Crisostomo Ev. Juan



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SAN JUAN CRISOSTOMO

HOMILÍAS SOBRE EL EVANGELIO DE SAN JUAN



ADVERTENCIA

Primera Edición Castellana Febrero de 1981. EDITORIAL TRADICIÓN, S. A. Av. Sur 22 No. 14, Col. Agrícola Oriental (entre Oriente 259 y Canal de San Juan), México 9, D. F. Tel. 558-22-49


Advierten los autores que en las Homilías sobre el evangelio de San Juan nos encontramos con un género de predicación en que, aun siendo idéntico el estilo y la expresión más o menos igual al de las anteriores, hay, en cambio, gran diversidad en cuanto a las ideas y al modo y orden de argumentar. Como en todas las Homilías sobre las Sagradas Escrituras, aquí también sigue el santo su método de explicar verso por verso o bien algún pasaje más o menos completo; pero en vez de fijarse tanto e insistir en la enmienda de las costumbres, parece querer enderezarlo todo a la instrucción de los herejes de su tiempo en Antioquía, en especial los anomeos, tocando los puntos doctrinales controvertidos.

El total de las Homilías es de ochenta y ocho. En algunos editores llevan doble numeración, porque no cuentan la primera como de esta colección. Aquí irán numeradas partiendo desde la primera, que hace las veces de introducción. Fueron predicadas en Antioquía; pero, según parece, no todas el mismo año, sino entre el 388 y el 398. Quizá con más precisión, entre el 390 y el 395. Las predicaba, como cosa especial, al amanecer (sub aurora) para los más fervorosos. Abundan los argumentos contra los anomeos, y fue notable que ellos mismos exhortaran al santo a la discusión. Es muy de notar que el santo omite la perícopa que trata de la mujer adúltera. Puede ser o porque en su ejemplar no la tenía, pues a muchos en Oriente a los comienzos les causó escándalo tan inmensa misericordia de Jesús; o también para que no se creyera que justificaba en cierto modo ese crimen tan dominante y escandaloso en Antioquía.




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HOMILÍA I (O Proemio)

Los ESPECTADORES de los certámenes, si ven que se acerca algún campeón esforzado y ya anteriormente coronado, corren al punto con el objeto de presenciar el combate y su arte, y su fuerza; y se ve entonces una inmensa reunión de hombres que hechos todos ojos, con los del cuerpo y con los de la mente se aplican en absoluto al espectáculo, de manera de no perder ninguno de sus pormenores. Si se trata de un excelente músico que se presenta, todos igualmente llenan el teatro; y haciendo a un lado todo lo que traen entre manos, aun cuando se trate de cosas urgentes y necesarias, suben al teatro y toman asiento; y captando cuidadosamente el canto y el sonido de los instrumentos, discuten luego acerca de la sinfonía de ambos. Muchos lo hacen así. Y lo mismo proceden los oradores respecto de los sofistas. Porque también entre éstos hay reuniones y oyentes y aplausos y estrépito y examen cuidadoso de lo que dicen.

Pues bien: si los espectadores y los que son a la vez espectadores y oyentes permanecen sentados con grande atención ¿con cuánto cuidado, con cuánta diligencia debéis vosotros atender, cuando no ya un flautista, ni un sofista, sino un hombre celestial, lanzando una voz más penetrante que un trueno os convoca a este espectáculo? Porque esa voz llenó el universo todo y lo saturó; y lo llenó no con la grandeza del clamor, sino porque su lengua hablaba movida por la gracia divina. Y lo más maravilloso es que semejante clamor, no siendo ni áspero ni desagradable, sino más agradable y más amable que cualquier música, a causa de su armonía, y teniendo una fuerza mayor para captar al oyente, es al mismo tiempo santísimo y sumamente tremendo, y lleno de tan grandes arcanos y que confiere tantos bienes a quienes lo aceptan y guardan con diligencia que son ya no hombres, ni viven sobre la tierra, sino que participando, levantados sobre todo lo terreno, de la suerte de los ángeles, habitan en la tierra como si fuera en el cielo.

Porque ese hijo del trueno, amado de Cristo, columna de todas las iglesias que hay en el orbe, que tiene las llaves del cielo, que participó del cáliz de Cristo y fue bautizado con su mismo bautismo, que con grande confianza se recostó en el pecho del Señor, éste es el que nos ha convocado; y nos ha convocado no para representar fábulas, ni para eso se acerca; y no viene disfrazado (porque no va a pronunciar cosas teatrales), ni sube a una tribuna, ni golpea con el pie la orquesta, ni viene con vestiduras de oro; sino que se presenta con una veste de singular belleza. Se le ve revestido de Cristo, calzados sus hermosos pies con la preparación del evangelio de la paz, ceñido con el cinturón no al pecho sino a los riñones, no con pieles purpúreas adornadas por encima de oro, sino tejidas y fabricadas con la sincera verdad.

Se nos ofrece así, sin disfraces. En él no hay simulación alguna, ninguna ficción, ninguna fábula: con la cabeza desnuda viene anunciando la verdad desnuda. Ni aun cuando en realidad él sea otro, nos persuadirá cosas distintas ni con su presentación ni con su mirada ni con su voz. Para anunciar la verdad no necesita de instrumento alguno, ni cítara, ni lira, pues todo lo hace por medio de su lengua y lanza voces más suaves que cualquier cítara o música y más agradables y útiles. Tiene como proscenio el cielo todo; su teatro de espectadores es el orbe; espectadores y oyentes son todos los ángeles y de entre los hombres todos los que son ángeles o desean serlo. Porque solamente éstos pueden percibir con exactitud en sus oídos semejante armonía y demostrarla luego en sus obras, y ser oyentes tales como conviene que sean los que tal armonía han de oír.

