentan la ilusión de que se pueda eliminar totalmente de este mundo el problema de la pobreza. Esto sucederá sólo a su regreso, cuando Él estará de nuevo con nosotros para siempre. Mientras tanto, los pobres quedan confiados a nosotros y en base a esta responsabilidad seremos juzgados al final (cf. Mt 25,31-46): «Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos».388

386 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 2448387 Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 2443388 Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1033


184 El amor de la Iglesia por los pobres se inspira en el Evangelio de las bienaventuranzas, en la pobreza de Jesús y en su atención por los pobres. Este amor se refiere a la pobreza material y también a las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa.389 La Iglesia «desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables».390 Inspirada en el precepto evangélico: «De gracia lo recibisteis; dadlo de gracia» (Mt 10,8), la Iglesia enseña a socorrer al prójimo en sus múltiples necesidades y prodiga en la comunidad humana innumerables obras de misericordia corporales y espirituales: «Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios»,391 aun cuando la práctica de la caridad no se reduce a la limosna, sino que implica la atención a la dimensión social y política del problema de la pobreza. Sobre esta relación entre caridad y justicia retorna constantemente la enseñanza de la Iglesia: «Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia».392 Los Padres Conciliares recomiendan con fuerza que se cumpla este deber «para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia».393 El amor por los pobres es ciertamente «incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta»394 (cf. Jc 5,1-6).

389 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 2444390 Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 2448391 Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 2447392 San Gregorio Magno, Regula pastoralis, 3, 21: PL 77, 87: «Nam cum quaelibet necessaria indigentibus ministramus, sua illis reddimus, non nostra largimur; iustitiae potius debitum soluimus, quam misericordiae opera implemus».393 Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, AA 8, ASS 58 (1966) 845; cf. CEC 2446.394 Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 2445


IV. EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD


a) Origen y significado


185 La subsidiaridad está entre las directrices más constantes y características de la doctrina social de la Iglesia, presente desde la primera gran encíclica social.395 Es imposible promover la dignidad de la persona si no se cuidan la familia, los grupos, las asociaciones, las realidades territoriales locales, en definitiva, aquellas expresiones agregativas de tipo económico, social, cultural, deportivo, recreativo, profesional, político, a las que las personas dan vida espontáneamente y que hacen posible su efectivo crecimiento social.396 Es éste el ámbito de lasociedad civil, entendida como el conjunto de las relaciones entre individuos y entre sociedades intermedias, que se realizan en forma originaria y gracias a la «subjetividad creativa del ciudadano».397 La red de estas relaciones forma el tejido social y constituye la base de una verdadera comunidad de personas, haciendo posible el reconocimiento de formas más elevadas de sociabilidad.398

395 Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 101-102. 123.396 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 1882397 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, SRS 15, AAS 80 (1988) 529; cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 203; Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 439; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 65: AAS 58 (1966) 1086-1087; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 73. 85-86: AAS 79 (1987) 586. 592-593; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 48: AAS 83 (1991) 852-854; CEC 1883-1885.398 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 49, AAS 83 (1991) 854-856 y también Id., Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 15: AAS 80 (1988) 528-530.


186 La exigencia de tutelar y de promover las expresiones originarias de la sociabilidad es subrayada por la Iglesia en la encíclica «Quadragesimo anno», en la que el principio de subsidiaridad se indica como principio importantísimo de la «filosofía social»: «Como no se puede quitar a los individuos y darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos».399

Conforme a este principio, todas las sociedades de orden superior deben ponerse en una actitud de ayuda («subsidium») —por tanto de apoyo, promoción, desarrollo— respecto a las menores. De este modo, los cuerpos sociales intermedios pueden desarrollar adecuadamente las funciones que les competen, sin deber cederlas injustamente a otras agregaciones sociales de nivel superior, de las que terminarían por ser absorbidos y sustituidos y por ver negada, en definitiva, su dignidad propia y su espacio vital.

