Homilias Crisostomo 2 26

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XXVI HOMILÍA segunda en honor de los santos MACABEOS.

Dedicó el santo esta Homilía de modo especial a las alabanzas del séptimo hijo de la anciana madre de los Macabeos, pero reservándole a ella una parte del encomio. Fue más breve, porque en seguida tenía que hablar al pueblo el obispo san Flaviano, al cual el santo Doctor dejó la mayor parte del encomio de estos mártires.

¡IMPOSIBLE ES QUE TODOS con una misma lengua alabemos a los santos mártires! ¡Pero, aunque tuviéramos infinitas bocas y otras tantas lenguas, con todo no podríamos pronunciar un discurso digno de sus alabanzas! A mí me sucede cuando considero las preclaras hazañas de estos siete mártires, lo que a un hombre avaro que se sentara junto a una fuente que manara oro, y que tuviera siete canales, y él quisiera beber y agotarlos todos. Pero que, tras de haber puesto en eso un grandísimo trabajo, tuviera que apartarse abandonando la mayor parte del oro. Porque por más que sacara de la fuente todavía se quedaría en ella la mayor parte. ¿Qué haremos, pues? ¿Acaso, porque no podemos hablar conforme lo requiere la dignidad del asunto, habremos de callar? ¡De ningún modo! ¡Son los mártires quienes reciben esta ofrenda; y en eso imitan a su Señor! Pues ¿qué es lo que El hace? Cuando alguno le ofrece sus dones, El sin atender a la magnitud de lo ofrecido, sino a la grandeza del ánimo, así mide el premio. De esta manera procedió con aquella viuda. Dos óbolos echó la mujer en la alcancía, y con todo fue antepuesta a los demás que habían echado grandes sumas. Porque Dios no atendió a lo poco del dinero, sino a lo magnífico del deseo. El dinero eran dos óbolos, pero el ánimo era de un valor superior a infinitos talentos. ¡Atrevámonos pues a alabar; y lo que ayer hicimos, repitámoslo ahora, si os parece!

Ayer, por cierto, consumimos todo el discurso en alabanza de sola la madre. Y no lo hicimos porque quisiéramos separarla del coro de sus hijos, sino para mejor asegurar las riquezas. Hagamos ahora lo mismo. Tomemos separadamente a uno de sus hijos, digamos acerca de él unas pocas alabanzas. Porque es de temer no sea que las alabanzas de los siete mártires, a la manera de siete caudalosos ríos que confluyen, acaben por inundar nuestro discurso y oprimirlo. Tomemos, pues, a uno de los jóvenes, pero no para separarlo del coro de sus hermanos sino para hacer más ligera nuestra carga. La alabanza de uno, por otra parte, será corona común de los otros, puesto que todos fueron compañeros en el mismo certamen. Pero también hoy, se entremeterá la madre, aunque directamente no la toquemos. Porque el orden del discurso en absoluto la acercará y no podrá ella abandonar a su prole. La que en la batalla no se separó de sus hijos, tampoco en el encomio habrá de separarse.

¿Cuál, pues, de los atletas queréis que tomemos? ¿Acaso al primero o al segundo o al tercero o al postrero? ¡Pero si ninguno de entre ellos es postrero! ¡Forman un solo coro, y en los coros no aparece ni comienzo ni fin! De manera que para designar más claramente al que hemos de alabar, decimos que es el postrero en edad: porque los certámenes son semejantes y fraternales, y sus buenas obras están emparentadas entre sí. Y donde hay ese parentesco de las obras, ahí no hay primero ni segundo. Tomemos, pues, al postrero en edad, pero por el ánimo coetáneo de sus hermanos; más aún, ni siquiera coetáneo solamente de sus hermanos, sino también de su anciana madre.

Este, de entre todos sus hermanos, fue conducido a los tormentos sin ataduras. Porque no esperó a que los verdugos le echaran mano, sino que él se adelantó con presteza de ánimo a la crueldad de ellos, y así sin ligaduras era conducido al tormento.

A ninguno de sus hermanos tuvo como espectador, porque todos habían ya acabado con la muerte; pero tuvo en lugar de público los ojos de su madre, público más preclaro que el de sus hermanos. ¿No os decía yo que, aunque nosotros no lo pretendiéramos, la madre se entremetería? ¡He aquí que el hilo del discurso la introdujo! Y el espectáculo aquél era de tal magnitud y tan excelso, que tenía como espectadores a los coros mismos de los ángeles; más aún, a sus mismos hermanos, que miraban no ya desde la tierra sino desde el cielo. Porque ellos estaban presentes, con sus coronas en las manos, a la manera de los jueces en los juegos olímpicos; y tomaban asiento no como jueces para presidir el certamen, sino como incitadores de los combatientes a ganar la corona.

Estaba, pues, de pie el joven y lanzaba palabras llenas de sabiduría, porque ansiaba atraer al tirano a la piedad que él poseía. Y como en forma alguna lo pudiera lograr, en adelante hizo lo que era propio suyo y le tocaba: se ofreció al mismo suplicio que sus hermanos. Por su parte, el tirano le mostraba compasión por causa de la edad, mientras el joven se dolía a causa de la impiedad. Porque no atendían a una misma cosa el mártir y el tirano. Ambos tienen los mismos ojos de carne; pero no son los mismos ojos de la fe. Puesto que el tirano atendía a la vida presente y el mártir a la futura, a la que iba a volar. El tirano veía los calderos, el mártir la gehenna, a donde se arrojaba el tirano. Si alabamos a Isaac por razón de que estando atado por su padre y constreñido, no se apartó del altar ni se escapó cuando vio la espada que se le acercaba, con mayor justicia debe ser alabado éste que no estaba atado ni necesitó de ataduras, ni esperó las manos de los verdugos, sino que se constituyó él mismo en víctima, sacerdote y altar.

