Homilias Crisostomo 2






OBRAS COMPLETAS DE SAN JUAN CRISOSTOMO

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INTRODUCCIÓN GENERAL

CLÁSICO en el más bello sentido de la palabra, rico y perpetuamente novedoso en la invención, armado con el conocimiento a fondo de las más altas verdades católicas, conocedor como pocos de los abismos y de las alturas a donde puede ir el corazón humano, popularísimo en su psicología, lleno de fresca naturalidad en sus movimientos pasionales, encantador en su poética imaginación creadora, selecto en su dicción y preparado en las aulas del más notable retórico del siglo IV d.C, es San Juan de Antioquía, apellidado el Crisóstomo desde el siglo VIII, a causa de su maravillosa elocuencia, una de las más altas cumbres de la humanidad en los mundos de la oratoria en general y de modo muy especial en los de la oratoria sagrada. Y para más gloria suya, no es su elocuencia un arte encajonado en las leyes de las preceptivas que tanto abundaron a partir de la Escuela aristotélica, a fines del siglo IV a.C, hasta ir a desembocar como en un golfo en la famosísima de Quintiliano, para derivarse luego a través de los siglos y venir a formar en el siglo XVIII la complicada y artificial red de minucias que acabaron por ahogar la espontaneidad y los vuelos libres del genio. La elocuencia del Crisóstomo brota de la naturaleza misma y responde a la humanidad nueva sacada de los sucios fondos del paganismo por el aliento creador de las doctrinas y la moral cristianas: sociedad llena de vigor juvenil y de sinceridad profunda, a la cual no se la podía ya satisfacer con las inconsistentes fábulas antiguas ni tampoco adormecerla con el artificioso ropaje de la elocuencia pagana: la nueva efervescencia necesitaba de nuevos odres para vaciar su contenido revolucionario; y a esta necesidad correspondió la creación de un género nuevo de elocuencia, al que se ha dado el nombre de homilético. Género que no fue invención del Crisóstomo sino de la Iglesia acuciada por la necesidad de exponer la verdad y defenderla del error.

Tampoco fue el Crisóstomo el único en usar de la Homilía en la predicación. Desde los primeros tiempos del cristianismo este género se establece como la auténtica expresión de las direcciones nuevas. Famosas fueron las magníficas Homilías del fecundísimo Orígenes, nacido en Alejandría el año 185; famosas en el siglo IV las de San Basilio Magno y las de muchos otros predicadores del dogma y de la moral. Pero tocó al Crisóstomo llevar a su más alta cumbre este género y quedar constituido en maestro de la Iglesia universal. De él dice el historiador de la Iglesia Fernando Mourret (tomo II, pág. 378) que fue "letrado, político y director de almas; y en una palabra, orador a la manera antigua en toda la fuerza del término en el grado más elevado. Fue el director de conciencia de Antioquía, de Oriente y en cierto modo de la Iglesia toda", a fines del siglo IV d.C.

Por lo demás el homilético es un género que se presta para tratar toda clase de materias y aprovechar toda clase de recursos oratorios. En su origen, la palabra griega ófxikía significaba una reunión, asamblea, tropa, compañía, sociedad, visita, relaciones familiares, conversación y aun empleo ordinario de alguna cosa. Poco a poco se fue concretando y vino a significar, en un sentido filosófico, la conversación familiar entre el profesor y los alumnos, aquél enseñando y éstos aprendiendo. Por su parte, la Iglesia naciente, siguiendo la costumbre de los rabinos judíos de explicar todos los sábados la Ley al pueblo, instituyó la frecuente predicación, bajo el mismo método familiar de los rabinos. Coincidió así el método eclesiástico con el filosófico. Pero todavía en el sentido eclesiástico se han distinguido la Homilía patrística o conversación desde el pulpito de los Padres de la Iglesia con los fieles para irles explicando las sagradas Escrituras o bien algún tema moral o comentar algún suceso del día; la Homilía eclesiástica o conversación desde la cátedra sagrada del Obispo con sus fieles para instruirlos en todo lo necesario a la vida cristiana; y la Homilía moderna o breve explicación del Evangelio del día, hecha durante la santa Misa por el sacerdote celebrante u otro en su lugar.

Desde los primeros tiempos, la materia de las Homilías fue variadísima: explicar un pasaje del antiguo o del nuevo Testamento; aclarar en forma exegética algún texto de la sagrada Escritura; comentar algún suceso importante y relacionarlo con el dogma o la moral; hacer un breve panegírico de personas notables o de santos y mártires; corregir un error o una costumbre inconveniente que se va extendiendo entre los fieles; consolar y levantar el ánimo de los oyentes afligidos por alguna pública desgracia. Si para exponer la Sagrada Escritura se echa mano de toda clase de erudición (ciencias, filosofía, teología, artes, etc.) dicha Homilía suele llamarse Lección Sacra; y si se endereza antes que nada, pero en la misma forma, a combatir el error y preparar las almas para la fe, se denomina Conferencia.