Todos los demás, a la manera de infantes (que oyen pero no entienden lo que oyen), andan ocupados en juegos agradables pero pueriles. También los que se han entregado a las risotadas, a los placeres, a las riquezas, al poder, y viven para el vientre, de vez en cuando oyen lo que se dice, pero en sus obras no demuestran nada grande ni alto, porque se han ocupado del todo en construir con lodo y ladrillos. A este apóstol están presentes las Virtudes de lo alto, admiradas de la hermosura de su alma, de su prudencia y de las muestras de virtud con que atrajo al mismo Cristo y recibió la gracia espiritual. A la manera de una lira bellísima, adornada de piedras preciosas y de broches de oro, dispuso su alma y logró que resonara con el Espíritu Santo algo grande y excelso.

Escuchémoslo, pues, no como a un pescador ni como a un hijo del Zebedeo, sino como a quien conoce las profundidades de Dios, digo al Espíritu Santo, que es quien pulsa esa lira. Nada humano dirá, sino que todo cuanto anuncie será extraído de los abismos del Espíritu Santo, de los arcones aquellos que ni los ángeles conocieron antes de que se verificaran en la realidad. Porque los ángeles junto con nosotros, por la boca de Juan y por nosotros, conocieron lo que ahora conocemos. Esto significó el apóstol con estas palabras: Para que se manifieste a los Principados y Potestades, por medio de la Iglesia, la multiforme sabiduría de Dios. Si pues los Principados, las Potestades, los Querubines y los Serafines conocieron tales arcanos por medio de la Iglesia, es manifiesto que sin duda los escucharon con suma atención.

No es esto pequeño honor para nosotros: que los ángeles oigan con nosotros lo que ellos ignoraban. Cómo lo hayan sabido por nosotros, no lo explicaré todavía. Hagamos, pues, un silencio grande y modesto, no solamente hoy o en el día en que oímos, sino durante toda la vida; porque es útil escuchar a este apóstol durante toda nuestra existencia terrena. Si anhelamos saber lo que en palacio se trata, o sea qué hace el emperador, qué consulta acerca de sus súbditos (y esto aun cuando con frecuencia para nada nos toque), con mayor anhelo hemos de querer oír lo que Dios ha dicho, sobre todo porque muy de cerca e íntimamente nos interesa. Pues bien, todo eso Juan nos lo va a referir cuidadosamente, pues es amigo del Rey y tiene en sí mismo al Rey que por su medio nos habla, y escucha de su boca todo lo que el Rey recibe de su Padre. Porque dice: OÍ he llamado amigos porque os he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre.

En consecuencia, así como si viéramos a uno que repentinamente se asomara e inclinara desde el cielo y que nos prometiera referirnos en pormenor las cosas celestiales, todos al punto correríamos, así también ahora estemos con igual disposición de ánimo. Juan nos habla desde el cielo, porque no es de este mundo, como lo dijo Cristo: Vosotros no sois de este mundo y tiene en sí al Paráclito que habla y está presente en todas partes y conoce lo de Dios como el alma humana conoce lo suyo propio. Es decir al Espíritu Santo, Espíritu de santidad, al Espíritu de rectitud que rige y conduce al cielo todo y cambia en otros nuestros ojos, y hace que veamos como presentes las cosas futuras, y viviendo en carne contemplemos las cosas celestiales.

Presentémonos a él durante toda la vida con ánimo tranquilo y calmado: nadie perezoso, nadie soñoliento, nadie manchado permanezca aquí. Trasladémonos al cielo en donde el evangelista va a hablar a los que viven acá. Si permanecemos en la tierra, ninguna ventaja sacaremos de aquí. La enseñanza de Juan nada tiene que ver con los que no se apartan de un modo de vivir digno de los cerdos; así como a Juan para nada le tocan las cosas humanas. Nos aterroriza el trueno con su ronco sonido; pero la voz de Juan a ninguno de los fieles conturba; más aún, por el contrario, los libra del tumulto y desorden, y solamente para los demonios y los esclavos del demonio es terrible. Y para que podamos ver cómo los aterroriza, callemos con la boca y con el ánimo; y más aún con el ánimo. Porque ¿qué utilidad puede haber en que calle la boca, pero en el alma haya tumulto? Busco el silencio del alma porque anhelo que el alma escuche.

Que no nos sobresalte codicia alguna de dineros, ningún amor a la vanagloria, ni la tiranía de la ira, ni el desorden de otras pasiones. Porque no puede un oído no purificado captar como es conveniente la alteza de las sentencias, ni el fondo temible de estos misteriosos arcanos, ni conocer con exactitud todas las virtudes que están en estos oráculos contenidas. Si nadie puede aprender a tocar la lira o la flauta si a ello no aplica su ánimo, ¿cómo podrá alguno sentarse a escuchar las místicas voces, dejando inoperante a su ánimo?