Pues como mirara en torno y no viera a ninguno de sus hermanos, se conturbó y se sintió excitado a apresurarse y alcanzarlos, para no quedar separado de aquel bello coro. Por esto no esperó las manos de los verdugos, porque temía la clemencia del tirano: no fuera a ser que movido de conmiseración para con él lo apartara de la compañía de sus hermanos. Por esto previniéndose, escapó y se sustrajo a sí mismo de la inhumana clemencia. Ciertamente muchos motivos había que podían conmover al tirano: la edad juvenil, el suplicio de sus numerosos hermanos que podía bastar para saciar a una bestia feroz, aunque a la verdad no había saciado al tirano el cabello cano de la madre, y aun el no haber el tirano conseguido nada con los precedentes tormentos.

Pensando en todo esto, el adolescente se lanzó él mismo al suplicio del cual ahora ya no le era lícito huir; y así se precipitó en los calderos hirvientes, como a una fuente de frescos raudales, juzgando que eran un bautismo y lavatorio divino. Porque así como los hombres que sufren quemaduras, por sí mismos se lanzan a los lagos de agua fría, así él, encendido en el deseo de unirse a sus hermanos, se lanzó a los suplicios. La madre añadía sus exhortaciones; no porque aquel joven necesitara de exhortaciones, sino para que de nuevo conozcamos la fortaleza de aquella mujer. ¡En ninguno de los siete hermanos se conmovió su afecto de madre! O mejor dicho: ¡en cada uno se conmovió su afecto de madre! Porque no exclamó ni se dijo a sí misma: "¿Qué es esto? ¡Se me ha privado del coro de mis hijos y solamente me ha quedado éste! ¡Con éste estoy en peligro de quedar en horfandad de hijos! Si éste desaparece ¿quién cuidará de mi vejez? ¿Acaso no hubiera sido suficiente con que yo presentara a la mitad de ellos? ¡O aun quizá a solamente dos de ellos! ¿También al único que me restaba como consuelo de mi vejez lo he de presentar al verdugo?" Nada de esto se dijo, nada de esto pensó. Sino que con sus exhortaciones, como con sus propias manos, habiendo arrebatado a su hijo, lo arrojó a los calderos; y alabó a Dios de que se hubiera dignado recibir el fruto íntegro de sus entrañas y no hubiera rechazado a ninguno, sino que hubiera tomado todos los frutos del árbol: de manera que audazmente pudo afirmar que sufría ella cosas más graves que sus hijos.

En ellos, la mayor parte del dolor quedó suprimida con el desmayo corporal; ésta en cambio, con su juicio entero y su mente clara e íntegra, captaba, por la misma naturaleza, un sentido más verdadero de las cosas que estaban sucediendo. Podía verse ahí un triple fuego: el que tenía encendido el tirano, el que la naturaleza suscitaba en las entrañas de la madre y el que el Espíritu Santo le insuflaba. No encendió un horno semejante aquel tirano de Babilonia, como el que este tirano encendió para aquella madre. Porque allá el fómite era la nafta, la pez, la estopa y los sarmientos. Acá, en cambio, eran la naturaleza, los dolores del parto, el amor materno a los hijos, la concordia de éstos. No se quemaban tanto ni se derretían aquéllos tendidos en el fuego, como se inflamaba ésta por el amor de sus hijos: ¡pero la piedad vencía a la naturaleza! ¡Luchaba la naturaleza con la gracia, pero la gracia obtenía la victoria! La piedad vencía a los dolores, y un fuego al otro fuego: el espiritual al natural que había encendido la crueldad del tirano. Y a la manera de una roca que en el mar recibe las acometidas de las olas, pero permanece inmóvil, mientras al oleaje fácilmente lo levanta disuelto en espumas, así el corazón de aquella mujer, como la roca en mitad de los mares, recibía el empuje de las olas de dolores, pero permanecía inmóvil, mientras que a semejantes acometidas las deshacía con su firme razonamiento, rebosante de sabiduría.

Se esforzaba en demostrar al tirano que verdaderamente era madre, ya que aquéllos eran sus hijos genuinos, no precisamente por el parentesco de la naturaleza cuanto por la participación del espíritu. Y no pensaba tener delante el fuego de los tormentos, sino las antorchas nupciales. No se alegra tanto una madre cuando prepara a sus hijos para el matrimonio, cuanto se alegraba ella viéndolos atormentados. Y como si a uno lo revistiera del traje nupcial, tejiera para el otro las coronas, a un tercero lo instalara en el tálamo del himeneo, así se alegraba al ver a uno corriendo hacia los calderos, al otro hacia las sartenes hirvientes, al tercero con la cabeza cortada. El humo y el olor de la grasa quemada lo llenaban todo; de manera que ella, por todos sus sentidos, reconocía a sus hijos por la experiencia, viéndolos con sus ojos, oyendo sus palabras con los oídos, y recibiendo por el olfato aquel olor a la vez suave e ingrato de sus carnes: ¡ingrato a los infieles, pero para ella y para Dios el más suave de todos! ¡Y el humo infestaba todo el ambiente, pero no conturbaba su corazón!

¡Permanecía de pie, llena de constancia; inmóvil y llevando en paciencia todo lo que ahí se hacía! Pero es tiempo de que ya terminemos, para que con mayores alabanzas sean encomiados estos mártires por nuestro común padre y doctor. Imiten, pues, a esta mujer los padres; emúlenla las madres y las mujeres y los varones, tanto quienes viven en virginidad como quienes han vestido el saco de la penitencia y quienes andan adornadas de collares. Porque, por más que hayamos abrazado una vida austera y llena de moderación, la sabiduría de esta mujer se adelanta a nuestro esfuerzo.

