CRISOSTOMO-HOMILIAS I - Prolog.

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X: Homilía sobre el texto: Saludad a Priscila y Aquila

(Rm 16,3 ss.). Sermón primero. Parece que ésta y la siguiente Homilía fueron predicadas en Antioquia, pero no hay nada cierto.

¡CREO QUE a muchos de vosotros habrá admirado, durante la lectura, esta carta del apóstol; o por lo menos habréis tenido como innecesaria y aun inútil la parte de ella que se ha leído, por encontrarse llena de frecuentes saludos, enhilados unos tras otros! Por tal motivo, aunque llevaba el curso de mi predicación en dirección distinta, lo he abandonado y vengo dispuesto a entrar en esta otra materia, con el objeto de que entendáis que nada hay inútil o innecesario en la Sagrada Escritura, ni aun una iota o una tilde; más aún, ni siquiera un simple saludo, puesto que el saludo nos abre un mar inmenso de sentidos y nos da abundante materia. Pero ¿qué digo un simple saludo? ¡Con frecuencia la añadidura de una sola letra, origina todo un escuadrón de sentencias!

Puede verse, por ejemplo, en el nombre de Abrahán. ¿No será absurdo que quien recibe carta de un amigo, lea no sólo el cuerpo del escrito, sino también los saludos puestos al fin, y que por aquí descubra sobre todo el afecto de quien escribe; y en cambio, que cuando Pablo es el que escribe, o por mejor decir, no Pablo sino el Espíritu Santo con su gracia es el que dicta la carta, y carta dirigida a toda una comunidad y a un pueblo tan numeroso, y por medio de éste a todo el orbe de la tierra, vayamos a pensar que hay en la carta algo inútil o dicho al acaso, y la recorramos superficialmente y no pensemos que con semejante sistema de lectura todo lo destrozamos y revolvemos?

¡Esto es precisamente lo que nos produce tan gran desidia y negligencia! ¡que no leemos completas las Sagradas Escrituras, sino que elegimos aquellas partes que nos parecen más claras y no tenemos cuenta con el resto! ¡Semejante práctica es la que ha originado las herejías! El no leer íntegro ni admitir el cuerpo de fes Escrituras, por pensar que en éstas hay algo superfluo o menos necesario. Por tal práctica resulta que ponemos todo nuestro empeño en otras cosas -no sólo en las superfluas sino incluso en las inútiles- y en cambio olvidamos adquirir pericia en las Sagradas Letras. Los que se admiran hasta embobarse de los espectáculos de las carreras de caballos, pueden decirnos hasta el nombre y la calidad y el pedigrí, y la patria y la educación que ha recibido cada corcel, con todos los pormenores y los años de vida que tiene y-cuánta sea su velocidad en la carrera y cuál de los caballos llevará la victoria en el caso de competir con tal otro, y cuál de éstos, si se le suelta y lo gobierna cuál! de los aurigas, ganará en las carreras y se adelantará a su competidor.

Lo mismo quienes se ocupan en las danzas: demuestran una locura no menor que la de quienes corren caballos, en relación con los personajes que indecorosamente se presentan en el teatro: ¡me refiero a los mimos y a las bailarinas! Porque recuerdan y refieren sus genealogías, su patria, su educación y todos los demás datos. En cambio, si preguntamos cuántas y de qué calidad son las cartas de Pablo, no sabrán decirnos ni siquiera el número. Y si hay algunos que sepan el número, cuando se les pregunta qué ciudades fueron las que recibieron tales cartas, no saben contestar. Hubo un cierto eunuco de linaje bárbaro, oprimido por infinitos cuidados y negocios, que de tal manera estaba aficionado a los Libros Santos, que no descansaba ni aun durante sus viajes; sino que sentado en su coche, se entregaba con diligencia a la lectura de las Sagradas Escrituras. En cambio nosotros, que no estamos apretados ni por la mínima parte de los negocios que al eunuco distraían, nos aterrorizamos aun con solos los títulos de las cartas; y esto, siendo así que cada domingo nos reunimos aquí y nos entregamos a escuchar las sacras lecciones.

Mas, para no consumir nuestro discurso en sólo reprender ¡ea! ¡entremos en la consideración del saludo que parece ser inoportuno e inútil! Si se explica y se demuestra la utilidad que trae a quienes diligentemente atienden, se verá mayor aún la culpa de los que echan de sus manos tan gran tesoro espiritual y tales riquezas. ¿Cuál es, pues, el saludo? Dice: ¡Saludad a Priscila y Águila, auxiliares míos en el Señor! -¿No parece ser esto un simple saludo? ¿No parece que nada notable ni excelente significa? ¡Pues bien! ¡gastemos en explicarlo todo este discurso! Más aún: ¡ni siquiera podremos en el día presente explicaros todas las sentencias contenidas en tan pocas palabras! ¡Se hace necesario reservaros cierta cantidad de sentidos para el día de mañana, de los que se ofrecen en este pequeño saludo! Tampoco tengo determinado referirme por ahora a todo ello, sino solamente al exordio y a una parte: ¡Saludad a Priscila y Aquila!

Conviene en primer lugar que admiremos la virtud de Pablo, pues como le estuviera encomendado el cuidado de todo el orbe de la tierra -¡tierra y mar y todas las ciudades que existen debajo del cielo, bárbaros y helenos- y como llevara dentro de sí la atención de todos ellos, todavía se muestra solícito por un hombre y una mujer. En segundo lugar debemos admirarnos de que estuviera dotado de un ánimo tan vigilante y cuidadoso y tal que no únicamente cuidaba de todos en general, sino que en particular recordaba a cada uno de los varones buenos y eximios. Y que ahora lo hagan tos Prelados en las Iglesias, no parece cosa admirable. Porque ya se apagaron aquellos tumultos y los Prelados cuidan sólo de una ciudad. Pero en aquel entonces, la magnitud de los peligros, las distancias de los caminos, la multitud de preocupaciones, los oleajes que unos a otros se sucedían, el no vivir de asiento siempre y con todos, y muchos otros impedimentos, podían quitar la memoria aun de las más queridas personas. Pero a estos dos, no los quitaron de la memoria de Pablo. ¿Por qué no los quitaron? ¡Por la magnanimidad de Pablo, por su caridad sincera y encendida! De tal manera estaban incrustados en su memoria que con frecuencia hace recuerdo de ellos en sus cartas.

Pero veamos ya quiénes y cuáles eran estos que de tal manera habían obligado al apóstol y lo habían arrastrado con su cariño. ¿Eran por ventura cónsules o Prefectos de las milicias o magistrados de las ciudades? ¿Estaban constituidos en alguna ilustre dignidad o abundaban en riquezas y gobernaban la ciudad? ¡Nada de esto puede afirmarse, sino todo lo contrario! ¡Eran pobres y necesitados, y que buscaban el sustento mediante el trabajo de sus manos! Porque eran, dice la Escritura, fabricantes de tiendas de campaña. Y sin embargo, Pablo no se avergonzaba ni juzgaba ser injuria para la nobilísima ciudad y el pueblo, que tan altamente sentía de él, mandar saludos a los obreros; ni pensaba que de su amistad para con ellos les podía venir a los ciudadanos alguna infamia. ¡Hasta tal punto había para entonces enseñado ya a éstos a no sentir altamente de sí mismos!

Nosotros en cambio, si tenemos parientes que sean de una clase social un tanto inferior, nos apartamos de su familiaridad y creemos que nos deshonra el que alguna vez se nos conozca como sus parientes. No procedía así Pablo, sino que aun se gloriaba de lo contrario; y cuidó de que tal cosa quedara manifiesta no únicamente a los hombres de su tiempo, sino a todas las edades y vieran que entre sus más íntimos se contaban aquellos fabricantes de tiendas de campaña. Ni vaya alguno a decir: ¿qué había de maravilloso en que Pablo, que también había ejercitado el mismo oficio, no se avergonzara de la compañía de semejantes operarios? ¿Qué dices? ¡Precisamente es cosa de mucha estima y digna de admiración! Puesto que no suelen avergonzarse de sus inferiores los que pueden presentar una esclarecida nobleza de linaje tanto como se avergüenzan otros que. tras de haber pertenecido a la misma baja clase social del vulgo, de pronto se encuentran elevados a brillantes y altas dignidades.

