Homilias Crisostomo 2 1010

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EL PREDICADOR DE ANTIOQUÍA

Melecio, que había vuelto de nuevo a su sede antioquena, apenas vio que san Juan regresaba del desierto y de la caverna, se puso en contacto con él; y como lo advirtiera perfectamente preparado, lo ordenó de Diácono en 380 o comienzos del 381. Ya había escrito el Crisóstomo su primer libro, que fue el De la Compunción, rogado por su amigo Demetrio, mientras estaba en la soledad de los montes cercanos a Antioquía. Por otra parte, el emperador Valente, ya desde la muerte de su hermano Valentiniano en 374, se dio a perseguir a los católicos, y sobre todo a los monjes; y ordenó que muchos fueran arrojados de sus monasterios, inscritos en la milicia o encarcelados. Antioquía quedó llena de terror. Con esa ocasión, un amigo de Juan fue a la soledad y le rogó que escribiera en defensa de los monjes. Redactó entonces su Tratado Contra los Opugnadores de la Vida Monástica. Y luego otro A un padre infiel y finalmente, un tercero A un padre fiel. Por ese mismo tiempo redactó el otro de la Comparación entre un Rey y un Monje. (52) También había escrito el Libro de la Consolación a Estelequio, y otro al energúmeno Estagirio, y los acerca Del Sacerdocio. De estos primeros libros dice Dom Ceillier: "El estilo florido y las citas frecuentes de ejemplos tomados de autores paganos que en ellos se encuentran, no permiten dudar de que san Crisóstomo los escribiera siendo todavía joven". (53)

Pero Melecio hubo de asistir, ese año de 381, al Concilio de Constantinopla, ordenado por Teodosio, y aun hubo de presidirlo a causa de que Timoteo de Alejandría, por varios motivos, sufrió un retraso en su viaje. Apenas iniciado el Concilio, murió Melecio y en su lugar fue electo en la ciudad de Antioquía el virtuoso Flaviano. Este, que también conocía perfectamente al Crisóstomo, no dudó en ordenarlo de presbítero en 386. Inmediatamente le encomendó la predicación, pues él, por su edad y por carecer de dotes oratorias no podía desempeñarla. Para entonces en Antioquía todos llamaban a Juan el venerable. Su preparación había sido la más propia de un orador sagrado: conocimiento del arte oratorio, ciencia eclesiástica y santidad. La primera vez que subió al pulpito fue para predicar sobre su propia ordenación de presbítero. Y con esa Homilía abriremos nosotros la versión de sus obras.

El Crisóstomo y san Jerónimo ocupan, según los autores, un puesto principal o mejor dicho excepcional en la reforma de las costumbres en el siglo IV. (54) Pero el Crisóstomo "había nacido orador y es uno de los más grandes maestros de la elocuencia ya profana ya sagrada". (55) El Crisóstomo "pretende más celebrar e inspirar la virtud que demostrar el dogma… Es familiar, adaptado al auditorio. Tan pronto lo alaba por su piadosa atención como lamenta su frialdad o sus frecuentes ausencias. Combina la acción del tribuno popular con la del confesor. Es el foro y el santuario juntamente. Es la unión de lo que hay de más elevado en la palabra oratoria y de más insinuante en la dirección de las almas". (56) "Predicó, casi sin interrupción, con un talento inagotable y una preocupación constante de ser eficaz, de no dejar de combatir ninguna de las debilidades o de las supersticiones contemporáneas, en Antioquía doce años consecutivos, del 886 al 398, y luego, en Constantinopla, durante otros seis, del 398 al 404". (57) Y nunca perdió de vista ante todo el bien de las almas.

El nuevo predicador hizo, en lo referente al mensaje evangélico, las veces de su prelado anciano y achacoso. Subía al pulpito semanalmente y con frecuencia diariamente y aun dos y tres veces al día, y siempre parecía nuevo y nunca cansaba a su auditorio. Sus Homilías nos han llegado tales como fueron por él pronunciadas y recogidas de su boca por los estenógrafos; porque el santo jamás se preocupó de revisarlas y menos de pulirlas. Y durante todo ese tiempo fue el Crisóstomo "el director de conciencia de Antioquía, de Oriente, y en cierto modo de toda la Iglesia". (58) Solamente Orígenes supera al Crisóstomo en fecundidad. Apenas se hace creíble la cantidad inmensa de escritos que brotaron de su pluma y los discursos que brotaron de su boca, siendo así que anduvo, casi siempre enfermo y ocupado en muchas otras cosas tocantes al ministerio sacerdotal primero y luego episcopal. Y sus Homilías y escritos coman por todo el Oriente y después por toda la Iglesia a la par de los de Basilio, los dos Gregorios, Ambrosio y los demás grandes Padres de la Iglesia. Solamente para el lapso del siglo VIII al XVI, calcula Baur que se copiaron 1,917 manuscritos de las obras de este santo.