Así pues, ninguno de los que han llegado al culmen de la fortaleza y de la paciencia crea ser indigno de él el tomar como maestra a esta mujer agotada por la edad. Sino más bien, oremos todos, los que vivimos en la ciudad y los que habitáis en el desierto, los que vivís en virginidad y los que resplandecéis por la castidad dentro del matrimonio, los que habéis despreciado todas las cosas de este mundo y habéis crucificado vuestro cuerpo, a fin de que, tras de recorrer el camino que ella recorrió, tengamos la misma confianza que ella, y en aquel día estemos a su lado, apoyados en sus oraciones santas y en las de sus hijos, y en las de aquel Eleazar, el anciano que completó el coro con su magnanimidad y nobleza, y demostró un ánimo diamantino en aquella adversidad.

Y podremos conseguirlo todo, juntamente con las oraciones de estos santos, si ponemos lo que está de nuestra parte, y antes de que lleguen las guerras y las desgracias, vencemos las pasiones que dentro tenemos, mientras es tiempo de paz, y reprimimos las acometidas desordenadas de la carne y sujetamos y reducimos a esclavitud nuestros cuerpos. Con esto, se logrará que aún pasando en paz nuestras vidas, obtengamos los premios debidos al ejercicio de la virtud. Y si acaso pareciere a nuestro benignísimo Señor que llevemos a cabo el mismo certamen, bajaremos preparados y alcanzaremos los bienes eternos. Hagan que todos nosotros los obtengamos, la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por quien y en quien sea la gloria al Padre y el imperio y el honor, juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén. ()


() Es esta breve Homilía modelo acabado de una pieza oratoria al estilo de la disposición clásica de los discursos. Sin dejar de ser una improvisación, llena muy bien todos los requisitos retóricos. Confirma, pues, lo que ya habíamos indicado desde la Introducción: la base de la formación clásica influye constantemente en san Crisóstomo, y demuestra una vez más lo imprescindible de esta formación previa para cualquiera que desee llegar a las altas cumbres de la elocuencia. El colorido de la imaginación creadora es genuino del Crisóstomo y el análisis psicológico de los dos caracteres, el de la anciana madre y el del jovencito Macabeo, es al mismo tiempo acabado y oratorio.


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XXVII HOMILÍA tercera en honor de los mártires MACÁBEOS,

y Fragmento de otra que se ha perdido sobre el mismo asunto. Algunos han considerado como espuria esta tercera Homilía brevísima. Su estilo deja que desear y no desenvuelve los argumentos, cosa tan típica del Crisóstomo. Con todo, no han juzgado las Colecciones deber eliminarla. También nosotros la conservamos, una vez hecha la advertencia precedente. En seguida de ella pondremos el Fragmento de la Homilía perdida que nos conservó san Juan Damasceno.

TENIENDO QUE OCUPARME en la debida alabanza de las empresas de los mártires, y contemplando delante la apretujada multitud vuestra, me encuentro perplejo. Por lo mismo, si os parece, omitamos por el momento la instrucción (1) y procuremos con empeño imitar la fortaleza de los mártires.

Venga, pues, el primero ante nosotros el anciano Eleazar, como comienzo del certamen, fundamento del martirio, puerta del estadio, príncipe en su fortaleza, precursor en su tolerancia, protomártir del Antiguo Testamento, imagen del primero entre los apóstoles, Pedro. Se cansó el adversario de tratar blandamente y de herir con sus varas, pero el que era destrozado con los suplicios no se cansó de perorar. Permanecía de pie aquel anciano, tembloroso ya por la edad excesiva, mientras estaba sentado el tirano y respiraba amenazas y muertes. Y el que estaba tembloroso se retiró lleno de juventud, y el que estaba floreciente en sus fuerzas quedó vencido. Estaba de pie la canicie atormentada y ejercía el juicio la juventud desenfrenada y llena de autoridad; y con todo era la canicie la que llevaba la victoria.

¡Oh nuevo género de triunfos! ¡Un anciano solo y herido pone en fuga a todo un ejército que lanza una lluvia de flechas desde su arco! Este milagro de fortaleza en el anciano, no me permite pasar a la fortaleza de los jóvenes. Y con todo, es necesario que nos acerquemos a ellos haciendo fuerza al anciano. Porque los trofeos reportados del tirano por parte de los jóvenes a su vez son brillantes. No debía la juventud aparecer menos atrevida que la ancianidad. Así pues, enseguida aquellos siete jóvenes, tras de haber peleado ardorosamente, fueron coronados; ellos que nacieron de un mismo seno y afrontaron un mismo combate. ¡Si os parece, aquí terminaré mi discurso, oh fuerte coro de entre los fuertes mártires! (2) Pero, como iba diciendo, enseguida y por su orden, fueron coronados los siete jóvenes, hijos de un mismo vientre y que afrontaron un mismo combate, exornados con un mismo género de fraternidad así por el nacimiento como por sus costumbres, y que uno en pos de otro irrumpían en la palestra. Ahora, oh generosos mártires, debo yo recordar, acerca de vosotros, aquella palabra del Evangelio: ¡Bienaventurado el seno que os llevó y los pechos que exprimisteis! (3)

Y, pues he hecho memoria del vientre y de los pechos, tiempo es ya de ocuparme de la madre de estos excelentes mártires; de ella, la que murió muchas veces en un solo cuerpo. (4) Más aún: ¡la muchas veces degollada y que ni una sola vez se dolió; la que no fue herida y con todo recibió muchas heridas! No la perturbó tanto el primero de sus hijos arrastrado a la muerte como la preocupó el segundo cuando aún éste no afrontaba la lucha. No la contristó tanto la muerte del segundo como le daba temor el tercero, que aún vivía y cuyo final le era desconocido. Muy poco le importaban el tercero y el cuarto ya muertos mientras no veía al quinto muerto también. Tampoco venció a su virtud la muerte del sexto. Pero faltaba aún el séptimo y último en el combate, para que fuera a completar aquella cítara de siete cuerdas, hecha de mártires.