La forma externa o disposición es sumamente sencilla y sin las complicaciones estudiadas de la oratoria pagana. La pieza tiene de ordinario una Introducción o comienzo; un Desarrollo o cuerpo de la pieza; y una Exhortación dirigida a los oyentes para su provecho espiritual. La Introducción, como es natural, sigue las leyes de los Exordios; la Exposición o Desarrollo puede seguir un orden lógico, un orden exegético, un orden pasional. La Exhortación hace las veces de la peroración. Pero con frecuencia nos encontramos con que los santos Padres, de modo muy especial el Crisóstomo, invierten ese orden en la forma que mejor les conviene o que les imponen las circunstancias. Los tres elementos de la Homilía admiten toda clase de adornos literarios. Resulta así un género oratorio riquísimo.

Hablan con frecuencia los autores –y nosotros mismos hemos empleado el término– de una oratoria antigua y otra moderna. En el fondo, la distinción es muy superficial. No existe sino una oratoria, que es el arte de arrastrar la voluntad del oyente y decidirla a poner en práctica lo que el orador quiere. Este arte único, cuyas bases las puso Dios al crear al hombre y cuyas leyes son tan inmutables como todas las leyes que el Creador impuso a la naturaleza, puede aplicarse a una materia u otra, de un modo o de otro; y esto es lo que da origen a los diversos géneros oratorios. Radicalmente hay dos: el profano y el sagrado. La distinción fundamental entre ellos depende de tres ¡de sus elementos: la persona del orador, la autoridad con que ¡habla y el fin que pretende.

En la oratoria sagrada, el orador es un delegado oficial de Cristo que habla, por consiguiente, con autoridad suprema y definitiva y pretende únicamente el bien sobrenatural de las almas. Esta posición del orador sagrado hace que el elemento de la santidad y el de la santa libertad de expresión sean esenciales en la oratoria sacra. Al mismo tiempo impone al orador sagrado una especial presentación que ha de traducirse en profunda humildad, convicción total, modestia exterior sin afectación. Por esto indicábamos al principio de esta Introducción general, que la Iglesia y el cristianismo crearon una nueva forma de elocuencia no conocida de los antiguos oradores, aunque aprovechando cuanto pudieron las formas antiguas.

"Entre los romanos y los griegos, dice el discreto Ozanam (La Civilisation au Siécle II, pág. 156, cita de Weiss), se había establecido de qué manera el orador debía presentarse en la tribuna, frotarse las manos y la frente, mirarse a las manos, hacer crujir los dedos; cómo debía adelantar el pie izquierdo separando los brazos un poco del tronco; cómo, acalorándose en el decurso de la declamación, con calculada negligencia de! bía desenvolver los períodos concienzudamente trabajados, y mostrar cierta inseguridad en los pasajes en donde más seguro estaba de su memoria; y cómo, finalmente, para muestra de su apasionamiento, debía echar hacia atrás la toga, con preme¡ditado desorden".

El mismo autor sigue diciendo cómo en la oratoria cristiana í esas posiciones estudiadas, esos períodos calculados, aquellos interesados apasionamientos muchas veces postizos, y aquel andar buscando (como ya lo advertía San Agustín) algunas fuentes? de argumentos capciosos para alabar, defender, acusar, etc., no tenían lugar, porque la verdad y el sentimiento piadoso lo eran todo. Había en la nueva oratoria toda la sinceridad del llamamiento de Cristo: "¡Venid a Mí todos!" Cicerón cuidaba hasta de un mínimo pliegue de su toga, y de las arrugas de su frente y de las posiciones de su cuerpo, brazos, piernas y dedos. Demóstenes hacía particularísimos estudios de la declamación y preparaba sus discursos frase por frase, puliéndolas para cautivar. San Juan Crisóstomo se preparaba pasando a veces la noche entera en vigilias y oración y comunicación con Dios, y días enteros de estudio de las Sagradas Escrituras. ¡Como se ve, la diferencia era excesivamente pronunciada!