Tranquilo e inflamado de celo iba desarrollando el ministerio de la palabra en Antioquía. Pero Antioquía era, como tantas ciudades de Oriente, una ciudad turbulenta. Llevaba el Crisóstomo apenas un año en su predicación, cuando hacia fines del invierno del 387, se suscitó una conmoción terrible. Ya fuera por motivo de la celebración del quinto aniversario de haber sido proclamado Augusto el joven Arcadio, ya para solemnizar los diez años de imperio del gran Teodosio, o ya finalmente para subvenir a las necesidades de la guerra contra el tirano Máximo, o ya en fin por motivo de diversas necesidades públicas, hubieron de agravarse las ya pesadas contribuciones que agotaban a los antioquenos. Los más comedidos de entre los ciudadanos, acudieron al Prefecto de la ciudad, y con lágrimas en los ojos, se quejaron del monto exorbitante de los impuestos, al mismo tiempo que en las iglesias se imploraba el auxilio divino en semejante calamidad.

Con esta ocasión, una turba de circunvecinos, extranjeros y ciudadanos de la ínfima plebe, se lanzó al desorden y a la rebelión. Destrozaron el baño público, fueron luego a la casa del Prefecto y forzaron la entrada y la invadieron. Con alguna dificultad se les echó de ahí. Entonces se lanzaron sobre las imágenes de los príncipes que estaban pintadas en tablas, y las lapidaron, las mancharon y las echaron por tierra. Todo entre insultos al Augusto y a Eudoxia. Finalmente, derribaron las estatuas del Emperador Teodosio y de su esposa Flacila, que ya había muerto, y las arrastraron. Comenzaba la destrucción en grande cuando el Prefecto echó sobre la plebe un escuadrón de saeteros que la dispersó. (59)

A la sedición se siguió el terror, hasta el punto de olvidarse de las contribuciones, por miedo al castigo de Teodosio; y muchos se fugaron a los montes y a los desiertos. Se temía que Teodosio, en venganza, arrasaría la ciudad y condenaría a muerte a muchos de los ciudadanos. Teodosio estaba entonces en Constantinopla. Ante la urgencia de las circunstancias y los apremios de los ciudadanos, el virtuoso obispo Flaviano, aunque cargado de años, con la salud quebrantada, y dejando a su hermana enferma y que le suplicaba no la abandonara hasta ver su muerte, se marchó a Constantinopla con el objeto de entrevistar al emperador. También acudieron los monjes de las vecinas soledades a consolar a los afligidos, y todo era llantos y temores en el foro y en las casas. Entre tanto Flaviano siguió su camino, y en una entrevista conmovedora, aquel venerable prelado, con lágrimas y ruegos alcanzó de Teodosio el perdón para la ciudad y que solamente fueran castigados los que se comprobaran culpables de la sedición. El mismo Teodosio no pudo contener sus emociones al contemplar postrado a sus plantas aquel hombre en que la santidad se reflejaba, y al que luego la Iglesia daría el nombre de santo. Refiere el Crisóstomo la entrevista en una de sus Homilías, la que predicó cuando regresó el Prelado con la noticia de que el emperador Teodosio se había conmovido y había concedido cuanto se le pedía en favor de la ciudad. Los antioquenos empavesaron el foro, encendieron luminarias y el gozo fue general. Así terminó aquella rápida tormenta.

Pero ella dio ocasión al Crisóstomo –quien mientras iba Flaviano a Constantinopla había quedado al frente de la iglesia de Antioquía– para predicar una veintena de Homilías, con las que mantuvo levantado el ánimo de la población durante toda la cuaresma del año 387. Son también del tiempo de su estancia en Antioquía las 32 Homilías sobre el Génesis; el comienzo del Comentario sobre los Hechos de los Apóstoles; la explanación del Evangelio de San Juan; las elegantísimas Homilías sobre la Epístola de san Pablo a los romanos, sobre las dos Epístolas a los de Corinto, la de los Gálatas, la de los Efesios, la de Timoteo, la de Tito, y las noventa preciosísimas sobre san Mateo; aparte de otra gran cantidad de Homilías referentes a las festividades de los santos, a asuntos morales y varios Tratados. Increíble parece que un solo hombre pudiera llevar tan enorme trabajo, y más cuando con frecuencia su salud no era del todo satisfactoria.

