Catecismo Iglesia Catól. 1810

Las virtudes y la gracia


1810 Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, mantenida siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas.


1811 Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal.

II Las virtudes teologales


1812 Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf 2P 1,4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.


1813 Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1Co 13,13).

La fe


1814 La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que El nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque El es la verdad misma. Por la fe ‘el hombre se entrega entera y libremente a Dios’ (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. ‘El justo vivirá por la fe’ (Rm 1,17). La fe viva ‘actúa por la caridad’ (Ga 5,6).


1815 El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Cc. Trento: DS 1545). Pero, ‘la fe sin obras está muerta’ (Jc 2,26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.


1816 El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: ‘Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia’ (LG 42 cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: ‘Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos’ (Mt 10,32-33).

La esperanza


1817 La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. ‘Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa’ (He 10,23). Este es ‘el Espíritu Santo que El derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna’ (Tt 3,6-7).


1818 La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.


1819 La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de Dios; esperanza colmada en Isaac y purificada por la prueba del sacrificio. ‘Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones’ (Rm 4,18).


1820 La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en ‘la esperanza que no falla’ (Rm 5,5). La esperanza es ‘el ancla del alma’, segura y firme, ‘que penetra... a donde entró por nosotros como precursor Jesús’ (He 6,19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: ‘Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación’ (1Th 5,8). Nos procura el gozo en la prueba misma: ‘Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación’ (Rm 12,12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.


1821 Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8,28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7,21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, ‘perseverar hasta el fin’ (cf Mt 10,22 cf Cc. Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que ‘todos los hombres se salven’ (1Tm 2,4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:

Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin. (S. Teresa de Jesús, excl. 15, 3)


1822 La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por El mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.


1823 Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13,34). Amando a los suyos ‘hasta el fin’ (Jn 13,1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: ‘Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor’ (Jn 15,9). Y también: ‘Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado’ (Jn 15,12).


1824 “Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: ‘Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor’ (Jn 15,9-10 cf Mt 22,40 Rm 13,8-10).


1825 Cristo murió por amor a nosotros ‘cuando éramos todavía enemigos’ (Rm 5,10). El Señor nos pide que amemos como El hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5,44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10,27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9,37) y a los pobres como a El mismo (cf Mt 25,40 Mt 25,45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: ‘La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (1Co 13,4-7).


1826 “‘Si no tengo caridad -dice también el apóstol - nada soy...’. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma... ‘si no tengo caridad, nada me aprovecha’ (1Co 13,1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: ‘Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad’ (1Co 13,13).


1827 El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es ‘el vínculo de la perfección’ (Col 3,14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.


1828 “La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del ‘que nos amó primero’ (1Jn 4,19):

O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda... y entonces estamos en la disposición de hijos (S. Basilio, reg. fus. prol. 3).


1829 La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos (S. Agustín, ep.Jo. 10, 4).


III Dones y frutos del Espíritu Santo


1830 La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo.


1831 Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11,1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.

Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana (Ps 143,10).
Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8,14 Rm 8,17)


1832 Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: ‘caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad’ (Ga 5,22-23, vg.).

RESUMEN

1833 La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien.


1834 Las virtudes humanas son disposiciones estables del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Pueden agruparse en torno a cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.


1835 La prudencia dispone la razón práctica para discernir, en toda circunstancia, nuestro verdadero bien y elegir los medios justos para realizarlo.


1836 La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido.


1837 La fortaleza asegura, en las dificultades, la firmeza y la constancia en la práctica del bien.


1838 La templanza modera la atracción hacia los placeres sensibles y procura la moderación en el uso de los bienes creados.


1839 Las virtudes morales crecen mediante la educación, mediante actos deliberados y con el esfuerzo perseverante. La gracia divina las purifica y las eleva.


1840 Las virtudes teologales disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por El mismo.


1841 Las virtudes teologales son tres: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1Co 13,13). Informan y vivifican todas las virtudes morales.


1842 Por la fe creemos en Dios y creemos todo lo que El nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos propone como objeto de fe.