Teniendo en cuenta lo que precede, al querer profundizar algún tanto en las piezas oratorias y demás escritos del Crisóstomo (que fue orador en todo cuanto escribió), necesitamos echar una mirada a los varios elementos que le ayudaron en su formación de orador, a las circunstancias de la sociedad en que vivió y se manejó, y finalmente a su propio arte de arrastrar a las multitudes. De ahí los párrafos que siguen, dedicados a conocer su patria, Antioquía, el carácter de la población, su mentalidad respecto de los dogmas y la situación general de la época. Y después de considerar, en cuanto podamos y en cuadro de conjunto, el manejo de los elementos que forman al orador, en el caso concreto del Crisóstomo, pondremos un Elenco de sus obras y alguna somerísima advertencia sobre el trabajo de nuestra versión.

Téngase en cuenta desde el principio la finalidad a donde vamos. Queremos con este trabajo ayudar en alguna manera a la piedad de las almas mediante la lectura de estos documentos maravillosos de dogma y de moral; y también a los predicadores de la palabra de Dios que encontrarán en la obra total del santo Doctor, no un libro sino una biblioteca, como se expresaba el ilustre Fr. Bernardo de Montfaucon. Omitiremos, por lo mismo, ya desde los párrafos especiales de esta Introducción que luego siguen, todo exceso de erudición, y seleccionaremos aquello solamente que parezca conducir más a la claridad del pensamiento del santo y al conocimiento de su personalidad.


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LA BELLA ANTIOQUÍA

Capital de Siria y patria del inmortal Crisóstomo, Antioquía era, en el siglo IV d.C, una de las más bellas y ricas ciudades del Imperio de Oriente, y aun de todo el Imperio Romano. Su importancia dependía de ser el cruce de los caminos del Eufrates al Mediterráneo y de Siria al Asia Menor. Por estar situada en las orillas del Orontes, a unos 19 kilómetros de la desembocadura, podía recibir en su seno las mercancías de todas las regiones que comunica entre sí el mar Mediterráneo.

Por otra parte se encontraba rodeada de esplendorosas bellezas naturales, esparcidas en sus montes vecinos, en su vega fecunda y en su ancho río y precipitados torrentes. Su población abigarrada y pintoresca mezclaba las tradiciones clásicas con las costumbres indígenas sirias y con la ligereza y voluptuosidad de los grandes centros comerciales de Oriente, sin dejar por eso de tener un espíritu práctico y serio en el manejo de los negocios. Y como precisamente sobre este fondo nació, se desarrolló y maduró el genio oratorio del Crisóstomo, nos parece imprescindible su estudio, aunque sea somero, para comprender mejor algunos aspectos de esa alma inmensa cuya oratoria encanta a cuantos se ponen con ella en contacto.

Desde luego, la geografía del siglo IV nos presenta varias Antioquías como son: la de Caria, en las riberas del Meandro; la de Pisidia, en los bordes del río Ancio; y esta de Siria, que es de la que nos ocupamos, situada en las márgenes del Orontes, en la parte septentrional de la región, en un valle relativamente estrecho, pero largo de unos 38 kilómetros. Según los eruditos, su nombre significa Monte de Oro. Los comienzos de Antioquía se debieron propiamente a la fundación de Antigonia, en 306 a. C, por Antígono Monoftalmos. Luego, en 301, tras de la victoria de Ipsos, Seleuco I Nicátor trasladó a los habitantes de Antigonia al sitio de la actual Antioquía, a la que puso este nombre para honrar con él la memoria de su padre Antígono.

Poco a poco la ciudad quedó formada por una tetrápolis. Porque a la primitiva Antioquía, fundada por Seleuco I Nicátor, quien transformó la vecina montaña en Acrópolis para la defensa de la población y la llamó Iópolis, se añadió una nueva ciudad construida por Calínico, al oriente. Esta muy pronto se juntó, al ensancharse, con la primera barriada o ciudad denominada Antigonia y luego con Antioquía, que quedaba al lado sur del Orontes, siguiendo la montaña que por este lado vino a servir de defensa para las tres ciudades reunidas. Más adelante Antíoco Epífanes fundó otra al lado norte de las tres, habiendo, para eso, abierto un canal, indicado ya por una pequeña desviación de la corriente del río, con lo que formó una isla. Ahí edificó los palacios reales, el Basileion o palacio de justicia y otra cantidad de edificios, cuyo conjunto recibió el nombre de Ciudad Nueva. Las cuatro ciudades conservaron sus propias defensas; pero luego quedaron encerradas en la defensa común o muro romano que Justiniano restauró en el siglo VI. Todavía después fuera del muro y del lado oriente de las dichas ciudades, se construyó un quinto cuartel o barriada, en las pendientes del monte Estauris. También había una serie de Villas de recreo como la Tiberiana al poniente y la Agripina al oriente, cubiertas de jardines.