En párrafo aparte trataremos de la oratoria del Crisóstomo, sus cualidades y los defectos que se le achacan. Por ahora es necesario que no interrumpamos el hilo de su vida. Su fama de incomparable orador corrió por todo el Oriente y creció tanto que se aseguraba haberse congregado no pocas veces la ciudad entera para escucharlo, con auditorios que llegaron a alcanzar la cifra de 100,000 oyentes. Quizá se tratara de algo sobrenatural, como ha sucedido algunas veces con otros predicadores de la palabra de Dios, especialmente misioneros. Lo cierto es que el Crisóstomo, que solamente buscaba la gloria de Dios y la salvación de las almas, predicaba hasta tres Homilías el mismo día, en diversas iglesias, llevado de su celo y su fervor, y en algunas se alargaba mucho porque los fieles no se cansaban de oírlo. Con frecuencia acababa ronco, y a pesar de la ronquera continuaba el ministerio de la predicación por ser oficio que el Prelado le tenía encomendado; como le sucedió, por ejemplo, un poco después de las Homilías sobre las Estatuas, cuando el alboroto de los antioquenos contra el emperador Teodosio.

Así las cosas, sucedió que el día 17 de septiembre de 397 muriera el obispo de Constantinopla, Nectario, quien gobernaba aquella sede desde el 381, como sucesor de san Gregorio Nazianzeno. A la muerte de Nectario se siguió una indigna competencia entre muchos eclesiásticos, que no dejaron piedra por mover para conseguir cada cual ser elevado a esa sede constantinopolitana. Pero la parte más seria de los ortodoxos anhelaba un Prelado digno. Rogaron entonces al emperador Arcadio que tomara este negocio a su cargo. Arcadio tenía en la corte un valido que prácticamente lo manejaba, pues él era de carácter débil. Se llamaba Eutropio. (60)

En un viaje que Eutropio hizo al interior del imperio, conoció al Crisóstomo. Y comunicó al emperador que no había otro más digno de ocupar la sede constantinopolitana. Pero, como por una parte se temía que el pueblo antioqueno se negara a dejar salir a su elocuentísimo predicador, del que se gloriaba delante de todas las ciudades, y aun suscitara un tumulto para impedir su viaje; y por otra se juzgara que el mismo Crisóstomo huiría o se escondería, por tenerse como indigno de semejante honor, Eutropio aconsejó al emperador una astucia: que ordenara al Prefecto de Oriente un viaje por Antioquía con un pretexto cualquiera, y que dicho Prefecto sacara al Grisóstomo de la ciudad sin ruido, y lo remitiera a Constantinopla. Una vez recibida esta orden, el Prefecto se dirigió a Antioquía y en una buena ocasión rogó al Crisóstomo que lo acompañara a visitar la Iglesia de los Mártires, que quedaba fuera de la población en un suburbio. Cuando estaban ahí, de pronto se presentó un militar, con la orden del emperador; y sin más detuvo al santo, lo hizo subir a una posta pública y lo remitió a Constantinopla. Así comenzó el doloroso calvario que sólo había de terminar con la muerte.


(52) Aprovechó san Juan la soledad para estos escritos. Otros, según parece, los escribió poco antes de retirarse a la soledad. Pueden verse acerca de esto los especialistas; y en breves introducciones a las piezas que vamos a traducir algo diremos de cada una. Parece que san Juan, una vez que se retiró a la soledad de los montes vecinos a Antioquía, se encontró con un Superior de nombre Siró, "severissimae disciplinae senem", dice Montfaucon. Anciano de severísima disciplina. Con él estuvo el santo cuatro años. Según ese autor se acogió a la soledad a pesar de los ruegos de su madre que aún no había muerto. La forma de vida de aquellos solitarios la refiere el mismo Montfaucon sacándola de las descripciones del Crisóstomo: "Mucho antes del amanecer se levantaban para orar en común. Luego cantaban Maitines deteniéndose en esto largo tiempo. Después se entregaban al trabajo manual. Unos cavaban la tierra, otros cuidaban de las legumbres y hortaliza, otros acarreaban el agua, otros tejían espuertas y cestillos y cilicios, y no faltaban quienes se ocuparan en escribir libros o en copiarlos. Parte de la mañana la dedicaban a la lección de las Sagradas Escrituras. Y todos en absoluto estaban obligados a un estricto silencio. Pero si los visitaban los seculares, entonces les hablaban de la vida futura y de las cosas de Dios. Y sucedía que a veces los que habían ido de visita, movidos de aquellos ejemplos se quedaban a vivir ahí. Dividían el día en cuatro partes, mediante el canto de las Horas sagradas. Ayunaban todo el día, y la cena era pan con sal, algunos añadían un poco de aceite y los ancianos y enfermos acostumbraban comer legumbres. Bebían sola agua. Seguíase una colación espiritual de cosas de la virtud, y luego, en esteras, dormían sobre el suelo. Su vestido era de pelo de cabra o camello o de pieles ya gastadas. De su trabajo comían y hacían limosnas y lavaban los pies a sus huéspedes". El Crisóstomo dudó algún tiempo en abrazar tan estrecha vida.

