Homilias Crisostomo 2 32

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XXXII HOMILÍA tercera en honor de los santos mártires.

Tanto por la brevedad de la Homilía como también por el modo de comenzarla, creyeron algunos que estaba trunca al comienzo. Pero otros piensan que no es así, sino que está completa, y que hay otras igualmente breves. Fue predicada en la campiña antioquena a donde iban muchos desde la ciudad. Y como sucedía que tras de haber manifestado su veneración a los mártires y haber escuchado la predicación encomiástica, enseguida se iban a las tabernas y a las reuniones de bebedores, el santo aprovecha la Homilía para amonestar fuertemente sobre ese desorden.

LAS FESTIVIDADES DE LOS MÁRTIRES tienen su valor no únicamente por el día del año en que recurren sino también por la disposición de ánimo de quienes las celebran. Por ejemplo: ¿imitaste al mártir? ¿has emulado su virtud? ¿has seguido las huellas de su moderación? ¡Entonces, aunque no sea el día de la fiesta del mártir, tú has celebrado la fiesta del mártir! Porque el honor de los mártires consiste en que los imitemos. Así como los que cometen crímenes aun en el día de la festividad están sin fiesta y son profanos, así los que ejercitan la virtud celebran fiesta aunque no haya solemnidad ninguna, porque la fiesta se significa con la pureza del alma. Indicando esto mismo decía Pablo: Así pues, celebremos la festividad no en el fermento antiguo de malicia y maldad, sino en ázimos de sinceridad y verdad. (1) De manera que hay panes ázimos así entre los judíos como entre nosotros. Sólo que entre ellos el ázimo está hecho de harina, y en cambio entre nosotros consiste en la pureza de vida, en vivir ajenos a la maldad. Así pues: el que conserva su vida limpia de toda impureza y mancha, ése celebra diariamente fiesta y solemnidad, aunque no sea el día de la fiesta de los mártires, y él se esté en su casa y no vaya al templo. Porque ciertamente puede cada cual celebrar en su casa la fiesta de los mártires.

Digo todo esto, no para que no nos acerquemos al sepulcro de los mártires; sino para que si nos acercamos, vengamos con la debida prontitud de ánimo; y esto no solamente en el día de su fiesta; sino que en otro cualquier tiempo mostremos la misma piedad. Porque ¿quién no admirará hoy nuestra reunión, este espectáculo espléndido, esta fervorosa caridad, este ardiente afecto, este invencible cariño? ¡Hasta tal punto se ha reunido acá la ciudad toda, que ni el temor del amo ha retenido al siervo, ni la pobreza y necesidad al pobre, ni al anciano la debilidad de sus años, ni a la mujer lo delicado de su sexo, ni al rico el brillo de sus riquezas, ni al magistrado la excelencia de su potestad! Sino que, habiendo quitado el amor a los mártires todas las desigualdades nacidas de la pobreza y de las debilidades de la naturaleza, ha arrastrado a toda la multitud, como atada con una cadena, a este sitio; y valiéndose del afecto hacia los mártires como de unas alas para elevarla, la ha incitado a llevar una vida cual si ya estuviera en el cielo. Porque vosotros habéis vencido toda perturbación causada por la lascivia y la lujuria y estáis encendidos en el amor a los mártires.

Pues, así como a los primeros rayos del sol huyen las fieras y se esconden en sus madrigueras, así, una vez que ha brillado en nuestras mentes la luz de los mártires, se han ocultado todos los vicios y todas las enfermedades del espíritu, y se ha encendido la llama brillante de la sabiduría. Mas, a fin de que no solamente durante este tiempo, sino también después de terminada la reunión, conservemos esa llama, regresemos a nuestras moradas con la misma devoción y no nos entreguemos en las cantinas y en los prostíbulos a la embriaguez y a los excesos de la gula. Habéis hecho de la noche día mediante las sagradas vigilias: no hagáis ahora del día noche por la embriaguez y los cantos obscenos y la crápula. ¡Has honrado a los mártires acudiendo, oyendo, mostrando tu amor diligente: hónralos también con el orden en tu modo de regresar a la ciudad; no sea que alguno, al verte desordenado en la taberna, vaya a decir que has venido acá no por motivo de los mártires, sino para crecer en tus vicios y dar gusto a tus malos deseos.

Y no lo digo tratando de estorbar tu placer y descanso, sino para impedir que se cometan pecados; no para vedarte el que bebas, sino para impedir que te embriagues. Porque no es malo el vino: lo malo es su uso inmoderado. El vino don es de Dios; pero su uso inmoderado invento es del demonio. ¡Servid, pues, al Señor con temor y alegraos con temblor! (2) ¿Quieres gustar de las delicias? ¡Gózalas en tu casa, en donde aunque aconteciere que te embriagues, muchos hay que podrán cubrirte; pero no en la cantina, en donde serás espectáculo de muchos y escándalo para todos! Y no digo esto ordenando que en tu casa te embriagues, sino para prohibirte que te entretengas en las tabernas. Advierte cuan digno de burla es que, tras de esta reunión, tras de esta vigilia, tras de escuchar las Sagradas Escrituras y participar de los divinos misterios y recibir la refección espiritual, se vea a hombres y mujeres que pasen todo el día en la cantina.