Como en todas las ciudades antiguas, no podía faltar la levenda acerca de su fundación. Contaba ésta, respecto de Antioquía, que, como Seleuco quisiera asegurar el dominio de la Siria Septentrional, anduvo en busca de un sitio en donde fijar la capital de esa región. Y para mejor acertar ofreció sacrificios a Zeus en el monte Casio, luego en el monte llamado Silpio en donde Zeus era venerado con el epíteto de Keraunio, y finalmente en el de Antigonia, montecillo pequeño junto al Orontes. Y sucedió que una águila bajara y arrebatara algo de las carnes del sacrificio y dejara caer una parte junto a la cuenca del Orontes, en donde se fundó Seleucia, y otra parte junto al monte Silpio, en | donde se construyó Antioquía. Y por esto, la ciudad grabó primitivamente en sus monedas el águila. Escogido el lugar, el sacerdote Anfitión procedió a inmolar una doncella de nombre Aimatea, sobre cuya sangre quedó asentada la nueva población.

En los tiempos del Crisóstomo, el aspecto general de la ciudad era el helenístico: calles largas, más o menos rectas, de ellas unas pocas bastante anchas, y éstas flanqueadas por bellos pórticos sostenidos sobre magníficas columnatas, iban a cruzarse con otras en ángulos a veces irregulares, buscándose siempre con más frecuencia la facilidad topográfica que la presentación artística.

El panorama desde el monte Silpio era fantástico. Se abarcaba desde ahí la construcción del circo en los suburbios al norte del Orontes; luego el curso serpeante del río, no muy caudaloso pero sí muy ancho con su puente romano de arquería; el grupo sorprendente de los palacios y edificios oficiales en la Ciudad Nueva o isla del río; seguía al sur la ciudad de Nicanor, en la que, un poco al norte de la Gran Vía, que la cruzaba desde la Puerta de San Pablo hasta la de los Querubines, de oriente a poniente, se veía la iglesia de la Madre de Dios, y en el borde sur de dicha Vía, más al poniente, la Basílica Rufina. En la misma ciudad de Nicanor, en el cruce de la Gran Vía con la ancha calle que bajando de las estribaciones del Silpio, corría hasta desembocar en el Orontes, otro grupo de construcciones bellísimas llamaba la atención: era, entre el Agora y el río, el llamado Ninfia o Ninféon, en las orillas mismas del Orontes. Era el Ninféon un edificio semicircular cubierto de flores en donde, por un artificio, hilillos de agua caían constantemente en cristalinas cascadas por delante de las estatuas de dioses diversos. Al sur del Ninféon estaba el Agora, en donde se agitaban los mercaderes y el pueblo bajo, mientras en la parte inferior del Ninféon vagaban algunos poetas recitando sus composiciones a los oyentes desocupados, y en el Museum, reconstruido por Tiberio, algunos retóricos daban lecciones de elocuencia. En los baños y exedras, edificados en diversos lugares, también se encontraban algunos filósofos con su cortejo de discípulos, ya en las salas o ya al aire libre.

La Gran Vía o Avenida de los Pórticos era la más ancha de todas y la mejor adornada: grandes pórticos sostenidos sobre columnatas que recordaban y aun superaban a las de Gerasa o de Palmira corrían a lo largo de los cuatro kilómetros de su longitud. Se decía que esta Gran Vía la había terminado Herodes el Grande, quien para corresponder a la benevolencia de los antioquenos para con los judíos la había hecho pavimentar toda de mármol blanco y adornarla de pórticos. Una vez cruzada la Gran Vía, caminando al sur, se entraba en la Ciudad de Epífanes, en donde había otra calle llamada Avenida de Tiberio, casi igual de ancha pero menos hermosa y que se tendía por casi toda la falda de la montaña del Silpio. Una tercera calle, también lujosa, era la que ya mencionamos. Descendiendo del monte Silpio, penetraba en la ciudad por la Puerta de Hierro, en donde Tiberio había hecho colocar las estatuas de Rómulo y Remo amamantados por la loba; y luego corría hacia el norte cortando en ángulos, bajo arcos de triunfo de cuatro caras recubiertas de esculturas, tanto la Vía de Tiberio como la de los Pórticos, y desembocaba junto al Ninféon en el borde del Orontes. Esas eran las calles principales y su vista deleitaba y asombraba cuando desde el Silpio se las abarcaba en conjunto. En la ciudad de Epífanes, se levantaban, cada vez más al sur, el teatro, el anfiteatro y la Necrópolis. Y entre el teatro y el anfiteatro, estaban las estatuas colosales, que hizo erigir Tiberio, de los Dioscuros, Anfión y Zeto, sobre blancos caballos, y una gigante imitación de la obra de Apolonio y de Taurisco de Tralles.