(53) Histoire Genérale des Auteurs sacres, París, 1861, t. VII, p. 18.

(54) Mourret, Historia General de la Iglesia, vol. II, pp. 307-28.

(55) Mourret, o. c., vol. II, p. 337.

(56) Villemain, Tablean de l'eloquence chrélienne au IV siéc

(57) A. Puech, Saint Jean Chrysostome, p. 34.

(58) Mourret, o. c., p. 341. Weiss en su Historia Universal, vol. III, p. 231, asegura que a veces el Crisóstomo tenía hasta 100,000 oyentes.

(59) La mejor reconstrucción de este episodio es sin duda la que el mismo Crisóstomo fue haciendo en el curso de las veinte Homilías que dijo al pueblo antioqueno para calmarlo y consolarlo con esta ocasión.

(60) Olmedo, o. c., p. 225, pinta a los dos jóvenes emperadores Arcadio y Honorio, hijos de Teodosio el Grande y Flacila, sucesores el primero en el Imperio de Oriente y el otro en el de Occidente, con una sola expresión que los caracteriza perfectamente: "Con el advenimiento al trono imperial en 395 de dos príncipes adolescentes, 'flores de gineceo', incapaces de reinar por sí mismos, Arcadio y Honorio, la decadencia del gran Imperio Romano se precipita". Mourret amplía más las noticias. "Arcadio, a quien correspondió el gobierno del Oriente, contaba justamente 18 años. Honorio, para quien fue el de Occidente, no había cumplido los 11. Arcadio, de carácter débil, vivió, durante los trece años de su reinado, dominado sucesivamente por el gascón Rufino, por el eunuco Eutropio, por el General godo Gainas, y por la emperatriz Eudoxia, quienes desplegaron su actividad en la exclusiva satisfacción de sus ambiciones, intereses y rencores… El niño Honorio no salió de su infantilismo, según las apariencias, durante los diez y ocho años de su reinado. Tuvo por tutor al General vándalo Estilicen, quien, soldado hábil, consiguió contener algún tiempo a los bárbaros". (O. c, vol. II, pp. 431-432). Puede verse sobre estos hombres Stein, cap. VI del vol. I. Sin dificultad podemos imaginar la contrariedad que significó para el Crisóstomo el verse arrancado de pronto y como a traición de su ciudad y su auditorio. En adelante no volverá a pisar el suelo de Antioquía ni podrá visitar, como solía hacerlo fervorosísimamente, aquellos martirios e iglesias, en cada uno de los cuales quedaba resonando el eco de su palabra. En especial aquel templo, encanto suyo, ediiieado, según se decía, sobre una antigua iglesia demolida en la persecución de Dioclesiano, pero reconstruida después por Constantino, y que por tener la cúpula toda revestida de laminillas de oro fue llamado por el pueblo el Dominicum Aureum. Su planta era octogonal y había sido consagrada en 341 bajo el reinado de Constanzo II. Tenía la particularidad de que su altar no estaba vuelto al occidente, como era la costumbre de las iglesias orientales, sino al oriente.


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CONSTANTINOPLA

Digna es también esta ciudad, nuevo campo del gran Crisóstomo, de que nos detengamos un poco a considerarla. Fue fundada por Constantino el Grande entre los años 324 y 330. En estos siete años el emperador hizo llevar allá materiales de todas partes y en forma regia. Se levantó un sinnúmero de construcciones, como termas, templos, edificios oficiales, etc. En una palabra se creó artificialmente toda una ciudad por el mandato y bajo ¡a vigilancia del más grande monarca de la tierra, quien no omitió gastos para satisfacer sus deseos.