1843 Por la esperanza deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza la vida eterna y las gracias para merecerla.


1844 Por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Es el ‘vínculo de la perfección’ (Col 3,14) y la forma de todas las virtudes.


1845 Los siete dones del Espíritu Santo concedidos a los cristianos son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.


Artículo 8

EL PECADO



I La misericordia y el pecado


1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: ‘Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados’ (Mt 1,21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: ‘Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados’ (Mt 26,28).


1847 “Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros” (S. Agustín, serm. 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. ‘Si decimos: «no tenemos pecado», nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia’ (1Jn 1,8-9).


1848 Como afirma san Pablo, ‘donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia’ (Rm 5,20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos ‘la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor’ (Rm 5,20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

La conversión exige el reconocimiento del pecado, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: ‘Recibid el Espíritu Santo’. Así, pues, en este ‘convencer en lo referente al pecado’ descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito. (DEV 31).

II Definición de pecado


1849 El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como ‘una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna’ (S. Agustín, Faust. 22, 27; S. Tomás de A., s. th., I-II 71,6) )


1850 El pecado es una ofensa a Dios: ‘Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí’ (Ps 51,6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de El nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse ‘como dioses’, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3,5). El pecado es así ‘amor de sí hasta el desprecio de Dios’ (S. Agustín, , 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Ph 2,6-9).


1851 En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado. En ella, es donde éste manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (cf Jn 14,30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.

III La diversidad de pecados


1852 La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: ‘Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios’ (5,19-21; cf Rm 1,28-32 1Co 6,9-10 Ep 5,3-5 Col 3,5-8 1Tm 1,9-10 2Tm 3,2-5).


1853 Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados espirituales y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor: ‘De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones. robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre’ (Mt 15,19-20). En el corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el pecado.

IV La gravedad del pecado: pecado mortal y venial


1854 “Conviene valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre pecado mortal y venial, perceptible ya en la Escritura se ha impuesto en la tradición de la Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran.”


1855 El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.

El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere.


1856 El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación:

Cuando la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal... sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc... En cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa, una risa superflua, etc., tales pecados son veniales (S. Tomás de A., s. th.
I-II 88,2).


1857 Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: ‘Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento’ (RP 17).


1858 La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: ‘No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre’ (Mc 10,19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño.


1859 El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3,5-6 Lc 16,19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado.


1860 La ignorancia involuntaria puede disminuir, si no excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.


1861 El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.


1862 Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento.


1863 El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal. No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. ‘No priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna’ (RP 17):

El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión... (S. Agustín, ep. Jo. 1, 6)..


1864 “El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien será reo de pecado eterno” (Mc 3,29 cf Mt 12,32 Lc 12,10). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo (cf DEV 46). Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna.

V La proliferación del pecado


1865 El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su raíz.


1866 Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a san Juan Casiano y a san Gregorio Magno (mor. 31, 45). Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.


1867 La tradición catequética recuerda también que existen ‘pecados que claman al cielo’.Claman al cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4,10); el pecado de los sodomitas (cf Gn 18,20 Gn 19,13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3,7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (cf Ex 22,20-22); la injusticia para con el asalariado (cf Dt 24,14-15 Jg 5,4).


1868 El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos:

— participando directa y voluntariamente;
— ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;
— no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo;
— protegiendo a los que hacen el mal.


1869 Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las ‘estructuras de pecado’ son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un ‘pecado social’ (cf RP 16).

RESUMEN

1870 “Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia” (Rm 11,32).


1871 El pecado es ‘una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna‘ (S. Agustín, Faust. 22). Es una ofensa a Dios. Se alza contra Dios en una desobediencia contraria a la obediencia de Cristo.


1872 El pecado es un acto contrario a la razón. Lesiona la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana.


1873 La raíz de todos los pecados está en el corazón del hombre. Sus especies y su gravedad se miden principalmente por su objeto.


