Homilias Crisostomo 2 9

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IX DISCURSO acerca del bienaventurado BABYLAS;

y contra Juliano; y contra los gentiles.-No se cree que fuera este discurso pronunciado a manera de una Homilía, lo primero por su excesiva longitud, además porque carece de la doxología terminal típica del Crisóstomo, y finalmente, porque él mismo dice en uno de los párrafos: "Por esto escribo estas cosas mientras viven aún los testigos".-Es cierto que todo este discurso está lleno de declamaciones y tropos y tiene un marcado sabor retórico, y aun en algunas partes habla como quien se dirige a los oyentes. Pero esto era costumbre incluso de los escritores.-Parece que lo redactó por el año 382.- Contiene la historia del martirio de san Babylas, narrada de un modo declamatorio con exageraciones y tropos y figuras, que no siempre dicen bien con la verdad y la certeza. Parece que el santo se fio totalmente de los rumores populares: el martirio distaba entonces ya más de un siglo.

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, estando a punto de entrar en su Pasión y sufrir aquella muerte productora de la vida, en aquella noche postrema llamó aparte a sus discípulos, y entre otros muchos avisos, les dio uno con estas palabras: ¡En verdad, en verdad os digo! El que cree en Mí hará las obras que yo hago y aun mayores que éstas. (1) Muchos otros maestros hubo que tuvieron discípulos y que hicieron milagros, según se jactan los helenos, pero nunca jamás ninguno de ellos se atrevió a pensar o decir cosa semejante. Ni podría alguno de los helenos, por impudente que fuese, mostrar alguna profecía o sentencia parecida que se hubiera proferido entre ellos. Lo más que aseguran muchos de los helenos es que los obradores de prodigios muestran los espectros de los difuntos y las sombras de los muertos, y que a algunos les repiten voces salidas de los sepulcros. Pero ninguno se atreve a decir que alguno de los varones que entre ellos vivieron, o de aquellos a quienes tuvieron por dioses después de la muerte, haya dicho a sus discípulos sentencia semejante.

Y si queréis os diré el motivo de por qué, siendo así que en todas las demás cosas impudentemente se vuelven charlatanes y mienten desvergonzadamente, con todo no se han atrevido a fingir nada de esto. Es porque aquellos pestíferos hombres astutamente observaron que quien quisiera hacer semejante engaño, convenía que dijera algo probable y lleno de falacia y que por lo mismo no pudiera ser fácilmente redargüido. Porque es costumbre que a los peces y a las aves que son más avisados, no se les pongan delante los anzuelos desnudos, sino que se les capture encubriendo los anzuelos con el cebo, y de esta manera se lleve a cabo prósperamente la caza de ambos géneros. Pues si las redes estuvieran de manifiesto, ni los peces ni las aves quedarían presos en ellas. Más aún: ni siquiera se acercarían a corta distancia; y entonces así el pescador como el cazador se volverían con las manos vacías.

Teniendo, pues, aquellos filósofos como propósito el coger a los hombres como en una red, no echaron al mar de esta vida un error enteramente escueto; sino que habiendo fingido y confeccionado aquellas cosas con las que pudieran coger a los más descuidados, no avanzaron más en sus mentiras por temor de propasarse demasiado, y por miedo de que no fuera a suceder que el uso inmoderado de los fraudes siguientes echara abajo los precedentes. Si hubieran asegurado que alguno de los suyos había prometido una cosa semejante a la que el Salvador prometió a sus discípulos, habríanse mostrado ridículos aun a los ojos de los que anteriormente ellos hubieran engañado, puesto que ni siquiera podían fingir cosas verosímiles; ya que el predecir y llevar a cabo cosas tales sólo pertenece a aquella bienaventurada potestad.

Y si pudieron los demonios en otro tiempo mostrar a los que habían engañado algunos fantasmas, eso sucedió cuando la fuente de la luz aún no se había divulgado. Y en ese tiempo, tanto por otros engaños como por los sacrificios mismos, quedó de manifiesto que esas apariciones eran obra del demonio. Porque eso de que ordenara manchar con sangre humana sus altares y ordenara a los padres que tales víctimas le prepararan, eso ¿qué género de locura no sobrepasa? Porque ellos que nunca se sacian con nuestras desventuras ni ponen nunca término a la guerra que tienen contra nosotros, como si no les bastara para saciar su odio con que las mujeres y los niños fueran inmola dos en sus aras, en vez de los bueyes y las ovejas, inventaron aquel nuevo género de homicidio malvado, y metieron la costumbre inaudita de semejante calamidad.

Y a quienes era conveniente que lloraran la muerte de los asesinados, a ésos los persuadieron a que se ofrecieran a padecer tan mísera matanza; y con tal que no se violaran las leyes suyas, impuestas después por los hombres, destruyeron a fondo las leyes puestas por la misma naturaleza, y procuraron que la naturaleza luchara contra sí misma, e instituyeron entre los hombres la más malvada de todas las muertes. Ya que entonces a ningún enemigo temía nadie más que a sus propios padres. Y precisamente a aquellos en quienes más debían confiar, a ésos, antes que a nadie, los aborrecían y los tenían por sospechosos.

Esto hicieron, porque los nefandos demonios, por aquellas cosas por las cuales había llevado Dios al conocimiento de este universo, o sea por la vida, precisamente por ellas procuraba arrebatarles este don, constituyendo autores de la muerte a los mismos que habían sido los autores de la vida; como si con esto declararan que nada habían recibido de la benignidad de Dios, ya que no necesitaban de otros asesinos que de sus mismos padres. A tales procedimientos, aunque de verdad los hubiera acompañado algún milagro grande (pues no quiero mencionar los pequeños que se mostraron y de ningún valor y llenos de muchas falacias); pues aunque de verdad hubiéranse efectuado grandes milagros, ya lo que acabo de decir podía demostrar, a lo menos a quienes tengan sano el entendimiento, quién era el que tales cosas hacía, cuan malvado, cuan perverso, y que no dejaba cosa por hacer para derrocarnos de nuestro estado. (2)
Nada semejante a eso nos impuso nuestro Señor Jesús; sino que siendo admirable en sus prodigios, y no menos admirable por sus preceptos que por sus prodigios, merece que se le adore y se le crea como a Dios, de parte de todos. Porque, desde luego, esa impiedad que he mencionado El la destruyó con su venida. Y lo que es más admirable aún: libró de aquella feroz y cruel tiranía no solamente a nosotros que lo adoramos, sino también a aquellos que con blasfemias lo acometen. Porque en adelante, ninguno de los gentiles se ha visto obligado a ofrecer semejantes víctimas a sus demonios: ¡tan grande benignidad desplegó Jesús para con nuestro linaje, de manera que proporcionó Dios a sus enemigos mayores bienes que no males los demonios a sus amigos que los adoraban!

Porque los demonios obligaron a quienes los adoraban y servían a que les inmolaran a sus propios hijos, mientras que Cristo procuró librar a sus propios adversarios de semejantes mandatos; y no solamente procuró a sus discípulos la inmunidad de aquel feroz ministerio y esta paz admirable que ahora tenemos, sino que la dio también a los que le eran extraños. Manifestó de esta manera que aquellos tiranos eran enemigos y destructores de todo nuestro linaje, puesto que ellos abusaban como de gente extraña aun de aquellos que los seguían, porque en realidad les eran extraños. En cambio Jesús era Rey, Criador y Salvador de todo el género humano, por lo cual perdonó a los extraños como si fueran suyos propios.

La naturaleza humana era obra propia suya, como dijo uno?de sus discípulos: ¡Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron! (3) Pero no es propio de la ocasión presente referir toda su clemencia para con nosotros. Más aún: aunque alguno hablara durante siglos acerca de ella, y aun cuando tuviera tan grande poder, como es justo que lo tengan aquellas incorpóreas Potestades y Virtudes de allá arriba, ni aun así podría dignamente tratarla. ¡Cuan bueno sea Dios solamente El lo conoce, porque solamente El es así de bondadoso! ¡Ve, pues, ahora, las palabras que dice a los discípulos! ¡En verdad, en verdad os digo: el que cree en Mí, hará las obras que Yo hago y otras mayores que éstas! ¡No les hubiera conferido tan grande honor si no estuviera dotado de tan grande bondad!

Y si alguno, movido por la duda, nos preguntara cuándo tuvo su cumplimiento este oráculo, con tal que tome el Libro cuyo título es Hechos de los Apóstoles (aunque no son los de todos, sino los de uno o dos de ellos, y de éstos apenas si narran unos pocos hechos), verá cómo los enfermos yacían en sus lechos, y cómo las sombras de aquellos bienaventurados, con sólo el contacto les daban la salud, y cómo muchos, posesos y furiosos, quedaban libres –con sólo el contacto de los vestidos de Pablo– del demonio que los estrujaba. Y si alguno dijera que todo eso era ficción y engaño y milagros hechizos e increíbles, bastará con los milagros que actualmente suceden para cerrar su boca blasfema y hacer enmudecer su lengua desenfrenada.

Porque no hay región alguna en el orbe de la tierra, ni ciudad alguna en donde no se exalten estos milagros: ¡ciertamente, si fueran ficciones no serían así admirados y celebrados! Y de esto vosotros mismos podéis dar testimonio. Porque no necesitamos ir a buscar en otra parte el que se nos dé fe ni otros testimonios, puesto que vosotros mismos, nuestros enemigos, lo demostráis. ¿Por qué, pregunto yo, muchos no conocen a aquel Zoroastro ni a aquel Zamolxis ni aun de nombre, y más aún son poquísimos los que saben que existieron? ¿Acaso no es porque las cosas que de ellos se contaban eran puras ficciones? ¡Y que se afirme que fueron varones graves y de peso, tanto ellos como los que éstas fingieron! Solamente lo fueron para encontrar y ejercitar sus prestidigitaciones, y éstos para hacer creíbles con sus discursos las mentiras de aquéllos. Aunque todo eso se cuenta en vano, puesto que el argumento mismo se demuestra ser malo y falaz; así como al revés, cuando lo que se cuenta es verdadero y cierto, en vano se traen a colación cuantas cosas inventan los enemigos para destruir la materia de lo que se cuenta. La verdad no necesita de ningún auxilio, sino que, aunque sean millares los que se empeñan en destruirla, no solamente no queda destruida, sino que por los hechos mismos de los que la impugnan resulta más espléndida y sublimada, y ella se burla de los que de tal manera se fatigan y enloquecen.

Esos milagros nuestros, que vosotros llamáis ficciones, se empeñaron en destruirlos los tiranos y los reyes y los sofistas irrefutables en sus discursos y los filósofos y los magos y los prestidigitadores y los demonios. Pero, según las palabras del Profeta: Su lengua se vuelve contra ellos; (4) y sus heridas se parecen a las de saetas de niños. (5) Porque los reyes sacaron tanto provecho de las asechanzas que nos tendieron cuanta era suficiente para demostrar sus instintos de fiera, y cobrar esa fama delante de los hombres. Por su ira contra los mártires, mientras se enfurecían contra la común naturaleza, imprudentemente se volvieron objeto de infinitos oprobios. Y los filósofos y los agudos retóricos, que tenían delante de muchos fama de probidad unos, de elocuencia otros, una vez que emprendieron la lucha contra nosotros, cayeron en el ridículo y en nada se diferenciaron de los niños que andan jugando.

Porque ellos, de tan grandes multitudes de pueblos no pudieron atraer a su parecer a ninguno ni sabio ni idiota, ni varón ni mujer ni párvulo. Al revés, sus escritos hasta tal punto son dignos de risa, que de sus libros unos ya desaparecieron y otros apenas son leídos o ya fueron destruidos; y si algo queda de estos es entre los cristianos donde se conserva: ¡tan lejos estamos de que con sus asechanzas sospechemos que nos han de hacer algún daño! ¡Tanto nos burlamos de sus astutas acometidas contra nosotros! Si nosotros tuviéramos cuerpos de diamante e incorruptibles, para nada temeríamos coger en nuestra mano los escorpiones y las serpientes y el fuego, sino que más bien los cogeríamos por ostentación. Pues del mismo modo, una vez que Cristo nos ha proporcionado tan grandes ánimos y una fe tan firme, no tememos los venenos de los enemigos que con nosotros guardamos. Puesto que si se nos ha ordenado que caminemos por sobre las serpientes y los escorpiones y por encima de toda la tiranía de los demonios, mucho más caminaremos por sobre los gusanos y las lombrices. (6) ¡tan grande distancia hay entre el daño de éstos y las malignas asechanzas del demonio!

¡Esto sea dicho por lo que mira a nuestras cosas! Por lo que hace a las vuestras, en cambio, nadie jamás las ha impugnado ni perseguido. Porque no es lícito a los cristianos destruir el error mediante la violencia y la opresión, sino mediante la persuasión y la palabra y la mansedumbre: así es como se ha de procurar la salvación de los hombres. Por esto, ninguno de los emperadores cristianos dio contra vosotros nunca decretos semejantes a los que contra nosotros dieron los que adoraban a los demonios. Y con todo, el error de los gentiles, a pesar de tener tan grande paz y de no ser perseguido nunca por nadie, él por sí solo se fue extinguiendo y se desplomó, a la manera de los cuerpos que, podridos por una enfermedad continua, se disuelven por sí mismos y perecen.

De manera que, aunque esta satánica burla no se ha extirpado aún de toda la tierra, pero los sucesos ya realizados son suficientes para confirmarnos en la fe de los que luego vendrán. Porque, una vez que se ha derruido la mayor parte de ellos en breve tiempo, ciertamente que nadie moverá en adelante controversia sobre lo que falta por derruir. Pues, si alguno observa que una ciudad ha sido capturada y sus muros abatidos y sus palacios y teatros incendiados, lo mismo que sus calles, y que han muerto todos cuantos se hallaban en la edad florida; si alguno observa los pórticos a medio quemar, y que apenas quedan en pie algunas partes de unas pocas casas, y en ellas algunas mujeres ya ancianas y niños; ese tal en forma alguna puede temer que el vencedor, que ha llevado a cabo ya lo más difícil de la empresa, no pueda consumar lo que de ella le falta.

En cambio, la obra de los Pescadores no va por esos caminos, sino que cada día florece más y más; y no ciertamente a través de una suave planicie hasta llegar a nuestros días, sino a través de trabajos, de guerras y de batallas. Porque la gentilidad, como por estar extendida por toda la tierra, hubiera llenado los ánimos de todos los hombres mediante una grande fortaleza y desarrollo, al fin fue desarraigada por la virtud de Cristo. En cambio, nuestra predicación no comenzó a tener sus enemigos al punto en que ya estaba propagada por todas partes y firmemente arraigada, sino que desde antes de que se afianzara y arraigara en los ánimos de los oyentes, desde sus principios mismos, se vio obligada a presentar batalla contra todo el orbe de la tierra: Contra los príncipes y contra las potestades y contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal. (7)

Cuando aún no estaba bien inflamada la centella de la fe, ya se echaban sobre ella de todos lados los ríos y los abismos. Y bien sabéis que no es lo mismo arrancar una planta que ya desde innúmeros años ha echado raíces que otra que apenas ha sido plantada. Pues, en aquella situación, y cuando la centella de la piedad aún era pequeña, como dije, se echó encima, como una inundación, un piélago de enemigos; y con todo, en vez de extinguirse ella, se hizo mayor y más resplandeciente; de manera que lo penetraba y consumía todo rápidamente, y devastaba todo lo de sus adversarios, en tanto que ella se levantaba por los aires a maravillosas alturas, a pesar de que la fomentaban varones de ningún valor ni gloria. Porque esto no lo obraban las palabras y milagros de los Pescadores, sino la virtud de Cristo que en ellos obraba.

Puesto que de entre ellos, los que tales maravillas llevaban a cabo, uno, Pablo, era fabricante de tiendas; el otro, Pedro, era un pescador. Y a tan débiles hombres jamás les habría venido al pensamiento una tan enorme empresa que llevar a cabo, a no ser que alguno los tenga por locos y mentecatos. Pero que no eran locos está claro por lo que lograron con sus palabras, así como también por los que ahora los siguen y los obedecen. ¡Jamás ellos de por sí habrían mentido ni fingido tales cosas, ni se habrían vanagloriado ni jactado de ellas! Pues, como al principio dije, el que quiere engañar miente ciertamente, pero no miente de tal manera que todos lo puedan en seguida coger en mentira. Porque si después de que acontecieron esas cosas y tanto testificaron su verdad, así de los que en aquellos tiempos creyeron como también de los que después en todas partes las celebraron, no solamente entre nosotros sino aun entre los bárbaros y entre quienes son más feroces que los mismos bárbaros, todavía quedan algunos que tras de tantas maravillas y por decirlo así tras del testimonio de todo, el orbe, no creen en ellas, y muchos de éstos, sin siquiera examinarlas y sin que preceda investigación ninguna las niegan, ¿quién, allá en los comienzos, antes de ver todos estos acontecimientos, y no resguardado por ningún testimonio digno de fe, habría recibido la fe? ¿Qué es lo que en esas circunstancias podía haberlos inducido a fabricar semejante ficticia urdimbre?

Porque no tenían ellos confianza en el poder de su palabra (ni cómo hubiera sido esto posible cuando uno de ellos ni siquiera conocía las letras en absoluto); ni tampoco se fiaban de la abundancia de sus riquezas ¡ellos que a duras penas tenían lo necesario para comer y tenían que vivir del diario quehacer!; ni se podían gloriar del esplendor de su linaje ya que de uno de ellos ni siquiera conocemos el nombre de su padre, tan oscuro y desconocido era, y de Pedro conocemos cierto al padre, pero él no aventaja al otro sino en que la Escritura lo nombra, y esto por razón de su hijo. Y si alguno quisiera explorar su patria y su linaje, encontrará que el uno era de Cilicia y. el otro natural de una ciudad vulgar, o por mejor decir de un pueblecillo de ínfima categoría. Porque era aquel bienaventurado varón de Betsaida, pueblecillo de este nombre en Galilea. Y si alguno atiende a sus habilidades no encontrará cosa digna de honra ni grande. Porque ciertamente el ser constructor de tiendas de campaña era todavía más honroso que el ser pescador, pero con todo era más vil que cualquiera otra de las profesiones. ¿De dónde, pues, de dónde, pregunto, habrían podido atreverse a ser comediantes de una tan grande empresa? ¿en qué esperanza levantados? ¿en quién confiados? ¿Acaso en las cañas y en los anzuelos? ¿acaso en las tijeras y en el aparejo de las barcas? ¡Oh locos! ¿no os estrangularéis vosotros mismos? ¿no os arrojaréis a un precipicio al salir así a tan alta empresa y expuestos a tan desemejante locura?