Propiamente fue construida sobre la antigua Bizancio, ciudad situada en el estrecho del Bosforo que separa Europa de Asia. Bizancio había sido capturada entre el 312 y el 313 por Maximino. Hacia el 323 la ocupó Licinio, quien en parte la destruyó. Luego Constantino la amplió a tres kilómetros al occidente. Se la llamó Konstantinov pólis o bien, uniendo los dos nombres Konstantinoupolis o sea Ciudad de Constantino o Constantinopla. Su historia puede dividirse en cuatro períodos: el helenodórico que va desde su fundación primitiva hasta el 330 d. C; el greco-romano, que llega hasta el advenimiento al trono de Justiniano en 527; el bizantino, que va del 527 a 1453 en que cayó en manos de los turcos; y el turco, desde 1453 hasta nuestros días. Al dividirse el Imperio romano, fue capital del Imperio de Oriente. Después fue la capital de Turquía. (61) A nosotros nos interesa el período greco-romano; y éste solamente entre los siglos IV y V.

La ciudad se extendía del lado del Mar Mármara o bri llante; pero abarcaba también la entrada al Mar Negro o Ponto Euxino. Entre esta entrada y la ciudad había una bahía grande llamada Cuerno de Oro, por su forma, que la separaba de la Gaiata. Sobre la bahía se habían tendido dos puentes. San Juan Crisóstomo con alguna frecuencia hubo de cruzarla para ir a predicar al otro lado. Atravesaba la ciudad un torrente llamado Lycus, famoso por los milagros de san Gregorio Taumaturgo, quien vivió de 213 a 270 y tuvo como una de sus discípulas en la santidad a santa Macrina, abuela de san Basilio Magno. El Lycus corría de noroeste a sureste. Iba a desembocar al Cuerno de Oro; y los mejores edificios se levantaron no sobre las orillas de éste, a pesar de sus bellas colinas, sino sobre las pendientes que daban al Mar Mármara.

Se amplió el Agora y se la denominó Augusteon y se la rodeó de pórticos y columnatas. Ahí se colocó una estatua de santa Elena, la madre de Constantino. Las termas de Zeuxipos se adornaron con mármoles, columnas y estatuas y se ensanchó el Hipódromo de Septimio Severo, que era el centro de la vida pública y social. Al oriente del Augusteon se elevó el edificio del Senado o Buleuterion y se le dio la forma de basílica, con su pórtico y sus estatuas y un ábside terminal. Al sur, sobre el flanco del Hipódromo se levantó la residencia imperial o Sacro Palacio. Atribuía además la tradición a Constantino la fábrica de catorce iglesias dentro del recinto urbano. Las más importantes fueron las de santa Irene y la de los Apóstoles. La de Santa Sofía fue bastante vulgar, y su esplendor se debió a Justiniano.

El perímetro constantiniano quintuplicó el área de la antigua Bizancio, y a pesar de todo ya en el siglo IV no era suficiente para contener la nueva población. De manera que la ciudad llegó a ocupar las siete colinas que se hallan casi todas entre el Lycus y el Cuerno de Oro; y para los constantinopolitanos aun esto fue un cierto modo de parearse con Roma. Luego se la cercó con una muralla. Antes de Constantino parece que no tenía más allá de 30,000 almas; pero ya en el siglo V se llegó a estimar el número de sus habitantes en 500,000. Podían distinguirse en ellos tres clases: el elemento griego, que era el más abundante, con mucho, los colonos latinos y una grande cantidad de bárbaros. Sus turbas eran indisciplinadas, volubles e impulsivas. Con excesiva frecuencia se entregaban a conmociones populares sangrientas y devastadoras por el más leve motivo, v.gr., una controversia religiosa, una diferencia de los partidos del Hipódromo, un desastre militar, un tratado que se celebrara con los enemigos, una concesión que se hiciera a comerciantes extranjeros. Tenía un Demarco, pero ni la aristocracia ni la plebe se le sujetaban y apenas si podía dominar un poco a la Clase media.