A la subsidiaridad entendida en sentido positivo, como ayuda económica, institucional, legislativa, ofrecida a las entidades sociales más pequeñas, corresponde una serie deimplicaciones en negativo, que imponen al Estado abstenerse de cuanto restringiría, de hecho, el espacio vital de las células menores y esenciales de la sociedad. Su iniciativa, libertad y responsabilidad, no deben ser suplantadas.

399 Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 203; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus
CA 48: AAS 83 (1991) 852-854; CEC 1883.


b) Indicaciones concretas


187 El principio de subsidiaridad protege a las personas de los abusos de las instancias sociales superiores e insta a estas últimas a ayudar a los particulares y a los cuerpos intermedios a desarrollar sus tareas. Este principio se impone porque toda persona, familia y cuerpo intermedio tiene algo de original que ofrecer a la comunidad. La experiencia constata que la negación de la subsidiaridad, o su limitación en nombre de una pretendida democratización o igualdad de todos en la sociedad, limita y a veces también anula, el espíritu de libertad y de iniciativa.

Con el principio de subsidiaridad contrastan las formas de centralización, de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público: «Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por las lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos».400 La ausencia o el inadecuado reconocimiento de la iniciativa privada, incluso económica, y de su función pública, así como también los monopolios, contribuyen a dañar gravemente el principio de subsidiaridad.

A la actuación del principio de subsidiaridad corresponden: el respeto y la promoción efectiva del primado de la persona y de la familia; la valoración de las asociaciones y de las organizaciones intermedias, en sus opciones fundamentales y en todas aquellas que no pueden ser delegadas o asumidas por otros; el impulso ofrecido a la iniciativa privada, a fin que cada organismo social permanezca, con las propias peculiaridades, al servicio del bien común; la articulación pluralista de la sociedad y la representación de sus fuerzas vitales; la salvaguardia de los derechos de los hombres y de las minorías; la descentralización burocrática y administrativa; el equilibrio entre la esfera pública y privada, con el consecuente reconocimiento de la funciónsocial del sector privado; una adecuada responsabilización del ciudadano para «ser parte» activa de la realidad política y social del país.

400 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 48, AAS 83 (1991) 854.


188 Diversas circunstancias pueden aconsejar que el Estado ejercite una función de suplencia.401 Piénsese, por ejemplo, en las situaciones donde es necesario que el Estado mismo promueva la economía, a causa de la imposibilidad de que la sociedad civil asuma autónomamente la iniciativa; piénsese también en las realidades de grave desequilibrio e injusticia social, en las que sólo la intervención pública puede crear condiciones de mayor igualdad, de justicia y de paz. A la luz del principio de subsidiaridad, sin embargo, esta suplencia institucional no debe prolongarse y extenderse más allá de lo estrictamente necesario, dado que encuentra justificación sólo en lo excepcional de la situación. En todo caso, el bien común correctamente entendido, cuyas exigencias no deberán en modo alguno estar en contraste con la tutela y la promoción del primado de la persona y de sus principales expresiones sociales, deberá permanecer como el criterio de discernimiento acerca de la aplicación del principio de subsidiaridad.

401 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 48, AAS 83 (1991) 852-854.


V. LA PARTICIPACIÓN


a) Significado y valor


189 Consecuencia característica de la subsidiaridad es la participación,402 que se expresa, esencialmente, en una serie de actividades mediante las cuales el ciudadano, como individuo o asociado a otros, directamente o por medio de los propios representantes, contribuye a la vida cultural, económica, política y social de la comunidad civil a la que pertenece.403 La participación es un deber que todos han de cumplir conscientemente, en modo responsable y con vistas al bien común.404

La participación no puede ser delimitada o restringida a algún contenido particular de la vida social, dada su importancia para el crecimiento, sobre todo humano, en ámbitos como el mundo del trabajo y de las actividades económicas en sus dinámicas internas,405 la información y la cultura y, muy especialmente, la vida social y política hasta los niveles más altos, como son aquellos de los que depende la colaboración de todos los pueblos en la edificación de una comunidad internacional solidaria.406 Desde esta perspectiva, se hace imprescindible la exigencia de favorecer la participación, sobre todo, de los más débiles, así como la alternancia de los dirigentes políticos, con el fin de evitar que se instauren privilegios ocultos; es necesario, además, un fuerte empeño moral, para que la gestión de la vida pública sea el fruto de la corresponsabilidad de cada uno con respecto al bien común.