Yo pienso que a todos es manifiesto haber sido Pablo el hombre más esclarecido y noble y que superaba en brillo a los mismos reyes. Pues quien imperaba sobre los demonios, quien resucitaba a los muertos, quien con sola una orden podía producir la ceguera o restituir la vista, y cuyos vestidos sanaban a todos los enfermos de cualquier clase de enfermedades, no hay duda de que ya no era tenido por hombre, sino por ángel bajado del cielo. Mas, a pesar de gozar de tan elevada estimación y de admiración tan grande, de atraer enseguida toda región en donde se presentaba, sin embargo, no se avergonzaba de tratar y saludar al fabricante de tiendas de campaña, ni pensaba que por esto se disminuiría el honor de los ciudadanos constituidos en altas dignidades y magistraturas.

Es verosímil que hubiera en aquella Iglesia muchos romanos ilustres y Pablo los obligaba a trasmitir los saludos a aquellos pobres fabricantes. Sabía, sabía perfectamente que lo que suele engendrar la nobleza no es la abundancia de riquezas, ni la opulencia, sino la moderación en las costumbres. Hasta el punto de que quienes están privados de la dicha moderación y virtud, y se vanaglorian por la nobleza de sus antepasados, en realidad se glorían de simples nombres y no de la verdadera nobleza. Pero aun la gloria del nombre se les quita muchas veces cuando alguno examina la vida de los antepasados. Si con cuidado examinas al esclarecido e ilustre por la fama de sus padres nobles o de su abuelo encontrarás que ha tenido un bisabuelo vil y de baja clase social. E igualmente respecto de los que parecen de humilde clase, si vamos examinando de abajo hacia arriba toda su ascendencia, encontraremos frecuentemente que han tenido como ancestros a Prefectos de milicias y magistrados, que finalmente acabaron en caballerizos y porquerizos.

Y como Pablo conocía todo esto, no hacía mucho caso; sino que buscaba la nobleza del alma y enseñaba a los otros a buscarla, por encima de esas otras cosas. De manera que, por de pronto, ya de aquí sacaremos gran provecho para no avergonzarnos de los más pobres que nosotros, y para buscar la virtud del alma, y para tener por superfluas e inútiles las riquezas exteriores y materiales. Y aun podemos sacar otra ganancia no menor; y tal que si la conseguimos nos dará inmensa seguridad para nuestra vida. ¿Cuál es? ¡No vituperar el matrimonio! no juzgarlo impedimento ni obstáculo en el camino que lleva a la virtud! ¡No lo impide el tener esposa y educar a los hijos y estar al frente de un hogar y el ejercer un oficio! En el caso presente se trata de marido y mujer y estaban al frente de un taller y ejercían un oficio; y sin embargo, demostraban una virtud mucho más perfecta en sus costumbres que quienes habitan los monasterios.

¿Cómo consta? Por las palabras que Pablo les dirige. O por mejor decir, no por las palabras que les dirige, sino sobre todo por los testimonios con que enseguida los recomendó. Pues habiendo dicho: ¡Saludad a Priscila y Aquila! añadió en qué consistía la dignidad de éstos. ¿En qué consistía? ¡No dijo porque son ricos, ilustres, nobles! Entonces ¿por qué? Porque son mis auxiliares en el Señor. Ciertamente en cuanto a recomendar la virtud, no hay testimonio que con éste pueda compararse. Además hay otro testimonio, como es que Pablo permaneciera en casa de los esposos no uno ni dos ni tres días, sino dos años íntegros. ¡Por aquí podemos reconocer la virtud de los esposos! Así como los magistrados seculares no se dignan hospedarse con los hombres de baja clase social; sino que buscan las opulentas moradas de algunos ilustres varones, con el objeto de que no se menoscabe su propia dignidad a causa de la vileza de quienes los reciben, así procedían también los apóstoles. No se hospedaban con cualquiera, sino que, como aquéllos buscan la opulencia de las moradas así éstos buscaban las virtudes del alma; y tras de investigar diligentemente quiénes en la virtud les eran semejantes, ahí se hospedaban. Así se lo había puesto por ley Cristo: En cualquier casa o ciudad, les dijo, en donde entrareis, investigad quién sea ahí digno, y ahí permaneced. En consecuencia los dichos esposos eran dignos de Pablo; y si lo eran de Pablo, por lo mismo, también eran de los ángeles.

Por mi parte, me atrevería a llamar aquella casita, cielo e iglesia; puesto que en donde Pablo estaba, ahí estaba Cristo. Pues dice: ¿O es que queréis experimentar al que en mí habla, Cristo? Y en donde Cristo está, ahí los ángeles van y vienen con frecuencia. Ahora bien: los que anteriormente se habían mostrado dignos de hospedar y servir a Pablo, piensa cuáles se encontrarían de adelantados en la perfección después de haber convivido con él durante dos años en los que habían observado su presentación, su modo de andar, su aspecto, su modo de vestir, su manera de entrar y salir y todo lo a él referente. Porque en los santos no únicamente las palabras ni sólo la doctrina y las exhortaciones sino todo su género de vida es suficiente para enseñar la modestia y la virtud a quienes los observan siquiera con un poco de atención.

Piensa entonces qué sería ver a Pablo cuando tomaba sus alimentos, cuando exhortaba y cuando reprendía, cuando oraba y cuando derramaba lágrimas, cuando entraba y cuando salía. Si quedándonos solamente catorce cartas suyas, las llevamos por todo el orbe de la tierra a todas partes, quienes poseían la fuente de las cartas, la lengua del orbe, la luz de las Iglesias, el fundamento de la fe, el firmamento y columna de la verdad ¿a qué perfección pudieron elevarse mientras convivían con semejante ángel? Si sus vestidos eran temibles para los demonios y tenían tan excelente virtud, ¿cuan grande gracia es razonable creer que pudo conciliar su convivencia a quienes lo hospedaban, de parte del Espíritu Santo?

¡Cuando vieran la celda de Pablo, su lecho, su calzado! ¿no les serviría todo de aliciente grande para la compunción! Si los demonios temblaban ante los vestidos de Pablo mucho mejor debieron compungirse los que con él convivían cuando vieran tales vestiduras. Vale la pena además examinar por qué al saludarlos, antepuso Pablo la esposa al esposo. Porque no dijo: ¡Saludad a Aquila y Priscila! sino a Priscila y Aquila. No lo hizo al acaso, sino porque sabía que la esposa estaba dotada de mayor virtud que el esposo! Y que lo que acabo de afirmar no es una simple conjetura mía, se puede ver por lo que se dice en los Hechos de los Apóstoles. La esposa habiendo tomado consigo a Apolo, varón elocuente y muy conocedor de las Sagradas Escrituras, pero que sólo conocía el bautismo de Juan, le enseñó el camino de Dios, y lo convirtió en perfecto maestro.

Porque las mujeres que en tiempo de los apóstoles vivían no cuidaban de las mismas cosas de que cuidan las de ahora: de espléndidas vestiduras, de hermosear el rostro con polvos y coloretes, de molestar a sus esposos y obligarlos a que les compren un vestido más rico y bello que el de la vecina, y mulos blancos y frenos dorados y numerosos eunucos y greyes de esclavas, y toda la demás ridícula pompa. Habían hecho a un lado tales cosas y arrojado de sí el fausto del mundo y buscaban sólo una cosa: hacerse compañeras de los trabajos apostólicos y participar en la empresa, ¡No era esta mujer la única sino que todas eran iguales! Porque de otra Pérside, dice Pablo: ¡Que mucho trabajó en favor nuestro. Y alaba también a María y a Trifena por el mismo trabajo apostólico, y porque estaba dispuesta a sufrir los mismos combates.

Pero entonces ¿por qué, escribiendo a Timoteo le dice: No permito que enseñe ni que domine a su esposo? Es que habla del caso en que el esposo sea un varón piadoso y profese la misma religión y participe de la misma sabiduría que la esposa. En cambio, cuando es un infiel y está en el error, no priva a la esposa de la autoridad para adoctrinarlo. Puesto que escribiendo a los corintios, les dice: Y si una mujer tiene marido infiel, no lo abandone. Porque ¿cómo sabes, oh mujer, si acaso salvarás a tu esposo? Pero ¿cómo puede suceder que una mujer fiel salve a su marido infiel? ¡Instruyéndolo y adoctrinándolo y conduciéndolo como Priscila lo hizo con Apolo. Por otra parte, cuando dice no permito que la mujer enseñe, habla de la enseñanza que se hace desde el pulpito y de los sermones que se predican al pueblo, cosa que por oficio toca a los sacerdotes. Pero aconsejar y exhortar en privado, no lo prohibió. Si lo hubiera prohibido, nunca habría alabado a esta mujer, que lo practicaba.