Supongamos, si os place, que lo imposible fuera una realidad posible, y que el que partió del lago diga: la sombra de mi cuerpo ha resucitado a los muertos; y que el que salió del taller de fabricar tiendas de campaña se jacte de lo mismo respecto de sus vestidos. ¿Cuál de los oyentes era tan loco como para dar fe a tan grandes cosas únicamente por sus simples palabras? Porque en ese tiempo ningún artesano dijo de sí semejante cosa ni otro la dijo de él. Y eso que si nuestras cosas fueran puras ficciones era verosímil que los que luego vinieran con mayor facilidad mintieran acerca de todo esto. Porque los primeros no podían tener esperanza de que la mentira tuviera buen suceso, apoyándose para esperarlo en el ejemplo de sus predecesores, mientras que los que siguieron, mirando a los anteriores, se habrían atrevido al fingimiento con mayor facilidad, a causa del ejemplo de sus antecesores que daría confianza a los sucesores. ¡Como si todos hubieran estado locos y fueran unos mentecatos y en todo el orbe de la tierra no hubiera habido uno solo sano de mente, en tal forma que a cualquiera le fuera lícito decir de sí mismo lo que se le antojara, y eso lo persuadiera a los demás!

¡Burlas son en verdad, y cosas de risa, las palabras necias de los gentiles! Porque del mismo modo que si alguno quisiera alcanzar el cielo con sus saetas y lo hubiera de desgarrar con ellas, o quisiera agotar el océano, como si pudiera con las manos vaciarlo, no habría ninguno de entre los más cultivados de las ciudades que no se le riera, ni ninguno de entre los más serios que no se condoliera de aquello derramando lágrimas, así también, cuando los gentiles nos contradicen, lo propio es o reírse de ellos o llorarlos. Porque intentan algo más difícil que quien espera horadar el cielo y vaciar completamente el abismo de los mares. ¡La luz jamás será oscura mientras sea luz, y del mismo modo nuestra doctrina jamás podrá ser refutada, porque es la verdad y nada hay más fuerte que la verdad!

Entonces, cualquiera que no esté loco ni falto de seso, confesará que aquellas cosas antiguas que oímos no son menos creíbles que las que ahora vemos presentes. Con todo, para lograr una más completa victoria, vamos a referir un caso sucedido en nuestros tiempos y ciertamente admirable. Y a fin de que no os perturbéis si os prometo contaros un milagro realizado en nuestros días, comenzaré por una historia antigua. Pero no me afianzaré en sola ella ni tomaré para una nueva narración cosas antiguas y ajenas de la materia. Porque ambas historias están perfectamente ensambladas y no es posible separar su juntura, como lo echaréis de ver, una vez que las oigáis.

Hubo un emperador, en el tiempo de nuestros antepasados, del cual no acertaré a decir cómo se comportaba en las demás cosas; pero, una vez que hayáis escuchado el crimen a que se atrevió, ya por ahí podréis deducir la ferocidad de sus costumbres en lo demás. ¿Cuál fue ese crimen? Como hubiera estallado una guerra, pareció a los que contra él peleaban acabar con las hostilidades y poner fin a las mutuas matanzas y hacer las paces y aplacar los terrores y quitar los peligros y limitarse cada cual a sus propios asuntos y no ambicionar mayores posesiones. Porque era mejor gozar de medianos bienes sin temor, que no anhelar otros mayores viviendo continuamente en miedos y zozobras, y mientras se causaban daños a los enemigos, sufrirlos ellos a su vez.

Como hubieran pues determinado hacer del todo a un lado la guerra y pasar la vida en paz, se pensó en confirmar mediante un pacto y unas condiciones legales dicha paz. Entonces, tras de celebrar los tratados y haber dado y recibido los correspondientes juramentos, se empeñaron los del partido del rey en persuadir al otro rey que a su hijo, que era aún muy niño, lo entregara a los que anteriormente eran sus enemigos, como una sólida prenda de paz, y que esto podría darles plena confianza y al mismo tiempo podría ser un testimonio de la sinceridad de su propósito, es decir de que había hecho sin dolo las paces con ellos.

Persuadido el otro rey con sus discursos, convino en entregarles a su hijo; según él pensaba a sus amigos y socios y confederados, pero, según lo demostró el éxito último del asunto, a una bestia la más feroz de todas las feroces. Porque este rey, una vez que recibió al niño regio conforme a las leyes de la amistad y de la alianza, conculcó y pisoteó todas las leyes juntamente: los juramentos, los pactos, el respeto a los hombres y a la piedad con Dios y aun la conmiseración debida a la edad de aquel niño. Ni doblegó a aquella bestia la juventud; ni los castigos que a tales crímenes suelen seguirse apartaron del crimen a aquel hombre cruel; ni trajo a su memoria las palabras del padre que le había entregado al niño, palabras que le había dicho al ponerlo en sus manos rogándole al mismo tiempo que mucho cuidara de él y que a él lo constituía padre de su niño, como si fuera de verdad su hijo, y suplicándole igualmente que lo alimentara y educara como a tal, y lo hiciera digno de la nobleza de sus mayores. De manera que con estas palabras puso al niño y unió la diestra del pequeño con la diestra del asesino, y así se separó cubierto de lágrimas.

Nada de todo eso recordó aquel malvado, ni le dio peso en su ánimo; sino que, habiendo hecho a un lado todo eso, cometió el asesinato más brutal de todos los asesinatos. Porque este crimen es más atroz que dar la muerte al propio hijo, ¡A vosotros os pongo por testigos! Porque sin duda no os habríais dolido tanto, si es que por mi afecto puedo medir el vuestro, si hubierais oído decir que aquel hombre había dado muerte a su propio hijo. Porque en este caso podría decirse que juntamente con la ley humana se había quebrantado la ley natural. Pero en aquel otro caso concurrieron a la vez tantas circunstancias que por su multitud parecen más graves que la misma ley natural. Pues cuantas veces considero dentro de mí a aquel niño que no había cometido injusticia ninguna, entregado por su padre, extraído de los palacios de sus mayores, que había cambiado el bienestar doméstico, la gloria y el honor por una educación extraña, y todo para que aquel criminal pudiera fiarse de los pactos celebrados; y lo veo luego odiado de éste y privado del esplendor de su casa paterna en gracia de este rey, y finalmente degollado por el mismo rey, me siento como poseído de sentimientos contrarios: al mismo tiempo con el ánimo enternecido y a la vez inflamado, de donde nacen, de lo primero la tristeza y de lo segundo la ira.

Cuando pienso en aquel criminal armado y que vibra la espada y coge al niño por el cuello, y maneja sobre él la espada con la mano misma con que había recibido al niño como un depósito, siento que estallo y me ahogo de ira. Y cuando miro hacia el niño temeroso y temblando y lanzando profundos gemidos y llamando a su padre y poniéndolo como causa de lo que le está sucediendo e imputando la muerte no a aquel que le iba a meter la espada por la garganta, sino a su padre propio, y y que no puede ni vengarse, ni huir, sino únicamente acusar a su padre, y veo cómo recibe el golpe y cae palpitante y golpea el pavimento con sus pies y mancha con arroyos de sangre la tierra, se me destrozan las entrañas, se me oscurece el pensamiento y se me derrama en los ojos la oscuridad de un velo de tristeza.

Pero nada de esto sufrió aquella fiera; sino que, como si fuera a degollar un cordero o un ternerillo, así de impasible estaba en aquella matanza. Y luego el niño, tras de recibir la herida, yacía muerto en el suelo mientras el asesino que lo había degollado se defendía del crimen queriendo con sus hechos posteriores oscurecer los anteriores. Piensa quizá alguno que voy a decir algo de su sepultura y a describir cómo el matador no dio a su víctima ni siquiera un puñado de tierra. Pero ¡no! ¡Diré algo más atroz aún! Porque una vez que manchó sus manos con la iniquidad de aquella sangre y llevó a cabo públicamente aquel nuevo modo de tragedia, como si ningún crimen hubiera cometido aquel impudente y más endurecido que las mismas piedras, se acercó a la iglesia de Dios. (8)

Se admirarán algunos de que no haya sido herido por un golpe bajado del cielo quien a tales cosas se atrevió, y de por qué Dios no lo abrasó con un rayo del cielo, para que antes que entrara en la iglesia, ardiera aquella cara desvergonzada con el fuego del rayo. Pero yo, si es que estos pensamientos han venido al ánimo de algunos, los alabo y admiro su fervor. Con todo, creo que falta mucho para darles una perfecta alabanza y admiración. Porque por una parte se han conmovido con una justa indignación tanto a causa del niño degollado como por las leyes de Dios tan temerariamente violadas. Pero llevados del ardor de su ira no atendieron suficientemente a todo lo que se necesitaba: porque hay en los cielos una ley muy superior a esta forma de justicia.

¿Cuál es esa ley? ¡La de no castigar inmediatamente al pecador, sino dar al delincuente tiempo y espera para que pueda echar de sí el delito, y mediante la penitencia igualarse con los otros que en nada pecaron. Y esto demostró en aquel malvado entonces Dios. Pero, con todo, aquél en nada se aprovechó y permaneció sin enmienda. Mas como Dios sea benigno, ni aun así abandonó a aquel rey ni dejó de hacer cuanto estaba de su parte, sino que como a enfermo lo visitó y procuró el restablecimiento de su salud. Solamente que aquél no quiso ya tomar la medicina, sino que al médico mismo que se le había enviado para curarlo le dio muerte. Y la medicina y el modo de aplicarla fue el siguiente.

Al mismo tiempo en que se llevaba a cabo aquel drama y crimen enorme y miserando, había un varón eximio y admirable, si es que se le ha de llamar varón y no ángel, el cual cuidaba de este rebaño y su nombre era Babylas. Este, pues, a quien por la gracia del Espíritu Santo se había confiado esta iglesia, no diré que se aventajaba a Elías ni a Juan, para no decir algo que pueda molestar; pero con todo, hasta tal punto se les acercó que en nada era inferior a aquellos generosos varones. Porque no a un tetrarca de pocas ciudades, ni al rey de una sola nación, sino al que gobernaba la mayor parte del orbe, es decir a aquel rey sanguinario que mandaba sobre muchas ciudades y gentes sin número, con un ejército copioso, y que en todos sentidos era temido, así por la grandeza de su poder como por la ferocidad de sus costumbres; a ese, como si fuera un vil esclavo y de ninguna estimación, lo echó de la iglesia con fortaleza tanta y tanta constancia, con cuanta un pastor aparta de su grey una oveja enferma y roñosa, e impide de ese modo que la enfermedad inficione al resto del rebaño.

Y esto lo llevó a cabo, para confirmar la palabra del Salvador que dice no ser siervo sino quien comete el pecado, aunque lleve en la cabeza infinitas coronas y aunque parezca mandar a todos los hombres de todo el universo; mientras que aquel que no tiene conciencia de pecado, aunque está colocado entre los súbditos, se ha de estimar que es más rey que todos los reyes. Ordenó, pues, al punto el súbdito al emperador, e hizo juicio del que a todos dominaba y dio sentencia de condenación. Pero tú, cuando esto oyes no lo pases de corrida. Porque ya esto sólo de que un súbdito cualquiera ha echado del vestíbulo de la iglesia a un emperador basta para despertar el ánimo de los oyentes e impresionarlo.

Y, si quieres conocer el milagro en su integridad y cuidadosamente, no te quedes en las simples palabras, sino pesa en tu interior el acompañamiento de guardias, los soldados de escudo, los tribunos, los jefes que son alimentados en el palacio, los que están al frente de las ciudades, el fausto de los que van delante del rey, la multitud de los que le siguen y de los que van abriendo paso, y finalmente todo el conjunto de siervos. Y luego, en medio de todos, considera al emperador que va entrando con inmensa pompa y que por sus vestiduras parece aún más digno de honra, lo mismo que por la púrpura y las piedras preciosas de que lleva salpicada la diestra hasta el arranque del manto, y finalmente por la diadema en donde ellas resplandecen también desde su cabeza.

Y no te detengas aún en esta imagen, sino extiende tu imaginación hasta el siervo de Dios, Babylas, y a su hábito humilde, y a su vestido vulgar y a su ánimo contrito y a sus pensamientos del todo ajenos a la audacia. Y una vez que los hayas imaginado a .ambos y los hayas comparado, entonces conocerás bien la alteza de aquel hecho maravilloso. Pero, ¡no! ¡ni aun así comprenderás su totalidad! Porque las palabras no pueden representar ni aquella libertad en el hablar, ni las voces, ni la presencia, sino solamente el verlas en acción. Y cuanto a la serenidad de su ánimo, solamente puede bien conocerla quien, como él, haya alcanzado el culmen de la confianza y de la franqueza. ¿Cómo se acercó aquel anciano? ¿cómo atravesó por entre los soldados? ¿cómo abrió su boca? ¿cómo habló? ¿cómo corrigió al emperador? ¿cómo llevó su diestra hasta aquel pecho hinchado aún y caliente con la matanza? ¿cómo rechazó a aquel homicida? ¡Ninguno de los crímenes cometidos por el rey lo aterrorizó ni lo apartó de su propósito!

¡Oh ánimo impertérrito! ¡oh mente sublime! ¡oh pecho celestial! ¡oh constancia de ángel! ¡Porque como si solamente estuviera viendo pintada en la pared aquella pompa, así lo llevó todo a cabo aquel generoso varón! ¡Imbuido estaba en aquellos divinos principios, de que las cosas de este mundo son sombra y sueño y aun menos y más vanas que éstos! Por esto nada de ellas lo aterrorizó, sino más bien todas ellas lo llenaron de confianza. Porque la vista de todas aquellas cosas, elevaba su mente al Rey de allá arriba, que se asienta sobre los Querubines y contempla los abismos; al trono aquel glorioso y excelso, al ejército celeste, a las miríadas de ángeles, a los miles de arcángeles, al tribunal aquel tremendo, al juicio en donde no hay acepción de personas, al torrente de fuego, al Juez mismo.

Y por esto, levantándose todo desde la tierra al cielo, como si se encontrara presente y delante de aquel Juez, y lo oyera mandarle echar del rebaño sagrado al nefario asesino y criminal, así lo apartó y lo segregó del resto de las ovejas, sin atender a cosa alguna de las que parecían temerosas; y así, rechazándolo varonilmente, favoreció generosamente las leyes de Dios que habían sido violadas. ¡Y cuánta debió ser la libertad que para con los otros usó! Porque, quien al emperador le salió al paso con tanto poder ¿a cuál de los demás iba a temer? ¡Por mi parte opino, o mejor dicho estoy persuadido de que aquel varón nunca hizo ni dijo cosa alguna movido por el deseo de' agradar o por el odio; sino que útilmente y con toda fortaleza resistió al temor y a la adulación, que es aún más fuerte que el temor, y a otras cosas semejantes que abundan entre los hombres; y que ni en un ápice pervirtió el recto juicio. Porque si el traje de un hombre, el modo de enseñar los dientes cuando ríe, la forma de mover los pies cuando camina, son argumentos de sus costumbres, mucho más pueden sus hechos preclaros manifestar con cuánta virtud ha vivido en el resto de su vida. Porque no es solamente admirable por su valentía, sino por haberla llevado a un grado tan alto y porque no la dejó que se propasara más allá de lo debido.

¡Tal es la sabiduría en Cristo! ¡no permite excederse en el combate, sino que hace en todo guardar la moderación! Por cierto que este varón hubiera podido propasarse, si hubiera querido. Porque a quien había ya pospuesto toda preocupación de vivir (ya que ni siquiera se habría acercado al emperador si de antemano no se hubiera armado con este pensamiento) a ese tal le era ya posible hacer cuanto quisiera, hasta llenar de ultrajes al emperador, y quitarle la diadema de la cabeza, y golpearlo con sus puños en la boca cuando llevó su diestra al pecho. Pero nada de eso hizo: porque tenía el alma adobada con la sal espiritual de la moderación. Y por este motivo, nada hizo que no fuera razonable ni en vano, sino que en todo procedió conforme al recto juicio de la sana razón.

No proceden así los sabios de entre los gentiles; los cuales jamás mantienen la moderación, sino que en todas partes, por así decirlo, ostentan su audacia en el hablar y en el proceder, y van o más allá o más acá de lo que es conveniente. De manera que nunca quedan con fama de fortaleza, sino de dejarse llevar de afectos no razonables; y así delante de todos, se les convence o de arrogancia y vana gloria cuando se exceden, o de miedo cuando se quedan atrás. ¡No fue así aquel bienaventurado varón! Porque él no hacía lo primero que inconsideradamente se le ocurría al pensamiento; sino que una vez examinadas cuidadosamente las cosas todas, y temperados sus pensares conforme a las leyes divinas, entonces las llevaba a efecto. Por esto mismo no hizo un corte superficial, a fin de que no quedara en el cuerpo la mayor parte del miembro inficionado, ni cortó más profundamente de lo que convenía, para no ir a echar a perder la salud a causa del corte; sino que atemperando la herida con la enfermedad, así usó de la medicina del modo más excelente.

Por esto, yo diría confiadamente que él estuvo limpio de la ira, de la desidia y de la arrogancia, del deseo de la vana gloria, del odio, del miedo y de la adulación. Y, si se puede usar de una paradoja, diremos que no nos admiramos tanto de este bienaventurado varón que se atrevió a reprimir el furor del emperador, como de que haya bien advertido en qué grado convenía hacer lo que hizo, y de que no haya hecho ni dicho más de lo que convenía. Y que esto sea más de admirar que no lo otro, se ve porque hay muchos que hicieron lo primero pero que no pudieron llegar a lo segundo. Con frecuencia, muchos pueden hablar con libertad; pero el hacerlo a su tiempo debido y con el modo oportuno, y con moderación y prudencia, esto sólo es propio de los ánimos grandes y admirables.

Con libertad grande acometió Semeí con injurias al bienaventurado David y lo llamó varón de sangre y homicida. Pero a esto yo no lo llamaría libertad de hablar, sino más bien intemperancia de la lengua, y audacia, y contumacia, y arrogancia, y cualquier otra cosa, menos libertad. Porque yo pienso que es propio de aquel que ha de reprender, el abstenerse sobre todo de la audacia y de la arrogancia, y mostrar su fuerza únicamente con la naturaleza de sus palabras y gestos. Así los médicos, cuando se hace necesario cortar un miembro podrido y comprimir los hinchados, no se entregan a la curación encendidos en ira, sino que entonces sobre todo procuran mantener sus pensamientos en la conveniente moderación a fin de que no vaya a dañar a su arte la perturbación de su ánimo. Pues, si el que quiere curar el cuerpo necesita de tan grande tranquilidad de ánimo, ¿qué ha de hacer, pregunto, y qué debemos determinar del médico de las almas, y cuánta mayor moderación requeriremos en él? ¡Mucha mayor ciertamente! ¡tanta cuanta ostentó aquel mártir!