¿No conocéis cuan graves castigos amenazan a los ebrios? ¡Ellos son arrojados del reino de Dios y pierden bienes indecibles y son destinados al fuego eterno! ¿Quién asegura esto? ¡El bienaventurado Pablo!: Ni los avaros, dice, ni los dados al vino, ni los maldicientes, ni los raptores, poseerán el reino de los cielos. (3) Pues ¿qué cosa hay más miserable que el hombre dado al vino, quien por un gustillo de nada, pierde los grandes deleites de aquel reino? Más aún: ni siquiera goza el ebrio de algún deleite. Porque el placer se encuentra en el uso moderado, mientras que en la inmoderación se encuentra el embotamiento y la pérdida del sentido. Pero el que no sabe ni en dónde se asienta ni en dónde se cae ¿cómo podrá tener el gusto de la bebida? Y no pudiendo ni aun ver la luz del sol a causa de la tupida nube de la bebida, ¿cómo podrá experimentar algún deleite y alegría? ¡En verdad que lo rodean tan densas tinieblas que no bastan los rayos del sol a disiparlas! ¡Siempre es mala la embriaguez, oh carísimos; pero mucho más mala es en el día de los mártires!

Pues, aparte del pecado, es un insulto supremo y un desprecio sumo de la palabra sagrada; por lo cual sin duda que el castigo será doble. De manera que una vez que viniste a honrar a los mártires, al apartarte de aquí no te has de entregar a la embriaguez: ¡es preferible que te quedes en tu casa y que no te presentes acá indecorosamente, ni insultes así la fiesta de los mártires, ni escandalices al prójimo, ni llenes de sombras tu mente, ni acumules pecados! Viniste a ver a hombres destrozados por los tormentos, que destilan sangre, adornados con un enjambre de llagas y que, despojados de la vida presente, volaron a la futura: procura pues hacerte digno de semejantes atletas. Ellos despreciaron la vida, desprecia tú los placeres. Ellos renunciaron a la vida presente, abandona tú el apego a la embriaguez.

Pero ¿es que quieres gozar de los deleites? ¡Ven y siéntate al lado de los sepulcros de los mártires, derrama ahí fuentes de lágrimas, duélete en tu corazón, logra las bendiciones de las urnas; y, apoyado en las oraciones de ellos, ejercítate frecuentemente en leer las batallas suyas; abrázate a sus lóculos, apégate a sus urnas que guardan las reliquias! Porque no solamente los huesos de los mártires abundan en bendiciones, sino también sus urnas y sus sepulcros. Toma de ese santo óleo y unge todo tu cuerpo: la lengua, los labios, la cerviz, los ojos; y así no caerás nunca en el abismo de la embriaguez. Porque el óleo con la suavidad de su aroma te trae a la memoria el combate de los mártires, refrena toda lascivia, te arma de mucha paciencia y cura las enfermedades del alma. O ¿es que deseas permanecer en los huertos y prados? ¡No hagas eso cuando está presente gran cantidad de pueblo, sino otro día! ¡Ahora es tiempo de combates; ahora se presenta el espectáculo de las luchas y no es tiempo de delicias ni de voluptuosidades!

No viniste acá para entregarte a la pereza, sino para aprender a luchar en el pancracio y vencer. (4) Y siendo, como eres, hombre mortal, viniste a quebrantar las fuerzas del demonio invisible. Porque nadie baja a la palestra para entregarse a los deleites; ni se pone a procurar amorosas pláticas cuando es venido el tiempo de los combates; ni anda buscando las mesas opíparas cuando lo necesario es ponerse en orden de batalla. Por consiguiente, tampoco tú, cuando has venido a presenciar la fortaleza de alma y el vigor de la mente y a contemplar un trofeo admirable y nuevo y un combate desusado y heridas y golpes y la lucha completa en el pancracio de estos varones, no introduzcas acá al demonio y sus obras; no te entregues, tras de este espectáculo magnífico y tremendo, a las delicias; sino que, una vez recogidas las ganancias espirituales, vuelve con ellas a tu casa; y con sola tu presencia testifica a todos que regresas del espectáculo de los mártires.

Porque así como los que regresan del teatro, fácilmente aparecen, delante de todos, perturbados, confusos, enervados y cargados de las imágenes de todo aquello que se representó en el teatro, así al que vuelve del espectáculo de los mártires, es necesario que todos lo conozcan por su modo de presentarse, de andar, por su compunción y recogimiento de su mente; y porque respira fuego y va modesto, contrito, sobrio, atento, y declarando con sus mismas posturas corporales la interior moderación y templanza. ¡Volvamos de esta manera a la ciudad: con la debida modestia, el andar mesurado, llenos de prudencia y continencia, y con el rostro sereno y tranquilo: Porque el vestido del hombre y la risa de sus dientes y su modo de caminar denuncian al hombre! (5)

¡Volvamos siempre así de la visita de los mártires y de estos óleos espirituales y de estos prados celestes y de estos nuevos y miríficos espectáculos; a fin de que también nosotros experimentemos mucha facilidad en la virtud y demos también a los otros libertad en ejercitarla; y finalmente consigamos los bienes futuros por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, con el cual y por el cual sea al Padre, juntamente con el Espíritu Santo, la gloria y el imperio y el honor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.


(1) 1Co 5,8.

(2) Ps 2,11.

(3) 1Co 4,10.