402 Cf. Pablo VI, Carta. ap. Octogesima adveniens, 22. 46: AAS 63 (1971) 417. 433- 435; Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, 40, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 41.403 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes,
GS 75, AAS 58 (1966) 1097-1099.404 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1913-1917405 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, AAS 53 (1961) 423-425; Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens LE 14: AAS 73 (1981) 612-616; Id., Carta enc. Centesimus annus CA 35: AAS 83 (1991) 836-838.406 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 44-45, AAS 80 (1988) 575-578.


b) Participación y democracia


190 La participación en la vida comunitaria no es solamente una de las mayores aspiraciones del ciudadano, llamado a ejercitar libre y responsablemente el propio papel cívico con y para los demás, sino también uno de los pilares de todos los ordenamientos democráticos,407 además de una de las mejores garantías de permanencia de la democracia. El gobierno democrático, en efecto, se define a partir de la atribución, por parte del pueblo, de poderes y funciones, que deben ejercitarse en su nombre, por su cuenta y a su favor; es evidente, pues, que toda democracia debe ser participativa.408 Lo cual comporta que los diversos sujetos de la comunidad civil, en cualquiera de sus niveles, sean informados, escuchados e implicados en el ejercicio de las funciones que ésta desarrolla.

407 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris , AAS 55 (1963) 278.408 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 46, AAS 83 (1991) 850-851.


191 La participación puede lograrse en todas las relaciones posibles entre el ciudadano y las instituciones: para ello, se debe prestar particular atención a los contextos históricos y sociales en los que la participación debería actuarse verdaderamente. La superación de los obstáculos culturales, jurídicos y sociales que con frecuencia se interponen, como verdaderas barreras, a la participación solidaria de los ciudadanos en los destinos de la propia comunidad, requiere una obra informativa y educativa.409 Una consideración cuidadosa merecen, en este sentido, todas las posturas que llevan al ciudadano a formas de participación insuficientes o incorrectas, y al difundido desinterés por todo lo que concierne a la esfera de la vida social y política: piénsese, por ejemplo, en los intentos de los ciudadanos de «contratar» con las instituciones las condiciones más ventajosas para sí mismos, casi como si éstas estuviesen al servicio de las necesidades egoístas; y en la praxis de limitarse a la expresión de la opción electoral, llegando aun en muchos casos, a abstenerse.410

En el ámbito de la participación, una ulterior fuente de preocupación proviene de aquellos países con un régimen totalitario o dictatorial, donde el derecho fundamental a participar en la vida pública es negado de raíz, porque se considera una amenaza para el Estado mismo;411 de los países donde este derecho es enunciado sólo formalmente, sin que se pueda ejercer concretamente; y también de aquellos otros donde el crecimiento exagerado del aparato burocrático niega de hecho al ciudadano la posibilidad de proponerse como un verdadero actor de la vida social y política.412

409 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 1917410 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 30-31, AAS 58 (1966) 1049-1050; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus CA 47: AAS 83 (1991) 851-852.411 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 44-45, AAS 83 (1991) 848-849.412 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 15, AAS 80 (1988) 528-530; cf. Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1952): AAS 45 (1953) 37; Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 47: AAS 63 (1971) 435-437.