Porque éste, de tal manera rechazó al rey miserable de aquel sagrado recinto que nos dejó cierto término y regla conforme a la cual procedamos, con la debida proporción, en todas las cosas que debemos hacer. Parece que en aquella ocasión, no se llevó a cabo sino solamente una obra buena; pero si alguno la examina cuidadosamente y la considera, encontrará una segunda y una tercera ahí contenidas, y en fin, un grande tesoro de utilidades. Porque ciertamente, el que entonces era rechazado era solamente uno, pero los que de ahí sacaron ganancia fueron muchos. Pues en todo su imperio, que abarcaba la mayor parte del orbe, cuantos incrédulos había todos se admiraron y quedaron suspensos, al ver cuánta libertad en el hablar había dado Cristo a sus siervos, y se burlaron de la servidumbre propia, nada generosa y sí muy vil; y vieron cuán grande diferencia había entre la nobleza de los cristianos y la bajeza de los gentiles.

Porque entre ellos, los que tienen a su cargo las cosas sagradas, más que a sus señores y a sus ídolos sirven a los emperadores; de manera que por miedo de éstos se encuentran sentados junto a los simulacros, hasta el punto de que los demonios perversos agradecen a los emperadores los honores que a ellos se les tributan. Y por esto, en cuanto alguno es constituido emperador y no concuerda en religión con ellos, si alguno entra en los templos de los ídolos, observará a cada paso tendidas por los muros las telarañas y la estatua del ídolo tan llena de polvo que no se le alcanzan a distinguir ni la nariz, ni los ojos, ni otra alguna parte de su rostro, y que de los altares apenas quedan los restos, por estar derribada la mayor parte de ellos, y que están tan llenos de abundante hierba por todos lados que quien no sepa que se trata de altares pensará que son simples montones de estiércol.

Y la causa de todo eso es la que anteriormente dije: con otros emperadores podían robar y llenar el vientre mediante el culto de sus estatuas; mientras que ahora ¿por qué motivo se han de molestar? Puesto que aún permaneciendo al lado de ellas y consumiéndose en cuidarlas, no esperan de ellas ni el menor premio, pues son simples piedras y leños, y lo que los empujaba a simular el culto suyo era el honor que los emperadores les hacían. Por eso, cuando los emperadores son prudentes y adoran al Hijo de Dios, también a los sacerdotes de los ídolos se les acaba ese honor.

No se tienen así nuestras cosas, sino de un modo enteramente distinto y contrario. Porque cuando sube al trono imperial alguno que tiene la misma religión que nosotros, entonces las cosas de los cristianos se tornan más descuidadas: ¡tan lejos están de florecer con los honores! Pero cuando algún impío y que del todo nos aborrece y nos causa infinitos males toma el imperio, entonces florece el cristianismo y se torna más espléndido; entonces es el tiempo de los trofeos, de las coronas, de las alabanzas, y es la ocasión de mostrar la fortaleza. Y si alguno dijera que aún ahora hay ciudades en donde se da a los ídolos un culto igual al nuestro, en primer lugar son muy pocas las que de ésas pueden contarse, pero a pesar de todo ni aun así harán vanas mis palabras, porque permanece mi supuesto, ya que en ellas en vez del emperador tienen a los ciudadanos que les proporcionan iguales honores.

Y la base de semejante culto son la crápula y los banquetes así de día como de noche, y las flautas y los tímpanos, y la impudentísima libertad de hablar de cosas torpes y de hacer obras más torpes aún, y de repletarse de vino y de alimentos hasta reventar, y de proceder con absoluto desarreglo y resbalar hasta la más fea locura: ¡esos despilfarras vergonzosos sostienen aún y continúan el error que se bambolea! Porque los más opulentos reúnen a los que andan consumidos por el hambre y la pereza y los tienen en el mismo grado que a los parásitos y a los perros alimentados debajo de las mesas; éstos hinchen sus vientres con las sobras de los inicuos banquetes, sin la menor vergüenza, y así aquellos los administran como les da su gana. Nosotros en cambio, los que nos apartamos de vuestras necedades e iniquidades, no alimentamos gratis a quienes se mueren de hambre a causa de su pereza, sino que les aconsejamos que se pongan a trabajar a fin de que así consigan su propio sustento y aun ayuden a otros. A los que tienen sus miembros mutilados concedemos que reciban de quienes lo pueden suministrar pero solamente el alimento necesario: la crápula, la embriaguez y toda esa otra locura y torpeza, están prohibidas entre nosotros, y en lugar de esas cosas están ordenadas la madurez, la castidad, la justicia, lo honorable, la virtud y la mutua alabanza.

Las demás cosas de que se jactan los gentiles respecto de sus filósofos, sólo demuestran vanagloria, audacia y obras propias de un ánimo pueril. Acá entre nosotros, nadie se ha encerrado en un tonel, ni ha andado rodeando por el foro con vestidos de telas desgarradas. Porque estas cosas, aunque parezcan admirables y lleven consigo muchos trabajos y molestias, no son dignas de alabanza. Y es astucia propia del demonio el sobrecargar a quienes le sirven con esos trabajos que atormentan a los por él engañados y sobre todo los presentan como seres ridículos. Porque el trabajo de que no resulta utilidad ninguna, no es digno de alabanza. Aun actualmente hay cantidad de hombres perdidos y cubiertos de vicios que han hecho en público más cosas que aquel filósofo. (9) Porque unos se tragan agudísimos clavos, otros mastican y devoran su calzado; otros, con perversos designios, hacen cosas más propias de criminales: cosas que son en verdad mucho más admirables que el tonel y la vestidura desgarrada. (10)

Nosotros no aprobamos estas cosas ni aquellas otras; sino que igualmente llamamos miserables y deploramos así al filósofo aquél como a estos otros que andan exhibiendo sus asuntos portentosos. Pero me dirás que ese filósofo usó de grande libertad de hablar con el rey. ¡Examinemos, pues, esa libertad excelente de hablar, para ver si acaso ella no es más inepta aún que el maravilloso tonel! ¿Cuál fue esa libertad? Cuando el rey macedón avanzaba contra los persas, como se acercara al filósofo y le preguntara si acaso necesitaba de algo, "De nada, le dijo el filósofo, oh rey! ¡sólo te suplico que no me hagas sombra!" Porque entonces el filósofo estaba calentándose al rayo del sol. ¿No os escondéis, oh gentiles? ¿No os ocultáis? ¿no desaparecéis y os hundís bajo tierra, pues andáis pensando altamente de aquello de que más bien conviene avergonzarse? ¡Cuánto mejor hubiera sido que este filósofo, cubierto con una decente vestidura, se mostrara como hombre de trabajo y pidiera al rey algo útil, que no el estarse sentado al rayo del sol, cubierto de un manto raído, a la manera de los niños de pecho, a los cuales la nodriza así coloca, con el mismo objeto de calentarlos, una vez que los ha bañado y ungido con el óleo, exactamente como el filósofo se estaba sentado, a la manera de un infeliz, y demandaba una gracia propia de cualquier viejecita!

Pero quizá te parece admirable aquella libertad en el hablar. Pues más aún: ¡yo digo que fue prodigiosa! Porque es conveniente que el varón probo mida todos sus actos por la utilidad pública, y que de esa manera enmiende la vida de los demás. Pero pedir al rey que no le hiciera sombra ¿a qué ciudad, a qué casa, a qué hombre o a qué mujer salvó? ¡Indícame el fruto que se siguió de esa libertad de hablar! Porque nosotros sí demostramos las ventajas obtenidas con la libertad en el hablar de nuestro mártir. Y más adelante las explicaremos con mayor amplitud aún.

Porque este mártir castigó al rey insultante sin hacerle injuria, en la forma en que era lícito que un sacerdote lo hiciera, reprimió la soberbia hinchada de los príncipes, acudió a las leyes de Dios que habían sido violadas, e impuso una sanción por la muerte del niño, que es la más grave de todas las sanciones, a lo menos para quienes no están locos. Os acordáis bien como cuando hablábamos del asesinato todos los oyentes se enardecieron y deseaban haber a las manos a ese rey, y de alguna manera aparecer como vengadores de aquella muerte. Pues esto fue lo que hizo aquel bienaventurado varón, y así le impuso al rey la pena conveniente, pena con la que hubiera podido alcanzar la conversión del rey, a no haber sido éste en tan gran manera necio. No le pidió al emperador que se apartara del sol que lo calentaba, sino que lo arrojó, cuando impudentemente se adentraba por los sagrados recintos y ponía todo en desorden; exactamente como se hace con un perro o con un criado perverso cuando se les arroja de la puerta de sus amos.

¿Veis cómo no era jactancia mía el deciros que Babylas demostraba ser los milagros de vuestros filósofos obras de ánimos pueriles? Pero me dirás que aquel de Sínope fue un varón temperante y que llevó una vida continente, ya que ni siquiera contrajo nupcias ante la ley. ¡Bien! ¡pero añade tú la manera como fue y por qué motivo! ¡Sin duda que no lo añadirás! Más aún: de buena gana le quitarás la alabanza de continente antes que sacar a luz el modo de su temperancia, pues tan lleno está de torpeza y deshonra. Y de buena gana pasaría ahora a las puerilidades, trabajos inútiles y torpezas de los demás filósofos. Porque, dime: ¿qué utilidad trae el gustar del semen humano (11) como lo hacía el Estagirita? ¿qué utilidad hay en unirse en matrimonio con su madre y sus hermanas como lo determinó por ley el Prefecto del Pórtico o Estoa? Y también el Prefecto de la Academia y su maestro, y lo mismo otros que son tenidos en mayor admiración, demostraría yo que fueron aún más obscenos que éstos; y pondría al desnudo, sin usar de ninguna alegoría, el infame amor a los jóvenes, del cual afirman ser honesto y formar parte de la filosofía, si no fuera porque el discurso se nos alargaría demasiado; y porque quiero tratar luego de otras cosas; aparte de que por el ejemplo de uno queda suficientemente demostrado cuan ridículos eran los demás.

Puesto que cuando el principal de ellos y que parecía seguir lo más severo de la filosofía, así por la seguridad con que hablaba como por la temperancia que mostraba, hemos encontrado que era tan torpe, absurdo e inepto, puesto que dijo que era cosa indiferente el devorar la carne humana, ¿qué objeto tiene el hablar contra todos los demás, ya que el que estaba al frente de la institución y resplandecía más que los otros, se nos ha mostrado tan ridículo, pueril y necio a todos nosotros? ¡Volvamos, pues, a lo que íbamos tratando cuando emprendimos esta digresión!

En la forma dicha reprimió aquel varón bienaventurado a los infieles. En cambio a los fieles los volvió más piadosos; y no solamente a los ciudadanos privados sino también a los soldados, a los tribunos y a los Prefectos; y les hizo ver que delante de Cristo, desde el emperador hasta el último de todos ellos, no son sino nombres simples, y que el que anda ceñido de diadema no por eso está en mejor situación cuando se trata de la corrección y el castigo de los pecados. Además, refrenó a los impudentes que decían ser nuestras cosas nada más que fingimiento y engaño, y comprobó con las obras la confianza en el hablar que tienen los apóstoles, y enseñó cómo en los tiempos pasados tales varones se necesitaron, allá cuando la mayor abundancia de milagros les daba también una mayor potestad.

Hay además un tercer hecho, preclaro y no vulgar. Y es que levantó el ánimo de los futuros sacerdotes y reprimió el de los reyes; y declaró así que el sacerdote es más verdaderamente Prefecto de las cosas de la tierra y de lo que en ella se lleva a cabo, que no el que se reviste de púrpura; y que es necesario no permitir que semejante potestad se disminuya, sino más bien despojarnos de la vida antes que de la dignidad que Dios desde las alturas nos ha atribuido. Porque quien así muere, aún después de la muerte puede ayudar a todos los otros; mientras que quien abandonare su puesto no solamente no aprovechará a nadie después de la muerte, sino que ya durante su vida a muchos de sus súbditos los hará cobardes, y él resultará en extremo ridículo y vituperable delante de los extraños. Aparte de que saldrá de este mundo con mucha deshonra y tristeza, para ir a presentarse ante el tribunal de Cristo, desde el cual las Potestades a ello destinadas lo conducirán a las llamas del infierno.

Por esto amonesta un sabio: Qué tengas respetos que sean en perjuicio de tu alma. (11bis) Porque si al varón que ha recibido una injuria no le es cosa segura el disimular ¿de qué suplicios será digno aquel que calla y se descuida cuando han sido violadas las leyes de Dios? Pero además de todo esto, otra cosa, no menos buena, nos enseñó el mártir: que conviene que cada cual cumpla con su oficio aun cuando de ello no se siga ventaja alguna para otros. Porque ciertamente él no alcanzó ninguna ventaja para el emperador de hablar con libertad; y con todo hizo íntegramente lo que a él le tocaba y no dejó por hacer nada de lo suyo. Pero el enfermo, con su arrogancia, tornó inútil la pericia del médico y con grande furia quitó de la llaga la medicina. Puesto que, como si no fuera bastante con haber cometido el asesinato y el haberse luego acercado al templo de Dios con impudencia, añadió un asesinato a otro asesinato; y como si pretendiera superar lo pasado con lo que se seguía, y oscurecer las anteriores enfermedades con las nuevas por lo que mira a la grandeza (porque tal es la locura del demonio que procura cosas contrarias y éstas a la vez), procedió de tal manera que añadió algo preclaro ¡cómo no! a ambas muertes: el que tuvieran entre sí una verdadera congruencia.

La muerte primera, la del niño, fue más miserable que la segunda; pero la segunda fue más criminal que la primera; es a saber, la del santo Babylas. Porque el alma que una vez ha gustado el pecado, si carece de sentido moral, hace que la enfermedad se acrezca notablemente. A la manera de una chispa de fuego que cae en un montón ingente de materiales inflamables inmediatamente incendia lo primero que topa, pero no se detiene ahí sino que en seguida consume lo demás, y cuanto más se inflama la llamarada tanta mayor fuerza tiene para dañar lo que resta, de manera que la abundancia de leños a donde ha llegado se convierte en amenaza y asechanza para los que luego ha de inflamar, porque la llama con lo que ya está ardiendo se arma contra lo que en seguida abrasará, así sucede con la naturaleza del pecado, pues una vez que ha llenado el pensamiento de un alma y no hay quien extinga su fuego, yendo adelante se hace cada vez más indómito y más oprimente. Y por eso muchas veces los pecados posteriores son más graves que los anteriores, porque el alma, con la añadidura de los pecados subsiguientes se levanta a mayor soberbia y desprecio de Dios, y por este camino destruye su propia energía y aumenta la del pecado.

De este modo muchos, sin advertirlo, cayeron en toda clase de pecados por no haber apagado la llama al principio. Del mismo modo aquel rey miserable añadió pecados más graves aún a los pecados anteriores. Porque una vez que dio muerte al joven, del asesinato procedió al sacrilegio contra el templo y luego se preparó a mostrar su soberbia contra el sacerdote, avanzando siempre por el mismo camino; y se vengó del santo y lo castigó por los beneficios que de él había recibido, ciñéndolo de hierros y arrojándolo en la cárcel; y al que convenía admirar y coronar y honrar más que a un padre lo obligó a padecer un encarcelamiento propio de malhechores y las molestias de las ataduras.

De manera que, como iba diciendo, el pecado, una vez nacido y cuando nadie le estorba el ir adelante, no puede después ya detenerse ni cohibirse: al modo como los caballos furiosos, una vez sacudido el freno de los hocicos y derribados al suelo y tendidos boca arriba en la tierra sus jinetes, resultan en exceso molestos para aquellos con quien se topan; y luego, como nadie los reprime, van a dar consigo a los precipicios a causa del ímpetu loco. Para esto el enemigo de nuestra salud arroja a esas almas a la locura; a fin de que, abandonadas y sin que nadie se preocupe de su salvación, pueda él arrebatarlas y destrozarlas y rodearlas de males sin cuento. Porque los que padecen enfermedades corporales, mientras soportan que los visiten los médicos, tienen aún grande esperanza de sanar; pero cuando han caído en frenesí y acometen con los pies y muerden a los que tratan de sacarlos de su enfermedad, entonces tienen ya una enfermedad incurable; y esto no por la naturaleza de la misma enfermedad, sino porque ya han quedado desahuciados de aquellos que podrían librarlos del frenesí.

Pues a tal frenesí se arrojó este rey de que tratamos. Porque, habiendo aprehendido al médico, cuando aún le estaba abriendo la llaga, al punto lo rechazó y lo alejó cuanto pudo de su palacio. Y pudo entonces no solamente percibirse por los oídos el drama aquel del rey Herodes, sino aun verlo efectuado delante de los ojos con mayor soberbia. Introdujo el demonio en el mundo ese drama, pero con mayor publicidad y aparato: en vez del tetrarca puso al emperador en persona, y en vez de un solo argumento uno doble y ciertamente más vergonzoso que aquél. De manera que no solamente por el número de los argumentos, sino además por la naturaleza de las cosas, este drama resultó mucho más brillante.

Porque aquí no se violaban, como allá, las nupcias; sino que el demonio maligno tejió la urdimbre no por una unión ilícita, sino por la muerte más malvada de un niño y por una cruelísima tiranía y por una iniquidad no cometida contra una esposa sino contra la santidad misma. Llevado, pues, a la cárcel aquel varón bienaventurado, ciertamente se gozaba de las ataduras, pero se dolía por el daño del causante de ellas. Porque ni el padre ni el entrenador, cuando resultan más famosos, aquél por un crimen o una desgracia de su hijo, o éste por la de su alumno, reciben de semejante fama un gozo sin tristeza. Por lo cual el bienaventurado Pablo decía a los de Corinto: Rogamos a Dios que no hagáis ningún mal, no para que nosotros aparezcamos probos, sino para que vosotros practiquéis el bien, y nosotros no seamos réprobos. (12) Pues del mismo modo, para aquel varón admirable, más codiciada era la salud de su discípulo que el premio de la cárcel; más codiciaba que el discípulo, entrando en razón, le privara de la gloria de la cárcel; y más aún hubiera preferido que éste no se deslizara en aquel crimen. Porque no anhelan los santos que se les tejan coronas mediante las desgracias ajenas; y si no lo anhelan de los extraños en esa forma, mucho menos de los domésticos.