Oigan esto los hombres y también las mujeres: éstas para que imiten a la que fue de su mismo sexo y estuvo unida a ellas por la naturaleza; aquéllos para que no vayan a quedar inferiores y parecer más débiles que las mujeres. Pues ¿qué perdón alcanzaremos o qué excusa tendremos si, cuando las mujeres muestran tan gran empeño y virtud, nosotros los hombres permanecemos apegados a los negocios seculares? ¡Aprendan a su vez los magistrados lo mismo que los particulares, los sacerdotes lo mismo que los laicos: aquéllos para que no tengan excesiva estima de los ricos, ni busquen moradas opulentas sino más bien inquieran aquellas en que se halla la virtud unida con la pobreza, y para que no se avergüencen de sus hermanos más pobres, ni del que trabaja en fabricar tiendas de campaña o del que es curtidor de pieles o comerciante en púrpura, ni tras de hacer a un lado al que es herrero, anden en busca de quienes desempeñen altos cargos; y estos otros, los que son particulares y llevan una vida privada, para que no piensen que tal cosa les impide el hospedar a los santos. Acuérdense, más bien, de la viuda que recibió en hospedaje a Elías, cuando sólo le quedaba un puñado de harina; y también de estos esposos que alimentaron a Pablo como huésped durante dos años, y abran su casa a los pobres y anhelen que cuanto poseen sea común con los que hospedan.

Ni me vayas a objetar que no tienes criados para que les sirvan. Aunque tuvieras muchos criados, Dios ordena que personalmente cojas los frutos de la hospitalidad. Pablo, hablando a una viuda y exhortándola a ser caritativa con los huéspedes, le ordenó que desempeñara personalmente el oficio y no por medio de otras mujeres. Porque después de haber dicho: Si recibió en hospedaje, añadió: si lavó los pies a los santos? No dijo, si gastó sus dineros; tampoco si ordenó a sus criados que desempeñaran aquel oficio, sino si por sí misma lo desempeñó. Por igual motivo Abrahán, que poseía trescientos dieciocho domésticos, fue personalmente al rebaño y trajo sobre sus hombros el ternero, y desempeñó los demás servicios e hizo a su esposa participante de los frutos de la hospitalidad.

Y también nuestro Señor Jesucristo, por la misma razón nació en un pesebre y fue alimentado en una casa, una vez nacido; y ya adulto, no tuvo en dónde reclinar su cabeza. Para enseñarte, mediante tales cosas, a que no te embobes contemplando lo de esta vida, sino que en todas partes te muestres amante de los inferiores en condición, y cuidadoso de la pobreza, y evites el excesivo enriquecimiento, y cuides de adornar tu interior mediante la virtud. Toda la gloria de la hija del rey es interior j dice la Escritura. Si amas la hospitalidad con sincera determinación de tu alma, tienes todas las promesas de la hospitalidad, aun cuando no poseas sino un óbolo. Pero si te muestras inhumano y aborreces a los huéspedes, aunque abundes por todos lados en riquezas, tu casa te parecerá demasiado estrecha para recibir peregrinos.

La mujer de que tratamos no tenía lechos de plata adornados, pero sí una perfecta castidad; no tenía colchas, pero sí un ánimo manso y hospitalario; no tenía refulgentes columnas, pero tenía una resplandeciente hermosura en el alma; no poseía paredes revestidas de mármol, ni pavimento adornado de fino mosaico, pero era ella misma templo del Espíritu Santo. A ésta alabó Pablo; a ésta le mostró su cariño. Por tal motivo, a pesar de haber durado ahí ya dos años, no se apartaba. Por tal motivo conservó la memoria de ambos esposos, y tejió una admirable y excelente alabanza suya, no para hacerlos más brillantes, sino para estimular el celo de los demás; y persuadirles que llamen felices no a quienes son ricos, ni a quienes desempeñan magistraturas, sino a quienes son misericordiosos y hospitalarios y bondadosos y demuestran insigne benevolencia para con los santos.

Habiendo, pues, nosotros aprendido tales cosas en esta salutación, hagamos que se muestren en las obras y no llamemos vanamente felices a los ricos, ni despreciemos a los pobres, ni nos avergoncemos de nuestro oficio, ni tengamos como una deshonra nuestros talleres de trabajo, sino al revés: ¡avergoncémonos del ocio y de andar desocupados! ¡Si trabajar como operario fuera ignominia, Pablo no habría ejercido su arte, ni se habría gloriado de ella sobre todo, como cuando dijo: Porque evangelizar no es gloria para mí. ¿En qué está, pues, mi mérito? En que al evangelizar, lo hago gratuitamente.

Si trabajar fuera oprobio, nunca habría prohibido a quienes no trabajan el comer. Sólo el pecado es oprobio, y suele nacer del ocio. Y por cierto, nacen no un solo pecado, ni dos, ni tres sino toda la perversidad. Por lo cual, cierto sabio, declarando que el ocio ha sido maestro de toda maldad, y hablando de los siervos, dice: ¡Hazlo trabajar y no lo dejes ocioso!

Lo que es el freno para el caballo, es el trabajo para nuestra naturaleza. Si el ocio fuera cosa buena, la tierra nos produciría todas las cosas sin siembra y sin labranza. Pero en verdad que no lo hace. Dios en otro tiempo ordenó a la tierra producir todas las cosas sin necesidad de arado; pero en los tiempos actuales, ya no lo ha hecho así, sino que dispuso que el hombre unza los bueyes, maneje la reja, abra los surcos, esparza la simiente y de diversos modos cultive la vid y los árboles y las simientes. Todo para apartar del ocio, mediante la ocupación y el trabajo, la mente de quienes se ocupan en los varios quehaceres, y así de toda maldad.

Allá en los principios, para manifestar su poder, hizo que brotara todo sin trabajo nuestro. Porque dijo: Germine la tierra y el senojil y al punto se cubrió de hierba la tierra. Pero en adelante ya no fue así, sino que dispuso que, por medio del trabajo, la tierra produjera las plantas. Con el fin de que comprendas que por utilidad y conveniencia nuestra fue inventado el trabajo. Cuando oyes: Con el sudor de tu rostro comerás el pan, te parece que el trabajo es un castigo y pena; pero en realidad es una exhortación a la vez que un castigo y una medicina de ¡as heridas causadas por el pecado.

También Pablo trabajaba continuamente, no sólo durante el día sino aun durante lo noche, como lo testifica diciendo: Trabajando de noche y de día para no seros gravoso a ninguno de vosotros. Y no se dedicaba al trabajo vanamente y por pasatiempo y por recrear su ánimo, como lo hacían muchos hermanos, sino que se entregaba al trabajo en tal forma que incluso podía ayudar a las necesidades de otros: Porque dice para las cosas que me eran necesarias y también para mis acompañantes, han suministrado estas manos. El hombre que imperaba sobre los demonios, el doctor de toda la tierra, el Que tenía encomendado el cuidado de todos los que habitaban el orbe, el que con suma solicitud cuidaba de todas las Iglesias que había bajo el sol y de los pueblos y naciones, trabajaba día y noche, y no se tomaba ni siquiera un pequeño descanso de semejantes trabajos.

Nosotros, por nuestra parte, no tenemos ni la milésima parte de las solicitudes de Pablo; o mejor dicho, ni siquiera somos capaces de concebirlas, pues pasamos la vida en ocios perpetuos. ¿De qué excusa seremos dignos o de qué perdón? Del ocio se han derivado todos los males en el género humano; porque muchos juzgan ser su mayor honra no ocuparse en oficios; y les parece un gran crimen manifestarse hábiles para éstos. Pablo, en cambio, no se avergüenza de manejar la alezna, coser las pieles al mismo tiempo que alterna con los varones constituidos en dignidades. Al revés, se gloría de tales cosas cuando van a visitarlo los hombres ilustres y esclarecidos.

