Compendio Doctrina social ES 330

II. MORAL Y ECONOMÍA



330 La doctrina social de la Iglesia insiste en la connotación moral de la economía. Pío XI, en un texto de la encíclica Quadragesimo anno, recuerda la relación entre la economía y la moral: «Aun cuando la economía y la disciplina moral, cada cual en su ámbito, tienen principios propios, a pesar de ello es erróneo que el orden económico y el moral estén tan distanciados y ajenos entre sí, que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste. Las leyes llamadas económicas, fundadas sobre la naturaleza de las cosas y en la índole del cuerpo y del alma humanos, establecen, desde luego, con toda certeza qué fines no y cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la actividad humana dentro del orden económico; pero la razón también, apoyándose igualmente en la naturaleza de las cosas y del hombre, individual y socialmente considerado, demuestra claramente que a ese orden económico en su totalidad le ha sido prescrito un fin por Dios Creador. Una y la misma es, efectivamente, la ley moral que nos manda buscar, así como directamente en la totalidad de nuestras acciones nuestro fin supremo y último, así también en cada uno de los órdenes particulares esos fines que entendemos que la naturaleza o, mejor dicho, el autor de la naturaleza, Dios, ha fijado a cada orden de cosas factibles, y someterlos subordinadamente a aquél».691

691 Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 190-191.


331 La relación entre moral y economía es necesaria e intrínseca: actividad económica y comportamiento moral se compenetran íntimamente. La necesaria distinción entre moral y economía no comporta una separación entre los dos ámbitos, sino al contrario, una reciprocidad importante. Así como en el ámbito moral se deben tener en cuenta las razones y las exigencias de la economía, la actuación en el campo económico debe estar abierta a las instancias morales: «También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social».692 Dar el justo y debido peso a las razones propias de la economía no significa rechazar como irracional toda consideración de orden metaeconómico, precisamente porque el fin de la economía no está en la economía misma, sino en su destinación humana y social.693 A la economía, en efecto, tanto en el ámbito científico, como en el nivel práctico, no se le confía el fin de la realización del hombre y de la buena convivencia humana, sino una tarea parcial: la producción, la distribución y el consumo de bienes materiales y de servicios.

692 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes
GS 63, AAS 58 (1966) 1084.693 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 2426


332 La dimensión moral de la economía hace entender que la eficiencia económica y la promoción de un desarrollo solidario de la humanidad son finalidades estrechamente vinculadas, más que separadas o alternativas. La moral, constitutiva de la vida económica, no es ni contraria ni neutral: cuando se inspira en la justicia y la solidaridad, constituye un factor de eficiencia social para la misma economía. Es un deber desarrollar de manera eficiente la actividad de producción de los bienes, de otro modo se desperdician recursos; pero no es aceptable un crecimiento económico obtenido con menoscabo de los seres humanos, de grupos sociales y pueblos enteros, condenados a la indigencia y a la exclusión. La expansión de la riqueza, visible en la disponibilidad de bienes y servicios, y la exigencia moral de una justa difusión de estos últimos deben estimular al hombre y a la sociedad en su conjunto a practicar la virtud esencial de la solidaridad,694 para combatir con espíritu de justicia y de caridad, dondequiera que existan, las «estructuras de pecado»695 que generan y mantienen la pobreza, el subdesarrollo y la degradación. Estas estructuras están edificadas y consolidadas por muchos actos concretos de egoísmo humano.

694 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis,
SRS 40, AAS 80 (1988) 568-569.695 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, SRS 36, AAS 80 (1988) 561.