Por este motivo, David, después del triunfo y la victoria, lloraba y se lamentaba de que ella hubiera estado unida a la desgracia de su hijo. Más aún: a los jefes que salían a la batalla, les daba muchas órdenes para la salvación del príncipe, y reprimía a quienes deseaban matarlo, con estas palabras: ¡Perdonad al joven Absalón! (13) Y tendido en tierra lloraba y con gemidos y lágrimas llamaba a su enemigo. Pues si un padre tanto ama a su prole, mucho más la ama un padre espiritual. Y que los padres en el espíritu cuiden de su prole con más empeño que los padres según la carne, oye cómo lo dice Pablo: ¿Quién desfallece y yo no desfallezco? ¿quién se escandaliza que yo no me abraso? (14) Sin embargo, esto más bien nos da una idea de igualdad o equivalencia. Y con todo apenas habrá padres que profieran tales palabras. Pero demos que los haya y que lleguen a tanto. Vamos a demostrar lo que indica un cariño mayor. ¿De dónde lo demostraremos? Pues por las palabras y las entrañas del Legislador. ¿Qué dice él? ¡Perdónales su pecado o bórrame de tu libro que tienes escrito! (15)

Ciertamente ningún padre, en cuya potestad esté el gozar de bienes innumerables, querrá ir al suplicio juntamente con sus hijos. En cambio, el apóstol, como quien vive la vida de la gracia, presenta este afecto paterno en un grado mayor y esto por Cristo. Porque no solamente querría sufrir juntamente con sus hijos el castigo, como Moisés, sino que con tal que los otros pudieran alcanzar su salvación, optaba el daño para sí, con estas palabras: ¡Porciue desearía ser yo mismo anatema de Cristo por mis hermanos, deudos míos según la carne! (16) ¡Tan grande misericordia, tan grande caridad hay en los santos! Por esto las entrañas de Babylas se atormentaban a causa de que veía constantemente delante y amenazando la condenación del emperador. Puesto que esto no lo hacía sólo porque se doliera del templo, sino llevado de su caridad para con el emperador. Ya que quien injuria al ministerio y servicio divino, al ministerio mismo nada le hace, pero él se enreda en males sin cuento.

Este era el motivo de que aquel padre amante de su prole espiritual, observando que aquel rey que lo injuriaba y estaba lleno de ira, iba de precipicio en precipicio, cuidaba de reprimir sus ímpetus brutales, como quien procura apartar a un caballo desbocado, mediante el azote dado a la grupa. Pero aquel infeliz no le soportó; sino que tomando el freno entre los dientes, y recalcitrando, y entregándose al furor de su locura, habiendo ya hecho a un lado el juicio de la recta razón, se lanzó al abismo de la extrema ruina. Y habiendo sacado de la cárcel al santo, ordenó se le condujera atado al suplicio.

Pero entonces, todo lo que sucedía era lo contrario de lo que se veía. Aquél que iba atado, estaba suelto de toda atadura así de las de hierro como de las otras más pesadas que son las solicitudes y los trabajos y las demás miserias que en esta vida mortal nos rodean. Y por el contrario, aquel que parecía libre de todo hierro y diamantinas cadenas, estaba atado con otros vínculos más recios, puesto que estaba ligado con las cadenas del pecado. Ya próximo a la muerte, aquel bienaventurado varón ordenó que juntamente con su cuerpo fueran sepultados los hierros; y con esto nos enseñó que aquellas cosas que son al parecer ignominia, cuando se hacen por Cristo resultan honoríficas y gloriosas; y que quien las sufre, lejos de reportar vergüenza por ellas, alcanza gloria. En esto imitaba a Pablo, quien traía y llevaba sus cadenas y sus llagas y sus ataduras de un lado para otro, gloriándose de ellas y gustando profundamente de lo que otro se avergonzaría.

Y que en realidad otros se avergonzaran, nos lo manifestó el mismo Pablo en aquella defensa que hizo de sí delante de Agripa. Porque como éste le dijera: ¡Por poco me persuades que me haga cristiano!, Pablo le contestó: ¡Anhelo en Dios que por poco o por mucho no solamente tú sino todos los que están presentes se hagan cristianos como yo, excepto estas cadenas! (17) Y no habría añadido esto último si no les hubiera a muchos parecido eso ignominioso. Porque los santos, como amantes de Dios, con grande presteza abrazaban los trabajos por El, y por los trabajos cobraban mayor alegría. Y por esto dice Pablo: ¡Me alegro en mis aflicciones! (18) Y Lucas dice lo mismo del grupo entero de todos los apóstoles. Porque, tras de recibir muchos azotes, salían del tribunal gozosos, dice, por haber sido hallados dignos de padecer contumelias por Cristo. (19)

Y nuestro mártir, para que ninguno de los gentiles fuera a pensar que entraba en el certamen contra su voluntad y forzado, ordenó que aquellos símbolos del mismo certamen fueran sepultados juntamente con su cuerpo; y con esto demostró que ellos le eran sumamente amables y gratos, porque todo él estaba colgado de la caridad de Cristo. ¡Yacen ahí, todavía ahora, los grillos, juntamente con sus cenizas, amonestando, y amonestan a todos los prepósitos de las iglesias que aunque fuere necesario padecer cadenas, la muerte y cualquiera otra cosa, todo ha de sobrellevarse con mucha prontitud y con gozo abundante, de manera que en forma alguna traicionemos ni deshonremos la libertad que en Cristo se nos ha donado. De esta tan brillante manera terminó su vida aquel bienaventurado varón.

Piensa quizá alguno que aquí pondremos fin a nuestro discurso, ya que después de la vida no hay ocasión alguna de ejercitar la virtud y las buenas obras; al modo como sucede con los atletas, que una vez terminado el certamen, pueden ya ponerse a tejer las coronas. Esto no sin razón lo piensan los gentiles, porque ellos han encerrado en los términos de esta vida todas sus esperanzas. Pero nosotros, para quienes la muerte no es sino el comienzo de otra vida más espléndida, estamos muy lejos de esa opinión y creencia. Y que en esto tengamos nosotros la razón, lo demostraremos más claramente en otro discurso. Ahora en cambio, los preclaros hechos llevados a cabo por el generoso Babylas después de su muerte, pueden confirmar poderosamente la palabra del Evangelio.

Por haber luchado por la verdad hasta la muerte, y haber resistido al pecado hasta derramar su sangre, y no haber abandonado su puesto que le había señalado el gran Rey, hasta dar su vida, y por haber muerto de una manera más preclara que cualquier atleta, en adelante lo poseyó el cielo; pero el cuerpo que le había servido de instrumento para el certamen, lo tiene la tierra. De manera que la naturaleza dividió a este atleta. Porque podía haber sido trasladado, como Henoc, o haber sido arrebatado como Elías, puesto que de ambos fue émulo. Pero aquel Dios clemente que nos ha proporcionado infinitas ocasiones para nuestra salvación, juntamente con otros caminos, también nos ha abierto éste, y tal que pueda excitarnos al ejercicio de la virtud, que consiste en dejar entre tanto acá con nosotros las reliquias de los santos. Porque después de la fuerza de la palabra, ocupan el segundo lugar los sepulcros de los santos, como medios de excitar las almas de los hombres que los contemplan a su imitación.

Si alguno se acercare a esta gaveta, al punto percibirá sensiblemente su eficacia. Porque esta vista del lóculo se entra en el alma y la conmueve y la hiere y la pone en tal disposición que parece como si aquel cuyos restos aquí yacen juntamente suplicara y estuviera presente y nos viera. Y con esto, lleno de alegría aquel que ha experimentado esto, se aparta ya cambiado en otro varón. Y bien podrá darse cuenta de que el sitio mismo suscita en la mente y en la imaginación de los que aún viven la imagen de los difuntos, si piensa en que aquellos que se acercan para llorar, apenas se han acercado al sepulcro, y como si vieran delante en vez de la simple urna a los que en la urna yacen, comienzan inmediatamente a invocarlos desde el dintel mismo del martirio. Y muchos hay que por padecer dolores intolerables, han puesto su domicilio perpetuo vecino a los sepulcros de los mártires, cosa que no habrían hecho si no recibieran alguna consolación con la sola vista del sitio. Pero ¿para qué hablo del sitio y de los sepulcros? Porque a veces la sola vista del vestido de los que ya murieron o una palabra de ellos repetida mentalmente levanta el ánimo y los decaídos pensamientos. Pues por este motivo Dios nos dejó las reliquias de los santos.

Y de que yo no en vano repito estas cosas, sino de que en realidad así lo ha provisto Dios para vuestra utilidad, pueden dar fe los milagros que cada día hacen los santos mártires, y también la multitud de varones que concurren, y no menos que estos los preclaros hechos de este mártir, obrados después de su muerte. Porque, una vez que fue sepultado en la forma que ordenado había, y cuando había ya transcurrido mucho tiempo desde que fue sepultado, hasta el punto de no quedar en el sepulcro sino los huesos y la ceniza, tuvo el pensamiento uno de los que después llegaron a emperadores, de trasladar la urna a este suburbio de Dafne; y tuvo este parecer, porque Dios le movió el ánimo a hacerlo.

En efecto: como advirtiera que estaba este sitio amurallado, como con el poder de una tiranía, por la lascivia de los jóvenes, de tal manera que había incluso el peligro de que los más morigerados y que deseaban vivir honestamente, en absoluto lo abandonaran, movido el emperador a misericordia por este daño, mandó a uno que vengara la injuria. Porque hizo Dios amable y ameno ese sitio no solamente por la abundancia de sus aguas y por sus naturales bellezas, sino además por su topografía y lo templado de su clima; pero no exclusivamente para que con eso nos recreemos, sino también para que por ello alabemos al excelente Artífice que lo hizo. Mas el enemigo de nuestra salud, que siempre anda abusando de los dones de Dios para lo contrario de lo que son, ocupó desde luego este sitio y lo entregó a las turbas de jóvenes disolutos y a las de los otros demonios, y lo deshonró con una fea fábula; fábula por la cual este suburbio quedaba consagrado en gracia del demonio. Y la fábula es como sigue.

Había una joven de nombre Dafne, hija del río Landón.

Porque para aquellos hombres que andaban errados, fue costumbre constante el presentar a los ríos como engendradores y luego cambiar su prole de éstos en cosas que carecen de vida, y fingir muchas cosas semejantes y portentosas. Y narran que en cierta ocasión a esa doncella hermosísima la vio Apolo y quedó prendado de su amor. Y que la doncella se echó a huir, con el objeto de escapar de aquel dios que la quería arrebatar, y que finalmente ella se detuvo en este suburbio. Y que entonces su madre vino en su auxilio a fin de que no fuera violada. Y que instantáneamente abrió su seno y recibió a la virgen doncella. Y que luego dio a luz, pero no a la doncella sino una planta que lleva su nombre. Y que aquel lascivo amante, como se viera defraudado en sus amores, se abrazó con el árbol, y de esta manera tomó posesión y se adjudicó el árbol y al mismo tiempo este lugar. Y que por esto el dios aquí vivía siempre de asiento, y prefería este sitio a los otros que tiene sobre la tierra toda, y lo amaba más que a todos los otros.

Cuentan además que el rey que entonces aquí imperaba le construyó un templo y un altar, a fin de que pudiera el demonio consolarse de su locura en este sitio. Tal es la fábula. Pero el daño de la fábula nacido, ya no es simple fábula. Porque una vez que los jóvenes disolutos contaminaron el sitio y su belleza, como ya dije, pasando la vida ahí entre crápulas y embriagueces, el demonio, con el objeto de que esta maldad se propagara de día en día, fingió dicha fábula y dejó ahí a uno de los otros demonios, para que mediante esta historia, diera mayor pábulo al incendio de la lascivia e impiedad de los jóvenes. Pues para extirpar tan grandes maldades, aquel sapientísimo emperador escogió como medio el de trasladar allá a este santo y meter en medio de los enfermos al médico. (20) Porque si mediante órdenes y mandatos imperiales hubiera querido estorbar a los ciudadanos el camino hacia el suburbio, eso se hubiera tenido como un acto de tiranía y de fiera crueldad; y si hubiera permitido que sólo fueran allá los probos y moderados, y hubiera cerrado las puertas a los lascivos e intemperantes, el decreto habría estado lleno de dificultades para su cumplimiento, y habría sido inevitable que el mismo día nacieran los pleitos, al tener que investigar la vida de cada visitante.

Juzgó pues que la presencia de este santo varón sería fácil acabamiento a tantos males; porque entendía que el mártir era capaz de destruir el poder del demonio y enmendar la lujuria de los jóvenes. Y no se engañó en sus esperanzas. Porque tan luego como alguno llega al suburbio de Dafne y distingue el dintel de la iglesia, de tal manera se compone como un joven que advirtiera en el convite a su pedagogo que con la mirada le ordenara comer, beber, hablar, reír guardando el debido decoro, y cuidar de no excederse en el modo y así menoscabar su estimación. Y con esto el visitante, vuelto más religioso con aquel espectáculo y representándose en su ánimo a aquel bienaventurado, luego se apresura a llegarse a la urna. Y una vez que a ella se ha llegado siente mayor reverencia; y después, despedida la pereza, sale tan ligero como si tuviera alas y así se aparta del sepulcro.

Y a quienes encuentra por el camino, que van subiendo también desde la ciudad, con igual moderación los envía hacia el descanso de Dafne, diciendo, casi con sus mismas palabras, aquello de ¡Servid a Yavé con temor! (21) y aquello otro del apóstol: Ya sea que comáis, ya que bebáis o que hagáis cualquiera otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios. (22) Y los que bajan después a la ciudad, una vez tomado su alimento, si acontece que han relajado el freno y han procedido con mayor libertad, y se han deslizado a la crápula y a los goces, a ésos digo, una vez que llegan a su hospedaje, así ebrios, el mártir no les permite tornar a sus casas bajo los efectos de la embriaguez, sino que les mete temor y los vuelve a la misma temperancia que guardaban antes de hundirse en la embriaguez. Porque a todos cuantos han estado en esa iglesia los envuelve como una tenue aura o viento suave por todas partes; un viento suave, digo, no sensible, ni apto para deleitar el cuerpo, pero que penetra el alma misma y la compone decentemente por todos lados, y le quita todo el peso terreno, y, cuando estaba ya oprimida y cayendo, la vuelve más liviana.

La belleza de Dafne atrae aun a los más tardos. Y entre tanto el mártir, como sentado a la pesca, y poniendo emboscadas a los que entran, los va entreteniendo; y una vez que ha dispuesto convenientemente sus ánimos, entonces finalmente los deja ir, de manera que en adelante se porten con sus esposas amadas, no con insultos sino con temperancia. Y porque los hombres, unos por la pereza y otros por el retraimiento a causa de los negocios seculares no quieren ir a visitar las urnas de los mártires, dispuso Dios que de este modo fueran cogidos en la red y gozaran de la curación y alimentos de sus almas. De modo que sucede como si a un enfermo que rechaza los convenientes medicamentos, se le engañara y se le ocultara la medicina debajo de un dulce condimento. De esta manera, vueltos poco a poco a la sanidad espiritual, llegan a tal punto que ya no únicamente por el placer sino por el deseo de visitar al santo toman cualquier ocasión para ir al suburbio de Dafne. Más aún: los que son más temperados, no van allá sino por este segundo motivo, y los que lo son en menor grado y tienen menos virtud van por ambos motivos, y los que son aún más imperfectos que los anteriores van únicamente por recrearse.

Pero una vez que se acercan y el mártir los ha convocado y los ha alimentado con lo que le es propio y los ha armado bellamente, no permite que sufran daño alguno. Y es una cosa tan admirable el ver que alguno, dado a la molicie o a la pereza, vuelve de allá entregado a la templanza; y que sale como de en medio de un piélago de locura, como lo es ver que alguno que ha caído en mitad de un horno sale de ahí sin que el fuego lo dañe. Porque cuando la juventud con su audacia petulante y con el vino y la crápula llena su pensamiento con más violencia que cualquiera llama, echa este santo varón un rocío allá por dentro a través de los ojos, que baja hasta el alma misma y apaga el fuego y extingue el incendio y pone en el ánimo una grande piedad. Este es el modo con que aquel santo acaba con la lujuria y su tiranía.

Pero ¿de qué manera derrocó la potestad de los demonios? En primer lugar, inutilizó aquel trono y aquella fábula dañina del diablo. En segundo lugar, al mismo diablo lo arrojó de ahí. Pero, antes de referir el modo como lo arrojó, os ruego que advirtáis una cosa: que el santo no expulsó de ese sitio a los demonios inmediatamente que se presentó, sino que con su permanencia los fue inutilizando, adelantando así en su negocio; hasta que les cerró la boca y los dejó mudos más que las piedras. Y no fue empresa menor el dominar al demonio que ahí estaba establecido, que el echarlo de ahí. Ahora, aquel que antes engañaba en todas partes a todos los hombres no se atrevía ni siquiera a mirar hacia las cenizas del bienaventurado Babylas. ¡Tan grande es el poder de los santos, cuya sombra misma y vestiduras, mientras viven, no las soportan los demonios; y, cuando han muerto, tiemblan éstos incluso por sus urnas!

En consecuencia, si alguno no da fe a los Hechos de los Apóstoles, a lo menos, una vez vistos estos otros hechos, deje por fin la altanería. Porque aquel que antes dominaba en todas las cosas de los helenos, increpado por este mártir, como si éste fuera su amo, dejó de ladrar y enmudeció. Y desde luego, pareció que por no poder ya participar en los sacrificios y demás partes del culto, quedaba así mudo. Porque esta es costumbre de los demonios: que mientras los hombres los adoran, con el olor de las víctimas y con el humo de la sangre, ellos como perros sanguinarios y voraces, acuden ansiosos a lamer; pero cuando ya nadie les ofrece tales cosas, entonces parece que se mueren de hambre. Mientras se les ofrecen sacrificios, mientras se les celebran misterios obscenos, porque los misterios de los paganos no son otra cosa que obscenos amores y corrupción de menores y adulterios, y destrucción de las familias (pues dejo ahora a un lado los asesinatos, costumbre siniestra, y los banquetes perversos, más aún que las mismas matanzas); cuando, pues, esas cosas, digo, se les ofrecen, ellos están presentes y se alegran, y eso aunque los que celebran los tales misterios sean unos malvados charlatanes y agoreros pestilenciales: ¡más aún, tales son siempre quienes esos misterios administran!

Porque un varón sobrio y prudente no admite ni la crápula, ni las embriagueces, ni profiere palabras obscenas, ni presta voluntariamente sus oídos a quienes tales cosas profieren. Y cierto convenía que el demonio, si cuidara de la virtud de los hombres y si procurara aunque no fuera sino una mínima parte de la felicidad de sus seguidores, nada buscara con mayor empeño que el que ellos llevaran una vida excelente y de probidad y buenas costumbres, y que abandonaran todos esos torpísimos banquetes. Pero, como nada anhela tanto como la ruina de los hombres, se alegra con aquellas prácticas, y afirma ser honrado con ellas; prácticas que echan a perder la vida humana y suelen acabar de raíz con toda clase de bienes.

