Homilias Crisostomo 2 14

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XIV HOMILÍA SEGUNDA acerca de DAVID Y SAÚL.

Trata de que es un gran bien no solamente ejercitar la virtud sino también alabarla; y de que David erigió un trofeo más espléndido perdonando a Saúl que postrando en tierra a Goliat; y que haciendo eso más aprovechó a sí mismo que a Saúl; y de las excusas que presentó a Saúl.

ALABASTEIS HACE POCO A DAVID por su paciencia. Yo por mi parte admiraba vuestra benevolencia y caridad para con David. Porque conviene no solamente presenciar los actos de virtud y emularlos, sino también alabarlos y proclamarlos como admirables; pues todo esto nos acarrea fruto y no vulgar; del mismo modo que, al contrario, no solamente el emular la maldad sino también el alabar a los que en ella viven, nos merece un no pequeño castigo. Y si hemos de decir una paradoja, mayor castigo espera a quienes alaban a los que viven mal que a estos mismos.

Explicando esto Pablo, tras de enumerar todas las especies de malicias y acusar a todos los que pisotean las leyes divinas, añadió: Los cuales, aun conociendo la sentencia de Dios, de que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen sino que aplauden a quienes las hacen. Por lo cual eres inexcusable, oh hombre. (1) ¿Adviertes cómo Pablo de tal manera habla que demuestra ser esto último más grave que lo anterior? Porque, por lo que mira al castigo, mucho más es alabar a los que delinquen que el mismo delinquir. Y esto con razón: porque esa aprobación parte de un corazón ya totalmente pervertido y que padece una llaga incurable. Puesto que cuando aquel que peca condena él mismo su pecado, podrá con el transcurso del tiempo volver sobre sí; pero quien alaba la maldad, ése a sí mismo se ha privado del remedio que trae consigo la penitencia. Y por esto Pablo declaró ser esto más grave que aquello.

Así pues, en vista de que no solamente los que se entregan a la maldad sino también los que a éstos alaban y ensalzan sufren o la misma pena o más grave aún, concluimos que del mismo modo quienes alaban a los buenos y los ensalzan y los proclaman, se hacen partícipes de las coronas que a ésos les están reservadas. Y que esto sea así, puede verse por la Escritura. Porque Dios habla a Abrahán de esta manera: ¡Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan! (2) Y cualquiera puede ver que esto mismo sucede en los certámenes olímpicos. Porque no solamente el atleta que alcanza la corona ni solamente el que soportó los trabajos y sudores, sino también aquel que lo alaba, participa en parte no pequeña del gozo de dicha alabanza. De manera que yo no solamente llamo bienaventurado a aquel varón generoso y magnánimo a causa de su virtud, sino que también a vosotros, a causa de vuestra benevolencia para con él.

El peleó y venció y llevó la corona. Vosotros, en cambio, por haber alabado su victoria, habéis alcanzado una no pequeña parte en esa corona. Pues para que vuestro gozo se acreciente y el fruto sea mayor, ¡ea! los expondremos el resto de la historia! Una vez que el escritor sagrado hubo recordado las palabras con que David reprobó la muerte de Saúl, añadió: "Y no les permitió a sus soldados que se levantaran y dieran muerte a Saúl". Con lo cual al mismo tiempo declaró la disposición de los ánimos de éstos que querían dar muerte al rey Saúl, y la fortaleza de aquel varón. Por cierto que de los que cultivan la virtud, muchos, aunque ellos personalmente no cometan homicidio, con todo no quieren apartar de eso a quienes andan en ello ocupados. No lo hizo así David. Sino que como si hubiera recibido un depósito del cual luego tuviera que dar razón, así, no solamente no tocó él a su enemigo, sino que impidió a quienes ansiaban matarlo y se convirtió en su guardia y defensor excelente.

De manera que no andará fuera de la verdad el que diga que David en esta ocasión cayó en un peligro mayor que el mismo que corría Saúl. Porque rio era pequeño el combate y peligro de intentar salvar de todas maneras a Saúl de las asechanzas que los soldados le preparaban; y no temía tanto David el ser degollado por ellos como el que alguno, dejándose llevar de la ira, matara a Saúl. Por este motivo discurrió esta excusa. Los soldados acusaban a Saúl, y Saúl estaba entregado al sueño; pero su mismo enemigo lo defendió. Y Dios ahí era el Juez y confirmó la sentencia dada por David: puesto que éste no hubiera podido vencer a aquellos soldados enfurecidos sin el auxilio divino. Pero lo llevó a cabo la gracia que residía en los labios del profeta y que añadía una especial fuerza persuasiva a sus palabras.

Con todo, el mismo David cooperó no poco para ello, puesto que por haberlos educado de antemano en esa forma, por eso, en el momento del certamen, los encontró preparados y modestos. El los había jefaturado no como un General a sus soldados, sino como un sacerdote; de manera que la cueva aquella vino a ser una verdadera iglesia. Y así, a la manera de uno que ha recibido el cargo de obispo, les hablaba; y una vez terminado el sermón ofreció el sacrificio. Y fue un sacrificio admirable, increíble. Porque no se celebró con un cordero muerto o un ternerillo inmolado, sino con algo más precioso y honorífico que esto. David ofreció a Dios la mansedumbre y la bondad. Y habiendo dado muerte al movimiento irracional de su ánimo y habiendo inmolado su ira, mortificó de esa manera los miembros terrenales. En tal modo que entonces se hizo él mismo víctima y sacerdote y altar. Porque a un mismo hombre pertenecían la razón que ofrecía en sacrificio la mansedumbre y caridad, y también la mansedumbre y caridad que eran ofrecidas, y finalmente el corazón en el que se ofrecían esas virtudes.

Una vez que hubo inmolado esta tan preclara víctima, obtuvo la victoria. Y no olvidó nada de lo tocante al trofeo. Y finalmente Saúl, que era el objeto de estos sacrificios, salió de la cueva, ignorante de cuanto en ella había acontecido. Y salió tras él, dice la Escritura, David. (3) Y miró al cielo con ojos limpios, e iba más gozoso que cuando derribó a Goliat y cortó la cabeza de aquel bárbaro. Porque esta victoria era más espléndida que aquella otra, y los despojos eran más excelentes, y la presa más ilustre, y el trofeo más glorioso. Porque aquélla tuvo necesidad de la honda y de las piedrecillas y del ejército; mientras que acá todo fue llevado a cabo por la recta razón y la prudencia, y la victoria se logró sin armaduras, y el trofeo se erigió sin derramamiento de sangre.

De manera que ahora volvía, no portando la cabeza de aquel bárbaro, sino llevando apaciguadas las pasiones y dominada la ira. Ni quedaron estos despojos colocados en Jerusalén sino en el cielo y en aquella ciudad de arriba. No se presentaron ahora las danzas mujeriles que lo recibieran con encomios, sino que en las alturas el coro de los ángeles lo aplaudía, admirado de su virtud y mansedumbre. Ahora caminaba tras de haber rematado de heridas al enemigo; puesto que, aunque había salvado la vida de Saúl, pero al demonio, su enemigo, lo había atravesado con innumerables heridas.

Porque del mismo modo que cuando a causa de la ira peleamos contra nosotros mismos y nos entrechocamos en mutuos conflictos, es el demonio quien se alegra y se regocija, así cuando nosotros vivimos en paz y concordia y moderamos la ira, el demonio se apoca y decae de ánimo, por ser enemigo de la paz y adversario de la concordia y padre de la envidia. Salió, pues, David, llevando aquella mano que valía tanto como todo el orbe de la tierra y aquella cabeza ceñida de corona. Porque, así como los emperadores con frecuencia antes coronan la mano que la cabeza de aquellos que han procedido preclaramente en el pugilato, ya sean púgiles o ya pancratistas, (4) así Dios coronó aquella mano que tuvo poder para presentar su espada limpia y mostrarla a Dios sin mancha alguna de sangre y resistir a tan grande tempestad de ira.

No salió David de la caverna portando la diadema de Saúl, sino ostentando la corona de la justicia; no salió llevando la veste real de púrpura, pero salió revestido de una mansedumbre que superaba a la humana naturaleza, manto que es más excelente que cualquiera otra vestidura. Salió de la caverna con tanta gloria con cuanta salieron del horno ardiente los tres jóvenes. (5) Porque así como a aquéllos no los consumió el fuego, así tampoco a éste el incendio de la ira. En nada dañó a aquéllos el fuego que obraba por de fuera; a éste, que llevaba en su interior las brasas encendidas y veía en lo exterior al demonio que encendía el horno mediante la presencia de su enemigo, la exhortación de sus soldados, la facilidad de llevar a cabo el homicidio, la ausencia de quienes pudieran auxiliar a Saúl, la memoria de las injurias pasadas, el temor de los peligros futuros (porque estas cosas excitaban una llama mucho más viva que los sarmientos, la pez y la paja y todos los otros elementos que inflamaron el horno de Babilonia), a éste, digo, no lo encendió la ira en modo alguno, como era natural que le sucediera, sino que salió limpio; y, mirando a la cara a su adversario, mucho más se confirmó en su virtud.

Puesto que al verlo cómo dormía y cómo yacía inmóvil y sin poder hacer nada, habló consigo mismo y se dijo: "¿Dónde está ahora aquel furor? ¿dónde aquella malicia? ¿dónde los artificios y las asechanzas? ¡Todo eso pasó y se acabó con sólo acercarse un poco de sueño! ¡Ahí está el rey atado cuando nosotros menos lo pensábamos y no somos quienes lo han llevado a cabo!" ¡Lo veía dormido y meditaba en la muerte, común a todos! Porque el sueño no es otra cosa que una muerte temporal y un cotidiano perecer. No sin oportunidad podrá también alguno recordar aquí aquello de Daniel: (6) Porque así como éste ascendió del lago, una vez superada la ferocidad de los leones, así David salió de la caverna tras de vencer otras bestias aún más feroces. A aquel varón justo a una parte y a otra lo rodeaban los leones; a éste lo acometieron las pasiones, mucho más feroces y fuertes que todos los leones: por un lado la indignación a causa de las injurias pasadas, por el otro el temor de las cosas futuras. Pero a ambos los venció, y cerró las bocas de las fieras, y nos enseñó por los hechos mismos que nada hay más seguro que perdonar a los enemigos; y por el contrario, nada hay más peligroso que el querer vengarse y andar procurando el desquite.