Y no sólo no se avergüenza de ocuparse en tales oficios, sino que en sus cartas, como en una columna de bronce, publica el arte que ejercía. Arte que había aprendido allá a los comienzos de su vida y que ahora ejercía, después de haber sido arrebatado al tercer cielo, después de haber sido llevado al paraíso, después de haberle comunicado Dios palabras arcanas. Y nosotros ¡que no valemos ni lo que una de sus sandalias! juzgamos los oficios como oprobio, los oficios de que Pablo se gloriaba. Cada día, cuando delinquimos, no lo tenemos por oprobio ni nos convertimos a Dios; y andamos evitando como una vergüenza ridícula el vivir del trabajo. Pregunto yo: ¿qué esperanza nos quedará de salvación? Si alguien se avergüenza, conviene que se avergüence del pecado y de haber ofendido a Dios y de haber hecho lo que no debía; y, al revés, que se gloríe de las artes manuales y oficios.

Acontecerá con tales medios, que, mediante las ocupaciones, fácilmente quitemos de la mente los malos pensamientos, y además ayudemos a los necesitados, y no molestemos a otros llamando de puerta en puerta, que cumplamos con la ley de Cristo que dice: Mejor es dar que recibiré Las manos se nos dieron para que de ellas nos ayudemos y a quienes tienen su cuerpo mutilado de algún miembro, les demos de nuestros haberes según nuestros posibles y sus necesidades. Si alguno persevera en el ocio, a pesar de estar sano, es más miserable que quienes se hallan acometidos por la fiebre. Estos, a causa de la enfermedad, son dignos de perdón, y fácilmente encuentran quien los compadezca. Pero los que avergüenzan a su misma salud, con razón son odiados de todos, como violadores de la ley de Dios, y que causan daño a la mesa de los enfermos y que empeoran su alma.

Porque no es el único mal, que cuando debían procurarse su alimento mediante el trabajo, anden importunando por las casas ajenas; sino que se tornan peores que todos. Porque no hay, entre las cosas humanas, nada que el ocio no eche a perder. El agua, si queda inmóvil se corrompe; si corre, al ir torciendo su paso en todas direcciones y por todas partes, conserva su pureza. El hierro, si queda ocioso, se reblandece y torna de inferior calidad y se consume de orín; pero cuando se le ocupa, resulta mucho más útil, más artístico, y brilla no menos que la plata. Vemos también que la tierra, si se le deja ociosa, no produce fruto, sino únicamente malas hierbas y espinas y abrojos y plantas infructuosas; pero si con mucho trabajo se la cultiva, abunda en frutos estacionales. ¡En una palabra! ¡todas las cosas se corrompen con el ocio; pero si ejercitan sus propias operaciones, se tornan más útiles!

Sabiendo nosotros estas cosas, y cuan grave mal se sigue del ocio y cuán grande ganancia proviene del trabajo, huyamos de aquél y entreguémonos a éste, para que pasemos la presente vida honestamente, y ayudemos con nuestros haberes a los necesitados; y habiendo por este medio mejorado la situación de nuestra alma, consigamos los bienes eternos. ¡Ojalá nos acontezca a todos alcanzarlos, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea al Padre, juntamente con el Espíritu Santo, la gloria y el imperio, ahora y siempre y por los siglos de los siglos! Amén.

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XI: Homilía sobre el texto de San Pablo: Saludad a Priscila y Aquila;

y que se ha de honrar a los sacerdotes de Dios. Sermón segundo.

¿HABÉIS APRENDIDO ya que en las Sagradas Escrituras nada se ha de tener como inútil? ¿Habéis aprendido cómo en las Sagradas Escrituras es necesario examinar detenidamente aun los epígrafes y los nombres y los simples saludos? Por mi parte, creo que los empeñosos no podrán soportar que se desprecie ni aun la más mínima palabra y se pase de largo, aunque no sea sino una lista de nombres o la computación del tiempo o simplemente un saludo. Sin embargo, a fin de que quede más en claro semejante advertencia, ¡ea! vengamos hoy todavía a lo que nos falta y dejamos del saludo a Priscila y Aquila hace poco. A la verdad ya aquel comienzo nos trajo gran fruto. Porque nos enseñó ser cosa excelente el trabajo y malo el ocio; y cómo era el alma de Pablo: cuidadosa, vigilante, preocupado fuertemente no sólo por los pueblos y ciudades, sino por cada uno de los fieles. Nos mostró, además, que la hospitalidad no queda impedida por la escasez de recursos, y que en todas partes es necesaria la buena voluntad y la virtud, y no las riquezas y haberes, y que son los más excelentes hombres quienes tienen el santo temor de Dios, aunque hayan llegado al extremo de la pobreza.

Priscila y Aquila, fabricantes de tiendas de campaña, y que llevaban una vida pobre, son encomiados como más felices que los reyes. Y mientras se pasa en silencio a otros, hinchados con sus dignidades y poderío, este fabricante de tiendas de campaña, juntamente con su esposa, por todo el orbe de la tierra es exaltado. Mas, si en la vida presente es tan grande su gloria, imagina las inmensas recompensas y coronas que merecerán en aquel día último puesto que ya de antemano han recibido gozo tan alto y tan grande utilidad y gloria con sólo convivir con Pablo y en su compañía durante tan largo tiempo. Repito, pues, lo que antes dije, y no me cansaré de repetirlo: ¡no únicamente la enseñanza y la exhortación y el consejo de los santos sino su mismo aspecto, su modo de vestir, su modo de calzar, traen consigo utilidad y gozo grandes! Porque resulta para nuestra vida notable utilidad, el aprender de ellos en qué forma usaron de las cosas necesarias para la vida.

No se contentaron con no traspasar la moderación, sino que, a veces, ni siquiera tuvieron lo necesario. Más aún: vivieron en hambre, en desnudez y en sed. Y Pablo, por su parte, ordenaba a sus discípulos y les decía: Teniendo con qué sustentarnos y vestirnos, con esto estamos contentos! Y hablando de sí mismo, decía: Hasta este momento padecemos hambre y sed y andamos desnudos y somos abofeteados. Vale la pena traer ahora al medio algo que dije y se deslizó en mi discurso, y de que con frecuencia se disputa. ¿Qué es? Decía yo que el modo de vestir de los apóstoles, nos trae utilidad no pequeña. Pero mientras lo digo, me sale al paso la ley de Cristo que dice: No llevéis oro ni plata ni cobre en vuestro cinto, ni alforja para el camino, ni sandalias, ni bastón? Ahora bien, es del todo cierto que Pedro sí llevaba sandalias. De manera que cuando el ángel lo despertó del sueño, y lo sacó de la cárcel, le dijo: ¡Cálzate tus sandalias y cíñete tu vestido y sígueme! Y Pablo escribe a Timoteo: El capote que dejé en Tróade, en casa de Carpió, tráelo al venir, y asimismo los libros, sobre todo los pergaminos.

¿Qué es lo que dices? ¡Cristo ordena no tener sandalias y tú hasta tienes un capote y Pedro tiene sandalias? Si se tratara de hombres de menos categoría, y que no en todo obedecían al Maestro, no habría para qué detenerse en semejante cuestión. Pero como son de los principales y príncipes de los apóstoles y que daban su vida por Cristo y en todo lo obedecían; y Pablo, por su parte, no únicamente hacía lo que estaba mandado, sino que saltaba aún más allá de los límites del palenque; y que al mismo tiempo ordenaba que se viviera de la predicación evangélica y él se procuraba el sustento mediante el trabajo de sus manos, haciendo mucho más de lo que estaba mandado, se hace en absoluto necesario que investiguemos el por qué de que hombres que en todo obedecían a Cristo, en este caso parezcan traspasar su ley.

En realidad no la traspasan. Y aquí el discurso será útil no únicamente para excusar a estos santos, sino también para cerrar la boca a los gentiles. Muchos gentiles, mientras andan echando por tierra las casas de las viudas y dejan desnudos a los huérfanos y nadan en las riquezas ajenas -en nada mejores que los lobos, puesto que viven de los ajenos trabajos- cuando alguna vez observan a los fieles que por sus enfermedades usan de dobles vestidos, al punto se lo echan en cara y les alegan la ley de Cristo, y les dicen: ¿Acaso no ordenó Cristo que no poseyerais dos túnicas ni sandalias? ¿Cómo es que traspasáis semejante mandato? Y luego, tras de haberse burlado a su sabor del hermano y de haberlo injuriado y cargado de oprobios, se despiden. Pues para que no suceda tal cosa ¡ea! ¡cerremos sus bocas impudentes! Podríamos con facilidad librarnos de ellos, con sólo que les dijéramos una cosa. ¿Cuál? ¡Si tú tales cosas nos objetas porque tienes a Cristo como fidedigno, lo haces con razón y con razón nos lo preguntas! Pero si tú no crees en su ley ¿por qué nos la vienes a echar en cara? ¡De manera que para acusarnos sí tienes a Cristo como fidedigno, y cuando conviene admirarlo y adorarlo, entonces nada significa para ti el Señor del Universo!