Por tal motivo Cristo nos amonesta con estas palabras: No deis lo santo a los canes, ni arrojéis las margaritas a los cerdos. A estas sentencias llamó margaritas aunque son de mucho mayor precio que las margaritas con mucho, porque no hay materia más preciosa. Por tal motivo suele compararse a la miel la suavidad de estos discursos: no porque la suavidad de la miel pueda igualarla, sino porque no tenemos cosa más dulce que la miel. Y que supere con mucho a la dulzura de la miel y al precio de las margaritas y piedras preciosas, oye cómo lo afirma el profeta con estas palabras: Son deseables más que el oro y la piedra preciosa, más dulces que la miel y el panal. Pero sólo lo son para quienes gozan de salud. Por eso añade: Porque tu siervo las guarda. Y en otra parte, tras de haber dicho que esos discursos son dulces, continuó: Para mi boca: cuán dulces para mi boca son tus palabras. Y exaltando su excelencia dijo: Más que la miel y el panal. Porque tenía sano el entendimiento.

En consecuencia, no nos acerquemos así enfermos, sino una vez purificados del ánimo tomemos este alimento. Para esto fui echando por delante tan largo discurso y no había aún llegado a esto; para que cada cual, quitadas todas las enfermedades, como si entrara al cielo, penetre sin la ira, sin los cuidados y solicitudes, sin las demás pasiones. Nada podremos lucrar aquí si antes no purificamos el alma. Ni me oponga alguno ser breve el lapso entre ésta y la siguiente explicación; puesto que no ya en el término de cinco días, sino en un solo instante podemos cambiar toda nuestra vida. Pregunto: ¿quién hay más criminal que un ladrón y homicida? ¿Acaso no está aquí el extremo de la perversidad? Y sin embargo, el ladrón aquel en un instante llegó a la cumbre de la virtud y penetró en el paraíso y no necesitó de muchos días; ni siquiera de medio día, sino de sólo un momento. Se puede, pues, cambiar repentinamente y de lodo convertirse en oro.

Como no tengamos innatos ni la virtud ni el vicio, resulta fácil el cambio, libremente y no por necesidad. Si queréis, dice, y me oyereis, comeréis los bienes de la tierral ¿Ves cómo sólo se necesita la buena voluntad? Pero no de una voluntad vulgar como la que muchos tienen, sino de una voluntad diligente. Yo sé que todos anhelan volar al cielo; pero semejante anhelo es en las obras en donde hay que manifestarlo. El mercader desea enriquecerse, pero semejante deseo no se le queda en sólo el pensamiento, sino que va y prepara la nave, junta marineros, llama al piloto, pone en la nave los aparejos, cambia su dinero, atraviesa el mar, va a tierras extrañas, pasa por muchos peligros y padece muchas otras cosas que saben bien los que acostumbran navegar.

Pues una voluntad así conviene que demostremos. También nosotros navegamos; y no de un país a otro, sino de la tierra al cielo. Pues bien, preparémonos con el pensamiento a esta navegación que nos ha de llevar al cielo; y seamos marineros dóciles, y procurémonos una nave firme, no sea que naufraguemos a causa de alguna desgracia del siglo o de la tristeza, o que nos desvíe el viento de la arrogancia; sino que vayamos ligeros y expeditos. Si así nos preparamos nave, marineros y piloto, navegaremos prósperamente; y nos haremos benévolo al verdadero piloto que es el Hijo de Dios, el cual no dejará que nuestra barquilla se hunda; pues aun cuando soplen infinitos vendavales, él increpará a los vientos y al mar y convertirá la tormenta en grande tranquilidad.

Así preparados os acercaréis a la siguiente explicación, si es que deseáis algo útil y poder guardarlo en la memoria. Que nadie sea camino, que nadie sea piedra, que nadie esté repleto de espinas. Hagámonos campos novales. Así echaremos nosotros en vuestras almas gustosamente la semilla; es decir, si encontramos una tierra limpia y pura. Si, por el contrario, la hallamos pedregosa y áspera, perdonadnos que no queramos trabajar en vano. Si desistiendo de sembrar, habernos de comenzar por desbrozar las espinas, sería cosa de extrema locura esparcir la semilla en tierra inculta. Al oyente de esta explicación no le es lícito ser partícipe de la mesa de los demonios. Porque ¿qué consorcio puede haber entre la justicia y la iniquidad? Te presentas como oyente de Juan y por medio de él aprendes lo que es propio del Espíritu Santo ¿y luego te vas a escuchar a las meretrices que hablan obscenidades y representan cosa más obscena aún y a afeminados que mutuamente se abofetean?

¿Cómo podrás luego purificarte bien tras de revolearte en cieno tan grande? ¿Para qué es necesario recordar ahora en pormenores tal obscenidad? Todo ahí son risotadas, todo oprobios, injurias y dicterios; todo disolución, todo ruina. Os lo digo de antemano: ninguno de los que disfrutan de la mesa presente corrompa su alma con esos perniciosos espectáculos. Todos los dichos y hechos son ahí pompas satánicas. Y todos cuantos habéis sido iniciados ¿sabéis los pactos que con nosotros habéis celebrado, o mejor dicho con Cristo, puesto que es El quien os inicia? ¿Sabéis lo que le prometisteis y lo que le dijisteis de las pompas satánicas y que renunciasteis a Satanás y a sus ángeles y prometisteis no adheriros jamás a ellos?

Pero es de temer que alguno, violando estos compromisos, se torne indigno de los presentes misterios. ¿No has advertido cómo en los palacios son llamados a participar en los concejos, no los que se han hecho culpables en algo, sino los que están en honor y son colocados entre los amigos del rey? Pues ahora viene a nosotros un legado del rey, directamente enviado por Dios, para hablarnos de asuntos necesarios. Pero vosotros sin cuidaros de escuchar ni saber lo que desea, permanecéis allá sentados, escuchando a los comediantes. ¿De cuántos y cuán terribles rayos no será digno semejante proceder?