De manera que aquel que había determinado acometer, ahora, desnudo e inerme y privado de todo auxilio, está, a la manera de un cautivo, en manos de su enemigo entregado; y en cambio, este otro, al mismo tiempo en que se vence y le deja de todo en todo el paso libre, y ni siquiera desea poner con toda justicia sus manos en su enemigo, ahora, sin máquinas de guerra, sin armas, sin caballería, sin soldados, he aquí que tiene y recibe en sus manos a su adversario; y, lo que es más, se concilia de parte de Dios una mayor benevolencia.

Pero yo no llamo bienaventurado a David por haber visto a su contrario yaciendo a sus pies; sino porque teniéndolo en las manos lo perdona. Porque eso primero obra fue de la omnipotencia divina, pero esto segundo lo fue de su virtud. ¿En qué forma le debieron obedecer en adelante sus soldados, como era obvio, y con cuánta benevolencia lo mirarían? Y si hubieran tenido mil vidas ¿acaso no las habrían gastado con prontitud en favor de su jefe, una vez que ellos, por la benevolencia que él había mostrado para con su enemigo, habían conocido cuán grande ánimo y cuan lleno de amabilidad tenía para con los suyos? Puesto que quien era manso y dulce para con quienes le habían hecho injusticia, mucho más habría de serlo y de tener semejante ánimo para con quienes bien lo querían: cosa que en realidad fue para David una grande prenda de seguridad.

De manera que no sólo andaban ya más bondadosos con él, sino más prontos para acometer a los enemigos, puesto que sabían que tenían a Dios como defensor, porque El siempre ayudaba al jefe y miraba por todas sus empresas. Por esto en adelante obedecían a David no ya como a un hombre sino como a un ángel. En conclusión: David, aun antes de que Dios le diera su premio, ya desde esta vida recibió un galardón mucho mayor y reportó una victoria mucho más esclarecida, por haber conservado la vida a Saúl, que si le hubiera dado muerte. Porque ¿en qué manera habría podido lograr tanta ganancia con matar a su enemigo cuanta obtuvo con haberlo perdonado?

Reflexiona, pues, sobre estas cosas cuando alguna vez tengas en tu mano a quien te haya hecho injuria: que es de mucha mayor ganancia y cosa más grande el perdonar que el matar. Porque quien mata a su enemigo, frecuentemente se condena a sí mismo a soportar una conciencia malvada y a ser atormentado cada día y aun cada hora por el gravamen del pecado; pero el que perdona, y por unos instantes vence sus pasiones, anda en adelante lleno de gozo y se deleita apoyado en la magnífica esperanza del cielo y del premio de su paciencia que Dios le concederá. Y si acaso alguna vez cae en alguna desgracia, con grande confianza pedirá a Dios el auxilio; como en nuestro caso sucedió, que después David recibió de Dios excelentes y admirables premios por la reverencia que mostró para con su enemigo.

Pero veamos ya lo que sigue. Salió de la caverna David en pos de Saúl, y le gritó a sus espaldas y le dijo; ¡señor, rey mío!

Y Saúl miró hacia atrás. Y David se inclinó y postró su faz en tierra y le hizo reverencia. (7) Estas palabras no honran me nos a David que el haber conservado la vida a su enemigo.

Porque no fue cosa de un ánimo vulgar el no ensoberbecerse por los beneficios hechos a su prójimo, ni ponerse en la tesitura de ánimo en que suelen muchos de la gente común, quienes enarcando las cejas, desprecian a aquellos a quienes han hecho algún beneficio, como si se tratara de esclavos.

No procedió así el bienaventurado David; antes, por el contrario, tras de los beneficios que dispensó, se mostró aún más modesto. Y fue el motivo, que no atribuía a su propia industria cosa alguna de cuantas había hecho tan esclarecidamente, sino que todo lo refería a Dios, como un don suyo. Por esto, quien había sido el salvador reverenciaba al que había salvado, y lo llamaba rey, y a sí mismo se denominaba siervo, abajando la hinchazón de su propio ánimo mediante la dignidad de aquél, y apartando de este modo la envidia. Oigamos pues ya la excusa misma de David: ¿Por qué escuchas, le dice, las palabras del vulgo que afirma: David quiere quitarle la vida? (8)

Y quien escribió esta historia afirma anteriormente que todo el pueblo estaba con David, y que se había conquistado la gracia y favor de todos los servidores del rey, y que de corazón estaban con David el hijo del rey y todo el ejército.

¿Cómo entonces asegura que había algunos que le levantaron falso testimonio y provocaron en su contra a Saúl? Porque es cierto que no por impulsiones de otros, sino por propio movimiento de su ánimo, Saúl concibió malicia tal que declaró la guerra al varón justo; lo cual manifiesta el escritor del sagrado volumen, cuando dice que de las alabanzas tributadas a David nació la envidia, la cual fue luego creciendo cada día. Pues entonces ¿por qué traspasa el crimen a otros? y dice: "¿Por qué escuchas las palabras del vulgo que asegura: David quiere quitarle la vida?" Lo hizo así para dar ocasión a aquél de echar de sí la envidia. Esto hacen con frecuencia los padres respecto de sus hijos, cuando alguno corrige a su hijo ya pervertido y que ha hecho cosas muy malas. Aunque esté ese padre persuadido de que su hijo por su propia malicia ha llegado a semejante abismo de corrupción en sus costumbres, sin embargo, echa la culpa a otros y dice de esta manera: "¡Ya sé yo que tú no tienes la culpa, sino que otros te corrompieron y te sedujeron: ellos son los culpables en absoluto de este pecado!"

Lo hacen así para que el hijo, en oyendo estas cosas, pueda más fácilmente volver al buen camino y salir poco a poco de la maldad, a causa de la vergüenza y el rubor que le produce el ir a ser visto como indigno de semejante alabanza. Lo mismo hizo Pablo escribiendo a los Gálatas. Tras de aquellos sus muchos sermones y de aquellas sus abundantes recriminaciones, que no hay para qué recordar ahora, con que los había acusado, queriendo, ya al fin de su carta, disculparlos, con el objeto de que descargados algún tanto de sus crímenes, pudieran dar sus excusas, les habla de esta manera: ¡Yo confío de vosotros en el Señor que no sentiréis de otro modo. Por lo demás, el que os perturba llevará su castigo quienquiera que él sea! (9) Pues lo mismo hizo David en este caso, porque, cuando le pregunta: "¿Por qué escuchas las palabras del vulgo que dice: David quiere quitarle la vida?", le da a entender que son otros los que lo provocan, que son otros los que andan irritando su ánimo; y así procura de todas maneras darle ocasión para excusarse.

Luego, defendiendo su propia causa, añade: ¡Hoy han visto tus ojos cómo Yavé te ha puesto en mis manos en la caverna, y que yo no he querido matarte, sino que te he conservado la vida, y he dicho: no pondré mi mano sobre mi señor porque es el ungido del Señor! (10) Como si dijera: aquéllos calumnian con sus palabras, pero yo a la verdad me declaro inocente por los hechos mismos, y con ellos deshago la acusación. No necesito de palabras cuando el suceso mismo, más claramente que cualquier discurso, te puede enseñar quienes son aquéllos y quién soy yo, y que se ha hecho una delación injusta en mi contra y se me ha calumniado. Y de la verdad de estas cosas, yo no pongo por testigo a otros sino a ti mismo; ¡a ti mismo, lo repito, que por beneficio mío has conservado la vida!

Pero, ¿cómo pudo Saúl ser testigo de estas cosas, pues cuando se llevaban a cabo él dormía? Y así ni oyó las palabras, ni vio presente a David cuando hablaba con sus soldados. ¿Cómo haremos frente a esta dificultad para que la demostración resulte clara? Porque si hubiera citado a otros testigos, Saúl habría tenido su testimonio como sospechoso, y habría juzgado que aquéllos andaban favoreciendo al varón justo. Y si con razones y argumentos aceptables hubiera intentado excusarse, habría sucedido que se le diera menos fe por estar ya predispuesto y corrompido el ánimo del que había de ser juez, Saúl. Porque ¿cómo hubiera podido sospechar éste que a pesar de haber recibido tantos beneficios sin embargo perseguía con la guerra a su benefactor que no le daba motivo ninguno, cómo hubiera podido sospechar este tal que alguien que hubiera sido injuriado y luego tuviera en sus manos al injuriante, lo perdonaría?

Generalmente el vulgo de los hombres juzga de los demás conforme a su propia disposición de ánimo. Así, por ejemplo, quien continuamente se embriaga, difícilmente se persuade que haya quien pueda vivir con templanza; quien anda en impurezas, tiene como incontinentes aun a los que castamente viven; y del mismo modo, quien se apropia de las cosas ajenas, no se persuade fácilmente de que haya hombres capaces incluso de dar lo propio. Pues, del mismo modo éste, una vez preocupado por la ira, no habría fácilmente creído que hubiera un hombre tal y tan superior a sus pasiones que no solamente no hiciera mal a nadie, sino que incluso conservara la vida a quien le hubiera hecho mal.

Estando, pues, corrompido el ánimo del juez y habiendo de ser tenidos como sospechosos los testigos si acaso se presentaban, David prudentemente encontró una prueba especial que pudiera cerrar la boca aun de los más impudentes. ¿Cuál es ella? ¡La orla del manto! ¡Se la alargaba, pues, y le decía: ¡Aíira la orla de tu manto en mi mano! ¡Yo la he cortado y no te he dado muerte! (11) ¡Testigo mudo por cierto, pero más elocuente que todos los que hablan y más convincente! Como si le dijera: a no estar yo cercano y a no haberme parado vecino de tu cuerpo, no habría podido cortar la orla de tu manto.

¿Ves cuánto bien se ha seguido de aquella primera conmoción de ánimo que tuvo David? Porque si no hubiera sentido el movimiento de cólera, nosotros no hubiéramos conocido su virtud (puesto que a muchos les habría parecido que no había perdonado por virtud sino por estupor), ni habría cortado una parte del manto; y si no la hubiera cortado tampoco hubiera podido hacer fe delante del enemigo con otros argumentos. Ahora, en cambio, por haberse movido a ira y haber cercenado la orla, pudo presentar un argumento certísimo de su previsión.