(4) Como ya anotamos en otra Homilía, el pancracio era una lucha en el estadio, mezcla de cinco clases de ejercicios,

(5) Si 19,27.


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XXXIII HOMILÍA encomiástica en honor de los mártires egipcios.

Imposible determinar la fecha en que fue predicada. Alguna probabilidad hay de que fuera en Constantinopla donde se dijo, porque en esa ciudad eran más frecuentes las translaciones de las cenizas de los mártires que en Antioquía; pero este indicio resulta excesivamente débil.

¡ALABADO SEA DIOS, porque también hay mártires de Egipto, el país insanísimo y enemigo de Dios! ¡el país de las lenguas impías, el de las bocas blasfemas! (1) ¡También de Egipto hay mártires! ¡Y no solamente de Egipto sino también de las regiones circunvecinas y de toda la tierra! ¡Han hecho los egipcios, por lo que mira a los atletas de la piedad, lo que hacen los habitantes de una ciudad cuando tienen sobreabundancia de cosas vendibles, y en mayor cantidad de la que exige el consumo: que las envían a las ciudades lejanas, tanto para demostrarles su benevolencia como también para adquirir las cosas que necesitan, por este exceso de mercancías, con mayor facilidad! ¡Como vieran que, por la benignidad de Dios, abundaba entre ellos la cosecha de tales atletas, no reservaron para sola su ciudad tan grande regalo de Dios, sino que repartieron de sus tesoros y bienes por toda la tierra; tanto para demostrar su caridad con sus hermanos, como también para honrar de este modo al común Señor de todos; y finalmente también para adquirir gloria para su ciudad delante de todos los pueblos y manifestarse como metrópoli del universo entero.

Porque si tales formas de regalos, aun en el caso de tratarse de cosas frivolas y que solamente sirven para esta vida, pudieron adquirir honores semejantes para otros pueblos ¿no es verdad que a la que envía no cosas corruptibles, sino varones que aún después de su muerte a las ciudades que los reciben les conceden seguridad, es justo que sobre todas las demás se la galardone con este género de prerrogativas y honores? Porque los cuerpos de estos santos defienden nuestra ciudad con seguridad mayor que cualquier muralla inexpugnable y diamantina. Ellos, a la manera de promontorios que por todos lados avanzan, no sólo apartan los asaltos de los enemigos que con los sentidos percibimos y con los ojos vemos, sino que echan abajo y disipan las asechanzas de los demonios invisibles y todos los fraudes y engaños del diablo, con no menor facilidad con que un varón echa por tierra y destruye los juguetes de los niños.

Ciertamente, todas las otras máquinas que han fabricado los hombres, como son los muros, las fosas, las armas, la multitud de los ejércitos, y todo cuanto han inventado para seguridad de los habitantes, pueden ser vencidos por otras máquinas mayores y en número mayor que apronten sus enemigos; en cambio, una vez que la ciudad ha sido fortificada con los cuerpos de los santos, aunque los enemigos gasten infinitas riquezas, no podrán en modo alguno oponer iguales máquinas contra las ciudades de aquéllos poseídas. Pero no solamente contra las asechanzas de los hombres, oh carísimos, ni sólo contra los engaños del demonio es útil esta posesión; sino que, si acaso el común Señor nuestro se irritara por la multitud de nuestros pecados, al punto podremos hacérnoslo propicio a la ciudad con sólo presentarle estos cuerpos.

Si aquellos de entre nuestros antepasados que llevaron a cabo excelsas hazañas y numerosas, lograron algún consuelo echando por delante los nombres de los bienaventurados y refugiándose en la invocación de Abrahán, Isaac y Jacob; y de semejante invocación de los hombres notables cosecharon grande utilidad, mucho mejor nosotros, que ponemos delante de Dios no únicamente los nombres sino los cuerpos mismos que sufrieron el combate, aplacaremos a Dios y nos lo volveremos propicio. Y para que conste que lo que venimos diciendo no es simplemente humo de palabras, ya saben muchos de los naturales de aquí y también de los que de otras partes han venido, cuán grande es la virtud de los mártires; de manera que comprueban lo que llevo dicho con sus afirmaciones, porque la experiencia les ha enseñado cuán grande confianza se obtiene delante de Dios por medio de estos santos.

Y con razón. Porque no combatieron en favor de la verdad en una forma vulgar; sino que rechazaron los violentos ataques del demonio de una manera tan diligente y esforzada como si batallaran dentro de cuerpos pétreos o de hierro, y no expuestos a la corrupción y mortales; o como si ya hubieran sido trasladados a aquella otra naturaleza sin pasiones e inmortal, que en absoluto no está sujeta a las acerbas necesidades corporales ni al dolor. Los verdugos, a la manera de unas bestias feroces, crueles y terribles, rodeaban por todos lados los cuerpos, y atravesaban sus costados y destrozaban sus carnes y dejaban visibles y al descubierto sus huesos, y no había cosa alguna que de tanta crueldad y ferocidad pudiera apartarlos; pero una vez que habían penetrado al interior de los lomos y de las profundas entrañas, no podían arrebatar el tesoro de la fe en ellas escondido, porque no lo encontraban. Más bien les sucedió lo que a quienes, tras de haber puesto cerco a una nobilísima ciudad, llena de riquezas y opulenta por sus inmensos tesoros, y de haber derribado sus murallas, y haber llegado hasta los depósitos mismos de las riquezas, y haber derribado las puertas y apartado las cerraduras y cavado el pavimento, al fin no pudieran, después de haberlo examinado todo, arrancarle ni llevar consigo ninguna de sus riquezas.