No era menos maravilloso el panorama de los suburbios y de las Villas que se extendían en especial al oriente y al poniente de la ciudad. Sobresalían entre las Villas por su lujo la Tiberiana y la Agripina. Por el lado poniente lo más llamativo era el suburbio denominado Dafne, famosísimo por el notable santuario dedicado a Apolo, para conmemorar su hazaña de la persecución de la ninfa Dafne en Tesalia. El tipo de este suburbio era totalmente heleno. Al lado del santuario de Apolo estaba el de las Musas sus compañeras. Se decía que anteriormente el dios daba ahí sus augurios y se oía su voz. Los cristianos, para contrarrestar aquel culto, en exceso licencioso, levantaron un templo al arcángel San Miguel y luego trasladaron allá también, a un martirio o Capilla, las reliquias de San Babylas. Y se aseguraba que desde entonces el augurio y las voces de Apolo habían enmudecido. El suburbio estaba unido a la ciudad por caminos bordeados de rosas y jazmines, y todo él se encontraba ceñido por un bosque de sagrados cipreses, seculares y umbrosos, que la ley prohibía cortar. Una fuente perenne daba frescor al sitio del santuario. Infinidad de callecillas convidaban a espaciarse. El Dafne resultaba así un lugar de cita para el culto del dios y de los placeres. (1) De él había dicho el gran retórico Libanio en su Canto Antióquico: "¡Si los dioses descendiesen a la tierra elegirían a Dafne por morada".

Y todo aquel bellísimo conjunto de la ciudad estaba dominado por dos figuras colosales: la de una mujer en forma de cariátide y la de una gran cabeza, de cuatro metros de alto, esculpida en la roca abrupta de uno de los flancos salientes del Silpio, de orden de Antíoco Epífanes, y que ahora se ha identificado con el dios Caronte, protector de la ciudad. Porque, en efecto, le profesaban ahí los paganos un culto especial, por creerlo talismán seguro contra la peste y también para lograr que se mostrara menos apresurado en hacer cruzar a sus devotos el famoso río infernal. Además de Caronte la diosa Tyque tenía ahí una especial veneración, quizá porque interesaba a los comerciantes tenerla favorable en sus operaciones.


Cuanto a la gran muralla, era una línea de formidables fortalezas. Para construirla se utilizó armoniosamente la configuración del terreno y se aprovecharon los torrentes, como el Onopnietas, el Firmio y el Toibas, lo mismo que los picos abruptos y montecillos allanados, e igualmente el Orontes y su isla artificial. A partir de la puerta de San Pablo, por el lado oriente, se iba elevando hacia las crestas del Estauris, descendía luego a una profunda cañada para elevarse de nuevo en cremallera, a través del barranco de las Puertas de Hierro, enlazaba la antigua ciudadela y corría hacia la cima del Silpio, con dirección al occidente, alcanzando una altura de 300 metros sobre la ciudad, llegaba a las extremidades del Orocasíades, y finalmente doblaba de repente y descendía a la llanura. Su longitud total era de 30 kilómetros y estaba guarnecida por 360 torres cuadradas. Su alto era de no menos de 17 metros y su ancho de 5.

Como datos curiosos hay que agregar que el valle todo del Orontes se encontraba cubierto de exuberante vegetación y que el clima de la ciudad, gracias a una constante y salutífera brisa que soplaba desde las gargantas de los collados vecinos, era muy agradable y sano. Bajo los limpios y profundamente azules cielos de Oriente, el monte Silpio, el más alto de los que circundaban la ciudad, parecía tener mayores tamaños. Desde la llanura se iba escalonando, sombrío y surcado de rojizas líneas de rocas calcáreas, que parecían quemadas por el rayo; y ofrecía, entre las peñas, algunas grutas, a manera de sepulcros, en donde, en los tiempos del Crisóstomo, corrían los monjes a esconderse para llorar sus pecados, hacer penitencia y dedicarse, en la soledad y el recogimiento, a los estudios teológicos.

El terreno se hallaba expuesto a continuos terremotos, de algunos de los cuales hará mención el santo en sus Homilías. Por lo menos cada siglo ha sufrido la ciudad alguno más intenso. Esto ha hecho que las construcciones antiguas hayan ido quedando sepultadas bajo sus propias ruinas en capas de diverso espesor. Ahondando en ellas era frecuente hasta hace poco descubrir piedras preciosas, brazaletes, perlas, obras de arte y objetos de oro y plata. De las bellas columnatas erigidas en las amplias calles, de los templos, basílicas, arcos de triunfo, teatros, hipódromos y edificios públicos, sólo quedan restos que, particularmente por el lado de levante, cubren el suelo con innumerables trozos de mármol. El Orontes y el Onopnietas, cuando salen de madre, al arreciar las tempestades, exhuman a veces columnas de pórfido, sarcófagos espléndidos y gran cantidad de objetos de lujo. (2)


(1) Fernando Mourret, Hist. Gn de la Igl., vol. II, p. 201.