Mas, para que no vayan a creer los gentiles que tales cosas les decimos porque carecemos de otra defensa, vengamos a la solución de lo que se investigaba. ¿Cuál podrá ser la solución? ¡En pasos semejantes es necesario atender a quiénes y en qué ocasión y por qué motivo Cristo dio tal orden! Porque no se han de tomar a la ligera, sino que vale la pena examinar juntamente la persona, el tiempo, la causa e investigarlo todo a fondo. Si con diligencia lo consideramos, encontraremos que tales cosas no fueron ordenadas a todos, sino únicamente a los apóstoles; y a éstos mismos, no para todo el tiempo, sino para uno cierto y determinado.

¿Cómo se demuestra con claridad? Por las palabras mismas. Habiendo convocado a los doce discípulos, les dijo: No vayáis a los gentiles ni entréis en las ciudades de los samaritanos. Id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Curad a los enfermos, limpiad a los leprosos, echad a los demonios. Gratis lo recibís, gratis dadlo. No llevéis oro ni plata ni cobre en vuestras alforjas. Advierte la sabiduría del Maestro y en qué forma hizo ligero el mandato. Primero les dijo: Curad a los enfermos, limpiad a los leprosos, arrojad los demonios. Les concedió una gracia inmensa y hasta después les impuso el precepto. De manera que hizo ligera la pobreza mediante la potestad de hacer milagros. Ni sólo por este pasaje, sino por otros muchos se ve claro que semejante precepto únicamente lo impuso a los discípulos.

Por ejemplo: a las vírgenes, por no haber llevado óleo juntamente con sus lámparas, las castigó. A muchos otros los increpa porque habiéndolo visto con hambre no lo alimentaron y con sed y no le dieron de beber. Ahora bien: ¿cómo puede quien nada posee, ni bronce ni sandalias y sólo un vestido alimentar a otro, o vestir al desnudo o recibir en hospedaje en su casa al peregrino? Aparte de esto, por otro lado quedará también claro. Como se le acercara cierto individuo y le dijera: ¡Maestro! ¿qué debo hacer para poseer la vida eterna?, después de enumerarle Jesús todo lo preceptuado en la Ley, como aquél inquiriera cuidadosamente y le dijera: Todo esto lo he observado desde mi adolescencia ¿qué me falta aún?, le respondió Cristo: Si quieres ser perfecto, anda y vende lo que posees, dalo a los pobres y ven y sígueme. Si Cristo hubiera querido imponer semejante cosa a todos, convenía que desde el comienzo lo hubiera declarado e incluido dentro de su ley, y no añadido como un simple consejo y exhortación.

Por cierto, cuando dice: no llevéis oro ni plata, lo dice imperando; mientras que cuando dice: si quieres ser perfecto, lo dice aconsejando y exhortando. Y no es lo mismo aconsejar que poner un precepto. Quien pone una ley quiere que en todo caso se cumpla lo que ordena; pero quien aconseja y exhorta, deja al parecer y juicio del oyente elegir entre lo que ha dicho; y en consecuencia deja al oyente como señor de sus actos. Por esto no le dijo Cristo al joven: ¡anda y vende todo lo que tienes!, para que tú no vayas a pensar que se trata de una ley. Dijo: si quieres ser perfecto anda y vende lo que posees, para que comprendas que queda en mano de los oyentes el escoger. Queda pues manifiesto que aquellas cosas las ordenó únicamente a los apóstoles.

Sin embargo, aún no está resuelta la cuestión. Porque aun siendo así que tal cosa la haya imperado sólo a los apóstoles ¿por qué motivo, habiéndoseles ordenado que no llevaran sandalias ni dos túnicas, hubo uno que sí llevaba sandalias y otro que llevaba hasta un capote? ¿Qué responderemos a esto? Que no quiso Cristo que los apóstoles se atuvieran perpetuamente a semejante ley, sino que los libró de ella cuando ya iba a la salutífera crucifixión. ¿Cómo se ve claro? Por las palabras del Salvador. Cuando iba a emprender su pasión, los llamó y les dijo: Cuando os envié sin bolsa y sin alforjas ¿os faltó alguna cosa? Ellos le dijeron: ¡nada! Y añadió: Pues ahora el que tenga bolsa tómela e igualmente alforja; y el que no la tenga, venda su manto y compre una espada.

Quizá diga alguno que en realidad con lo dicho quedaron libres los apóstoles de acusación; pero todavía investigue más: ¿Por qué Cristo ordenó cosas contradictorias? Porque unas veces dice: No llevéis bolsa ni alforja; y otras dice: Quien tenga bolsa tómela e igualmente la alforja. ¿Por qué lo hace? Lo hizo muy convenientemente, según su sabiduría y por el cuidado que tenía de sus discípulos. Lo primero lo ordenó allá a los principios, para que tomaran experiencia de su poder, mediante las obras y lo comprobaran, y así después más confiadamente recorrieran el orbe de la tierra. Una vez que ya tuvieron conocido su poder, prefirió que ellos mismos dieran testimonio y prueba de su virtud y no quiso irlos llevando personalmente hasta el fin, sino que con frecuencia los expuso a dificultades y los dejó que soportaran sus tentaciones, a fin de que no estuvieran perpetuamente ociosos.

Así como los que enseñan el arte de la natación, al principio van llevando a sus discípulos con mucho cuidado, y puestas sus manos debajo; pero tras de uno o dos o tres días, retiran su diestra y les ordenan ayudarse a sí mismos, y aun a veces los dejan que se sumerjan hasta sorber no poca agua salada, así procedió Cristo con los suyos. Al principio no los dejaba padecer cosa alguna pequeña ni grande, sino que en todas partes estaba presente y los defendía y los amurallaba, y hacía que de todo abundaran; pero cuando llegó el tiempo en que ellos habían de dar a conocer ser ya varones maduros y aprovechados, les quitó un poco de su gracia y les ordenó llevar muchas cosas a cabo por sí mismos. Tal fue la causa de que cuando no llevaban sandalias ni alforja ni bastón ni cobre, nada les faltaba. Puesto que les pregunta: ¿Acaso os faltó algo? Y le responden: ¡nada! En cambio, al tiempo en que les permitió llevar bolsa y alforja y sandalias, se les encontraba sufriendo hambre y sed y caminando desnudos.

¡Queda, pues, manifiesto el por qué permitió que a cada paso estuvieran en peligro y fueran angustiados! ¡para que recibieran su recompensa! Las aves permanecen echadas en sus nidos y calentando su cría hasta que a ésta le crezcan las plumas. Cuando advierten que ya le han crecido y que puede volar, primero la enseñan a volar en derredor del nido, luego un poco más lejos. Y al principio la acompañan y se colocan debajo, pero finalmente la privan en absoluto de todo auxilio. Así procedió Cristo. En Palestina estuvo, como en un nido, nutriendo a sus discípulos. Pero una vez que los enseñó a volar, estando El presente y llevándolos sobre sí, finalmente los despachó a que volaran sobre todo el orbe, y les dio orden de que a sí mismos se valieran.

Que esto sea verdad, y que por tal motivo los haya enviado desnudos de todo y con solo un vestido, y les haya mandado no llevar sandalias, para que fueran conociendo y tuvieran mayor conciencia de su propio poder y virtud, lo sabemos con toda claridad, con sólo escuchar aquella palabra suya. Pues no les dijo simplemente: ¡tomad bolsa y alforja!; sino que primeramente les refrescó la memoria de lo anterior diciéndoles: Cuando os envié sin bolsa y sin alforja ¿os faltó alguna cosa? Como si les dijera: ¿acaso no lo teníais todo en abundancia y disfrutabais de todo con largueza? Pero ahora, quiero que vosotros os valgáis por vosotros mismos y experimentéis la pobreza. Por tal motivo, no quiero que sigáis atados por aquella prescripción y ley, sino que os permito que llevéis bolsa y alforja; a fin de que no parezca que yo obro por medio de vosotros como se hace con instrumentos inanimados: ¡conviene que también vosotros mostréis vuestra virtud!