Porque de tal naturaleza son los bienes del alma: los padecimientos del cuerpo, cuando el alma los custodia con cuidado, no los entregan. Aunque escarbes los pechos, aunque llegues al corazón y lo arrebates y lo hagas pedazos, el alma no traicionará el tesoro que una vez la fe le entregó. Obra es de la gracia que todo lo maneja y puede hacer maravillas en los cuerpos débiles. Y es más digno de admiración que, a pesar de haberse ensañado y haber ejercitado en un modo tan grande su crueldad, no solamente no pudieron robar nada de los tesoros escondidos, sino que hicieron que éstos quedaran guardados con mayor seguridad; y todavía más, por el contrario, los volvieron más excelentes y abundantes. Porque no solamente el alma sino también el cuerpo se hizo participante de mayor gracia; de manera que no sólo no perdió la que tenía, una vez que los mártires fueron destrozados y hechos pedazos, sino que logró para sí un auxilio mayor y más abundante. ¿Qué puede, pues, haber que supere a esta victoria? Porque a quienes los verdugos tenían en sus manos y podían a su gusto dañarlos y azotarlos, una vez que ya estaban ligados, no pudieron vencerlos, sino que fueron miserable y felizmente vencidos por ellos. ¡Todo porque los verdugos hacían la guerra no contra los mártires sino contra Dios, que en ellos habitaba! Y nadie ignora que quien hace la guerra contra Dios, necesariamente queda vencido y sufre el castigo aun de sólo haberlo intentado.

¡Tales son las victorias de los santos! Y si sus luchas y victorias son tan admirables ¿qué diremos de las coronas de paciencia que les están reservadas? Porque no se detuvieron en los límites de semejantes tormentos ni terminaron ahí su carrera, sino que sus palestras fueron mucho más extensas; tanto porque el demonio malvado esperaba, con ir añadiendo castigos, vencer a los atletas, como porque el benignísimo Señor lo permitía y no lo impedía, a fin de que la locura de los infieles apareciera delante de todos más clara y a aquéllos se les tejieran coronas más numerosas y brillantes. ¡Como sucedió con Job! El demonio pedía a Dios contra él mayores penas, con la esperanza de que, mediante la acumulación de males, vencería al generoso atleta de la piedad; mientras que Dios permitía las malvadas peticiones del demonio con el objeto de hacer más resplandeciente al atleta.

Y una vez que con mayor fiereza que todas las fieras crueles, hubo el demonio devorado por todos lados los cuerpos de los mártires, y hubo ensangrentado sus fauces, si no con la sangre de los santos, sí con aquellos inhumanos y crueles edictos, al fin, vencido por la paciencia de ellos, saciado y hastiado de aquel inhumano convite, se dio a la fuga. Observa cuán grande fue la paciencia de los santos que llegó a saciar tan inmenso furor con sus padecimientos. Pero acometió de nuevo y recomenzó el combate con terrible ira, queriendo como competir con las fieras todas, mediante una nueva crueldad. Porque las fieras, llevadas del impulso de su naturaleza, se entregan a semejantes banquetes, pero, una vez saciadas, se retiran; y aunque vean innumerables cuerpos, a ninguno tocan ya; mientras que el demonio, como se acercaba a este manjar por maldad de ánimo, una vez saciado con las carnes, inventaba todavía alguna nueva artimaña contra los mártires, con lo que llevaba a los santos a una inacabable y acerbísima muerte.

Ordenó al fin que fueran conducidos a las minas. ¡Locura singular! ¡Esperaba vencer así la fortaleza y paciencia de los mártires, de la que había tenido ya una tan clara demostración! ¡De manera que los contubernales de los ángeles y ciudadanos del cielo, y destinados a la celestial Jerusalén, habitaban con las fieras! Y desde entonces, el desierto era más santo que cualquiera de las ciudades. En éstas cada día se redactaban decretos redundantes de iniquidad y de tiranía; pero el desierto estaba inmune de semejante inhumano ministerio. Los tribunales se hallaban repletos de crímenes malvados y de órdenes injustas, mientras los desiertos tenían consigo como ciudadanos a los más justos de los mortales, hechos de hombres ángeles. Y así, el desierto competía con el cielo, a lo menos por las virtudes de los ciudadanos que lo habitaban.

Gravísimo era el castigo por su propia naturaleza; pero se volvía fácil, llevadero y ligero por la presteza de ánimo de los luchadores. Porque éstos juzgaban ver entonces una luz multiplicada; luz de la que dijo el profeta: ¡La luna será como el sol y el sol siete veces más! (2); luz que a ellos les había tocado en suerte. ¡Porque no hay, no hay nada más alegre que el alma que ha sido hallada digna de padecer por Cristo algo de las cosas que a nosotros nos parecen pesadas e intolerables! ¡Pensaban que habían sido ya trasladados al cielo, y que participaban de las fiestas de los ángeles! Pues ¿qué necesidad tenían del cielo y de los ángeles, cuando en el desierto estaba con ellos Jesús, el Señor de los ángeles?