Y ¿qué? ¿acaso la doblegó lo tierno de la edad de su hijo? ¿acaso se dolió al contemplar cómo la despojaban de estos restos últimos de su naturaleza? ¡Pero si ella misma empujaba al joven a la muerte; no ciertamente con sus propias manos, pero sí con sus consejos!: "¡Oh, hijo mío! ¡no disminuyas el número de las coronas! ¡sé verdadero consocio de tus hermanos, así en las virtudes como lo fuiste en el parto! ¡Imita la comunidad de naturaleza con la comunidad de procederes! ¡Muéstrate también en la palestra hermano de los que ya murieron! ¡La naturaleza te me dio como séptimo hijo; hazte tú, por medio de tu determinación, el séptimo mártir! ¡No vayas, hijo mío, a hacer que yo sea madre de siete hijos y de solos seis mártires!"

¿Dónde están ahora los que ni siquiera hacen a Dios el sacrificio de su dinero? ¡He aquí a una madre que ha presentado al Señor sus siete amados hijos, y no se ha desvanecido al ofrecer la víctima de sus entrañas! ¡Y hay quienes atacados de la avaricia a veces apenas entregan la oblación de unos pocos óbolos! Por nuestra parte, ofrezcamos a Dios la oblación de nuestra alma y de nuestro cuerpo, y también nuestros haberes; y alabemos sobre todas las cosas a Jesucristo, a quien sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.


(1) Parece referirse a la instrucción moral que solía proporcionarse a los fieles en cada reunión, a propósito del trozo de la Sagrada Escritura que leía un Lector o un Diácono.

(2) Hay una desconexión ideológica inexplicable.

(3) Lc 11,27.

(4) Esta frase, que técnicamente recibe el nombre de transición en los Tratados de oratoria, resulta en absoluto vulgar y traída a fuerzas.


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XXVIII Fragmento de una HOMILÍA perdida, sobre el mismo asunto.

Lo transcribió san Juan Damasceno en su Lib. III, del Tratado sobre el culto de las Imágenes.

LAS FIGURAS DE LOS REYES podrá alguno encontrarlas brillando en caracteres no solamente de oro y plata y materias preciosas, sino también podrá contemplarlas impresas en bronce. La diversidad de las materias en nada estorba a la dignidad de las figuras; ni porque una sea fabricada en materia de precio mayor, pierde nada la otra que se hizo en materia menos preciosa. Porque todas reflejan igualmente la figura imperial, y de ella toman su precio. Y, sin que ella sufra por la condición de la materia, ella misma valora la materia que recibe su imagen.


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XXIX HOMILÍA acerca de ELEAZAR y los siete jóvenes,

dicha por el mismo santo después de haber predicado otro, que era ya muy anciano. Parece que fue predicada el día de la fiesta de los Macabeos, 10 de agosto del año 399; o sea cuando el Crisóstomo llevaba un año de haber sido consagrado arzobispo de Constantinopla, pues lo fue el 26 de febrero del 398. ()

¡CUAN HERMOSO ES ESTE OLIVO ESPIRITUAL! ¡a pesar de ser ya muy antiguos sus ramos, con todo, nos ha dado un muy maduro fruto! ¡Porque no son las plantas de la tierra como los árboles de la Iglesia! ¡Aquéllas, una vez que han llegado a la vejez, dejan caer la mayor parte de sus hojas; y el fruto que tal vez llevan es no sazonado y escaso! ¡Estos, en cambio, al llegar a la vejez, es cuando más cargados de frutos están! (1)

Puede esto comprobarse en el que ahora nos ha predicado. Y por eso a mí me pareció que debía callar. Porque convenía que, cuando se hallan presentes tantos ancianos capaces de la predicación, el joven callara. Así nos lo enseñan las Sagradas Escrituras: ¡Habla, oh joven, sólo cuando por dos o tres veces fueres interrogado y di mucho en pocas palabras!x En cambio al anciano no le habla con semejante restricción, sino que le deja correr sin limitaciones. Y, admirando incluso el placer de sus discursos, cuando van acompañados de prudencia, dice: ¡Habla, oh anciano, como a tu edad conviene, con discreción cuidadosa! ¡Así impedirás la música! (2)

Pero ¿qué significa eso de impedirás la música? ¡Por aquí manifiesta la Escritura cómo la flauta, la cítara y la siringa no son tan agradables a los que las oyen, como la doctrina de un anciano, cuando la profiere con cuidadosa discreción! Porque la Escritura, comparando un placer con otro placer, dice que el segundo es más poderoso, y vence a aquél, y que aquél cede a éste. Por eso dice: "impedirás la música". Es decir: impedirás que ésta brille, la oscurecerás, la cubrirás de sombras.

Por lo mismo, convenía que nosotros calláramos y que este otro nos hablara y enseñara. Con todo, repetiré lo que muchas veces he dicho: ¡me doblego ante vuestro mandato y ante la necesidad de los que se hallan presentes! Este es el motivo de que me prepare para las acostumbradas carreras en el estadio, cosa en sí difícil, digo el hablaros; pero que yo manejo y con mucha facilidad acometo, no por mis capacidades sino por el deseo y prontitud de vosotros los que me escucháis.