Así, pues: anteriormente parecía que por aquellos motivos guardaba aquí silencio. Pero, según quedó después manifiesto, fue porque se encontraba impedido por una fuerza mayor y violenta. Porque el miedo que lo amenazaba, le impedía, a la manera de un freno, usar en contra de los hombres su acostumbrada malicia. ¿Cómo se ve esto claro? ¡Pero no os turbéis! ¡Ya me apresuro a demostrarlo! Así ya no habrá lugar a que procedan con impudencia los que andan meditando proceder así. Porque no lo podrán hacer por lo que mira a las cosas antiguas, ni tampoco por lo que hace al poder del mártir, ni por lo que mira a la debilidad de los demonios. Y para demostrarlo no necesito acudir a conjeturas ni a cosas más o menos verosímiles, sino que os traeré el testimonio del diablo mismo acerca de esto.

El demonio os infirió una herida mortal y acabó del todo con vuestra confianza. Pero ¡no os enojéis contra él! ¡no echó abajo todo su tinglado voluntariamente, sino que lo hizo obligado por una fuerza mayor! Pero esto ¿cómo y de qué manera aconteció? Había muerto ya aquel rey que hizo trasladar al mártir. Entonces el emperador que anteriormente le había conferido la dignidad real, sin la corona, presentó al público como nuevo rey al hermano del que había fallecido. Este recibió el mando pero sin la diadema; porque su dignidad era igual a la de su hermano muerto. Sólo que este otro era un charlatán, mago y malvado. Por esto, al principio simuló ser cristiano, por hacer gracia al que lo había encumbrado al reino. Mas, una vez que éste murió también, echó a un lado los tapujos y se desvergonzó e hizo pública la superstición que anteriormente había ocultado en su pecho, y la manifestó delante de todos. ()

() La oscuridad de este párrafo puede depender de que el Crisóstomo, dado al ascetismo entre los monjes, estuviera desconectado de la historia política del Imperio; o bien a que por ser los hechos bastante recientes quisiera de propósito envolverlos en oscuridad. La realidad fue, en resumen, como sigue: Constantino el Grande murió en 337, cerca de Nicomedia. Antes de morir repartió el imperio entre sus tres hijos (Constantino II, Constante y Constancio). Constancio, para asegurar el trono a los tres, asesinó a los medio hermanos y medio sobrinos y otros parientes de Constantino el Grande. Luego Constantino y Constante riñeron y en Aquileya (340) pereció en la batalla Constantino II. Constante quedó dueño del Occidente. En 350 Constante murió por una conspiración militar a cuyo frente estaba Magnencio. Constancio venció a éste en 353 y quedó dueño

Al punto se enviaron decretos a todo el orbe de la tierra, para que se restauraran los templos de los ídolos, se reconstruyeran sus altares, se dieran a los demonios sus prístinos honores y se tuvieran muchos concursos de gentes que desde varios sitios acudieran a visitarlos. Con esto, concurrían de todos lados los magos, los adivinos, los charlatanes, los vates, los augures, los menagyrtas; (23) por todas partes se abrían las oficinas para encantamientos. Y se veía entonces el palacio real henchido de gente infame y de criminales fugitivos. Porque los que anteriormente se morían de hambre y los que habían sido aprendidos por suministrar venenos y hacer maleficios, y los encarcelados y los condenados a las minas, y otros que apenas lograban adquirir el alimento suficiente mediante el ejercicio de nada honrosas ocupaciones, y los sacerdotes de los ídolos y los vates sacros improvisados, fueron al punto encumbrados a grandes honores.

Por su parte, el emperador despedía por doquiera Prefectos y Jefes de milicias, sin oír razones; y tras de sacar a los adúlteros y a las meretrices de las casas de asignación en donde vivían, las llevaba consigo por todas las ciudades hasta los pueblecillos. El corcel real y los pretorianos todos lo seguían a lo lejos. Y los hombres y mujeres, cultivadores de la obscenidad, y todo el cortejo de adúlteros, rodeando al emperador que caminaba entre ellos, paseaba por el foro, lanzando tales palabras y tales carcajadas cuales era propio que lanzaran personas de semejante oficio. Sabemos que los pósteros van a pensar ser del imperio. Entonces, procuró anular a Galo y a Juliano, quienes, como descendientes de Constancio Cloro y de Teodora, podían aspirar al trono. Los hizo educar por Eusebio de Nicomedia. Pero Juliano a ocultas bebió profundamente la filosofía pagana y perdió la fe. Se inició en los misterios de Eleusis y sus maestros le dijeron ser augurio de los dioses que restableciera el paganismo. Pero no tiró la máscara hasta la muerte de Constancio (361), cuando quedó de emperador. Galo murió asesinado. Constancio había hecho a Juliano César de las Galias en 355. Galo tenía el mismo derecho. Fara el carácter de Juliano, puede verse Amiano, su historiador antiguo. Los rasgos con que el Crisóstomo lo pinta son exagerados. Actualmente hay una corriente histórica que quiere librarlo del apodo de apóstata, pues dice que nunca fue cristiano de corazón y por lo mismo no renegó de la fe. Todo depende de la significación y extensión que se le dé a la palabra apóstata.

Está increíble a causa de su enormidad y de ser tan absurdo, ya que ni aun un hombre particular, de los que han llevado una vida entregada a las torpezas y vilezas, querría proceder en público de modo tan indecoroso. Pero, para los que aún sobreviven de entre aquéllos, no es necesario discurso ninguno, puesto que oirían precisamente lo que ellos vieron con sus ojos, estando presentes. Por esto escribo estas cosas mientras aún viven los testigos, para que luego no piense alguno que yo, al narrar cosas antiguas y a gente ignorante de ellas, me he tomado una larga licencia de mentir.

Porque quienes estas cosas contemplaron, viven aún, ancianos y jóvenes. Y a ellos ruego que si alguna cosa pongo de más, se acerquen y me convenzan. Pero no podrán convencerme de haber puesto algo de más; mientras que sí podrán argüirme de haber omitido algo: ¡porque aquel exceso de desvergüenzas no puede pintarse con el discurso! Solamente diré, para los pósteros que no me crean, que ¡aquel demonio que entre vosotros tiene el nombre de Afrodita no se avergonzó de haber usado de semejantes ministros! De manera que no hay para qué admirarse de que el miserable que enteramente se había entregado a ser juguete de los demonios, no se avergonzara a su vez de aquellas cosas de que se gloriaban los demonios mismos a quienes él adoraba.

¿Quién podrá contar las adivinaciones que se hacían invocando a los muertos y los sacrificios humanos de niños? ¡Estos sacrificios que los hombres, antes de la venida de Cristo se habían atrevido a ofrecer, y que habían cesado ya después de su venida, aquel emperador intentó renovarlos; aunque ciertamente ya no en público! Porque aunque era emperador y procedía en todo con imperio absoluto, la impiedad y la enormidad de semejante crimen superaban a la grandeza de su poder. ¡Y con todo, aun esto se atrevieron los adivinos a hacer!

Este emperador, pues, frecuentemente venía a Dafne con abundantes dones y con muchas ofrendas y sacrificios; y con torrentes de sangre de ovejas sacrificadas, instantemente suplicaba al oráculo y preguntaba al demonio y le pedía que le declarara acerca de las cosas que él traía en el pensamiento. Pero aquel generoso que según él mismo dice de sí "conoce el número de las arenas del mar y la medida de éste, y entiende al sordo y oye al mudo", (24) no quiso confesar abiertamente y en público que estaba mudo a causa del bienaventurado Babylas y de su vecino poder, y que así no podía hablar, mas al fin, para no ir a mover la risa de sus propios adoradores, ni verse manifiestamente vencido, declaró el motivo de su silencio. Pero se declaró de todos modos más ridículo en lo que dijo que en el mismo silencio que guardaba; porque el silencio, al fin y al cabo, solamente demostraba su debilidad; mientras que al intentar ocultar lo que ocultarse no podía, al mismo tiempo dejó ver su torpeza e impudencia. ¿Cuál era pues la causa de aquel silencio?

"¡Dafne, dijo, es un sitio de cadáveres y esto es lo que impide el oráculo!" ¡Cuánto mejor hubiera sido, oh miserable, confesar el poder del mártir que no el poner pretextos impudentemente en tales cosas! ¡Eso fue lo que respondió el demonio! (25) Y el necio emperador, como si estuviera representando en el escenario una comedia, al punto se acercó al bienaventurado Babylas. Pero, ¡oh malvados y malvadísimos, que ojalá solamente a vosotros mismos os engañarais voluntariamente, y no usarais de vuestra simulación en daño de otros! ¿Por qué nombras, tú, oh demonio, así anónimamente a los muertos y en forma vaga, y en cambio, tú, oh emperador, como si hubieras oído determinada y definidamente el nombre de solo uno de ellos, dejas a un lado a todos los otros, y solamente arrojas de ese sitio a este santo? Porque según la sentencia del demonio, se habían de excavar todos los túmulos de Dafne y alejar lo más posible de la vista de los dioses aquello que apenas sería espantajo para los niños.

Si respondes: "¡No ha hablado de todos los cadáveres!", entonces ¿por qué no se expresó claramente? A ti que andas representando esta comedia ¿te dejó ese enigma que resolver? "¡Yo, dice el demonio, hablo de los cadáveres para no confesarme abiertamente vencido; y además, temo nombrar especialmente y por su propio nombre a ese santo! ¡Pero tú entiende lo que digo, y retira de aquí únicamente a ese santo! ¡Porque ese es el que nos ha cerrado la boca!" De manera que el demonio advirtió en sus adoradores tan grande demencia que pensó que no podrían caer en la cuenta de un tan manifiesto engaño! ¡Pero, aunque todos estuvieran locos y fueran mentecatos, ni aun así podía ocultar la noticia de su derrota, tan clara y manifiesta!

Y si, como dices, los cadáveres de los hombres son miasmas execrables, ¿cuánto más lo serán los de los brutos? ¡Lo serán tanto más cuanto es más vil ese género de vivientes que el de los hombres! Ahora bien: cerca del templo había enterrados muchos cadáveres de perros y monas y asnos; y más bien convenía trasladar a éstos, a no ser que tengas a los hombres por más viles que las monas. ¿Dónde están ahora aquellos que injurian al sol, esa obra admirable de Dios criada para nuestro servicio, y lo atribuyen al demonio, y aún afirman que éste es aquél? Porque el sol, mientras yacen en la tierra innumerables cadáveres, esparce sus rayos por sobre toda la tierra, sin que jamás ni en parte alguna se disminuya su eficacia por el temor de mancharse. En cambio, vuestro dios ni odia ni aborrece la vida torpe, ni las hechicerías ni los asesinatos, sino que los ama y los abraza, y los quiere, y en cambio aborrece nuestros cuerpos. Y eso que para quienes practican la maldad, aun la apariencia de la maldad resulta mil veces digna de reprensión; mientras que el cuerpo ya cadáver inmóvil, no participa de ninguna culpa, ni es digno de alguna reprensión.

Pero esa es la ley de vuestros dioses: abominar de lo que no es abominable y cultivar y aprobar lo que es digno de todo aborrecimiento y odio. Y cierto que ningún hombre cuerdo se aparta de obrar el bien, ni de sus buenos propósitos por causa de un cadáver; sino que si tiene sana el alma, aunque ponga su casa junto a los sepulcros mismos, con todo mostrará con su proceder templanza y justicia y toda virtud. Además, todo artífice obra lo que es propio de su arte; y a quienes de él necesitan, se les muestra no solamente sentado junto a los cadáveres, sino que aun, si fuere menester, les construye los sepulcros. Así lo hacen el pintor, y el cantero, y el carpintero, y el herrero, y en fin todos. ¡Y sólo y el único Apolo dice que los cadáveres le impiden poder ver en lo futuro!

Hubo entre nosotros varones grandes y admirables, que con anticipación de mil y cuatrocientos años predijeron lo futuro; y cuando lo vaticinaban, nada de esto alegaron, de nada se quejaron, ni mandaron destruir los sepulcros de los muertos, ni echar fuera los cadáveres, ni les pasó por el pensamiento este nuevo modo de violación de los sepulcros, tan impudente. Más aún: algunos de ellos vivían entre gentiles, impíos y perversos, y otros entre bárbaros en donde todo estaba manchado y coinquinado; y así vaticinaban todas las cosas con verdad, y la mancha de los demás en nada les estorbaba sus vaticinios. Esto ¿por qué? Porque aquéllos hablaban movidos de verdad por una fuerza divina; pero los demonios están privados y vacíos de semejantes fuerzas y nada pueden predecir. Mas, para no parecer como si no tuviera salida ninguna, se veía obligado el demonio a fingir diversas cosas verosímiles, pero ridículas.

Porque yo pregunto: ¿por qué anteriormente nada de eso había dicho ni charlataneado? Porque anteriormente tenía una excusa, la de no ser adorado. Quitada esa excusa se refugió en la de los muertos, afligido sin duda y temeroso de que se le siguiera algún daño. Con todo, no quería perder su honra. Pero vosotros lo obligasteis puesto que le quitasteis aquella excusa por el gran culto que al mártir tributasteis, y no le permitisteis acogerse, como excusa, a la penuria de sacrificios.

Oído eso, aquel comediante ordenó retirar la urna de ahí, para que de este modo nadie ignorara que el demonio quedaba vencido. Porque si éste hubiera declarado: "¡Por ese santo yo no puedo hablar, pero no lo retiréis ni mováis ningún escándalo!", entonces solamente sus adoradores habrían sabido eso, porque les habría dado vergüenza contar a otros lo sucedido. Ahora, en cambio, como si el mismo demonio se apresurara a declarar su debilidad, obligó a que todo se llevara en tal forma que no le fuera lícito encubrirla ni aun al que quisiera hacerlo. Porque no puede ya ocultarse o disimularse que únicamente el cadáver del mártir y no otro alguno fue removido de ahí. Y no solamente los que cultivaban los campos cercanos o habitaban en la ciudad o en el suburbio, sino también los que vivían remotísimamente, al no ver la urna colocada en su sitio, al punto interrogaban y sabían cómo el demonio, rogado por el emperador que vaticinara, había dicho que no lo podía hacer hasta que fuera retirado de ahí el santo Babylas.

Pero ¡oh ridículo! ¡Podías haber acudido a otras excusas, como muchas veces lo acostumbras; puesto que con infinitos artificios pones en verso dudosas y ambiguas respuestas. (26) A Lydo, por ejemplo, le dijiste que si pasaba el río Halys, acabaría con un grande imperio, y luego lo mostraste yaciendo en la pira. Y en Salamina usaste del mismo artificio y añadiste una ridícula conjunción. Porque decir: "¡Perderás tú a los hijos de las mujeres", era semejante a decir lo que a Lydo le dijiste. Pero añadir luego: "ya sea que Ceres esté dispersa o ya reunida", fue cosa digna de mayor burla; porque eso es común con los que andan por los caminos diciendo la buena ventura. Pero aun esto no te agradó, sino que era oportuno que encubrieras lo que querías decir, artificio que siempre has acostumbrado. Solamente que todos habrían insistido, buscando la solución del enigma, por no haberlo entendido. Podías haber acudido a los astros; porque esto a cada paso lo haces y no te da vergüenza ni te ruborizas.

Al fin y al cabo, tratas no con hombres que tienen entendimiento, sino con bestias, y aún más cerrados de cabeza que las mismas bestias. No eran aquéllos más sabios que los griegos que esto oyeron, y no se libraron del engaño. Pero dirás que comprendían la mentira. Entonces era conveniente manifestar la verdad a uno solo de los sacerdotes, y él habría ocultado tu derrota mejor que tú mismo. Pero ¡vamos, miserable! ¿quién te obligó a echarte de cabeza en tan manifiestas desvergüenzas? O ¿es que tú no te equivocaste, sino que el emperador representó mal la comedia, pues habiendo oído sin discriminación acerca de todos los cadáveres, acometió únicamente al de aquel santo? ¡El mismo te redarguye y pone de manifiesto el fraude, aunque esto ciertamente no lo hizo de su voluntad! Porque no era propio de un mismo personaje llevarte dones y causarte ofensas. Fue el mártir quien a todos los ofuscó y entenebreció y no les permitió ver las realidades que entonces se llevaban a cabo. Todo se hacía como si fuera contra los cristianos, pero en realidad la burla se convertía no contra los que lo padecían sino contra los que lo hacían.

Sucedía lo que sucede con frecuencia a los furiosos, que les parece que se vengan cuando patean las paredes y gritan contra los que se hallan delante lo decible y lo indecible, pero con sus hechos ellos a sí mismos se están cubriendo de vergüenza y no a los que están presentes. Esto es lo que entonces acontecía: ¡la urna era llevada a lo largo de la avenida, y el mártir volvía a su ciudad a la manera de un atleta, portando, en la ciudad en que primeramente había sido coronado, una segunda corona! En resumen: si alguno, aun viendo las preclaras hazañas del mártir después de su muerte, no admite la resurrección, debe avergonzarse en adelante. Porque este mártir como un valeroso soldado, añadió trofeos a trofeos; a los grandes otros mayores, y a los mayores otros más admirables aún. Porque en el primer certamen sólo combatía contra el emperador y contra el demonio. Entonces apartó del sagrado recinto al emperador; ahora en cambio echó de todo el sitio de Dafne al maligno y pernicioso, y esto, no usando de su mano, como entonces, sino venciendo con invisible virtud a su enemigo invisible.

Aquel rey homicida no soportó la franqueza de este mártir, cuando aún vivía; y después de su muerte no soportaron sus cenizas ni el emperador ni el demonio que había empujado al emperador a hacer lo que hizo. Y que el mártir haya puesto un miedo mayor a estos dos postreros que no al primero, se manifiesta por aquí: porque el primero, tras de haberlo encadenado y aprehendido, le dio muerte; mientras que los dos postreros únicamente lo trasladaron a otro lado. Si no ¿por qué ni el demonio ordenó ni quiso el emperador que la urna fuera precipitada al mar? ¿Por qué no la destrozó o la quemó? ¿Por qué no ordenó que fuera arrojada a un lugar desierto y deshabitado? ¡Puesto que si ella era cosa execranda y manchada; y se la removía de aquel sitio no por miedo que de ella tuviera, sino porque de ella abominaba el emperador, entonces no era conveniente meter en la ciudad esa cosa execrable, sino arrojarla a las montañas y a los barrancos.