Porque, si en donde están dos o tres congregados en su nombre, ahí está El en medio de ellos, mucho más estaba entonces en medio de los que se habían reunido no solamente en su nombre, sino para ser atormentados perpetuamente por su nombre. Vosotros lo sabéis, lo sabéis bien, cómo no hay otro tormento mayor que ese de las minas. Y que los que han sido condenados a sentencia semejante, quisieran antes tolerar muertes infinitas que padecer los dolores con que ahí se les castiga. Fueron condenados a las minas de donde se había de extraer el bronce, cuando ellos eran más preciosos que el oro, y eran oro inmaterial que no se extrae por manos de gente condenada a las minas, sino que se alcanza mediante el fervor de los varones piadosos. ¡Trabajaban en las minas los que rebosaban en infinitos tesoros! ¿Qué podía haber más pesado y amargo que aquel género de vida?

Veían cómo en sí mismos se realizaban las narraciones e historias de aquellos grandes hombres que conmemora Pablo, cuando habla de los santos y dice: ¡Iban de un lado a otro, vestidos de pieles de carneros y de cabras, padeciendo necesidad y angustia, afligidos, de quienes no era digno el mundo! (3) Sabiendo pues nosotros estas cosas y que al presente, lo mismo que en los tiempos pasados, desde que existen los hombres, todos los amigos de Dios han llevado una vida llena de cuidados, de trabajos, de innumerables dolores, no la busquemos muelle, delicada, llena de deleites, sino de otro género que abunde en penas, sufrimientos y miserias. Porque así como no puede ser que quien pelea en la palestra alcance las coronas mediante el sueño, la pereza y las voluptuosidades; ni tampoco el soldado merezca los trofeos, ni el piloto el puerto, ni una era repleta de frutos el agricultor, así tampoco el fiel puede conseguir los bienes prometidos mediante una vida de pereza y relajación.

¿No es acaso absurdo que en todas las cosas de este siglo los trabajos precedan a los goces y los peligros a la seguridad; y esto a pesar de que apenas si hay alguna esperanza, y ésta de bienes exiguos y caducos, tras de los trabajos; y cuando se nos prometen el cielo y los honores angélicos y una vida que no tiene acabamiento, y la conversación con los ángeles, y bienes que nadie puede ni decir ni concebir, podamos nosotros esperar que alcanzaremos todo eso mediante la pereza y la relajación, y sin dignarnos emplear para ellos ni siquiera la diligencia que para las cosas seculares empleamos?

¡No tomemos, os lo ruego, determinaciones tan malas acerca de nosotros mismos y de nuestra salvación! ¡Más bien, vueltas nuestras miradas a estos santos, a estos generosos atletas y pacientes, que se nos han dado para que nos precedan como luminarias, arreglemos nuestra vida conforme a la paciencia y tolerancia que nos muestran; a fin de que, por sus oraciones, cuando salgamos de esta vida, podamos no solamente contemplarlos, sino abrazarlos y ser colocados en aquellos celestiales tabernáculos! Ojalá logremos todos nosotros esto, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual sea la gloria al Padre y al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.


(1) Alusión al hecho de que el centro de las herejías en Oriente estaba en Alejandría de Egipto, como ya lo indicamos en la Introd., ns. 5 y 6.

(2) Is 30,26

(3) He 11,37-38.


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XXXIV HOMILÍA encomiástica en honor de nuestro santo Padre MELECIO, arzobispo de la gran Antioquía;

y acerca del fervor de los que acudieron. Para algunos datos sobre el arzobispo Melecio, véase nuestra Introd. ns. 6, 8, 10. Melecio murió en Constantinopla a donde lo había llamado el emperador para el Concilio del año 381, hacia fines del mes de mayo. Esta Homilía probablemente fue pronunciada después de mayo de 386, o quizá a 12 de febrero del año siguiente, con ocasión de la translación de las reliquias a Antioquía.

AL CONTEMPLAR CON MIS OJOS Y VER en torno a toda esta sagrada reunión, y a toda la ciudad presente en este sitio, no hallo qué alabar primero: si al bienaventurado Melecio, quien aún después de su muerte goza de semejantes honores, o el cariño que vosotros le profesáis, puesto que aún después de la muerte manifestáis tan grande benevolencia para con vuestros Pastores. ¡Bienaventurado es en verdad este santo que pudo así formar dentro de vosotros tan acendrado cariño! ¡Bienaventurados sois vosotros, puesto que habiendo recibido de aquél el depósito de la caridad, continuáis hasta el presente conservándola sincera para con aquel que os la infundió!

Porque han transcurrido ya cinco años desde que aquel bienaventurado se trasladó al lado de Jesús, al que tanto deseaba llegar; y sin embargo, como si ayer o antier lo hubierais visto aún, con ese mismo ferviente cariño habéis el día de hoy salido a su encuentro. ¡Envidiable quien tales hijos engendró! ¡envidiables los que tuvisteis en suerte un Padre semejante! ¡Generosa y admirable fue la raíz, pero los frutos también han sido dignos de ella! Porque así como una maravillosa raíz cuando está oculta en la tierra no aparece, pero por sus frutos muestra la fuerza de su propia virtud, del mismo modo en verdad, el bienaventurado Melecio, oculto en este sepulcro, no se muestra visible a nuestros ojos corporales; pero, a través de vosotros, que sois sus frutos, nos muestra la fuerza de su propia virtud.