Como presentara un tan verdadero e indudable testimonio, pudo de esta manera hacer en seguida juez del propio enemigo y aun testigo de su respeto para con él. Y pudo hablarle de este modo: ¡Reconoce y ve ahora cómo no hay en mi mano iniquidad ni rebeldía contra ti, y que tú andas a caza de mi alma para matarme! (12) Y en esto sobre todo se puede admirar la magnanimidad de este varón; porque no toma excusas sino de las cosas mismas que en ese día habían acontecido. Esto es lo que insinúa cuando dice: "¡Reconoce y ve ahora!" Como si dijera: nada digo de lo pasado; me basta para prueba lo sucedido en este día. Y aunque podía haber enumerado muchos y grandes beneficios que anteriormente le había hecho, si hubiera querido hacerlo, no lo hizo. Podía, por ejemplo, haberle recordado aquel singular combate que emprendió contra el bárbaro, y decirle: "Al tiempo en que una guerra con los bárbaros iba, a la manera de un diluvio, a destruir la ciudad,

Y más pudo traerle a la memoria, aparte de este trofeo; o sea las innumerables guerras llevada cuando vosotros andabais temerosos y consternados y cada día esperabais la muerte, yo, habiéndome arrojado cuando nadie me compelía, y más bien tú mismo me lo prohibías y me retenías y me alegabas: "¡no podrás ir tú contra él, porque tú eres aún un niño y él es un varón entendido en guerras desde su juventud", no me detuve, sino que salté a la arena yo solo para salvarlos a todos, e hice frente al enemigo y le corté la cabeza, y rechacé el ímpetu de aquellos bárbaros que se echaba encima a la manera de las avenidas de un torrente, y confirmé la república cuando ella vacilaba; de manera que tú por mi medio tienes la vida y el reino, y todos los demás tienen no solamente la vida sino la ciudad, sus casas, sus hijos y sus mujeres.s a cabo felizmente y con fortaleza, y no inferiores a esa otra. Y también pudo recordarle que como una y otra vez y repetidas veces él, Saúl, intentara darle muerte y vibrara contra su cabeza la lanza, con todo él no había tomado en cuenta esos males; y también que, como tras de esas primeras guerras Saúl debiera darle el premio de la primera batalla, Saúl le pidió como dote no oro ni plata, sino muertes y destrucciones y que ni esto había él rehusado. Estas y otras muchas cosas y mucho mayores pudo decirle; pero ninguna de ellas le dijo. Porque no era su ánimo echarle en cara sus beneficios, sino únicamente persuadirlo de que era él uno de aquellos que lo amaban y Jo servían, y no de los que se rebelaban y tramaban asechanzas. Por esto, dejando a un lado todas las demás cosas, hizo su defensa únicamente con lo sucedido en aquel día.

¡Tan lejos estaba de la ceguedad, y tan libre de la vanagloria, que no miraba a otra cosa sino solamente a la voluntad de Dios! Y luego añadió: ¡Juzgue el Señor entre tú y yo! (13) Y no dijo esa palabra porque deseara que el Señor castigara a Saúl y tomara venganza de él, sino para ponerle temor con el recuerdo del juicio futuro; ni solamente para ponerle temor, sino además para justificarse ante él de la sospecha. "Porque la prueba principal, como si dijera, la tengo por los hechos; pero si no le das fe, yo invoco como testigo al mismo Dios, que conoce los arcanos de cada alma y puede escrutar las conciencias".

Y esto lo dijo para declarar que nunca se hubiera atrevido a apelar a aquel Juez a quien no se puede engañar, y a echar sobre sí la condenación, si no estuviera certísimo de estar libre de todo crimen de asechanzas. Y que esto que digo no sea una simple conjetura, sino que, a la vez para justificarse y para traer a Saúl a la moderación, mencionó el juicio aquel, lo manifiestan suficientemente las cosas que ya vimos; pero además, y no menos que ellas, las que luego acontecieron, dan fe de ello. Porque como de nuevo Saúl hubiera caído en manos de David, cuando lo perseguía para matarlo, tras de haberle éste dado la vida y como pudiera David destruirlo echando mano de todo su ejército, con todo lo dejó ir sano y salvo.

Por esto mismo, cuando supo de la enfermedad del rey y que ella era incurable, y que nunca éste depondría su ánimo hostil, se apartó de sus ojos y comenzó a vivir entre los bárbaros y a servirlos a éstos, privado de honores y cubierto de vergüenza, y teniendo que procurarse con su propio sudor y en pobreza las cosas necesarias para la vida. Ni es esto sólo lo que debemos admirar, sino también aquello otro: cuando oyó cómo el rey había muerto en una batalla, rasgó sus vestiduras y esparció ceniza sobre sí, y lloró con un llanto como el que lloraría quien hubiera perdido a su primogénito y único hijo. Y luego, repitiendo su nombre juntamente con el del hijo, les compuso encomios; y lanzando clamores que testificaban su dolor, permaneció sin tomar alimento hasta la tarde, y execraba aun los sitios mismos que habían recibido la sangre de Saúl.

¡Montes de Gelboé, decía: no caiga rocío sobre vosotros ni lluvia! ¡montes de muerte, porque ahí fueron arrebatados los tabernáculos de los poderosos! " ¡Eso que hacen los padres, que a veces llegan aun a aborrecer la casa y aun la puerta misma miran con dolor, la puerta aquella por la que sacaron al hijo muerto, eso hacía exactamente David, al execrar los montes que habían soportado aquella matanza! ¡Aborrezco, decía, aun los montes mismos en los que han caído en tierra esos cadáveres! ¡Por lo mismo en adelante no seáis regados con las lluvias del cielo, puesto que habéis sido malamente regados con la sangre de mis amigos; y luego repetía los nombres de éstos: ¡Saúl! ¡Jonatás! ¡amables y hermosos! ¡en su vida no se habían separado y tampoco en la muerte se separaron! (14)

Pues no era posible abrazar sus cuerpos ausentes, abrazaba sus nombres; y de este modo, en cuanto era posible, calmaba su dolor y mitigaba la grandeza de su desgracia. Y porque a muchos les parecía un mal incurable el que hubieran sucumbido ambos en un mismo día, precisamente eso tomó David como argumento de consolación. Porque eso que dice: que en su vida no se habían separado y tampoco en la muerte se separaron, palabras son de quien no buscaba otra cosa, sino que eso mismo fuera un lenitivo para su pena. Como si dijera: Ya no puede decirse que el hijo llora por encontrarse huérfano, ni que el padre llora la ausencia de su hijo. Sino que lo que a muchos no ha acontecido a ellos sí les aconteció; es a saber, el ser arrebatados de entre los vivos en un mismo día, y no sobrevivir ninguno de ellos al otro. Porque estimaba David que para cada cual la vida habría sido desabrida si el uno se hubiera separado del otro.

¿Os conmovéis ahora y os sentís perturbados y vuestros ojos se han vuelto fáciles para el llanto hasta derramar lágrimas? ¡Pues en este momento, acuérdese cada cual de su enemigo y del que le hizo alguna injusticia, cuando aún está inflamado el ánimo por el sentimiento; y así a ese enemigo consérvele la vida, o si ha muerto, llórelo. Y esto no por ostentación, sino de corazón y sinceramente. Y aunque haya de sufrir alguna molestia, haga y padezca cuanto sea necesario para que en nada moleste a aquel de quien sufrió injuria, y esto con la esperanza de grandes premios de parte de Dios. (16)

He aquí que David alcanzó el reino sin manchar sus manos con el asesinato; y fue coronado tras de haber conservado limpia su diestra, y subió al trono con una alabanza muy superior a cualquiera púrpura y a cualquiera diadema; es a saber, la de haber perdonado a su enemigo y haberlo llorado una vez que murió. Por esto fue celebrado en la memoria de los hombres no sólo durante su vida, sino también después de su muerte. En consecuencia, si deseas tú conseguir acá abajo una gloria perpetua y luego disfrutar en el otro mundo de los bienes duraderos, imita la virtud de este varón justo, emula su moderación, muestra con tus obras esa misma resignación en las injurias, a fin de que habiendo soportado acá iguales trabajos consigas allá los mismos bienes. Bienes que ojalá logremos todos alcanzar por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, al cual, con el Padre y juntamente con el Espíritu Santo, sea la gloria, el honor y el imperio, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.


(1) Rm 1,32 Rm 2,7.
(2) Gn 12,3.
(3) 1S 24,8-9.
(4) Se llamaba así a los que en los juegos lograban la victoria en cinco clases de ejercicios: el salto, el lanzamiento del disco, el de la jabalina, carrera sencilla y lucha de pugilato, pero sin cestos (Giotz y Cohén).
(5) ; donde se narra la historia completa de los tres jóvenes.
(6) .
(7) 1S 24,9.
(8) 1S 8,16, etc.
(9) Ga 5,10.
(10) 1S 24,11.
(11) 1S 24,12.
(12) Ibid.
(13) 1S 17,13.
(14) 2S 1,21.
(15) 2S 1,23.
(16) Por este final de la Homilía se ve que el auditorio se había conmovido hasta las lágrimas. Indudablemente que en esto influyó la declamación misma y toda la presentación del santo, llena de unción y piedad.


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XV HOMILÍA TERCERA acerca de DAVID Y SAÚL: trata de que es peligroso asistir a los espectáculos;

y que esto hace consumados adúlteros, de donde nacen la tristeza y los altercados; y cómo David, en todo lo que hizo por Saúl, superó todo género de paciencia; y finalmente que el llevar en paz el robo de los bienes no es de menor virtud que el dar limosnas.