333 Para asumir un perfil moral, la actividad económica debe tener como sujetos a todos los hombres y a todos los pueblos. Todos tienen el derecho de participar en la vida económica y el deber de contribuir, según sus capacidades, al progreso del propio país y de la entera familia humana.696 Si, en alguna medida, todos son responsables de todos, cada uno tiene el deber de comprometerse en el desarrollo económico de todos:697 es un deber de solidaridad y de justicia, pero también es la vía mejor para hacer progresar a toda la humanidad. Cuando se vive con sentido moral, la economía se realiza como prestación de un servicio recíproco, mediante la producción de bienes y servicios útiles al crecimiento de cada uno, y se convierte para cada hombre en una oportunidad de vivir la solidaridad y la vocación a la «comunión con los demás hombres, para lo cual fue creado por Dios».698 El esfuerzo de concebir y realizar proyectos económico-sociales capaces de favorecer una sociedad más justa y un mundo más humano representa un desafío difícil, pero también un deber estimulante, para todos los agentes económicos y para quienes se dedican a las ciencias económicas.699

696 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes
GS 65, AAS 58 (1966) 1086-1087.697 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, SRS 32, AAS 80 (1988) 556-557.698 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 41, AAS 83 (1991) 844.699 Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 15-16: AAS 92 (2000) 366-367.


334 Objeto de la economía es la formación de la riqueza y su incremento progresivo, en términos no sólo cuantitativos, sino cualitativos: todo lo cual es moralmente correcto si está orientado al desarrollo global y solidario del hombre y de la sociedad en la que vive y trabaja. El desarrollo, en efecto, no puede reducirse a un mero proceso de acumulación de bienes y servicios. Al contrario, la pura acumulación, aun cuando fuese en pro del bien común, no es una condición suficiente para la realización de la auténtica felicidad humana. En este sentido, el Magisterio social pone en guardia contra la insidia que esconde un tipo de desarrollo sólo cuantitativo, ya que la «excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales para algunas categorías sociales, fácilmente hace a los hombres esclavos de la “posesión” y del goce inmediato... Es la llamada civilización del “consumo” o consumismo...».700

700 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis,
SRS 28, AAS 80 (1988) 548.


335 En la perspectiva del desarrollo integral y solidario, se puede apreciar justamente la valoración moral que la doctrina social hace sobre la economía de mercado, o simplemente economía libre: «Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios productivos, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado” o simplemente de “economía libre”. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa».701 De este modo queda definida la perspectiva cristiana acerca de las condiciones sociales y políticas de la actividad económica: no sólo sus reglas, sino también su calidad moral y su significado.

701 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 42, AAS 83 (1991) 845-846.


III. INICIATIVA PRIVADA Y EMPRESA



336 La doctrina social de la Iglesia considera la libertad de la persona en campo económico un valor fundamental y un derecho inalienable que hay que promover y tutelar: «Cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos».702 Esta enseñanza pone en guardia contra las consecuencias negativas que se derivarían de la restricción o de la negación del derecho de iniciativa económica: «La experiencia nos demuestra que la negación de tal derecho o su limitación en nombre de una pretendida “igualdad” de todos en la sociedad reduce o, sin más, destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa del ciudadano».703 En este sentido, la libre y responsable iniciativa en campo económico puede definirse también como un acto que revela la humanidad del hombre en cuanto sujeto creativo y relacional. La iniciativa económica debe gozar, por tanto, de un espacio amplio. El Estado tiene la obligación moral de imponer vínculos restrictivos sólo en orden a las incompatibilidades entre la persecución del bien común y el tipo de actividad económica puesta en marcha, o sus modalidades de desarrollo.704

702 Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 2429 cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes GS 63, AAS 58 (1966) 1084-1085; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 48: AAS 83 (1991) 852-854; Id., Carta enc. Sollicitudo rei socialis, SRS 15: AAS 80 (1988) 528-530; Id., Carta enc. Laborem exercens, LE 17: AAS 73 (1981) 620-622; Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 413-415.703 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, SRS 15, AAS 80 (1988) 529; cf. CEC 2429.704 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 16, AAS 83 (1991) 813-814.