Como dijimos, el emperador Constantino saqueó materialmente las ciudades griegas y los templos paganos para embellecer su nueva ciudad: Atenas, Chipre, Cízico, Cesárea, Creta, Esmirna, Nicea, Bitinia, Cilicia, Rodas hubieron de sentir la mano del emperador. La ciudad llegó a tener hasta 26 templos en sus arrabales. Solía decirse que en Constantinopla había tres grandes construcciones: "Dios tiene la Santa Sofía, el Emperador el Sacro Palacio, el pueblo el Hipódromo". Y en esas tres construcciones estaban también simbolizados los tres grandes poderes de la ciudad.

El Clero constituía una Clase privilegiada y numerosa, pero había una confusión demasiado peligrosa entre la religión y la política. El Estado se aprovechaba del Clero para sus fines, y el Clero, a su vez, hacía lo mismo con el Estado. Y esta mutua ingerencia fue creciendo. Con el tiempo, el Patriarca llegó a ser el jefe de una Iglesia, la Ortodoxa, y quiso imponer su autoridad a los emperadores. Añadíase a esto la influencia de los monjes, que eran numerosísimos y muy venerados. Ya en tiempo de Teodosio II (408-450), llegaron a contarse hasta noventa monasterios. Algunos poseían muy grandes riquezas. Por su ascetismo, los monjes eran los directores más buscados para las conciencias, sobre todo entre la aristocracia femenina. Aparte de esto, los iconos o imágenes veneradas y con fama de milagros, mantenían en torno a los monasterios una atmósfera de veneración. Pero la turba de los monjes con frecuencia era tumultuosa y perturbaba la paz de la ciudad y llegaba en su alboroto hasta el Sacro Palacio. (62) A veces los emperadores la emprendían contra los monjes; pero en general eran éstos los que mantenían a buena altura los estudios sagrados.

Cierto es que los bizantinos no se señalaron por la originalidad de pensamiento ni crearon en literatura obra alguna de arte inmortal, pero se les atribuyen dos méritos: iniciaron en la vida espiritual a muchos pueblos del Oriente y mantuvieron a través del medioevo la tradición de la cultura griega antigua, y así traspasaron ese patrimonio al Renacimiento italiano y a las demás sociedades modernas. Por otra parte, el genio griego ya para entonces había contraído una grave enfermedad: a fuerza de jugar a lo sofista con lo verdadero y lo falso, sin otro fin que hacer brillar la sutileza de su ingenio, se había hecho incapaz de soportar el peso de cualquiera doctrina seria llevada a sus consecuencias. Y así, cada artículo de la fe revelada se convirtió en Constantinopla en asunto de mil controversias en las que se aprovechaban las ocasiones dé deslumhrar, pero sin seriedad: eran auténticos descendientes espirituales de Gorgias y de Carneades.

A este propósito es curiosa la etopeya que nos trasmitió San Gregorio de Nissa, sobre el barullo que traían en Constantinopla los anomeos. "En todas partes, dice, en las plazas públicas y en las encrucijadas, en las calles y en los callejones, se veía el transeúnte asaltado por personas que le comenzaban a perorar a troche y moche sobre la Santísima Trinidad. Iba uno a cambiar moneda. Al punto, la cuestión del Engendrado y del no Engendrado. Se preguntaba a un panadero respecto al precio del pan y respondía: 'El Padre es mayor y el Hijo le está subordinado'. Se dirigía al baño público, y el bañista anomiano le decía: 'A mi parecer el Hijo procede sencillamente de la nada'. ¿Debemos decir que todos estaban locos? ¡Por lo menos a todos la herejía les había trastornado la cabeza!" (63) También los novacianos contaban con numerosos adeptos.

Al mismo tiempo, el atractivo más ordinario de los constantinopolitanos eran las carreras de caballos en el Hipódromo. Esas frivolas diversiones se hacían cuestiones de Estado. Para defender la causa de un auriga favorito se demostraba un valor y un vigor increíbles, y se ponía el alma entera en estos graves debates, y se sabía derramar la sangre por un caballo. Hubo tumultos en el circo que costaron la vida a millares de hombres y que comprometieron la existencia misma del trono. Las discusiones de azules y verdes, nacidas en las cuadras, dividían al Imperio de Oriente y daban nombre a sus contiendas. Según que uno pertenecía a los azules o a los verdes, así se deducían sus opiniones políticas y aun sus creencias religiosas. Los soberanos aumentaron la importancia de estos bandos y reglamentaron sus actos y hasta sus palabras. (64) El circo era una institución oficial en donde reinaba la más sacrilega mezcolanza de puerilidad y religiosidad: "Todos están en oración en el circo, decía el Porfirogeneta; se balbucean Oremus hasta en las cuadras de los caballos; los Demarcas y otros dignatarios hacen grandes signos de la cruz sobre las bestias y las gentes; y la multitud, en el momento de partir los carros, asedian con sus súplicas a Dios y a la Santísima Virgen, para que los caballos de su partido obtengan el triunfo". (65)