Y si todavía instas: ¿acaso no habría sido una gracia mayor, que hubieran perpetuamente permanecido en aquella abundancia? Respondo que en tal caso no habrían sido suficientemente probados. Si no hubieran experimentado alguna aflicción ni escasez ni persecución, se habrían vuelto perezosos y tardos. En cambio, por este otro camino, quería Cristo que brillara su gracia, además que se ostentara y apareciera clara la prueba de sus discípulos. Así no podría nadie decir que ellos no habían cooperado en algo, sino que todo había sido gracia de Dios. Podía Dios haberlos conservado hasta el fin en aquella primera abundancia. Pero no lo quiso, por varios motivos necesarios, que con frecuencia hemos explicado a vuestra caridad.

Uno es el que acabamos de decir. Otro, de no menor fuerza, fue para que se acostumbraran a la moderación. El tercero, para que no fueran los hombres a honrarlos con un honor superior a lo que a hombres se debe. Por esto y muchos otros motivos, habiendo de permitir que les acontecieran innumerables e inesperadas calamidades, no quiso que estuvieran sujetos a tan estrecha ley como aquella primera, sino que aflojó un tanto en semejante modo de vivir; y también para que a ellos no se les fuera a convertir en intolerable y pesada la vida, por estar continuamente faltando al precepto, al mismo tiempo que se veían obligados a guardar y observar aquella ley tan dura. Y pues convenía enseñar claramente a los demás lo que a ellos oscuramente se les había propuesto, después de haberles dicho: Quien tenga bolsa tómela y además la alforja, añadió: y el que no tenga, que venda su túnica y compre una espada.

¿Qué es esto, Señor? ¿armas a tus discípulos tú mismo que les habías dicho: Si alguno te hiere en la mejilla derecha preséntale también la izquierda? El que ordenó que bendijéramos a quien nos colma de injurias y soportáramos a quienes nos hieren y rogáramos por los que nos persiguen ¿ahora arma a sus discípulos? ¿Y los arma con una simple espada? ¿Cómo es esto razonable? ¡Si en absoluto son necesarias las armas, no se necesita de sólo espada como armadura, sino también de escudo y casco y grebas! Y a la verdad, si quería llevar el negocio al modo de los hombres ¿no os parece ridículo semejante precepto? Aun cuando poseyeran infinitas armas de ese género, ¿cómo podían aquellos once hacerse superiores contra las innumerables asechanzas y acometidas de pueblos y tiranos y ciudades y naciones? ¿Habrían podido siquiera soportar los relinchos de la caballería? ¿No habrían quedado aterrorizados a la sola vista del ejército, los que no se habían ejercitado sino en el lago y los ríos y las barcas?

Entonces ¿por qué dice semejante cosa? ¡Quería hacer referencia a las asechanzas de los judíos y cómo éstos los habían de aprehender! ¡Pero no quería decirlo claramente, sino mediante enigmas, para no perturbarlos de nuevo! En consecuencia, así como cuando oyes decir a Cristo: Lo que os digo al oído predicadlo sobre los tejados, y lo que habéis oído en la obscuridad decidlo a la luz! ¿no entendéis que se hayan de abandonar la plaza y las encrucijadas y que los apóstoles hayan de subir a los tejados a predicar -cosa que jamás hicieron-; sino que cuando dice sobre el tejado o a la luz, insinúa la libertad y confianza para predicar públicamente; y cuando dice al oído y en la obscuridad, significa que en todas partes del orbe habrán de publicar lo que han oído en una pequeña parte -que es Palestina-; puesto que Cristo no les predicaba al oído ni en la obscuridad, sino muchas veces en lo alto de los montes y en las sinagogas, pues del mismo modo has de entender lo que dice en el presente pasaje.

Cuando en el otro oímos tejados, lo hemos entendido en sentido distinto. Del mismo modo, cuando acá oímos espadas, no pensemos que les ordenó portar espadas; sino que con la palabra espada, les insinuó la amenaza de las acechanzas, y lo que iban a padecer de parte de los judíos, como en realidad lo padecieron. Así se ve por lo que sigue. Porque en cuanto dijo que había que comprar una espada, añadió: Porque es necesario que se cumplan las cosas que de mí están escritas. Que fue computado entre criminales. - Y como los discípulos le contestaran: ¡Aquí hay dos espadas! porque no habían entendido lo que se les decía, les contestó: ¡basta! En verdad no eran suficientes, ni lo habrían sido dos ni tres ni ciento, en el caso de que hubiera querido que echaran mano de semejantes auxilios humanos.

Mas, si no quiso que usaran de humanos auxilios, ciertamente aun aquellas dos espadas resultaban inútiles. Por tal motivo, en este caso, no les explicó el enigma, como vemos que con frecuencia lo hacía siempre que los discípulos no acababan de entender sus palabras; ¡pasaba de largo y dejaba que los sucesos mismos les aclararan el sentido de sus sentencias! Así lo hizo, por ejemplo, en el caso de la resurrección. Les decía: ¡Destruid este templo y en tres días lo reedificaré! Y los discípulos no entendían lo que Jesús hablaba, como lo testifica el evangelista cuando dice: Cuando resucitó de entre los muertos se acordaron sus discípulos y creyeron a sus palabras y a la Escriturad Y en otra parte: Porque aún no se habían dado cuenta de la Escritura, según la cual era preciso que El resucitara de entre los muertos.

Queda suficientemente resuelta la dificultad. Volvamos, pues, ahora el discurso a la otra parte del saludo. Pero ¿qué fue lo que se dijo y de qué parte del saludo nos hemos apartado? Llamábamos bienaventurados a Priscila y Aquila por haber convivido con Pablo y haber observado diligentemente sus costumbres en vestirse y calzarse y en todo lo demás que hacía. De aquí nació la cuestión acerca del motivo por el que siendo así que Cristo prohibía tener más de un vestido, nos encontramos con que Pedro y Pablo poseían el uno sandalias y et otro una capa. Y hemos demostrado que al usar de tales cosas los apóstoles no traspasaban la ley, sino que la habían observado cuidadosamente mientras les obligó. Y lo decíamos no para exhortaros a que amontonéis riquezas ni para alentaros a que poseáis más de lo que pide la necesidad, sino para que tengáis a la mano lo que habéis de responder a los paganos cuando se burlan de nosotros. Ciertamente Cristo, al anular su primer precepto, no ordenó que se poseyeran opulentas mansiones y esclavos, y lechos y vasos de plata, ni cosa alguna semejante; sino únicamente quiso que estuviéramos libres de aquel primer mandato.

Por semejante motivo Pablo amonestaba y decía: Teniendo con qué sustentarnos y cubrirnos con esto estamos contentos. Lo que nos sobre de lo que necesitamos, debemos suministrarlo a los pobres, como empeñosísimamente lo practicaban Priscila y Aquila. Por esto el apóstol los admira, los alaba y hace de ellos un excelente encomio. Pues en cuanto dijo: Saludad a Priscila y Aquila, cooperadores míos en el Señor, añadió en seguida el motivo de tan gran caridad. ¿Cuál fue?: Los cuales, por salvar mi vida, expusieron su cabeza. Le dirá alguno; entonces ¿éste es el motivo de que los ames? ¡Este sobre todo! Porque aun cuando solamente esto hubieran hecho, serían dignos de alabanza. Quien ha salvado al jefe del ejército, ha salvado al ejército; quien ha librado de los peligros al médico, ha devuelto la salud a los enfermos; quien arrebató del piélago al piloto, libró de las olas a todo el pasaje. Y del mismo modo, quienes salvaron al maestro de todo el orbe, y por salvarlo derramaron su sangre, se convirtieron en beneméritos de todo el orbe, puesto que por su cuidado para con el maestro salvaron a todos los discípulos.

Mas, para que entiendas que no solamente se mostraron tales para con el maestro, sino que tuvieron el mismo cuidado de los hermanos, oye lo que sigue. Porque una vez que Pablo dijo: Los cuales por salvar mi vida expusieron su cabeza, añadió: a quienes no sólo yo estoy agradecido sino todas las iglesias de la gentilidad. ¿Qué dices? ¿A unos fabricantes de tiendas de campaña? ¿A unos pobres operarios que fuera de lo necesario no poseían cosa alguna, las iglesias todas de los gentiles les dan las gracias? Pero ¿en qué pudieron aprovechar a tan gran número de iglesias esos dos esposos? ¿Con qué abundancia de recursos, con qué grandeza de poder, con qué favor de los príncipes brillaron?