337 La dimensión creativa es un elemento esencial de la acción humana, también en el campo empresarial, y se manifiesta especialmente en la aptitud para elaborar proyectos e innovar: «Organizar ese esfuerzo productivo, programar su duración en el tiempo, procurar que corresponda de manera positiva a las necesidades que debe satisfacer, asumiendo los riesgos necesarios: todo esto es también una fuente de riqueza en la sociedad actual. Así se hace cada vez más evidente y determinante el papel del trabajo humano, disciplinado y creativo, y el de las capacidades de iniciativa y de espíritu emprendedor, como parte esencial del mismo trabajo».705 Como fundamento de esta enseñanza hay que señalar la convicción de que «el principal recurso del hombre es, junto con la tierra, el hombre mismo. Es su inteligencia la que descubre las potencialidades productivas de la tierra y las múltiples modalidades con que se pueden satisfacer las necesidades humanas».706

705 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 32, AAS 83 (1991) 833.706 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 32, AAS 83 (1991) 833


a) La empresa y sus fines


338 La empresa debe caracterizarse por la capacidad de servir al bien común de la sociedad mediante la producción de bienes y servicios útiles. En esta producción de bienes y servicios con una lógica de eficiencia y de satisfacción de los intereses de los diversos sujetos implicados, la empresa crea riqueza para toda la sociedad: no sólo para los propietarios, sino también para los demás sujetos interesados en su actividad. Además de esta función típicamente económica, la empresa desempeña también una función social, creando oportunidades de encuentro, de colaboración, de valoración de las capacidades de las personas implicadas. En la empresa, por tanto, la dimensión económica es condición para el logro de objetivos no sólo económicos, sino también sociales y morales, que deben perseguirse conjuntamente.

El objetivo de la empresa se debe llevar a cabo en términos y con criterios económicos, pero sin descuidar los valores auténticos que permiten el desarrollo concreto de la persona y de la sociedad. En esta visión personalista y comunitaria, «la empresa no puede considerarse únicamente como una “sociedad de capitales”; es, al mismo tiempo, una “sociedad de personas”, en la que entran a formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo».707

707 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 43, AAS 83 (1991) 847.


339 Los componentes de la empresa deben ser conscientes de que la  comunidad en la que trabajan representa un bien para todos y no una estructura que permite satisfacer exclusivamente los intereses personales de alguno. Sólo esta conciencia permite llegar a construir una economía verdaderamente al servicio del hombre y elaborar un proyecto de cooperación real entre las partes sociales.

Un ejemplo muy importante y significativo en la dirección indicada procede de la actividad de las empresas cooperativas, de la pequeña y mediana empresa, de las empresas artesanales y de las agrícolas de dimensiones familiares. La doctrina social ha subrayado la contribución que estas empresas ofrecen a la valoración del trabajo, al crecimiento del sentido de responsabilidad personal y social, a la vida democrática, a los valores humanos útiles para el progreso del mercado y de la sociedad.708

708 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, AAS 53 (1961) 422-423.


340 La doctrina social reconoce la justa función del beneficio, como primer indicador del buen funcionamiento de la empresa: «Cuando una empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente».709 Esto no puede hacer olvidar el hecho que no siempre el beneficio indica que la empresa esté sirviendo adecuadamente a la sociedad.710 Es posible, por ejemplo, «que los balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad».711 Esto sucede cuando la empresa opera en sistemas socioculturales caracterizados por la explotación de las personas, propensos a rehuir las obligaciones de justicia social y a violar los derechos de los trabajadores.

Es indispensable que, dentro de la empresa, la legítima búsqueda del beneficio se armonice con la irrenunciable tutela de la dignidad de las personas que a título diverso trabajan en la misma. Estas dos exigencias no se oponen en absoluto, ya que, por una parte, no sería realista pensar que el futuro de la empresa esté asegurado sin la producción de bienes y servicios y sin conseguir beneficios que sean el fruto de la actividad económica desarrollada; por otra parte, permitiendo el crecimiento de la persona que trabaja, se favorece una mayor productividad y eficacia del trabajo mismo. La empresa debe ser una comunidad solidaria712 no encerrada en los intereses corporativos, tender a una «ecología social»713 del trabajo, y contribuir al bien común, incluida la salvaguardia del ambiente natural.

709 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 35, AAS 83 (1991) 837.710 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 2424711 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 35, AAS 83 (1991) 837.712 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 43, AAS 83 (1991) 846-848.713 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 38, AAS 83 (1991) 841.