Desde los días de Constantino, dice otro autor, la moralidad pública no había hecho sino bajar y bajar, y de caída en caída llegó al punto más bajo. Para aquella población movediza y voluptuosa no había responsabilidades; vivía a merced de sus preocupaciones o de sus pasiones o de los caprichos del Poder. La anulación del sentido moral se caracterizaba en ella por la ignorancia de lo que cada cual a sí mismo se debía y también a los demás; y por una indiferencia absoluta en la elección de los medios de medrar; y un ridículo despliegue de entusiasmo y esfuerzos para alcanzar los objetos menos dignos; y en fin, y sobre todo, por un grado inaudito de servilismo y de abyección con relación al Poder. (66)

Al principio Bizancio dependió de la sede episcopal de Heraclea de Tracia y aun parece que no tuvo algún obispo propio hasta el 211 ó 217. La serie de obispos aparece, como cosa regular, desde el 307. La leyenda del apostolado ahí de san Andrés es muy posterior y data del siglo V o comienzos del VI; y parece que se la inventó para justificar las pretensiones de gran ciudad y primacía eclesiástica de Constantinopla.

Al tiempo del Crisóstomo luchaba por imponer su primacía sobre varios Exarcados. El santo siguió esa línea política que coincidía con la de los emperadores. Por otra parte, su sede constituía la manzana de la discordia entre Antioquía y Alejandría, ansiosas de dominar en Bizancio. Y sobre todas esas dificultades estaba la de la grande cantidad de herejes, especialmente arríanos, bajo el nombre de eunomeos. Estos tuvieron como jefe a Eunomio, quien era "un hombre de cepa rural, basto y contrahecho, que tenía su rostro corroído por una especie de lepra". (67) Pero cuando repetía los sonoros períodos de Platón o exponía los sueños místicos de Plotino se transformaba. El, Aecio y Asterio trabajaron a la par y pusieron de moda la palabra Ingénito en vez de Dios y al Verbo lo hicieron engendrado por Dios pero como simple criatura. Ya dijimos cómo en 360 el obispo amano Eudoxio que estaba en Antioquía fue trasladado a Constantinopla por los arríanos. Luego éste fue desterrado y ocupó la sede un semiarriano, Macedonio. Continuaron los ires y venires de los herejes.

Cansados pueblo y Clero de tanto desbarajuste, suplicaron al emperador Teodosio que se les pusiera como obispo al célebre y piadosísimo Gregorio Nacianceno. Este, a la muerte de san Basilio, había determinado retirarse a la soledad totalmente. Pero ante la voluntad del emperador fue a Constantinopla. Los arríanos estaban aún en posesión de todas las iglesias, por lo que hubo de hospedarse en la casa de uno de sus parientes. Pronto, con su santidad y su elocuencia, logró algo así como resucitar la Iglesia de Constantinopla, hasta el punto de que él mismo a la capilla o local en donde predicaba la denominara la Anástasis o Resurrección. Todo iba, pues, viento en popa, como suele decirse.

Pero en la fiesta de la Pascua del 379, una turba de arríanos, conducida por agitadores, se dirigió a la Anástasis y apedreó a los fieles. Ahí hirieron a san Gregorio y mataron a uno de sus compañeros al grito de: "¡Mueran los adoradores de tres dioses!" Por su parte san Gregorio se mostró lleno de bondad, sencillez y candor, y ni siquiera quiso acudir al emperador, que era Teodosio.

Un día llegó a Constantinopla un hombre raro. Vestía manto blanco y usaba gran bastón y largos cabellos teñidos de rubio, a guisa de filósofo cínico. Se llamaba Máximo y pertenecía efectivamente a una secta que usaba la indumentaria que él llevaba. Decía que profesaba el más puro cristianismo y que había confesado la fe en una de las persecuciones. El santo se dejó persuadir y aun sentó a su mesa al extranjero y le hizo toda clase de honores y hasta pronunció en público su elogio. (68) Pero aquel hombre al mismo tiempo iba urdiendo contra Gregorio un complot, porque ambicionaba suplantarlo en la sede metropolitana. Para eso se había ganado la confianza de Pedro, Patriarca de Alejandría, y se hizo enviar desde Egipto siete hombres escogidos que salieran garantes de sus títulos. Se ganó además a un buen número de marinos de la flota imperial y sobornó con oro abundante a muchos de los servidores de Gregorio. Finalmente se aprovechó de un día en que Gregorio estaba enfermo en su lecho, se introdujo en la Anástasis y procedió a su propia consagración como obispo, con grande escándalo y tumulto del pueblo. Este acudió enseguida en masa y Máximo hubo de refugiarse en la casa de un flautista, en donde se dio fin a la ceremonia de su consagración.