Por esto, el discurso, llevado hace pocos días a tan grande profundidad de doctrina, no se ahogó; y tras de haber recorrido tan extenso mar no naufragó. Y la razón fue porque en parte alguna encontramos escollos ni rocas ocultas, sino por todos lados tuvimos un mar más tranquilo que el puerto mismo; y así llegamos al puerto sin olas a causa de vuestro empeño en escucharnos, como si un céfiro se hubiera levantado por el lado de popa. Al punto que las palabras salían de nuestra boca, las recibíais todos con las manos inclinadas hacia abajo, aunque se os pidieran cosas difíciles, y fueran ellas profundas. Así lo pedía entonces la naturaleza de las sentencias que se explicaban. Pero con la grande presteza y atención de vuestra mente, mucho nos habéis ayudado en nuestro trabajo, y nos habéis hecho fácil lo que era de suyo difícil.

No dejabais caer ni entre piedras, ni entre espinas, ni en el camino, la palabra; sino que toda la recibíais como en un campo fértil y bueno para la siembra; es decir en lo más profundo de vuestro pensamiento. Y esta es la razón de que veamos cada día las mieses alegres, nutridas no por los céfiros sino por los soplos del Espíritu Santo, y así pudimos tener cada día una espléndida reunión. Quería yo por esto continuar hoy lo que nos faltaba de la materia. Pero ¿qué haré? Ante mis ojos se presenta el coro de los Macabeos, e iluminando mi mente con el fulgor de sus heridas, invita a la lengua a declarar su hermosura. Y nadie vaya a tener mi discurso como algo intempestivo, a causa de que tejemos hoy las alabanzas y coronas de éstos, cuya fiesta se celebra mañana; y como si ya antes de la batalla estuviéramos proclamando los trofeos. Porque, si cuando se celebran las bodas, los que se reúnen preparan desde antes del día señalado los tálamos y adornan las casas y los patios con las coronas, con mucha mayor razón haremos esto mismo nosotros; y con tanta mayor cuanto más espirituales son estas bodas, en las que no es el hombre quien toma esposa, sino Dios quien desposa consigo a las almas.

Y por tal motivo, no se equivocará quien llame a las almas de los mártires esposas, es a saber esposas espirituales. Porque traen como dote nupcial su sangre, dote que jamás se consumirá. Pero quédense las alabanzas para mañana, y ocupémonos hoy en corregir el pensamiento de los hermanos más débiles. Porque hay muchos de entre los más sencillos que no tienen de estos mártires la conveniente opinión, no los ponen en el número y coro de los otros mártires; y afirman que no derramaron su sangre por Cristo, sino por la Ley y los preceptos que ella contiene; y que sufrieron la muerte a causa de no comer las carnes de cerdo. ¡Ea, pues! ¡corrijamos ese pensamiento! ¡Porque sería una vergüenza celebrar la fiesta, ignorando al mismo tiempo el motivo de la reunión!

A fin, pues, de que quienes tal error padecen no sean los únicos en dolerse entre la común alegría, sino que reciban benévolamente a los combatientes y los vean con ojos purificados; vamos a quitar hoy lo que oscurece su mente y así haremos que mañana, con el pensamiento iluminado y el ánimo sincero, se acerquen a esta espiritual festividad. Por mi parte, tan lejos estoy de rehusarme a contar a los Macabeos entre los demás mártires, que aún afirmo ser más preclaros que otros. Porque lucharon precisamente en los tiempos en que las puertas de bronce no habían sido quebrantadas, ni se había removido la cerradura de hierro; cuando aún dominaba el pecado y estaba en pie la maldición primera y se levantaba el castillo y fortaleza del demonio y no se había trillado el camino de tan grandes virtudes.

Ahora ya han luchado contra la tiranía de la muerte en todas las partes del orbe aun niños enteramente tiernos y jóvenes y delicadas vírgenes ignorantes del matrimonio. Pero entonces, antes de la venida de Cristo, aun los que eran justos la temían. Moisés huyó por temor de ella; Elías por ese motivo huyó también durante cuarenta días; y el patriarca Abrahán por lo mismo decía a su esposa que dijera ser su hermana y no su esposa. Mas ¿para qué es necesario enumerar a otros? Puesto que el mismo Pedro, de tal manera temía a la muerte que no soportó ni siquiera las amenazas de una porterilla. ¡Era en verdad terrible e inabordable la muerte cuando aún no le habían cortado sus nervios ni deshecho su poder! ¡Y estos mártires, cuando ella aún respiraba ira, la combatieron y la dominaron!

Pues, como iba a nacer el Sol de justicia, sucedió lo que suele suceder cuando se acerca el día. Cuando aún no aparece el sol, con todo se nos muestra sonriente la aurora. Y aunque los rayos solares todavía no se nos manifiesten, pero iluminan ya el orbe todo a lo lejos; y así sucedió entonces. Como había de llegar el Sol de justicia, se deshacían ya las sombras de la cobardía, aunque dicho Sol aún no aparecía en carne, sino que estaba próximo y como en los comienzos, y ya casi iluminaba las cosas. Es pues manifiesto que tales fueron los tiempos en que estos mártires pelearon y demostraron su fortaleza. Ahora me esforzaré en demostraros que además padecieron sus heridas por Cristo.

Porque ¡dime! ¿por cuál motivo padecieron? ¡Me dirás que fue por motivo de la Ley y los mandatos de la Escritura! Pues entonces, si yo llego a demostrar que esa Ley la dio Cristo ¿acaso no quedará demostrado que estos mártires, al padecer por la Ley, fue por el Legislador por quien manifestaron tan grande fortaleza? ¡Ea, pues! ¡Probemos el día de hoy que fue Cristo quien dio aquella Ley! ¿Quién lo asegura? ¡Quien sabía muy bien estas cosas, antiguas y nuevas, Pablo, el Doctor del orbe! Porque escribiendo a los de Corinto, dice así, más o menos:

¡No quiero, hermanos, que ignoréis cómo nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y todos atravesaron el mar, y todos comieron el mismo pan espiritual (lo decía del maná), y todos bebieron de la misma bebida espiritual (se refiere al agua que brotó de la roca). (3) Y una vez que demostró que todas estas maravillas las obraba Cristo, añadió: ¡Pues bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo!