De manera que aunque nosotros callemos, basta con la sola festividad y con el fervor vuestro, para publicar muy más penetrantemente que una trompeta el grande amor que os tuvo el bienaventurado Melecio; puesto que en tanto grado encendió en vuestras mentes su cariño, que aún con solo su nombre os sentís fervorosos y con sólo escucharlo os entusiasmáis. Por tal motivo yo, ahora, no al acaso sino muy de pensado y de propósito inserto su nombre en mi discurso. Y a la manera que alguno entrelaza una corona y luego esmaltándola de margaritas, la hace aún más resplandeciente con la abundancia de las piedras preciosas, así yo el día de hoy, al ir entrelazando su sagrada cabeza con la corona de los encomios, al mismo tiempo voy entretejiendo en mi discurso la continua frecuencia de su nombre, a la manera de unas margaritas, con la esperanza de hacerlo de este modo más agradable y hermoso.

Pues, si tal es la ley de los que aman y tal la costumbre, que reduplican aun el nombre solo de aquellos que son amados y lo repiten muchas veces, y con sólo ese nombre se sienten llenos de ardor, eso precisamente os ha acontecido hoy con este bienaventurado. Porque apenas lo recibisteis allá en los principios, cuando entró en la ciudad y ya cada uno de vosotros ponía su nombre a sus hijos, pensando que con ese nombre como que introducía al bienaventurado en su hogar. De manera que haciendo a un lado a los padres, abuelos y bisabuelos, las madres a los hijos que daban a luz les imponían el nombre del bienaventurado Melecio; pues vencía a la naturaleza el amor a la piedad; y en adelante los hijos, no solamente por el natural cariño, sino además por haberles impuesto tal nombre, resultaban amables.

Se juzgaba que el nombre de este santo era un ornamento de la familia, una seguridad para el hogar, una salvación para los con él nombrados y un consuelo en sus anhelos. Y del mismo modo que si a algunos que están sentados en las tinieblas se les aparece una lámpara encendida, al punto van encendiendo otras muchas lámparas y cada uno lleva la suya a su hogar, del mismo modo, de aquella apelación, como de una luz que hubiera venido a la ciudad, cada cual, como encendiendo una lámpara, llevaba a su casa en aquel tiempo el nombre de este bienaventurado, y como si mediante ese nombre arrebatara un tesoro de infinitos bienes. Lo cual era además un cierto modo de enseñar la piedad. Porque obligados a recordar constantemente aquel nombre y a tener dentro de su alma al bienaventurado Melecio, tenían con eso como un refugio contra cualquiera pasión irracional y contra cualquier irracional pensamiento.

Y llegó a ser tan común este nombre que por todas partes resonaba en derredor así en las encrucijadas como en las plazas, en los campos y en los caminos. Pero no solamente os impresionaba en tal manera su nombre sino también su figura corporal; de manera que lo que hicisteis con los nombres eso mismo hicisteis con las imágenes. En lo ancho de los anillos, en los sellos, en las copas, en las paredes de las recámaras y por dondequiera, muchos habían grabado la imagen sagrada de aquel bienaventurado; con el objeto de no solamente escuchar aquel santo nombre, sino ver en todas partes la figura de su cuerpo y tener así un doble consuelo durante su destierro.

Porque apenas había entrado en la ciudad cuando fue expulsado, y fueron los enemigos de la verdad quienes lo arrojaron. Y lo permitió Dios, porque quería juntamente demostrar la virtud de aquél y la fortaleza vuestra. Habiendo entrado él en la ciudad, como Moisés en Egipto, al punto apartóla del desvío del error; y, habiendo cortado del cuerpo los miembros ya podridos y que eran incurables, devolvió la salud a la numerosa Iglesia. Pero los enemigos de la verdad, como no soportaran la corrección, conmovieron el ánimo del emperador y así lo echaron de la ciudad, esperando de este modo sobreponerse a la verdad y echar abajo la enmienda de costumbres que él había realizado.

Pero sucedió lo contrario de lo que esperaban. Porque vuestro fervor quedó mucho más en claro y mucho más brilló la sabiduría de aquél en la enseñanza. Esta, porque, en treinta días, y ésos no completos, tuvo fuerza para cimentaros en la fe, en tal manera que aún habiéndose echado encima luego vientos infinitos, permaneció inmóvil en vosotros su enseñanza; y vuestro fervor quedó también manifiesto en que en esos treinta días no completos, recibisteis con tan grande cuidado la simiente que él esparció, que echó raíces hasta lo más profundo de vuestro pensamiento, y no cedisteis a ninguna de las tentaciones que al punto sobrevinieron.

Mas no es justo que pasemos en silencio lo que sucedió en la persecución contra él emprendida. Porque, cuando el Prefecto de la ciudad conducía su coche por mitad de la plaza y salía llevando a su lado a este santo, de todas partes llovían en granizada las piedras sobre la cabeza del dicho Prefecto, ya que la ciudad no podía llevar en paciencia que aquél se apartara, y escogía antes perder la vida presente que ver arrebatado de su seno al hombre bienaventurado. Y ¿qué fue lo que éste hizo en aquella ocasión? Como viera llover la pedrisca sobre el Prefecto, le envolvió con su manto la cabeza y así la defendía; y además con excesos de dulzura amonestaba a los enemigos e instruía a los discípulos acerca de cuánta paciencia hay que tener con los que nos injurian; y que no solamente no conviene hacer nada áspero contra ellos, sino que aún en el caso en que, de parte de otros, les acontezca algún peligro, conviene defenderlos con todo empeño.