VI. EL PRINCIPIO DE SOLIDARIDAD


a) Significado y valor


192 La solidaridad confiere particular relieve a la intrínseca sociabilidad de la persona humana, a la igualdad de todos en dignidad y derechos, al camino común de los hombres y de los pueblos hacia una unidad cada vez más convencida. Nunca como hoy ha existido una conciencia tan difundida del vínculo de interdependencia entre los hombres y entre los pueblos, que se manifiesta a todos los niveles.413 La vertiginosa multiplicación de las vías y de los medios de comunicación «en tiempo real», como las telecomunicaciones, los extraordinarios progresos de la informática, el aumento de los intercambios comerciales y de las informaciones son testimonio de que por primera vez desde el inicio de la historia de la humanidad ahora es posible, al menos técnicamente, establecer relaciones aun entre personas lejanas o desconocidas.

Junto al fenómeno de la interdependencia y de su constante dilatación, persisten, por otra parte, en todo el mundo, fortísimas desigualdades entre países desarrollados y países en vías de desarrollo, alimentadas también por diversas formas de explotación, de opresión y de corrupción, que influyen negativamente en la vida interna e internacional de muchos Estados. El proceso de aceleración de la interdependencia entre las personas y los pueblos debe estar acompañado por un crecimiento en el plano ético- social igualmente intenso, para así evitar las nefastas consecuencias de una situación de injusticia de dimensiones planetarias, con repercusiones negativas incluso en los mismos países actualmente más favorecidos.414

413 A la interdependencia se puede asociar el tema clásico de la socialización, tantas veces examinado por la doctrina social de la Iglesia, cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, AAS 53 (1961) 415-417; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes
GS 42: AAS 58 (1966) 1060-1061; Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens LE 14-15: AAS 73 (1981) 612-618.414 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 11-22, AAS 80 (1988) 525-540.


b) La solidaridad como principio social y como virtud moral


193 Las nuevas relaciones de interdependencia entre hombres y pueblos, que son, de hecho, formas de solidaridad, deben transformarse en relaciones que tiendan hacia una verdadera y propia solidaridad ético-social, que es la exigencia moral ínsita en todas las relaciones humanas. La solidaridad se presenta, por tanto, bajo dos aspectos complementarios: como principio social415 y como virtud moral.416

La solidaridad debe captarse, ante todo, en su valor de principio social ordenador de las instituciones, según el cual las «estructuras de pecado»,417 que dominan las relaciones entre las personas y los pueblos, deben ser superadas y transformadas en estructuras de solidaridad, mediante la creación o la oportuna modificación de leyes, reglas de mercado, ordenamientos.

La solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral, no «un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es ladeterminación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos».418 La solidaridad se eleva al rango de virtud social fundamental, ya que se coloca en la dimensión de la justicia, virtud orientada por excelencia al bien común, y en «la entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto a "perderse", en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a "servirlo" en lugar de oprimirlo para el propio provecho (cf.
Mt 10,40-42 Mt 20,25 Mc 10,42-45 Lc 22,25-27)».419

415 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1939-1941416 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1942417 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 36 SRS 37, AAS 80 (1988) 561-564; cf. Id., Exh. ap. Reconciliatio et paenitentia, RP 16: AAS 77 (1985) 213-217.418 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 38, AAS 80 (1988) 565-566.419 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 38, AAS 80 (1988) 566. Cf. además: Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, LE 8: AAS 73 (1981) 594-598; Id., Carta enc. Centesimus annus, CA 57: AAS 83 (1991) 862-863.


c) Solidaridad y crecimiento común de los hombres


194 El mensaje de la doctrina social acerca de la solidaridad pone en evidencia el hecho de que existen vínculos estrechos entre solidaridad y bien común, solidaridad y destino universal de los bienes, solidaridad e igualdad entre los hombres y los pueblos, solidaridad y paz en el mundo.420 El término «solidaridad», ampliamente empleado por el Magisterio,421 expresa en síntesis la exigencia de reconocer en el conjunto de los vínculos que unen a los hombres y a los grupos sociales entre sí, el espacio ofrecido a la libertad humana para ocuparse del crecimiento común, compartido por todos. El compromiso en esta dirección se traduce en la aportación positiva que nunca debe faltar a la causa común, en la búsqueda de los puntos de posible entendimiento incluso allí donde prevalece una lógica de separación y fragmentación, en la disposición para gastarse por el bien del otro, superando cualquier forma de individualismo y particularismo.422