341 Si en la actividad económica y financiera la búsqueda de un justo beneficio es aceptable, el recurso a la usura está moralmente condenado: «Los traficantes cuyas prácticas usurarias y mercantiles provocan el hambre y la muerte de sus hermanos los hombres, cometen indirectamente un homicidio. Este les es imputable».714 Esta condena se extiende también a las relaciones económicas internacionales, especialmente en lo que se refiere a la situación de los países menos desarrollados, a los que no se pueden aplicar «sistemas financieros abusivos, si no usurarios».715 El Magisterio reciente ha usado palabras fuertes y claras a propósito de esta práctica todavía dramáticamente difundida: «La usura, delito que también en nuestros días es una infame realidad, capaz de estrangular la vida de muchas personas».716

714 Catecismo de la Iglesia Católica
CEC 2269715 Catecismo de la Iglesia Católica CEC 2438716 Juan Pablo II, Discurso en la Audiencia General (4 de febrero de 2004), 3: L'Osservatore Romano, edición española, 6 de febrero de 2004, p. 12.


342 La empresa se mueve hoy en el marco de escenarios económicos de dimensiones cada vez más amplias, donde los Estados nacionales tienen una capacidad limitada de gobernar los rápidos procesos de cambio que afectan a las relaciones económico-financieras internacionales; esta situación induce a las empresas a asumir responsabilidades nuevas y mayores con respecto al pasado. Su papel, hoy más que nunca, resulta determinante para un desarrollo auténticamente solidario e integral de la humanidad e igualmente decisivo, en este sentido, su aceptación del hecho que «el desarrollo o se convierte en un hecho común a todas las partes del mundo o sufre un proceso de retroceso aun en las zonas marcadas por un constante progreso. Fenómeno este particularmente indicador de la naturaleza del auténtico desarrollo: o participan de él todas las Naciones del mundo, o no será tal, ciertamente».717

717 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis,
SRS 17, AAS 80 (1988) 532.


b) El papel del empresario y del dirigente de empresa


343 La iniciativa económica es expresión de la inteligencia humana y de la exigencia de responder a las necesidades del hombre con creatividad y en colaboración. En la creatividad y en la cooperación se halla inscrita la auténtica noción de la competencia empresarial: un cum-petere, es decir, un buscar juntos las soluciones más adecuadas para responder del modo más idóneo a las necesidades que van surgiendo progresivamente. El sentido de responsabilidad que brota de la libre iniciativa económica se configura no sólo como virtud individual indispensable para el crecimiento humano del individuo, sino también como virtud social necesaria para el desarrollo de una comunidad solidaria: «En este proceso están implicadas importantes virtudes, como son la diligencia, la laboriosidad, la prudencia en asumir los riesgos razonables, la fiabilidad y la lealtad en las relaciones interpersonales, la resolución de ánimo en la ejecución de decisiones difíciles y dolorosas, pero necesarias para el trabajo común de la empresa y para hacer frente a los eventuales reveses de fortuna».718

718 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus
CA 32, AAS 83 (1991) 833.


344 El papel del empresario y del dirigente revisten una importancia central desde el punto de vista social, porque se sitúan en el corazón de la red de vínculos técnicos, comerciales, financieros y culturales, que caracterizan la moderna realidad de la empresa. Puesto que las decisiones empresariales producen, en razón de la complejidad creciente de la actividad empresarial, múltiples efectos conjuntos de gran relevancia no sólo económica, sino también social, el ejercicio de las responsabilidades empresariales y directivas exige, además de un esfuerzo continuo de actualización específica, una constante reflexión sobre los valores morales que deben guiar las opciones personales de quien está investido de tales funciones.

Los empresarios y los dirigentes no pueden tener en cuenta exclusivamente el objetivo económico de la empresa, los criterios de la eficiencia económica, las exigencias del cuidado del «capital» como conjunto de medios de producción: el respeto concreto de la dignidad humana de los trabajadores que laboran en la empresa, es también su deber preciso.719 Las personas constituyen «el patrimonio más valioso de la empresa»,720 el factor decisivo de la producción.721 En las grandes decisiones estratégicas y financieras, de adquisición o de venta, de reajuste o cierre de instalaciones, en la política de fusiones, los criterios no pueden ser exclusivamente de naturaleza financiera o comercial.