Así como no es lícito participar en la mesa de los demonios, tampoco es lícito escuchar las cosas demoníacas, ni presentarse con vestidos sucios a la mesa espléndida, tan colmada de bienes y por el mismo Dios preparada. Tanta es su fuerza que instantáneamente nos arrebata al cielo, con tal de que con mentes despiertas pongamos atención. Porque no permanece en este vil estado quien con frecuencia es instruido en la palabra divina, sino que es necesario que vuele y busque aquel altísimo sitio y goce de inmensos tesoros. Tesoros que ojalá todos nosotros consigamos por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, por el cual y con el cual sea al Padre la gloria, en unión con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.




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HOMILÍA II (I)

Al principio existía el Verbo (Jn 1,1).

Si HUBIERA de hablarnos Juan y contarnos cosas suyas, lo oportuno sería referiros acerca de su linaje, patria y educación. Pero como no habla él sino Dios por su medio a la humana naturaleza, me parece superfluo discurrir sobre eso. Y sin embargo, no sólo no es superfluo, sino muy necesario. Pues una vez que sepas de dónde y de quiénes fue nacido y cuál fue su vida, cuando luego oigas su voz y doctrina íntegra, advertirás claramente que tales palabras no son suyas, sino del divino poder que mueve su alma. ¿Cuál fue su patria? Ninguna clara ciudad, sino un pueblecillo, región despreciada, que nada podía llevar que fuese de algún valor.

Desprecian a Galilea los escribas cuando dicen: Pregunta y ve que de Galilea no viene ningún profeta. Tampoco le da valor alguno aquel verdadero israelita, cuando dice: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? No era pues Juan oriundo de ninguna ciudad importante de aquella región. Tampoco era allá esclarecido su nombre, pues era su padre un pobre pescador; tan pobre que ejercitaba a sus hijos en el mismo arte de pescar. Y todos saben que no hay oficial que quiera dejar a su hijo como heredero de su mismo oficio, a no ser obligado por la extrema pobreza; sobre todo si es un oficio vulgar. Y nada más pobre que los pescadores, nada más bajo; más aún, nadie hay más ignorante. Sin embargo entre ellos los hay de más o de menos valer. Pues bien, este apóstol se contaba entre los menores, pues no pescaba en el mar, sino en un pequeño lago. Y de ahí lo llamó Cristo cuando vivía con su padre y su hermano Santiago, junto con los cuales remendaba sus redes: indicio de extrema pobreza.

Ya por aquí se deja entender cuán ajeno estaba a la enseñanza de las escuelas, pues nunca había asistido a ellas. Por lo demás Lucas testifica acerca de él haber sido sujeto ignorante y sin letras. Y con razón. Pues quien era tan pobre que ni siquiera acudía al foro, ni convivía con los ciudadanos notables, sino con solos los vendedores de peces y con los cocineros ¿en qué podía ser superior a las fieras y a los brutos animales? ¿Cómo no iba a ser más mudo que los mismos peces? Y sin embargo, este pescador que pasaba su vida en torno del lago, de las redes y de los peces, originario de Betsaida en Galilea, nacido de padre pescador y trabajado por la excesiva penuria, rudo y del todo imperito, y que no aprendió letras ni antes ni después de haber seguido a Cristo, veamos qué cosas dice y de qué materias diserta. ¿Acaso de los campos, de los ríos, del comercio de peces? Porque de un pescador tales son las cosas de que espera uno que le hable.

Mas no temáis. Nada de eso escucharemos, sino solamente cosas celestiales y de tal naturaleza que nadie hasta ahora las ha lucubrado. Porque nos trae dogmas tan sublimes, nos enseña tan preclaro género de vida, con tan gran sabiduría cuanta conviene a quien lo ha sacado de los tesoros del Espíritu Santo, a quien ha bajado hace poco del Cielo: en una palabra, tales que, como ya dije, es verosímil que ni todos los habitantes del Cielo las supieran. Pregunto yo: ¿era esto propio de un pescador, de un retórico, de un sofista, de un filósofo, de alguno de los peritos en la ciencia profana? ¡De ningún modo! Porque no es propio de la mente humana el expresarse así acerca de aquella naturaleza inmortal y bienaventurada, ni de aquellas Potestades que luego siguen, ni de la inmortalidad y la vida eterna, ni de los cuerpos mortales que luego serán inmortales, ni del castigo, ni del tribunal futuro, ni de la cuenta que se habrá de dar acerca de las obras, las palabras y los pensamientos, ni el saber qué sea el hombre y qué sea el mundo, y lo que verdaderamente es el hombre, y qué es lo que de él se ve, pero no es él, y qué la perversidad y qué la virtud.

Platón y Pitágoras algo de eso inquirieron. De los otros filósofos no hay ni para qué acordarse: ¡tan ridículos fueron todos! Esos son los de entre ellos más admirables y príncipes de la ciencia: escribieron algunas cosas acerca de la república y de las leyes; y sin embargo, en todo eso se les tuvo como niños dignos de risa. Afirmaron ser las mujeres comunes a todos, destrozando la vida y manchando el honor del matrimonio, y establecieron otras cosas igualmente risibles, y en eso gastaron toda su vida. Acerca del alma determinaron la más torpe doctrina de todas, al afirmar que las almas de los hombres se convierten en moscas, mosquitos y arbustos, y al alma misma la hicieron Dios. Ni sólo por esto se les ha de culpar, sino además porque su lenguaje es un Euripo de enredos. Fluctuando como si estuvieran entre los flujos y reflujos del Euripo, nunca sostuvieron unas mismas afirmaciones, pues andaban con el pensamiento incierto y vacilante.