Pero es que aquel miserable conocía, no menos que Apolo, la virtud y la entrada que con Dios tenía el mártir; por lo cual temió que si hacía aquello de destruir la urna, provocaría contra sí o el rayo o alguna enfermedad. (27) Porque él sabía ya bien de la virtud de Cristo, por muchas señales manifestadas así en los otros emperadores que le habían precedido, como también en los que juntamente con él administraban el imperio. De entre los emperadores que anteriormente se habían atrevido a cosas semejantes, algunos tras de infinitas calamidades e intolerables miserias, habían acabado su vida de una manera vergonzosa y digna de lástima, hasta el punto de que a uno de ellos, aún vivo, se le saltaron espontáneamente las pupilas de los ojos. Su nombre fue Máximo. Otro se volvió loco furioso y lo mismo un tercero. Y así acabaron con esas maneras de muerte.

Y cuanto a los que con el emperador vivían, uno, que era su tío, como usara contra nosotros de una locura aún más petulante y se hubiera atrevido a tocar con sus manos sacrílegas los vasos sagrados; y no contento con esto, como hubiera ido más adelante en los insultos (puesto que, tras de haberlos echado por tierra y extendido por el pavimento, luego se sentó sobre ellos), repentinamente sufrió el castigo de sus procederes. Porque sus vergüenzas se corrompieron y llenaron de gusanos, de manera que claramente se veía que aquella enfermedad era un castigo enviado por Dios. Para curarle sus llagas, los médicos aplicaban aves gordas y extrañas, sacrificadas sobre los altares de los ídolos, a los miembros engusanados, y de ese modo procuraban atraer y extraer los gusanos. Pero éstos no se retiraban, sino que tenazmente se adherían a las partes podridas.

Y de esta manera, habiéndolo consumido durante varios días, malamente lo mataron.

Otro fulano, puesto como guarda del tesoro imperial, antes de que traspasara el dintel del regio palacio, reventó por medio, y así sufrió el castigo de un crimen parecido. (28) Estos sucesos y otros parecidos (pues ahora no es ocasión de enumerarlos todos), como aquel malvado emperador los considerara en su interior, no se atrevió a pasar más adelante en su temeridad. Y que esto no lo afirmo yo por mi cuenta, se verá manifiesto por las cosas que luego hizo. Pero mientras vamos siguiendo el hilo de la historia. ¿Qué fue lo que sucedió luego en seguida? ¡Es cosa que llena de admiración y demuestra no solamente el poder sino también la inefable bondad de Dios. Porque ya el mártir se encontraba en el recinto en donde primitivamente había sido colocado; pero el demonio al punto conoció que en vano había tramado todos sus artificios, y que su lucha no era contra un muerto sino contra uno que vivía y que procedía enérgicamente y que era más fuerte no solamente que él, sino que toda la cohorte de demonios.

Porque rogó el santo a Dios que mandara fuego sobre el templo, y el fuego consumió el edificio. Y habiendo ardido el ídolo todo entero hasta las extremidades de los pies, de manera que sólo quedaron las cenizas, y el polvo, el fuego respetó únicamente las paredes, las cuales quedaron en pie e intactas. Y si alguno ahora visita aquel sitio, no pensará que aquello fuera obra del fuego, puesto que el incendio no parece hecho a la ventura y por un fuego inanimado, sino como por una mano que lo iba llevando en torno y le iba mostrando qué cosas había de perdonar y cuáles otras había de consumir. ¡Con tan grande artificio se le quitó al templo su techo, que no quedó como los que han sido consumidos por un incendio, sino como los que tienen íntegras sus dependencias y solamente el techo les falta! Porque todo lo demás, incluso las columnas que sostenían tanto el techo como el vestíbulo, excepto una que estaba en la parte posterior del templo, todas quedaron en pie. Y no fue al acaso, como luego diremos, que precisamente esta única estuviera rota.

Inmediatamente fue arrastrado a los tribunales el sacerdote del dios, y se procuraba obligarlo a manifestar al autor del incendio. Y como no pudiera hacerlo, ellos primero le torcieron y dislocaron los codos, y luego lo colmaron de golpes, y finalmente lo levantaron en alto y le quebraron los costados: ¡pero nada pudieron saber! Sucedió entonces lo que en la Resurrección de Cristo. Porque le fueron puestos soldados que custodiaran su cuerpo, a fin de que no pudieran los discípulos, decían los judíos, robarlo astutamente y a ocultas. Aunque la resultante final fue que no les quedara a los impudentes ocasión alguna para restar credibilidad a la Resurrección.

Acá también, el sacerdote era arrastrado y empujado a que testificara que aquello no había sucedido por castigo de la ira divina, sino por humana maldad. Pero él, atormentado y destrozado, como no pudiera indicar nada ni señalar a nadie como autor del incendio, daba de esa manera testimonio de que el fuego había sido enviado del cielo, con lo que no les quedaba ya lugar de fingir a quienes procedían desvergonzadamente. Y lo que poco ha dejé para decir después, viene bien que ahora lo diga. ¿Qué fue eso? Que el mártir de tal manera aterrorizó al emperador en su ánimo, que éste ya no se atrevió a pasar adelante

Porque después de haber afligido a aquel sacerdote con tantas calamidades (siendo así que antes lo tenía en tan grande honor, y esto por motivo del templo incendiado), hasta el punto de que, más cruel que una fiera sanguinaria, quizá ni aun se hubiera abstenido de devorar sus carnes, si no fuera porque eso a todos había de parecer una cosa execrable; después de todo eso ya no habría vuelto al santo que cerró la boca al demonio, a la ciudad en donde había de recibir una honra mayor; sino que, si no antes, cuando el demonio se confesó vencido, ciertamente después del incendio, habría destruido y arruinado todo, desde la urna hasta los dos templos, así el que estaba en la ciudad como el que estaba en Dafne, a no haber sido porque el miedo superaba a la ira y el temor a la exaltación de su ánimo.

Suelen muchos, cuando así los arrebata la ira y la exaltación si acaso no logran echar mano a los autores de sus sufrimientos, descargar su cólera sobre los que primero topan o de quienes tienen sospechas. Y el mártir no estaba muy lejano de semejantes sospechas, puesto que apenas llegó a la ciudad y al punto bajó el fuego y acometió al templo. Pero, como dije: un afecto luchaba contra otro, y el miedo vencía a la ira. Porque ¡imaginaos cómo estaría el ánimo de aquel varón excelente cuando, habiendo subido al suburbio, contempló el santuario incendiado, el ídolo deshecho, consumidos sus exvotos, borrada la memoria de sus liberalidades y de toda aquella pompa satánica! Pues aun en el caso de que no se hubiera apoderado de él la ira y la tristeza, al ver aquello, a lo menos no parece que pudiera soportar la vergüenza y la burla enorme que significaba, y habría puesto sus manos inicuas en el templo del bienaventurado mártir, a no haberlo detenido el motivo que dejo indicado. Porque no era entonces cosa pequeña la que agitaba al emperador, ya que se había cortado de raíz toda la confianza de los gentiles y se les había extinguido toda su alegría, y los había envuelto una tan ingente nube de tristeza como si a la par hubieran sido destruidos todos los santuarios.

Y para demostrar que no digo estas cosas por jactancia, traeré al medio las palabras mismas de una lamentación monódica que entonces acerca de este demonio compuso un sofista de la ciudad. Comienzan así sus vaciedades: "¡Oh varones, a cuyos ojos, no menos que a los míos, ha rodeado en torno la oscuridad! ¡En adelante no llamemos ya más a esta ciudad ni grande ni hermosa!" Y luego, tras de decir otras cosas y de confirmar la fábula de Dafne (el tiempo no nos permite ahora referir todo su discurso, para no alargarnos más de lo conveniente), narra cómo aquel rey de los persas que capturó la ciudad, (29) perdonó a este templo de Apolo. Y sus palabras mismas son éstas: "El que trajo contra nosotros su ejército, pensó ser mejor conservar ese santuario, y prevaleció sobre el furor del bárbaro la belleza de la estatua. Ahora en cambio ¡oh sol! ¡oh tierra! ¿quién ha sido o de dónde ha venido este enemigo que, sin necesitar de soldados de pesada armadura ni de caballería ni de soldados de armadura ligera, con una pequeña chispa todo lo destruyó?"

Y después de declarar cómo el demonio fue vencido por aquel santo Babylas, cuando precisamente estaban más en su punto y florecimiento los asuntos de los gentiles a causa de los sacrificios y las iniciaciones, añade: "¡Y ese nuestro grandioso templo no lo destruyó un diluvio, sino que fue derribado cuando el tiempo estaba sereno y había pasado el tiempo de los nubarrones". Llama nubes y diluvio al tiempo del emperador precedente. Luego, avanzado algo más, deplora el mismo acontecimiento, pero con algo de mayor amargura, con estas palabras: "¡Y luego, oh Apolo, cuando tus aras tenían sed de sangre, aunque permanecías olvidado, pero como cuidadoso guardador de Dafne, y algunas veces eras injuriado y aun despojado del externo aparato, todo lo llevabas en paciencia! ¡Ahora, en cambio, tras de los sacrificios de tantas ovejas y bueyes muertos en tu honor, y tras de haber recibido en tus pies el sagrado ósculo del emperador, y tras de haber visto al que tú mismo habías predicho, y de haber sido contemplado por el que tú de antemano anunciabas y de haber sido librado de un mal vecino, es decir de cierto cadáver que te molestaba, en mitad del esplendor de tu culto, caíste! ¿Cómo nos gloriaremos delante de los varones que recuerden tus santuarios y tus estatuas?"

¿Qué dices, lúgubre cantor? ¿Cuando ese custodio de Dafne era deshonrado y cubierto de lodo, entonces permaneció oscuro; y en cambio cuando era honrado y se le daba culto, entonces ni siquiera pudo cuidar de su templo, y esto sobre todo cuando sabía que caído su templo vendría sobre él una ignominia mayor? Y ¿de quién es, oh sofista, ese cadáver que molestaba al dios y cuál es esa mala vecindad? Y aquí, como el vate tropezara con las virtudes del bienaventurado Babylas, y no pudiera soportar la ignominia que de ellas al dios se derivaba, las ocultó simplemente y pasó de largo; y, tras de haber testificado que el dios sentía molestia y aflicción de parte del mártir, sin añadir que el demonio al querer ocultar su derrota, la había hecho más pública, solamente dijo que éste fue librado de aquella mala vecindad.

¿Por qué no dices, oh el más vano de los sapientísimos, cuál era ese muerto y por qué solamente molestaba a tu dios? ¿Por qué a aquella vecindad la llamas mala? ¿Acaso porque ella acusaba al demonio de falsedad? Pero eso no era obra de una vecindad mala, como tampoco lo era de un cadáver, sino de uno que vive, trabaja, es bueno y procura y patrocina y hace cuanto puede por vuestra salvación, con tal que vosotros la queráis. Pues a fin de que no pudierais seguir engañándoos a vosotros mismos, y afirmando que el dios voluntariamente se había alejado a causa del enojo porque los sacrificios se habían acabado y de las quejas y reprensiones por la falta de culto, por este motivo lo echó totalmente de ese sitio que más que todos los otros le era querido y al que más que a todos los otros honraba, hasta el punto de que a pesar de estar él deshonrado, con todo se había quedado a vivir ahí.

Porque esto tú mismo lo dijiste adelantándote: "¡Precisamente en este tiempo en que el emperador sacrificaba ahí ovejas en grande cantidad y multitud de bueyes". Para que así por todos lados quede manifiesto que fue el demonio quien abandonó a Dafne, obligado por fuerza mayor. Podía el santo Babylas haberlo arrojado de ese sitio, aun quedando en pie su estatua; pero en ese caso vosotros no lo habríais creído, como no lo creísteis cuando en otro tiempo fue por él vencido y vosotros insististeis en adorarlo. Por este motivo, aunque al principio permitió el mártir que la estatua del demonio continuara ahí en pie y erecta, al fin la derribó; y esto precisamente cuando más crecía la impiedad; y manifestó cómo los vencedores han de vencer no cuando los adversarios se encuentran humillados y deprimidos, sino cuando andan florecientes y soberbios.

Pues ¿por qué no ordenó el emperador, al tiempo en que lo transportaba de Dafne, que se destruyera el templo y se cambiara de sitio la estatua, del mismo modo que se iba trasladando la urna? Porque en realidad al mártir aquella estatua en nada le dañaba, ni necesitaba él de auxilio humano, ya que entonces, lo mismo que ahora, derrocó al demonio sin auxilio de nadie. Y por cierto no nos hizo manifiesta de otro modo aquella primera victoria, sino que se contentó con cerrarle la boca y luego guardó quietud. ¡Así son los santos! ¡Solamente anhelan que se haga lo que conduce a la salvación de los hombres, pero no el declarar a la multitud de los hombres que aquello es obra suya, a no ser que lo exija la necesidad! Y llamo necesidad a la misma salvación de los hombres. Y esto fue lo que entonces sucedió.

Cuando los engaños de aquel demonio se iban extendiendo por el fraude, entonces finalmente el santo nos reveló su victoria; y por cierto no lo hizo el vencedor sino el vencido; para que de este modo el testimonio de la victoria no pudiera ser sospechoso ni aun a los mismos enemigos, ya que el bienaventurado, aun urgiendo la necesidad, se negaba a publicar lo que a él personalmente le tocaba. Mas, como ni así cesara el error y de nuevo instaran ellos, los enemigos, más duros que las piedras, en invocar al que ya estaba vencido, y ciegos delante de tamaña verdad, fue necesario lanzar sobre la estatua el fuego, a fin de que con este incendio se extinguiera el otro, es decir la idolatría.

Pues entonces ¿por qué acusas al demonio diciendo: "del esplendor de tu culto te sustrajiste"? ¡No se sustrajo voluntariamente, sino contra su voluntad y obligado fue arrojado y expulsado cuando más quería quedarse, atraído por el olor de los sacrificios. Porque, como si para esto sólo imperara aquel emperador, para que se consumieran todos los rebaños del universo, así de apiñadamente se mataban ante los altares las ovejas y los bueyes: ¡hasta tal punto llegó la locura, que aún muchos de los que hasta ahora todavía son tenidos entre ellos por filósofos, lo llamaron cocinero, vendedor de carnes, y le dieron otros epítetos semejantes!

Por cierto que el demonio no habría huido voluntariamente de tan abundante mesa, olores, humos y torrentes de sangre; puesto que, como tú decías, aun privado de estas cosas, todavía permanecía ahí en ese sitio, por el necio amor de una doncella. Pero aquí, interrumpiendo un poco nuestro discurso, oigamos de nuevo las lamentaciones del sofista: "¡Por qué, oh Zeus, perdimos el consuelo del ánimo trabajado! ¡Cuán vacío de multitudes está el sitio de Dafne! ¡cuánto más vacío aún el templo! ¡En el sitio en que la naturaleza había fabricado algo así como un puerto en otro puerto: ambos privados de oleajes, pero, con todo, el segundo proporcionador en mayor escala de la tranquilidad! ¿Quién no quedó ahí libre de sus enfermedades, y de sus temores? ¿Quién echó de menos las Islas Afortunadas?" Mas yo pregunto: ¿qué consuelo fue el que perdimos, oh criminal? ¿Cómo es eso de que era el templo más limpio de tumultos, y cómo eso del puerto sin oleajes, precisamente aquel en donde había flautas y tímpanos y crápula y banquetes y embriagueces? Y añades que ¿quién no echó ahí de sí sus enfermedades? Pues yo digo: ¿cuál de los adoradores no contrajo ahí alguna enfermedad, aun cuando antes estuviera sano, digo, la enfermedad más grande de todas?

Porque ese tal adora al demonio y da su asentimiento a la fábula de Dafne y ve la grande insania del demonio de permanecer adherido al árbol y al sitio, una vez devorada ahí su querida; y ¿cómo no concebirá una llama de inmensa locura amatoria con esto? ¡Cuán grande tempestad no se le levantará, cuán grande tumulto interior, cuán grande enfermedad, cuán grande perturbación? Y ¿a esto llamas tú descanso del ánimo? ¿A esto, puerto sin oleajes? ¿A esto, alivio de las enfermedades? ¡Pero nada admirable es que digas cosas contradictorias. Porque quienes están arrebatados por la locura no captan la naturaleza de ninguna cosa tal como ella es, sino que asientan afirmaciones que son contrarias a la verdad de las cosas.

"¡Porque Olimpia no está demasiado lejos!", continúa el vate, para volver con esto nosotros a sus lamentaciones y demostrar cuán grande herida recibieron entonces los gentiles que habitaban aquí en la ciudad y hacer manifiesto cómo el emperador no podía llevar eso en paciencia sino que habría de convertir todo su furor contra la urna del mártir, si no lo detuviera un miedo mayor. ¿Qué dice, pues, el vate? "¡Olimpia no está demasiado lejos. La celebridad convocará a todas las ciudades y ellas llegarán conduciendo bueyes para el sacrificio de Apolo! ¿Qué haremos entonces nosotros? ¿dónde nos ocultaremos? ¿cuál de los dioses mandará que se nos abra la tierra bajo los pies? ¿Qué pregonero o qué trompeta no expresará llantos? ¿Quién llamará fiesta a la de Olimpia cuando una tan próxima desgracia se nos ha echado encima? ¡Dadme el arco de cuerno, dice la tragedia! Pero yo pido además un poco del espíritu profético y de vaticinio, para poder con éste aprehender al autor del crimen y con aquél herirlo mediante las saetas! ¡Oh audacia impía! ¡oh alma impura! ¡oh mano temeraria! ¡Anda por aquí un nuevo Ticio o un Idas, hermano de Linceo, aunque no grande como aquél ni saetero como éste, sino únicamente docto en hacer locuras contra los dioses! ¡Oh Apolo! ¡Tú apaciguaste con la muerte a los hijos de Aloeo que pensaban poner asechanzas a los dioses, mientras que a este otro, que portaba desde lejos el fuego, no lo hirió en el corazón una de tus saetas volando por los aires! ¡Oh diestra enfurecida! ¡oh fuego inicuo! ¿En dónde fue a caer primero? ¿en dónde dio principio la desgracia? ¿acaso habiendo comenzado en el techo, desde ahí avanzó hacia el resto del edificio, y hacia la cabeza aquella del dios, y a la cara y a la copa y a la diadema y la veste talar? ¡Vulcano, el despensero del fuego, no conminó a éste cuando avanzaba; y eso que debía estar agradecido a Apolo, por los indicios que en otro tiempo le suministró! Pero, ni siquiera Zeus, el que gobierna las lluvias, echó agua sobre las llamas; y eso que fue él quien extinguió la pira del rey de los Lydos, cuando éste estaba en peligro! ¿Qué palabras le dijo aquel que primero empezaba el combate? ¿de dónde sacó aquel atrevimiento? ¿cómo pudo conservar su ímpetu? ¿cómo no cambió de determinación por reverencia a la hermosura del dios?"