719 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 2432720 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 35, AAS 83 (1991) 837.721 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 32-33, AAS 83 (1991) 832-835.


345 La doctrina social insiste en la necesidad de que el empresario y el dirigente se comprometan a estructurar la actividad laboral en sus empresas de modo que favorezcan la familia, especialmente a las madres de familia en el ejercicio de sus tareas;722 que secunden, a la luz de una visión integral del hombre y del desarrollo, la demanda de calidad «de la mercancía que se produce y se consume; calidad de los servicios públicos que se disfrutan; calidad del ambiente y de la vida en general»;723 que inviertan, en caso de que se den las condiciones económicas y de estabilidad política para ello, en aquellos lugares y sectores productivos que ofrecen a los individuos y a los pueblos «la ocasión de dar valor al propio trabajo».724

722 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens,
LE 19, AAS 73 (1981) 625-629.723 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 36, AAS 83 (1991) 838.724 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 36, AAS 83 (1991) 840.


IV. INSTITUCIONES ECONÓMICAS


AL SERVICIO DEL HOMBRE



346 Una de las cuestiones prioritarias en economía es el empleo de los recursos,725 es decir, de todos aquellos bienes y servicios a los que los sujetos económicos, productores y consumidores, privados y públicos, atribuyen un valor debido a su inherente utilidad en el campo de la producción y del consumo. Los recursos son cuantitativamente escasos en la naturaleza, lo que implica, necesariamente, que el sujeto económico particular, así como la sociedad, tengan que inventar alguna estrategia para emplearlos del modo más racional posible, siguiendo una lógica dictada por el principio de economicidad. De esto dependen tanto la efectiva solución del problema económico más general, y fundamental, de la limitación de los medios con respecto a las necesidades individuales y sociales, privadas y públicas, cuanto la eficiencia global, estructural y funcional, del entero sistema económico. Tal eficiencia apela directamente a la responsabilidad y la capacidad de diversos sujetos, como el mercado, el Estado y los cuerpos sociales intermedios.

725 Con referencia al uso de los recursos y de los bienes, la doctrina social de la Iglesia propone su enseñanza acerca del destino universal de los bienes y la propiedad privada; cf. Capítulo Cuarto, III.


a) El papel del libre mercado


347 El libre mercado es una institución socialmente importante por su capacidad de garantizar resultados eficientes en la producción de bienes y servicios. Históricamente, el mercado ha dado prueba de saber iniciar y sostener, a largo plazo, el desarrollo económico. Existen buenas razones para retener que, en muchas circunstancias, «el libre mercado sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades».726 La doctrina social de la Iglesia aprecia las seguras ventajas que ofrecen los mecanismos del libre mercado, tanto para utilizar mejor los recursos, como para agilizar el intercambio de productos: estos mecanismos, «sobre todo, dan la primacía a la voluntad y a las preferencias de la persona, que, en el contrato, se confrontan con las de otras personas».727

Un mercado verdaderamente competitivo es un instrumento eficaz para conseguir importantes objetivos de justicia: moderar los excesos de ganancia de las empresas; responder a las exigencias de los consumidores; realizar una mejor utilización y ahorro de los recursos; premiar los esfuerzos empresariales y la habilidad de innovación; hacer circular la información, de modo que realmente se puedan comparar y adquirir los productos en un contexto de sana competencia.

726 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 34, AAS 83 (1991) 835.727 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 40, AAS 83 (1991) 843.