1874 Elegir deliberadamente, es decir, sabiéndolo y queriéndolo, una cosa gravemente contraria a la ley divina y al fin último del hombre, es cometer un pecado mortal. Este destruye en nosotros la caridad sin la cual la bienaventuranza eterna es imposible. Sin arrepentimiento, tal pecado conduce a la muerte eterna.


1875 El pecado venial constituye un desorden moral que puede ser reparado por la caridad que tal pecado deja subsistir en nosotros.


1876 La reiteración de pecados, incluso veniales, engendra vicios entre los cuales se distinguen los pecados capitales.


CAPÍTULO SEGUNDO

LA COMUNIDAD HUMANA


1877 La vocación de la humanidad es manifestar la imagen de Dios y ser transformada a imagen del Hijo Unico del Padre. Esta vocación reviste una forma personal, puesto que cada uno es llamado a entrar en la bienaventuranza divina; pero concierne también al conjunto de la comunidad humana.

Artículo 1

LA PERSONA Y LA SOCIEDAD


I El carácter comunitario de la vocación humana


1878 Todos los hombres son llamados al mismo fin: Dios. Existe cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, en la verdad y el amor (cf GS 24,3). El amor al prójimo es inseparable del amor a Dios.


1879 La persona humana necesita la vida social. Esta no constituye para ella algo sobreañadido sino una exigencia de su naturaleza. Por el intercambio con otros, la reciprocidad de servicios y el diálogo con sus hermanos, el hombre desarrolla sus capacidades; así responde a su vocación (cf GS 25,1).


1880 Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el porvenir. Mediante ella, cada hombre es constituido ‘heredero’, recibe ‘talentos’ que enriquecen su identidad y a los que debe hacer fructificar (cf Lc 19,13 Lc 19,15). En verdad, se debe afirmar que cada uno tiene deberes para con las comunidades de que forma parte y está obligado a respetar a las autoridades encargadas del bien común de las mismas.


1881 Cada comunidad se define por su fin y obedece en consecuencia a reglas específicas, pero ‘el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana’ (GS 25,1).


1882 Algunas sociedades, como la familia y la ciudad, corresponden más inmediatamente a la naturaleza del hombre. Le son necesarias. Con el fin de favorecer la participación del mayor número de personas en la vida social, es preciso impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa ‘para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las naciones como en el plano mundial’ (MM 60). Esta ‘socialización’ expresa igualmente la tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos (cf GS 25,2 CA 12).


1883 “La socialización presenta también peligros. Una intervención demasiado fuerte del Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales. La doctrina de la Iglesia ha elaborado el principio llamado de subsidiariedad. Según éste, ‘una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común’ (CA 48 Pío XI, enc. "Quadragesimo anno").


1884 Dios no ha querido retener para El solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la providencia divina.


1885 El principio de subsidiariedad se opone a toda forma de colectivismo. Traza los límites de la intervención del Estado. Intenta armonizar las relaciones entre individuos y sociedad. Tiende a instaurar un verdadero orden internacional.

II La conversión y la sociedad


1886 La sociedad es indispensable para la realización de la vocación humana. Para alcanzar este objetivo es preciso que sea respetada la justa jerarquía de los valores que subordina las dimensiones ‘materiales e instintivas’ del ser del hombre ‘a las interiores y espirituales’(CA 36):

La sociedad humana... tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo. (PT 36).


1887 La inversión de los medios y de los fines (cf CA 41), lo que lleva a dar valor de fin último a lo que sólo es medio para alcanzarlo, o a considerar las personas como puros medios para un fin, engendra estructuras injustas que ‘hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana, conforme a los mandamientos del Legislador Divino’(Pío XII, discurso 1 junio 1941).


1888 Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él (cf LG 36).


1889 Sin la ayuda de la gracia, los hombres no sabrían ‘acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava’ (CA 25). Es el camino de la caridad, es decir, del amor de Dios y del prójimo. La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo: ‘Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará’ (Lc 17,33)


Catecismo Iglesia Catól. 1810