No procedió así este nuestro pescador, quien todo lo afirma con certeza, y como quien se apoya en roca firme jamás titubea. Habiendo sido digno de ser introducido al santuario mismo, y teniendo en sí a Dios que por su medio habla, no sufre las deficiencias humanas. En cambio esos otros sabios, no de otra manera que quienes ni en sueños han sido admitidos a los reales palacios, sino que andan en el foro mezclados con los demás hombres, al conjeturar con su propio ingenio acerca de las cosas invisibles, cayeron en crasísimos errores, por haberse atrevido a disertar de cosas inefables. A la manera de ciegos o de ebrios, se embrollaron mutuamente dentro del error; y no solamente unos con otros entre sí, sino aun cada cual consigo mismo, sin ponerse de acuerdo acerca de unas mismas cuestiones.

En cambio Juan, el iletrado, el rudo, el nacido en Betsaida, el hijo del Zebedeo… aun cuando los helenos se burlen de la aspereza de tales nombres, sin embargo no con menor sino con mayor libertad me expresaré, pues cuanto más bárbara les parezca aquella nación y más extraña a la educación helena, tanto más resplandecerán nuestras cosas. Cuando siendo un bárbaro y un indocto el que habla, dice cosas que nadie antes de ningún hombre había escuchado; y no sólo las dice, sino que las persuade (porque ya aun sólo lo primero sería un gran milagro, pero ahora se nos viene a la mano un argumento todavía mayor de que tales cosas eran divinamente inspiradas, pues a todos los oyentes y siempre les persuadía lo que enseñaba) ¿quién no se admirará de la interna virtud que en él convivía?

Como ya dije, es esto una gran señal de que no sacaba de sí mismo ni la enseñanza ni las leyes. Ahora bien, este hombre bárbaro llenó el universo con su evangelio, corporalmente recorrió media Asia, es decir esa región en donde antes brotaban todos los doctos en las disciplinas helenas. Y por tal motivo se hace temible a los demonios, pues en medio de ellos resplandece y deshace sus oscuridades y derriba sus acrópolis; y en espíritu se retiró y subió a las regiones del cielo, como convenía a quien tales hazañas a cabo llevaba. Las opiniones de los griegos murieron, mientras que las doctrinas de Juan se hacen cada día más fúlgidas.

Desde que existieron éste y los demás pescadores, las enseñanzas de Pitágoras y Platón, que antes obtenían el primer lugar, han quedado en silencio, y la mayor parte de la gente ni siquiera conoce esos nombres. Y eso que Platón, según se refiere, se trasladó al país de los tiranos llamado por ellos y tuvo muchos amigos y navegó hasta Sicilia. Pitágoras se encaminó a la Magna Grecia, e inventó gran cantidad de brujerías. Porque lo que de él se cuenta, que hablaba con los bueyes, no podía hacerlo sino por medio de la magia. Y por aquí queda aún más en claro, pues quien se comunicaba con los brutos animales, no podía prestar a los hombres utilidad alguna, sino muchos daños.

Para filosofar, ciertamente era mejor hacerlo con la naturaleza humana. Pero aseguran que él con sus hechicerías hablaba con los bueyes y las águilas. Claro es que no hizo participante de la razón a la naturaleza irracional, pues esto no puede hacerlo el hombre; pero en cambio con sus hechicerías engañaba a los necios. No instruía a los hombres en alguna doctrina útil, sino que afirmaba ser lo mismo comer habas que devorar la cabeza de sus padres; y persuadía a sus discípulos de que el alma de su maestro se hacía unas veces arbusto, otras muchacha, otra pez. ¿No es verdad que con toda justicia tales doctrinas se extinguieron y olvidaron? Justa y razonablemente en verdad se extinguieron: así lo pedía la razón. En cambio, no ha sucedido lo mismo con las doctrinas del iletrado Juan, el hombre rudo. Al contrario: sirios, egipcios, indios, persas, etíopes y otras infinitas naciones, tradujeron a sus idiomas las enseñanzas por éste introducidas, y aun siendo bárbaros aprendieron a vivir virtuosamente.

De modo que no en vano dije que todo el orbe fue público y espectador de Juan. No se empeñó en educar a los brutos, dejando a un lado a sus propios congéneres: hubiera sido empeño inútil y gran necedad; sino que libre de ese y de los demás vicios, sólo cuidaba de que el orbe entero aprendiera algo útil y tal que pudiera trasportarlo de la tierra a los cielos. Por esto no envolvió su enseñanza entre velos de oscuridades, como lo hicieron aquellos otros, que echaron sobre su depravada doctrina la oscuridad, como un velo que la encubriera. Las enseñanzas de Juan son más claras que los rayos solares, y por eso han quedado manifiestas a todos los hombres por todo el orbe de la tierra.