(2) Monseñor Le Camus, Los Orig. del Crist., vol. I de la Parte 2a., pp. 257-262. Para las reconstrucciones de Antioquía, lo mismo que para las de Constantinopla que vienen después, hemos echado mano de diversos autores de entera fe, en especial como visitantes de los sitios aludidos.


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LOS ANTIOQUENOS

Oscuros son aún los orígenes de la población antioquena. Los habitantes aseguraban descender de helenos, ya fueran chipriotas, atenienses, cretenses o argivos o mezcla de todos. Algunas de las barriadas llevaban nombres macedónicos, como Iópolis y Bottia. Abundaban también los nombres netamente helenos, como Castalia, Peneo, Orestes, Dafne, Triptólemo, Inaco. La ciudad andando el tiempo acuñó moneda al modo ateniense con la Atena por una cara y la lechuza por otra. En cambio, los nombres de los suburbios daban a entender que, aunque la ciudad estaba prevalentemente habitada por helenos, pero las campiñas en torno lo estaban por indígenas sirios no helenizados, que conservaban aún su propio idioma. Así había la Charandama, la Ghisira, la Gandígora, etc. Estos indígenas acudían a veces a la ciudad en grupo considerable, y más de alguna vez corrió el Crisóstomo a saludarlos en una Homilía especial.

Ciertamente la población helena era, según parece, bastante densa. Abundaban también los judíos y una buena masa de orientales de todas las regiones dedicados al comercio. Pero los sirios formaban el fondo de la población, aunque no la caracterizaban. El número de habitantes se hacía llegar a 300,000; y si se contaban los esclavos, que los había en buenas cantidades, podía hacerse subir hasta medio millón. Por esto se consideraba a Antioquía como una de las mayores ciudades de Oriente y aun del mundo. Pero sus riquezas prodigiosas y su enorme comercio hicieron que muy pronto se desplegaran en la ciudad el lujo y un refinamiento verdaderamente oriental. Por hermosos caminos le llegaban numerosas caravanas con ricos cargamentos; y numerosísimas embarcaciones, bajando por el Orantes, navegable en aquellos tiempos, hasta el puerto de Seleucia, en la desembocadura, intercambiaban los productos de Oriente y Occidente, y hacían de la ciudad un vasto almacén.

Los antioquenos mostraban en general un carácter ligero y voluptuoso. Famosa era, como sitio de reunión de los desocupados, la gran Avenida de Herodes o de los Pórticos. Allá concurrían los paseantes del gran mundo y era el centro de una agitación febril. Por ella desfilaban los carros, que torciendo luego al norte, subían hacia el circo; sobre ella piafaban los soberbios caballos del desierto haciendo resonar el enlosado de mármoles; por ella conducían los esclavos en literas a sus señores; en ella, a la puesta del sol, las mujeres exhibían, con todo el lujo y coquetería de Oriente, sus joyas mejores.

Junto a las numerosas termas, en donde la más refinada elegancia iba a buscar, según la expresión de Apolonio de Tyana, en el abuso de los baños prolongados la decrepitud de una vejez prematura, había histriones que ejecutaban representaciones grotescas y obscenas; había tocadores de flauta que se entregaban a danzas lascivas; había cantores de numen siempre insolente que recitaban las groserías más bajas. El ansia del placer acuciaba a las multitudes, que corrían desaladas a donde podían encontrar alguna satisfacción a sus pasiones. Las carreras de caballos, las danzas y las bacanales se sucedían sin cesar; y los famosos partidos de azules y verdes perturbaban con acaloradas disputas y muchas veces con riñas sangrientas la pública tranquilidad.

Porque aquella población ligera tenía sobre todo sus predilecciones en los teatros y en los juegos públicos. Se apasionaba por un actor, por un bestiario, un auriga, y no vacilaba incluso en amotinarse en honor de una hetaira. Cierto es que sentía la necesidad de la religión, pero se fabricaba una religión a su medida, y el placer era uno de sus cultos más arraigados. Sus alegres hetairas, conducidas por los más honorables ciudadanos, iban con frecuencia al suburbio de Dafne, para entregarse, al venerar a Apolo, a los más infames misterios, entre los mirtos y laureles de los bosquecillos y al abrigo de los seculares cipreses. Las fiestas de Dionisos y Afrodita y Maiuma autorizaban las exhibiciones más indecentes y las más desenfrenadas orgías, que duraban a veces semanas enteras. La inmoralidad más escandalosa florecía bajo aquel clima delicioso, favorecida por la grande mezcla de razas, hasta el punto de que Roma llegó a quejarse de que Antioquía enervaba a sus soldados.