Delante de los gobernadores no significaron nada ni por la abundancia de bienes, ni por el poder o el favor. Pero tenían algo más grande que todo eso: ¡un ánimo pronto y muy dispuesto a los peligros! ¡Por tal motivo fueron beneméritos y salvaron a muchos! Es que a la Iglesia no la aprovechan tanto los ricos opulentos, como los pobres de gran ánimo. Y nadie se admire de semejante sentencia. Porque lo que acabo de decir es verdad y se comprueba con los hechos. Los ricos sufren mil molestias y corren infinitos peligros. Temen por su casa, por sus criados, por sus campos, por sus haberes: no sea que alguien les robe algo. Quien es señor de muchos, se ve obligado a ser esclavo de muchos. En cambio el pobre, libre de todos esos cuidados y sin solicitudes, es un león que respira fuego, y tiene un ánimo fuerte y generoso; y se desembaraza de todo y fácilmente procede a todo lo que puede ser de provecho para la Iglesia; ya sea necesario reprender a alguno o increparlo, ya tenga que emprender empresas innumerables por Cristo. Porque como ya ha despreciado la vida presente, todo lo lleva a cabo con suma facilidad.

Yo te pregunto: ¿Qué puede el pobre temer? ¿Que le roben sus riquezas? ¿Quién lo puede afirmar? ¿Ser echado al destierro? ¡Tiene como ciudad todo el orbe de la tierra! ¿Que alguien lo prive de deleites o de gente que lo rodee? ¡Ya se ha despedido de tales cosas y vive en el cielo y se apresura hacia la vida eterna! ¡Aunque sea necesario dar la vida y derramar la sangre, lo suplicará! De manera que un varón semejante es superior en poder y riquezas a cualquier tirano y a los reyes y a todos los pueblos! Y para que comprendas que tales cosas se dicen con verdad y no por adulación: y que quienes nada poseen son los más libres para expresarse, advierte lo que sigue: ¿Cuántos ricos había en los tiempos de Herodes y cuántos poderosos? Y ¿quién fue el que salió al medio? ¿quién increpó al tirano? ¿quién vengó la ley de Dios despreciada? ¡Ninguno de los ricos, sino un pobre necesitado, que no tenía ni lecho ni mesa ni casa! ¡El habitante del desierto, digo, Juan! ¡él el único y el primero, con toda libertad corrige al tirano y pone de manifiesto aquella unión adulterina; y lo hace estando todos presentes y oyéndolo; y pronuncia sentencia condenatoria!

Antes que Juan, el gran Elías, que nada poseía fuera de su piel de oveja, fue también el único que varonilmente increpó al impío y perverso Acab. ¡Nada engendra tan gran libertad en el hablar, nada tan gran confianza en las dificultades, nada hace tan fuertes a los hombres, como el nada poseer y no andar envueltos en negocios seculares! En consecuencia, si alguno ¦ anhela la fortaleza, que abrace la pobreza, que desprecie la vida presente, que en nada tenga la muerte. Podrá entonces ser de más provecho a las Iglesias que los ricos y que los mismos príncipes y los reyes. Los reyes y los ricos, cuanto hacen lo hacen mediante sus riquezas; mientras que el pobre todo lo lleva a cabo generalmente entre peligros de muerte. Y cuanto más preciosa que todo el oro es la sangre, tanto es mejoría pobreza que las riquezas abundantes.

Así eran los que hospedaban a Pablo, Priscila y Aquila: no poseían abundancia de bienes, pero tenían un ánimo rico más que todas las riquezas, y cada día esperaban la muerte, y vivían entre sangre y matanzas y constantemente padecían el martirio. Mas, precisamente por esto en aquellos tiempos florecían los intereses de los católicos, pues tan íntimamente estaban unidos los discípulos a sus maestros y lo maestros a sus discípulos. Pablo lo testifica no acerca de dos, sino de muchos otros. Escribe a los hebreos, a los tesalonicenses y a los gálatas, y asegura que todos están afligidos de graves tribulaciones; y escribe en sus cartas que todos eran arrojados de sus ciudades, desterrados de su patria con pérdida de sus bienes y que andaban en peligro de sus vidas. De modo que toda su vida la pasaban en terribles combates; pero no rehusaban ni ser mutilados en sus miembros con tal de salvar a sus maestros.

Dice Pablo escribiendo a los gálatas: Testifico que, de haberos sido posible, los ojos mismos os hubierais arrancado para dármelos. Y lo mismo alaba en Epafras que vivía en Golosos con estas palabras: Ciertamente que estuvo a punto de morir: pero Dios tuvo misericordia de él, y no sólo de él sino también de mí, para que yo no tuviera tristeza sobre tristeza. Claramente declara aquí el dolor que habría sufrido con la muerte de su discípulo, cuya virtud en alguna otra parte descubre diciendo: Estuvo a punto de muerte, habiendo puesto en peligro su vida, para suplir en mi servicio vuestra ausencia. ¿Quién habrá más feliz que aquellos varones, y quién más miserable que nosotros? Aquellos derramaban su sangre y daban la vida por sus maestros; mientras que nosotros no nos atrevemos ni a levantar la voz en favor de nuestros prelados y padres comunes; sino que, oyendo que los maldicen y los deshonran y afrentan tanto los suyos como los extraños, no reprimimos a quienes maldicen ni los reprendemos ni lo impedimos. ¡Ojalá, inclusive, no seamos nosotros mismos los primeros en maldecirlos!

Estamos viendo que se profieren contra los príncipes, de parte de los fieles y de quienes nos están unidos con los vínculos de la religión, tantas injurias y afrentas, que superan en número a las que profieren los gentiles. Yo en este punto, de buena gana preguntaría de dónde ha provenido tan gran desidia y desprecio de la piedad, hasta llegar a estar enemistados nuestros Prelados mismos. Nada hay que así pueda destruir y deshacer la Iglesia, nada que tan fácilmente la lleve al naufragio, como el no estar estrechamente unidos los discípulos a sus maestros, los padres a sus hijos, los príncipes a los súbditos. Si alguno maldice a su hermano, se le excluye de la lectura de las Sagradas Escrituras. Porque dice Dios: ¿Cómo te atreves, dice al impío, a hablar de mis mandamientos, y a tomar en tu boca mi alianza? Y pone luego el motivo: ¡Sentado difamabas a tu hermano! Y tú, tras de haber recriminado a tu padre en el espíritu ¿te juzgas digno de acercarte al sagrado vestíbulo? ¿No es tal cosa una incongruencia?

Si quienes maldicen a su padre o a su madre han de sufrir la muerte según la Ley, ¿de qué condena no será digno quien se atreve a maldecir al que es más necesario y mejor que los padres carnales? ¿No teme que se le abra la tierra y lo trague, o que bajando el rayo del cielo queme su lengua maldiciente? ¿No habéis oído lo que le aconteció a María, la hermana de Moisés por haber maldecido al príncipe? ¿cómo quedó inmunda y se llenó de lepra y hubo de soportar la suprema ignominia, y ni aun intercediendo por ella su hermano alcanzó perdón; y esto a pesar de haber sido la que expuso en el río al santo e hizo que para su educación fuera la madre tomada como nodriza del niño a fin de que no fuera nutrido a los pechos de una bárbara? Luego fue capitana del ejército de mujeres, como Moisés lo era de los varones; como verdadera hermana de Moisés juntamente soportó con éste los trabajos por el desierto. Y, sin embargo, cuando maldijo al príncipe, de nada le sirvió para escapar de la ira de Dios. Ni siquiera Moisés, el que tras de la otra inmensa impiedad pudo aplacar a Dios en favor del numeroso pueblo con sus ruegos, pudo ahora, suplicando por su hermana y pidiendo perdón, aplacar a Dios; sino que Dios lo increpó gravemente. Todo para que aprendamos nosotros cuan malo sea maldecir a los príncipes y andar juzgando las vidas ajenas.

En el día del juicio, no juzgará Dios únicamente acerca de lo que pecamos, sino también acerca de los pecados de que juzgamos a los demás; y quizá, lo que por su naturaleza es pecado leve, se torna grave y no perdonable, a causa de que el que ha pecado, anda además juzgando a otro. Tal vez no está claro lo que acabo de decir. ¡Digámoslo con mayor claridad! Ha pecado alguno; y otro que comete el mismo pecado, lo ha juzgado y condenado. Pues este tal, en aquel día amarguísimo, pagará no la pena que pide la naturaleza de su pecado, sino más del doble y el triple. Porque Dios le señalará un castigo, no por haber él pecado solamente, sino además por haber hecho tan grave juicio del otro que igualmente había caído.