A quienes se le acercaban no les ordenaba Juan guardar silencio durante cinco años, como Pitágoras, ni enseñaba como si estuviera entre piedras insensibles, ni contaba fábulas como si todas las cosas consistieran en números; sino que, quitada de en medio toda esa ingrata y satánica doctrina y daño, usó de palabras tan fáciles que no sólo para los varones y los sabios, sino también para los adolescentes y las mujeres eran del todo claras todas sus sentencias. Y todo el tiempo subsiguiente confirmó que eran útiles y verdaderas para los oyentes, pues arrastró a todo el orbe tras sí, y libró nuestra vida, con oír sus palabras, de todas aquellas extrañas fábulas y tragedias. Por esto, cuantos las escuchamos preferimos perder la vida a separarnos de los dogmas que él nos entregó. Porque es manifiesto por todas las razones dichas que los dogmas recibidos de él nada tienen de humano, sino que las enseñanzas que por medio de él nos han llegado de esa alma celeste, son divinas y del cielo.

No encontraremos ahí palabras altisonantes, ni ornato de dicciones ni artificio de nombres y sentencias, ni nada inútil o superfluo (cosas todas por lo demás ajenas a la verdadera sabiduría), sino una fuerza y virtud invencibles y de lo alto, y la fuerza de dogmas verdaderos; y una espléndida abundancia y comunicación de bienes. Superflua sería en la predicación la nimia exquisitez de palabras, digna de los sofistas; y ni aun de los sofistas, sino de los muchachos necios. Pues ante ellos mismos, el filósofo Platón introduce a Sócrates, su maestro, como avergonzado de un arte semejante y afirmando a los jueces que oirían de él palabras libres de todo artificio, y dichas como se fueran ofreciendo, pero de ningún modo sentencias compuestas de selectas dicciones, ni adornadas con palabras y dichos acicalados.

Porque a los jueces les decía: No es en forma alguna conveniente a un hombre de mi edad usar ante vosotros, oh jueces, palabras propias de muchachos. Sin embargo, observad cuán ridícula cosa sea ésa, pues lo que Platón afirmaba que i maestro rehuía como propio de muchachos, como torpe e indigno de la filosofía, fue a lo que él mismo se aplicó. (Y nada se encuentra en Platón digno de admirarse, sino eso). Así como si abres los sepulcros blanqueados por de fuera, los encontrarás llenos de podredumbre, hedor y huesos podridos, así si a las sentencias de ese filósofo las desnudas del ornato en las expresiones, encontrarás muchas cosas que redundan en abominación, sobre todo cuando trata del alma, a la que prodiga honores que tocan en blasfemias.

Aquí está el engaño diabólico: en no guardar la conveniente medida, sino arrastrar a esos filósofos a falsas doctrinas, llevándolos a extremos por ambos términos de más o de menos. Porque unas veces afirma Platón ser ella de origen divino y de substancia de Dios; pero otras, a esa alma así hiperbólicamente ensalzada, y en forma impía, con otra hipérbole la mancha, pues la coloca incluso en cerdos, asnos y animales más viles aún. Pero baste ya de esto, que aún en exceso nos hemos en ello detenido. Si de esos autores pudiera sacarse algo útil, convendría detenernos más aún en ellos; pero si lo conveniente era no decir de ellos sino lo suficiente para ponerlos en vergüenza, lo dicho es más que bastante. Dejando, pues, a un lado sus ficciones, vengamos a nuestros dogmas, los que del cielo nos han venido por boca de este pescador, y que nada tienen de humano. Traigamos al medio sus sentencias; y así como al principio os exhortamos a que escucharais con atención, así de nuevo os recomendamos lo mismo. ¿Qué dice el evangelista al comienzo?: En el principio existía el Verbo; y el Verbo estaba en Dios. ¿Adviertes la seguridad y la fuerza suprema de las palabras? ¿Ves cómo se expresa al modo como lo hace quien afirma sin poner duda ni usar conjeturas? Esto es lo propio de un maestro: no mostrar que vacila en lo que dice. Si quien enseña a todos, él a su vez necesita de quien pueda confirmar lo que enseña, con todo derecho de maestro pasa a discípulo. Y si alguno preguntara ¿por qué aquí, dejando a un lado la causa primera, al punto nos habla de la segunda? desde luego rechazaremos en esto eso de primera y segunda; porque la divinidad está por encima de esas sucesiones de número y de tiempo. Rechazado eso, afirmamos y confesamos que el Padre de nadie procede y que el Hijo es engendrado por el Padre.

Bien está, dirás. Pero ¿por qué el evangelista, dejando a un lado al Padre, nos habla del Hijo? Porque el Padre ya era conocido de todos, si no como Padre, sí como Dios; mientras que el Unigénito era desconocido. Por esto razonablemente el evangelista se apresura a dar noticia de El, a quienes no lo conocían. Por lo demás, no calló al Padre al expresarse así. Observa su prudencia espiritual. Sabe que los hombres ya de antes daban culto a Dios por sobre todas las cosas, y que así lo afirmaban. Por tal motivo partió de ahí, y avanzando vino a llamar Dios al Hijo. No como Platón que a uno lo llamó Mente (Nous) y al otro Alma (psije) Pues esto es del todo ajeno a aquella divina naturaleza inmortal. Ella nada tiene de común con nosotros, sino que se halla muy lejos de esa comunicación con las criaturas. Me refiero a la substancia, no al comportamiento al exterior. Por tal motivo Juan lo llamó Verbo. Habiendo de enseñar que este Verbo es el Hijo Unigénito de Dios, con el objeto de que nadie fuera a pensar en una generación sensible, echó por delante el nombre de Verbo y suprimió así toda mala sospecha; pues declara al mismo tiempo que el Hijo procede del Padre y que es Hijo no en forma pasible y sensible.