PARÉCEME QUE MUCHOS de los que nos habían abandonado hace poco y se habían ido a los espectáculos de la iniquidad, ahora están aquí presentes. Y me gustaría saber con claridad quiénes son ellos para apartarlos del sagrado recinto; mas no para que permanecieran perpetuamente fuera de la iglesia, sino para que una vez corregidos, regresaran a ella. Porque con frecuencia también los padres a sus hijos, cuando éstos delinquen, los echan de la casa y los apartan de su mesa, no precisamente para alejarlos perpetuamente, sino para que, vueltos mejores con ese correctivo, regresen con el debido honor y alabanza a participar de los bienes paternos. Y lo mismo hacen los pastores cuando apartan a las ovejas inficionadas de sarna de las que están sanas; a fin de que una vez curadas de la miserable enfermedad, luego regresen a juntarse con las que están sanas: y esto lo hacen a fin de que no contagien las enfermas a toda la grey con su mal.

Por este motivo deseaba yo conocer a ésos. Pero aun cuando con los ojos del cuerpo no podamos discernirlos, ciertamente la palabra los conocerá bien; y una vez que les haya corregido su conciencia, fácilmente los persuadirá de que por su voluntad y espontáneamente se retiren, y les enseñará que solamente deben estar aquí dentro quienes tengan un modo de pensar digno de la ocupación que aquí tenemos. Así como por el contrario, quien vive en la corrupción y con todo se hace participante de esta santa reunión, aunque con el cuerpo esté aquí presente, en realidad está excluido y echado fuera con mayor verdad que los que allá afuera han sido detenidos por no serles aún lícito participar de la sagrada mesa. Porque éstos, aunque excluidos y permaneciendo fuera por las leyes sagradas, aún tienen la buena esperanza. Puesto que si ahora quisieren corregir sus pecados por los que han sido excluidos de la iglesia, podrán luego ingresar con la conciencia limpia. Pero los que una vez se contaminaron, y habiendo sido avisados de no entrar en la iglesia antes de haber purificado su alma de la mancha contraída con sus crímenes, a pesar de todo se portan con impudencia, vuelven la llaga y úlcera de su alma mayor y más dolorosa. Porque no es tan grave el delinquir como el portarse impudentemente después del delito, y no perdonar a los sacerdotes a causa de que ordenan estas cosas.

Pero ¿qué mal tan grande es el que han cometido éstos, dirá alguno, para que hayan de ser excluidos de los sagrados dinteles? Pues ¿qué delito que sea más grave buscas en éstos, que éste de, tras de haberse contaminado del todo con el adulterio, luego impudentemente y a la manera de canes rabiosos, irrumpir en esta mesa sagrada? Y si deseas conocer ese modo de adulterio, no te referiré palabras mías, sino de Aquel que ha de juzgar de toda la vida del hombre. Porque El dice: ¡El que mirare a una mujer para desearla, ya ha cometido adulterio en su corazón! (1) Pues si la mujer que tal vez por casualidad cruzó el agora, a causa de ir vestida con alguna negligencia muchas veces enredó al que con curiosidad la miraba y eso con sólo el aspecto de su rostro, éstos que no con sencillez ni por casualidad, sino muy de propósito y con tan grande empeño que hasta desprecian a la iglesia, y acuden a los espectáculos precisamente por ese motivo de ver a las mujeres, y sentados allá todo el día no apartan sus ojos de las abyectas mujercillas, ¿con qué cara podrán afirmar que no las han visto para desearlas? Allá se añaden las palabras lascivas y de doble sentido, allá las canciones pornográficas, allá la voz bellamente modulada para la voluptuosidad, allá los ojos pintados y las mejillas con coloretes y el vestido curiosamente arreglado y toda la postura del cuerpo llena de lubricidad y otros muchos incentivos preparados para engaño y cebo de los espectadores, allá la lasitud de alma de los que miran y la grande confusión y el sitio mismo que invita a la lujuria así por los cantares que han precedido como por los que luego se van siguiendo.

Añádase a esto la excitación causada por las flautas y las trompetas, y las modulaciones de otros géneros parecidos de músicas que llevan el engaño y reblandecen la fuerza del espíritu, y que, por las asechanzas y astucias de las meretrices, disponen el ánimo de los que están sentados escuchando, y hacen que más fácilmente sean atrapados en las redes. Porque si aquí, en donde hay canto de salmos y oraciones y narración de las palabras divinas, en donde hay piedad para con Dios y grande temor suyo, todavía con frecuencia y a la manera de un ladrón se mete subrepticiamente la concupiscencia ¿cómo puede ser que aquellos que están sentados en el teatro, y que ni ven ni oyen cosa limpia, sino que están envueltos entre grandes torpezas y maldades, y por todas partes se encuentran sitiados, por los oídos, por los ojos, cómo, repito, podrán superar las concupiscencias? Y si no pueden ¿cómo podrán ser absueltos del crimen de adulterio? Y quienes no están libres del crimen de adulterio ¿cómo podrán sin penitencia acercarse a estos sagrados dinteles y hacerse partícipes de esta sagrada reunión?

Por lo cual les ruego y exhorto a que primeramente se limpien del pecado contraído en los espectáculos teatrales por medio de la penitencia y todos los otros remedios, y así finalmente se acerquen a oír la palabra divina. Porque de otro modo no sería pequeño su pecado, como puede verlo cualquiera por varios ejemplos. Si un siervo va y mete en una arquilla en donde están guardados los vestidos de sus señores, preciosos y tejidos de oro, una túnica de esclavo llena de mugre y de parásitos, dime: ¿acaso será soportable injuria semejante? Pues ¿qué, si alguno en un vaso de oro en donde siempre se acostumbró guardar ungüentos va y pone estiércol y cieno, acaso no azotarías tú a quien tal crimen cometiera? Entonces ¿tendremos cuidados tan excelentes con las arquillas y los vasos, los vestidos y los ungüentos, y en cambio juzgaremos ser nuestra alma más vil que ellos? En donde se ha vaciado el ungüento del Espíritu santo ¿ahí pondremos las pompas diabólicas? ¿ahí pondremos las fábulas satánicas y los cantares de las meretrices, llenos de torpezas? Pero dime: ¿con qué ánimo soportará Dios estas cosas?

Pues no hay diferencia tan grande entre el ungüento y el cieno, entre los vestidos señoriales y los serviles, como la hay entre la gracia del Espíritu Santo y aquellas perversas acciones. ¿No temes, oh hombre, el mirar con los mismos ojos con que contemplas aquel lecho puesto en el teatro y en el que se representan detestables fábulas de adúlteros, con esos mismos ojos, digo, el mirar a esta sagrada mesa en la que se llevan a cabo los tremendos misterios? ¿No temes oír con los mismos oídos al adúltero que pronuncia obscenidades y al profeta y al apóstol que te introducen a los arcanos de las sagradas Escrituras? ¿No temes en un mismo corazón los venenos mortíferos y esta hostia santa y terrible?

¿Acaso estas cosas no traen consigo una inversión de la vida y la disolución de los matrimonios y las discordias y los pleitos en los hogares? Porque cuando regresas a tu casa desde esos espectáculos más disoluto y más muelle y lujurioso, y hecho un enemigo de todo pudor, te será menos agradable el aspecto de tu mujer, aunque sea ella tan hermosa como fuere. Puesto que inflamado en aquella concupiscencia que bebiste en el teatro, y vencido por el extraño espectáculo que te enloqueció, despreciarás a tu casta y modesta esposa, consorte tuya de por vida, y la molestarás con injurias y con infinitos malos tratamientos; y esto, no porque encuentres en ella algo que condenar, sino porque te avergüenzas de confesar tu enfermedad y te ruborizas de descubrir tu llaga; puesto que has vuelto de los espectáculos llagado; pero te dedicas a zurcir otras acusaciones y andas buscando injustas ocasiones de querella, y te da en rostro todo tu hogar, y andas anhelando, a causa de aquella impura y perversa concupiscencia que fue la que te causó la herida. Y mientras llevas pegado en tu ánimo el sonsonete de aquella voz y su aspecto y sus movimientos y todas aquellas imágenes de la lujuria de las meretrices, no puedes ver con gusto cosa alguna de las que tienes en tu hogar.

Pero ¿para qué hablo de la esposa y de la familia? ¡Aun a la misma iglesia la verás enseguida con menos ganas y oirás con fastidio cualquier predicación acerca del pudor y de la modestia! Y esto porque las cosas que se dicen ya no te suenan a enseñanza sino a acusaciones, y poco a poco te van conduciendo a la desesperación, hasta que finalmente tú mismo te arrancarás de las disciplina establecida para la pública utilidad común.

Por todo esto, os ruego que evitéis el entreteneros con los malvados espectáculos y que apartéis de ellos a otros que quizá ya se han enredado. Porque todo lo que ahí se hace no es para deleite, sino para daño y pena y suplicio. ¿De qué te sirve aquel placer pasajero, del que nace un perpetuo dolor, y del que sales con el estímulo de día y de noche de la concupiscencia, para dar molestias a los demás y ser de ellos aborrecido? ¡Despiértate a ti mismo y cae en la cuenta de cuál regresarás después de estar en la iglesia y cuál después de estar en los espectáculos; y compara unos días con otros! ¡Si lo haces, ya no será necesaria ninguna exhortación nuestra! Porque bastará comparar este día con aquel otro para que se manifieste cuán grande utilidad sea la que ele aquí se saca y cuán grande el daño que de allá proviene.

Estas cosas creí conveniente decir a vuestra caridad ahora y no cesaré de repetirlas. De este modo habremos amonestado a quienes padecen de esa enfermedad y habremos robustecido a los que están libres de ella. Porque este discurso para ambos es útil: para unos a fin de que desistan, para otros a fin de que no caigan. Por lo demás, puesto que es conveniente que la exhortación sea moderada, pondremos fin aquí a ella, y terminaremos lo que faltaba de la materia anterior, y volveremos al caso de David. Así lo acostumbran los pintores. Cuantas veces quieren pintar al vivo el retrato de alguno, hacen sentar durante uno, dos o tres días, a aquellos que desean retratar, con el objeto de que mediante la asidua contemplación de éstos, logren mejor expresar la semejanza sin error y en la forma exacta de ella.