Y con razón lo dijo. Porque no era conforme a la naturaleza de la piedra brotar aquella agua y aquellos raudales; sino que la operación de Cristo, hiriendo la piedra, hizo brotar las fuentes. Y por esto lo llamó piedra espiritual y añadió que los había seguido. Puesto que la piedra material no sigue a nadie, sino que se está en un sitio solo. En cambio, aquel poder que está en todas partes y todo lo crea, ese fue el que incluso abrió la roca. Y si acaso algún judío no soporta este lenguaje, ¡ea! ¡venzámoslo con sus mismas armas, disputando con él no por medio de Pedro y de Pablo ni de Juan, sino mediante los profetas, para que así conozca que él posee las Escrituras pero nosotros poseemos el sentido de ellas!

¿Cuál pues de los profetas dice que fue Cristo quien dio el Antiguo Testamento a los judíos? ¡Jeremías, que fue santificado desde el vientre de su madre y que brilló ya desde su juventud! ¿Dónde y cuándo lo dijo? ¡Atiende a sus palabras y por lo que dijo quedarás instruido claramente! ¿Cuáles, pues, son sus palabras?: ¡He aquí que vienen días, dice el Señor! (4) De este modo nos significa que va a hablarnos de cosas futuras. Pero si habla de cosas futuras ¿cómo dice que fue El quien dio el Antiguo Testamento? ¡Espera y no te conturbes, y verás enseguida resplandecer pura la luz de la verdad! Porque cuando se decían esas cosas la Ley ya había sido dada y había sido violada; pero el Nuevo Testamento aún no se había dado. Teniendo, pues, asentado esto en vuestras mentes con toda claridad, oíd la solución de las dificultades en que muchos tropiezan.

¡He aquí que vienen días, dice el Señor (y con esto significa el tiempo presente), y haré yo una nueva Alianza con vosotros, no como la Alianza que hice con vuestros padres. Pues bien: yo pregunto al judío, al hermano nuestro enfermo: ¿Quién dio el Nuevo Testamento? Sin duda que cualquiera responderá que lo dio Cristo. En consecuencia también El dio el Antiguo. Porque quien dijo: Yo haré una Alianza nueva con vosotros, no como la Alianza que hice con vuestros padres, manifiesta haber sido El quien dio el Antiguo Testamento. De manera que de ambos Testamentos uno solo es el Legislador. Y ¿cuándo, pregunto, dispuso el Antiguo Testamento? En el día en que tomándolos de la mano los saqué de la tierra de Egipto. Advierte cómo por una parte manifiesta la facilidad en sacarlos y el cariño que les tuvo y la seguridad al hacerlo, y por otra cómo fue El quien obró en Egipto todos los milagros. Puesto que al decir: los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, significa todos los milagros, ya que la salida se verificó mediante aquellos estupendos milagros.

Ellos quebrantaron mi Alianza y yo los rechacé, palabra del Señor. De esto, pues, se deduce claro que fue uno solo el Legislador del Antiguo y del Nuevo Testamento. Pero, si alguno considera cuidadosamente lo dicho, encontrará que rebosa de no pequeñas dificultades. Porque al dar el motivo porque ha de proporcionar otro Testamento, a éste lo llama Nuevo, o sea estupendo. Puesto que dice: ¡Haré una Nueva Alianza, no como la Alianza que hice con vuestros padres; porque ellos quebrantaron mi Alianza y yo los rechacé, palabra del Señor! Lo consecuente era castigarlos y aplicarles las peores penas y los suplicios extremos, ya que tras de tantos milagros hechos en su favor, no habían mejorado en sus costumbres. Pero he aquí que no solamente no los castiga, sino que les promete cosas aún mayores que las antiguas.

Convendría que nosotros el día de hoy solventáramos también esta dificultad; pero, como por una parte el discurso se apresura a otras cosas, y por otra queremos enseñaros a que no todo lo aprendáis de nosotros, sino que vosotros mismos lo examinéis y discurráis, por esto dejo la dificultad, con el objeto de que vosotros la resolváis. Y si viéremos que vosotros después de bien considerarla no la podéis resolver, entonces os ayudaremos y daremos la mano. Pero, para que más fácilmente podáis encontrar la solución os indicaré de antemano los escritos apostólieos en los que sobre todo podéis encontrar el tesoro y hallar la solución. Son la Carta a los Romanos, la Carta a los Gálatas y la otra a los Hebreos. En ellas Pablo, tratando de este asunto, la resuelve.

Cualquiera que se aplique podrá, entrándose por esas Cartas, encontrar la solución, con tal de que en los días que van a seguirse no os entreguéis a inoportunas reuniones y a conversaciones inútiles; sino que, instando en la meditación de lo dicho, desenterréis el tesoro. Así, pues, dejando, por ahora sin resolver la dificultad, pasemos adelante. Y ¿qué es lo que sigue? Esta es, pues, la Alianza que yo haré con vosotros, palabra del Señor. Yo pondré mi Ley en la mente de ellos y la escribiré en su corazón. No tendrán que enseñarse cada ciudadano al otro, ni cada hermano a su hermano, diciendo ¡conoce al Señor! Porque todos me conocerán, desde los pequeños hasta los grandes; porque les perdonaré todas sus maldades y no me acordaré más de sus pecados ni de sus iniquidades. Y una vez que ha mencionado el Testamento Antiguo, una vez que mencionó también el Testamento Nuevo, que les habrá de dar, ahora se pone a describir su hermosura, ahora declara y apunta sus caracteres y sus contrapuestas cualidades, con el objeto de que veas la diferencia tan grande que hay entre el Nuevo y el Antiguo Testamento –¡diferencia, no oposición!– (5), y cuánta sea la excelencia del Nuevo y cuánto su esplendor, y cuánto el brillo de sus dones y gracias.