¿Ves cómo, según dije antes, hablando del Hijo no calla al Padre? Pero si esto no es suficiente para aclarar todo el misterio, no te extrañes; porque estamos hablando de Dios, de quien no podemos decir ni aun pensar nada que iguale y sea conforme a lo que su dignidad merece. Por esto el evangelista no habla aquí de la substancia ni de su nombre, pues nadie puede decir lo que es Dios según su substancia; pero en todas partes nos lo demuestra por las obras. Porque vemos que enseguida este Verbo es llamado Luz y luego la Luz es llamada Vida. Ni lo llamó así por solo este motivo. Porque éste es el primero. Pero el segundo es porque en seguida nos va a comunicar lo referente al Padre. Porque dice: Todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer. Lo llama Vida y Luz porque El nos dio el conocimiento y por la luz del conocimiento nos dio la vida. En absoluto no hay un nombre, ni dos, ni tres ni muchos que basten para declarar lo tocante a Dios. Anhelamos, sin embargo, aunque sea mediante muchos nombres, aunque sea oscuramente, abarcar lo que toca a Dios.

No lo llamó sencillamente Verbo, sino que poniéndole el artículo, lo distinguió de todos los demás. ¿Observas cómo no en vano dije que este evangelista nos ha hablado desde el cielo? Advierte a qué sublimes alturas, ya desde el comienzo, ha levantado la mente y el alma de sus oyentes. Una vez que la llevó más allá de cuanto cae bajo los sentidos, más allá de la tierra y del mar y del cielo, la persuade a que avance todavía más arriba de los Querubines, de los Serafines, de los Tronos, de los Principados, de las Potestades, y en fin, de todas las criaturas. Pero ¿qué? Una vez que nos elevó a tan alta sublimidad ¿pudo ya dejarnos reposar en ella? ¡De ningún modo! Sino que así como si alguno a quien se halla en la ribera del mar y observa las ciudades, los litorales, los puertos, una vez que lo ha llevado por en medio del piélago, luego lo aparta de esos particulares y no pone ya límites a la mirada, sino que le expande delante el espectáculo de aquella inmensidad, así el evangelista, tras de habernos trasportado sobre todas las criaturas y habernos conducido a los siglos anteriores a todas las criaturas, deja ahí al ojo así sublimado, pues no puede éste llegar a tocar los límites de lo celestial, porque lo celestial no tiene límites.

En cuanto la mente se ha elevado hasta el Principio, investiga cuál sea ese Principio. Y una vez que encuentra ese existía, yendo siempre adelante, no halla en dónde detenerse y hacer pie; sino que atentamente mirando y no encontrando límites, luego se torna a los seres inferiores, ya fatigados. Porque ese "Al principio existía" no significa otra cosa sino que desde siempre existía y que es eterno. ¿Observas la verdadera sabiduría y el dogma divino; no como la de los griegos que señalaban tiempos y hablaban de dioses unos más antiguos y otros más recientes? Nada de eso hay en nuestros dogmas. Si Dios existe, como en realidad existe, nada hay antes que él. Si es el Creador de todas las cosas, El es sin duda primero que ellas. Si es Señor y Dominador de todo, todo es posterior a El, tanto las criaturas como los siglos.

Quería yo descender a nuevos certámenes, pero quizá vuestro espíritu se siente fatigado. Por esto, tras de algunas advertencias que os sean útiles para comprender lo dicho, y lo que luego se dirá, terminaré. ¿Cuáles son esas advertencias? Yo sé que muchos sienten fastidio a causa de lo largo de las exhortaciones. Pero esto sólo sucede cuando, sobrecargada el alma de infinitos cuidados y penas del siglo, queda derribada. Así como el ojo cuando está limpio y claro agudamente distingue los objetos y no le cuesta trabajo observar aun los cuerpos más pequeños; pero cuando desde la cabeza fluye un humor maligno, o también cuando una densa neblina sube desde los valles y se interpone entre la pupila y los objetos, no puede ella distinguir ni aun los cuerpos grandes, lo mismo sucede con el alma. Pues cuando ya purificada no hay pasiones del ánimo que la conturben, ve con claridad lo que se ha de ver; pero cuando manchada con muchas pasiones, pierde su primera virtud, no puede fácilmente elevarse a lo sublime, sino que al punto se cansa y desfallece y se entrega al sueño y a la desidia, y deja de lado lo que toca a llevar una vida honrada y virtuosa, y ya no escucha con diligencia.

Para que esto no os acontezca (no me cansaré de repetirlo), esforzad vuestro ánimo, para que no tengáis que oír lo que Pablo dijo a los fieles hebreos: ¿Os habéis tornado torpes de oídos? Quien es torpe de oído y débil, lo mismo se cansa con un discurso largo que con uno corto; y piensa ser difíciles de entender las cosas que de suyo son claras y manifiestamente fáciles. Que nadie aquí sea de éstos; sino que, habiendo echado de sí todos los cuidados del siglo, escuche esta enseñanza. Cuando el oyente está poseído de la codicia del dinero, no puede ser codicioso de oír; porque el alma, por ser única, no puede bastar para muchas afecciones a la vez. Una codicia echa fuera a la otra; y el alma así dividida, se torna más débil, porque al fin la pasión prevalece y se apodera totalmente de ella y la arrastra. Lo mismo suele suceder respecto de los hijos; el padre que solamente tiene uno, lo ama sobremanera; pero si tiene muchos, el amor así dividido es amor para cada uno de ellos. Pues si esto sucede en donde existe esa fuerza tiránica y los que se aman son del mismo linaje ¿qué diremos del amor que procede del afecto de la voluntad; sobre todo teniendo en cuenta que semejantes pasiones mutuamente se combaten y estorban? El amor del dinero es contrario al amor a esta enseñanza. Cuando para ésta entramos, al cielo entramos. Y no me refiero al lugar, sino al efecto; porque puede quien vive en la tierra, estar en el cielo y pensar cosas del cielo y aun oírlas. En consecuencia, que nadie introduzca cosas terrenas en el cielo; nadie, mientras aquí está, esté solícito de los asuntos domésticos. Lo conveniente sería llegar al hogar y al foro con las ganancias aquí logradas y no sobrecargar estas reuniones con cargas propias del hogar y del foro.