Y pues nos hemos propuesto ahora pintaros no la imagen corporal y la figura de David, sino la hermosura de su alma y su espiritual belleza, queremos que el propio David esté presente, con el fin de que mirando todos hacia él, llevéis impresa en vuestro ánimo la espiritual belleza, bondad y magnanimidad de este varón justo, y en suma todas sus virtudes. Porque si algún deleite producen las imágenes corporales a quienes las contemplan, mucho más lo producirán las imágenes espirituales. Y por cierto, no es posible estar mirando a aquéllas en todas partes, sino únicamente fijas en un lugar; en cambio, nada impide que a esta imagen la lleves contigo a donde quieras, y la contemples muchas veces y saques de ella mucha utilidad, una vez que la hayas colocado en el santuario de tu alma.

Del mismo modo que los que padecen de la vista, si tienen a mano esponjas o telas de color verde y las miran con frecuencia, sienten con eso algún alivio de su enfermedad mediante ese color, así tú, si tienes delante de tus ojos la imagen de David y clavas con frecuencia en ella los ojos, aunque millares de veces la ira golpee y trate de perturbar el ojo de la razón, en mirando a este ejemplar de virtudes conseguirás la perfecta salud y la verdadera sabiduría del alma. (2)

Nadie vaya a decir: es que yo tengo un enemigo que es perverso, malvado, corrompido, incorregible. Por más que digas de él, sin duda no es peor que Saúl; puesto que éste, una y otra vez conservado en la vida por David, con todo, tras de ponerle infinitas asechanzas, perseveró en su malicia hasta el fin de su vida. Porque ¿qué es aquello de que tienes que acusar a tu enemigo? ¿que te quitó parte de un terreno, que te dañó en tus propiedades y campos, que transgredió los límites y se metió en tu casa, que te robó tus criados, que te hizo violencia, que se apoderó de lo tuyo injustamente, que te redujo a la miseria? ¡Pero aún no te ha quitado la vida, como Saúl lo anduvo procurando respecto de David! Y si acaso ha intentado quitártela, ha sido solamente una o dos o tres veces o muchas; pero esto no ha sido tras de recibir de ti tan grandes beneficios, ni después de haber caído en tus manos una y dos veces, y haberle tú perdonado. Y aun en el caso de que esto te haya sucedido, aun así con mucho te supera David.

Porque no es lo mismo condonar gratuitamente la vida quien vivía en la Antigua Ley y quien vive en la de ahora, que es Ley de gracia, y en el Evangelio. No había escuchado David la parábola de los diez mil talentos y los cien denarios; no había oído la oración que dice: ¡Perdonad a los hombres sus deudas, como vuestro Padre celestial! (3) No había visto a Cristo crucificado ni aquella sangre preciosa derramada; no había escuchado infinitas predicaciones acerca de la virtud; no había participado de tan santo sacrificio ni de la sangre divina del Señor; sino que había sido educado en leyes más imperfectas y que no exigían semejantes cosas; y con todo, llegó hasta la cumbre de la perfección evangélica.

Tú, en cambio, muchas veces te irritas contra los que pasan a tu lado, y luego no depones de tu ánimo la ira. David, aunque temía por lo futuro, pues sabía con certeza que de conservar la vida a su enemigo él tendría que salir desterrado de la ciudad y llevar una vida llena de calamidades, con todo no desistió de cuidar de él e hizo cuanto estuvo en su mano para ayudarlo, alimentándolo así contra sí mismo. ¿Quién podrá citar un caso de mayor paciencia que ésta? Por lo demás, con el fin de que veas que no solamente por las cosas pasadas sino también por las que al presente suceden, se comprueba ser esto posible, esto de que sea cual fuere el hombre a quien tienes por enemigo, puedes tú, si quieres, volver a ser su amigo, dime: ¿qué animal hay más cruel que el león? Y con todo, a éste los hombres lo amansan y lo domestican y vencen con arte su naturaleza. La fiera más brava y soberbia de todas se hace más blanda que cualquier oveja, hasta el punto de pasearse por la plaza sin causar pavor a nadie.

Pues ¿qué excusa podremos tener, o qué perdón alcanzar si cuando de ese modo domesticamos y amansamos las bestias salvajes, afirmamos luego que a los hombres jamás podremos aplacarlos y hacérnoslos benignos? Por cierto, eso de que las bestias se hagan mansas es cosa fuera de su natural; y en cambio, la fiereza es cosa antinatural en el hombre. Si, pues, en aquéllas dominamos la naturaleza ¿cómo podremos excusarnos cuando alegamos que en el hombre no se puede corregir una determinación del ánimo? Y si todavía alegas e insistes, añadiré esto otro: aunque el hombre esté enfermo de una enfermedad incurable, si tú te pones despacio a curarlo de esa enfermedad incurable, cuanto mayor trabajo te cueste tanto mayor es el premio que te espera.

Pongamos pues los ojos no en nada sufrir de nuestros enemigos, sino en no hacerles algún mal; de esta manera no sufriremos nosotros daño alguno ni aunque suframos males infinitos. Del mismo modo que David al ser arrojado de la ciudad, al ser echado al destierro, al ser acometido con asechanzas hasta ponerlo en peligro de muerte, no sufrió daño alguno; al revés, resultó más ilustre y honorable que su enemigo y más amable a todos los otros; y esto, no solamente delante de Dios, sino también delante de los hombres. Porque ¿qué daño sufrió aquel santo varón cuando tan grandes cosas padecía de parte de Saúl? ¿Acaso no es celebrado como ilustre en toda la tierra hasta el día de hoy, y como más ilustre aún en los cielos? ¿Acaso no posee ya en el reino de los cielos bienes infinitos?

Y por el contrarío ¿qué ventaja encontró aquel infeliz y miserable de Saúl, en ponerle tan innumerables asechanzas como le puso? ¿Acaso no perdió el reino? ¿acaso no murió con una mísera muerte, juntamente con su hijo? ¿acaso no es vituperado por todo el mundo? Y lo que es más grave de todo, ¿acaso no sufre eternos suplicios? Finalmente ¿qué es lo que sufres de tu enemigo y por qué no quieres ponerte en amistad con él? ¿Te despojó de tus dineros? Pues si llevas con fortaleza esa rapiña, recibirás tanto de premio como si los hubieras colocado en los pobres en forma de una limosna. Porque tanto el que lo dio a los pobres como el que no pone asechanzas a quien le hurtó sus bienes, uno y otro lo hacen por amor a Dios. Y por esto, siendo una misma la causa del gasto de los dineros, es manifiesto que la corona será también una y la misma. Pero es que puso asechanzas a mi vida y trató de matarme. Pues eso se te contará como martirio, si tú por tu parte cuentas entre tus bienhechores a ese que te puso asechanzas y llegó hasta tal extremo de enemistades, orando sin cesar a Dios por él, y suplicándole a fin de que a ese tal le sea propicio.

Así pues, no nos detengamos a pensar que Dios impidió a David el dar muerte a Saúl; sino más bienes consideremos cómo David por las asechanzas de Saúl fue coronado con triple y cuádruple corona de martirio. Porque, quien conservó la vida de su enemigo que una y dos y más veces y con mucha frecuencia había vibrado la lanza contra su cabeza; y se la conservó cuando estaba en su mano darle muerte y con todo lo perdonó, aun sabiendo que luego de nuevo sería acometido por él; y todo esto lo hizo por amor a Dios, manifiesto es que este tal, según la determinación del ánimo, fue muerto millares de veces; y quien millares de veces ha sido muerto por amor de Dios, sin duda que ha obtenido infinitas coronas de martirio. Pues, como dice Pablo: ¡Cada día muero por Dios! (4) Así éste ha sufrido eso mismo por Dios. Porque podía quitar la vida a su enemigo que le ponía asechanzas, mas no quiso hacerlo por amor a Dios; y prefirió estar cada día en peligro de muerte a librarse de tantas muertes, y esto mediante una sola muerte y ésa justa.

Pero, si no es lícito vengarse de quien así pone asechanzas, hasta el punto de que pone en peligro la vida, ni llegar hasta ese colmo de odio, mucho menos será lícito vengarse de quien nos ha hecho alguna injusticia vulgar y ordinaria. A muchos eso de ser injuriado por su enemigo les parece cosa más intolerable que la misma muerte, o que simplemente se les pongan sospechas. ¡Ea, pues! ¡responderemos también a esto!

¿Te maldijo alguno y te llamó adúltero y lujurioso? ¡Si lo dijo con verdad, corrígete! ¡si con falsedad, desprecíalo! ¡Si tienes conciencia de ser reo de esas cosas de que te acusan, arrepiéntete! ¡si no, no les hagas caso! Pero más aún: no solamente debes despreciarlas y reírte de ellas, sino mejor aún alegrarte y gozarte, según la palabra del Señor, quien nos ordena proceder de ese modo: ¡Cuando os insultaren y persiguieren y dijeren de vosotros todo mal con mentira, gózaos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa! (5) Y también: ¡Gózaos y alegraos cuando proscriban vuestro nombre como malo con mentira! (6)

Por lo demás, si el que te insulta dice cosas verdaderas, pero con todo tú lo soportas con moderación y no te irritas a tu vez, ni le devuelves las injurias, sino que más bien lloras amargamente tus faltas, no recibirás un premio menor que aquel otro primero acusado sin verdad. Voy a procurar demostraros esto por la Escritura, para que así veáis que no nos procuran tan grande ganancia los amigos cuando nos alaban y dicen cosas para agradarnos, como nos acarrean los enemigos al vituperarnos, aun cuando digan cosas que son verdad, con tal de que nosotros queramos utilizar sus acusaciones en la forma conveniente. Porque los amigos con frecuencia nos adulan; mientras que los enemigos, por el contrario, sacan a relucir nuestras faltas. Entonces, como nosotros, a causa de nuestro connatural amor propio no seamos capaces de ver nuestros pecados, ellos, por motivo de su odio, los ven mejor que nosotros; y así al reprocharnos nos empujan a que necesariamente nos corrijamos. De manera que su enemistad cede en suma utilidad nuestra; y esto no solamente porque amonestados por ellos entendemos nuestros yerros, sino porque además los echamos de nosotros.

Si acaso tu enemigo te enrostra un crimen del que tú tienes conciencia, pero tú, a tu vez, cuando lo oyes no te desatas en injurias contra él, sino que imploras a Dios con gemidos, inmediatamente quedas limpio de toda culpa. Te pregunto, pues, ¿qué cosa puede ser más feliz que ésta? ¿qué cosa más fácil para alcanzar el perdón del crimen? Pero, a fin de no ir a parecer nosotros como exhortándoos únicamente con razones y palabras humanas, os traeremos el testimonio de la Sagrada Escritura sobre esta materia, a fin de que no os quede duda ninguna.