¿Quién no sintió en aquellos momentos escalofrío, al observar por una parte el amor de la ciudad que llegaba hasta la locura, y la altísima filosofía del maestro y juntamente su mansedumbre y su dulzura? ¡Porque las cosas que entonces sucedían eran increíbles! ¡El Pastor era expulsado por las ovejas y las ovejas no se dispersaban! ¡era arrojado el piloto y la barca no se hundía! ¡el labrador era perseguido y la viña llevaba un fruto mucho mayor! Y porque estabais mutuamente unidos con el vínculo de la caridad, ni los embates de las tentaciones, ni los peligros que se levantaban, ni lo largo del camino, ni lo dilatado del tiempo ni otra cosa alguna tuvieron fuerza para separaros de la compañía de aquel bienaventurado Pastor: ¡se le arrojaba con el fin de que estuviera lejos de sus hijos, pero acontecía todo lo contrario! Porque mucho más se unió a vosotros con los lazos del cariño. Y así se encaminaba hacia Armenia llevando consigo a toda la ciudad.

Con el cuerpo se estableció en su patria. Pero, elevada su mente y su pensamiento en alto como con unas alas, por la gracia del Espíritu Santo, vivía constantemente entre vosotros y llevaba en sus entrañas a todo este pueblo, cosa que también a vosotros os sucedía. Porque permaneciendo aquí y circunscribiéndoos a la ciudad, pero volando cada día a Armenia con el espíritu de caridad, regresabais luego como si hubierais visto de nuevo aquel su rostro venerable y hubierais oído aquella su voz dulce y tranquila. Y para esto precisamente permitió Dios que apenas llegado a la ciudad fuera enseguida desterrado, como dije al principio: para que se demostrara a vuestros enemigos la firmeza de vuestra fe y la pericia de aquél en la enseñanza.

Todo esto es claro. Porque, tras de aquella primera persecución, cuando hubo regresado, ya no por treinta días ni por varios meses ni por un año o dos, sino por muchos años convivió aquí con vosotros. Por haber dado una muestra tan grande de la firmeza de vuestra fe, os concedió Dios que gozarais de nuevo de vuestro Padre y ya sin temor: ¡porque era un deleite sumo el gozar de aquel rostro santo! Este era capaz, no solamente enseñando, no solamente hablando sino aun simplemente viendo, de introducir en el alma de los que lo contemplaban la enseñanza de la virtud. De manera que cuando se acercó a vosotros y toda la ciudad salió al camino, unos se le acercaban y le . abrazaban los pies y le besaban las manos y escuchaban sus palabras; otros, impedidos por la multitud y que solamente podían divisarlo de lejos, como si con sola su vista hubieran recibido una bendición suficiente, y poseyeran un tesoro no menor que los que se le acercaban, se apartaban llenos de abundante consolación: ¡de manera que aquello que había sucedido a los apóstoles, le acontecía ahora a este santo!

Respecto de los apóstoles, cuantos no podían aproximárseles, obtenían las mismas gracias cuando la sombra de aquéllos se extendía y tocaba a los que estaban distantes; de manera que lo mismo que los otros, se apartaban conseguida ya la salud. Y del mismo modo en este caso, cuantos no podían adelantarse hasta él, sentían a la manera de una aureola espiritual que salía de aquella sagrada cabeza y llegaba hasta los que estaban más distantes; de manera que todos se apartaban henchidos de bendiciones con sólo haberlo contemplado.

Y cuando al fin pareció a Dios, Señor común de todos, llamarlo de la vida presente y transportarlo a los coros de los ángeles, ni aun esto sucedió al acaso. Porque lo llamaron las cartas del rey, al cual movía Dios. Ni lo llamaba a un sitio cercano sino hasta la misma Tracia, con el objeto de que también los gálatas y los bitinios y los de Cilicia y los de Capadocia y todos los circunvecinos de Tracia, conocieran el bien que nosotros poseíamos. Y para que los obispos de todas las partes de la tierra, mirando como en una imagen y arquetipo su santidad, y tomando de él un claro ejemplo de cómo desempeñaba su oficio en esta dignidad, tuvieran una regla segura y preclarísima según la cual conviene regir y gobernar las iglesias.

Porque, así por la grandeza de aquella ciudad, como por estar en ella el trono del emperador, concurrían allá muchos de muchas partes de la tierra. Y los obispos de las Iglesias, que entonces respiraban un poco tras de una guerra larga y de una recia tempestad; y que comenzaban a tener un principio de paz y tranquilidad, eran llamados allá por letras del emperador. Con esa ocasión también este bienaventurado se presentó. Y tal como sucedió con los tres jóvenes aquellos, cuando fueron proclamados a voz de pregón y coronados, después de que habían apagado el fuego del horno y habían echado por tierra el orgullo del tirano, y después de haber refutado toda apariencia de impiedad con sus procederes, que de toda la tierra aquella se reunieron para contemplarlos (porque los sátrapas y los dignatarios y los jefes de cada región de toda la tierra, aunque llamados por otro motivo, pero resultaron espectadores de los jóvenes atletas): así sucedió en esta otra ocasión; de manera que se le preparó a este bienaventurado varón un brillante teatro. Llegaron allá, convocados por otras razones, los obispos que por dondequiera administraban las iglesias y contemplaron a este santo. (1) Y una vez que cuidadosamente lo hubieron contemplado y advirtieron su piedad, su sabiduría, su celo por la fe, como quien ya tiene en sí completa y perfecta toda la virtud que ha de tener un sacerdote, entonces finalmente lo llamó Dios para sí.