Para esto nos acercamos a esta cátedra y trono de la sabiduría, para echar fuera esas otras inmundicias. De modo que si hemos de aniquilar este pequeño descanso con esos procederes propios de allá afuera, sería preferible en absoluto abstenernos de venir acá. En conclusión: que nadie acá en la reunión esté pensando en sus problemas domésticos, sino más bien allá en el hogar piense en lo que oye acá en la reunión. Que lo oído acá nos sea más precioso que otra cosa cualquiera, porque esto toca al alma, mientras que aquellas otras cosas atañen al cuerpo. O por mejor decir, lo que aquí se explica, ayuda al alma y al cuerpo. Ocupémonos, pues, de éstas a fondo; queden aquéllas como de pasada. Estas tocan a la vida futura; aquéllas en cambio para ninguna aprovechan si no se disponen conforme a los mandamientos de Dios. Aquí aprendemos no solamente quiénes seremos allá en la vida futura y cómo viviremos, sino también cómo habernos de vivir aquí.

Fábrica de medicinas espirituales es la iglesia, para que aquí curemos las heridas que allá afuera recibimos; pero no para que de aquí salgamos a recibir nuevas heridas. Si no atendemos al Espíritu Santo, que nos habla, no sólo no nos limpiaremos de los pecados pasados, sino que contraeremos otros nuevos. Atendamos, pues, con gran diligencia a este libro que se nos ha entregado por medio de la revelación. Si desde el principio penetramos bien los comienzos y la materia, luego no necesitaremos ya de mucho estudio. Si desde el principio nos imponemos un pequeño trabajo, incluso luego podremos enseñar a otros, como lo hizo Pablo. Porque este apóstol es grandemente elevado y está lleno de verdades dogmáticas, en las cuales se entretiene más que en otras.

Os ruego, pues, que oigamos no a la ligera. Por tal motivo nosotros explicamos despacio y lentamente, para que todo os sea fácil de entender y no se os vaya de la memoria. Temamos, no sea que se nos culpe conforme a la sentencia que dice: Si no hubiera venido y no hubiera hablado, no tendrían culpa. Al fin y al cabo ¿qué más lucramos que los que no oyeron, si después del discurso nada llevamos a nuestros hogares y nos contentamos con haber admirado lo que se dijo? Proporcionadnos el sembrar en buena tierra; proporcionádnoslo para que mejor nos atraigáis. Si alguno en su campo tiene espinas, póngales fuego, el fuego del Espíritu Santo. Si alguno tiene corazón duro y contumaz, con ese mismo fuego ablándelo y vuélvalo tratable. Si alguno es acometido en su camino por una multitud de pensamientos, entre a su interior y no dé oídos a esos que quieren introducirse para la rapiña. Todo para que podamos ver frondosas vuestras sementeras. Si así cuidamos de nosotros mismos, si con gran empeño atendemos a la exhortación espiritual, poco a poco, si no se puede de un golpe, nos veremos libres de todas las cosas del siglo.

Atendamos, pues, para que no se diga de nosotros: Son sus oídos un áspid sordo. Porque ¿en qué se diferencia, pregunto yo, de una fiera el oyente que no atiende? ¿Cómo no ha de ser más irracional que cualquier irracional el que, cuando habla Dios, no pone atención? Si agradar a Dios es ser hombre, quien no quiere oír para obtener ese fin, no puede llamarse sino fiera. Piensa cuán malo es que, queriendo Cristo hacernos de hombres, iguales a los ángeles, nosotros nos cambiemos en fieras. Servir al vientre, estar poseído de la codicia de riquezas, irritarse, morder, patear, no son cosas propias de hombres sino de bestias feroces.

Por otra parte, las fieras tienen cada cual su propia pasión, según su naturaleza. Pero el hombre que ha renunciado a usar de su razón y a disponer su vida según la ley de Dios, se entrega a todas las enfermedades del alma. De modo que no sólo se convierte en fiera, sino en un monstruo multiforme, y no merece perdón ni aun según la naturaleza. Porque toda perversidad nace de la voluntad y del libre albedrío. Pero lejos de nosotros juzgar así de la Iglesia de Cristo, pues ciertamente pensamos de vosotros cosas mejores en lo referente a la salud eterna y a lo que a ella conduce.

Sin embargo, cuanto más confiamos en que así sea, tanto mayor cautela procuraremos tener en nuestras palabras; para que habiendo llegado a la cumbre de las virtudes, consigamos luego los bienes eternos que nos están prometidos. Ojalá los alcancemos por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual, sea la gloria al Padre juntamente con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.





Crisostomo Ev. Juan