Había un fariseo y un publicano. Este había llegado al grado sumo de la malicia; aquél, en cambio, ejercitaba la más alta virtud, como que había dado sus bienes y ayunaba continuamente y estaba limpio de rapiñas; mientras que el publicano había gastado todo el tiempo de su vida en rapiñas y violencias. Subieron ambos al templo para hacer oración. Y el fariseo de pie decía: ¡Te doy gracias, Señor, de que no soy como los demás hombres: ¡rapaces y avaros, ni como ese publicano! (7) Mas el publicano, de pie también, pero allá lejos, no se irritó contra aquél ni contestó con injurias, ni le dijo aquellas acostumbradas palabras: "¿Tú te atreves a mencionar los hechos de mi vida y a reprenderlos? ¿Acaso no soy yo mejor que tú? ¡Voy a descubrir tus pecados y haré que nunca más subas a este lugar sagrado!" ¡Ninguna de tan frías palabras pronunció el publicano; palabras que nosotros diariamente usamos para insultarnos! Sino que suspirando amargamente hería sus pechos y decía únicamente: "¡Sé propicio a este pecador!" Y con todo, éste descendió del templo justificado.

¿Adviertes la presteza? ¡Recibe la injuria y se purifica con la injuria! ¡reconoce su pecado y se despoja del pecado! ¡la acusación de su crimen le resulta perdón de su crimen! ¡su enemigo, sin saberlo, se convirtió en su bienhechor! ¿Cuan grandes eran los trabajos que aquel publicano debería padecer, ayunando y durmiendo en el suelo y velando en vigilia y repartiendo sus bienes a los pobres y permaneciendo largo tiempo vestido de saco y de ceniza, si quería que se le perdonaran sus crímenes? Pues ahora, no habiendo hecho nada de eso, con una simple palabra, quedó limpio de toda su iniquidad. Los insultos y las injurias del fariseo, que parecían cubrirlo de oprobio, le engendraron una corona de justicia; y esto sin sudores, sin trabajos, sin necesidad de largos tiempos de espera.

¿Ves, pues, cómo nosotros, aun en el caso de que alguien diga en contra nuestra cosas que son verdaderas, y de las cuales tenemos conciencia de culpa, con tal de que a quien tales cosas nos dice no lo acometamos con maldiciones, sino que amargamente lloremos y supliquemos a Dios por nuestros pecados, podemos limpiarnos de todas nuestras culpas? De esta manera se justificó este publicano: porque no se vengó del fariseo con insultos sino que lloró por sus pecados; y por esto, bajó justificado, al revés de aquél.

¿Observas, pues, cuánta utilidad acarrea la reprensión que nos hacen nuestros enemigos, con tal de que nosotros la sobrellevemos con virtud? Pues si los enemigos, tanto cuando mienten como cuando dicen verdad, así nos aprovechan ¿por qué nos dolemos? ¿por qué motivo nos inflamamos en ira? ¡Si tú mismo, oh hombre, no te haces daño, ni el amigo ni el enemigo, ni el demonio mismo pueden dañarte! Porque, siendo así que aquellos que nos injurian, que nos traicionan, que nos ponen asechanzas hasta llegar al peligro de la vida, nos acarrean utilidad; y unos nos tejen coronas de martirio, como ya lo demostramos, y otros, al reprender nuestros pecados nos vuelven justos, como sucedió al publicano ¿por qué motivo nos enfurecemos y nos inflamamos de ira en contra de ellos?

No digamos: aquél me irritó sobre manera, aquel otro me empujó a decir palabras inconvenientes. En todos los casos nosotros somos los culpables. Porque, si quisiéremos ejercitar la virtud, ni el demonio mismo podrá inflamarnos en ira. Y esto se hace manifiesto así por otras historias como, sobre todo, por esta que ahora traemos entre manos, acerca de David. Y vale la pena aún hoy traerla de nuevo a colación; pero indicaremos primero a vuestra caridad en qué punto de ella terminábamos hace poco nuestro discurso. ¿Dónde, pues, la habíamos dejado? ¡En la excusa de David! Es necesario que os refiramos ahora las palabras de Saúl, para ver qué fue lo que éste respondió a la justísima excusa de aquél: porque advertiremos la virtud de David no solamente por las palabras que él habló, sino además por el discurso de Saúl. Pues si acaso Saúl respondiere algo con placidez y mansedumbre, esto lo atribuiremos a David como a causa, puesto que logró cambiar el ánimo de aquel hombre y enseñarlo y conducirlo a la templanza.

¿Qué es pues lo que dice Saúl? Una vez que oyó a David que le hablaba y le decía: ¡He aquí la orla de tu manto en mi mano! (8) y las otras cosas que añadió para excusarse, dijo Saúl: ¿Es esta tu voz, hijo mío David? (9) ¡Cuan grande y repentino cambio se ha obrado! ¡Aquel que nunca había soportado ni siquiera llamar a David por su nombre propio, por tener ese nombre como aborrecible, ahora lo recibe en parentesco y lo llama su hijo! ¿Quién habrá más feliz que David, puesto que de un homicida hizo un padre, de un lobo una oveja? ¿Quién roció con tan abundante rocío aquel horno encendido y cambió en tranquilidad aquellas tempestades? ¿Quién aplacó la hinchazón que la ira producía en aquel ánimo exaltado? Porque habiendo penetrado las palabras de David en el alma de este hombre feroz lograron ese cambio íntegro, que puedes tú notar en las palabras de Saúl.

Porque no dijo: "¿Estas son palabras tuyas, hijo mío David?" Sino que dijo: "¿Es esta tu voz, hijo mío David?" Puesto que al sonido solo de la voz ya se sentía conmovido de amor. Y así como un padre que ha oído desde lejos la voz de su hijo que regresa, siente que se le conmueven sus entrañas, no ya con la presencia de su hijo sino aun con sola su voz, así Saúl, tan pronto como escuchó la voz de David y sus palabras penetraron en su alma, echó de sí la enemistad y reconoció al varón santo y se despojó del mal afecto, y se revistió del bueno. Y apenas dejada la ira, recibió la tranquilidad y la compasión. Y así como cuando es de noche no podemos reconocer ni aun al amigo que está presente, pero cuando ya es de día aun de lejos lo reconocemos, del mismo modo suele acontecer en las enemistades. Mientras llevamos en el alma la malevolencia, la voz que oímos nos suena como distinta, y aun el rostro del enemigo lo vemos desfigurado por nuestra corrompida pasión. Pero en cuanto deponemos la ira, aun la voz que antes nos era odiosa y hostil, nos parece agradable y plácida, y también el rostro, antes enemigo, ahora nos parece amable y agradable.

Es lo mismo que sucede con las tempestades. Las nubes aborrascadas no nos permiten ver limpia la hermosura de los cielos; y aunque tengamos unos ojos sumamente penetrantes, no logramos alcanzar aquel gozo que produce la vista de lo alto. Pero, una vez que el calor ha roto y disipado las nubes y se nos muestra el sol, entonces también se nos aparece toda la belleza de los cielos. Y es lo que sucede cuando nos encontramos inflamados por la ira: mientras la enemistad, a la manera de una densa nube, está interpuesta entre los ojos y los oídos, hace que tanto la voz como el aspecto se perciban de otro modo del que son. Pero, en cuanto alguno, habiendo meditado, echa de sí el odio, y rompe la nube de tristeza, entonces finalmente logra verlo y oírlo todo con la mente sana.

Así le aconteció a Saúl, porque apenas rompió la nube de la malevolencia, reconoció la voz de David y exclamó: "¡Es esta tu voz, hijo mío David?" ¿Qué quiere decir con la palabra ésta? Quiere significar la voz con que David derribó a Goliat, con la que sacó del peligro a la ciudad, con la que a todos, cuando estaban en peligro de muerte y de servidumbre, los restituyó a la seguridad y a la libertad; es la que calmó y suavizó el furor de Saúl, la que le proporcionó muchos y grandes beneficios. Porque esta fue la que postró a aquel bárbaro, puesto que antes de arrojar contra ti la piedra, lo acometió con la fuerza de sus palabras.

No arrojó simplemente la piedra. Sino que una vez que hubo dicho antes que nada: ¡Tú vienes a mí fiado en tus dioses, pero yo vengo a ti en el nombre de Dios Sebaot, al cual tú hoy insultaste!, (10) entonces arrojó la piedra. Fue esta voz la que como con la mano condujo la piedra contra Goliat; fue esta la que metió miedo a aquel bárbaro; fue ésta la que quebrantó la confianza del enemigo. Mas ¿por qué te admiras de que la voz del justo mitigue los furores y derribe a los enemigos, cuando incluso expele a los malos espíritus? Apenas rabiaban los apóstoles y las Potestades adversas huían. La voz de los santos con frecuencia venció la fuerza de los elementos y doblegó su poder. Una palabra dijo Jesús, el hijo de Nave: "¡Deténganse el sol y la luna!", y ellos se detuvieron. Del mismo modo Moisés así se entró en el mar y el mar retrocedió. Así sucedió a los tres jóvenes, quienes apagaron la fuerza del fuego con aquellos himnos y con su voz. (11) Y del mismo modo Saúl, a esa voz se inflamó de cariño y dijo: "¿Es esta tu voz, hijo mío David?"

Pero ¿qué fue lo que le contestó David?: "¡Tu siervo, oh mi señor!" Y aquí comienza un certamen y una disputa sobre quién honrará más a quién. Saúl acudió al parentesco; David en cambio lo llamó señor. Y lo que contestó quiso decir esto: yo busco solamente una cosa que es tu salud y tu aprovechamiento en la virtud. Me has llamado hijo. Pero a mí me basta con que me tengas como siervo, con que depongas tu ira, con que no sospeches nada malo de mí ni me tengas por enemigo y que te pone asechanzas. Y así cumplió aquella ley apostólica que ordena que, venciéndonos a nosotros mismos, nos adelantemos a honrar cada cual al otro, y no sigamos la costumbre de muchos que, más malévolos que las mismas bestias, ni siquiera soportan ser los primeros en hablar a sus enemigos, porque piensan quedar con eso deshonrados y rebajados en su dignidad si aun con sola una palabra se dirigen a su adversario.