Voy a demostrarlo, como ya lo prometí, con mayor claridad mediante una historia ya pasada. El fariseo, aunque no había pecado, sino que había vivido justamente y podía alardear de muchas buenas obras, por haber condenado al publicano como ladrón, avaro y perversísimo, sufrió tan grave castigo y lo atrajo sobre sí. Pues nosotros, que diariamente pecamos y andamos condenando las vidas ajenas, incluso ignoradas de otros, ¡piensa tú qué pena tan grave habremos de padecer' y cómo quedaremos sin perdón! Porque dice la Escritura: Con el juicio con que juzgareis seréis juzgados?

Teniendo en cuenta todo esto, os suplico, os ruego, os amonesto que os apartéis de tan perversa costumbre. Los sacerdotes a quienes maldecimos no sufrirán por esto mal alguno, ya sea falso, ya verdadero lo que de ellos digamos, del mismo modo que el fariseo en nada dañó al publicano; más aún le aprovechó, a pesar de que decía de éste cosas verdaderas. Pero nosotros nos atraemos males terribles, como el fariseo empujó contra sí mismo la espada, y salió del templo tras de haber recibido una herida mortal. Pues para no ir a sufrir nosotros lo mismo, dominemos la lengua desordenada. Si el que maldijo a un publicano, no escapó sin castigo ¿qué defensa tendremos nosotros que maldecimos a nuestros padres? Si María, por haber maldecido una sola vez a su hermano padeció tan grave suplicio ¿qué esperanza de salvación nos queda pues diariamente cargamos de injurias a nuestros príncipes?

Ni vaya alguno a decirme: ¡es que allá se trataba de Moisés! Porque yo podré responderle: ¡es que se trataba de María! Por lo demás, para que por otro camino veas con entera claridad que no debe juzgarse de los sacerdotes y de su vida, aun cuando sean manifiestamente reos de crimen, oye lo que dice Cristo acerca de los príncipes de los judíos: En la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y fariseos: haced, pues, lo que os dijeren, pero no hagáis conforme a sus obras. - Y ¿qué podía haber peor que el comportamiento de aquéllos cuyo celo resultaba dañoso a los discípulos? Y, sin embargo, ni así los rebajó en su dignidad Cristo, ni los hizo despreciables a los ojos de los súbditos. ¡Y con razón! Porque si una vez hubieran tomado los súbditos potestad semejante, veríamos al punto cómo serían derribados los príncipes de sus magistraturas por los particulares.

Por tal motivo Pablo, como hubiera hecho una injuria al príncipe de los sacerdotes judíos, y le hubiera dicho: ¡Dios te herirá, pared blanqueada! ¿Y tú te sientas como juez a juzgarme? luego que oyó a algunos que lo reprendían y le decían: ¿Así injurias al Pontífice de Dios?, para demostrar que a los sacerdotes de Dios hay que manifestarles honor y reverencia ¿qué dijo?: ¡No sabía que era el Pontífice de Dios! Por igual motivo David, como hubiera capturado al perverso Saúl que anhelaba el homicidio y era digno de infinitos castigos, no solamente no le dio muerte, sino que ni siquiera soportó que se le dijera en su contra alguna palabra alterada. Y como diera la razón, dijo: ¡Es el Cristo del Señor!

Ni solamente por aquí puede verse la verdad de lo que veníamos diciendo, sino también y muy claramente, por otro camino observaremos cómo el súbdito debe estar muy lejos de corregir a los sacerdotes. Como el arca del Señor fuera llevada, algunos de los súbditos, por ver que se inclinaba en el carro y resbalaba, la enderezaron. Sufrieron ahí mismo el castigo y quedaron muertos, heridos de la mano de Dios, aun cuando nada hacían que no fuera razonable. Pues no andaban derribando el arca, sino que la levantaban cuando estaba para caer. Y para que veas con mayor claridad aún la dignidad de los sacerdotes, y que no es lícito a un súbdito que permanece en la clase de los laicos, corregir semejantes cosas, por tal motivo Dios mandó a los atrevidos ahí mismo, en medio de la multitud, la muerte. Aterrorizó así grandemente a los demás con semejante prodigio y los persuadió a que ni siquiera se acercaran a los sitios reservados a los sacerdotes.

Si cada cual, bajo las apariencias de corregir lo malo se entromete con la dignidad sacerdotal, desde luego nunca le faltarán ocasiones para corregir; de manera que, confundidos unos con otros, ya no podremos discernir entre el súbdito y el príncipe. Ni vaya alguno a pensar que lo digo por acusar a los sacerdotes -pues por la gracia de Dios en todas las cosas se muestran notablemente virtuosos, como vosotros lo sabéis, y jamás han dado ocasión a nadie para que se les recrimine-sino para que aprendáis que, aun en el caso de que tuvierais sacerdotes indignos y maestros molestos, ni aun así seria seguro para vuestra conciencia ni falto de grave peligro el maldecirlos.

Si de los padres carnales dijo cierto sabio: Si llega a perder la razón muéstrate indulgente con él, puesto que nada podrás darle que iguale a lo que de él recibiste, mucho más ha de observarse esta ley con los padres espirituales. Lo propio-de cada cual es que examine su propia vida con toda diligencia, a fin de que el día del juicio no oigamos aquella palabra terrible: ¡Hipócrita! ¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no consideras la viga en el tuyo? Propio es del hipócrita besar la mano al sacerdote en público y cuando todos lo ven, y tocar las rodillas y suplicarle que ruegue por él, y correr hacia sus puertas cuando se necesita el bautismo; y en cambio en la casa y en la plaza, cargar de oprobios a quienes son autores y ministros de bienes tan grandes, y dar su asentimiento a los maldicientes.

Si tan perverso es el sacerdote ¿cómo lo tienes por digno ministro de tan tremendos sacramentos? Y si te parece ser ministro digno ¿cómo es que soportas que otros lo maldigan y no les cierras la boca ni te enfadas ni molestas, de manera de alcanzar por ese camino una excelente recompensa de parte de Dios, e incluso una alabanza de los mismos que maldicen? Porque aun cuando profieran infinitas injurias, sin embargo, certísimamente te alabarán y te acogerán, a causa de tu egregio cuidado de la fama de los sacerdotes. Y por el contrario, si no lo hacemos así, todos nos condenarán, aun los mismos que maldicen.

Añádese a esto algo más grave aún: que allá en la otra vida sufriremos el castigo. ¡No hay enfermedad que así destruya las Iglesias! Como un cuerpo que no tiene sanos los nervios engendra infinitas enfermedades y hace insoportable la vida, así la Iglesia, si no está rodeada y ceñida de la invicta cadena de la caridad, origina muchas discordias, acrece la ira de Dios y es ocasión de innumerables tentaciones.

Para que nada de esto suceda, y para que no exacerbemos a Dios, ni aumentemos nuestros males, y para que no nos preparemos un castigo, un ineludible y eterno castigo, y para que no llenemos aun la vida presente de mil incomodidades, obliguemos a nuestra lengua a bien hablar. Examinemos cada día nuestro propio modo de vivir, con diligencia; y dejemos al juicio de quien exactamente conoce aun las cosas más recónditas de la vida de otros, lo que tal vez hacen. Por nuestra parte, condenemos nuestros pecados. Así lograremos evitar el fuego de la gehena. Porque así como quienes andan ocupados en examinar curiosamente las culpas ajenas suelen descuidar del todo los propios pecados, así quienes se apartan de semejantes inquisiciones tienen en cambio gran solicitud de sus propios delitos. Quienes consideran sus propias faltas, y cada día las examinan y se castigan a sí mismos, en aquel último día encontrarán al Juez lleno de mansedumbre.

Declarando esto Pablo, decía: Porque si a nosotros mismos nos juzgáramos, ciertamente no seríamos juzgados por el Señor. Pues bien: para que logremos evadir aquella sentencia, examinemos cuidadosísimamente nuestra conciencia, haciendo a un lado todo lo demás; corrijamos los pensamientos que nos induzcan a pecado; humillemos nuestra alma mediante la compunción y pidámonos cuentas de nuestras acciones. De este modo podremos fácilmente echar de nosotros la carga de nuestros pecados y gozar de pleno perdón, y juntamente pasar la presente vida con gran placer y conseguir los bienes eternos, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual sea al Padre, juntamente con el Espíritu Santo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.


CRISOSTOMO-HOMILIAS I - Prolog.