420 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis
SRS 17 SRS 39 SRS 45, AAS 80 (1988) 532-533. 566-568. 577-578. También la solidaridad internacional es una exigencia de orden moral; la paz del mundo depende en gran medida de ella: cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 83-86: AAS 58 (1966) 1107-1110; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio PP 48: AAS 59 (1967) 281; Pontificia Comisión «Iustitia et Pax», Al servicio de la comunidad humana: una consideración ética de la deuda internacional (27 de diciembre de 1986), I,1, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1986, pp. 10-11; CEC 1941 CEC 2438.421 La solidaridad, aunque falte explícitamente la expresión, es uno de los principios basilares de la «Rerum novarum» (cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, AAS 53 [1961] 407). «El principio que hoy llamamos de solidaridad... León XIII lo enuncia varias veces con el nombre de “amistad”, que encontramos ya en la filosofía griega, por Pío XI es designado con la expresión no menos significativa de “caridad social”, mientras que Pablo VI, ampliando el concepto, de conformidad con las actuales y múltiples dimensiones de la cuestión social, hablaba de “civilización del amor”» (Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus CA 10, AAS 83 [1991] 805). La solidaridad es uno de los principios fundamentales de toda la enseñanza social de la Iglesia (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 73: AAS 79 [1987] 586). A partir de Pío XII (cf. Carta enc. Summi Pontificatus: AAS 31 [1939] 426- 427), el término «solidaridad» se emplea con frecuencia creciente y cada vez con mayor amplitud de significado: desde el de «ley», en la misma Encíclica, al de «principio» (cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, AAS 53 [1961] 407); de «deber» (cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, PP 17 PP 48, AAS 59 [1967] 265-266. 281) y de «valor» (cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 38, AAS 80 [1988] 564-566), en fin, al de «virtud» (cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 38 SRS 40, AAS 80 [1988] 564-566. 568-569).422 Cf. Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, 38, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, PP 40-41


195 El principio de solidaridad implica que los hombres de nuestro tiempo cultiven aún más la conciencia de la deuda que tienen con la sociedad en la cual están insertos: son deudores de aquellas condiciones que facilitan la existencia humana, así como del patrimonio, indivisible e indispensable, constituido por la cultura, el conocimiento científico y tecnológico, los bienes materiales e inmateriales, y todo aquello que la actividad humana ha producido. Semejante deuda se salda con las diversas manifestaciones de la actuación social, de manera que el camino de los hombres no se interrumpa, sino que permanezca abierto para las generaciones presentes y futuras, llamadas unas y otras a compartir, en la solidaridad, el mismo don.

d) La solidaridad en la vida y en el mensaje de Jesucristo


196 La cumbre insuperable de la perspectiva indicada es la vida de Jesús de Nazaret, el Hombre nuevo, solidario con la humanidad hasta la «muerte de cruz» (Ph 2,8): en Él es posible reconocer el signo viviente del amor inconmensurable y trascendente del Dios con nosotros, que se hace cargo de las enfermedades de su pueblo, camina con él, lo salva y lo constituye en la unidad.423 En Él, y gracias a Él, también la vida social puede ser nuevamente descubierta, aun con todas sus contradicciones y ambigüedades, como lugar de vida y de esperanza, en cuanto signo de una Gracia que continuamente se ofrece a todos y que invita a las formas más elevadas y comprometedoras de comunicación de bienes.

Jesús de Nazaret hace resplandecer ante los ojos de todos los hombres el nexo entre solidaridad y caridad, iluminando todo su significado:424 «A la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen vivade Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuesto al sacrificio, incluso extremo: “dar la vida por los hermanos” (cf. Jn 15,13)».425

423 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 32, AAS 58 (1966) 1051.424 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 40, AAS 80 (1988) 568: «Lasolidaridad es sin duda una virtud cristiana. Ya en la exposición precedente se podían vislumbrar numerosos puntos de contacto entre ella y la caridad, que es signo distintivo de los discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35)».425 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis SRS 40, AAS 80 (1988) 569.