¿Qué puede haber más ridículo que esta locura? ¿qué cosa más repugnante que esta arrogancia y soberbia? Porque, oh hombre: es entonces precisamente cuando has caído de tu dignidad y cuando quedas injuriado y en contumelia, cuando esperas a que sea el prójimo el primero en hablarte. ¿Qué hay, en efecto, peor que la arrogancia? ¿qué hay más ridículo que la soberbia y gloria vana? Porque si tú eres el primero en hablar a tu enemigo, Dios mismo te alabará, que es lo que más importa, y también los hombres aprobarán tu conducta, y finalmente serás tú el que reciba el premio completo de esa habla. En cambio, si esperas a ser tú el honrado antes para luego honrar a tu prójimo, de ningún precio es lo que haces: aquel que dio principio y te honró será quien se lleve el premio íntegro también del honor que tú le haces.

No esperemos a que sean los otros los primeros en honrarnos, sino más bien corramos a honrar a nuestros prójimos, y seamos siempre los primeros en adelantar el saludo. Ni vayamos a pensar que esta buena obra sea de poco precio y cosa vulgar; digo esta de saludar cortés y cariñosamente. Porque el omitirla ha roto muchas buenas amistades y ha engendrado muchas enemistades. Así como por el contrario, cuando el saludo se ha hecho con atención, ha acabado con muchas inveteradas enemistades y ha reafirmado amistades anteriores.

¡No quieras, oh carísimo, emperezar en el cuidado de estas cosas; sino más bien, si fuere posible, adelantémonos a cuantos se nos presenten, a saludarlos y prestarles todas las atenciones. Y si es el otro quien se nos adelanta, démosle entonces mayores muestras de honor. Porque así lo ordenó Pablo, cuando dijo: Teneos unos a otros como superiores. (12) Así procedió David, el cual fue el primero en honrar a Saúl; y cuando él a su vez fue honrado, respondió con mayores honores y dijo: "¡Tu siervo, señor mío!" Y advierte cuán grande ganancia logró David con haber dicho estas palabras. Porque Saúl no pudo ya oírlo sin lágrimas, sino que lloró amargamente, y con su llanto declaró la salud de su ánima y la virtud que David había plantado en su corazón.

Pues ¿qué hombre habrá más feliz que este profeta, que así, en breves momentos, trajo a su enemigo desde el furor a la moderación, y habiendo encontrado en él un ánimo sediento de sangre y de muerte lo empujó casi instantáneamente a los lamentos y al llanto? ¡Ya no me admiro tanto de Moisés que sacó de la roca fuentes de aguas vivas, como me admiro de David, quien de aquellos ojos empedernidos arrancó fuentes de lágrimas! ¡Porque Moisés venció la naturaleza muerta, pero David al alma afirmada en su propósito; aquél hirió con su vara la roca, éste con su palabra taladró el corazón, y esto no para entristecerlo sino para volverlo puro y manso! Como en efecto lo hizo, y con esto procuró al rey un beneficio mayor que los que ya antes le había procurado.

Cosa es digna de suma admiración y alabanza, que no haya teñido en sangre su espada, ni haya cortado aquella cabeza enemiga; pero de mayor corona es digno el haberle hecho cambiar de propósitos, y haber mejorado a su enemigo y haberlo llevado hasta una mansedumbre como la suya. Este beneficio es de mayor precio que los otros. Porque no valen lo mismo el perdonar la culpa que el llevar el ánimo a la virtud, el librar a otro de convertirse en asesino, el apagar el furor que ya se precipitaba a tan horrible maldad. Al cohibir David a sus soldados para que no dieran muerte a Saúl, hizo a éste un beneficio que toca y atañe a la vida presente; pero, al despojarlo de la malicia con aquellas suaves palabras, le hizo el presente de la vida eterna y bienes eternos, cuanto era de su parte.

Así pues, cuantas veces alabas a David por su mansedumbre, mejor alábalo por haber cambiado el ánimo de Saúl. Porque mucho menos es el templar las propias pasiones que el domeñar el ajeno furor y moderar un corazón hinchado por la ira; y de tan grande tempestad hacer una tranquilidad tan grande; y de ojos que respiraban homicidios, hacer fuentes de lágrimas tiernas. ¡Cosa es ésta que llena de estupor y que toca en milagro! Porque si Saúl hubiera sido un hombre moderado y justo, no habría sido cosa de tan grande dificultad el traerlo a la virtud que ya acostumbraba; pero, al que era por naturaleza cruel y había llegado al extremo de la malicia, y se apresuraba a ejecutar la matanza, a ése en breve tiempo cambiarlo de tal manera que abandone toda aquella amargura, quien esto hace ¿cómo no oscurecerá a todos cuantos alguna vez, por causa de su moderación y su virtud, alcanzaron y merecieron el renombre de esclarecidos?

Tú, pues, si en alguna ocasión cayere en tus manos tu enemigo, no mires cómo te vengarás, no lo despaches colmado de injurias; sino cómo lo sanarás y lo volverás a la mansedumbre. Y no desistas de hacer y decir todo cuanto sea necesario, hasta que llegues a superar, mediante tu mansedumbre, su furor. Porque no hay cosa de más poder que la mansedumbre. Lo cual ya declaró otro diciendo: ¡La lengua blanda, ablanda los huesos! (13) Y ¿qué cosa hay más dura que el hueso? Y con todo, aunque alguno fuera tan duro e indomable como el hueso, lo superará fácilmente quien use de la mansedumbre para con él. Y también dijo otro: ¡La respuesta blanda aplaca la ira! (14) De donde se ve claramente que eso de que tu enemigo se irrite o se reconcilie, más está en tu potestad que no en la de él. Porque no en las manos de aquellos que se encuentran inflamados por la ira, sino más bien en nuestras manos está el que la ira suya se aplaque o al revés se inflame con mayor incendio aún. Y esto lo declaró aquel primero con un ejemplo sencillo. Porque si soplas, dice, sobre una centella de fuego, suscitas un incendio; pero, al revés, si escupes en ella la apagas; y ambas cosas están en tu mano, puesto que ambas cosas, dice, salen de tu boca.lj Lo mismo sucede con la ira del prójimo: si tú aportas palabras llenas de soberbia y locura, es como si al incendio le echaras carbones; pero si usas de palabras mansas y templadas, apagarás el incendio de la ira antes de que se enardezca. Por lo mismo, no digas: "¡Es que he oído o he sufrido esto!"', porque esas cosas están en tu potestad. Y así, en tu poder está el apagar o el inflamar la ira, a la manera de una centella de fuego, y suscitar o suavizar el furor.

Si te encuentras con tu enemigo, o recuerdas todo lo que de él has padecido u oído, penoso para ti, procura olvidarlo; y si se te viene el pensamiento procura atribuirlo al demonio. Recoge, en cambio, en tu memoria todo cuanto dijo o hizo tu enemigo en favor tuyo amistosamente. Si te adhieres a este recuerdo muy pronto acabarás con esa enemistad. Y si tuvieres ánimo de acusarlo y litigar contra él, procura previamente reprimir todo movimiento de ira, y hasta después acúsalo y muévele litigio; pero mientras nos encontramos conmovidos por la ira, no podremos decir ni oír acerca de él nada razonable. Una vez libres de la perturbación de la cólera, no le diremos al enemigo alguna palabra un tanto dura, ni, si otros se la dicen, la oiremos del mismo modo que si estuviéramos irritados. Porque no suele exasperarnos la naturaleza misma de las cosas que se dicen, sino el odio que llena nuestra alma.

Sucede con frecuencia que cuando oímos unas mismas injurias, pero de amigos que las dicen en broma y por juego, o bien de niños pequeños, no solamente no sentimos molestia alguna ni nos exasperamos, sino que aún sonreímos y regocijamos; y esto, porque no las oímos con el ánimo predispuesto ni con la mente ya preocupada por la cólera. Pues del mismo modo hagamos tratándose de los enemigos: si apagas tu ira, ya no te ofenderá ninguna de las palabras que se dicen.

Pero ¿qué digo las palabras? ¡Ni los hechos mismos y las obras te ofenderán! Como le sucedía a este bienaventurado varón David, pues ninguna de aquellas cosas que sufría le ofendió. Sino que como viera a su enemigo que se armaba contra él y su seguridad, y que no dejaba piedra por mover para llevar a cabo su mal designio, con todo no se exasperó, sino que más bien se dolió de su malicia; y así, cuanto con mayor vehemencia aquél asechaba en contra suya, con tanto mayor empeño lo lloraba. Porque sabía, sabía muy bien, lo repito, y con certeza, que no quien padece la injuria sino quien la hace es digno de llantos y lamentos, puesto que a sí mismo se daña. Y por este motivo, usó para con él de una amplia excusa, y no desistió hasta haberlo conmovido y haberlo llevado a excusarse a su vez con lágrimas y gemidos.

Porque una vez que éste lloró, y lanzó aquella palabra amarga, y con toda claridad abiertamente se lamentó, oye lo que dijo: ¡Mejor eres tú que yo, puesto que me has hecho bien y yo te he pagado con mal! (16) ¿Ves cómo él mismo condena su malicia? ¿y cómo ensalza la virtud del varón justo, y sin que nadie a ello lo obligue, lo justifica? ¡Pues haz tú lo mismo! Cuando tu enemigo cayere en tus manos no lo acuses, sino más bien justifícalo, a fin de que así lo empujes a condenarse a sí mismo. Si nosotros lo acusamos, lo exasperaremos; pero si nosotros lo excusamos, él, apenado por nuestra mansedumbre, se condenará a sí mismo. Más aún: de este modo, hasta el redargüirlo no contendrá sospecha alguna de mala intención, con lo que él a su vez depondrá toda su malicia. Así lo vemos en este caso. Cuando el injuriado calla, el injuriador se acusa con grande vehemencia. Porque no dijo Saúl simplemente "¡me hiciste bien!", sino "¡me diste en pago bienes!" Que es como decir: en vez de las asechanzas, de la muerte, de males infinitos, me correspondiste con bienes grandes. Y yo ni aun así me hice mejor; sino que a pesar de aquellos tus beneficios, he perseverado en mi malicia; en tanto que tú, ni con estas cosas has cambiado de modo de ser, sino que has continuado añadiendo bienes, mientras nosotros te poníamos asechanzas.