¿Cuáles son, pues, los caracteres del Nuevo Testamento? ¡Yo pondré mi Ley en la mente de ellos y la escribiré en su corazón! Porque la Ley Antigua estaba escrita en tablas de piedra; y una vez que se quebraron las primeras, otras nuevas fueron esculpidas, y de nuevo en ellas Moisés inscribió las letras y bajó llevando consigo aquellas tablas, cuya naturaleza pétrea decía bien con la insensatez de los destinatarios. Pero, en cuanto al Nuevo, las cosas no van por ahí. Porque no se esculpieron tablas cuando se dio el Nuevo Testamento. Pues ¿cuándo y cómo se dio? Escucha a Lucas cómo lo cuenta: Estaban todos, dice, juntos en un lugar, y se produjo de repente un ruido como de un viento impetuoso, y aparecieron, como divididas, lenguas de fuego que se posó sobre cada uno de ellos y quedaron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en lenguas extrañas según que el Espíritu les daba. (6)

¿Ves cómo ya antiguamente el profeta claramente lo había predicho cuando dijo: pondré en ellos mi Ley y la inscribiré en su corazón? Porque la gracia del Espíritu Santo fue dada por Dios para que habite en ellos, con lo que los hizo columnas vivientes (…) (7) y en la mente pone su sombra, mediante su gloria. Y por esto decía haber sido enviado a predicar no en sabiduría de palabras, para que no sea en vano la cruz de Cristo; (8) y además: ¡Hizo Dios la sabiduría de este mundo, estulticia!s Y por todos lados revuelve la cruz de Cristo: Porque los judíos, dice, piden señales, y los griegos buscan sabiduría; mientras que nosotros predicamos a Cristo, y éste crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados, ya judíos ya griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que los hombres y la flaqueza de Dios es más poderosa que los hombres. (9)

Llamó a la cruz locura de Dios y flaqueza de Dios. Pero no porque fuera locura, puesto que ¿qué cosa hay más sabia? Ni porque fuera flaqueza, puesto que ¿qué cosa hay más fuerte? Sino haciendo referencia a la opinión que de ella tuvieron los incrédulos. Por esto mismo decía un poco antes: Porque la doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan. (10) Mas es claro que el juicio acerca de las cosas, no se ha de tomar de los que se condenan, puesto que los enfermos aun a la miel la estiman amarga. Pero es culpa de su enfermedad y no defecto de la miel. Así a los extraños la cruz les parece estulticia, pero no lo es. Y luego, una vez que demostró que no solamente no es estulticia sino cosa de suma sabiduría, ni solamente no es cosa de flaqueza, sino de suma fortaleza, compara su virtud con la creación, con el Antiguo Testamento y con la sabiduría de los incrédulos; y demuestra que aquello que no logró encontrar ni la sabiduría de los extraños ni la de los de dentro, ni pudieron muchos hombres conocer mediante la creación, ni lo alcanzaron con el Antiguo Testamento, eso, repito, sí lo pudo encontrar lo que parecía estulticia y flaqueza, a causa de que parece lo que en realidad no es.

Por lo cual, una vez que tiene la demostración mediante los hechos, acomete la batalla con grande confianza, antes que nada contra la sabiduría de los extraños, y dice: ¿Dónde está ahora el sabio? (11) Pero ¿qué significa eso de dónde está el sabio? Pues es como si dijera: "¿Dónde están los inventos de los filósofos, dónde los de los retóricos, dónde los de los sofistas, dónde los de los oradores?" Porque todo pasó, pereció, se desvaneció. ¡Tan brillantemente fulguró la victoria, que ya tales cosas ni siquiera aparecen! Por esto, una vez disipadas todas ellas como el polvo, pregunta y dice: ¿Dónde está el sabio? ¡Apareció la cruz y todas aquellas cosas se disiparon; resonó la predicación y se deshicieron con mayor facilidad que una tela de araña! ¿Dónde está el sabio? ¿dónde el fausto de las palabras, dónde la belleza de la facundia, dónde el peso de los sofismas, dónde la fuerza de las voces, dónde la lengua sutil, dónde las reuniones y los coros de los oyentes? ¡Todas esas cosas fueron arrancadas, perecieron, se perdieron, se fueron, volvieron las espaldas!

¿Dónde está el Escriba? Como si dejara ¿en dónde están las cosas de los judíos? ¡También a éstas las venció la predicación y las envolvió como el sol a la sombra! Porque lo que la Ley no había podido durante tanto tiempo y en sola una nación, eso lo llevó a cabo con mayor poderío la cruz en todas partes, deshaciendo el pecado, impartiendo justicia, santificando a los hombres, enseñando el conocimiento de Dios, conduciendo al cielo. Y luego, dejando a un lado a los judíos, nuevamente se dirige a los Helenos: ¿Dónde está el disputador de las cosas de este mundo? (12) Deja entender aquí a los herejes y a los que abusan de los razonamientos: esos que anteriormente eran más agudos que las espadas, pero que una vez que apareció la cruz, fueron hechos trizas con mayor facilidad que el barro.