VII. LOS VALORES FUNDAMENTALES


DE LA VIDA SOCIAL


a) Relación entre principios y valores


197 La doctrina social de la Iglesia, además de los principios que deben presidir la edificación de una sociedad digna del hombre, indica también valores fundamentales. La relación entre principios y valores es indudablemente de reciprocidad, en cuanto que los valores sociales expresan el aprecio que se debe atribuir a aquellos determinados aspectos del bien moral que los principios se proponen conseguir, ofreciéndose como puntos de referencia para la estructuración oportuna y la conducción ordenada de la vida social. Los valores requieren, por consiguiente, tanto la práctica de los principios fundamentales de la vida social, como el ejercicio personal de las virtudes y, por ende, las actitudes morales correspondientes a los valores mismos.426

Todos los valores sociales son inherentes a la dignidad de la persona humana, cuyo auténtico desarrollo favorecen; son esencialmente: la verdad, la libertad, la justicia, el amor.427 Su práctica es el camino seguro y necesario para alcanzar la perfección personal y una convivencia social más humana; constituyen la referencia imprescindible para los responsables de la vida pública, llamados a realizar «las reformas sustanciales de las estructuras económicas, políticas, culturales y tecnológicas, y los cambios necesarios en las instituciones».428 El respeto de la legítima autonomía de las realidades terrenas lleva a la Iglesia a no asumir competencias específicas de orden técnico y temporal,429 pero no le impide intervenir para mostrar cómo, en las diferentes opciones del hombre, estos valores son afirmados o, por el contrario, negados.430

426 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 1886427 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 26, AAS 58 (1966) 1046-1047; Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris : AAS 55 (1963) 265-266.428 Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, 43, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 43.429 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 36, AAS 58 (1966) 1053-1054.430 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 1, AAS 58 (1966) 1025-1026; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, PP 13: AAS 59 (1967) 263-264.


b) La verdad


198 Los hombres tienen una especial obligación de tender continuamente hacia la verdad, respetarla y atestiguarla responsablemente.431 Vivir en la verdad tiene un importante significado en las relaciones sociales: la convivencia de los seres humanos dentro de una comunidad, en efecto, es ordenada, fecunda y conforme a su dignidad de personas, cuando se funda en la verdad.432 Las personas y los grupos sociales cuanto más se esfuerzan por resolver los problemas sociales según la verdad, tanto más se alejan del arbitrio y se adecúan a las exigencias objetivas de la moralidad.

Nuestro tiempo requiere una intensa actividad educativa433 y un compromiso correspondiente por parte de todos, para que la búsqueda de la verdad, que no se puede reducir al conjunto de opiniones o a alguna de ellas, sea promovida en todos los ámbitos y prevalezca por encima de cualquier intento de relativizar sus exigencias o de ofenderla.434 Es una cuestión que afecta particularmente al mundo de la comunicación pública y al de la economía. En ellos, el uso sin escrúpulos del dinero plantea interrogantes cada vez más urgentes, que remiten necesariamente a una exigencia de transparencia y de honestidad en la actuación personal y social.

431 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 2467432 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, AAS 55 (1963) 265-266. 281.433 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 61, AAS 58 (1966) 1081-1082; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, PP 35 PP 40: AAS 59 (1967) 274-275. 277; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, SRS 44: AAS 80 (1988) 575-577. Para la reforma de la sociedad «la tarea prioritaria, que condiciona el éxito de todas las otras, es de orden educativo»: Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 99: AAS 79 (1987) 599.434 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, GS 16, AAS 58 (1966) 1037; Catecismo de la Iglesia Católica, GS 2464-2487.



Compendio Doctrina social ES 182