Pero, oh miserable: ¿hasta cuándo entenderás el negocio? Porque afirmas que fue esto obra de manos humanas y andas peleando contra ti mismo, a la manera de los locos. Puesto que si acaso el rey de los persas conducía tan grande ejército que ya había capturado la ciudad y quemado los templos todos y llevaba en las manos las teas y estaba a punto de aplicarlas a este templo, sin duda fue este demonio el que le cambió el pensamiento; ¡porque eso decías tú al comienzo de tus vaciedades! Ahí afirmabas llorando: "Al rey de los persas, uno de los más grandes de entre aquellos que nos hacen la guerra, habiendo ya capturado por traición la ciudad y habiéndola incendiado, cuando se preparaba para hacer lo mismo con Dafne, él le cambió el pensamiento; y habiendo arrojado al suelo la tea adoró a Apolo: ¡hasta tal punto lo ablandó con su vista el dios y lo convirtió!" Si acaso, pues, repito, ese dios que, según tú decías, pudo vencer el furor del bárbaro y un tan grande ejército y escapar de tan grave peligro; ese que, como tú añades, apaciguó con la muerte a los Aloídas que tramaban asechanzas contra los dioses; ese que tan grandes cosas pudo, ése, pregunto yo, ¿cómo no hizo ahora nada parecido? Porque aunque otra cosa no hiciera, a lo menos debió compadecerse de su sacerdote injustamente destrozado, delatando por su parte al autor del crimen.

Y si al tiempo del incendio ese demonio se escapó, por lo menos cuando excavaban las entrañas al miserable sacerdote, colgado de un palo, y cuando interrogado para que declarara al autor del crimen no podía hacerlo ni tenía a quién nombrar, entonces, en verdad, convenía que ese demonio presentara al facineroso y lo entregara a las autoridades o a lo menos lo designara, si es que no podía entregarlo. Ahora, en cambio, abandona ¡ingrato! a su ministro a pesar de verlo injustamente destrozado, y abandona al emperador, el cual, tras de aquel su extraordinario número de víctimas, será burlado. ¡Porque todos se burlaban de él como de un loco furioso y mentecato, cuando él desataba sus iras en contra del mísero sacerdote!

Pues ¿cómo ese que predecía la venida del emperador cuando éste aún andaba lejos (porque eso dijiste antes tú llorando), no vio al que estaba aquí cerca e incendiaba su templo? ¡Y eso que precisamente a ese demonio lo llamáis "vate", mientras a los otros dioses les asignáis otras artes, como si fueran hombres! j Le atribuyes la facultad de vaticinar y con todo no le suplicas que comunique contigo algo de su arte! ¿Cómo es que no conoce sus propias calamidades, calamidades que ni siquiera un hombre del vulgo podría ignorar? ¿Acaso estaba dormido cuando comenzó el incendio? ¡Pero sin duda no estaba tan destituido de sus sentidos que no despertara y se levantara en cuanto se le aplicara el fuego y así aprehendiera al que lo inflamaba! ¡En verdad que "los griegos son siempre niños y no hay un solo griego anciano". (30)

Conviene deplorar vosotros la propia estulticia, puesto que ni aun gritándoos las cosas el engaño del demonio, os apartáis de él, sino que, entregándoos a vuestra ruina y echando a perder vuestra salud, sois conducidos, al modo de rebaños, a donde quieren llevaros los dioses, a vosotros los que permanecéis sentados llorando la destrucción de vuestros xoanes. ¡Y luego, pides el arco, y en nada te diferencias del que en la tragedia habla del mismo modo! Pero ¿cómo no será una locura manifiesta el esperar algo de esas armas que no pudieron dar auxilio alguno al mismo que las poseía? Y si tú afirmas tener un más notable arte y una mayor experiencia que el demonio, convendría ciertamente que a éste no se le adorase, puesto que es más imperito y más débil, aun en las artes en que vosotros decís que sobresale. Y si en ellas le concedes el primer puesto, bien sea en vaticinar o en lanzar dardos ¿cómo es que no poseyendo tú sino una parte de esas artes juzgaste que podías hacer lo que no pudo hacer quien tenía el arte completo?

¡Ridículas son estas cosas! ¡son burla! ¡Porque ni aquel dios tuvo tal arte de vaticinar, ni aunque lo tuviera lo pudiera ejercitar! Porque no fue un hombre, por cierto, el que llevó a cabo «sa obra, sino el divino poder; y luego aclararé el motivo. Pero antes conviene conocer por qué causa el poeta acusa a Hefesto de ingratitud con estas palabras: "¡Y Hefesto, el despensero del fuego, no amenazó al fuego cuando éste crecía, siendo así que debía estar agradecido a Apolo, por haberle éste anteriormente proporcionado ciertos indicios". ¿De qué gracia antigua se trata? ¿De qué indicios? ¿Por qué ocultas los preclaros hechos de tus dioses? ¡Porque si los mostrares, mostrarías ser Hefesto mucho más desagradecido!

¡Pero te lo impide el rubor! ¡Bien: entonces nosotros con toda libertad vamos a declarar tus cosas! ¿Cuál es pues aquel favor? ¡Cuentan que Ares en otro tiempo se enamoró de Afrodita. Pero, como temiera de Hefesto, que era el marido de ella, se le acercó cuando observó que el marido estaba ausente. Mas Apolo, como los viera unidos, fue y avisó a Hefesto del adulterio. Vino éste. Los encontró en el lecho. Y así como estaban los ató con cadenas, y luego fue a llamar a los demás dioses al vergonzoso espectáculo, y así se vengó de ellos por el adulterio. ¡De semejante gracia era Hefesto deudor a Apolo; y el sofista dice que de éste se mostró desagradecido precisamente cuando la ocasión pedía otra cosa!

Pues ¿y aquello de Zeus, varón óptimo? Porque también acusas a éste de inhumano cuando dices: "¡Pero ni Zeus, el que gobierna las lluvias, echó agua sobre la llama: y eso que había extinguido la pira del rey de los Lydos cuando éste estaba a punto de perecer! –Bellamente nos has traído a la memoria al rey de los Lydos. ¡Porque también a ese rey lo engañó este demonio hinchándolo de vanas esperanzas y arrojándolo a su manifiesta ruina! Y si no hubiera sido porque Ciro se mostró humano, de nada le hubiera aprovechado Zeus. Por lo mismo, en vano culpas a Zeus de haber preferido al rey Lydo a su hijo. Porque ni a sí mismo pudo auxiliarse cuando en la ciudad en donde sobre todo era adorado, es a saber en la de Rómulo, fue herido por un rayo.

Pero oigamos el resto de la lamentación. "¡Oh varones! ¡el ánimo me arrastra hacia la imagen del dios, y el pensamiento me pone delante de los ojos su figura: la suavidad de sus formas, la delicadeza de su cutis a pesar de estar expresada en la piedra, el ceñidor que junto al pecho le sujetaba la túnica de oro, de manera que unos pliegues iban hacia abajo y otros hacia arriba! Toda su forma ¿a quién, aunque estuviera ardiendo en ira, no lo aplacará? ¡Porque era en todo semejante a quien está entonando un cantar! ¡Más aún: hubo quien lo oyera, según cuentan, pulsar la cítara al medio día! ¡Oh bienaventurados oídos! ¡Y el canto quizá era una alabanza de Gea, a la cual me parece que él libaría en una áurea copa, a causa de haber ocultado a la doncella, abriéndose y cerrándose luego!"

En seguida, llorando un poco sobre el incendio, dice: "¡Gritaba el caminante al subir la llama, y la sacerdotisa del dios se conturbaba en el bosque de Dafne! ¡Entonces los golpes de pecho y el agudo alarido, traspasando aquel sitio poblado de árboles, llegó hasta la ciudad, horrendo y vehemente! El ojo del príncipe, que comenzaba a penas a gustar del sueño, se abrió con la amarga noticia y él se levantó del lecho. Y, transido de furor, pidió alas a Hermes, y se apresuró a buscar las raíces mismas del mal, de manera que no ardía interiormente menos que el templo! ¡Las vigas se desplomaban llevando consigo el fuego que consumía lo que más cerca encontraba; y desde luego al dios Apolo, porque estaba poco distante del techo, luego los demás adornos y las estatuas de las Musas que ahí estaban colocadas y los resplandores de piedra y la belleza de las columnas. Y la turba estaba en derredor llorando y sin poder prestar auxilio, como les sucede a quienes desde la ribera contemplan un naufragio, cuyo único auxilio es llorar. A la verdad, las Ninfas, saltando desde las fuentes, movieron grandes lamentos, y lo mismo Zeus que ahí cerca estaba los lanzó, como era debido, pues se derrumbaba el honor de su hijo. Ingente fue también el lamento de Genios infinitos que en el bosque vivían; y no levantó menor llanto en medio de la ciudad Caliope al quedar herido por el fuego el coro de las musas". Y luego hacia el fin, dice el sofista: "¡Ojalá, oh Apolo, te presentes ahora, tal como te dispuso Crises cuando conminaba a los aquivos; lleno de ira y semejante a la noche, para obsequiarte las vestiduras y restituirte cuanto fue consumido! ¡Se nos arrebató lo que honrábamos, como si un esposo se apartara al tiempo en que se tejen las coronas!"

Tal fue la lamentación. O mejor dicho: estas son unas pocas partes de aquella lamentación. Pero a mí me acontece admirarme de que el sofista crea que el dios es honrado precisamente por las cosas que debían avergonzarlo. ¡No pone en medio cosa mejor que a un joven lascivo y obceno, y lo presenta cantando al medio día con la cítara, y añade que el argumento del cantar no era otro que su querida, y llama bienaventurados los oídos que aquel canto torpe percibieron! Y aquello de que algunos de los que habitan en Dafne y de los circunvecinos derramaron lágrimas, y aquello de que el príncipe de la ciudad se enfureció, pero no hizo otra cosa que lamentarse, todo eso nada tiene digno de admiración. Y lo otro de que diga que los dioses todos anduvieron igualmente desprovistos de consejo y que se contentaron con llorar allá entre sí mismos, y que nada pudieron contra el incendio ni Zeus ni Caliope ni la frecuente y abundante turba de los Geniecillos, ni las Ninfas mismas, sino que todos no hicieron otra cosa que lanzar gemidos, todo es en verdad el exceso del ridículo. Porque, que haya sido grave el daño que sufrieron es manifiesto por lo dicho, ya que el mismo sofista, en la mitad de sus necedades, confiesa que recibieron ahí una herida mortal. (31) De manera que el emperador no hubiera llevado todo esto en paciencia a no ser que estuviera poseído de un miedo y un terror mucho mayores.

Falta solamente que expongamos por qué Dios no desató su ira en contra del emperador, sino en contra del demonio; y por qué motivo el fuego que consumió el techo y destruyó al ídolo, no consumió todo el templo. Porque estas cosas no sucedieron al acaso y sin razón, sino que todas acontecieron por la clemencia de Dios en favor de los que andan errados. Porque El conoce todas las cosas antes de que sucedan, de manera que tenía ya conocidas éstas y otras juntamente: es, a saber, que si hubiera El fulminado el rayo contra el emperador, se habrían aterrorizado por algún tiempo los que se hubieran hallado presentes y hubieran visto eso; pero una vez pasado el segundo o el tercer año, habría perecido la memoria del suceso y habría habido muchos que no creyeran en el milagro. En cambio, si se incendiaba el templo, Dios manifestaría su ira en una forma más clara dando un pregón no solamente a los que entonces existían sino también a los pósteros, de manera que se quitara toda ocasión de ocultar lo sucedido, si es que algunos impudentemente quisieran hacerlo.

Porque ahora, todos los que visitan aquel sitio se impresionan de tal manera como si el incendio hubiera sucedido hace poco, y los invade un cierto terror, y mirando al cielo al punto alaban el poder de Aquel que tales cosas llevó a cabo. Porque así como si alguno, habiendo destrozado la guarida y morada de un jefe de ladrones, luego lo sacara atado; y habiendo arrebatado todos sus haberes, dejara aquel sitio destinado a guarida de fieras y grajos, cualquiera que llegara a ese escondrijo, en cuanto viere el lugar, se imaginaría las expediciones y hurtos del que había habitado aquel sitio, así sucede acá. Quienquiera que ve desde lejos las columnas, y luego, habiéndose acercado, traspasa el dintel de ese templo, al punto se pinta en su imaginación y en su mente la abominación del demonio y sus- engaños y asechanzas; y se retira de ahí con la admiración de la ira y del poder de Dios.

De manera que el sitio que anteriormente era escondrijo del error y la blasfemia, ahora es motivo de cantar alabanzas. ¿Tanto puede nuestro Dios con su arte? Y estas maravillas no se operan ahora por vez primera, sino ya desde las anteriores generaciones. Pero no es propio del momento presente enumerarlas todas. Sin embargo, voy a recordar una del todo semejante. Como hubiera estallado la guerra en Palestina entre los judíos y algunos extranjeros, los enemigos obtuvieron la victoria y arrebataron, como despojo de guerra, el arca de Dios y la consagraron a cierto ídolo cuyo nombre era Dagón. Y cuando por primera vez el arca fue introducida allá, el ídolo cayó por tierra. Pero, como por este suceso aún no comprendieran el poder de Dios, sino que de nuevo levantaran la estatua y la colocaran en su pedestal, al día siguiente, hacia la aurora, se acercaron y de nuevo encontraron la estatua por tierra, pero además hecha pedazos. Porque las manos, arrancadas de los hombros, habían saltado hasta junto al dintel del templo, y la otra parte de la estatua fue encontrada hacia otro lado lanzada.

También la tierra de los sodomitas (para comparar las cosas pequeñas con las grandes) fue consumida toda con sus habitantes por el fuego; y permaneció para siempre estéril, a fin de que no solamente los hombres de aquella época sino también todos los demás que después habían de existir, por la vista misma del sitio se excitaran a mejorarse. Pues si la venganza divina hubiera tocado únicamente a los hombres, se habría hecho increíble una vez pasado aquel acontecimiento. Por esto el flagelo tocó al sitio mismo que no puede destruirse con el tiempo, y en cambio amonesta a todas las generaciones, diciéndoles que hay una ley divina de que quienes tales cosas hacen tales cosas padezcan, aunque a las veces no sufran, como sucedió en el caso de este templo, inmediatamente el castigo.

Hace ya veinte años (32) desde entonces, y con todo, ninguna de las partes del edificio que perdonó el fuego se ha derruido; sino que las que escaparon del incendio están en pie, y están de tal manera firmes que pueden durar cien años y aún dos veces más que eso, y más que esos doscientos con mucho. ¿No es acaso maravilloso que de las columnas ni una sola, aunque separada de las otras, haya venido al suelo? Porque de las que estaban en la parte posterior del templo, sólo se quebró una, y ésta no se cayó al suelo, sino que quedó removida de su base, pero reclinada en la pared; de manera que su parte inferior hasta la quebradura se apoya en el muro en forma inclinada.

Y desde la rotura hasta el capitel quedó doblada y sostenida por la parte inferior. Y aunque los vientos han soplado con vehemencia y han sobrevenido terremotos y se ha sacudido la tierra, esas reliquias de aquel incendio no se han conmovido, sino que permanecen erectas, casi clamando de este modo que ellas han sido conservadas así para la enmienda de los pósteros.

Y ciertamente, que esta haya sido la causa de que el templo no se haya derribado del todo, lo puedes afirmar en absoluto. Y cuanto a que el rayo no se dirigiera contra el emperador, si bien examinas, podrás encontrar un segundo motivo, nacido de la misma fuente, o sea de la benignidad y clemencia de Cristo.

Porque para eso apartó el fuego de la cabeza del emperador y lo arrojó sobre el templo: para que aquél, enseñado con las desgracias ajenas, evitara el castigo propio ya preparado y cambiara de vida y quedara libre del error.

Y no fue esta ni la primera ni la única señal que de su poder dio Cristo, porque dio además otras muchas no menores. Puesto que también el tío del emperador y el tesorero acabaron así su vida. Además de que, habiendo invadido el hambre la ciudad, juntamente con su llegada hubo también una sequía tal como nunca se había visto antes hasta el día en que el rey ofreció sacrificios a las fuentes. Y otros muchos sucesos que acontecieron ya entre el ejército, ya en las ciudades, pudieran haber doblegado aun a un ánimo de piedra; y esto no solamente por su muchedumbre, ni porque todos se seguían inmediatamente a los crímenes, como antiguamente en el tiempo del rey de los egipcios, sino además porque tales milagros se verificaban cada uno de por sí e independientemente, de manera que no necesitaban apoyarse unos en otros para la conversión de quienes los veían, puesto que cada uno de ellos era suficiente de por sí para llevar a dicha conversión.

Para omitir otros, ¿a quién, aun de los hombres más necios, no habría aterrorizado el milagro que se verificó acerca de los fundamentos del antiguo templo de Jerusalén? ¿Cuál fue ese milagro? Como viera el tirano la fe de Cristo difundida por todo su imperio, y que ya se entraba por los confines de los persas y de otros bárbaros más alejados aún, y que aún había ido más allá de eso y, por decirlo así, llenaba todo el orbe de la tierra, se dolía y se atormentaba en su ánimo, y preparaba una guerra contra las iglesias. ¡Ignoraba el infeliz que daba coces contra el aguijón!

Y en primer lugar, se empeñó en restaurar el templo jerosolimitano que el poder de Cristo había derruido desde sus cimientos; y siendo él gentil andaba ayudando en las cosas de los judíos, queriendo por ahí hacer experiencia del poder de Cristo. (33) Por esto, habiendo llamado algunos judíos y habiéndolos obligado a ofrecer sacrificios, pues alegaba que los antepasados de ellos habían usado ese modo de culto, como los judíos se refugiaran en la excusa de afirmar que no les era lícito hacer eso estando el templo derruido ni tampoco fuera de su metrópoli, les ordenó que tomaran dineros del tesoro imperial, y todo lo demás que necesitaran para la fábrica, y se fueran y restauraran el templo y restablecieran la antigua costumbre de los sacrificios.