El santo Gregorio se echó a sí mismo la culpa de todo y quiso inmediatamente volverse a su soledad; pero el pueblo lo conjuraba a continuar al frente de la sede y le decía: "Si te vas, la Trinidad se va contigo!" Por fin en 380, el 24 de noviembre, el emperador se presentó en Constantinopla y presidió en persona la toma de posesión de Gregorio, tras de haber intimado al obispo arriano Demófilo que con todos los suyos abandonaran todas las iglesias. Estos se negaron y el emperador los hizo salir a viva fuerza; y condujo a Gregorio, rodeado de una gruesa escolta, a Santa Sofía, el 26 de ese mes por la mañana. "Una densa niebla se extendía sobre la ciudad", dice el mismo Gregorio. Los herejes estaban furiosos, los católicos cantaban victoria. Desde entonces comenzó a predicar en Santa Sofía.

Teodosio, queriendo arreglar las cosas, ordenó la reunión de un Concilio para el año de 381 ahí en Constantinopla, e invitó a todos los obispos, incluso a los herejes. Ya dijimos que este concilio lo presidió al principio Melecio, el obispo de Antioquía. El Concilio antes que nada declaró la nulidad de la ordenación de Máximo y pensó que la autoridad de san Gregorio serviría en gran manera para solucionar el cisma antioqueno, a que ya hemos hecho referencia. Pero los griegos, menos Timoteo de Alejandría, estaban por Melecio y los latinos con el Papa Dámaso se inclinaban a Paulino. Melecio murió en 381, a los comienzos del Concilio. Según parece, Melecio y Paulino habían celebrado un contrato por el cual aquel que sobreviviera al otro tendría el derecho legítimo de obispo. Aunque san Gregorio tenía no pocas cosas de qué resentirse respecto de Paulino, con todo lo sostuvo, apoyando la validez del contrato. (69) Pero parece que cometió el error de aludir al apoyo que Paulino tenía de los occidentales, lo que sublevó a los miembros jóvenes del Concilio que eran orientales, por lo que el Concilio le rechazó su solución. El Concilio nombró obispo de Antioquía al virtuoso Flaviano contra el parecer de Timoteo. Otros dicen que la elección no fue en el Concilio sino en Antioquía. Pero Gregorio renunció en seguida a la presidencia del Concilio y luego a la sede constantinopolitana y se retiró a Arianzo, su pueblo natal, en donde murió. Le sucedió en la sede Nectario, que todavía era catecúmeno, en 381; y la gobernó hasta su muerte el 17 de septiembre del año 397.


(61) El nombre Constantinopla en turco es Istambul o Estambul. Se cree haberse derivado de la frase con que los habitantes de la campiña solían invitarse para ir a la ciudad, es decir: eiq rrjv nóXivl: ¡a la ciudad! Es esta una frase elíptica, en la que ha de suponerse un verbo, por ejemplo etc.

(62) Véase Diehl, Byzance, p. 113.

(63) Sobre la divinidad del Hijo y del Espíritu santo en Patrol. Graec, vol. XLVI, col. 557. .

(64) Puede verse acerca de esto a Constantino Poríirogeneta, De Caeremoniis aul. byzant, I, 10, 55, 56, 70, etc.

(65)Constantino Porfirogeneta, ibid.

(66) Godofredo Kurt, o. c., vol. II, cap. VI.

(67) Rufino, H. E., L. I, cap. 15 asegura de Eunomio que "regio morboborabat".

(68) Gregorii Opera, Diálogo XXV: Elogio del filósofo Herón vuelto del destierro.

(69) Lo confiesa él mismo en su poesía XII. Gregorio renunció porque los obispos egipcios y macedonios contradijeron la validez de su elevación a la sede de Constantinopla como contraria a un canon del Concilio de Nicea. Véase Stein, vol. I, pág. 198.



Homilias Crisostomo 2 1010