Por otra parte, la depravación de costumbres había hecho que se introdujera un gusto universal por las supersticiones y hechicerías. La cultura intelectual parece que era más brillante que profunda, y no era lo suficientemente sólida para preservar de la ciega credulidad. Aun el famoso Germánico, por otra parte tan serio y digno, no pudo resistir, en aquel medio ambiente, a la sugestión general de usar de los amuletos. A las puertas de los santuarios, delante de los altares situados en las encrucijadas de los caminos o de los cruces de las calles, nunca faltaban magos que ansiaban comunicar a las multitudes, con fingidas reservas, sus secretos; y tampoco algunos caldeos charlatanes que vendían remedios infalibles para conjurar al viento Aquilón, las fiebres, los mosquitos y los escorpiones. (3)

Políticamente Antioquía era un municipio autónomo que tenía bajo su jurisdicción 18 demos y se gobernaba por un cuerpo de Decuriones que fueron al principio 1,200, pero que luego se fueron reduciendo hasta quedar en 200, en los tiempos del Crisóstomo, según anotaba Libanio. Pompeyo en 64 a.C. redujo Siria a provincia romana; mas, por hacer honor a los habitantes de Antioquía, que se gloriaban de ser descendientes de atenienses, les dejó su autonomía. Después, cuando la elección de Septimio Severo, la ciudad sufrió una deminutio capitis y se la hizo depender de Laodicea, por haberse mostrado contraria a dicha elección. Más tarde recobró su autonomía y fue la capital de Siria, y los Gobernadores romanos pusieron en ella su residencia.

En lo religioso, Antioquía se desenvolvió al principio fervorosamente y se formó en ella un notable centro de cristiandad. Más tarde hubo de participar en la tragedia de las herejías. Como sede, tuvo desde el primer siglo cristiano una muy particular importancia por haber predicado ahí el Evangelio san Pedro. Como sucedió en aquellos principios, las Comunidades cristianas que de ella dependían la veneraban como a Iglesia-madre. Una vez que el cristianismo logró la paz pública y aun el favor imperial, el Concilio de Nicea (325) reconoció como legítimos los derechos primaciales de que gozaban (a semejanza de Roma) Alejandría en Egipto, Libia y la Pentápolis, y Antioquía en la diócesis imperial de Oriente. No se sabe exactamente en qué fecha los obispos de Alejandría y Antioquía comenzaron a titularse Patriarcas. Cuanto a Constantinopla, con ocasión del Concilio ahí reunido en 381, pretendió atribuirse la primacía, después de Roma, "por ser la Nueva Roma", cosa que ni el Papa ni los prelados de Alejandría y Antioquía admitieron. Sin embargo, el prestigio imperial de la ciudad acabó por imponerse; y el Concilio de Calcedonia, en 451, reconoció el título de Patriarca, en Oriente, a los prelados de Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Jerusalén. (4)

En la ciudad de Antioquía el número de católicos no era pequeño, sino que en cuatro siglos la levadura del Evangelio había penetrado ya profundamente las capas sociales, y existía viva y fervorosa debajo de las gruesas costras de liviandad y ligereza de espíritu. No conocemos con exactitud el porcentaje de cristianos, pero ciertamente había una muy buena cantidad de excelentes familias en torno del Obispo y sus auxiliares, que practicaban a fondo la doctrina de Cristo. Alguna idea nos puede dar, hasta cierto punto, de la amplitud del catolicismo en aquella ciudad, el número de iglesias y santuarios. Las principales eran las siguientes: el Dominicum Aureum; el martirio o Capilla de san Babylas; la iglesia de los Macabeos; el templo de nuestra Señora; el de los santos Cosme y Damián; el de san Casiano; el de san Ignacio mártir, que antiguamente estuvo dedicado a la diosa de la buena fortuna, o Tyque; la iglesia del protomártir san Esteban, que quedaba al oeste de la ciudad; el martirio de san Leoncio; la iglesia de santa Tecla; la de san Romano; la de san Simeón; la del obispo Paulino, situada en la ciudad Nueva o isla del Orontes; la de san Juan, que estaba excavada en la roca; la de san Julián, en uno de los suburbios; la del Pródromo, con su Bautisterio, que se encontraba en la Villa Tiberiana; y la de san Miguel, que se construyó en Dafne para contrarrestar al santuario de Apolo. Abundaban otros sitios de oración. (5)