¿Acaso no ha hecho Dios necedad a la sabiduría de este mundo? (13) De nuevo acomete a la sabiduría de los gentiles. Pero ¿qué quiere decir que la hizo necedad? ¡Que la mostró necia, como en verdad lo era! Y de ellos y de sus pecados y de sus iniquidades, no me acordaré más! (14) Pero en esto el profeta del Antiguo Testamento nos presenta una bella descripción. En cambio el apóstol, puesto que luchaba contra los judíos, pone en oposición ambas cosas. (15) Más arriba nos dijo: ¡No en tablas de piedra sino en tablas de carne que son vuestros corazones! (16) ahora nos dice: ¡no de la letra sino del espíritu, porque la letra mata mientras que el espíritu vivifica! (17)

Alguien en sábado recogió unos leños y fue lapidado. ¿Ves cómo la letra mata, o sea cómo la letra daba muerte? ¡Aprende ahora cómo el espíritu da vida! ¡Entra alguno al templo lleno de millares de pecados, fornicario, ladrón, avaro, adúltero, cargado con todo género de maldades, muerto ya por el pecado! Pero el Espíritu Santo con su gracia lo trae a la piscina, y hace al fornicario hijo de Dios, y al muerto por los pecados lo engendra a la vida. Esto es lo que significa aquello de el Espíritu vivifica. Pero, ¿cómo da la vida? ¡No castigando a los pecadores, según el dicho del profeta!: ¡Porque les perdonaré sus pecados y no me acordaré más de sus maldades!

Pregunta a los judíos cuándo aconteció esto en la Ley, y no podrán mostrártelo. Porque en la Ley el que había recogido leña en sábado era lapidado y la fornicaria era quemada y Moisés por un pecado perdió la tierra de promisión. En cambio ahora, en el tiempo de gracia, los que habían cometido miles de pecados, por la gracia del bautismo reciben la vida y no se les impone castigo alguno de sus crímenes. Por esto Pablo decía: ¡No os engañéis! Porque ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los dados al vino, ni los maldicientes, ni los raptores, poseerán el reino de Dios. (18) Y algunos erais esto, pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios.

¿Veis cómo resplandece el dicho aquél del profeta? ¡No me acordaré más de sus maldades! Y cómo brilla el otro dicho apostólico: ¡El Espíritu vivifica! ¿Quieres oír otra cosa, es a saber cómo Pablo nos cuenta cómo en breve tiempo recorrió casi todo el orbe de la tierra? ¡Oye lo que dice: ¡De suerte que desde Jerusalén hasta Iliria y en todas direcciones, he predicado cumplidamente el Evangelio de Cristo. (19) Y luego: Pero ahora, no teniendo ya campo en estas regiones y deseando ir a veros desde hace ya bastantes años, espero visitaros, cuando vaya hacia España, tras de haber gozado un poco de vuestra conversación. (20) Pues si un apóstol en tan breve tiempo recorrió la mayor parte de las tierras del orbe, considera cómo todos los otros pescaron a todo el orbe como en una red. Por lo cual dice: El Evangelio que ha sido predicado a toda criatura que hay bajo del cielo, (21) interpretando con eso la palabra del profeta: ¡Porque me conocerán todos, desde el menor hasta el mayor! (22)

De todo esto se deduce que fue Cristo quien dio la Ley, y que estos mártires fueron sacrificados por la Ley y que dieron su sangre por Cristo, es decir por el Legislador, también se deduce de esto. Por lo demás, ruego a vuestra caridad que asistáis con grande alegría a la festividad. Salid, como salen las abejas del panal, hacia las llagas de estos mártires; abrazad sus padecimientos, sin tener en cuenta lo largo del camino. Porque si Eleazar, ya anciano, tuvo audacia para acometer el fuego, y si la madre de estos jóvenes mártires en su avanzada ancianidad sufrió tantos dolores, ¿qué excusa o qué perdón tendréis vosotros si ni siquiera recorréis algunos estadios para contemplar sus batallas (…) (23)


La autenticidad de este trozo no puede ponerse en duda: bastaría con sólo la crítica interna para declararlo auténtico, aparte de la autoridad de san Juan Damasceno.

(1) Si 32,10-11.

(2) Si 32,4-5. Sigue el santo a los LXX. El hebreo dice: "y no impidas el canto". Lo que luego indica no se sabe a qué Homilía se refiere.

(3) 1Co 10,1-3.

(4) Jr 31,31-34.

(5) Ac 2,1-4.

(6) Laguna bastante notable en el texto. En lo que pereció de éste, el Crisóstomo hacía mención de san Pablo, el cual continúa aquí hablando.

(7) 1Co 1,17.

(8) Ibid.

(9) 1Co 1,22-25.

(10) 1Co 1,18.

(11) 1Co 1,20.

(12) Ibid.

(13) Ibid.

(14) Jr 31,34.

(15) Hace referencia a algo que había dicho en la parte de la Homilía o laguna, que pereció e indicamos más arriba.

(16) 2Co 3,3-6.

(17) Ibid.

(18) 1Co 6,9-11.

(19) Rm 15,19-23.

(20) Ibid.

(21) Ibid.

(22) Jr 31,34.

(23) Como se ve, vuelve el santo finalmente a la proposición: los Macabeos no son menores que los mártires de la nueva Ley, puesto que murieron por el Legislador, y Cristo es el Legislador de ambos Testamentos.
Parece que todo el discurso y probación es muy sutil y la sentencia no parece común entre los otros Padres y Teólogos. Ciertamente san Pablo dice aquello de que la roca era Cristo, pero habla en alegoría y como tipo de Cristo. Cristo Jesús, o sea el Dios-Hombre, no existió hasta la Encarnación. El estilo ciertamente es propio del Crisóstomo. Hay al fin una laguna.



Homilias Crisostomo 2 26