Entonces aquellos necios, que erraban desde el vientre, y que aún en sus canas necesitaban de las instrucciones propias de los niños, se fueron a poner en ejecución la empresa, con el favor del emperador. Pero al punto en que comenzaron a excavar la tierra, salió fuego de los cimientos el cual inmediatamente los consumió. Como esto se le comunicara al emperador, no se atrevió a ir adelante en lo comenzado, porque se lo impedía el miedo. Y sin embargo, no quiso libertarse del error del demonio al que enteramente se había sujetado. A pesar de todo sí se aquietó un poco. Mas, algún tiempo después de nuevo emprendió aquella vana obra; aunque no se atrevió a reconstruir el templo antiguo, sino que nos acometió por otro lado y como mediante guerrillas y desde lejos. A luchar abiertamente daba largas; y la razón primera y principal era porque estaba persuadido de que en vano lo intentaría; y la segunda porque no quería darnos ocasión a que nos ciñéramos la corona del martirio.

Para él, en efecto, era esto lo más intolerable, y más duro que cualquiera desgracia: el que alguno sacado al medio en público, perseverara en los tormentos hasta la muerte en defensa de la verdad: ¡tan profundamente se había declarado enemigo nuestro! ¡Sabía muy bien, sabía que si él se atreviera a esto último, todos darían su vida por Cristo! Pero, siendo como en realidad lo era, maligno y astuto, en todas partes dejaba libres a todos aquellos a quienes sus prelados habían castigado por algún pecado o eran removidos de alguna prelacia; y daba con esto poder a los más malvados y destrozaba las leyes de la Iglesia y hacía brotar los gérmenes de pugna entre los mismos cristianos; porque esperaba que así serían fáciles de vencer, si ellos mismos se consumían mediante una lucha intestina.

Ordenó, además, que un tal Estéfano, hombre de perversa doctrina y de vida malvada, y por estos motivos depuesto de su prelacía eclesiástica, ocupara de nuevo la cátedra sagrada.

Y procuraba en cuanto le era posible acabar con el nombre de Cristo, y en los edictos nos llamaba galileas en vez de cristianos; y exhortaba a los demás príncipes a hacer otro tanto. Pues bien, como iba diciendo, entre los milagros que sucedieron del hambre y la sequía, él perseveraba en su impudencia y endurecimiento. Y como hubo de emprender una expedición contra Persia, marchó allá con tan grande aparato como si fuera a devastar todas las naciones de los bárbaros; y al mismo tiempo nos echaba encima infinitas amenazas; y se jactaba de que a su regreso nos acabaría y borraría de la tierra. Esta guerra contra nosotros le parecía más dura que la misma pérsica; y por esto, hasta no haber rematado aquella menor, no creía que debía emprender esta otra mayor.

Estas cosas nos las contaron aquellos mismos que intervenían en su Consejo y eran sus secretarios. Ardiendo, pues, en furor contra nosotros y avanzando cada vez más en su insania, nunca se afirmaba en un mismo parecer, sino que andaba de un lado a otro; y dejando a un lado a veces su propósito, primero nos amenazaba de nuevo con la persecución. Y como Dios quisiera reprimirlo y contener su furor, le dio esta nueva señal de haber arrojado el fuego sobre el templo de Dafne.

Con todo él ni aun así se aplacó. Más aún: como ya reventara por el ansia de devastar nuestras greyes, ni siquiera esperó al tiempo que él mismo se había señalado de antemano; sino que, habiendo de cruzar el Eufrates, procuraba ya hacer experiencia en sus soldados. Y así, habiendo corrompido a unos pocos mediante la adulación, no quiso, con todo, apartar de su ejército a los demás que se le resistían, porque temió que si los separaba, se debilitaría su fuerza militar delante de los persas. ¿Quién podrá referir los males que de ahí se nos siguieron, más terribles ciertamente que aquellos del desierto, y del mar, y de Egipto, en el tiempo en que el rey fue castigado y todos los demás sumergidos en las aguas? Porque a la manera que entonces, una vez que el egipcio no quiso ceder ante ninguna de las plagas ni arrepentirse, finalmente Dios procedió a perderlo con todo su ejército, del mismo modo ahora, una vez que el rey impudentemente se enfrentó a todos los prodigios de Dios y ninguna ganancia reportó de ellos, sino que permaneció sin enmienda, Dios lo envolvió en males extremos, con el fin de que ya que él no había querido reducirse a mejor modo de proceder por las calamidades de los otros, los otros quedaran enmendados con la ruina de él.

Porque el que había llevado consigo miríadas de soldados, tantas cuantas ningún emperador había antes llevado; y esperaba capturar a Persia con sola su entrada y sin trabajo alguno, condujo la empresa de un modo tan miserable y tan infeliz, como si hubiera llevado consigo un ejército de mujeres o de niños y no de varones. Pues en primer lugar, por su falta de prudencia los puso en tan apurada situación que hubieron de devorar las carnes de los caballos, y unos perecieron consumidos por el hambre y otros por la sed. Y, como si hubiera llevado su ejército en favor de los persas, y no para capturarlos sino para entregarles a los suyos, así los encerró en lugares estrechos y los puso en manos de sus enemigos únicamente no atados. ¡Ninguno, ni aun de aquellos que las vieron y las experimentaron, podría hacer el recuento de las calamidades que allá les acontecieron! ¡hasta tal punto superaron ellas toda medida!

Mas, para decirlas abreviadamente, sucedió que muriera aquél de una manera miserable y vergonzosa; porque unos dicen que cayó herido por un cierto portador de matalotaje, indignado por las cosas que estaban sucediendo, y otros afirman que ni siquiera se supo quién había sido el asesino; y que solamente rogó el rey, ya herido, que se le diera sepultura en Cilicia, en donde ahora yace. Pues como aquél hubiera muerto así de vergonzosamente, y como los soldados se vieran en peligro extremo, hubieron de acercarse a los enemigos en forma de suplicantes, tras de obligarse bajo juramento a entregarles el presidio mejor fortificado y que servía como de muro a nuestras fuerzas, muro inexpugnable; y por haber encontrado humanos a los bárbaros, pudieron de esta manera escapar. Y de muchos que eran volvieron pocos, y éstos enfermos del cuerpo y con la vergüenza del pacto celebrado, y obligados por los juramentos a ceder de las posesiones de sus padres.

¡Era de verse aquel espectáculo más miserando que cualquier cautividad! Porque los ciudadanos de aquella ciudad donde estaba el presidio de la que ellos esperaban gracia, puesto que se habían constituido a manera de propugnáculo y defensa de todos cuantos estaban dentro de los límites de ella, y los habían colocado como en un puerto seguro, tras de acometer en favor de dichos ciudadanos toda clase de peligros, fueron precisamente de los que mayores hostilidades soportaron. Y así hubieron de trasladarse a tierra extraña abandonándoles sus campos y sus casas, ¡ellos arrancados de las propiedades paternas y padeciendo todo eso de parte de sus mismos domésticos! ¡Semejante fruto fue el que recogimos nosotros del servicio de ese egregio emperador!

Y todo esto lo hemos dicho no al acaso y sin razón, sino para responder a quienes preguntaran por qué Dios no castigó desde el principio al emperador. Porque quiso Dios muchas veces apartarlo del siguiente impulso de rabia, a él ya furioso, y enmendarlo mediante el ejemplo de los males ajenos. Pero como él recalcitrara, al fin lo arrojó a los daños extremos, aunque reservando para aquel día grande del juicio el verdadero castigo de sus pecados. Con esto, al mismo tiempo excitaba a los más descarados a volverse a un mejor género de vida. Porque tan grande es la paciencia de Dios que a quienes abusan de ella al fin les manda penas mayores; lo cual, así como para los pecadores que hacen penitencia resulta útil, para los empecinados resulta causa de mayor castigo.

Y si alguno preguntara: ¿Qué pues? ¿acaso no sabía Dios que el tirano jamás había de enmendarse? A ése le contestaremos que ciertamente Dios lo previo; pero que ciertamente también jamás Dios a causa de la previsión de nuestra malicia dejará de hacer sus propios planes. Aunque nosotros despreciemos sus avisos, El, a pesar de todo, demuestra su benignidad. Y si con todo, caemos en males mayores, esto no es asunto de Él, puesto que no nos soportó por tan largo tiempo precisamente con el pensamiento de que pereciéramos, sino para que nos salváramos: ¡perecemos por culpa nuestra, por haber despreciado su paciencia! Y de este modo se manifiesta su inmensa bondad. Por que cuando no queremos aprovecharnos de su grande paciencia, entonces El la convierte en ganancia mayor de otros, y así de muestra por todas partes al mismo tiempo su bondad y su sabiduría. Que fue lo que entonces sucedió.

De esta manera terminó su vida aquel tirano, pero quedan en pie los monumentos de su locura a la par de los del poder del bienaventurado Babylas: es a saber, por una parte el templo aquel abandonado y por otra el otro templo que mantiene la misma antigua virtud. En cambio, la urna ya no será devuelta. Y lo ha proveído así Dios con el objeto de que la noticia de las hazañas de Babylas quede manifiesta. Porque todo peregrino que se llegue a ese lugar y busque al mártir, al punto, al ver que no se encuentra ahí, preguntará el motivo; y de este modo se irá de regreso, llevando consigo el conocimiento de la historia íntegra de los hechos y habiendo conseguido una ganancia mayor que antes. Con esto, así al acercarse a Dafne como al retirarse, habrá obtenido la suma utilidad.

Tal es la virtud de los mártires, ya durante su vida, ya también en su muerte, ya presentes en un sitio o ya ausentes de él. Porque desde el principio hasta el fin sus obras fueron engarzándose en una serie continua: si adviertes a las leyes divinas, él las vindicó al exigir el debido castigo por la muerte de aquel joven, y mostró cuánta sea la diferencia entre el imperio y el sacerdocio. Por otra parte, destruyó todo el fausto del mundo, pisoteó las pompas mundanas, enseñó a los emperadores a no extender su potestad más allá de los límites que Dios le ha señalado, y amaestró a los sacerdotes acerca de cómo conviene portarse en su prelacía.

Todo esto y más que esto hizo el mártir mientras vivía. Pero en cuanto emigró de aquí, debilitó la fuerza del demonio, refutó el error de los gentiles, descubrió la vanidad de los augurios, desgarró el disfraz del oráculo, y puso del todo manifiesto su arte de histrión, obligando a enmudecer al que parecía dominar en el oráculo, y con grande violencia lo venció. Ahí están ahora en pie los muros del templo y predican a todos la ignominia del demonio y su burla y su imbecilidad, y a la vez las victorias y las coronas y el poder del mártir. ¡Tan grande es la fortaleza de los mártires y tan invicta y formidable, así para los emperadores como para los demonios! (31)


(1) Jn 14,12.

(2) Algún tanto alambicada parece la argumentación. El razonamiento se apoya en una concesión hecha al adversario de algo imposible para mejor deducir la verdad de lo que queremos probar: se le concede que podría quizá darse el caso de que a los sacrificios humanos acompañara alguna demostración milagrosa. Y se argumenta que aún concediendo eso, que de suyo es falso, el solo hecho de los sacrificios humanos basta para demostrar que la religión que los ordene es del demonio.

(3) Jn 1,11.

(4) Cuanto a estos dos grandes hombres que cita el santo, baste con decir que a Zoroastro se le tenía como el inventor de las artes mágicas y se decía de él que el mismo día en que nació ya se rió: así lo referían Plinio, Eusebio y Suidas. Cuanto a Zamolxis, era un discípulo de Pitágoras al cual los tracios lo tomaron por Cronos, según refiere Herodoto (Lib. IV).

(5) Ps 53,9.

(6) Ibid., 8.

(7) Ep 6,12.

(8) En vano se ha buscado quién sea este emperador al mismo tiempo cristiano y tan cruel. Alguno quiso que fuera Numeriano, pero éste ni fue cristiano ni celebró ese género de pactos con ningún rey bárbaro. Otros piensan que la historia narrada por el Crisóstomo, y que va a utilizar largamente en este Discurso o Libro, se refiere al emperador Filipo. Este dio muerte a Gordiano Augusto con el objeto de obtener el reino; y una vez que lo obtuvo por tan mal camino, se presentó en Antioquía al tiempo de la Pascua y quiso participar en los divinos misterios. Pero se decía que San Babylas lo rechazó y le ordenó ir al sitio de los penitentes, cosa que el emperador hizo con toda humildad, y tras de confesar sus pecados fue recibido en el santuario. Eusebio lo cuenta pero como cosa oída de otros y no comprobada por él. Montfaucon cree que de esta historia nació entre el pueblo la otra en la forma en que la presenta el Crisóstomo. Por lo demás es necesario tener en cuenta que este Libro o Discurso lo escribió, según todas las apariencias, en 382, o sea cuando estaba el santo viviendo entre los monjes en una de las montañas de Antioquía. Es por lo mismo uno de sus primeros escritos y un como ensayo en donde aún aparecen con demasiada evidencia y amplitud todas las artes de los retóricos que él había estudiado. Sin tiempo ni oportunidad para dedicarse a examinar las hablillas populares, las aprovechó para combatir a los gentiles, o más propiamente los modos de pensar y proceder de Juliano el Apóstata, al cual se le está viendo a través de todo el discurso aunque el santo no lo nombre. Finalmente, lo dicho explica también el estilo del Libro que desdice mucho del estilo posterior del Crisóstomo, dedicado en absoluto a las almas. Si de sus tratados primeros pudo decir Dom Ceillier que "el estilo florido y las citas frecuentes de ejemplo tomados de autores paganos que en ellos se encuentran, no permiten dudar de que san Crisóstomo los escribiera siendo todavía joven" (véase la Introd., n. 9), con mucha mayor razón hay que decir esto acerca del presente ensayo que tanto resabio tiene de escolar.

(9) La referencia a Diógenes el Cínico es manifiesta. Nació en, Sínope, ciudad del Ponto Euxino, en 413 a. C, y murió el 327. Se contaban de este filósofo una grande cantidad de anécdotas a cual más extravagantes. Sin duda que el Crisóstomo conoció muchas de ellas, pero aprovecha únicamente la más famosa y vulgarizada.

(10) Véase lo que apuntamos en la Introd., n. 2.

(11) Creían aquellos infelices que de ese modo (lo mismo que en la sodomía) se apropiaba, quien recibía el semen humano de las cualidades del otro.

(11bis) Si 6,26. La crítica que el santo hace de los filósofos Diógenes el Cínico, Aristóteles, Zenón el Citieo y Platón parece basada en las afirmaciones de Diógenes Laercio, quien floreció en el siglo II de nuestra era y compiló una serie abundantísima de sentencias de antiguos filósofos cuyas vidas nos ha trasmitido, en X Libros, "con gran fidelidad, al parecer". Con todo, su rigor crítico no es muy grande. El desprecio juvenil con que el santo trata a los filósofos –y en algunos puntos con sobrada razón– nace de su celo.

(12) 1Co 13.

(13) 2S 18,5.

(14) 1Co 11,29.

(15) Ex 32,31-32.

(16) Rm 9,3.

(17) Ac 26,28-29.

(18) Col 1,24.

(19) Ac 5,41.

(20) No hay rastro por donde podamos conjeturar a qué rey se refiere.

(21) Ps 2,11.

(22) 1Co 10,31.

(23) Se llamaba Menagyrtas a los que mensualmente colectaban las limosnas para la Diosa Madre o Cibeles o Magna Dea. Propiamente significa el que cada mes recoge limosna. Pero se aplicó a los sacerdotes de Cibeles y enseguida a todos los charlatanes, adivinos ambulantes y que decían la buena fortuna. Abundaban en Antioquía. Véase la Introd. n. 2.

(24) Citó el santo dos hexámetros de un himno a Apolo. Luego citará otro y enseguida largamente el himno o monodia de Libanio. En sus obras y en su predicación más adelante prescindirá casi en absoluto de esta costumbre propia de la escuela de Libanio.

(25) Se entiende que fueron los sacerdotes de Apolo los que contestaron, al modo como se hacía en los diversos santuarios.

(26) Este artificio curioso fue clásico en las respuestas de Apolo en el famosísimo santuario de Delfos, hasta el punto de que al dios se le aplicó el epíteto de Loxos o tortuoso. Recuérdese, vg. aquella respuesta tan conocida: "Aio te Aeacidam Romanos vincere posse". En donde los dos acusativos pueden hacer de sujeto o de complemento de la oración, y el sentido cambia completamente.

(27) Véase la Introd. n. 6, para esto y otros datos sobre la estancia de Juliano en Antioquia y el incidente del santuario de Apolo.

(28) Como suele suceder corrían entre el pueblo cristiano muchas anécdotas de castigos y es menester de crítica para separar lo verdadero de lo falso y lo exacto, de lo exagerado. Puede verse sobre esto Allard.

(29) Se refiere a Cosroes.

(30) Platón, Timeo. El trágico que cita Libanio es Eurípides. Puede verse La Monodia de Libanio en Reisk, t. III, págs. 332-336, Leipzig, 1903.

(31) La Monodia de Libanio se puede considerar desde el punto de vista del paganismo, a la luz del cristianismo, y naturalmente resulta deplorable; o bien a la luz de la creación poética, como tantos otros himnos paganos, y en este caso hay que dar otro juicio muy distinto del que aquí ofrece san Crisóstomo. Y es curioso que se exprese así de su profesor.

(32) La expresión del Crisóstomo 'ISov yág sinoaróv exoq iazív ef enÍvov no se puede tomar a la letra ni como base cronológica para determinar el año en que escribió este Discurso o Libro. El santo habla con aproximación. Así, vg., lo hace en la Homilía Tercera sobre el Incomprensible en donde dice también que hace 20 años de la muerte de Juliano. Pero la Homilía es ciertamente del 386, mientras que Juliano había muerto en 363, o sea 23 años antes. Y hablando en general, poco se cuidaban en aquellos tiempos los oradores de las exactitudes cronológicas.

(33) Ya se ha hecho notar diversas veces (véase, vg. Mourret, Hist. Gén. de l'Église, t. II, págs. 197-198), que la nueva religión que Juliano quería imponer era una especie de paganismo remozado o bien impregnado de un eclecticismo curioso, en que entraba algo de cada una de las religiones entonces predominantes. San Crisóstomo lo supone simplemente gentil. Cuanto al auxilio dado a los judíos fue como el dispensado a los arríanos, etc. La idea de Juliano era darles libertad a todos, para que todos se pelearan entre sí, y tuviera él mayor facilidad de llevar adelante su nueva religión.

(31) Uno de los Códices termina este Discurso o Libro con la consabida doxología propia del Crisóstomo: "Porque del Señor Nuestro Jesucristo es único el reino y la fuerza, y a El conviene la gloría juntamente con el eterno Padre y el eterno Espíritu santo, ahora y siempre por infinitos siglos de los siglos. Amén". Pero semejante final, que no dice con el modo terminar del Libro, fue "sin poder dudarlo, añadido por algún graeculo librarlo", advierte Montfaucon (vol. II, pág. 689, nota).



Homilias Crisostomo 2 9