Dos cosas mantenían vivo el espíritu cristiano en Antioquía, como en otras ciudades de Oriente: la práctica de los Sínodos y el desenvolvimiento de la vida monacal. Hubo Concilios ecuménicos y Sínodos locales o regionales en muchas regiones de la cristiandad. Cada dignatario jerárquico juntaba en torno de sí a su Clero y aun a sus fieles para orar y trabajar en común con ellos. Cuando, con ocasión de las grandes festividades o de algún suceso particular, se reunía cantidad de prelados, brotaba inmediatamente la idea de celebrar un Sínodo. En estas reuniones conciliares o sinodales, se estudiaban detenidamente los asuntos referentes a la fe y a las costumbres de la Iglesia o de la región. Y de tal manera se fue reglamentando la vida cristiana y se fue reduciendo a fórmulas exactas la profesión de la fe, que Kurt no duda en afirmar que si se estudiara despacio la serie de Concilios y Sínodos, "se asistiría día por día a todas las fases de la educación del género humano". (6) Claro está que, como empresas humanas que eran, hubo también sus abusos con reuniones clandestinas y apasionadas; pero la resultante final fue brillantísima.

Por lo que mira al movimiento monacal en Antioquía, no tenemos datos exactos. Pero nos puede dar una idea lo que en general estaba sucediendo en todo el Oriente. La libertad concedida por Constantino a la Iglesia y el favor oficial que le dio, hizo que bandadas enteras de paganos corrieran a alistarse en las filas del catolicismo, sin haber renunciado al paganismo en su corazón. Esto llevó sus consecuencias a las costumbres de los fieles: hubieron de bajar considerablemente en calidad. Y muchos de los fieles verdaderos y de los que deseaban una mayor perfección, optaron por huir a los desiertos, para alejarse, ya no del peligro de las persecuciones sino de otro mucho más grave: la molicie, las riquezas y el atractivo del mundo. Fueron muchos miles los que llenaron las cuevas y cavernas y sitios solitarios, en donde llevaban una vida de penitencia, oración y estudio. Lo que no les impedía bajar a las ciudades, cuando era necesario para apaciguar los ánimos y consolar a los afligidos. Así sucedió vg. cuando la sedición de Antioquía, de la que luego habremos de ocuparnos. Aunque también emprendieron ese género de vida muchos que no tenían el espíritu de anacoretas y ocultaban con frecuencia debajo de sus hábitos las más bajas pasiones. No era, pues, todo ligereza y voluptuosidad en la ciudad de Antioquía: quedaban dos grandes elementos de seriedad. Había un activo hormiguero de hombres de negocios que ponían la nota del trabajo grave, reflexivo y maduro; y había un notable fermento de sólido cristianismo que hacia a las almas pensar en la virtud y en la eternidad. Con todo, entre estas últimas se desarrollaba un cuadro desolador en los tiempos del Crisóstomo, al que debemos volver los ojos para completar el panorama antioqueno; y esto, con tanta mayor razón, cuanto que delante del Crisóstomo y desde muy temprano hubo de desplegarse aquel cuadro, y más tarde hubo el santo de tomar parte en él como actor. Nos referimos a los disidentes de la fe.


(3) Monseñor Le Camus, ibid.

(4) Mansi. Conc. amplias, coll. XXI, 991. Una nota brevísima, pero con la claridad que el autor acostumbra, puede verse en Olmedo, S. J., La Iglesia Católica en el mundo greco-romano, pág. 248. Algunos autores (como Stein, pág. 199 del vol. I) creen que la oposición del prelado de Alejandría a san Gregorio Nacianceno y a la elección de Flaviano para Antioquía fue el motivo de que los prelados de la jurisdicción de la sede constantinopolitana, procuraran que el Concilio estableciera la dicha primacía, porque temieron que Alejandría quisiera ocupar en el imperio de Oriente el puesto que el Papa ocupaba en el de Occidente, cosa que los molestaba. Cuando el Crisóstomo sea consagrado obispo de Constantinopla, en 398, se encontrará delante de estas rivalidades tan humanas.

(5) Puede consultarse, a este propósito, v.gr.: Malala, Cronograph, X, etc.

(6) Godofredo Kurt, Los Orig. de la Civil. Moder, vol. II. Puede verse ahí mismo un brillante resumen de esta actividad de la Iglesia.



Homilias Crisostomo 2