348 El libre mercado no puede juzgarse prescindiendo de los fines que persigue y de los valores que transmite a nivel social. El mercado, en efecto, no puede encontrar en sí mismo el principio de la propia legitimación. Pertenece a la conciencia individual y a la responsabilidad pública establecer una justa relación entre medios y fines.728 La utilidad individual del agente económico, aunque legítima, no debe jamás convertirse en el único objetivo. Al lado de ésta, existe otra, igualmente fundamental y superior, la utilidad social, que debe procurarse no en contraste, sino en coherencia con la lógica de mercado. Cuando realiza las importantes funciones antes recordadas, el libre mercado se orienta al bien común y al desarrollo integral del hombre, mientras que la inversión de la relación entre medios y fines puede hacerlo degenerar en una institución inhumana y alienante, con repercusiones incontrolables.

728 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 41, AAS 83 (1991) 843-845.


349 La doctrina social de la Iglesia, aun reconociendo al mercado la función de instrumento insustituible de regulación dentro del sistema económico, pone en evidencia la necesidad de sujetarlo a finalidades morales que aseguren y, al mismo tiempo, circunscriban adecuadamente el espacio de su autonomía.729 La idea que se pueda confiar sólo al mercado el suministro de todas las categorías de bienes no puede compartirse, porque se basa en una visión reductiva de la persona y de la sociedad.730 Ante el riesgo concreto de una «idolatría» del mercado, la doctrina social de la Iglesia subraya sus límites, fácilmente perceptibles en su comprobada incapacidad de satisfacer importantes exigencias humanas, que requieren bienes que, «por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías»,731 bienes no negociables según la regla del «intercambio de equivalentes» y la lógica del contrato, típicas del mercado.

729 Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 41: AAS 63 (1971) 429-430.730 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 34, AAS 83 (1991) 835-836.731 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 40, AAS 83 (1991) 843; cf. CEC 2425.


350 El mercado asume una función social relevante en las sociedades contemporáneas, por lo cual es importante identificar sus mejores potencialidades y crear condiciones que permitan su concreto desarrollo. Los agentes deben ser efectivamente libres para comparar, evaluar y elegir entre las diversas opciones. Sin embargo la libertad, en ámbito económico, debe estar regulada por un apropiado marco jurídico, capaz de ponerla al servicio de la libertad humana integral: «La libertad económica es solamente un elemento de la libertad humana. Cuando aquélla se vuelve autónoma, es decir, cuando el hombre es considerado más como un productor o un consumidor de bienes que como un sujeto que produce y consume para vivir, entonces pierde su necesaria relación con la persona humana y termina por alienarla y oprimirla».732

732 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 39, AAS 83 (1991) 843.


b) La acción del Estado


351 La acción del Estado y de los demás poderes públicos debe conformarse al principio de subsidiaridad y crear situaciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica; debe también inspirarse en el principio de solidaridad y establecer los límites a la autonomía de las partes para defender a la más débil.733 La solidaridad sin subsidiaridad puede degenerar fácilmente en asistencialismo, mientras que la subsidiaridad sin solidaridad corre el peligro de alimentar formas de localismo egoísta. Para respetar estos dos principios fundamentales, la intervención del Estado en ámbito económico no debe ser ni ilimitada, ni insuficiente, sino proporcionada a las exigencias reales de la sociedad: «El Estado tiene el deber de secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis. El Estado tiene, además, el derecho a intervenir, cuando situaciones particulares de monopolio creen rémoras u obstáculos al desarrollo. Pero, aparte de estas incumbencias de armonización y dirección del desarrollo, el Estado puede ejercer funciones de suplencia en situaciones excepcionales».734

733 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 15, AAS 83 (1991) 811-813.734 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 48, AAS 83 (1991) 853; cf. CEC 2431.


352 La tarea fundamental del Estado en ámbito económico es definir un marco jurídico apto para regular las relaciones económicas, con el fin de «salvaguardar... las condiciones fundamentales de una economía libre, que presupone una cierta igualdad entre las partes, no sea que una de ellas supere talmente en poder a la otra que la pueda reducir prácticamente a esclavitud».735 La actividad económica, sobre todo en un contexto de libre mercado, no puede desarrollarse en un vacío institucional, jurídico y político: «Por el contrario, supone una seguridad que garantiza la libertad individual y la propiedad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes».736 Para llevar a cabo su tarea, el Estado debe elaborar una oportuna legislación, pero también dirigir con circunspección las políticas económicas y sociales, sin ocasionar un menoscabo en las diversas actividades de mercado, cuyo desarrollo debe permanecer libre de superestructuras y constricciones autoritarias o, peor aún, totalitarias.