Y todo esto sucedió para que nuestra ciudad lo llevara con más suavidad. Porque si hubiera entregado su alma aquí, el peso de semejante desgracia habría parecido intolerable. Pues ¿quién hubiera podido sobrellevar el ver caídos aquellos párpados de los ojos y el ver cerrarse aquella boca y aquel dar él los últimos consejos? ¿Quién, contemplando estas cosas, no habría desfallecido por la grandeza de la desdicha? ¡Para que esto no sucediera, proveyó Dios que exhalara su alma en una región apartada; a fin de que, habiendo ya meditado de antemano, en el tiempo intermedio, tan extrema desgracia, no quedáramos consternados al recibir el cadáver que entraba en la ciudad; por estar ya la mente acostumbrada al duelo, como en efecto sucedió. Porque cuando la ciudad recibió aquel cadáver, aunque se dolió y grandemente lloró, pero muy pronto reprimió su duelo, tanto por el motivo que ya dije como por el que voy a decir.

Porque nuestro humanísimo Dios se dolió de nuestra pena, y nos mostró prontamente otro Pastor que con toda exactitud reprodujera el modo de ser del anterior y retuviera la imagen de toda su virtud. El cual, apenas tomó posesión de la sede, inmediatamente nos despojó del traje de luto y apagó nuestro dolor y más bien hizo reflorecer entre nosotros la memoria de aquel bienaventurado. (2) Pero a la par que el dolor disminuía se iba acrecentando el amor fuertemente, con lo que acabó por huir toda tristeza del ánimo. Es cierto que no suele suceder así en la pérdida de aquellos a quienes amamos con grande afecto. Sino que, cuando se pierde a un hijo amado o la mujer pierde a su querido esposo, mientras conservan de ellos un recuerdo vivo, se apacienta en el alma un vehemente dolor; pero, cuando con el transcurso del tiempo la pena se ha ido calmando, juntamente se va apagando lo agudo del dolor con la viveza del recuerdo. Mas con este bienaventurado ha sucedido al revés.

Porque desapareció por completo la tristeza del alma, mientras que su recuerdo no se marchó juntamente con la pena, sino que se aumentó fuertemente. Y vosotros sois testigo de esto. Pues a la manera que las abejas revolotean en torno del panal, así, después de tanto tiempo revoloteáis vosotros en torno del cuerpo del bienaventurado Melecio. Y el motivo del cariño que le teníais no era de origen natural, sino nacido por la reflexión y de un recto juicio. Por esto no se apagó con la muerte, no se anubló con el tiempo; sino que va creciendo y cada vez más se aumenta. Sucede esto no solamente con vosotros que lo contemplasteis, sino también con aquellos que no lo vieron.

Porque esto es lo maravilloso del caso. Que cuantos vinieron a la vida después de la muerte de aquél, se encuentran encendidos en el mismo cariño. Superáis en consecuencia vosotros los más ancianos a los que no lo conocieron en esto: en que convivisteis con él y disfrutasteis de su santa compañía. En cambio, los que no lo conocieron en esto os llevan ventaja: en que no habiendo visto nunca al bienaventurado varón, muestran por él un cariño no menor que el vuestro, que lo conocisteis.

Roguemos pues en conjunto todos, los gobernantes y los gobernados, las mujeres y los hombres, los jóvenes y los ancianos, los esclavos y los libres, al bienaventurado Melecio, y tomémoslo como compañero común de nuestra plegaria, puesto que goza él ahora de mayor libertad de hablar ante Dios y demuestra un más acendrado cariño para con nosotros; (3) roguemos que se aumente la caridad y que todos seamos dignos de que, así como ahora estamos aquí vecinos a esta urna funeraria, así podamos estar también allá arriba vecinos al eterno tabernáculo de este bienaventurado, y alcanzar los bienes eternos que nos están reservados. ¡Ojalá logremos todos obtenerlos por gracia y clemencia del Señor nuestro Jesucristo, por el cual y con el cual sea al Padre la gloria y el imperio juntamente con el Santo Espíritu, por los siglos de los siglos. Amén. (4)


(1) Un Códice anota que se reunieron en Constantinopla 150 obispos.

(2) Se refiere al obispo Flaviano. El santo tenía agradecimiento a ambos: el primero lo ordenó Lector y Diácono y le administró el bautismo; el otro lo ordenó Presbítero.

(3) Nótese la forma clásica de panegírico que el santo escogió para esta

(4) Han advertido los autores con razón, cómo en este pasaje San Juan Crisóstomo indica las dos razones fundamentales del culto que dan los católicos a los santos: que éstos están ya más cerca de Dios y pueden así mejor interceder; y que su caridad para con nosotros se ha afinado y por lo mismo no sólo pueden sino que quieren interceder por nosotros. La controversia iconoclasta, que más tarde habían de resucitar los protestantes, es del siglo VIII.



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