¡De cuántas coronas apareció digno David por cada una de estas palabras! Porque, aunque era la boca de Saúl la que pronunciaba esas palabras, pero era la virtud de David la que a su ánimo las sugería. ¡Tú, le dice, me has recordado hoy los bienes que me has hecho puesto que Yavé me ha puesto en tus manos y tú no me has dado muerte! (17) Y juntamente da testimonio de otra virtud; o sea que, habiéndole hecho el bien, no calla ni disimula, sino que se acerca y lo recuerda; y esto, no por vana ostentación, sino queriendo enseñarle con las obras mismas que es él del número de los que bien le quieren y se preocupan de su bienestar, y no de los que le arman asechanzas. Porque entonces nos es lícito recordar nuestras buenas obras cuando de ello se ha de seguir una utilidad notable.

En cambio, cuando sin motivo alguno el hombre se jacta y enaltece sus beneficios en favor de otro, no hace cosa distinta de aquel que los echa en cara. Mas, si lo hace con el objeto de cambiar el ánimo de quien le es enemigo y tiene de él mala opinión, entonces se convierte en cuidadoso benefactor del otro. Esto fue lo que hizo David respecto de Saúl, pues no quería alcanzar gloria de él sino procurar desarraigar su ira aquella que con él en su pecho vivía. Y por esto Saúl lo alabó por ambas cosas: porque le era benemérito y porque le había recordado sus beneficios.

Y luego, como Saúl quisiera mostrarse agradecido, pero no encontrara un beneficio equivalente con qué pagarle, puso a Dios como fiador suyo delante de David, y le dijo: ¿Quién es el que se encuentra con su enemigo en una estrechura y le deja seguir en paz su camino y Dios lo premia con bienes, como tú lo has hecho hoy conmigo? (18) Porque ¿qué podía Saúl darle en retorno que fuera digno de sus méritos, aun cuando le hubiera cedido todo su reino con todas las ciudades? Porque David a él le había dado no solamente el reino sino además la vida.

Y Saúl no tenía otra vida que devolverle en pago. Por esto lo remite a Dios y lo honra con los premios que El le dará. Y esto lo decía al mismo tiempo alabando a David y enseñándonos cómo entonces tenemos mayores premios preparados de parte de Dio?, cuando en pago de los beneficios infinitos hechos a nuestro enemigo, recibimos de éste lo contrario.

Después añadió: ¡Bien sé yo que tú reinarás, y que la realeza de Israel se afirmará en tus manos! ¡Júrame, pues, por Yavé que no destruirás mi descendencia, que venga después de mí, y que no borrarás mi nombre de la casa de mi padre! (19)

Pero pregunto yo: ¿de dónde sabes esto? Tú tienes ejércitos y dinero, tú tienes armas y ciudades, caballería y soldados de a pie, en una palabra, toda la fuerza y el aparato regio, mientras que éste se encuentra desnudo y no tiene ni ciudad, ni familia, ni casa. Entonces ¿por qué, te pregunto, hablas de ese modo? Pues habla así por las costumbres mismas que observa en Da vid. Como si dijera: ciertamente él así desnudo de armas, no me habría vencido a mí, armado y rodeado de tan inmenso poder, si no tuviera a Dios corno auxiliador. Ahora bien: aquel que tiene a Dios como auxiliador, es más poderoso que todos.

¿Ves, pues, a qué grado de sabiduría fue conducido Saúl tras de andar poniendo asechanzas? ¿observas cómo sí puede ser posible que el enemigo eche fuera toda su malicia y se cambie en mejor?

No queramos, pues, desesperar de nuestra salud. Porque aún en el caso de que se nos haya empujado hasta el abismo total de la malicia, es posible que nosotros mismos salgamos de él y depongamos toda nuestra maldad. Y ¿qué dice luego?: "¡Júrame que no destruirás mi descendencia que venga después de mí, y que no borrarás mi nombre de la casa de mi padre!" ¡El rey suplica a un particular! ¡el que lleva ceñida la diadema toma el papel de suplicante y ruega a un desterrado en favor de sus hijos! ¡Pero esto mismo prueba la virtud de David!: ¡que un enemigo se haya atrevido a suplicar al otro su enemigo! Y eso de que exija el juramento no lo hace porque desconfíe del modo de ser de David, sino porque recuerda que él lo abrumó de males. '"¡Júrame, le dice, que no destruirás mi descendencia que venga después de mí!" De manera que deja como tutor de sus hijos a su enemigo, y le pone en sus manos su prole; puesto que con estas palabras como que toma por la mano a su prole y a David y pone a Dios como arbitro y mediador.

Y ¿qué hace David? ¿Usó acaso de alguna ligera ironía y disimulación en este paso? ¡De ninguna manera! Sino que al punto asintió y concedió lo que se le pedía. Y una vez muerto Saúl no solamente no mató a sus descendientes, sino que aún hizo más de lo que había prometido. Porque al hijo de Saúl, que era cojo y débil de los pies, lo llevó a su propia casa y lo hizo partícipe de su mesa propia y lo honró sobremanera; y no se avergonzó de él, ni lo ocultó, ni pensó que se deshonraba la mesa real con la cojera del muchacho, sino que más bien pensó que así se honraba y tenía mayor solemnidad. Porque todos cuantos a ella con él se asentaban, salían de ahí tras de haber adquirido grandes enseñanzas de virtud. Pues viendo al hijo de aquel Saúl, que tan grandes males había causado a David, tenido en tanto honor delante del rey, aun cuando fueran más crueles que las fieras, volvían al fin a la amistad con sus enemigos, llenos de vergüenza y rubor.

Ya habría sido mucho que David ordenara se le suministrase de otra parte el alimento; y que hubiera dispuesto la medida abundante en que se le diera, gran cosa habría sido. Pero esto de recibirlo él mismo y en su propia mesa, es característico de una virtud eximia. Vosotros sabéis que no es fácil amar a los hijos de los enemigos. Pero ¿qué digo amarlos? Ya es mucho que no se les odie y no se les persiga. Y esto en tal grado, que muchos han descargado la ira que tenían contra los enemigos ya difuntos sobre los hijos de éstos. No lo hizo así el magnánimo y generoso varón, sino que honró a su enemigo mientras éste vivía; y una vez que murió mostró con sus hijos la misma benevolencia que con él había tenido.

¿Qué había más santo que aquella mesa a la cual ceñían los hijos de un enemigo, y de un enemigo que había intentado dar muerte a David? ¿Qué cosa más espiritual que aquel banquete en el que tan inmensas bendiciones abundaban? ¡Era un convite al que invitaba un ángel, que no un hombre! ¡Porque el amar y abrazar a los hijos de un enemigo, y precisamente al hijo de aquel que tantas veces había intentado quitarlo de en medio, y había muerto ocupado aún en semejantes artimañas, hace que a este hombre se le adscriba al coro de los ángeles!

¡Haz tú, oh carísimo, esto mismo y cuida de los hijos de tus enemigos, ya vivan éstos aún o ya hayan muerto. De los que viven aún, porque de este modo te ganarás el ánimo de sus padres; de los que ya murieron, para que alcances de Dios grande gracia y seas honrado con muchas coronas. Y en fin, para que de parte de todos alcances también abundantes oraciones; y esto no solamente de aquellos a quienes hayas beneficiado, sino también de los que lo han presenciado. Esto se pondrá a tu favor en aquel último día; y al tiempo del juicio, los enemigos que recibieron tus favores, serán tus poderosos patronos: ¡expiarás así tus muchos pecados y lograrás el premio!

Aunque hayas cometido infinitos pecados, si puedes presentar como cumplida aquella sentencia que dice: Perdonad a vuestros enemigos y vuestro Padre os perdonará vuestros pecados, puedes tener una grande confianza del perdón de tus culpas, y mientras pasarás esta vida en buena esperanza, y todos te mostrarán su cariño y estarán bien dispuestos contigo. Porque cuando vean que tú de tal manera amas a tus enemigos y a los hijos de tus enemigos, ¿cómo puede suceder que no procuren ser tus amigos y ayudarte y hacer en favor tuyo cuanto esté en su mano?

Cuando gozares de tan grande benevolencia delante de Dios, cuando tengas a todos suplicando en tu favor toda clase de bienes ¿qué molestia podrás experimentar o quién podrá llevar una vida más feliz que la tuya? Alabemos, pues, estos procederes durante esta vida; y una vez abandonada esta reunión, pongámoslos en práctica; y recorramos la ciudad para descubrir a nuestros enemigos y reconciliémonos con ellos, y de enemigos hagámoslos amigos sinceros. Y si para ello fuesen necesarias excusas y pedirles perdón, no lo rehusemos aun en el caso de haber sido nosotros los injuriados. Porque de esta manera será mayor nuestro premio; de esta manera será mayor nuestra confianza; de esta manera alcanzaremos, sin poder dudarlo, el reino de los cielos, por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, a quien, con el Padre y juntamente el Espíritu Santo, sea la gloria y el poder y el honor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.


(1) Mt 5,28.
(2) La introducción que precede la copió más tarde un autor desconocido al principio de un discurso que tituló: "En el comienzo del ayuno, acerca del destierro de Adán y acerca de las mujeres malvadas". No va incluido en estas versiones, por ser manifiestamente apócrifo.
(3) Mc 11,25.
(4) 1Co 15,31.
(5) Mt 5,11-12.
(6) Lc 6,22-23.
(7) Lc 18,11-12.
(8) 1S 24,12.
(9) 1S 24,17.
(10) 1S 17,45.
(11) .
(12) Ph 2,3.
(13) Pr 25,15.
(14) Pr 15,1.
(15) Si 27,14.
(16) 1S 24,13.
(17) 1S 24,19.
(18) 1S 24,19.
(19) 1S 24,21-22.



Homilias Crisostomo 2 14