735 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 15, AAS 83 (1991) 811.736 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 48, AAS 83 (1991) 852-853; cf. CEC 2431.


353 Es necesario que mercado y Estado actúen concertadamente y sean complementarios. El libre mercado puede proporcionar efectos benéficos a la colectividad solamente en presencia de una organización del Estado que defina y oriente la dirección del desarrollo económico, que haga respetar reglas justas y transparentes, que intervenga también directamente, durante el tiempo estrictamente necesario,737 en los casos en que el mercado no alcanza a obtener los resultados de eficiencia deseados y cuando se trata de poner por obra el principio redistributivo. En efecto, en algunos ámbitos, el mercado no es capaz, apoyándose en sus propios mecanismos, de garantizar una distribución equitativa de algunos bienes y servicios esenciales para el desarrollo humano de los ciudadanos: en este caso, la complementariedad entre Estado y mercado es más necesaria que nunca.

737 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 48, AAS 83 (1991) 852-854.


354 El Estado puede instar a los ciudadanos y a las empresas para que promuevan el bien común, disponiendo y practicando una política económica que favorezca la participación de todos sus ciudadanos en las actividades productivas. El respeto del principio de subsidiaridad debe impulsar a las autoridades públicas a buscar las condiciones favorables al desarrollo de las capacidades de iniciativa individuales, de la autonomía y de la responsabilidad personales de los ciudadanos, absteniéndose de cualquier intervención que pueda constituir un condicionamiento indebido de las fuerzas empresariales.

En orden al bien común, proponerse con una constante determinación el objetivo del justo equilibrio entre la libertad privada y la acción pública, entendida como intervención directa en la economía o como actividad de apoyo al desarrollo económico. En cualquier caso, la intervención pública deberá atenerse a criterios de equidad, racionalidad y eficiencia, sin sustituir la acción de los particulares, contrariando su derecho a la libertad de iniciativa económica. El Estado, en este caso, resulta nocivo para la sociedad: una intervención directa demasiado amplia termina por anular la responsabilidad de los ciudadanos y produce un aumento excesivo de los aparatos públicos, guiados más por lógicas burocráticas que por el objetivo de satisfacer las necesidades de las personas.738

738 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
CA 48, AAS 83 (1991) 852-854.


355 Los ingresos fiscales y el gasto público asumen una importancia económica crucial para la comunidad civil y política: el objetivo hacia el cual se debe tender es lograr una finanza pública capaz de ser instrumento de desarrollo y de solidaridad. Una Hacienda pública justa, eficiente y eficaz, produce efectos virtuosos en la economía, porque logra favorecer el crecimiento de la ocupación, sostener las actividades empresariales y las iniciativas sin fines de lucro, y contribuye a acrecentar la credibilidad del Estado como garante de los sistemas de previsión y de protección social, destinados en modo particular a proteger a los más débiles.

La finanza pública se orienta al bien común cuando se atiene a algunos principios fundamentales: el pago de impuestos739 como especificación del deber de solidaridad; racionalidad y equidad en la imposición de los tributos;740 rigor e integridad en la administración y en el destino de los recursos públicos.741 En la redistribución de los recursos, las finanza pública debe seguir los principios de la solidaridad, de la igualdad, de la valoración de los talentos, y prestar gran atención al sostenimiento de las familias, destinando a tal fin una adecuada cantidad de recursos.742

739 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes
GS 30, AAS 58 (1966) 1049-1050.740 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, AAS 53 (1961) 433-434. 438.741 Cf. Pío XI, Carta enc. Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 103-104.742 Cf. Pío XII, Radiomensaje por el 50º aniversario de la «Rerum novarum»: AAS 33 (1941) 202; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, CA 49: AAS 83 (1991) 854-856; Id., Exh. ap. Familiaris consortio, FC 45: AAS 74 (1982) 136-137.



Compendio Doctrina social ES 330